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Resumen
Según el modelo de 1982 de Haim Harare, presidente del Instituto Weizmann de Ciencias, en
Rehoboth, la materia se engendra por la dualidad preónica organizada trinitariamente para
constituir las cuatro partículas elementales y cualesquiera otras (considerados como estados
excitados) por réplica.
Una organización similar de toda la realidad fue sugerida en jeroglíficos geométricos por
autores como Ramon Lull, Bernardo el Trevisano, Leonardo da Vinci o Michael Maier,
fuertemente influidos por ideas pitagóricas y neoplatónicas.
El presente artículo recoge estas y otras concepciones dentro de una visión histórica de la
evolución de las ideas sobre la interpretación de los fenómenos naturales
Introducción
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verdad humana experimental, apoyadas o no por la investigación científica actual, pero en
ningún caso invalidadas.
Fue Empédocles de Ácraga (492-432 AC) el autor de la más antigua teoría occidental sobre
la composición de los cuerpos naturales, al postular que éstos constan de cuatro elementos
–aire, agua, fuego y tierra- y que la diferente proporción de unos y otros les otorga
cualidades distintas. El carácter inmutable de tales elementos fue contestado, siglos más
tarde, por Aristóteles (384-322 AC) quién los consideró determinados por cualidades
primarias (o principios elementales que actuaban como formas) y del modo siguiente: cálido
y seco = fuego; cálido y húmedo = aire; frío y húmedo = agua; y frío y seco = tierra. De este
modo resultó abierta la posibilidad de que, al cambiar los miembros de dos pares
contrapuestos de cualidades primarias, un elemento podía ser transformado en otro. Esta
idea aristotélica sugería que privando a los metales de ciertos atributos y reduciéndolos de
este modo a materia prima (configurada por combinaciones de los pares contrapuestos de
cualidades primarias), se les podía dar a continuación los atributos deseados (por ejemplo,
los del oro).
La investigación práctica del grado de validez de las ideas aristotélicas o, al menos, de las
consecuencias prácticas de su teoría, fue llevada a cabo en el s. X por El Jabir ibn Hayyan
(Geber). Partiendo de las concepciones del estagirita de que los minerales se engendraban
de exhalaciones de la tierra, Geber afirmaba que en la formación de los metales las
exhalaciones secas producen en primer lugar azufre y las exhalaciones húmedas, mercurio;
y que los metales se formaban por la combinación subsiguiente de estas dos sustancias.
Sin embargo, llegó al descubrimiento experimental de que el azufre y mercurio ordinarios
no dan al combinarse metales, sino una piedra roja o cinabrio (HgS). Por tanto, concluyó
que no eran tales exhalaciones las que formaban los metales sino otras sustancias
hipotéticas de las que aquellas eran las más cercanas aproximaciones. En adelante, azufre,
mercurio y el producto de combinación de ambos tuvieron significados más generales,
aunque fue necesario llegar a Paracelso (1493-1521) para que cobraran su definición
precisa como principios o sustancias constitutivas de la prima materia elementorum, la
fuerza creadora original. El azufre, capaz de corporificar y compactar las cosas (Yang
chino) corresponderá a las cualidades activas, fijas, cálidas, secas y masculinas; será un
fuego realizador oculto en el fondo de cada ser y de cada objeto, un ardor vital, emanativo,
expansivo y fuente de vida. El elemento mercurio, aglomerado, concentrado y ligante (Yin
chino) corresponderá a las sustancias pasivas, volátiles, frías, húmedas y femeninas. La
sal, lazo de los otros dos principios, es la zona doble, activa y verdadera en que las fuerzas
de aquellos se reúnen, formando así la triada elemental. Tal teoría se instauró sin desplazar
las concepciones más antiguas pues el sincretismo de la mentalidad occidental pre-barroca
no tuvo inconveniente en aceptar la existencia conjunta de 4 elementos, 3 principios, 2
semillas y 1 fruto, en una sucesión evolutiva hacia lo único y trascendental.
