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Ciégate para siempre.

Bernabé de Vinsenci
1ra edición: Buenos Aires - Mar del Plata - Or-
den de Dagón - Capuchas Ediciones

Ilustración de portada: Alejandro Salvarreyes

Diseño de tapa e interior: Dagón / Capuchas

Correcciones: Ricardo Lester y Roberto Videla

Foto de solapa: Nikai


Ig: Nikaifoto

Capuchas Ediciones
m: info@capuchasediciones.com.ar

Siniestra y cibernética Orden de Dagón


f: Orden de Dagón ediciones
CIÉGATE PARA SIEMPRE

Bernabé De Vinsenci
Prólogo

La verdad es que no quiero escribir


nada sobre Ciégate para siempre, porque me
parece que cualquier palabra arruinaría la
propuesta y el efecto del libro. Tal vez sí
podría arriesgar algo: hay que zambullirse
en él, en el agua oscura, y esperar que no
haya piedras sino arena suave, que no haya
rocas contra las que estrellarse ni corrientes
en remolino que te arrastren. Dicen que en
esos remansos traicioneros hay que dejarse
ir olvidándose de toda prevención y de
todo miedo, tocar fondo y que el mismo
vórtice te arroje a la salida, a la luz, a la sal-
vación. Y que la arena más suave es donde
se esconden las rayas.
Sí puedo escribir, y quiero, del gran
escritor que es Bernabé De Vinsenci: audaz,
insólito, propone una aventura en cada uno
de sus libros que empuja y espanta, que
mira y siente, que atrae y rechaza, que grita
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y ve. Tiene un gran coraje al bucear en su
vida, como si ofreciera a manos llenas lo
que sale de ella, lo que se produjo en ella, lo
que lo hizo ser quien es y quien puede ser.
Para mí es uno de los escritores más
originales que tiene la literatura argentina.
Y el que más me conmueve.

Roberto Videla

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Sabés por terceros, de oídas, que escu-
chan voces —después descubrís por medio
de psiquiatras que lo denominan “aluci-
naciones acústicas”— o ven cosas, como
manchas o apariciones. Una vez, poco
más que el atardecer o ya de noche, ves el
palo borracho del hospital, imponiéndose
a tus espaldas, a un costado del consulto-
rio de cirugía (sobre la Avenida Pereyra,
al límite de la calle Bozán) y creés que,
por su robustez, es una persona que no te
quita los ojos de encima ni un segundo. Tu
ritmo cardíaco —de golpe— se precipita, y
el desasosiego, y la sensación de extrañeza,
te recorren el cuerpo milímetro a milí-
metro, erizándote la piel. Pensás escapar,
desaparecer de allí y buscar socorro en la
persona más próxima, sea quien fuese, el
primer peatón o el enfermero de turno. De
golpe, te das cuenta, para tu sorpresa, que
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es el palo borracho, simplemente eso, una
planta enorme, de treinta o cuarenta años, y
llena de espinas, de color verde, y no como
creés, como si fuera cierto, una persona
observándote. Suspirás aliviado, tu cuerpo
se relaja. Inhalás y exhalás aire —aunque
nunca te funciona inhalar y exhalar. Hablás
del episodio con tu psiquiatra. Disminuís la
dimensión de tu paranoia. O mejor dicho,
lo que después, a secas, podrás llamar para-
noia. Le decís que hay objetos que te pare-
cen personas observándote.
—¿Te asustan?— te pregunta, mien-
tras garabatea su libretita, quizás sabiendo
de qué síntoma se trata (para luego fijarse
en el DSM), o bien, suponés, al tipo de
trastorno que, de antemano, ella conoce.
Le respondés que sí.
—Sí— decís dos veces, un sí de repi-
queteo, y quedás en punto muerto, con las
palabras anudadas entre la boca y el esó-
fago.
Otras veces, con demasiada frecuencia,
imaginás que hablan mal de vos, riéndose

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o queriéndote hacer daño, y con ambas
manos, siempre simulando que no te des-
cubran, te tapás los oídos. Te llaman para
comer o para salir y vos fantaseás —tu
cabeza fantasea, te das cuenta ahora— que
es para envenenarte o hacerte daño. O
ambas cosas. Todos, en definitiva, están en
contra tuyo, conspiran contra tu persona.
Leés en un libro —no recordás si en Ocio
o Los lemmings—, de Fabián Casas, que un
personaje, ante la pregunta de un taxista
que a dónde debe llevarlo, el personaje, un
muchacho de veintipico, le responde que él,
el taxista, sabe. Hasta tus amigos más ínti-
mos te persiguen.
Vas quedándote solo —perdés pare-
jas, amigos, ex amigos, amantes, conocidos,
extraños, a quien solo ves una vez, o a quie-
nes solés cruzarte siempre, pero sobre todo
te perdés a vos mismo— y escogés, casi por
torpeza, la soledad a estar absurdamente
acompañado: entonces quedás vos y nada
más que vos, junto a tus constelaciones de
miedos. Entrás en internación un jueves 26

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de marzo de 2016, a la siete de la tarde. Tu
analista te ofrece:
—Podés quedarte acá.
Aceptás sin pensarlo demasiado, a
sabiendas de que, quizás, la internación se
prolongue meses o años —como resultó
al final— y tendrás, como mínimo, techo,
comida y calefacción. Traés tus pocas per-
tenencias, dos o tres mudas de ropas, y un
cepillo de dientes, papel higiénico y una
maquinita de afeitar que nunca usás —
adquirís después, con el paso del tiempo,
la costumbre de dejarte el bigote. Jamás
usás tus cosas de aseo. La primera noche
te internan en Clínica Médica, en la sala a
la que suelen ir las personas con enferme-
dades o dolencias no tan graves, junto a un
paciente mucho mayor que vos —quizás
unos cuarenta años— que padece hiper-
tensión y sufrió un ACV. Mirás continua-
mente hacia el pasillo, a los enfermeros que
van y vienen, con algodones y gasas y todos
los elementos para curar, como agujas y
sueros. Mirar a los enfermeros en su ir y

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venir es tu modo de entretenerte, de pasar
el tiempo, como un tic tac de personas.
Sirven la cena en una chapa —las muca-
mas le dicen «chapas». Fideos blancos con
queso y milanesas. Ocho de la noche, el sol
todavía arriba del horizonte, escasos rayos
de luz. Te apresurás a comer, engullendo
como si alguien te fuese a quitar la comida.
Te acostás con la ropa puesta. Dormís con
pesadillas, molesto, incómodo, despertán-
dote a cada rato. A la mañana temprano, te
llaman por tu nombre y te obligan a bañar.
Llevás una semana sin hacerlo. Tal vez
más.

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Tu compañero de habitación —¿es
como un padre y vos su entenado, su hijas-
tro de nosocomio?—, dos camas más allá,
contra la pared, se llama Juan. Sabés por
su esposa y por los partes médicos que por
un derrame de una venita en el cerebro
perdió casi la mitad de la memoria, quedó
desmemoriado, como en un cuento de fic-
ción; lo que tuvo, podés saberlo después
gracias a Google, fue un infarto cerebral o
una apoplejía. Wikipedia dice: «La princi-
pal causa es la presión arterial elevada, a la
que le sigue el sedentarismo (poca movilidad
corporal, en especial de las extremidades infe-
riores, faltas de caminatas que duren al menos
media hora al día)». Te confunde con otras
personas, por lo cual muchas veces sintién-
dote incómodo, al no poder seguirle el hilo
de su desmemoria, te vas de la pieza. Dice
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que sos hijo de Mengano, un puestero de
San Benito, y que trabajás para Zutano, en
Mangrullo, a diez leguas del pueblo.
Su mujer es paraguaya, menuda y
blanca, de unos veintisiete años, conside-
rablemente menor que él, casi puede ser su
hija, o quizás para ella él es como un padre.
Tienen un hijo de seis o siete que, como él,
también se llama Juan. Le dicen Juancito.
Los días se te hacen interminables.
Un cuentagotas. A las siete de la mañana,
casi en punto, siete y media a más tardar,
te obligan a bañarte, a las ocho y media
desayunan, siempre mate cocido, leche o
té, con sobrecitos de azúcar o edulcorante.
En esa habitación, tendido en la cama,
apático y abúlico, leés los Cuentos completos,
de Onetti. Recordás Bienvenido, Bob —te
lo recomendó un amigo uruguayo— y el
maravilloso Un sueño realizado, que narra
la escenificación de la muerte de una mujer.
Es lo único que recordás, a grandes rasgos,
el resto se te esfumó, se diluyó, se te hizo
una nebulosa. También leés una correspon-

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dencia entre Onetti y un pintor de quien,
en este momento, se te ha desdibujado
el nombre. Nunca podés masturbarte a
solas, ni tampoco cuando todos duermen,
porque siempre, también de madrugada,
hay pacientes o familiares que los acom-
pañan. El enfermero te da Risperidona (al
principio 2 miligramos, después 3) y se va
sin preguntarte cómo te sentís ni decirte
buenas noches. Entonces te quedás hecho
un bollo entre las sábanas frías, como un
bicho bolita, y mirás las luces de neón de
la calle, porque sobre tu cama hay un ven-
tanal —varios— y podés ver el exterior. Te
sorprende (quizás muchos años después)
que jamás te enamoraste de una enfer-
mera. Seguís pensando, de modo obse-
sivo, en la mujer que te abandonó meses
atrás. Es apenas unos años mayor que vos.
Suelen escribirse por Messenger. Hola,
¿cómo estás? Bien, ¿vos? Bien. Me tengo
que ir. Chau. Y te quedás atragantado con
los te quieros y el por qué me dejaste, hija
de puta. Nunca pretendés culpabilizarla

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de nada, aunque con el tiempo aprendiste
que caíste en lo hondo del pozo —y de
eso sí es responsable, le corresponde una
parte— después de que ella, así como así,
te abandonó. La soñás más de mil veces.
Podés llenar bibliotecas con sus sueños. De
diferentes formas: que se reconcilian, que
tienen un hijo, que te abraza.
Tu compañero de habitación, Juan,
busca charla. Quiere irse. Sacarse el suero
e irse. Su mujer, a escondidas de él, plani-
fica irse a Paraguay —a Bahía Negra— y
que Juancito retome sus estudios allá. Para
ambos no resulta fácil. Lo mirás como si
fuesen dos personajes, yendo y viniendo en
la perdición de que él morirá y ella conse-
guirá otra pareja. Y así sucedió, te enterás
por rumores.

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Te vas —el verbo exacto sería «huir»—
de la casa de Quita, sin avisarle ni cuándo
ni dónde ni por qué, el mundo, aquello que
por tu encierro poco conocés, te resulta
difícil de soportar. Permanecés un año, de
enero a principios de diciembre, encerrado
en una habitación que te cede, leyendo —a
veces escribís, todos textos espantosos, sin
coherencia— y mirás pornografía hasta
las cuatro o cinco de la madrugada, des-
velándote con culos y tetas. Recordás un
video en el que una muchacha no mayor
de treinta años aspira merca (casi cuatro
líneas) hasta quedar inconsciente. Aspira
una, dos, tres líneas con total naturalidad,
armándolas minuciosamente. Después
aparece un gringo desnudo —pensás que es
yanqui— y comienza a penetrarla, dándole
golpes a diestra y siniestra: cachetadas en
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la cara, ahorcaduras, metidas de dedos en
la boca. Te excita el cuerpo desnudo de
la muchacha. Es blanca y morocha, como
suelen gustarte a vos, creés recordar que
con un piercing en la nariz y otros tam-
bién; además tiene tatuajes, en los brazos
y la espalda, que no alcanzás a descifrar,
te parecen dragones. Eyaculás más de una
vez, hasta quedar extenuado, rendido como
si hubieses trabajado acarreando toneladas
de arena durante horas y horas y después te
invade el sueño. Quita mientras tanto, en el
living, mira televisión: Crónica TV o TN.
A mitad de la madrugada, muy a menudo,
te despertás, el sueño desaparece y leés a
Bernardo Kordon, o los Diarios de Kafka.
Quita cierra las puertas, las de atrás y las
de adelante, por lo que estás impedido de
salir a fumar o tomar aire. Hay un espejo
de la madre de Quita en una cómoda y
solés quedarte observándote. Estás flaco —
pesás setenta y cinco kilos— y con el pelo
corto, más gordo, un poco más gordo, de
cuando viniste de Rosario, pero no mucho.

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Después que te separás, durante un año, no
tenés relaciones sexuales, sobrevivís gracias
a la masturbación y la pornografía. Cada
vez que ves a una chica que te gusta —
teniendo chances o no— te cohibís, apenas
podés hablar, balbuceás o definitivamente
la esquivás. Relacionarte con mujeres se
te hace engorroso, una tarea que no podés
cumplir. La luz del día, sobre todo la luz de
las dos de la tarde, te encandila. Necesitás
estar a oscuras. Solo, sin nadie, ni siquiera
con la persona más amada, y a oscuras. Hay
una mujer del vecindario, una casa más allá,
que te llama la atención locamente. Inclu-
sive solés sentarte en el umbral de la casa
de Quita para verla. Tiene hijas, una de seis
y otra de diez, y está separada o divorciada.
Te compadecés por ella. Tu única salida
es ir a comprar cigarrillos a una estación
de servicio sobre Ministro Sojo y Rivada-
via. Llegás a fumar dos atados diarios. Un
día Quita aparece desplomada en la cama.
Dice que no puede levantarse.

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—No puedo mover las piernas— dice,
al borde de enloquecer.
Te echa en cara que ella está así por
vos. De modo que, espantado y sin saber
qué responderle, decidís huir. Desde ese
entonces jamás volviste a hablar con Quita
ni se te ocurre pasar por su casa a visitarla.
Sabés hace poco que se quebró la
cadera y que, como nunca antes, le teme a
la muerte.

