Está en la página 1de 9

1

El proceso creador
La creación es una forma refinada del miedo,
Federico Fellini

LJI hombre construye casas porque está


vivo pero escribe libros porque se sabe mortal", dice Daniel
Pennac. 2
Y Umberto Eco: "Me hice filósofo (¿escritor?) para con-
vertir mi miedo a la muerte en un hecho profesional".
El miedo a la muerte como origen de la escritura.
El miedo a la muerte como origen de mi escritura.
Miedo a la muerte y a los espectros que ella convoca.

Tengo miedo, mucho miedo, mamá.


Miedo al fin del mundo, que dice la abuela está por

1. Exposición en las Jornadas para docentes sobre el juego y la creatividad,


en la 5a Feria del Libro infantil y Juvenil de Buenos Aires, julio de 1994.
2. Pennac, Daniel, Como una novela, Bogotá, Editorial Norma, 1993.
llegar. Y a los chinos, que dice papá se adueñarán del mun-
do entero, también del barrio de Barracas, y hasta de nues-
tro propio patio.
Miedo a los sótanos, donde se guardan los trabucos, los
animales embalsamados y los paraguas sin manija. Y a los
altillos, donde se guardan los maniquíes con agujeros, las
coronitas de novia y los crespones.
Miedo a los leprosos, que se te pueden sentar al lado en
el tranvía sin avisarte nada que son leprosos, y entonces qué
hacemos.
Miedo a los tísicos del Muñiz, que arruinan el aire con
su respiración venenosa, y mejor no respiremos hondo, por
si acaso.
Miedo a los presos de Caseros, con sus trajes a rayas y
sus cuchillos en alto, que a cada rato quieren escaparse, y
más vale no me suelto de tu mano.
Miedo a los muertos de la fiebre amarilla, enterrados en
esta mismísima Plaza de la Santa Cruz, porque no es lindo
eso de andar en bicicleta por encima de los muertos.
Miedo a las puertas cerradas (detrás está la loca de la
familia, con su pelo enredado y sus uñas filosas). Y a las
ventanas abiertas (no quiero que los chinos se la pasen es-
piándome. Espiarlos yo a los chinos: eso quiero). Y a los
espejos de luna (seguro que me miro y no me veo, seguro
que me miro y veo una cara sin ojos).
Miedo a los tíos viejos con olor a pis y manos que tiem-
blan y se mojan cuando te acarician el pelo y te dicen
muñequita.
Miedo a las cajas que guardan cartas amarillas, abani-
cos rotos y una única y larguísima trenza rubia.
Miedo, miedo, miedo a los terribles secretos de familia.
¡Y a las arenas movedizas y a las plantas carnívoras y a
irme por el agujero de la banadera, junto con el agua oloro-
sa a jabón Manuelita!
-Pero cómo... ¡Si el agujero es chiquito y vos sos grande!
Igual tengo miedo.
Miedo a los gritos que escucho en el patio, cuando cae
la noche.
-Es nada más que el viento, que trae los gritos de las
locas del Hospicio.
Lo mejor es taparse los oídos cuando hay viento y cae la
noche. Y taparse los ojos cuando vas en el tranvía 18. Porque
si miras por la ventanilla (y a mí me gusta mirar por la ven-
tanilla) ahí están las locas del Hospicio, levantándose las
polleras y pidiéndote caramelos.
-¡Pero las locas no te van a hacer nada allí metidas! ¡Es
muy alta esa pared! ¡Cierto que algunas locas se tiran, pero
pocas..! ¡No hay que tener miedo!
Yo sí tengo miedo. Y no puedo dormirme, ¿sabes, mamá?
Porque yo no me quiero morir. Y no quiero que vos te mueras,
¿sabes, mamá? Y que se muera papá tampoco quiero...
-¡Pero para eso falta muchííííísmo! Y la gente se muere
cuando ya está muy viejita y se quiere morir, de lo cansada
que está de la vida...
Es que yo no me voy a querer morir nunca, nunca, nun-
ca, ni cuando sea muy viejita, ¿sabes, mamá? Y nunca, nun-
ca, nunca me voy a cansar de la vida.

