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Argia

A Milagros, con el profundo deseo de que venza el miedo a la noche y la convierta en


una buena aliada.

Somos hijas de la luz. La luz hizo posible la vida. Y existimos porque la luz
venció el silencio y el frío que lo inundaba todo. Cada poro de la todavía increada
naturaleza, sus predecesoras tinieblas, las oscuridades abismales que dominaban el orbe.

Fui hija de la luz. Mi madre me concibió en una terraza, entre mazorcas de maíz,
pacas de paja para el ganado, a pleno sol un mes de verano, hace ya veintiséis años. Me
contó sin pudor alguno, todavía sosteniéndose a duras penas, agarrada a la inútil e
inservible botella de anís, todo cuanto ocurrió aquella calurosa tarde. Me impresionó
escucharla histérica, fuera de sí, ansiosa entre sus delirios, propagando sus mesiánicas y
escatológicas incursiones proféticas.

“ Fuiste hija de la luz”, balbuceaba clavándome sus rebeldes ojos. Trataba de escudriñar
mi fe, mi propia fe en sus insistentes palabras. “Cuando el hijo de puta del bastardo
aquel se retorcía entre mis piernas de mujer insatisfecha y parecía que todo iba a
terminar, abrí los ojos. Aquella luz penetrante, aquel calor que se clavaba en mi piel
logró siquiera en el último instante, aplacar la frialdad con la que yo asistía a mi primer
polvo frustrante. Sólo por unos segundos pude sentir algo de placer, ese tibio y liviano
placer que meses después te trajera por fruto, Argia. En ese corto éxtasis, te adiviné y
supé que te traería al mundo y que serías hija de la luz”.

A mi Ama, la mala prensa se la trajo sus constantes artes adivinatorias, sus


intuiciones, sus presentimientos, esos que siempre se cumplían y la arrastraban a ser
condenada, a ser evitada como una apestosa. Mi ama era una especie de Sorgiña
rebelde, tan llena de poder y fuerzas como de soledad y dolor. Tuvo dos amigas que se
le murieron cuando ella era muy joven. “ Mal de ojo”, según cuenta. “La envidia es
veneno, su fuerza es incontrolable, es muy dañina”, repetía sudorosa junto al fuego. En
las noches de verano, construía grandes piras de leña, las encendía y quedaba horas
enteras frente al fulgor de sus llamas, desafiante, como enfrentándolo, armándose de
valor y energía. Como si en vidas pasadas hubiera vencido a la muerte y a la hoguera.
Como si en vida el fuego fuera su fuerza, la purificara toda entera. “ Todo se lo debes a
la luz, y en ella, Argia, serás libre, podrás lamer y abrazar cada una de las estrellas. No
te apartes de ella, porque la noche y las tinieblas serán tu condena”. Mi ama comenzó ha
hablarme con claridad, cuando yo deje de ser niña. Me protegió durante un tiempo,
después me empujó a caminar sola por la vida. “Construye tus caminos porque lo vas a
necesitar para enfrentar mejor tu destino” .

Mi piel es suave y del tono de la arena mojada al amanecer. Mi cabello se


extiende hasta la mitad de mi espalda y mis largos dedos pasan largas horas tejiendo
pulseras, formando collares coralinos, preparando adornos corporales que luego vendo
en un puesto de artesanía. Poseo ojos de gata, eso dicen. Son de color verde vivo y
muchas veces mirando de una manera adecuada y sin decir palabra, he conseguido
aquello que deseo. Conozco la fuerza de este lenguaje y lo uso, es un arma con la que a

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veces me protejo. Entre mis dos pechos luzco una gran concha que brilla poderosa
cuando la luz baña todo mi cuerpo, en los deliciosos atardeceres que paseo desnuda por
las playas solitarias. El murmullo del mar es lo único que calma mi angustioso miedo.
Y esas barcas frágiles, diminutas, bamboleadas por las olas, portando a un pescador
perdido entre sus sueños jóvenes, todavía retenidos por el viejo cuerpo aventurero. Son
esos pequeños cascarones todo lo que deseo por compañía, cuando voy a mi encuentro.
A veces me pierdo entre las desgastadas concavidades rocosas y me entretengo mirando
a los cangrejos que disfrutan de una apacible estancia, en esos pequeños charcos
salados, deseando retener la humedad que a buen seguro necesitan. En ocasiones,
apoyando mis pies en los ásperos dibujos que la mar a esculpido entre las piedras, siento
su caricia. Es agradable sentir esas formas, oprimiendo delicadamente mi piel, es
gratificante notar su firmeza, su irregularidad, o su impresionante suavidad, piedra
pulida sin fallas ni huecos visibles. Es así como tumbándome, me dejo abrazar por los
siempre dispuestos rayos del sol. Entonces cierro los ojos y se detiene el mundo, no solo
mi mundo y lo que me pertenece sino todo el mundo. No existe fuera de esa unión. Es
una única e irrepetible acogida en dónde dos seres y formas distintas nos fundimos
entregándonos. El poderoso y eterno astro parece desear, sorber cada poro de mi piel. Y
yo llena de júbilo, me dejó penetrar satisfecha por esa luz que tanto me vivifica y
refuerza, que tan viva me hace sentir. Mis miedos desaparecen, me siento segura, la
brisa marina vigila para que no se queme mi piel, los graznidos de las aves me ponen en
alerta si se acerca la noche, el mar cada vez que susurra con más estridencia, me invita a
retornar a mi casucha, en busca de un refugio. Entre tanto, tan solo debo estar presente
en cada instante y respirar, libre de las angustias que tanto estrangulan mi libertad.