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Nadie viene a visitarte, ¿se pueden
llamar visitas a los católicos o los evangelis-
tas? Quizás no. Un primo tuyo que trabaja
en el hospital (ahora olvidaste el nombre,
es un olvido deliberado) te pregunta por
qué estás allí.
—Crisis de angustia— decís, más con-
fundido que antes.
Hace poco tu nueva psiquiatra leyó
tu historia clínica —la leyó frente a vos,
hoja por hoja, era un libraco— y mientras
la repasaba rápidamente decía en voz alta:
crisis de angustia, ideas suicidas, trastornos
alimenticios. Entonces tu primo, sentado
en la cama contigua, con los brazos cruza-
dos, te dice que todos alguna vez, incluso él
mismo, han sufrido angustia y que lo más
conveniente —lo dice con liviandad, eso te
parece— es hacerle frente.
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—Sobreponerse— dice con énfasis,
pensando que lo tuyo es un ataque de ner-
vios pasajero.
Te sentís disminuido, con el conoci-
miento —con la intuición, casi— de que
vos no sos igual al resto de las personas.
Lo primero que odiás a la mañana
es el sol. Vienen las enfermeras, apresu-
radas, y abren las persianas de par en par.
El sol te desanima, espantándote como a
los murciélagos. Necesitás oscuridad, todo
lo que sea negrura, lobreguez. La luz es
sinónimo de exigencia, de que todo está
bien y pronto, en cuestión de días u horas,
pasará. Hay un hombre mayor que cuida a
Juan y te conoce por medio de tu padre. No
te hace preguntas, por suerte, ni te inco-
moda. Juan tiene los pies más en la muerte
que en la vida. Se va a otras habitaciones y
pregunta, a otros pacientes, por gente que
no existe o que ha muerto. Ni tu madre ni
tu padre ni tus hermanos te visitan la pri-
mera semana, ¿sabían, acaso? Tu analista
—a quien apenas conocés— es importante

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los primeros días. Cierta vez fuiste a com-
prar cigarrillos y te escribió por Whatsapp.
¿Dónde estás?, escribió, y después, en uno
de los pasillos, se encontraron. Si no fuese
por tu analista hoy serías una lápida con
recordatorios. Con escasos e inoportunos
recordatorios.
¿Por qué, como a los santos, como a los
dioses, como a los que tienen el poder del
milagro o sanación, no se les rinde culto a
los profesionales de la salud mental?

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Antes de volver a tu pueblo natal (en el
2014) tu hermano se va como mochilero;
tras perderse en un futuro incierto, opta
por irse como mochilero. Recorre Santa
Fe, el pueblito Arroyo Leyes, Rosario, San
Lorenzo y los barrios Empalme Graneros,
donde vive un amigo, y Ludueña. Quiere
visitar al Padre Ignacio para encontrar a
la mujer de su vida, para saber cuál era el
camino correcto. Después cambia de rumbo
—quizás por su indecisión de siempre— y
se aventura a Córdoba para conocer, por
primera vez, las sierras. El camionero, con
quien anda y desanda caminos, le dice que
en su pueblo, Carmen de Patagones, puede
conseguir trabajo —«en la albañilería», le
dice, «hay mucho»— y, eventualmente,
que puede conseguir una mujer y que esa
mujer, además de amarlo, puede darle hijos.
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Estás distanciado de tu hermano por
los menos tres años. Después que te sepa-
rás, ya inmerso en la depresión, volvés a
Saladillo, sin ganas porque las circunstan-
cias —la falta de trabajo, la separación— te
obligan a volver, y para ese entonces tu her-
mano se va. Otros de tus mejores amigos,
Jano, también se va, mucho más lejos que
tu hermano, a otra provincia, a Santiago
del Estero Capital. Viajás a visitarlo (hace
mucho calor, cuarenta o cincuenta grados,
un calor seco) y creés que donde debés
bajarte es en La Banda, ese pueblo chato,
con la terminal atiborrada de vendedores
ambulantes, donde comprás, casi por lás-
tima y porque te quedás sin batería en el
teléfono, un cargador portátil.
A tus veintiún años estás desespera-
damente solo. O eso, por los menos, creés:
que estás solo, demasiado solo, y a la deriva,
con pocas posibilidades. Poco a poco vas
encerrándote, ensimismándote, y llegás a
pensar —lo que después te parece un des-
propósito— que estás más muerto que vivo.

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Inclusive hay un tiempo, casi tres años, en
que tu pensamiento más constante es el
suicidio. La vida, ni lo grandioso de la vida
ni lo triste de la vida, importan. Importan
los modos del suicidio. Que tu cuerpo se
descompense para siempre, por ejemplo
con monóxido de carbono, tras abrir las
hornallas de una cocina y encerrarte, o
meter la cabeza en el horno.

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Esperás impaciente —siempre fuiste
ansioso— que Quita o su hija te visiten.
Salís a los pasillos, después de almorzar o
cenar, y deambulás de una punta a la otra
y hasta desandás las recorridas, y leés los
letreros de Salida o Prohibido fumar y tam-
bién, colgados en la pared, los afiches del
Ministerio de Salud. Descubrís en uno que
los hombres pueden realizarse vasectomía.
Leés con atención: «Es un método anticon-
ceptivo irreversible que se realiza a través de
una cirugía sencilla en los conductos deferentes
que transportan los espermatozoides del testí-
culo del pene». Decidiste, desde adolescente
casi o antes, no tener hijos ni esposa ni casa
propia. Creés que traer un hijo al mundo
es una empresa absurda. Te acostás con
diferentes mujeres. En La Plata, con una
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chica con la que solés verte, mucho mayor
que vos, eyaculás adentro mientras cogen.
Creés que la estás penetrando por el culo
—le preguntás: «¿te gusta por atrás?»—
y te dice que sí, que le gusta, y entonces
acabás. A los dos días, se dan cuenta.
—¿Cómo?— dice ella, alzando la voz,
con algo de fastidio.
—Sí— respondés—: no me di cuenta.
Compran la pastilla del día después.
Van juntos a la farmacia de la calle 59.
Esperan hasta que, a la semana, le vuelve la
menstruación. Te aliviás y al mismo tiempo
te avergonzás. Te reprochás que sos un estú-
pido, que cómo no te diste cuenta. No sabés
distinguir los orificios, el del culo con el de
la vagina. A esa misma chica le rompés un
termo lumilagro —en un momento de dis-
tracción, sin darte cuenta— y le prometés,
aunque sabés que no lo harás, comprarle
otro. Nunca lo hacés.
De repente, mientras ves el afiche, apa-
recen secuencias de imágenes, del tiempo

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en que aún no habían aparecido los sínto-
mas y te creías una persona normal.
A las diez las luces de las habitacio-
nes se apagan —los mismos pacientes las
apagan. Diez y cuarto, once menos cuarto a
más tardar, tapado hasta la cabeza, movién-
dote de un lado a otro en la cama, estás
durmiendo. Por el cigarrillo o la mala posi-
ción, adquiriste la costumbre de roncar. Es
señal de que dormís plácidamente.

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Tu deterioro mental comienza cuando
tu padre intentó ahorcarte. Tenés quince
años. Están en la casa de Daniel. Llueve
torrencialmente; tapadas hasta los cor-
dones, las calles parecen Venecia. Es una
discusión familiar —vos no discutís, char-
lás, intentás mantener una charla— que
acaba con tu padre agarrándote del cuello.
Cuando podés zafarte (es difícil, casi
imposible) comenzás a insultarlo de arriba
abajo, a denigrarlo como si fuese —¿lo
es?— tu peor enemigo.
—Te vas a morir por la diabetes, hijo de
puta— le decís llorando, afuera, mientras la
lluvia te empapa y tus lágrimas pasan des-
apercibidas.
Insultándolo podés ver cómo tu padre
resuella, sostenidamente, más angustiado
que vos, con palpitaciones. Daniel perma-
33
nece ecuánime, ajeno a emitir una palabra a
favor o en contra. Ahora que lo pensás, si se
hubiese entrometido tu padre no hubiese
dudado en darle una trompada, en des-
mayarlo, de un golpe, con su mano ruda.
Durante años —ya no recordás si cinco
o más— decidís no ver más a tu padre,
perdés todo contacto. Es allí entonces que
tu vida mental comienza a resquebrajarse,
a deshacerse como las migas de un pan, a
desmoronarse como las Torres Gemelas. El
adjetivo preciso es «resquebrajar». Recordás
a un analista utilizar «resquebrajar» para
definir la mente de los esquizofrénicos.
Pese a que odiás por mucho tiempo a tu
padre, durante años, es él quien comprende
más que nadie tu enfermedad.
Te dice:
—Lo que tenés vos es crónico.
Vos le preguntás, sabiéndolo de ante-
mano, cómo sabe. Al final de la conver-
sación tu padre dice que lo que vos tenés
es casi parecido —así fueron sus palabras
«casi parecido»— a lo que tiene tu madre.

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Bien decís, «tiene», porque aún, como
vos, no ha muerto, pese a que las condicio-
nes estén dadas. Pese a que tu madre y vos
estén muertos en vida.

35
Estás intrigado. Leés en Google —en
muchísimos sitios web, algunos más serios
que otros— que podés heredar un 35% de
esquizofrenia de tu madre. «Científicamente
comprobado», dice. Ella te gestó, en el año
1993, a los veintisiete años, en su punto
álgido de psicosis, tras varias internaciones,
en San Agustín y Melchor Romero. En
un libro de Oscar Masotta, muchos años
después, leés que los bebés que ríen frente
al espejo («que logran reconocerse», dice el
libro) tienen probabilidades —no dice el
porcentaje porque en psicoanálisis los por-
centajes no existen— de gozar buena salud
mental, mientras que los que no logran
reconocerse corren riesgo de padecer psi-
cosis. Los psicóticos, dice tu psiquiatra,
tienen ideas fijas, patrones rígidos, y se
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comportan, a veces más a veces menos,
de acuerdo a esas ideas. Y te explica, sin
ahondar demasiado, que tiene una paciente
—«psicótica», dice— que la maternidad la
ordena, pero que el trato con su ex pareja,
padre de su hijo, la desestabiliza. ¿Qué te
ordena a vos?, te preguntás mientras ella, tu
psiquiatra, habla y habla, y te mira fijo, tra-
tando de sostener sus ojos en tus ojos. Leer
a Levrero, pensás, y su Novela luminosa, o
a Thomas Bernhard, te decís, o a Thomas
de Quincey, aunque solo leíste Confesiones
de un opiómano. Le revelás a tu psiquiatra
que la falta de medicación, sobre todo de
ansiolíticos, te sobrexcita.
—Me dan ganas de vagar y vagar— le
decís.
Acuerdan en que ella vería tu historia
clínica y te diagnosticaría, aunque cree, a
simple vista que se trata de esquizofrenia,
o una psicosis no especificada. Cuando te
lo dice es como si sostuvieras a tu madre
con dos dedos. Creés desfallecer, pero ya

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es tarde porque la sesión con tu psiquiatra
finaliza.
Ella se despide, con la distancia de
siempre, sin darte un beso, palmeándote.
Como hace cada vez que se encuentran.

39
Una mañana —vos tenés diez años, a
lo sumo once— salen con Negro, por las
afueras de la ciudad, por caminos de tierra
y arenosos, al otro lado de la Ruta Nacio-
nal 205, que corta en dos mitades el pueblo.
Negro va adelante, unos cinco metros,
tomando agua de las cunetas o escondién-
dose en los pastizales, desapareciendo y
reapareciendo con sus patitas saltarinas. Tu
padre, a cada rato, lo llama —para no per-
derlo de vista— y Negro responde viniendo
y saltándole encima, moviendo la cola. Vos
agarrás ramitas, resecas y verdes, y las arro-
jás para que Negro las alcance. Pasan por
un monte, sobre la calle Sanguinetti, antes
de llegar a la ruta, donde un joven se quitó
la vida ahorcándose. ¿Era joven o mayor de
edad?, te es difícil recordarlo. Sentís pánico
al ver los árboles (te ves a vos con las pier-
41
nas colgando), un leve escalofrío, repen-
tino, que empieza en los pies, bien debajo
de los talones y termina en la cabeza, en
el último mechón de pelo. El diario local
anuncia que fue hallado tres días después.
La comunidad se conmueve, hasta llegan
a dar diferentes versiones del motivo del
suicidio. Muchos dicen que es porque lo
había abandonado la mujer. Vos también.
Negro corre, acaso más alegre que ustedes,
acaso por no saber que a metros de allí un
hombre decidió quitarse la vida. ¿Cómo es
posible saber a ciencia cierta si es más feliz
un perro o dos hombres que pueden poner
en palabras lo que les hace mal o bien?
Nunca sabés responderlo, ni tampoco te
interesa. Ustedes paran antes de la ruta, tres
metros antes, y Negro sigue, sin percatarse
de que tu padre y vos se detienen antes de
la banquina. Se desesperan.
—Negro, Negro, vení, vení— gritan al
unísono, con la presunción de lo peor.
Negro queda varado en medio del
pavimento, confuso por los llamados de

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ustedes y por los autos que van y vienen a
gran velocidad. Un auto —recordás que era
blanco, Corsa— lo embiste de frente, con
el paragolpe, y lo arroja veinte metros hacia
adelante. No van a ver el cadáver. Ven, a
los lejos, el auto detenerse sobre un costado
de la ruta y saben que Negro, aunque sigue
dando gritos, está muerto o por morirse.
Lloran todo el trayecto de vuelta.
Tu padre llora más. Es su única com-
pañía, además de vos.