Para que yo no me muera nunca, nunca, nunca, mi


mamá me prende en la camiseta una bolsita de alcanfor, mi
abuela me cuelga en la cuna un Ángel de la Guarda, dulce '.'-
compañía, y mi papá me jura que yo no me voy a rnorir
nunca, nunca, nunca porque él siempre va a estar ahí para
no dejar que venga la muerte y me lleve con ella.
-Y vos, papá, ¿tampoco te vas a morir nunca? ¿Y vos,
mamá?

Tengo miedo. Tanto miedo a que se muera mi mamá, a


que se muera mi papá, y entonces ¿quién queda para salvar-
me de la muerte? Tanto miedo al Ángel de la Guarda, siem- 1
pre a mi derecha, que, como soy un poco buena, capaz se
aparece para hacerme compañía. Y al diablo, siempre a mi
izquierda, que, como soy bastante mala, seguro se aparece,
para llevarme con los chinos.
Tengo miedo y lloro y no me quiero dormir, ¿sabes,
mamá? Porque cuando me duermo cierro los ojos, como los
muertos, que andan todo el tiempo con los ojos cerrados...
-¿Y si te cuento un cuento?
Un cuento, bueno. El de la nena como un carozo...
Y entonces sucede.
Mi m a m á abre el libro de tapas azules y las palabras de
adentro del libro empiezan a salir por la boca de mi mamá.
"Erase una vez una mujer que ansiaba tener una niña,
pero una niña pequeñita y que no creciese nunca, para poder
conservarla siempre a su lado...". Y la voz sigue y sigue, cada
vez más lejana, hablándome de esa nena tan pero tan chiqui-
ta que bastaba el pétalo de una rosa para cubrirla del frío.
Yo no quiero que el cuento termine. Yo quiero decirle a
mi m a m á que me lo cuente otra vez... El mismo cuento, sin
saltarse nada, sin cambiar ninguna palabra. Pero no puedo
hablar. Porque parece que el cuento llegó para llevarse el
miedo y traer el sueño.

Los libros como escudos, como amuletos.


Los libros que me protegen de los ogros y de las brujas,
aunque me hablen de los ogros y de las brujas.
Los libros que me salvan de la muerte, aunque me ha-
blen de la muerte.
O, justamente, porque me hablan de la muerte.
La lectura y la escritura -dos caras de la misma mone-
d a - como conjuro contra la muerte y la locura -también dos
caras de la misma moneda-. Así funcionaron en mi vida. Así
16 funcionan.
Antes, al principio, fueron las palabras ajenas. Palabras
queridas, repetidas, en un orden y no en otro, esas palabras
y no otras. Con ellas pude tapar los miedos, armar mis
fortalezas contra los desconsuelos y las pérdidas.
Después, más adelante, fueron las palabras propias. Y
es buscando las palabras propias cuando intuyo que no se
trata de tapar el miedo, de pertrecharse contra el miedo,
sino, muy por el contrario, de meterse en el miedo, en el
mismísimo ojo de la tormenta. Intuyo que no se trata de
extraer la piedra de la locura, sino de cultivar la locura. Cul-
tivarla. Como a una flor.