A José, el vendedor de Helados y barquillos le gusta llamarme Dorada. Dice que


tengo el mismo brillo en la piel que las Doradas. Que en mis ojos puede ver el mar
entero, toda su profundidad, que si pudiera sacármelos y ponérmelos, como si fueran
repuestos, me los pediría prestados más de una vez, porque el mundo se mira de otra
manera, con tanta viveza y energía como poseen mis dos pupilas. Yo me rió y le golpeo
la espalda divertida, durante un rato. Entonces me invita a un helado y le ofrezco una de
mis pulseras que como tantas otras veces él rechaza. José es un joven mestizo que se
gana la vida descargando camiones en el mercado cuando todo el mundo duerme. Tiene
un cuerpo atlético que él trata de conservar corriendo cada madrugada por la orilla de la
playa. Después acude a desayunar, se da una ducha rápida y vuelta a la faena. Vende
helados, refrescos, incluso barquillos y aún hay algún guiri despistado, que los compra
cuando el sol más fuerte pega. Es un buen amigo que haría por mí lo que yo le pidiera.
Sé que me desea pero yo opto por conservar en él para siempre a un buen aliado. Y se
lo digo. El lo agradece no muy convencido. No es de esa clase de personas que se
rindan, que abandonen. Se siente responsable de cuanto me suceda. Trata de cuidar de
mí con tal celo que debo evitar a veces su presencia porque me hace sentir asfixiada. Lo
conocí cuando dejé de ser una niña. Recogía conchas de la orilla para poder trenzarlas
después de tal manera que convertidas en bellos colgantes, las vendía en el paseo
marítimo cada tarde. Era una mañana oscura, amenazaba tormenta, me sentía
terriblemente incomoda. Con un pozal en una mano y la pala en la otra, iba
recogiéndolas en cantidades inmensas. No me podía marchar. Cuando la mar anda
revuelta trae sus mejores tesoros, las cosechas más valiosas de conchas, algas, caracolas
y también por desgracia, latas de refrescos, plásticos, botellas, basuras de todo tamaño y
condición. Me hallaba bastante alejada de cualquier resguardo posible. Por si fuera poco
la temperatura parecía estar bajando vertiginosamente y la oscuridad comenzó a
inundarlo todo. Aumenté mi ritmo de selección, vi una enorme concha púrpura, que me

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deslumbró como nunca otra lo hubo hecho. Corrí a por ella y a sus lados encontré otras
nada desdeñables. Un enorme relámpago me asustó, y decidí empezar a correr, porque
la tormenta estaba ya amenazándome, justo encima de mí. No me dio tiempo a nada.
Comenzó a caer un aguacero. Lo hacía con violencia. Las gotas golpeaban como
clavándose en una. En el momento en el que trataba de huir a toda costa, de arribar al
paseo, algo se posó sobre mi cabeza. Mi alarido fue descomunal. Entonces lo oí por
primera vez con la extraña musicalidad que en su voz se me ha hecho ya tan familiar. “
Tranquila amiga, solo te tapo, te tapo para que no quedes caladita”. Le miré extrañada,
confundida, quizás enfadada, lo admito. Fue caminando a mi vera, mientras yo rechacé
en un principio su compañía. Más tarde me resigne a soportarlo junto a mí, metidos los
dos bajo aquel porche, viendo caer la tormenta, cerrando los ojos instintivamente a cada
trueno y relámpago. La lotera daba loas a la virgen, y se sentía muy satisfecha. “ Que
limpie, que limpie, virgencita mía, que ya no se podía aguantar la caló”. Estaba apostada
en una columna, junto a la silla de campo en la que se sienta a reposar sus piernas,
llenas de varices. “Chiquilló, no quereí proba suerte, la tormenta la trae, os lo digo de
verá”. Los dos callados y en silencio permanecíamos observando el horizonte. Bueno,
yo observaba el horizonte, porque José parecía alelado, clavando sus enormes ojos
sobre mi todo el rato. “ Eres bonita, te lo digo de veras, eres lo más lindo que he
conocido y por mis muertos, que he andado con muchas chavalas, pero tú eres de otra
tierra, de otro mundo”. Entonces le sonreí la primera vez. Me habían dicho cosas, las
había notado en otros muchachos de su edad, más jóvenes, en viejos obscenos, pero
nadie fue tan sencillo en las formas y menos aún tan sincero. Saque de mi bolsillo
derecho una pulsera que en su centro llevaba una caracola, y varias cuentas de piedra.
Cuando le tomé el brazo para ponérsela, sus ojos brillaron mientras preguntaba “ ¿ Eso
quiere decir, que somos amigos, verdad, por lo menos, somos amigos?”. Se detuvo a
mirarla y su gesto me hizo comprender que se sentía feliz, satisfecho. “ Oh, es muy
bonita, de veras. Me gustan mucho las conchas, porque tienen que ver con la mar y la
mar es media vida para mi, media vida y media muerte, pudiera ser también. Pero no
hablemos de cosas tristes, cuéntame, ¿ de donde la sacaste?”. Y entonces, nos echamos
a pasear, él supo de mi oficio, yo del suyo, nos veiamos cada mañana en la playa, yo
recogiendo mis conchas, el todavía sofocado por su carrera. En ocasiones lo acompañe a
desayunar. Otras se quedó observándome en la selección de mi material de trabajo,
sentados en el rellano de la escalinata que da a la arena en el paseo. Así poquito a
poquito fuimos compartiendo los días, más adelante nuestra adolescencia, hasta que ya
no quedaron secretos.