43
Durante tu internación, a los quince
días —fue tu primera visita—, viene tu
padre a saludarte. Vos lo esquivás yendo y
viniendo (escondiéndote donde podés) por
los pasillos del hospital. Primero te vas a la
cocina y te sentás sobre un costado, en un
banquito minúsculo o —ahora no recor-
dás— en un cajón que las mujeres de la
cocina utilizan para sentarse cuando salen a
fumar. En tus manos tenés Plan de evasión,
de Bioy Casares y lo empezaste a leer ese
mismo día, a la mañana. Estás en las últi-
mas páginas. De pronto aparece una mujer
de limpieza.
—Anda tu padre— dice.
Terminás de leer el libro, a las apu-
radas, omitiendo detalles importantes, y
lo rompés, hoja por hoja, en mil pedazos,
haciéndolo desaparecer. Después lo arro-
45
jás a un cesto grande y cuando te arrepen-
tís querés arreglarlo pero ya es tarde. Una
cocinera te convida un cigarrillo mento-
lado —para vos, infumable— y te dice, ser-
moneándote, que estás en tu derecho en no
querer ver a tu padre. ¿Quién tiene derecho
en ver o dejar de ver a quién? ¿Es necesario
que te sientas tan paranoico con tu padre
buscándote por el hospital?
Ahora recordás que todavía no estás
medicado y creés probablemente que tu
padre venía, como aquella vez, a agarrarte
del cuello.

46
Tenés once años. Les notifican —
quizás, las asistentes sociales— que tu
madre está desequilibrada, que necesita
ayuda. Deciden ir, por obligación, con tu
hermana. Abren la puerta de chapa, espían
con miedo y cautela, y ven a tu madre
semidesnuda, al lado de la canilla, junto
a la mesada, empapada. Recordás el vello
púbico a la intemperie y la mitad de las
tetas, con sus pezones morados, al descu-
bierto. Tu madre profiere palabras ininte-
ligibles, llenas de odio y de rencor, como si
hablase otra lengua, y a la vez no los registra
a ustedes. Los mira omitiéndolos. Tu her-
mana intenta captar su atención, diciéndole
«mami», «mami», «¿qué te pasa, mami?».
Es inútil. Hace calor y la cocina está
poblada, casi minada, de moscas. El zum-
bido es estruendoso, perturbador, molesto.
47
Un balde de veinte litros, bajo la mesada,
emana olor a mierda. Tu hermana atina a
hablar, pero sabe que resulta imposible. Tu
madre, frente a ustedes, termina de sacarse
la ropa, y desnuda, los echa. Tu hermana y
vos no hacen más que llorar y dejarla sola.
Con el olor a mierda que emana del balde
de vente litros y el zumbido de las moscas.
Son las cuatro de la tarde.

48
Sucede detrás del ferrocarril, en unos
portones con rajaduras de un galpón. Está
tu hermano —tres años mayor que vos—,
un chico de quince, vecino de ustedes, y
vos. Son jugueteos, manoseos de niños (no
mucho más) pero no hay, como cree tu
madre, abuso sexual. No recordás si el chico
se masturbó —el pito no lo exhibió— o te
manoseó o, es probable, ninguna de las dos
cosas. Tu hermano tampoco se entromete,
mira la escena con total naturalidad, a dos
o tres pasos de ustedes. Es tu madre quien
sale gritando que su hijo —es decir, vos—
fue violado. Llama al 911 y viene un patru-
llero. Te suben a vos y a tus hermanos. Tu
madre también sube. Llegan a la comisa-
ría, y tras dos horas de espera, un médico
los atiende. Te revisa el culo, el agujero del

49
culo y dice «no, señora, no tiene nada» y tu
madre insiste en que sí.
—Lo violó, lo violó— dice, conster-
nada.
En su mente no duda: «mi hijo fue vio-
lado». Una creencia producto de sus deli-
rios. Ese chico, que supuestamente te viola,
años más tarde muere electrocutado arre-
glando una heladera.
Ahora que lo recordás todo parece una
historia de ficción, donde vos sos el prota-
gonista y tu victimario abandonó esta vida
estúpida, como en los finales clásicos.

50
Después de meses —¿son ocho,
nueve?— te trasladan a Cirugía, al otro
sector del hospital, el sector más tene-
broso. Lugar en el que alojan a pacientes
operados, de apendicitis, vesícula, hernia, y
a los oncológicos. Conocés a Enzo —que
tiene una lesión en la rodilla derecha— y
a Sebastián, de Roque Pérez, a pocos kiló-
metros de tu ciudad, que fue operado de
peritonitis. Con ellos hacés amistad. Por
un período corto de tiempo, hasta que les
dan el alta. También compartís la pieza con
Pepe, que tiene cáncer de garganta. Tiene
poco pelo y canas. Lo ves hecho un bollo
en la cama, toda desordenada, cambiando
constantemente de posición, tal vez ner-
vioso sabiendo que le quedan pocos días de
vida. A veces tose en las gasas y las mancha
de sangre. Apenas puede hablar. Te llama
51
la atención su mirada, ajena a los objetos y
con un dejo desesperado. Pepe le dice a la
madre «getá gria» y la madre, desesperada,
le pregunta:
—¿Qué? ¿Qué decís?
Entonces intervenís y decís:
—Quiere decir que está fría.
La taza de mate cocido está fría. Pepe
se alegra. Al mediodía te vas (como sos
paciente ambulatorio podés entrar y salir
las veces que quieras) y cuando volvés Pepe
murió. La madre se te acerca y te dice:
—Murió tu compañero.
La mirás y suspirás. No sabés qué res-
ponderle.
Te da miedo volver a entrar en la habi-
tación en la que murió Pepe.

52
Se llama Belen (sin tilde en la e, así
la agendaste) y coseguiste Whatsapp. Es
mejicana, de Guadalajara, o un pueblo de
no más de veinte mil habitantes. Hicie-
ron contacto por un grupo de personas
con diferentes trastornos. Belen es bipo-
lar —o más que bipolar, depresiva, con
tendencias hacia el abandono— y trabaja
como vidente o curandera en una pie-
cita de su casa. No es satánica ni ocultista
como creen los evangelistas o los católi-
cos. Te explica inclusive que cree en Dios
—«claro que creo en Dios», te dice, cuando
le preguntás— y que trabaja, agrega des-
pués, haciendo reiki, imposición de manos,
tirando cartas y de vez en cuando lim-
piando casas. Le preguntás por vos. Antes
te pide una foto —«cualquier foto», te dice,

53
«pero reciente», aclara— y tu nombre com-
pleto, con la fecha de nacimiento.
—Has sufrido mucho— te dice al rato
en un mensaje de texto con faltas de orto-
grafía.
¿Cómo podía saber tu pasado desde
ocho mil kilómetros de distancia, desde
otro país?
—Veo a una señora retándote.
—¿Qué más?— le exigís— ¿qué ves,
por favor?
—Pasaste mucha angustia— escribe—
Tú tienes diez años, es lo que veo, y la señora te
grita y sientes mucha angustia.
—¿Cómo es la señora?— le preguntás y
pensás en Luisa, Nora, Alicia, Olga, Sara.
—No puedo más, me hace mal— te
dice, finalmente.
Después te asegura que sos de corazón
transparente y vos pensás cómo es un cora-
zón transparente si es un órgano de sangre,
arterias y músculos.
Al tiempo recapacitás, como en una
epifanía, y te das cuenta, a lo mejor dema-

54
siado tarde, que las personas de corazones
transparentes son personas débiles —que
imploran caricias, afecto—, como si tuvie-
sen un órgano descarnado, en el centro del
pecho, hecho en base de pequeñas heridas,
casi todas incurables, y que viven de men-
digar amor o sanación.

55
Estás (ahora no recordás si recostado o
sentado en tu mesita de estudio o fumando
un cigarrillo en el altillo) en la pensión
de Roca y Mendoza, apenas comiste —lo
mismo de siempre, galletitas y mermelada,
de naranja o durazno, con mates, segura-
mente con la yerba lavada y el agua fría— y
ella, cerca de las tres, te escribe por teléfono
o al Facebook.
—¿Podés venir?— es un «podés venir»
a secas, sin un «hola» o «cómo estás» o
«necesito hablar con vos».
Hace una semana (para vos, de mucha
desesperación y llantos e indecisiones que
determinarán tu vida) que están distancia-
dos por decisión de ella. Te entusiasmás.
—Por fin— decís en voz alta y reís
solo, creyéndote próximo al triunfo amo-
roso, a la reconciliación.
57
Vas. Te abre la puerta de la casa del
barrio Pichincha, sobre la calle Jujuy, pasan
por el pasillo donde una vez, de madru-
gada, hicieron el amor y suben las escaleras,
ella adelante y vos siguiéndola por detrás.
Van directo a su cuarto para hablar a solas.
Comprendés por su tono de voz y por su
frialdad que está decidida. Se sientan en la
cama, al mismo tiempo. Ella en la cabecera,
arriba de la almohada, y vos a los pies, bien
lejos de su cuerpo. Hablan mientras ella te
mira fijo —pensás que con una mueca de
asco— y a veces de reojo. Hablás pésimo
de Cortázar, de García Márquez y de la
estupidez del boom latinoamericano, auto-
res que a ella le fascinan. Le preguntás si
leyó el libro de poesía de Leopoldo María
Panero que le enviaste por PDF. Te con-
fiesa que pasó una semana magnífica sin
vos (exactamente no dice «magnífica», pero
sí un adjetivo similar, parecido a «extraor-
dinaria»). Te atenazás. Querés contarle
que vos, al contrario, lo pasaste malísimo.
Entonces ella te da tus ropas —las que te

58
lava siempre, con olor a jabón en polvo y
perfume— y te dice que, por favor, te vayas.
Al despedirse solo dice «chau». Desde ese
momento, cruzando la panchería de Jujuy
y Ovidio Lagos, empezás a ver la realidad
como si fuese una alucinación. Un año des-
pués te das cuenta que se quedó con tus
primeros textos, los que escribiste en un
blog, textos viejísimos y mal redactados, y
que después imprimiste.
Nunca te escribe para devolvértelos.
Vos tampoco lo hacés ni se lo reprochás.

59
Hace poco —antes de dormirte— ves
por YouTube un video de un colombiano
esquizoparanoide. Sufre doble condena, la
de ser homosexual y enfermo mental.
—Soy puto— dice antes de decir su
nombre, mirando fijo a la cámara, con las
pupilas dilatadas.
Tiene los ojos grandes, renegridos,
tanto que, al mirarlo con atención, te
impresiona. Lo escuchás sin ganas, pres-
tando atención a medias. Muestra cada uno
de los psicofármacos que toma —antip-
sicóticos, ansiolíticos— y dice con rabia
que abandonó los antidepresivos porque lo
inhiben sexualmente.
—No puedo eyacular cuando me mas-
turbo— dice, gritándole a la cámara.
Buscás por YouTube «esquizofrenia
paranoide» porque, semanas atrás, tu psi-
61
coanalista dijo que tenés ese padecimiento
mental. Te dijo: «tu estructura mental es
psicótica, al modo de una esquizofrenia para-
noide».
—Me siento un monstruo— le dijiste;
porque te sentías así.
Más que un esquizofrénico era un
psicópata. Después investigás por Google
sobre la esquizofrenia y sus subtipos y
descubrís que, en parte, la heredaste de tu
madre. No la culpás, tampoco debés cul-
parla. Te decís que sanarte, en mayor o
menor medida, significa perdonarla.
Pero nunca, ni siquiera proponiéndo-
telo, sabés perdonar. Siempre preferís odiar.

62
Estás internado, sobre la pared dere-
cha, sin ventanas, en la cama 11 de Ciru-
gía. Como todas las mañanas, en ayunas,
vas al patio a fumar dos cigarrillos, uno tras
otro. Volvés a la habitación y dos policías,
vestidos de civil, con los pelos rapados y
armados, te sorprenden, trayendo esposado
a un hombre que te dobla en tamaño, con
tatuajes en todo el cuerpo. Tiene el pelo
rapado también, más que los policías, y
habla a los gritos. Lo trajeron de la peni-
tenciaría de General Alvear. Se recuesta en
la cama, ocupándola hasta los bordes y de
inmediato le atan las piernas y las manos
con cadenas. Escuchás el crack crack crack
de las cadenas, cada vez que el preso se
mueve. Te parece una escena kafkiana. Lo
mirás, fijo, creyendo que duerme, y te mira,
también con la mirada fija. En su mirada
63
ves: golpes, cicatrices, llantos, brutalidad,
desamparo. Al cabo de un rato los policías,
amistosamente, comienzan a charlar con él.
—El Cholo está en la séptima— dice
el preso—: casi lo matan.
Y narra que uno casi había ahorcado
a otro y por poco lo mata. Los policías lo
tratan con respeto. Lo tratan así, como a un
loco o un animal exótico, sutilmente con
respeto, para que se comporte con norma-
lidad, pensás. A las once lo llevan en cami-
lla al quirófano pero el anestesista no pudo
venir, entonces la operación se suspende.
Al mediodía se van y vos te quedás solo,
mirando la cama vacía del preso, el hueco
del colchón y la luz del sol encandilándote.
Casi hasta enceguecerte, como la mirada
del preso.