La escritura me salva. Al poner la confusión interior en


palabras, al nombrar lo innombrable, ahuyento los fantasmas.
Buscando las palabras -las verdaderas, ías únicas posi-
bles porque llegan de muy atrás, de muy adentro: las de la
infancia- me busco. Armando las palabras me compongo,
me recompongo. Me hago. Recojo mis pedazos y me invento.
Una palabra más otra palabra más otra palabra, y aque-
llo que me atormentó va cobrando un sentido; aquello que
no tuvo nombre se ilumina, se acomoda, y va a ocupar un
lugar, el que le corresponde, en el relato de mi vida.
Y no es mi escritura la que cambia. Como en la
alquimia, soy yo la que cambia al buscarme en las pala-
bras. Al buscar mi voz. La misma voz para decir distintas
cosas. O acaso la misma cosa. La misma frase. Una frase a
la cual -piensa Barthes- sólo la muerte puede poner fin.
Y aunque, en definitiva, creo que mi única frase gira
alrededor de la muerte, el tono de mi voz es el humor. O
quizá debido a eso el tono de mi voz es el humor, la ironía,
la parodia. ¿No es acaso jugando con la muerte como se le
pierde el miedo a la muerte? ¿No es la risa sospechosa de
socavar los cimientos de lo sagrado, de lo constituido de
una vez y para siempre, porque el que ríe pierde el miedo, y
el que pierde el miedo pierde el respeto? Que no por nada el
reír en exceso -mucho más inquietante cuando las que ríen
son mujeres- fue considerado un inequívoco signo de bruje-
ría y llevó a millones de mujeres a la hoguera.

El lugar en el que me sitúo para escribir, mi lugar natu-


ral, es el de la infancia. Desde la infancia escribo, no para la
infancia. Desde aquella nena que, subida a un banquito,
trataba de gritar sus verdades y de paso seducir a la parente-
la con sus relatos; aquella nena, aquella jovencita, que
procuraba vivir situaciones peligrosas nada más que para
poder contarlas sin mentir demasiado.
Haciendo pie en la infancia -esa patria secreta que todos
compartimos- me complace hurgar en busca de otras vidas,
y de las mujeres que son mis raíces. Y quién sabe a cuántas
silenciosas, a cuántas mujeres de la palabra privada, de esas
que sólo pudieron vivir en borrador y "perdieron la vida por
delicadeza" 3 estoy dejando hablar a través de mi escritura.
¿La literatura como rendición de cuentas a los antepa-
sados, según decía Browning? ¿Un intento de desentrañar
los enigmas de la propia vida? ¿Un tipo de neurosis
identificatoria como forma un tanto desesperada de asegu-
rar la propia identidad?
Será por eso que lo que escribo es, básicamente,
autobiográfico. Más o menos reconocible, pero siempre
autobiográfico.
Se ha dicho -de nuevo Barthes- que toda autobiografía
es ficcional, así como toda ficción es autobiográfica. Que
una autobiografía es una novela que no se anima a decir su
nombre. También se ha dicho -Vázquez Montalbán- que la
memoria es un cuento que cada uno se cuenta a sí mismo.
Lo que yo sé es que en mi escritura estoy yo, siempre.
Poniendo el cuerpo, arriesgando, sin saber hacia dónde voy