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(melanosis, leucosis, xantosis y rodosis) o desdobladas en proyecciones psíquicas (véase
Jung) identificadas con la propia vida del alquimista.
Si la iconografía sobre la vida, pasión y resurrección de Jesucristo suministró un apoyo
simbólico a las ideas expuestas, otro dogma cristiano, el de la naturaleza trinitaria de la
esencia divina, será utilizado cuando Paracelso, en plena época renacentista, postule una
concepción trinitaria de todo lo existente. Para ello pudo muy bien basarse en las opiniones
de Bernardo el Trevisano (1406-1490), quién, un siglo antes, había expresado la
constitución del hombre y de la piedra del siguiente modo: “existe la trinidad en la unidad y
la unidad en la trinidad y en ella están espíritu, alma y cuerpo. Y allí también están el
azufre, el mercurio y el arsénico”.
Los operadores del Ars Magna unían los dos principios opuestos de la materia unitaria (y
reducían al silencio las materias contrarias) para con esa coniuctio conseguir que la materia
abandonara su envoltura carnal y muriera. Esta muerte o putrefacción permitía la liberación
de su alma, así como la sublimatio purificaba el espíritu de sustancias materiales. El alma
libre podía entonces integrarse con el Ser Supremo, la unidad perfecta.
Naturalmente, otras características simbólicas, aparte de las religiosas, fueron también
involucradas para suministrar modalidades asociables (tabla I), siendo las relativas a forma
y color lo suficientemente interesantes para merecer un comentario.
Tabla 1
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Puesto que, en cierto modo, el azufre representa el espíritu y el mercurio el alma, puede
confundirnos que muchos alquimistas designen el mercurio como spiritus y algunos, como
por ejemplo, Basilio Valentín, equiparen el azufre con el anima. Pero esto solo supone una
contradicción aparente, porque en el lenguaje de esos autores el anima representa el alma
inmortal, es decir, la forma esencial o inmutable del hombre, mientras que la expresión
spiritus no se refiere al espíritu trascendente o al intellectus ageus, sino al espíritu vital, o
fuerza espiritual que une al alma individual propiamente dicha con el cuerpo físico para que
se forme un todo con el. A esta respecto, es sugerente y obligada la cita de A. Faire: “Il y a
des gens, hélas!, qui prenent leur Soufre pour leur Mercure”.
El azufre congelado es el entendimiento; éste contiene el oro del espíritu en potencia. Solo
cuando esté disuelto o disgregado (liberado de la limitación que le impone el pensamiento)
por acción del mercurio, estará en condiciones de convertirse en el fermento de vida capaz
de trasmutar otros metales. La conciencia corporal purificada desempeña el papel de
fixativum, punto de apoyo y sujeción de un estado más elevado del espíritu que, por su
extensión y profundidad, no se deja aprehender por el pensamiento.
La sal es el elemento estático y, por tanto, neutro de la tríada. En el hombre, no es
simplemente el cuerpo en su figura externa y visible, sino su forma síquica y, como tal tiene
un doble aspecto: por un grado, limita, y por el otro, simboliza.
Inspirado por figuras como la del orante de San Quince de Pedret (Fig. 1b), o el jeroglífico
de la Puerta del Sol de Toledo (Fig. 1c), Leonardo integrará definitivamente lo orgánico en
lo geométrico, las leyes rígidas de la geometría y las exuberantes formas naturales en una
síntesis de la que es exponente el magnífico dibujo del hombre inscrito en un cuadrado y un
círculo (los brazos extendidos y los pies cerrados configuran un triángulo) (Fig. 1d).
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No obstante, la cota máxima del hilozoísmo (atribución de capacidad de actuación vital a la
materia) se alcanza en el jeroglífico alquímico del Atalanta fugiens (1618) de Michael Maier
(Fig. 2), cuya leyenda reza: “Haz un círculo de un hombre y una mujer; después un
cuadrado; después un triángulo; por último, un círculo y tendrás la Piedra de los Filósofos”.