64
Ruben corta los gladiolos de su casa.
Es el Día de la Madre. Para esa fecha
Ruben suele ir al cementerio, precedido
por la angustia que, como es típico en él,
disimula con encanto o colma de anécdo-
tas, diciendo que su padre solía contar chis-
tes pero sin groserías o que su madre hacía
dulce de higo o de leche. Decidís acompa-
ñarlo, tu madre ese día lo pasa acostada en
un colchón que huele a su propia orina, tan
apática que prefiere mearse encima a ir al
baño. En el cementerio se encuentran con
conocidos, Darío y tías tuyas, que visitan
el nicho de tu abuela Inés. El nicho de la
madre de Ruben no tiene foto.
—¿Por qué?— le preguntás, fingiendo
preocupación.
Ruben te contesta que porque no había
una en la que ella se luciera; en todas las
65
fotografías aparece sentada o deprimida.
Después te alejás de Ruben y comenzás a
recorrer nichos por tu cuenta. Hay muertos
del año mil ochocientos, con fotos sepia, o
ya borrosas, y con las inscripciones apenas
legibles. Vas a los nichos nuevos, del año
dos mil en adelante, y descubrís que la
mayoría son jóvenes muertos en accidentes
de tránsito o que, para peor, se suicidaron.
Ves el nicho de Kiko que se ahorcó. Kiko
era cinco años mayor que vos. Lo conocías.
Una vez —ya no recordás el motivo— te
dio una trompada en el mentón. Mirás el
nicho de Kiko y sentís culpa. Te preguntás:
«¿se suicidó por mí?», «¿lo maté yo?», «¿fue
la justicia del destino?». No podés respon-
derte ninguna de las preguntas. Salís de ese
sector del cementerio y buscás a Ruben.
Cuando llegás lo ves arrodillado, llorando
frente al nicho de su padre. Lo dejás solo y
te vas conteniendo el llanto.

66
Naciste con los ojos deformados al
punto que, durante años, usaste un parche,
color piel, en el ojo izquierdo. Sufrís estra-
bismo, un trastorno en el que los ojos no
se alinean en la misma dirección, por lo
que uno de los dos se desvía. El parche, a
pesar de ridiculizarte, te oculta la bizquera
y, según los oftalmólogos, con el tiempo el
nervio del ojo volverá a normalizarse. Te
adjetivan de las formas más desalmadas,
sos objeto de burlas —incluso de las más
inimaginables— y con el tiempo tu auto-
estima se empeora, tanto que preferís besar
a las chicas en la oscuridad, sin que ellas
puedan ver tu cara. Besaste por primera vez
a escondidas, con la pija dura ocultándola
entre el cinturón del pantalón y la remera.
A los trece años, en agosto, te operás en
La Plata en la Clínica del Ojo, acompa-
67
ñado por tu padre, quien te molesta antes
de entrar al quirófano, y tus primos, que te
ayudan a que, después de tantos años, te
puedas operar, y dejar de ser, para tu sor-
presa, cuando menos lo pensás, el chico
con los ojos deformados. A casi todos, des-
pués de la operación, les preguntás, «¿cómo
tengo los ojos?», «¿derechos?», «¿estás
seguro?». Tu autoestima, sin embargo,
sigue mal hasta que conocés a tu ex novia,
ya hace cinco años, y te sentís el hombre
más feliz del mundo. Sabés que tus ojos no
han quedado perfectos, están un milímetro
desviados. Nadie se da cuenta, pero tu biz-
quera permanece. Cuando tenés ataques de
nervios tus ojos se desvían más. Te has que-
dado mirándote frente al espejo, durante
minutos, maldiciendo lo antiestético que
sos. No te asusta que tus ojos estén desvia-
dos, en absoluto, lo que te asusta es que tu
mirada es de psicópata.
Devorás con la mirada, asustás la belleza.

68
Tu madre frente a vos bebe yogur,
se chorrea la comisura de los labios y se
limpia con el buzo, levantándoselo hasta la
altura de la boca. Le ves un pezón grande
y rosado (el cual por razones de psicofár-
macos nunca succionaste ni tampoco, por
mayoría de edad, succionarás) y la teta,
como un higo enorme, repleta de estrías y
celulitis. No tiene corpiños ni tampoco se
esmera en conseguir un par. Le da igual.
—Tomá— te dice, alcanzándote un
vaso con yogur hasta los bordes—: está
fresquito— agrega.
El yogur estuvo fuera de la heladera (lo
supiste porque lo viste arriba del secador ni
bien habías llegado) y tiene moscas o mos-
quitos, diminutos, parece que en formación
—te parece a vos—, pedazos de migas de

69
pan e incluso, aunque parezca mentira, un
pedazo de plástico del envase.
Tiene la mitad del vaquero mojado y
hiede a meo. La mirás. Un gatito que ella
llama El Maushi —así lo apodó cuando el
año pasado se lo regalaron— tiene sangre
en el culo. Ella dice que está seco de vien-
tre (a todos les dice eso: a tu hermana, a tu
hermano, a vos, nadie se salva de tener seco
el vientre) y que, a menudo, le da aceite en
un platito.
—Se afloja y caga, pobrecito— dice, y
se lamenta de no tener aceite para darle.
El Maushi sube arriba de la mesa,
busca comida, olfatea los platos y las pocas
ollas esparcidas, busca restos de lo que
haya, sobras de comida o restos de pan, y
vos enfurecido, ya cansado, lo agarrás por
la espalda, con toda la mano, cubriéndole el
lomo, y lo arrojás al piso. Se queja, con un
maullido histérico.
—Miauuu— dice.
—Gato de mierda— le decís, harto de
bajarlo de arriba de la mesa. Después, es

70
probable que por sadismo, lo agarrás de la
cabeza y se la sacudís, a un lado y a otro,
suavemente.
Es tanta la ternura que le tenés, que
desearías estrangularlo.

71
Estás leyendo La conjura de los necios,
de Kennedy Toole. Te lo prestaron con una
condición: leerlo en una semana o, como
mucho, dos. Quity se encuentra frente a
vos, a un costado de la ventana de la habi-
tación, con la mitad de la pierna vendada,
hasta los muslos, inmóvil. Aparece el trau-
matólogo —con voz y gestos tenuemente
gays, pensás, siempre te parece eso del trau-
matólogo Funes— y una de las enfermeras
de turno con su ambo blanco que le marca
las tetas y el culo, pero que, de ningún
modo, es provocador.
El traumatólogo dice:
—Estás bien, yo te daría el alta.
Quity se alegra.
—Gracias, doctor— dice. Todos lo
pacientes dicen «gracias, doctor» o «como
usted diga, doctor».
73
Al rato aparece otro médico —recor-
dás que es canoso y grandote y que una vez
te dijo «¿qué hacés acá?»— y le dice que
debe quedarse unos días más. Vos seguís
sumergido en La conjura de los necios: Inga-
tius no puede aceptar lo real, se desconoce
si es un superdotado o un joven con retraso
—es probable que con retrasos—, lo que sí
sabe, como única certeza, es que su condi-
ción, estúpida y al mismo tiempo contesta-
taria —Toole a través de Ignatius critica la
perversidad del capitalismo—, nos permite
desternillarnos de la risa. Quity se lamenta,
dice que el otro médico, el canoso, es un
hijo de puta, y mata el tiempo realizando,
de a ratos, ejercicios con la pierna, la sube
y la baja y la mueve hacia los costados.
Durante su internación Quity siempre te
cede su sopa. Te dice: «¿querés, loco?» y vos
aceptás. A menudo te da las sobras de su
comida, puré de zapallo o guiso o milane-
sas de berenjenas. Siempre aceptás porque
la comida del hospital es escasa. Cuando
le dan el alta te deja una botella de agua

74
mineral —que tomás de un solo envión—
y un paquete de galletitas que comés con
mates.
La ausencia de Quity te sume en la
melancolía al menos una semana.

75
¿Cómo podés explicar —jamás pudiste,
jamás podrás— el vertiginoso transcurrir de
los minutos? ¿Estás vencido —sí, lo estás,
indefectiblemente— en la atemporalidad,
en la inconsistencia de los segundos y las
horas? ¿Despertar, desperezarse, fumar el
primer cigarrillo del día, carraspear o toser,
escupir flema, extraerte los mocos de la
nariz, hacer arcadas, vomitando a veces lo
que comiste, y mirar el sol, siempre de cos-
tado, sin que los rayos te afecten la visión
o te insole? ¿Cómo podés permanecer sus-
pendido en el tiempo —naturalmente que
podés, es un hábito viejo en vos—, ajeno al
tedioso tic tac del reloj —un reloj imagi-
nario; porque reloj no tenés—, a las frac-
ciones de los segundos y de las rutinas, de
una sociedad entera, con sus horarios de
entradas y salidas? ¿Te creés en el más allá,
77
incluso decís «soy un zombie, un estúpido,
Ana, ¿vos creés lo mismo?». ¿Hoy es miér-
coles o jueves —poco importa, ¿verdad?—
es de noche, quizás las diez de la noche,
te desgana saber la hora, y el día perecerá,
aunque para vos antes, a las 00 hs, o sea,
dentro de poco tiempo? ¿Cómo podés per-
manecer días —incluso semanas enteras, lo
que equivale a meses— sin mojar, siquiera
con un chorrito, una gota, tu cuerpo,
usando la misma ropa, con olor a sucie-
dad y sudor, a veces a pis que tu pito larga
de manera involuntaria? ¿Todo te parece
un filme, (como le dijiste hace poco a no
sabés quién: «un reality show») un episo-
dio de larga duración, de la imaginación de
alguien —no sabés quién, o sabés pero pre-
ferís obviarlo— que te imagina? ¿Recordás
cuando decías que querías permanecer solo
en una habitación encerrado, sin pena ni
delito, pero como un presidiario? ¿Existe
para vos la fe, la fe del encierro? ¿O la fe
es el caso perdido del escepticismo —es
probable, fehacientemente cierto—, como

78
recobrar la lucidez gradualmente luego de
un golpe? Tu cabeza se satura de estímu-
los —voces ajenas, el viento haciendo crujir
las ventanas—, las sinfines de preguntas
—casi todas— te dejan impávido, sin que
puedas gesticular con la boca. Siempre te
evadiste de las preguntas. ¿Es posible que
de tu vientre de hombre —bien mascu-
lino pero lampiño, aniñado, casi amane-
rado— puedas parir un bebé que, tarde o
temprano, crezca, se desarrolle y hable, para
restringirte la poca libertad que tenés? Es
probable, porque de ninguna mujer nacerá
un hijo tuyo. De este modo te condenaste a
principios de la adultez.
De este modo —siempre decís—
morirás: rodeado de tu propia soledad.

79
Son las ocho de la mañana. Estás apo-
yado contra la pared, con la nariz llena de
mocos —algo parecido a una sinusitis—,
dándole las últimas pitadas al segundo
cigarrillo de la mañana. Mirás la Avenida
Bozán (una máquina estacionada, gente
yendo y viniendo, motos a alta velocidad,
ancianas con sus bolsas de compras) y
desviás la mirada, de tanto en tanto, hacia
la Avenida Pereyra. Ves que por una de
las puertas, en la que suelen entrar, cada
mañana, enfermeros y médicos, aparece una
mujer con calzas, flaca, blanquísima de piel,
morocha, con el pelo atado. Te sobresaltás;
tu ritmo cardíaco, de repente, se acelera.
¿Es ella?, te decís, casi con certeza —espe-
rás que fuese ella, pero sabés que ella está
en otra ciudad, lejos de vos— y te quedás
observándola disimuladamente. Recordás:
81
cuando discutías, por lo general por minu-
cias, en vez de agredirla a ella, te agredías a
vos mismo, dándote trompadas en la cara.
—¿Qué hacés, estúpido?— te decía
ella reteniéndote.
Vos zafabas de sus manos, tras for-
cejeos, y seguías dándote trompadas,
hasta lesionarte. Hace poco una cuenta
de Facebook anónima puso una imagen
tuya diciendo que sos un acosador-psicó-
pata-hijodeputa. La imagen se viralizó.
Veinte compartidas. Muchos te escriben
diciéndote «machirulo», «violador». Des-
pués descubrís que es una venganza de
un muchacho de Neuquén. Le escribís y
te bloquea. Varias mujeres te eliminan de
Facebook. Te sentís un misógino y decidís
distanciarte de cualquier mujer que se te
acerque. Nunca se acerca nadie. Tampoco
hacés algo para que alguien se te acerque.

82
Tenés afición por el dibujo, es tal tu
afición que, en cuadernos escolares, retra-
tás a los amigos de tu padre e incluso, ya
adolescente, retratás a Freud y un cuadro
abstracto —que conste que la abstracción
siempre te pareció, desde Piet Mondrian
a Jackson Pollock, lo más desacertado del
arte— que vendés a cien pesos cada uno.
Tenés seis años y estás dibujando con
abnegación —porque tu modo de dibu-
jar es abnegado—, trazando líneas y pin-
tando con lápices de colores. Recordás que
te das vuelta (hacia donde hoy, justamente
allí, hay una salamandra) y ves a tu padre
tironeando los cabellos de tu madre y que
tanto tu padre como tu madre obvian que
vos, de apenas seis años, te encontrás allí
imaginando figuras en un papel. Desde ese
entonces tus dibujos se tornan tétricos y
83
fatalistas: caras llorando, hombres gritando,
niños decapitados. Nunca lográs decirle a
tu padre que sus brazos —porque a vos,
años después, también te pegó— son
demasiados fuertes para el cuerpo de una
mujer tan frágil como tu madre. Cada vez
que tu padre, en alguna ocasión, te pega, vos
te sentís mujer. Creés que tu padre cometía
violencia de género contra vos. Porque para
tu padre vos sos una niña. La sustitución
de tu madre.