Por muchos años viví en la más absoluta de las confusiones. Perdida,


desorientada, trataba de nadar cautiva en las turbulentas aguas de una vida que yo no
dominaba. El tiempo más gozoso que jamás yo disfruté en vida fueron las Navidades
que esperaba cada año con más ansiedad, con más desesperación. Yo sabía que no
estaba loca, yo me agarraba a la profunda certeza de que inteligentemente, buscaba mi
espacio, mi sitio en un mundo dominado por las tinieblas, atiborrado de seres apagados,
que a tientas tratan de no tropezar entre los tumultos que van formando los años y las
lastimaduras que se van acumulando apegadas a la piel; transformando nuestro cuerpo,
desfigurando nuestro verdadero rostro, rompiendo así en resecas escamas el brillo que
cada ser pudiera ofrecer a los suyos. Es por eso que no estaba loca, buscaba la Navidad
porque en ella hallaba la luz, la plena luz que siempre ansíe. En tiempo de Navidad,
junto con todas mis angustias vitales y los miedos que me consumen anulándome toda

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entera, la noche es absorbida por los sueños multicolores que los faroles de luz, van
abrigando; entre ilusiones, buenos deseos y toda suerte de falsedades. Aun siendo así, al
menos ya no existe la penumbra y esos días ya si puedo pasear por la larga avenida,
atestada de gente, llena de enérgicos jóvenes deseosos de desenvolver sus chaladuras y
ocurrencias. En esos días me siento renaciendo de entre mis limitaciones, en mi se hace
plena la libertad, no hay sudor frío, no tiemblo. No me somete a su capricho la niña
aterrada que pataleando y gimiendo desesperada, se apodera de todo mi ser, anulándome
durante horas, hasta el surgir liberador del alba. La primera Navidad que descubrí
aquella vivificante sensación, pasé horas observando una enorme estrella. Mi madre
llevaba un tiempo buscándome, me encontró inmóvil, con la boca abierta y la vista
clavada en las decenas de bombillas que la formaban, ausente de cuanto sucedía a mi
alrededor. Yo quería para siempre, una, diez, mil estrellas como aquella inundándolo
todo con su luz, protegiéndome con tal presencia que ninguna oscuridad ni penumbra
pudiera existir haya a donde yo hiciese acto de presencia. Yo deseaba esas estrellas para
mí, serían mi escudo, mis protectoras, mi eterna salvación ante la noche. Podía caminar
horas enteras por la avenida, perdiéndome entre las gentes cargadas de cosas,
abrigándome al calor de escaparates deliciosamente iluminados. A finales de Diciembre
era la única época del año en donde se alargaban mis menguados días. Y entonces ni el
frío ni el tumulto ansioso de los hombres deseosos de comprar felicidad, cargando sus
malheridas manos de fútiles objetos, ni las nauseabundas falsas sonrisas y forzados
buenos deseos, podían distraerme de mi verdadera pasión. Todo era luz. Nada podía
ocultar su verdadera naturaleza. A mi alrededor aparecían las carreteras atascadas, el
mobiliario urbano con todas sus grotescas formas, los dibujos aburridos de la acera,
uniformes y rectilíneos. Me extasiaba pararme ante los escaparates. Estos proyectaban
sus haces, su propia aura cálida, toda su atrayente presencia. En algunos
establecimientos el sonido de algún tocadiscos, me acunaba con su narcotizante efecto.
Podía pasar largos minutos ensimismada en medio de toda aquella claridad. Unos
zapatos rojos, una sencilla bufanda, el rústico y cálido juguete de madera. Cualquiera de
ellos podía ser objeto de mi atención, y atrapar entre sus formas, mi mirada ausente,
volátil hacia otra época, otro lugar.

Volvían las carcajadas, la búsqueda divertida de una madre metida a juegos de


niña, escondida entre trastos, que salía a la carrera gritando muy alocada. Y el eco, el
eco dulce de su voz vigorosa plenamente presente, como si por siempre hubiese
quedado resonando en la memoria y el oído volviera a recoger toda su poderosa
estridencia, al aparecer el recuerdo. Y sus nados en el agua, flotando frente al sol,
cuando canturreaba en su idioma materno las misteriosas leyendas que aprendió de su
pueblo. Acunada por el vaivén de la mar que ella siempre conseguía amansar. Siempre
las aguas tornaron a una profunda calma cuando ella las visitaba liberada de sus
tormentos, las duras preocupaciones del comer cotidiano, del ir esquivando cada golpe
ajeno, esos con los que nos maltratan la vida. Las nanas que partían en silencio de su
boca, dormían las aguas, despertaban la brisa, atraían a la luz acogedora de un horizonte
despejado e interminable. Y allí, en medio de la mar, se abría el inmenso universo a
abrazarse a tan sugerente melodía. La kábala de su misera vida, los estigmas que la
disolvían en un torrente irrefrenable de dudas, lamentos e injurias, se evaporaban entre
la gaseosa espuma de unas olas que rompían al ritmo de sus silencios y poemas