Interpretación
Figura 2. Emblema XXI: la geometría alquímica, en: Atalanta Fugiens de Michael Maier
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Tabla 2
Esta simplificación binaria tenía, además, la ventaja de reducir las concepciones tetrámeras
más antiguas, por desdoblamiento o asimilación, en dualidades dobles.
Así, la teoría aristotélica del color podía seguir perviviendo explicando aquel como debido a
la presencia en grados diferentes de dos partes de cualidades opuestas: brillo y oscuridad
(causas formales) y limitación e ilimitación (causas materiales, determinadas por las
superficies del cuerpo geométrico utilizado para la refracción).
La organización espacial de las parejas de opuestos fue dada por primera vez en el s. XIII
en la obra del maestro Constantino, Libro de los secretos de alquimia, como: alto (empíreo,
Jerusalén celeste), bajo (tierra, medio de la Tierra), Oriente (luz, vida, dulzura) y Occidente
(tinieblas, muerte, amargura). Norte y Sur serían, del mismo modo, los estados del principio,
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del mercurio y de su azufre; y Oriente y Occidente, las acciones químicas puestas en juego:
lucha de Oriente contra Occidente, victorias y unificaciones. Las categorías que rigen estos
pares de oposición son las de bueno y malo (sustancias puras e impuras) y de lo posible e
imposible (acciones de separación y de unificación). Regidos por estas mismas parejas,
textos e imágenes de la versión holandesa (s. XIV) de este tratado quedan referidas a una
imagen mental que corresponde a la fórmula de base: “Toda la obra está en el
conocimiento de Dios”.
Teología y cosmografía hermética volverán de nuevo a encontrarse en el s. XVII con
Athanasius Kircher: este creía que el politeísmo de los antiguos no era más que una
confusión de los múltiples aspectos del sol y de la luna, del poder activo o pasivo
apropiado, y que la realidad estaba determinada por las consecuencias de estos principios.
De este modo, las cuatro letras del tetragrámaton hebreo IVHV le sirvieron para designar el
principio activo (I), el pasivo (H), la consecuencia activa o fecundación (V) y la
consecuencia pasiva o fruto (H). Tal atribución tiene connotaciones más profundas, dado
que las cuatro letras del nombre divino servían en la tradición judía para designar,
respectivamente, las cuatro constelaciones cardinales de la banda zodiacal: el Hombre, el
León, el Toro y el águila. Tetrasomía que fue también adoptada por el cristianismo para
acompañar a los cuatro evangelistas (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), e incluso por la
alquimia tradicional para designar a los metales estaño, cobre, hierro y plomo.
El cuaternario de la manifestación divina encuentra en la interrelación de los ejes que unen
sus vértices (eje E-O de orientación espacial y eje N-S de orientación temporal) un punto
central (común al cuadrado celeste y al círculo zodiacal). Este quinto punto, designado por
los griegos como omphalos y referido al polo celeste, es el lugar de comunicación entre
espacio, tiempo y eternidad. Es el símbolo del intermediario, del mediador, de aquél que es
por naturaleza aglutinante continuo del Universo. No es de extrañar que Kircher, como
varios siglos después hiciera Teilhard de Chardin (1881-1955), situara en ese punto a
Jesucristo, designando su presencia con la hábil introducción de la letra shin en el
Tetragrámaton: IHSVH.
Medicina
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En el s. VII, en China, el quinteto universal wu-shing (agua, fuego, madera, oro o metal y
tierra) también estaba asimilado a los órganos del cuerpo humano (riñones, corazón,
hígado, pulmones y estómago, respectivamente) e incluso a los minerales. Según Lii Teu
(s. VI DC) “el fuego del corazón es rojo como el cinabrio; el agua de los riñones es negra
como el plomo”. En el s. XII, Su Tung-P´o (1037-1101) escribió “el dragón es el mercurio, es
semen y sangre, viene del riñón y se conserva en el hígado; el tigre es el plomo, es hábito y
fuerza corporal, sale del espíritu y es conservado por los pulmones”.