84
Mientras estás sentado en el patio
trasero del hospital un silbido que creés
humano te estremece. Mirás a un lado y
a otro, arriba y abajo, desesperadamente,
con el ritmo cardíaco acelerado; con algo
de miedo, te tapás los oídos pero el silbido
persiste. Es tu cabeza la que silbaba —lo
supiste después— y no es al único ni el
último al que le sucede. Es como si alguien
te estuviese llamando, como diciéndote
«¿qué hacés ahí, che?». Tomaste 2,25 mili-
gramos de Lorazepam a la mañana y la
anoche anterior 3 miligramos de Rispe-
ridona. ¿Estás acaso alucinando? Eso te
manifestó tu psiquiatra: «los psicóticos aluci-
nan». Pensás después que posiblemente no
fue un silbido humano, sino de algún pájaro
que no conocés. El mundo de las aves te es
desconocido, solo sabés que los horneros
85
hacen sus casas de barro. A veces cuando
caminás por los descampados de Mariano
Acosta o Pereyra —hasta en el mismo
patio del hospital— te gustaría matar a
los teros. Los descampados de esta ciudad
están llenos de teros. Porque son animales
precavidos. Ponen huevos —te enteraste
gracias a un libro de psicoanálisis— en un
lugar, siempre recóndito, y merodean otro.
Entonces no podés saber dónde están sus
huevos y por lo tanto son proclives a ata-
carte. ¿Las alas de las aves te dan fobia?
¿No es tu miedo a no saber volar? ¿Tu
condena a pisar tierra hasta que mueras?
Es probable. Siempre quisiste sobrevolar
las ciudades del interior de la provincia de
Buenos Aires.

86
La ves echa un nudo, tapada hasta
la mitad, con el pinchazo del suero en la
mano izquierda —los psiquiatras suelen
usar el término «sedar», al igual que los
enfermeros y médicos—, la ves así, pesta-
ñeando, casi desvanecida. Te acercás, muy
lentamente, la mirás de arriba abajo; a un
costado, está la mesita de luz con sus pocas
pertenencias: papel higiénico, una toalla,
champú. Abre un ojo, y luego otro, pesta-
ñea, y te dice:
— Eh, ¿qué hacés?
Le preguntás cómo se siente. Te ase-
gura que bien. La tuvieron que internar de
urgencia. La vieron que merodeaba su casa
con un cuchillo en la mano y gritaba pala-
bras ininteligibles. Quiso matar a su gato
y después quiso herirse ella. Los vecinos
se habían refugiado en sus casas. Jeremías,
87
el hijo de la vecina, lloraba y se escondía
en la falda de su madre. Llamás al hospital
y decís que, por favor, la internen. Cuanto
antes. Permanece un día así hasta que
logran estabilizarla. En la historia clínica
dice: «DIAGNÓSTICO: esquizofrenia».
No especifica el tipo de esquizofrenia. Vos
sabés que sos un esquizoparanoide. O te lo
han dicho para que dejes de indagar sobre
posibles diagnósticos.
Lo sos porque te lo han dicho para que
te lo creas y te creas, además, afectado por
una enfermedad mental.

88
Ni varón ni mujer ni hermafrodita,
sencillamente una niña deslucida, con los
ojos desviados, por tu bizquera del primer
día que llegaste al mundo; la voz ahogada
—de tanto contener los gritos desaforados
hacia tu padre ante cada injusticia. Así te
sentís, a tus seis o siete años. Recordás la
mano pesada de tu padre con callos y heri-
das cicatrizando, sosteniendo la tuya —tan
frágil en ese entonces— y tus pasos dobles
frente a uno de tu padre. Caminar al lado
de tu padre significa caminar con velocidad.
Una vez te hizo poner —más que hacerte
poner, te obligó— una remera de Chiqui-
titas, un programa televisivo infantil de los
años 90, y vos tratabas, al tanto que el brazo
se te cansaba, de tapar la imagen de Cris
Morena. Recordás que le advertiste que esa
remera era de mujer (así le dijiste «pa, es
89
de mujer, no me gusta») y tu padre te dijo
que no. Sos mitad varón (por tu pito achi-
charrado, sin vellos ni testículos formados)
y mitad mujer (por las vestimentas que te
hace usar tu padre y por su trato hacia vos
como a una niña), no sabés con exactitud
qué sos, pero has resuelto decir que en tu
infancia fuiste hermafrodita: mitad niño,
mitad niña. Te atemorizan las historias de
tu padre, ya entrado en años, y sus amigos,
algunos más viejos que él. Cada tanto se
cogen a una niña —le pagan con la parte de
la jubilación o la extorsionan— y vos tenés
miedo de que vengan por vos y te hagan
lo mismo. Pensás que a los viejos no les
importa penetrar una vaginita aún no desa-
rrollada de una niña o un culo lampiño de
un niño. Cuando podés elegir, despreciás
a tu padre, lo exterminás de tu conciencia.
Dejó de existir en tu vida. Lo dejás de lado,
y por años, estás incomunicado con él.
Al rencontrarse, años más tarde, podés
elegir: matarlo o perdonarlo. Aunque te
pesa optás por lo segundo.

90
Sentado en un pasillo del hospital
(recordás que leías Los adioses, de Onetti)
acostumbrás, casi todos los martes, verla
pasar. Es una mujer pulcra, de veintisiete
años, perfecta, elegante: estatura mediana,
delgada, pecas en la cara, morocha. Trabaja
allí desde hace cinco años, después de reci-
birse en el mismo hospital. Una vez se paró
delante tuyo, te miró fijo a los ojos, sonrió,
y te preguntó por tu madre.
—Está loca— le dijiste, para sonsa-
carle una sonrisa.
Ella —mientras se iba, a lo lejos— te
respondió:
—No seas así, che.
Y recordaste: tu madre sedándote con
caricias y besos, a la hora de la siesta, para
que vos te adormecieras y ella pudiese
bañarte, recostándote en la cama, echado
91
para atrás, con la cabeza al aire y enjua-
gándote el pelo. O refregándote la mugre
acumulada en los pies, o en las orejas o en
la espalda. Tu madre te trataba, en cada
movimiento, como a un maniquí, hacién-
dote y deshaciéndote, como si fueses un
chiquilín de cinco años, el niño que nunca,
por su enfermedad e internaciones, pudo
criar. Una vez, al principio de las sesiones,
le dijiste a tu analista:
—Las mujeres que me gustan se pare-
cen a mi madre.
—¿Cómo es eso?
—Tienen rasgos de ella— respondiste.
Recordás —con mucho pudor, casi rién-
dote de vergüenza— la mañana en que, en
el hospital, soñaste que te cogías a tu madre
y eyaculaste, manchándote el calzoncillo.
Jamás se lo confesaste a nadie, ni siquiera
a tu amigo más íntimo que, por supuesto,
él tampoco te confiesa sus cosas íntimas.
Creías que al contarlo podías hacerlo real. E
incluso pensás que, mal o bien, fue real.
La eyaculación lo fue.

92
Ignorás al amigo de tu cuñado —para
no saludarlo y decirle cómo estás— que se
encuentra con otras personas en la puerta
que desemboca en el patio en el que siem-
pre fumás. A la mañana, reclinado en la
cama, con un libro entre las manos editado
en 1952, escuchás decir, casi a los gritos
(¿o es, efectivamente, a los gritos?), a una
persona (suponés que era un familiar) que
equis paciente tenía cáncer de pulmón
—«está todo tomado», dice— y también
en la cabeza. No hace mucho compartiste
habitación con un anciano de ochenta
y un años con cáncer de pulmón y estó-
mago. El cáncer apareció en el pulmón e
hizo metástasis en el estómago, le explicó
el anciano a uno de sus parientes con lágri-
mas en los ojos. Suponés que por miedo a
morir estando vivo, en la vigilia, duerme las
93
veinticuatro horas del día. Lo acompaña su
mujer, anciana como él. Una vez te regaló un
paquete de galletitas “Don Satur”. Tus ata-
ques de pánico comienzan por esta época,
cuando comprendés que estás rodeado de
personas realizándose quimioterapias, o de
tanto ver al oncólogo Bricio con exámenes
de radiografías en los que se ve un tumor o
el principio de un cáncer. E incluso alcan-
zás a pensar que estás enfermo, gravemente
enfermo, y rehuís de los quehaceres diarios,
como salir o ducharte. Por un tiempo —
por meses tal vez— vivís con la percepción
de alguien que se encuentra al borde de la
muerte.
No es la primera vez. Quizás la
segunda.

94
En el Hogar Golondrinas discutís con
tu hermano. Es una discusión por un tema
menor: vos estás mirando televisión y tu
hermano aparece de repente y cambia de
canal sin preguntarte. Le gritás y te agarra
del cuello e intenta, presionando con
mucha fuerza, ahorcarte. Vos pataleás, con
la cara enrojecida, mientras intentás inútil-
mente zafarte. Es demasiada la violencia y
golpean el aparador y hacen caer el tele-
visor. Por un tiempo se aburren, sin nada
que los entretenga, mirándose las caras o
jugando a las cartas. En ese tiempo empe-
zás a escuchar al Pity Álvarez. Te ence-
rrás en la habitación, cerrás las ventanas, y
ponés Intoxicados o Viejas Locas. Nunca
fumás porro, ni tomás merca, ni te inyectás
heroína. De grande probás la marihuana y
son pocas las veces que te reís o relajás. Es
95
frecuente que te indujese a la paranoia. La
última vez que fumaste y te hizo bien, fue
hace mucho. Cuando estabas con tu ex, en
una casona enorme, repleta de hipsters y
hippies. Te reías tanto que, mientras carca-
jeabas, te sentías estúpido. Después vino la
crisis, la separación, los psicofármacos, los
horarios de los psicofármacos, las visitas al
psiquiatra y abandonaste todo lo que fuera
alucinógeno.
Desde ese entonces lo único alucinó-
geno que probás es la realidad.

96
Decidís perdonar a tu padre, ya de
grande, porque antes no pudiste, pueden
pasarse horas charlando ininterrumpi-
damente, a veces con la voz muy alta y
tomando vino o fernet (aunque tu padre,
te confiesa, le perdió el gusto y dice, des-
pués de hartarse y enviciarse la sangre, que
es una bebida «fuerrrtísima»). Los temas
de conversación siempre —o casi siem-
pre— son sobre mujeres, de edad avanzada
o jóvenes, importa poco si tienen quince o
cincuenta y seis años. Tu padre habla de las
mujeres como si fuesen animales, nacidos
para fecundar o satisfacer, ya sea en tareas
domésticas o en el sexo, exclusivamente al
hombre. Para tu padre, las mujeres son una
subespecie del hombre —como Eva que
nació de la costilla de Adán y condenó a
la humanidad por su pecado— y que por
97
escaso dinero se abren de piernas, incluso
ante él que ya franqueó los setenta y quizás
ya no tiene erecciones, o las tiene esporádi-
camente. A vos te dice que, cuanto antes,
tenés que buscarte una mujer. Es un impe-
rativo que busques una mujer —te guste
o no— y que la obligues a tener uno o
varios hijos y que trabaje, además, a la par
tuyo. La última vez que conociste a una le
dijiste que no deseabas tener más contacto
porque podías lastimarla —sentiste miedo,
casi escalofríos, de ser el misógino que tu
padre había forjado en vos. No querías que
sufriera las enseñanzas que te legó tu padre:
estrangular psicológicamente a una mujer,
desdibujarle la sonrisa con la extorsión, o
penetrarla sin consentimiento. Llegás a
pensar que tu nacimiento es producto de
una violación, aunque tal vez, cuando tu
madre te lo contó fue por resentimiento
hacia tu padre.
Aunque es un relato que concebís para
mitigar el dolor de tu madre.

98
Ataques de pánico, decís, buscando
respuesta, sosiego, certezas, alivio y ya ni
siquiera te comprenden tu analista y mucho
menos tu psiquiatra. Tres años —¿o más?—
entre estas paredes, oliendo sueros, gasas,
pañales, vahos a mierda, a anciano, a orín,
tres años que sirvieron (y bastaron, fueron
suficientes) para aterrorizarte y espantarte
ante cualquier dolor físico, por insignifi-
cante que fuera. Si te duele un músculo, los
gemelos o el abdomen, pensás que estás al
borde de la muerte. No sabés cómo huir
(escapar no, «huir» es el término), culpás
a tus antepasados —padre, madre, abuelo,
abuela, tío, tía, primos hermanos— y com-
prendés que, en última instancia, el respon-
sable de tus pánicos, del espanto (e incluso
de las fobias, sociales o hacia los animales,
especialmente a los perros) y de lo que aún
99
no ha venido es exclusiva —absoluta—
responsabilidad tuya. Necesitás la hori-
zontalidad, permanecer recostado y quieto,
aguardar a que los minutos transcurran,
pero sin embargo el tiempo se detiene,
queda muerto, y pedís por favor que conti-
núe, que tus miedos y tus paranoias deben
irse, desaparecer como el sol en el cre-
púsculo. Entonces recurrís a la medicina,
tomás el antipsicótico o el ansiolítico, a la
hora que lo requiere tu organismo, y espe-
rás, siempre quieto, a que la píldora surta
efecto. Te desmigajás como un pan, como
un papel hecho trizas, pedacito por peda-
cito. Te deshojás como un sauce en otoño.
Te desmotivás como un pájaro herido en el
ala. Todo permanece allí —absolutamente
todo, hasta lo impensado— aunque no lo
entiendas, aunque creas que es mera fanta-
sía o un delirio, pero todo permanece allí.
En el vertiginoso péndulo de tu mente.
Yendo y viniendo.