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reinventados. Quise fundirme en sus juegos, perseguirla a nado de costa a costa, de
océano a océano, sentí que las fuerzas me sobraban para ello. Soñé que nada ni nadie se
interponía entre ella y yo o quizás sí, aquella especie de burbuja inabarcable en la que
parecía bregar, impidiéndola saber que yo estaba allí, siempre allí, desde niña, atrapada
entre coralinas cadenas de anhelos, durísimas conchas que eran consuelos por brotar, y
que nadie acertaba a abrir.
Me resigne finalmente a esperarla en la orilla, sentada sobre un montículo de
arena que yo misma fabricaba. Entonces comencé a estudiar las conchas, una a una,
cada forma y cada color, reteniéndolas alineadas frente a mis pies entre furtivas miradas
al horizonte, en donde observar a una madre flotando, llenándolo todo y sin embargo,
apartada del mundo y del propio fruto de sus entrañas. Aburrida de esperar, una tarde
decidí caminar por entre las rocas, las mismas que en tantas ocasiones volvería a visitar,
convirtiéndolas en refugio, atalaya poderosa, morada imperturbable, guarida cálida y
amable. Allí, arrinconada junto a varios palos, una botella de vidrio pulida y deformada,
plásticos feos y grotescos, encontré el talismán más hermoso que llegué a conservar por
muchos años. La alcé de entre la sucia arena con precaución, acercándola a mis ojos,
deteniéndome entre sus dibujos, acariciando los salientes suaves de su cavidad interna.
Amarillo intenso salpicado de finísimas estrías anaranjadas, gusanillos retorcidos de un
sencillo marrón brillante. Una enorme caracola que ya para siempre, contendría en sus
entrañas el mar entero, el sonido de una época, vida dolorida a la que me transportó.
Cuando la nostalgia es esa hiriente brecha que se abre entre la razón y el instinto
desorientado, bebo ansiosa de esta caracola, las sugerencias que circulan en su seseo
inagotable. Y me refugio en su espiral de sueños y viajes apasionantes, rodeada de
bancos de coral y perezosos delfines siempre dispuestos a soportar una dulce mano que
se acerca amable. No hay lugar al que no pueda transportar junto a mí. Recupero ese
fondo marino que atisbe ciertamente narcotizada, por lo abrumador de sus coloridos; la
sutil vida que oculta a los ojos vulgares del hombre, se mantiene agazapada, entre las
aguas del mundo.

Tarde algunos años en formarme una imagen de mi madre adecuada a la


realidad. Me revelaba contra todos aquellos que vilipendiaban su memoria, que traían al
presente aquella idea baga de lo que el trato superficial y las impresiones primarias
significaban. Mis sentimientos eran difusos, difíciles. Estaban escritos en mis
emociones como un idioma sin traducción. Un enigma eterno sin solución. Bastaba que
alguien denostara aquel lenguaje sin palabras, que alguien tratara de borrarlo de la faz
de la tierra, para que se me resquebrajara el alma. De niña me escapaba corriendo hasta
la costa y allí durante horas me refugiaba. No soportaba la confusión en la que me veía
arrastrada cada vez que servia a sus intereses. Mi presencia junto a ella la hacía sentirse
inmune, podía desenvolverse con total impunidad, justificar sus arrebatos, por que las
gentes escandalizadas, inmersas en el propio pudor, trataban de preservar la inocencia
de aquel ser indefenso que la acompañaba. Un cuerpecito leve, unos ojitos rasgados
que miraban avergonzados al suelo, una boquita temblorosa e inerte que no sabía, no
podían responder de los actos de su madre. Siempre que la arrastraba del brazo,
indolente, en contra de su voluntad y la llevaba a aquella bodega cada mañana, solía
discutir violentamente con alguna vecina. Recuerdo ese pudor húmedo e intenso que yo
sentía al observarla ausente, mientras escupía por su reseca boca incongruencias, hasta
que las piernas le flaqueaban y entonces en medio de la calle, se dejaba caer. Un

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desesperante peso se apoderaba de mis diminutos ojos, y las pestañas se venían abajo,
como turbadas por la más dramática de las vergüenzas. Esa timidez primigenia que
opera como cuchillo rasgante en la indefensión de una niña, quebradiza, débil, sin
siquiera constituir. Harapienta, sucia y sin apenas higiene, me sentía morir entre los
guijarros resecos, tirando de la manga de mi madre. No se levantaba, y yo la imploraba
entre lágrimas, sollozos y pequeños lamentos. Deseaba a toda costa que no montara una
nueva escena, que dejara si quiera por esa vez de ser el centro de atención. Y allí
mismo, hubiera hombres tomando la sombra, mujeres en su faena hilando y cardando la
lana en los soportales, o alcahuetas barruntando lo que sería o dejara de ser de aquella
mujer; mi madre se bajaba las bragas, escupía en dos o tres direcciones y meaba en
plena calle, rompiendo en una gran carcajada. Una madre puede sentir vergüenza de sus
hijos, tiene el poder de sí fuera necesario saber compadecerse, recursos para llegar a
atisbar que las cosas tienen su razón de ser. Lo dramático es que una niña pueda a llegar
a sentir vergüenza punzante y acosante por la madre que ya a perdido todo estribo, que
es un despojo, una mala sombra del vacío y el rencor que la domina. La niña no
entiende, no analiza, no puede en medio de esa profunda confusión hallar razones con
las que justificar la conducta de la madre. Tan solo siente, observa, reconoce en el rostro
de las mujeres su censura, en el de los hombres el asco, en el de los niños el terror. Yo
trataba de evitarla, me marchaba a veces contra su voluntad, y me escondía tras la caseta
de un perro comprensivo, que a veces mientras yo lloraba llena de amargura lamía entre
gemidos mi cara desesperada. Envuelta en un ovillo de lana, pasaba tardes enteras
acompañada por aquel perro solitario. Y recuerdo que solía pegar mi nariz contra su
ocic, y miraba aquellos enormes ojos, exploraba su interior, allí quedaba inerte mi
presencia, tratando de escudriñar el oceano visual de aquel can abandonado.

