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El proceso creador
La creación es una forma refinada del miedo,
Federico Fellini
18 3. Arthur Rimbaud.
ni de qué manera impredecible terminaré. Y sepan que ha-
blo de algo mucho más azaroso que un relato. Hablo, estoy
hablando, de mi propia vida.
Y no importa si el resultado es una narración breve o
una novela larga. No importa si se trata de un cuento para
chicos o de un cuento para grandes. De una historia de ga-
tos querendones o una historia de suicidios. El proceso es el
mismo. El peligro es el mismo. Y quede claro que evito ha-
blar de literatura infantil. Porque cada vez estoy más conven-
cida de que la literatura, la verdadera literatura, es una. Y,
por lo menos yo, intento escribir para todos, también para
los chicos.
Y quisiera terminar tratando de responder a una pregun-
ta que acostumbran hacerme cuando hablo de estas cosas:
"Y el miedo a la muerte ¿ya se te pasó?". Y entonces a mí me
gustaría contestar que sí (especialmente cuando los que
preguntan son los chicos). Porque ocurre que a veces me
parece que sí, que el miedo ya se me pasó. Me parece que
-por fin- logré meter el miedo, todos los miedos, en la bolsa
de los cuentos, aunque los cuentos me hayan salido de risa
y no de miedo.
Pero resulta que no. Y que si bien es cierto ya no les
temo a las arenas movedizas ni a irme por el agujero de la
banadera junto con el agua olorosa a jabón Manuelita (que
no viene tan perfumado como el de mi infancia, ¿o será que
estoy perdiendo el olfato?), y hasta he llegado a tener, en mi
propio patio de San Cristóbal, una planta carnívora a la que
cariñosamente apodamos La Mimosa (nos ofrecieron una
Aldobranda -Erna Wolf nos la ofreció- pero me negué con
firmeza); si bien es cierto que no me intranquiliza el viento
nocturno trayéndome los gritos de las locas (¿Será que ya no
hay viento nocturno?, ¿o que ya no hay locas? ¿Será que hay
viento nocturno y hay locas y que lo que ocurre es que yo,
además de estar perdiendo el olfato, también estoy per-
diendo el oído?); si bien es cierto que ahora no les temo a 19
los leprosos que se me sientan al lado en el tranvía (total,
tranvía queda uno solo en Buenos Aires, y sería más que
casualidad que justo...), ni a los tíos viejos con olor a pis y
manos temblorosas que me dicen muñequita (todos los tíos
se me murieron, y estaría dispuesta a pagar para que alguien
m e dijera muñequita...); si bien la que atesora cajas con
cartas viejas y abanicos rotos y larguísimas trenzas rubias
ahora soy yo; y que ahora soy yo la única y celosa deposita-
ría oficial de los terribles secretos de familia (cosa que a
más de cuatro, conocedores de las venganzas espantosas de
que somos capaces los escritores, los tiene con el Jesús en
la boca); si bien todo esto es cierto, debo confesar que me
pongo la mano en el corazón, que es el lugar donde anida el
miedo a la muerte, y noto que sigue allí. ¿El mismo que
desvelaba a aquella nena que fui y que de alguna manera
todavía soy? El mismo, que viste y calza.
Porque resulta que yo no quiero morirme nunca, nunca,
nunca, ni cuando sea muy viejita, ¿saben ustedes? Y que nun-
ca, nunca, nunca, me voy a cansar de la vida. Pero ocurre que
los que prometían salvarme de la muerte ya se pasaron todos
para la otra orilla, sin avisar ni nada, y me dejaron sola. Bien
aferrada al Ángel de la Guarda, dulce compañía -que como
me quedé sin abuela ahora me cuelgo yo misma, pese a que
él insiste en no dejarse ver-, pero sola.
Sola y con la memoria de las calles desiertas y los gritos
y las sirenas en la noche.
Con la memoria de los que ya no están y ni tiempo
tuvieron de cansarse de la vida.
Será por eso y por algunas otras cosas que tienen que
ver con el desamparo y la prepotencia, que me toco el lugar
donde anida y noto que sigue ahí. Tan fresco y campante.
Como esperando. Y listo para desbocarse. El miedo.
Entonces sucede.
Me levanto, me siento, acomodo los dedos sobre las
teclas y, una por una, las palabras empiezan a aparecer en el
papel blanco o en la pantalla de la computadora. Son las
palabras verdaderas, las únicas posibles porque me llegan
de muy atrás, de muy adentro: desde la infancia.
Una palabra más otra palabra más otra palabra y aque-
llo que me atormentó va cobrando un sentido. Una nueva
historia busca un lugar -el que le corresponde- en el relato
de mi vida. Mientras yo junto mis pedazos -porque hay co-
sas que no tienen nombre, cosas que duelen demasiado, a
las que todavía no puedo encontrarles nombre- y me vuelvo
a inventar.
No sé hacia dónde voy ni de qué forma va a terminar
esto.
Pero por ahora -nada más que por ahora- el miedo se
aquieta. Y una vez más son las palabras las que me salvan
de la muerte.