100
Te cuenta que las primeras enfermeras
fueron prostitutas, sacadas de los burdeles,
insertadas socialmente, prestando un ser-
vicio benéfico para la sociedad y que los
hospitales, a principios del siglo XIX, en
Estados Unidos, alojaban mendigos, per-
sonas que no tenían adónde ir o que por
la crisis habían quedado en la calle. No es
equivocado, ahora que lo pensás con dete-
nimiento, el deseo sexual del hombre ante
la enfermera con su ambo de minifalda,
aunque quizás ese estereotipo —con el que
los pacientes en convalecencia e interna-
dos suelen fantasear— fue concebido por
Playboy o por la pornografía en general. Te
cuenta que guardan la morfina bajo llave
porque algunos enfermeros se inyectaban
y usaban el analgésico como droga. No le

101
creés cuando te lo cuenta y volvés, una vez
más, a preguntarle si es cierto.
—Sí, no es joda— te dice, ya cansado
de tu desconfianza.
—Lo mataron— le decís, cuando
murió el hombre del tumor en el colon, le
decís que, mal o bien hecho, lo mataron,
y pensás que la medicina hegemónica es
mortífera.
Entonces te cuenta que a los pacientes
terminales, en sus últimos hálitos de vida,
le dan un sedante —«sedante» no es el tér-
mino, ahora lo olvidaste—, que los duerme
y los mata. Casi llorás cuando te lo cuenta.
A los pacientes con cáncer le inducen
la muerte, de lo contrario morirían de dolor.

102
El pasillo hierve de personas, senta-
das en el piso, en sillas, paradas, casi todas
hablan por teléfono y llorando. El bullicio
no te permite recibir con exactitud los estí-
mulos exteriores, por lo que a veces creés
que mencionan tu nombre, llamándote
para bañarte o echarte de la habitación.
De golpe, una chica de tu misma edad
comienza a llorar destacándose del resto.
Llora y se aferra a la que suponés es su
madre, o alguien muy cercano. Te desen-
tendés de lo que ocurre, no lográs captar
la esencia del conflicto, o es probable que
deliberadamente te desentiendas para
que no te afecte lo que ocurre. El sol está
embravecido, incluso a la mañana, aunque
es primavera. Pasás por la habitación
vecina un centenar de veces, la habitación
en la que están congregadas las personas.
103
Ves un biombo sobre una de las camas. Un
muerto, pensás. Es evidente por los llantos
y las maledicencias de las personas. Inten-
tás mantenerte ajeno, intentás recluirte en
tu habitación pero de a poco la idea de la
muerte se apodera de vos. La combi que
traslada a los muertos llega aproximada-
mente a las tres de la tarde. ¿Por qué tanto
retraso?, pensás en todo ese tiempo, ¿no
ven que hay vivos, no ven que las camas
metálicas hacen de la muerte un episodio
más tétrico? Salís afuera, compulsivamente
fumás un cigarrillo tras otro. Hay personas
por doquier: en el suelo, sobre las paredes,
en las ventanas, contra las puertas. Todas
toman agua mineral y lloran a mares, des-
consoladamente. Los ojos rojos, las caras
caídas, las miradas perdidas. Decidís huir
de allí. Pasás por la habitación que queda
antes que la tuya, mirás hacia adentro y
ves a una chica con la cara hacia la ven-
tana y los ojos cerrados. El cuerpo quedo.
Tiene poco menos de treinta años. Sacaron
el biombo. Es de tez morena y delgada. A

104
las tres viene la combi y se lleva el cuerpo.
Escuchás, desde tu pieza, los ruidos de las
camillas, ruidos metálicos y de cuerpos
acomodándose. Esperás media hora, quizá.
O quince minutos. Lo suficiente para que
el cuerpo abandone el hospital. Después,
ya todo en silencio, salís al patio y ves dos
sillas cercadas por botellas de agua mineral.
Botellas que están tiradas en el patio hace
al menos una semana. Pensás tomar el resto
de agua que les queda. Pero te da temor,
allí saciaron su sed los que luego deberían
transitar un duelo, que quizás nunca termi-
naría de cicatrizar.
Como el tuyo que recién comienza.

105
Desde que tenés uso de razón, tu madre
siempre es, quizás de los años noventa en
adelante, desdentada. Perdió uno a uno los
dientes delanteros (los incisivos, los cani-
nos y los premolares) y dos o tres muelas,
molares, por insuficiencia de calcio debido
a las constantes cesáreas. Ninguno de sus
hijos —ni vos, que sos el último, en el año
1993— nació por vagina, probablemente
porque fueron de un tamaño grande, o
bien porque el cuello del útero de tu madre
no se dilató lo suficiente. Siempre pensás,
te formaste la idea, casi la presunción, de
que en los dientes de tu madre, repletos de
caries, pueden anidar gusanos, microbios
malignos que, por medio de una bombi-
lla de mate o por cualquier otro contacto,
lograrán desdentarte. Si tu madre fuese una
res y tuviese que alimentarse de pasto o
107
maíz probablemente moriría de hambre, a
menos que le diesen el pasto y el maíz tri-
turados. ¿Será por eso acaso, por su estado
de desdentada, que tu madre come las
comidas crudas, sin cocinar, despedazán-
dolas con las manos y con los pocos peda-
zos de dientes que tiene? ¿Será por eso que
vive a base de mate cocido o té, o cualquier
cosa que sea líquida? Te construís la hipó-
tesis de que tu madre es desdentada porque
de niña, tras los maltratos de sus padres,
perdió la voz.
Tu certeza es que el estado del des-
dentado es sinónimo de ausencia de voz,
aunque el desdentado hable —a veces ver-
borrágicamente— y exprese sus dolores y
alegrías.

108
Desde Madrid, Ágata te lo confirma a
través de un mensaje, diciéndote que uste-
des, y ella misma, tienen una calidad de
vida baja, una esperanza de vida que, según
te parece, es espeluznante; por eso te acon-
seja que te cepilles los dientes (de inme-
diato, pensás en la desdentada de tu madre)
y que te bañes a menudo, o al menos, día
por medio, pero que cuides tu aseo per-
sonal. A Ágata la conocés de un grupo de
Facebook —un grupo llamado Personas con
esquizofrenia y otros trastornos mentales— y
en poco tiempo, conversando sobre cómo
cada uno sobrelleva los síntomas y a qué
edad se les despertó la enfermedad, hacen
amistad. Es común que, por medio de las
redes sociales, busques personas con tu
mismo padecimiento. Si te diesen un diag-
nóstico de diabetes buscarías a personas
109
con diabetes, lo mismo sucedería si tuvie-
ras problemas cardíacos. Necesitás buscar
pares, personas que estén afectadas por un
mismo problema, poco importa si ese pro-
blema, en el fondo, es real o inventado —los
diagnósticos, sobre todo los mentales, son
un entramado de ficciones autorreferencia-
lizadas. De algún modo le sacás provecho
a los diagnósticos, a eso que los psiquia-
tras llaman bipolaridad, ansiedad, esqui-
zofrenia, borderline o cualquier otro tipo
de trastorno; te valés de ellos para hacer
vínculos, pequeñas amistades, y no que-
darte solo con tu enfermedad, con lo que
los psiquiatras han decidido denominarte.
Recordás cuando tu hermano le preguntó
a tu madre «quién sos» y ella respondió
«somos». Tu hermano la creyó presa por
una legión de demonios. Vos en cambio
pensás que fue la repuesta más cabal de
un enfermo mental: porque no somos una
enfermedad sino varias, la enfermedad
y todo lo que, a lo largo del tiempo, se le
añade a la enfermedad: delirios, ataques de

110
pánico, alucinaciones, fobias. «Somos» es la
repuesta definitiva, acaso la más certera, a
un diagnóstico mental, aunque los neuró-
ticos se desentiendan con que es común a
todos, y quieran decir que es pasajero, efí-
mero.
Te preguntás: ¿son efímeros los diag-
nósticos?

111
¿Es tu caso un exceso de alucinación
paranoica? Lo demostrás yéndote en situa-
ciones pocos claras, como cuando tu her-
mana, por ejemplo, te habla sobrándote
—¿o eso creés vos?— de que es necesario
que modifiques, aunque sea un poco, tu
aspecto (peinarte, bañarte, cortarte el pelo)
para poder así buscar trabajos en oficinas,
de administrativo, o de cadete en grandes
empresas. Las palabras de tu hermana, más
que un consejo son una ofensa para vos, o
más que una ofensa un despropósito, o más
que un despropósito un insulto. De modo
que, finalmente, terminás yéndote sin
despedirte, sin decirle siquiera por cortesía:
«hasta luego». Fue un impulso —un acting
out—, una huida impremeditada (siempre
solés hacer lo mismo) pero con una causa
real: tu paranoia, tu desconfianza hacia el
113
otro, la sospecha de que los demás tienen
grandes cuotas de maldad, que pueden
hacerte daño u ofenderte. Últimamente
es lo que sospechás —te gustaría escribir
«intuís»— que las personas, más próximas
a la neurosis, te estiman un discapacitado
para los quehaceres más mínimos, abrir un
paquete de galletitas o peinarte o buscar
trabajo. Todas tus acciones y tus gestos,
hasta los más pequeños, son un acto fallido:
no terminan de satisfacer a los demás.
Es por eso, acaso, que terminás aislado,
ajeno a todo, inclusive a tu deseo, incre-
mentando las horas de la soledad, o dur-
miendo para simular que moriste.

114
Googleás un sitio web de psicólogos
de Barcelona. Dice lo siguiente: «Si el padre
o la madre tienen esquizofrenia, el grado a
heredar en el hijo es del 36%». Rubén Blasco,
quien escribe el artículo, dice que la carga
genética está considerablemente demos-
trada. Tu madre te fecundó a los veintisiete
años, en la cúspide de su enfermedad, antes
de que, poco después, terminara en Mel-
chor Romero y en la Clínica de Mercedes.
Existen hipótesis (hipótesis elaboradas por
vos) de cómo se despertó la esquizofrenia
en tu madre: 1) Por la muerte de tu abuelo
—tu abuelo murió de un paro cardíaco,
no recordás la fecha—, entonces ella, tan
apegada a él, dice que toma pastillas para
el corazón o dice, a menudo, que fue ope-
rada del corazón —siempre les muestra, a
ustedes sus hijos, una cicatriz que no existe;
115
dice «acá, acá» y allí no hay absolutamente
nada, más que estrías o grasa. 2) Depresión
post parto; luego de fecundarte es proba-
ble que la esquizofrenia se haya agudizado.
En otros pacientes psicóticos, según tu psi-
quiatra, los hijos sirven de reguladores, o
sea, estabilizan al enfermo. 3) Dicen que
fue abusada por un curandero —esto lo
escuchaste de oídas y no quisieras ahon-
dar— y que después tuvo un brote psicó-
tico o que su mente se fue deteriorando
por el trauma. Por lo pronto lo único que
sabés es que la herencia de tu madre no es,
como suele ocurrir, una propiedad o dinero
o estudios universitarios, sino una enfer-
medad crónica que hace de tus días un
antro de miedos y desánimo. Ahora la ves,
te detenés a observarla, y ella es una masa
de carne, sin forma, desfigurada, que pasa
los días recostada o durmiendo, ¿esperando
la muerte, acaso?, ¿esperando la redención?,
¿esperando sanarse?
Jamás lo sabrás. Ella vive en su miste-
rio y no permite que nadie entre.

116
El hombre, como todos los domingos,
se presenta limpio —¿recordás si engomi-
nado?—, con camisa a cuadros, un jean y
un olor a colonia que no logran descifrar,
pero que les resulta grato. Lleva bajo el
brazo un libro de Edir Macedo que habla
sobre el ocultismo. Les refiere la historia
de Macedo como «el hombre humillado»,
que desde chico, por tener los dedos de las
manos cortitos, le decían «manito». Trata
de enternecerlos. El hombre cuenta anéc-
dotas humillantes sobre Edir.
—Le decían «manito, manito, ¿querés
jugar a la pelota?» —y Macedo, encantado,
decía que sí— «entonces subite a la punta
de aquel árbol y después jugás».
Macedo es obispo de la Iglesia Univer-
sal, nacido en Río de Janeiro en 1945. Hace
poco te contaron que tiene un ejército a su
117
cargo. Wikipedia dice que como escritor
evangélico tiene más de diez millones de
libros vendidos. Vos escuchás hipnotizado,
sin perderte el mínimo detalle, como por
ejemplo que en la iglesia central el hombre
tiene una placa con el nombre de su familia
porque dio dinero para la construcción. El
hombre necesita convencerlos de que Jesús
libera:
—Yo llegué a fumar cuatro atados de
cigarrillos diarios —dice— no dormía por
fumar, tenía insomnio, con mi señora me
llevaba mal, después que le entregué mi
corazón a Cristo, todo cambió.
Les dice que los diarios —a ustedes les
dejó uno a cada uno— son una bendición
y que las personas que hacen caso omiso
arrojándolos a la basura se la perdían.
—¿Cómo es tu nombre?— dice por
fin, estrechándote la mano.
Se lo decís y te dice que estuvieron
orando por vos. Justo esa semana te lla-
maron para decirte que te iban a hacer una
habitación al lado de la casa de tu madre.

118
Después bendice al resto de las habitacio-
nes.
Ella se ríe, a carcajadas y vos la mirás
adusto, riendo de vez en cuando, haciéndole
comprender que reírse no es lo correcto
porque cualquiera puede caer en las manos
de un mesías.