Una noche comprendí que ya no volvería nunca más a acompañarla a la plaza,


que no dejaría que mi compasión una vez más pudiera ser complice de sus caprichos, de
ese abandono en el que se iba destruyendo a si misma, sin reparar si quiera en el
deterioro que su demacrado cuerpo venía arrastrando desde hacía ya tiempo. Yo quise
tratar de apartarla de su esclava condición. Le escondí el dinero, las botellas, fingí estar
enferma, sugestione su amor por la naturaleza queriendo traerla conmigo a las calas
apartadas, para que en el agitado mar hallara consuelo a su condena. Finalmente quede
desfallecida, no pude hacer nada que ella no quisiera hacer por sí misma. Y
dolorosamente, finalmente entendí que se trataba de su vida y supe tomar en mis manos,
mi propio futuro, porque ya por aquel entonces sabía que muy pronto, mi madre se
desvanecería en la oscuridad, se desintegraría en medio de una gran carcajada,
sarcastica, sonora, rebelde. Mis manos no alcanzaban a retener como un brote liberador,
el razimo deslizante de lágrimas que se escurrían por entre mis pechos, mientras mi
enrojecida cara y tensa mandibula, descargaban la ira retenida de años resistiendo. Y sin
embargo, nadie como yo pudo atisbar la hondura de su presencia. La verdadera fuerza y
poder que alcanzaba de cuando en cuando. Recuperado su espiritu, retornada a su
clarividencia, agitaba los elementos, arrancaba a la tierra su fresco lodo y bañandose
entre barros y cantos arcaicos, me recitaba aquellos presagios, y volvería a recordarme
que “ nunca abandones la tierra, no rechaces los abrazos de la mar, abre tus brazos de
par en par al silbido de los vientos, acercate sin miedo pero con profundo respeto al
fuego, dominados los elementos dominaras la vida, y volveras a vencer sobre la
oscuridad y seras un centro de luz que guiaras el tortuoso camino de aquellos que sepan

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encontrar en ti, la señal del destino”. Estendida al sol, astro ardiente, hoguera universal
de llamas vivificadoras, trataba de madurar sobre su piel los lodos, como si estos
desprendieran ese apego por la vida, cultivando en la propia piel una especie de
simiente, impregnandose de sus nutrientes para abonar en si misma la firmeza, la
materialidad que da por fruto agarrar las raices al sustrato. Después, dibujando con sus
pies sobre la arena, el mismo efecto ondulante de la serpiente en el desierto, caminaba
vestida de barro y hierba a desenvarazarse de su rigido corse, en la flexibilidad del mar,
aprovechaba las beneficas sacudidas de las olas, para despojarse poco a poco de la
dureza de ese barro ya apresante, para ganar en movilidad, adaptabilidad a las corrientes
benefactoras del oceano y de la vida misma. ¡Y el mar, no pudiera ser tambien el
liquido amniotico del cosmos al que retornar y recuperar así en su holeaje las mismas
vibraciones que sintieramos con el latir del corazón de nuestra madre, cuando
ocuparamos su vientre, aquel habitaculo en el que estuvimos preparandonos para una
nueva dimensión de nuestra existencia!. ¿Las olas son eso, ondas del latir del planeta!.
¡ Qué son sino los elementos, si no la traducción sensitiva de los ritos y senderos que
encontramos en cada lucha, en cada paso!.Y ya libre, surgia de entre las aguas saladas,
caminaba por toda la orilla, habría sus brazos saludando a la brisa, cerraba los ojos y en
su rostro se dibujaba la sonrisa más enigmática que yo conociera. Allí se pasaba horas,
caminando de un extremo a otro de la playa, a veces corriendo, otras saltando
retornando a la niña vital y alegre que fue. Y yo me preguntaba de donde surgían tales
fuerzas de tan marchitado cuerpo. En esa presencia comprendí ya de adolescente, las
pasiones y dolores de mi madre, que se revelaba contra la ruindad del mundo, contra la
imprudencia constante del chismorreo. Despreciaba la lacerante ignorancia que
gobierna la vida de quienes poco a poco abandonaron la tierra y los ritos, signos que se
traducen en la fuente inagotable de respuestas arquetípicas. “La renuncia insalvable a
las lecciones del pasado y la confianza desmedida hacia la destrucción que deparara el
futuro, se ha convertido en la condena del mundo”. Sonaban como sentencias, como
presagios malditos. “Solo que ni diablos, ni dragones, ni malos espiritus ni monstruos
de otros mundos. El Apocalipsis nació del hombre para destruir al hombre”.

Llevaba mucha razón en sus consideraciones. Pero quizás no supó medir hasta
que punto debía ella hacerse cargo de los destinos del universo, si tal vez yo no pudiera
haber sido la porción real de responsabilidad que le habían asignado; si la tarea que ella
pretendía, la de cambiar el curso de la historia y de los hombres no le pertenecía, si el
modo elevado con el que despreciaba a los seres diarios con los que le tocaba compartir
la vida, no era su propia incapacidad terrenal de concretar, de materializar su profunda
actitud trascendente de lo primario, de lo mundano. En la atención diaria a mi
indefensión pudo haber demostrado también todas sus pasiones, en el cariño del trato
cercano verbalizar su profunda fe en la dignidad de todos los seres, en el aquí y en el
ahora sabiendo descubrir la magia de cada acto cotidiano. Sin esperar a alcanzar ese
estado de superación, con el que obtener por premio la pertenencia a uno de tantos
paraisos.