En Occidente y desde Hipócrates, se realizaron asociaciones cronobiológicas según las
cuales, en el ciclo de las estaciones, la secuencia de los humores predominantes era:
sangre, caliente y húmeda (primavera), bilis amarilla, caliente y seca (verano), bilis negra,
frío y seco (otoño) y flema blanca, fría y húmeda (invierno). Correspondencias similares se
establecieron para ciclos de tiempo menores y mayores. Así, se consideraba que las
cualidades biológicas anteriores sucedían también, según el mismo orden, para las
divisiones del día (mañana, mediodía, tarde y noche) o las edades de la vida (niñez,
juventud, madurez y vejez).
Reconocidos por su sabor, respectivamente agrio y cáustico, ácidos y bases han sido junto
con sales y metales las especies químicas mejor conocidas a lo largo de la historia. Es
posible que las primeras de estas especies en ser descubiertas fueran: el cinabrio y el
mercurio, la sal común, el vinagre (a partir de vino), la potasa (de cenizas de plantas), la cal
(mineral o de conchas animales) y la potasa cáustica (por tratamiento de la potasa con cal);
y que su utilización se dirigiera a la conservación de restos humanos (cinabrio) y alimentos
(sal y vinagre) y a la extracción de drogas (cal).
Al descubrimiento medieval de los ácidos sulfúrico, nítrico y clorhídrico siguió, en el s. XVII,
el diseño de sus métodos de preparación al estado puro y las primeras teorías ácidos y
metales. Tachenius (1610-1680) y Sylvius (1563-1638) intentaron, incluso, simplificar todas
las interacciones químicas en los organismos vivos como reacciones de neutralización
ácido-álcali. En los ss. XVIII y XIX se hacen progresos conceptuales por Berthelot (1789),
Berzelius (1812), Davy (1815), Liebig (1838), Gram (1883) y Arrhenius (1887) pero solo con
el último de estos científicos se llega a elaborar la primera teoría ácido-base consistente.
Luego seguirían las de Lewis (1923/1938), Usanovich (1934) y Lux-Flood (1939/1947), aún
vigentes.
Aunque no entraremos en el desarrollo de las teorías anteriores, las últimas de ellas son
acordes en definir los ácidos como sustancias que pueden donar una especie positiva o
aceptar una especie negativa, mientras que las bases se definen como sustancias que
pueden donar especies negativas o aceptar especies positivas.
El aspecto generalizador de la acidez y basicidad fue observado por primera vez por
Usanovich quién definió un ácido como una especie química que reacciona con bases,
libera cationes o electrones; y una base, como la especie que reacciona con ácidos, libera
aniones o electrones o se combina con cationes. Esta definición tuvo la genialidad de incluir
a todos los agentes oxidantes como ácidos y a los agentes reductores como bases.
Hoy se considera la acidez como el carácter positivo de una especie química, el cual
decrece mediante la reacción con una base. La basicidad es el carácter negativo de una
especie química, el cual decrece a través de la reacción con ácidos.
De lo anterior puede inferirse que una especie con la máxima densidad de carga positiva es
el ácido más fuerte y la especie que posea la máxima densidad de carga negativa es la
base más fuerte. Tales especies corresponden, respectivamente, al protón y al electrón.
Con ellos hemos llegado al límite del campo doctrinal de la Química e ingresado en el área
conceptual de la Física de partículas.
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Sobre fuerzas y partículas
En los albores del pasado siglo todavía se mantenía la creencia en la naturaleza elemental
de los átomos. Fue a partir de las experiencias de Rutherford y entre 1911 y 1932 cuando
se postuló una estructura atómica a base de una nube de electrones rodeando un núcleo
formado por protones y neutrones. A estas tres partículas elementales se añadirían, en
años sucesivos, otras dos: el fotón (transportador de luz, intercambiado por dos porciones
de materia en interacción electromagnética y mensajero entre núcleo y electrones) y el
neutrino (emitido en el curso de la desintegración del neutrón y de los núcleos radiactivos).