18 3. Arthur Rimbaud.
ni de qué manera impredecible terminaré. Y sepan que ha-
blo de algo mucho más azaroso que un relato. Hablo, estoy
hablando, de mi propia vida.
Y no importa si el resultado es una narración breve o
una novela larga. No importa si se trata de un cuento para
chicos o de un cuento para grandes. De una historia de ga-
tos querendones o una historia de suicidios. El proceso es el
mismo. El peligro es el mismo. Y quede claro que evito ha-
blar de literatura infantil. Porque cada vez estoy más conven-
cida de que la literatura, la verdadera literatura, es una. Y,
por lo menos yo, intento escribir para todos, también para
los chicos.
Y quisiera terminar tratando de responder a una pregun-
ta que acostumbran hacerme cuando hablo de estas cosas:
"Y el miedo a la muerte ¿ya se te pasó?". Y entonces a mí me
gustaría contestar que sí (especialmente cuando los que
preguntan son los chicos). Porque ocurre que a veces me
parece que sí, que el miedo ya se me pasó. Me parece que
-por fin- logré meter el miedo, todos los miedos, en la bolsa
de los cuentos, aunque los cuentos me hayan salido de risa
y no de miedo.
Pero resulta que no. Y que si bien es cierto ya no les
temo a las arenas movedizas ni a irme por el agujero de la
banadera junto con el agua olorosa a jabón Manuelita (que
no viene tan perfumado como el de mi infancia, ¿o será que
estoy perdiendo el olfato?), y hasta he llegado a tener, en mi
propio patio de San Cristóbal, una planta carnívora a la que
cariñosamente apodamos La Mimosa (nos ofrecieron una
Aldobranda -Erna Wolf nos la ofreció- pero me negué con
firmeza); si bien es cierto que no me intranquiliza el viento
nocturno trayéndome los gritos de las locas (¿Será que ya no
hay viento nocturno?, ¿o que ya no hay locas? ¿Será que hay
viento nocturno y hay locas y que lo que ocurre es que yo,
además de estar perdiendo el olfato, también estoy per-
diendo el oído?); si bien es cierto que ahora no les temo a 19
los leprosos que se me sientan al lado en el tranvía (total,
tranvía queda uno solo en Buenos Aires, y sería más que
casualidad que justo...), ni a los tíos viejos con olor a pis y
manos temblorosas que me dicen muñequita (todos los tíos
se me murieron, y estaría dispuesta a pagar para que alguien
m e dijera muñequita...); si bien la que atesora cajas con
cartas viejas y abanicos rotos y larguísimas trenzas rubias
ahora soy yo; y que ahora soy yo la única y celosa deposita-
ría oficial de los terribles secretos de familia (cosa que a
más de cuatro, conocedores de las venganzas espantosas de
que somos capaces los escritores, los tiene con el Jesús en
la boca); si bien todo esto es cierto, debo confesar que me
pongo la mano en el corazón, que es el lugar donde anida el
miedo a la muerte, y noto que sigue allí. ¿El mismo que
desvelaba a aquella nena que fui y que de alguna manera
todavía soy? El mismo, que viste y calza.
Porque resulta que yo no quiero morirme nunca, nunca,
nunca, ni cuando sea muy viejita, ¿saben ustedes? Y que nun-
ca, nunca, nunca, me voy a cansar de la vida. Pero ocurre que
los que prometían salvarme de la muerte ya se pasaron todos
para la otra orilla, sin avisar ni nada, y me dejaron sola. Bien
aferrada al Ángel de la Guarda, dulce compañía -que como
me quedé sin abuela ahora me cuelgo yo misma, pese a que
él insiste en no dejarse ver-, pero sola.
Sola y con la memoria de las calles desiertas y los gritos
y las sirenas en la noche.
Con la memoria de los que ya no están y ni tiempo
tuvieron de cansarse de la vida.
Será por eso y por algunas otras cosas que tienen que
ver con el desamparo y la prepotencia, que me toco el lugar
donde anida y noto que sigue ahí. Tan fresco y campante.
Como esperando. Y listo para desbocarse. El miedo.
Entonces sucede.
Me levanto, me siento, acomodo los dedos sobre las
teclas y, una por una, las palabras empiezan a aparecer en el
papel blanco o en la pantalla de la computadora. Son las
palabras verdaderas, las únicas posibles porque me llegan
de muy atrás, de muy adentro: desde la infancia.
Una palabra más otra palabra más otra palabra y aque-
llo que me atormentó va cobrando un sentido. Una nueva
historia busca un lugar -el que le corresponde- en el relato
de mi vida. Mientras yo junto mis pedazos -porque hay co-
sas que no tienen nombre, cosas que duelen demasiado, a
las que todavía no puedo encontrarles nombre- y me vuelvo
a inventar.
No sé hacia dónde voy ni de qué forma va a terminar
esto.
Pero por ahora -nada más que por ahora- el miedo se
aquieta. Y una vez más son las palabras las que me salvan
de la muerte.

También podría gustarte