No me atrevía a salir de casa. Extrañamente a su costumbre mi ama no estaba en


la roulote. Una amenaza se cernía sobre nosotras. Estaba cayendo la noche, y pronto
todo se reduciría a sombras, bajo una luna menguante que se mostraba siniestra,
complice y aliada de la oscuridad. Había pasado la tarde en el paseo maritimo, vendí

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algunos collares, un turista compro una de mis mejores conchas. El viejo lobo de mar,
metido a pintor, se empeño esa misma tarde en retratarme con mis abalorios, con las
piernas entreabiertas, el escote desabotonado, y la melena cayendo hacia delante. Se
formaban grupos de gente, esclamaban. Algunos tomaban en sus manos mis pulseras,
merodeaban el puesto. Un hombre maduro, moreno y de amables facciones, se empeño
en comprarle el cuadro. Orgulloso, mi buen amigo el pintor le chapurreaba en Ingles “
My picture no sale”. El hombre insistió, quiso impresionarle mostrandole un buen fajo
de billetes de diez mil, el marinero zanjó el asunto explicandole que el cuadro era para
su colección particular. “ ¿ She’s your daugther?”. El britanico se interesaba por mi.
Sentí pudor como nunca pude haberlo sentido. El bueno de Esteban le explico que tan
solo nos unía la amistad. Exclamando “Very beautifull, the girl is very beautifull”,
desapareció. Cinco minutos más tarde nos sorprendió, colocandole a Esteban una
hermosa flor blanca en el hojal de su chaqueta y entregandome a mi, el ramo del que
sustrajo el cumplido para prevenir los posibles celos del pintor. Nos estuvimos riendo
mucho al acabar la tarde. Tomamos juntos un chacolí frio, y marchamos cada uno por
nuestro camino. Subí silvando el repecho que conduce hasta nuestro refugio. Deje caer
el ramo asustada en mitad del sendero que conduce hasta nuestra caravana. El viejo
armario que apollaba su lacerada espalda de madera muy cerca de la puerta, lo halle
desecho, hecho añicos. Junto a el dos botellas, la una rota, la otra vacia. Varios papeles
hechos trizas, una pequeña hoguera todavía humeante, restos de patas del armario
formaban tizones aún reteniendo el brillo de la brasa. Recogí el ramo, que ya ni lo
miraba. Lo deje caer sobre la fregadera, y me senté. Era anodino, mi madre nunca se
hallaba fuera de casa a estas horas, normalmente caía desecha en mi ausencia, y la
encontraba siempre dormida, cuando no en medio del pasillo, apoyando su cabeza sobre
las escaleras, o perdida entre las matas y los arbustos, casí abrazada al barro, temblando
entre sueños. “ Ya está ” pense sin perder todavía la esperanza de que no andaría muy
lejos. Busque sus zapatos, pero no ocurrio como en otras ocasiones. Los llevaba
puestos, y ella solo lo hacía cuando pretendía marchar al pueblo, o cuando deseaba
abandonar la casa por espacio de unas horas. En su lugar, encontré las zapatillas,
intactas en el mismo lugar en donde acostumbraba a dejarlas. Tome una de ellas , y me
sente mirandola. La noche se nos echaba encima, y quien sabe donde andaría la buena
bruja de los sortilegios y las blasfemias. Mi intuición me asediaba, asustandome
irremediablemente. Borracha y desorientada, esta vez no había sabido alcanzar a
tiempo la loma por la que trepar. Encendí la vieja estufa, y prendí todas las velas, tome
mi manta, acurrucandome en la esquina del improvisado sofa, abriendo mi libro
preferido, sin poder leer ni una sola linea. Comence a caminar inquieta por el estrecho
pasillo. Había pasado media hora y para media noche, aterrada supe que ya nunca más
volvería. La oscuridad se la tragaría para siempre, apartandola de mi, abandonandola a
su suerte. Yo me sentía culpable. Ella no habría admitido mi ayuda, era orgullosa,
terca, a veces resabida. No podía tampoco dejar de salir a vender mis creaciones ni un
solo dia. Llevabamos ya meses comiendo de las conchas y de lo que nos proporcionaba
el mar. La pequeña pensión que la asistente social daba a mi madre, quedaba dilapidada
para sus gastos. Debía abandonarla cada mañana, cuando en sus peores crisis dormía
hasta el mediodía. Al caer la tarde, yo la encontraba ya sumida en sus mundos, sin poder
evitarlo, observando cada día como se consumía. No estaba en mis manos el evitarlo, no
era responsabilidad mía. Bastante hacía yo, que sacaba para poder ir tirando las dos.
Pero de nada me servia tratar de justificarme, un profundo dolor se apodero de mi
estomago, subía arrastrandose hasta mi garganta, y exploto entre mis mandibulas en un
largo grito cargado de muerte. No abandone mi cabaña. No podía hacerlo. Había noche
cerrada.

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La premonición tras deambular como un viejo espiritu acosante por entre mis
entrañas, apegada a mis emociones, apilando miedo entre mi lucha por la vigilia y el
sueño, finalmente se hizo presente, sin que la luz pudiera haber vencido al poder de una
oscuridad que me mantenía recluida, que hacía guardía cada noche a la puerta de la
caravana. Tenía la sensación de que para mi aquella era la noche más larga. Un golpe
seco de llamada, me sobrecogió. Nada peor que la incertibumbre de la intuición que se
sabe cierta pero que hasta que no se muestra tangible, se convierte en una densa tortura,
en una carcoma que va aniquilando las fuerzas sin demora. Conocer de antemano el
futuro es una peligrosa y dura cualidad que la mayoría de las veces se vive insoportable.
Asustada, me di cuenta más que nunca que había heredado de mi madre su mismo poder
y fuerza de videncia. Me levante tambaleante. Abrí la descascarillada puerta, asomo
timida la cabeza de un hombre de mediana edad. Le abrí del todo la puerta y me prepare
a escuchar. No lo necesitaba pero lo hice para no alterar la naturaleza de las cosas.