Sin embargo, a partir de mediados del s. XX, con el estudio de las radiaciones cósmicas y
las partículas creadas en los aceleradores, la situación fue complicándose, llegándose a
superar el centenar de partículas identificadas. Su clasificación fue realizada en términos de
interacciones y en dos grandes familias. Por cierto, las cuatro interacciones conocidas en la
década de los sesenta: gravitacional, electromagnética, fuerte o nuclear (la que une
protones y neutrones en los núcleos) y débil (que se manifiesta en la desintegración del
neutrón) fueron reducidas, más recientemente, a tres con la unificación de las fuerzas
electromagnética y débil. Como quiera que la fuerza gravitacional desempeña un papel
despreciable a nivel de física de partículas, nos encontramos que, una vez más, hemos
desembocado en el recurrente dualismo fuerte-débil.
Las partículas sensibles a la interacción fuerte fueron llamadas hadrones, a diferencia de
los leptones, que no experimentan más que interacción electrodébil.
Desde que, en 1964, Gell-Mann y Zweig postularon la existencia de constituyentes más
elementares que los hadrones, los quarks, de los que tres familias han sido puestas en
evidencia: la de los quarks d y u, la de los s y c, y la de los b y t. Así, el protón es un
sistema compuesto de dos quarks u y de un d; el neutrón, de dos d y un u. Todos los
quarks poseen antipartículas llamadas antiquarks.
En sorprendente paralelismo a lo anteriormente establecido, tres familias agrupan a los
escasos leptones conocidos: la del electrón y su neutrino, la del muón y su neutrino y la del
tau y su neutrino. A estos seis leptones es preciso añadir seis antipartículas: e+, νe, u+, νu, τ+
y ντ.
A principios de los 70, la tabla de partículas elementales quedaba constituida por el fotón,
los quarks hadrónicos y los leptones, pero la investigación de la existencia de nuevos
constituyentes de la materia a un nivel más elemental hizo que en 1974 Pati y Salam y,
poco después, Haim Harari, propusieran la existencia de los preones. Estos autores
consideran que: quarks y leptones son tripletes de preones de base (el modelo de H. Harari
les llama T y V, iniciales de las palabras hebreas Tohu Vavohu (= sin forma ni vida); y que
las segundas y terceras familias de leptones y quarks son estados excitados de las
primeras. Todo sugiere, en esta teoría, que la dualidad preónica se organiza tripartitamente
para constituir las cuatro partículas:
Electrón, e = TTT
Neutrino, νe = VVV
Quark u = TTV
Quark d = TVV
y que las otras partículas de generaciones sucesivas no son más que réplicas de la primera
generación.
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La teoría de supercuerdas
Tabla 3
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especular, y transiciones de conifold) y conectadas con una nueva teoría 11-dimensional
llamada teoría M donde todas las características de las partículas elementales pueden ser
descritas desde la perspectiva de un universo de 11 dimensiones. Aunque el modelo del
Campo Unificado solo habla de 9 dimensiones, si consideramos que los módulos del vector
tridimensional tiempo y del vector tridimensional generado por las dimensiones arrolladas
(microscópicas) pueden parecer dimensiones desde el subespacio de dimensiones
corrientes (nuestro tiempo corriente es un ejemplo), obtenemos las 11 dimensiones de la
teoría M.
Para algunos autores, estas teorías son “física del siglo XXI que cayó accidentalmente en el
siglo XX” (Michio Kako, 2007) y por consiguiente, precisan de progresos matemáticos que
están por producirse. Para otros (Max Niedermaier, John Baez, Peter Woit), son teorías con
una flexibilidad matemática suficiente para violar el requerimiento de falsacionismo (sus
parámetros se pueden moldear para encajar con cualquier tipo de realidad observada) y ser
consideradas, por consiguiente, pseudociencia (Mario Bunge, 2006) (o sea, una reedición,
con jerga técnica, de las intuiciones que nuestros antepasados expresaron en forma
simbólica).
El estado del arte de nuestro conocimiento de la realidad no es tan avanzado ni tan sencillo
como quisiéramos. La situación es paradójica y puede serlo por algún tiempo más. De
hecho, ya fue prevista por Einstein (1936) en dos de sus declaraciones:
“En cierto sentido, pues, yo creo que el pensamiento puro puede captar la realidad,
como soñaban los antiguos”.
