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PRIMERA PARTE
EL CHICO
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Dios salve a la Reina
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pado con el qué, el quién y el cuándo que con los esoterismos del
cómo o el por qué.
Pero con el paso del tiempo, y el Zumbido aumentando paulatina-
mente, se descubría cada vez más inclinado a Pensamientos Profun-
dos. Le sobrevenían con frecuencia, sorprendentes y contundentes.
Y mientras reflexionaba sobre todas estas cosas, el estruendo iba
acercándose.
Pero hasta que se oyeron los primeros disparos distantes no notó
la vibración en aumento bajo el barullo. Un camión o algo similar. A
no más de seis manzanas de allí.
–Mierda –dijo crispando las manos, intentando sopesar la situa-
ción. A menos que los muertos hubieran aprendido a conducir y a
disparar armas, debían de ser personas a las cuales podría interesarle
conocer.
A lo largo de los años había oído sonidos similares. Pero siempre
demasiado lejos. O el momento no era el apropiado. Hubo ocasio-
nes, a lo largo del camino, en que la última cosa que quería era tro-
pezarse con los seres humanos aún existentes. Especialmente los que
llevaban pistolas.
No se libró de sentir la amenaza de ser violado, y mucho menos
de experimentarlo en carne propia. No se libró de que le robaran la
camisa. Y por lo general, no añoraba a la gente en absoluto.
Pero desde hacía mucho tiempo merodeaban algunas bandas de
depredadores. La mayoría eran pandillas de muertos, y no dejaban
mucho tras de sí. Se imaginaba que cualquiera con balas seguramen-
te estaría en mejor situación que él.
Se oyeron más disparos y chirriar de neumáticos. Miró por las ven-
tanas rotas de la fachada y le pareció ver el brillo de unos faros delante-
ros, difuminados, a través de los ladrillos de la farmacia de la esquina.
–Mierda –dijo otra vez, y luego regresó rápidamente a su escon-
drijo a coger su hacha. Si estaban disparando, eso significaba que
había muertos en la calle. Y cuanto más disparasen, más muertos
acudirían. Lo cual sin duda eran malas noticias para él.
Porque él tenía intención de salir.
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Querido chico,
Doy gracias a Dios por haberle encontrado ayer noche. Tan
sólo el Señor sabe lo mucho que debe de haber sufrido. Confío
en que me abrirá su corazón en días venideros.
Tengo que atender importantes asuntos en nombre de la
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Dios salve a la Reina
–Jodida zorra –se oyó murmurar el chico, dejando que las pala-
bras del obispo regresaran vívidas a su mente. La sórdida y desalma-
da atrocidad de todo esto confirmaba las presunciones negativas que
ya tenía.
En ese momento resultaba tentador romper con todo y estrangu-
lar a la cruel hija de puta decrépita, o quizás cargarse a todos ellos.
En todo caso era algo imposible de llevar a cabo, claro está; así que
respiró hondo y volvió a enfrascarse en el diario.
Siguieron unas cuantas páginas más de divagaciones de infancia
autoindulgentes que el chico hojeó rápidamente. Buscó la siguiente
sección informativa que apareció con suficiente rapidez.
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SEGUNDA PARTE
LA FAMILIA REAL
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TERCERA PARTE
LOS MUERTOS
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–Estoy preocupada, vea usted –dijo ella, y suspiró–. Las cosas son
muy diferentes ahora, y quiero detenerlo de inmediato.
El obispo no dijo nada, y el silencio se hizo denso en la calmada y
apestosa atmósfera del palacio.
–¿Le importaría que le hiciera una pregunta –continuó ella por
fin–, ya que pertenece usted al clero?
–Por supuesto –contestó él–. Me honra de nuevo.
Tras estas palabras, ella se detuvo y se volvió hacia él. La preocu-
pación bañaba sus ojos vacíos.
–¿Nos ha abandonado... –se detuvo alargando la espera dramáti-
camente–... Dios?
–No, no. ¡En absoluto! –contestó el obispo rápidamente–. Tan
sólo nos está poniendo a prueba.
Florence sonrió.
–Y quitándonos de encima a aquellos locos católicos.
–Sí, eso también.
–¡Bien, entonces, al ataque! –dijo ella, retomando su anterior
ímpetu y recobrando la seguridad de su alcurnia con cada nuevo
paso–. Entonces debemos enfrentarnos a Su prueba, y continuar lo
que nos corresponde por derecho.
–¡Ése es el espíritu! –le confirmó el obispo, con una insulsa sonri-
sa en los labios.
Y así trotó de regreso a sus aposentos, inflamada con su propio
delirio: al final, menos consciente de la realidad que el pobre y paté-
tico Rey.
Más tarde, el obispo lloró durante horas. No era un loco. O, al
menos, no era estúpido.
Esa misma noche, escribió:
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Ah, bueno.
Muy pronto volveré a aventurarme al exterior con mi leal
Lewis, mi último y único amigo. A la caza de belleza una vez
más. O, lo más probable, a nuestra propia muerte.
Y ahora me hallo pensando en el Rey y en su impulso de
abrir las puertas: absurdo comportamiento, por supuesto, pero
¿cuánto más absurdo que el mío, en un análisis final?
El ansia de destrozarlo todo es –en el fondo, sospecho– el
principal deseo. El ansia de rendirse a la creciente marea, de
sumergirse en la única realidad existente. Ver caer las últimas
frágiles barreras es, al menos, algún tipo de final.
El cielo, o el infierno, o nada en absoluto, sería mejor que esto.
Lo cual parecía haber sido escrito por alguien cuerdo, o eso pensó
el chico hasta que pilló al obispo masturbándose directamente sobre
la cara de Jesús: no una vez, ni dos, sino otra y otra y otra vez más.
Corriéndose sobre cuadros de mil años de antigüedad. Apretando su
húmedo glande contra las bocas esculpidas con amplias muecas de
dolor de los cristos crucificados. Mojando al Salvador con su lefa.
Rezando perversamente por el Único Amor que nunca tendría.
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ASÍ QUE TAN SÓLO QUEDABA LOCURA, sexo y vagar por los corredo-
res, y la nueva fascinación del chico con las cosas muertas del exterior;
una obsesión que iba creciendo a medida que el otoño se adentraba
en los últimos días del imperio. Allí se encontró él mismo, como en el
sueño, buscando algo que le resultara familiar. Incluso el estúpido
Vince le habría valido.
Con frecuencia estas incursiones le llevaban hasta la verja, donde
permanecía a tan sólo unos centímetros del cadavérico y multitudi-
nario abrazo. Observando el mar de rostros. Escuchando el canto de
sirena contenido en el Zumbido.
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Estimados,
Llegó el fin. Después de lo que he visto, no cabe ninguna
duda.
Y Dios, malvado CAPULLO: si te atreves, concédeme los
medios para describirlo antes de que me vaya.
Hoy he pasado horas reunido con la loca de Florence,
para quien, a mi entender, ninguna muerte puede ser dema-
siado mala. Nada nuevo se dijo. Menuda sorpresa, tan sólo
una vuelta más en la espiral de sueños lunáticos que nunca
sucederán.
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