119
Le medican Hadopidol inyectable
—ignorás cuántos miligramos, creés que
dosis muy altas— para revertir los episo-
dios agudos de esquizofrenia, por lo cual
sus risas inmotivadas, sin asidero, como en
un chiste o una anécdota, o sus soliloquios
de medianoche, de hablarle a nadie, apenas
cesan, aunque deberían desaparecer, según
la psiquiatría; porque, a pesar de los antip-
sicóticos, sus risas, a veces al punto del car-
cajeo, que se prolongan hasta la madrugada
cuando todos duermen, y sus soliloquios,
persisten. Quienes la ven o escuchan, fami-
liares de pacientes o los mismos enferme-
ros, se extrañan y hacen gestos poco gen-
tiles, como diciendo que ella es una pobre
chiflada —«ay, la pobrecita», dicen— y que
nunca saldrá de su locura. A menudo sus
ojos se van hacia arriba, es un tic repentino,
121
producto de los psicofármacos, y parece
que mirara el techo escudriñando mosqui-
tos o arañas o insectos, como si verdade-
ramente (esto te asusta) estuviese poseída.
Ha adquirido los métodos de los murciéla-
gos, duerme de día y por las noches, muy de
madrugada, en el silencio pleno, vaga por
cada rincón del hospital y pide, a cuantos
se cruce, uno o dos cigarrillos o plata —a
veces cincuenta pesos otras cien— para
comprar la marca más económica. Te con-
taron que, antes, la tenían atada de manos
y pies, totalmente inmovilizada, y que solía
zafarse y se escapaba a casas de conocidos.
De eso pasaron dos años o tres, porque
ahora camina con absoluta libertad, sedada,
como paciente ambulatoria, e incluso hace
amistad con el resto de los internos, como
con la mujer a la que recientemente le
amputaron las dos piernas.
Le dice sin tutearla:
—¿Cómo anda? No la saludé porque
estaba dormida.

122
Y no se sabe con precisión si la que
estaba dormida era ella o la señora. La
saluda y la mujer, desde la cama, muy dolo-
rida, apenas alzando la cabeza, responde:
—Bien, querida.
Aunque sabe que jamás podrá volver a
caminar.

123
Resquemor es la sensación, tanto que
sentís un gusto amargo en la boca. No hay
un episodio definido —¿o sí?— ni tampoco
—¿o sí?— palabras de alguien cercano que
te vulneren. El gusto desagradable se debe
a que un sinnúmero de personas, conocidas
o no, morían cada día como si hacerlo fuese
un pequeño hábito de la vida. Te hiciste
la ilusión, muy profunda, de que tarde o
temprano (pero más temprano que tarde)
la muerte llegará por vos. Te obsesionás
con la idea de la muerte, al punto que, de
madrugada, soñás con muertos. Durante el
día lo único que hacés, como un ejercicio
de memoria, es rememorar a los muertos
de tus sueños, casi todos son conocidos.
Recordás: panzas abiertas, coágulos, cica-
trices de medio metro engrampadas con
metales, pedidos de auxilios que no son
125
escuchados. ¿Cómo lográs vivir con esas
imágenes en tu cabeza? Te aumentaron la
dosis de Lorazepam, de un miligramo a
dos, de mañana, tarde y noche. De todos
modos, el miedo persiste como una musi-
quita fastidiosa, a ruido de lata y muy pega-
diza. Está enquistada en tu cabeza. Pensás
—te acordaste de todos los suicidas, los
muchos suicidas de tu generación— que
antes de vivir con miedo a la muerte, con
la idea fija en tu cabeza, lo más sensato es
que te suicides. Colgándote de un árbol,
arrojándote bajo un auto, cortándote las
venas. Quitarte la vida de la forma menos
dolorosa. Para pedir auxilio, hace tiempo ya
perdiste la voz, para aferrarte a la fe estás
desahuciado y deshecho peor o igual que
una pelota de trapo.
Todo puede solucionarse con
monóxido de carbono: ese gas sin olor ni
color que hace el sueño eterno.

126
Venís caminando —¿es viernes o
sábado?— por la avenida Boca de Lobo (así
la llamás vos), cercada de árboles decrépi-
tos, de veinte metros de altura y a punto
de caerse, ante cualquier viento inusual o
tormenta eléctrica. Van a la par, tu madre
y vos, a paso lento; ella carga con bolsas de
mercadería en una y otra mano, por lo que
retarda sus pasos, apenas avanza, y cada
veinte metros, se detiene.
—Me cansa— se queja. Su rostro pide
ayuda, sus labios dicen «ayúdame, hijo».
La avenida Boca de Lobo está vacía:
ningún auto, ningún peatón, ningún ciclista.
Tu madre está flaca, desproporcionado el
cuerpo, apenas come, apenas sale, apenas
tiene vínculos, apenas te visita, apenas se
baña. Su vida se reduce al «apenas». Ines-
table, a veces habla o se ríe sola. O es pro-
127
bable que su estabilidad sea hablar y reírse
sola. De golpe, viéndola que no podía con
las bolsas, le preguntás si necesita ayuda.
—No— te dice—: ¿qué te creés, que
soy como el viejo ese?
«El viejo ese» es tu padre, a quien cono-
ció a los veinticinco años, mientras que
tu padre rondaba los cuarenta. La sangre
te hierve, comenzás a darle patadas a las
bolsas. Sentís en tu pie que los fideos se
desintegran, que el puré de tomate explota,
que la mayonesa se abre. Das media vuelta
y te perdés en dirección al centro por la
avenida Boca de Lobo. Cada tanto mirás
hacia atrás —es inevitable— y ves a tu
madre llorar con las bolsas rotas, derra-
mando pedazos de fideos y arroz al suelo.
Vos también llorás.

128
La traen como un despojo del asilo y
la internan. Habitación 7, Clínica Médica.
Tiene la cara chupada por la vejez, la piel
descolorida, como afiebrada y el pelo muy
corto, bien al ras, al modo bonaerense. Su
hijo no se inmuta, aunque pasea de acá
para allá, acaso ansioso, pero tampoco
se desprende de su madre. Es idéntico a
ella: ojeras, mentón pronunciado, pálido.
Hace cuarenta años —la edad que tiene
él ahora— lo amamantó. Cuarenta años
o como mínimo treinta y cinco. ¿O es el
nieto?, te preguntás después, observán-
dolo detenidamente, sin quitarle los ojos
de encima. ¿Murieron acaso los hijos de
la anciana, o se pelearon, o viven en otra
ciudad, en Capital Federal, La Pampa,
o en un pueblito del interior, o vendrán
más tarde, o vendrán —suponés—cuando
129
se reponga, cuando recupere fuerzas, para
no verla en ese estado tan frágil? Te deci-
dís: se olvidaron de ella. Te lo repetís para
tus adentros: se olvidaron de ella. Ustedes
están dos camas más allá charlando, espe-
rando que el frío primaveral cese y que, a
las ocho, llegue la cena: calabaza con pollo,
sopa y gelatina, o bife a la criolla con puré,
depende la dieta. El hijo entra y sale, ahora
sí aparenta despreocupación; en su rostro
se refleja el deseo de que la anciana, madre
o abuela, muera de una vez. De pronto apa-
rece una médica secundada por una enfer-
mera y deciden ponerle una vía: la vía es
una manguerita que entra por la nariz —
duele mucho— y alcanza el estómago.
La anciana se queja y llama a su madre.
—Mááááá— dice, y se retuerce del
dolor, levanta los pies, se contrae y entre-
cierra los ojos.
La médica te pregunta por el familiar.
—¿Sabés dónde se fue?— te dice.
No sabés qué responder.
—Se fue— decís, por decir algo.

130
Asomás la cabeza por fuera de la ven-
tana, inhalás y exhalás aire puro, y decís
«qué lindo viento», mientras a tus espal-
das la anciana queda sola —ojalá venga
alguien, te decís— con sus retorcijones que
la hacen gemir.

131
Ante la desesperación es lo único que
tienen de donde asirse. Aunque la fe, para
ser sincero, no pueda asirse y pertenece,
siempre perteneció, al plano de lo etéreo.
Mediante continuas oraciones, aque-
llo que no se ve pero de lo cual se tiene
convicción, se manifiesta con fenómenos
sobrenaturales. A veces —son contados
los casos— el milagro ocurre; otras Dios
lo dispone así: que alguien, por ejemplo,
muera de cáncer. En el pasillo de cardio-
logía, sobre la pared, frente a una ventana,
hay un Cristo de madera —pareciera, por
lo grotesco, tallado por Molina Campos—,
al cual mujeres y hombres, de jóvenes a
ancianos, le rezan a fin de que salve, de
operaciones o enfermedades venéreas, a
sus allegados. Ves a una mujer sollozar y
enjuagarse las lágrimas, cada vez que pasás
133
para el patio. Te despierta curiosidad. Pre-
guntarle si acaso le da vergüenza llorar ante
un Cristo de madera, o frente a vos que,
de todos modos, no sos nadie para juzgarla.
La ves un sinfín de veces, siempre sollo-
zando y rezando y llevándose las manos a
la cara. Antes había una capilla en el hospi-
tal, después la ocuparon para consultorios.
Muchos preguntan por la capilla. «¿No está
más?», dicen azorados y ante el «no» sien-
ten que les han quitado algo muy profundo.
¿Qué es un Cristo de madera? ¿Cómo se le
pueden derramar lágrimas, así como así, a
un pedazo de materia sin vida? ¿Escucha,
acaso? ¿Obedece a los reclamos?
Al menos —de eso estás seguro— sirve
de catarsis, sirve para dejar los lagrimales
secos y mitigar, al menos por un momento,
la angustia y así hacerle creer al que llora
que todo estará bien.

134
Ana es otra paciente —esquizofrénica,
también, o con alguna otra psicosis indefi-
nida— ambulatoria como vos, pero mucho
más noctámbula, ¿será insomne acaso, le
temerá a la vigilia, a los rayos del sol y al
trajinar diurno de las personas? Su expe-
riencia en el hospital (y en clínicas como
Melchor Romero) es más extensa, interna-
ciones de dos o tres años; su psicosis es más
aguda —considerablemente más aguda.
—No te puedo comparar con Ana—
te dice tu psiquiatra en una de las sesiones,
mientras vos, posiblemente por timidez,
mirás el piso y de vez en cuando a ella.
Pensás decirle: ¿qué hago con las som-
bras, con las miradas, con las risas?
—No digo eso— respondés, por fin—
es que… —y no podés seguir.

135
Tu psiquiatra te dice que, probable-
mente, tuviese más dificultad una persona
normal —¿se refirió a los neuróticos, a
las personas comunes y corrientes?— que
alguien medicado como vos.
¿Cuándo comienza tu deterioro
mental? ¿Fue tu padre el vínculo más
enfermizo, que dejó secuelas psicológi-
cas en vos: pánicos, fobias, pocas ganas de
vivir? ¿O fue el abandono de ella (no de
tu madre, bien lo sabés) —sino de ella— a
quien te entregaste incondicionalmente y
después, de golpe, se despidió con un adiós
veloz, de desprecio, de olvido, y te dijo que
jamás volvería a comunicarse con vos ni
para saber cómo estabas? ¿Fue ella —ahora
sí, tu madre— con su esquizofrenia agudi-
zada?
Quisieras saber: ¿se hereda la aflicción
o es un mito que las personas crean para
conspirar contra otras personas y sumirlas
en el malestar?

136
Solés pasear perros —«pasear perros»
es mucho decir porque, apenas, paseás
dos— en los baldíos del ferrocarril, casi tres
manzanas de extensión, y en las proximi-
dades de la plaza España. Uno es un bóxer,
de color marrón, al que llamaron Jacques
por Lacan y Miller. Querés hablar de Jac-
ques: es un perro con el hocico chato, con
mucha baba en la boca, cachorro, que sus
dueños adoptaron después que lo encon-
traran abandonado en el Parque de las
Aguas Corrientes. Jacques es un perro que
se alboroza cuando ve a otros perros —no
importa la raza ni el tamaño— y a vos y
empieza a saltarte encima, te muerde, abre
la boca, y sin darte respiro, se te abalanza,
como atacándote. Siempre te pareció que
los perros viven en otra dimensión, o sea, si
bien pertenecen a este mundo, viven ajenos
137
a los dolores de las políticas neoliberales, la
mortalidad infantil o el índice de pobreza.
O tal vez no. Porque en los últimos años
el abandono de perros aumentó. En junio
del 2017 una perra solía seguirte, se lla-
maba Elsa. Lo supiste después. Entraba a
la habitación en donde estabas, o perma-
necía en el patio aullando. Transcurrió un
tiempo y no volviste a encontrarla. Supiste
que la había atropellado un auto.
Elsa se parecía al perro de tu infancia,
era negra de patas a cabeza. Inclusive el
hocico.

138
La última vez que tenés contacto con él
—¿se puede llamar contacto a cruzarse?—
es en el pasillo de cardiología, antes de que,
acompañando por su madre, muriera en
La Plata. Está sentado con unos papeles
en las manos, frente al Cristo, mirando un
punto fijo, los pies incrustados con clavos
del Cristo. Pasás por delante, una o dos
veces y no te advierte, ni siquiera observa
que pasás frente a él, ni siquiera percibe que
sos, por parte de padre, primo hermano de
él. ¿Qué espera ese viernes de junio o julio,
a la diez de la mañana en el pasillo de car-
diología? Ese encuentro —o mejor dicho,
desencuentro— es la última vez que, des-
pués de tantos años, lo ves. Se lo ve gordo,
con un dejo de melancolía. Solo volvés a
saber de él por tu padre. Le amputaron las
piernas. La infección había empezado por
139
los pies. «Nunca se cuidó», dice tu padre,
y llora, se quiebra como un vidrio, o algo
similar al vidrio pero más frágil. Dice que
sus últimas palabras fueron: «se me subió
la presión». ¿Será que la muerte tiene la
misma intensidad que la presión? Murió
con apenas sesenta y dos años, dejando un
hijo de veintiuno.
Su madre cada vez que va al cemente-
rio se desmaya.