Referencias
Federico González. La rueda: una imagen simbólica del cosmos. Ed. Símbolos. Barcelona, 1986.
Francisco Claro Huneeus. A la sombra del asombro. Editorial Andrés Bello, 1995.
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Notas
Para Gustavo Bueno, lo individual, en cuanto existente, es una entidad metafísica, porque existir es coexistir. El
mínimo numérico de lo coexistente es dos y con consecuencias de enantiomorfismo o de oposición (en este
caso, según diferentes y opuestos tipos de atributos: alto/bajo, oscuro,/claro,…). Ahora bien, tanto si las
relaciones son armónicas como si son dioscúricas, cada “par aislado” introduce una tal dependencia recíproca
entre sus términos que permite sea tratado como una unidad “monista”, como un “dipolo”. Por tanto, la realidad
global se nos ofrecería como una multiplicidad compuesta por infinitas parejas entre las cuales sólo cabría
reconocer interacciones aleatorias (como en física, las interacciones dipolo-dipolo o las fuerzas de van der
Waals). Y en el supuesto en el cual el esquema dual se aplicase a un único par, coextensivo con la “realidad
misma” (Ormuz y Arihman, entre los maniqueos; la diada Byzos/Aletheia entre los gnósticos; o el Yin/Yang entre
los chinos), entonces ese “dualismo cósmico” equivaldría prácticamente a un monismo, y ello sin necesidad de
que se contemplase la posibilidad de que uno de los términos del dualismo acabase venciendo o reabsorbiendo
al otro.
La gran deficiencia del esquema dualista es su incompatibilidad con el principio platónico (mantenido por el
materialismo filosófico) del symploké. Platón, en el Sofista, enseñó que cualquier aproximación racional a la
realidad debe presuponer que cada cosa no está conectada con todas las demás, ni tampoco que está
desconectada con todas las demás, sino entretejida (en symploké) con algunas cosas, pero no con otras.
La estructura más elemental, compatible con el symploké es la estructura ternaria. En una tríada (A,B,C) los
miembros estarán involucrados los unos con los otros, pero, al mismo tiempo, será posible reconocer
coaliciones binarias (AB, AC, BC) en cada una de las cuales queda segregado el tercer miembro, que, sin
embargo, tendrá que mantenerse asociado al otro. El principio del symploké se cumple muy bien en pluralidades
estructuradas en tríadas, eneadas, docenas, etc.). De esta pluralidad podrá ya afirmarse la conexión (no total)
de unas cosas con otras, como la desconexión (o discontinuidad de unas cosas con otras), que seguirán su
propio ritmo.
En la tradición cristiana, la triada fundamental está representada por el dogma de la Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. En la versión católica, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo mientras en la versión
ortodoxa griega, es una emanación del Padre sin el concurso del Hijo. En ninguno de los dos casos, pero
especialmente en el de la versión católica, la Trinidad cristiana parece un caso particular de las trinidades
indoeuropeas. Más aún, la concepción católica resulta especialmente próxima a los presupuestos de la
cromodinámica cuántica
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Según Jung, aquello que los alquimistas llamaban la materia no era sino su propia personalidad y su finalidad
consistía en liberar su espíritu de ella. La piedra filosofal, que permitía esa liberación espiritual, tendía más a
transformar la persona que a transmutar los metales. Así entendida, la alquimia aparecía como la proyección de
un drama cósmico en términos de laboratorio. Más aún, de las analogías entre los sueños o alucinaciones de
sus pacientes y el simbolismo alquímico, llegó a establecer una relación entre las etapas del proceso de
individualización de la persona humana y las operaciones sucesivas de la Opus mayor.
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Según Abu-l-Qâsim al Irâqî, la materia simboliza el Oeste, mientras que la forma, el arquetipo, representa el
Este (Dr. S. Husseim Nasr, Teherán).
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En la Alquimia, la Dama se asimila a a la Sal; y el Unicornio, al Mercurio
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