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Pasión de Poncio
Pilatos, por Juan
Manuel de Prada

Por El Olivo | 16 abril, 2017

Mientras interrogaba a Jesús, no


descubría ninguna razón de peso
que justificase la condena del
Sanedrín. Pero de repente, en
medio de sus respuestas
enigmáticas (que yo aguantaba
muy tolerantemente), me soltó
unas palabras muy rimbombantes:
“Yo soy Rey. Para esto nací y para
esto vine al mundo, para dar
testimonio de la Verdad. Todo
aquel que pertenece a la Verdad
escucha mi voz”.

Y yo entonces le pregunté con más


sorna que desdén: “¿Y qué es la
verdad?”. Jesús calló entonces. Tal
silencio al principio me
desconcertó, pero enseguida
entendí su significado. Me estaba
insinuando que la verdad —¡la
Verdad!— era él mismo, que él
era la Verdad viviente, la suprema
Verdad hecha hombre, la
Verdad abofeteada y escupida y
maniatada y zaherida, pero
Verdad a fin de cuentas. Aquella
arrogancia de creerse en posesión
de la verdad (¡de creerse la
Verdad misma!) me exasperó. Pues
la verdad, en el muy dudoso caso
de que exista, es irrelevante para
quienes, como yo, profesamos la
democracia; o, dicho más
propiamente, la causa
democrática está condenada a la
derrota allá donde se acepta que
puede accederse a la verdad y
captarse valores absolutos. Al
conocimiento humano sólo
resultan accesibles valores y
verdades relativas: sólo sobre la
aceptación de esta premisa es
posible una convivencia
democrática en la que todas las
opiniones valgan lo mismo y sean
todas ellas respetables; sólo sobre
la aceptación de esta premisa es
concebible la existencia de
legisladores que dicten leyes
benéficas para que el pueblo
pueda retozar como un cochinillo.
En democracia, cada hombre
puede crear su propia verdad,
pues no se acepta la existencia de
una Verdad universalmente válida
sobre las cosas. En democracia, los
hombres no aspiran a estar en
posesión de la Verdad, sino a ser
auténticos; o sea, a decir lo que
sienten. Y la bendita suma de
autenticidades logrará, mediante
el juego de las mayorías y los
consensos, un reinado universal
de la felicidad. Quédense la
Verdad y su pesquisa para los
totalitarios que gozan con la
desdicha del género humano.

Aunque fuese un totalitario, aún di


otra oportunidad a aquel Jesús,
ofreciendo a la multitud que lo
indultase, en lugar de indultar a
un ladrón llamado Barrabás. Pero
el pueblo, que es sabio, me
reclamó que salvase al ladrón,
para condenar al totalitario. Mi
conciencia me susurró entonces
que, si obedecía, estaría
perpetrando un crimen; pero,
¿qué gobernante auténticamente
democrático no ha de sacrificar
alguna vez la inocencia, en aras de
la paz social? En democracia, no
existe otra justificación para la
autoridad que no sea el
consentimiento de los gobernados;
no hay otra vía legítima para
adoptar decisiones obligatorias
para todos que permitir que el
pueblo las acuerde por mayoría. Si
yo hubiese sido un totalitario y
hubiese estado tan seguro de la
Verdad como Jesús, habría tomado
en persona la decisión de liberarlo
o condenarlo; pero soy un
demócrata y tuve que admitir el
veredicto de la mayoría.

Me lavé las manos ante la multitud


que acababa de expresar su
decisión en un democrático
plebiscito. De este modo, simbolicé
mi sacrificio de demócrata que
acalla la voz de su conciencia en
beneficio de la voluntad general.
Tal vez la opinión de la mayoría
no sea verdadera (puesto que la
Verdad es incognoscible), pero
desde luego es sagrada, pues sólo
ella legitima el poder. Hoy las
lenguas viperinas me tachan de
cobarde, de tibio, de medroso;
pero llegará el día, en una
alborada futura de progreso y
esperanza, en que los demócratas
me alcen monumentos en los
parques públicos e instituyan
fiestas —con lavatorio de manos
incluido— que celebren mi
memoria.

Publicado en ABC el 15 de abril de


2017.

—————————————–

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