- Perdone que la moleste a estas horas. Soy Angel Izquierdo, comisario de policia.
¿ Es usted Argia Buruzabal?
- Lo se, no hace falta que se esfuerce.
- No le comprendo, primero conteste. ¿Es usted..?
- Sí, soy yo. Mi madre ha muerto. ¿Verdad?
- ¿ Como demonios lo sabe?. La encontramos en mitad de una carretera, un vehiculo
la arroyo dandose a la fuga. Al homicida lo interceptamos casualmente dos
kilometros más adelante, en un control rutinario. Conducía sin luces, estaba
profundamente ebrio, y en el ala derecha delantera presentaba muestras evidentes
del impacto. Solo puedo decirle que lo sentimos, y a pesar de las duras
circunstancias todavía queda confirmar de que realmente se trata de su madre,
tendra que acompañarme para reconocerla. Y de paso le haremos algunas
preguntas. ¿ Cómo pudo anticiparse, como ha podido saberlo?

El comisario tuvo que resignarse con mi explicación de que se trataba de mera intuición.
Retiraron la sabana. El pomulo amorotanado, el cuello desgarrado con una profunda
herida. Los ojos los tenía ampliamente abiertos. Me di cuenta que en el último momento
mi madre pudiera buscar institintivamente un halito de claridad a la que poder
encomendarse. El vehiculo que hallo en su destino era una rafaga asesina de la noche,
carente de luz, arrastrandola en su fatalidad. El responsable se cruzó en su camino,
poseido por la misma insania, por la misma bicha que consumía a la vieja durante años
al caer el día. Aquellos signos se mostraron abiertamente. Todo parecía responder
armonicamente a una especie de principio y fin, de inicio y retorno. Llore durante dos
días seguidos, a intervalos. Ni tan siquiera el duelo me respetaron. Las cuarenta ocho
horas siguientes a la identificación fueron farragosas, abominables, creía morirme yo
también entre las estupidas preguntas, los formularios e impresos, la burocracia
ignonimiosa que se trae consigo incluso la muerte. Me arrebataron su cuerpo, me
impidieron enterrarlo en la playa. No tenía dinero para poder pagar su incineración y
extender sobre las aguas del cantabrico en forma de cenizas su libre albedrio, su eterna
pertenencia a un mar que fue su refugio y su cosmogonica razón de resistencia. A punto
estuve de destrozarle la cara a arañazos aquel gris personaje que me denegó poder
cumplir con la que yo sabía que era la voluntad de mi madre. Asuntos sociales se hizo
cargo del resto. Yo tomé el ramo marchito del gentelmen y desaciendolo en petalos, me
encamine hacia el puerto. Con la ayuda de Jose , tomamos una txalupa. Tras remar por

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espacio de media hora, arroje simbolicamente cada uno de los petalos, que flotando en
la salada agua, componían un desordenado tapiz, homenaje sencillo y sentido para
aquella mujer de fuertes contrastes.

La condena que pesaba sobre las dos se cumplió con el tiempo. Aquella mañana
había amanecido sin fuerza, el sol insistía en permanecer oculto, los amenazantes
nubarrones parecían robar al astro cada resquicio de espacio que deseaba conquistar con
cada uno de sus rayos. Fue desagradable bajar a la playa, el tiempo había cambiado tan
bruscamente. Recorde un viejo suceso. Me heche a temblar, a mirar en todas las
direcciones. No, aquel expectro no volvería a hacerlo, tan solo pertenecía ya a la vieja
pesadilla acosante que tuve que combatir toda la vida. Me abrigue y comencé a buscar
material en la orilla con el que trabajar al atardecer. Intranquila volví a sentir sobre mi
cuello aquel aliento humedo y oloroso, sobre mi boca la recia mano callosa, y creí
volver a perder el contacto con el suelo, arrastrada en mitad de la noche contra mi
voluntad, por entre las matas y malezas, secuestrada e inmovilizada, sin poder
defenderme, niña como era toda. Me había escapado deseosa de contrariar a mi madre,
cansada de sus designios, obsesionada con vencer sus sentencias, y poder vencer el
miedo a las sombras, a tanta tiniebla usada a modo de latigo por mi madre, para atarme
a su lado. Una discursión tonta por un vestido que ella se empeñaba en coser, del que yo
no me quería desapegar, absolutamente enamorada como estaba de las estrellas que
sobre su azulado cielo, brillaban amarillas y relucientes. Yo me escape, salí perdida a un
camino de la playa, se estaba haciendo de noche. Sentí pasos tras de mi. Tenía yo trece
años. Seguía siendo tan fragil, tan especial, vivía en mi propia burbuja, construía mis
propios castillos, mis fortalezas imaginarias, en las que refugiarme de las mentiras del
mundo. sentí un ruido entre la maleza, algo o alguien se movía tras de mí. Estaba sola.
A lo lejos las luces del poblado, pensé en correr para alcanzar cuando menos el camino
iluminado, en donde sentirme menos asustada. Trate de hacerlo, pero me hallaba
inmovilizada, me pesaban los pies, mi boca estaba seca, mis brazos parecían mazas,
quede paralizada. Y entonces ocurrío todo. Primero el aliento tras mi cuello, ese fuerte
olor a vino agrio. Después la mano sobre mi boca, apresando el grito de un panico que
ya me anulaba por completo. Y así, me sentí arrastrada inerte en el aire, pataleando, sin
que de nada pudiera servirme. Tras ser trasportada como un saco inerte por unos
cuantos minutos, oía las olas, estaban cerca, sentí que me apolló contra las rocas,
liberada de su mano sobre mi boca y mis ojos, por fín pude al menos gritar. De nada
sirvió. No pude ver su rostro, tan solo sentir su presión. Se había quitado el pantalón.
Por detrás mia, apretaba su miembro contra mi ano, nunca percibí con mayor desagrado
y asco una sensación de humedad tan odiosa. Yo gritaba y gritaba. Me tenía atrapada de
manos, apoyada contra la roca, inmovilizada. Soltó una de sus manos y rompió mi
vestido preferido. Me revolví histerica. Traumaticamente y por primera vez en mi vida,
debía avandonar mis corazas para defenderme por mi misma, en la más absoluta de las
soledades. Entonces fue que note entre mis piernas aquella aberración que yo sentí
como un cuchillo mojado, sucio, contaminado, rajandome toda entera. Me desgarro en
tres golpes secos. Un dolor a sacudidas, un terrible sentimiento de vergüenza, de culpa y
miedo. Era una niña, que había abandonado tetricamente su infancia en aquella oscura y
ahogante soledad de la noche. Un monstruo que tan solo sabía moverse entre sombras,
que temía la claridad del día, y que en la ausencia del anonimato que otorga la
oscuridad, se transformaba en un honrado padre de familia, me había arrebatado la
inocencia de la forma más burda y sucía que pudiera imaginarse. Sentí por entre mis
piernas su sudor, después una humedad caliente, una materia pastosa y lenta, corría por
la parte interior de mis muslos hacía abajo y los empujones cesaron. Entonces, solo

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entonces pude oír su voz amenazante. “ Si te vuelves, pequeña, lo volvere a hacer, no te
vuelvas, o me vere obligado a volverterlo a hacer”. Huyó corriendo por la arena. Quedé
abatida sobre la roca. Temblaba y temblaba. Caía y caía sin detenerme en un pozo de
vergüenza y pudor agobiante, gritaba y gritaba hasta que agotada desfallecí. Desperté de
madrugada, descubrí entre mis piernas finas hebras de sangre, que corrí asustada a lavar
en el mar. Mojada y sin un rumbo fijo eche a andar durante horas. Sentía escozor y un
leve dolor permanente, estaba perdida y el tiempo parecio detenerse en el instante en el
que desapareció aquel espectro que me había violado amparado por la oscuridad.

El jarrón está marchito. He cambiado las flores por unas margaritas salvajes,
ama, esas que tanto te gustaban, las mismas con las que tú me hiciste la primera corona,
corona de flores que colocaste sobre mi cabeza, con ceremonía y todo ¿ Recuerdas?. “
Eres la reina de mi corazón, tú reinas en mi cielo, tú y solo tú trazas el rumbo de mis
estrellas”. Y yo abría la boca, feliz, extasiada, tendida sobre aquella hierba olorosa,
restregando mis pequeñas y delicadas rodillas por la tierra húmeda, persiguiéndote
curiosa mientras recogías tus muchas hierbas y raíces. Me llevabas por los caminos, en
el regazo, sobre tus hombros, ya cansada, caminaba a tu lado, tan solo las dos juntas,
riendo y a veces llorando. A José le he traído flores, se las compré a Elena, su
compañera secreta de la que sólo supe el mismo día que lo trajeron en la chalupa,
muerto. Todos dicen que fue un valiente, un héroe y me preguntó de qué sirven esa
clase de valientes, de héroes que ya están muertos. No sé que clase de valentía es
arriesgar la vida por otros y dejarse la propia en el intento. Maldito seas, José por
haberme hecho esto. Yo te quería y no lo supe del todo hasta que te hallé varado como
una barca quebrada, entre el gentío curioso, en medio del puerto. Allí me rompí por
dentro, allí mismo conocí a Elena, la floristera, que te tiraba de la camisa sin tiempo
para tomar aliento. Alguien se me acercó, un viejo amigo común de los dos, me miró
roto por dentro, tomó mi mano y allí deposito la pulsera, la misma que te regalé el día
en que me hablaste de la mar, esa mar que para ti era la vida o la muerte. Sollozaba,
sollozaba nuestro amigo como la sirena de un barco mercante, anunciando tu muerte a
todo el pueblo. El alcalde, el gobernador, todos te rindieron homenaje,y yo no asistí,
marché corriendo a llorar entre las conchas, a golpear con el puño cerrado la arena, a
reñirle al mar, a tu amado mar por lo que te había hecho. Al tiempo supe que era noche
cerrada y la mar andaba muy revuelta. ¿ Llevabas tres años ya saliendo a la pesca?. Y
ocurrió, ocurrió justo cuando regresabais. Maldito faro del demonio. El farero no pudo
hacer nada. Llovía a cantaros y un relámpago destrozó el cuadro eléctrico y entonces el
faro se apagó, era vuestra única guía en medio de la embravecida furia marina. Fuisteis
a dar contra las rocas, hasta el último momento trataron de convencerte de que no
saltaras en auxilio de los dos compañeros que habían caído al agua. Trataron de
amarrarte, y tú mismo te tiraste por la borda, trataste de defenderte nadando y la mar se
enrolló en ti; celosa ella también de tus amantes, te destruyó contra las rocas.
Nuevamente fue la oscuridad la que te apartó de mi lado, esa oscuridad que fue mi
condena. ¿ Pero sabes? Ya no la tengo miedo. Forma parte de la vida y ya no la huyo.
Aquí me tiene, dispuesta a encender llena de pasión mi luz interior contra la que nadie
puede, ni la oscuridad ni la impotente muerte. El día que ella me llevé yo volveré a la
vida, te lo juro ama, te lo juro a ti también, José, en cada una de las raices que
recogimos juntas, en cada flor que se nutra de la tierra en la que quizás terminen mis
días; o en una de tantas conchas que ya no recogeré, nutridas de mis propias cenizas,
esas que volverán a la mar para nadar a tu lado, José, convirtiéndome en esa dorada
eterna que ya nada teme, sobre la que la oscuridad no posee poder alguno, por que tan
solo a la vida, la siempre eterna vida pertenece

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