140
En la desvencijada y antigua pensión
de Rosario, —vivías en el altillo— para no
bajar las escaleras, primero un tramo de
concreto y después metálicas, meás en el
patiecito que, con solo abrir la puerta, da
sobre un costado del altillo. Te bajás los
pantalones, abrís las piernas, posicionás el
pito sobre la pared, ocultándolo, y después
de mear, tras aliviarte, lo zamarreás a un
lado y a otro. El dueño recorre esos luga-
res, (que son los más inhóspitos de la pen-
sión: terrazas y techos) siempre pasando la
escoba o el trapo, y se queja de que el hedor
a pis de gato es sofocante.
—Son los gatos— le insistís vos, a
punto de reírtele en la cara y decirle «sí, los
gatos, estúpido».
Hasta que no te cree y se da cuenta de
que el hedor es tu orín. En ese altillo comés
141
galletitas con mermelada —después descu-
briste que a la mermelada la mezclan con
gelatina— y fumás Richmond, un cigarri-
llo que, según algunos fumadores, huele a
pedo. Es allí que aprendés a vivir misera-
blemente, en estrechez absoluta. Estás un
año entero comiendo puré de tomate —no
salsa, puré de tomate a secas— con fideos,
a lo que vos le llamás guiso y devorás por
tu hambre. Después vas al baño y vomitás.
Te metés los dedos —ignorás por qué. Per-
diste el color de la piel y estás a punto de
terminar en una morgue por mala alimen-
tación. Exagerás, pero dos años más así, y
terminás muerto, por el cigarrillo y la falta
de comida.
Muerto en la misma cama de la pen-
sión.

142
Te dice que tu apetencia sexual —«tus
ganas de coger», dice— se debe a que sos
siete años menor que ella, comparado con
ella muy joven, y que, cuando tengas su
edad, probablemente (ella lo sentencia con
un «te vas a acordar») tu afición por el sexo,
como casi todo lo que sucede cuando se
envejece, poco a poco se irá. Fue a partir de
ella, de tu ruptura amorosa, que sus pala-
bras, tal como te lo había indicado, se cum-
plieron como una profecía: tu apetencia
sexual, cuando alcanzás su edad, desapa-
reció, e incluso te volvés asexuado o sufrís
una mutación —¿subjetiva? ¿espiritual?
¿psíquica?— que progresivamente te alejó
de las mujeres, de cualquier contacto con
ellas. ¿Por qué la mayoría de las mujeres
que conocés, también tus amigas, te supe-
ran en edad? Todas te dicen que, a simple
143
vista, parecés maduro pero al cabo de un
tiempo, después de conocerte, rompen con
la idea de la madurez y ven lo que sos: un
niño frágil buscando amparo en mujeres
más experimentadas.
Un canalla buscando su madre ausente
en otras mujeres.

144
En pleno invierno suele sentarse, con
los pies desnudos, frente a la guardia del
hospital. Huele a pis, a un olor fétido, de
suciedad de meses, y en la piel, sobre todo
en los tobillos y en las manos, desgastadas
por los años, tiene algo similar a —¿o es?—
costra. A veces, sin vergüenza, delante de
todos, hurga con el dedo índice su nariz,
escarba y escarba, o en la oreja, y se limpia
en la ropa. Va a tomarse la presión, religio-
samente todas las mañanas. O casi todas.
Cuentan de él que hizo un pozo de dos
metros de profundidad, por dos de ancho,
con media pala, al rayo del sol y en menos
de dos horas. Su aspecto es el de un hombre
que acaba de presenciar la explosión de una
garrafa o una caldera, con lesiones de que-
maduras severas. No es que —a tu modo de
ver— resulte desagradable, sino que parece
145
salido de una madriguera de ratas y denota
que es (o ha sido) sumamente pobre, o que
vestirse como pobre, al menos, le sienta
bien. Le dicen El Pájaro, quizás por sus
pelos revueltos, o porque, según otros,
dicen que puede volar y alcanzar la capa de
ozono y ver el mundo desde allí. A muchos
los increpa en la calle, a desconocidos o
conocidos, y los entretiene con un chiste de
pájaro que, dice, es de su invención.
—¿Qué pesa más —dice—: un pájaro
de tres kilos o un bebé de tres kilos?
Nadie sabe la repuesta.
Entonces responde:
—No, el pájaro, porque pesa tres kilos
y pico...
Se destella de la risa, antes de termi-
nar el chiste, y exhibe sus pocos dientes,
amarillos y cariados, y el que está al lado,
viéndolo, también ríe: no por el chiste,
sino por su modo de reír: con la boca bien
abierta como si estuviese a punto de tragar
el mundo.

146
Tu primera imagen —después hubo
un sinfín, algunas más perturbadoras que
otras— de la esquizofrenia, de sus efec-
tos ante la falta de psicofármacos o sim-
plemente de desestabilización, es a los
diez años. Una amiga te confiesa —no
hace mucho— que su novio psicólogo le
dijo que los psicóticos pueden permane-
cer estables durante años, pero de pronto,
sin motivo ni causa, pierden el control de
las cosas —¿qué es perder el control de
las cosas para los psicóticos?— y comien-
zan a alucinar o delirar: muchos creen,
por ejemplo, que fueron engualichados, o
tomados por fuerzas extrañas. La imagen
es la siguiente: tu madre a medio vestir, con
una teta al descubierto, el pantalón rajado
y parte del vello púbico también al descu-
bierto, empapada de agua, gesticulando la
147
boca pero sin emitir palabras. Tu hermana
y vos parados frente a ella, imposibilitados
de auxiliarla. Tu hermana, con lágrimas en
los ojos, llamándola por su nombre, repe-
tidas veces y en vano. Vos de nueve o diez
años, presenciando la escena como si se
tratase una película de David Cronenberg,
con el ritmo cardíaco acelerado —¿con
palpitaciones también, con el cuerpo tré-
mulo?—, viendo que esa mujer, poseída por
una enfermedad que cosifica, era tu madre.
Que esa mujer te parió y nunca te des-
heredó de su dolor.

148
¿Es la habitación F o G? ¿Acaso
importa? No recordás —tampoco te con-
cierne—, es la última del pasillo de Cirugía
(de eso estás seguro) sobre el lado derecho.
Frente a la puerta, en tus idas y venidas,
ves de reojo a un paciente con la barba,
ni muy crecida ni muy corta, y los pelos
canos —igual a Alan Pauls—, y la cabeza,
en descanso, inclinada sobre un costado,
en estado (presumís) de convalecencia o
de recién operado, de apéndice o vesícula,
o cualquier otra cirugía. Notaste: ningún
familiar, ni tampoco una botellita de agua
mineral sobre la mesa de luz, al igual que
vos. ¿Quién viene a visitarte, quién se
preocupa por venir a charlar, aunque la
charla sea de minutos o segundos, y que
vos —algo indolente— le cuentes tus des-
ilusiones, como que perdiste las ganas de
149
mirar el cielo y las estrellas, o escuchar, a
media mañana, el cantar de los pájaros?
El hombre de la habitación F o G te hace
resonar en vos que, posiblemente, no solo
puede ser a imagen y semejanza tuya, sino
de otros pacientes que ocupan las camas
del hospital en soledad y que, en algunos
casos, mueren así: a la espera que alguien
(no importa quién) llegue.
Muchos mueren porque la espera se
hace perpetua.

150
Aparece 7:18 am. La mucama entre
tazas y bandejas, jarrones de leche y mate
cocido, le dice:
—Mamita— ella la mira inspeccio-
nándola con desconcierto como si fuese a
insultarla: «¿¡por qué no se va a la mierda!?»,
parece que saldrá de sus labios, «negra
sucia»— y la mucama, acaso dándose
cuenta o conociéndola, agrega en un tono
maternal:
—Se te caen los pantalones, mamita.
Tu madre, todavía sorprendida y resig-
nada responde.
—Sí, me tengo que comprar un cinto—
(sabe que nunca lo hará) y se levanta el jean
con las dos manos.
Es un jean de varón, que compró en la
tienda de los bolivianos, a un precio irriso-
rio. Enfrente pacientes oncológicos obser-
151
van la escena, dos señoras mayores, sen-
tadas en reposeras, con sueros, miran a tu
madre y a vos, sin perderse ningún detalle.
Una parece que quiere decir algo.
Le decís «chau», tres veces decís «chau».
Te habla sobre las pastillas vitamínicas —
es una obsesión que atesora desde que se
golpeó la cabeza. Vino a una consulta con
el psiquiatra. Se cansó de esperarlo y se fue,
diciendo que en la espera —que fue dentro
del hospital— se insoló. Se palpa la cabeza
y otra vez decís «chau». Se va, sentís alivio.
Otra vez solo.
—Mañana si está nublado vengo—
dice cuando se va.

152
Las probabilidades de que menciones
con rigor los síntomas de los ataques de
pánico son nulas. Es un estremecimiento
en el cuerpo (también, naturalmente, en
la percepción) que ponerlo en palabras te
resulta imposible: si manifestás los sínto-
mas, aunque sea uno o la mitad de uno, se
agudizan: tu situación emocional se torna
intolerable. Con nadie —ni con tu psiquia-
tra ni con tu analista ni con tus amigos—
lográs hablar del pánico, de las sensaciones
que te produce. Decís: «tengo ansiedad» y
cambiás de tema, o simplemente te excusas
con un «me siento mal». Un resfrío o un
dolor de muelas, o cualquier otro dolorcito,
son suficientes para que el miedo te paralice,
te arquee el ánimo, y te obligue, durante
horas o hasta el otro día, a permanecer en
la cama, echado boca arriba o de costado,
153
mientras afuera el mundo sigue igual. O no
tan igual. Mientras vos, acostado, esperás
que el pánico desaparezca, afuera se pro-
ducen accidentes de autos o motos, lesio-
nes, fracturas, pérdidas de sangre, trauma-
tismos, la policía detiene a menores o los
asesina, o una persona, tan cansada como
vos o más que vos, resuelve suicidarse. Todo
ocurre simultáneamente, pero no percibi-
mos todo, percibimos algo, una fracción de
lo que sucede. Uno se entera de todo gra-
cias a las noticias o rumores. Pero los efec-
tos, sin embargo, llegan y te sacuden.
Es un efecto silencioso, como la desa-
parición del mundo y las cosas que lo habi-
tan.

154
Hace unas semanas en un accidente
doméstico se le cayó un portón en la cabeza
a un niño de siete años y le fisuró el cráneo,
agrietándoselo. De este hospital lo deri-
varon de urgencia a La Plata. Le abrieron
la cabeza, a través de una cirugía de horas,
para que el cerebro pudiera ensancharse,
abrirse de modo que no le detonara en
coágulos de sangre o hematomas. Eso te
dijeron, explicándotelo a grandes rasgos,
médicos conocidos. ¿Vivirá para el resto de
su vida —pensás— con el cerebro ensan-
chado, con la cabeza desproporcionada,
con la cicatriz? ¿O se achicará, con el correr
del tiempo, y su cabeza (es lo que esperan
todos) volverá a la normalidad? Conocés
a un niño —¿Eneas se llamaba?— que
tenía la cabeza como un globo terráqueo
(¿tendrá relación con el niño accidentado?),
155
con dos cuernos en la frente, eran dos bul-
titos, muy chiquititos, que le sobresalían
como a un diablo. Muchos decían que era
cabezón porque de bebé, de meses, había
sufrido desnutrición, mala alimentación,
falta de calcio. De grande recordás las fotos
de los niños desnutridos de África. Es una
cabeza defectuosa, desmedida con el resto
del cuerpo. ¿Se regularizaría cuando el
cuerpo de Eneas creciese, o estaría conde-
nado a vivir así: con la cabeza más grande
que su cuerpo menudo, desconcertando
y generando lástima a las personas por
su deformidad? Jamás lo volvés a ver —o
quizás lo has cruzado, ¿cómo saberlo?, es
tanto el tiempo que transcurrió. Es natu-
ral que la cabeza de Eneas, acaso con la
adultez, se proporcionó con su cuerpo, de
lo contrario lo hubieses advertido en la
calle, en una plaza o un supermercado, con
su cabeza enorme, de globo terráqueo y es
probable, casi seguro, que hubieses levan-
tado la mano para saludarlo, con un saludo
distante, como despidiéndote, ya que Eneas

156
(es lo que suponés) te guarda rencor por los
vejámenes que sufrió de niño.

157
Llega un momento que, aunque quie-
ras desentenderte, tu mente —el funcio-
namiento de tu imaginario— es como
un sistema carcelario. Vivís recostado en
la cama, muchas veces inmóvil, con las
manos sobre el abdomen o detrás de la
nuca, especulando de modo obsesivo que,
tarde o temprano, vas a morir prematura-
mente, que posiblemente no franquearás
los treinta años. Pensás que para morir
con un ápice de dignidad por lo menos se
necesita un motivo, o muchos. Los ancia-
nos, por ejemplo, mueren —no lúcidos, por
lo general— cuando sus nietos e hijos son
adultos, han podido reproducirse, formar
una familia y pueden, a veces más a veces
menos, valerse por sí solos. Morir prema-
turamente es similar a dejar un vacío en el
mundo, pensás. Es como lacerar la historia
159
de la humanidad; la expectativa de vida,
según la OMS es de 76 años, cuando se
trata de muertes, como la tuya, anónima,
desconocida, que conmueven a una comu-
nidad minúscula, de cuarenta mil habitan-
tes, deja ese vacío en el mundo. Tu voz es
apenas audible, taciturna, apocada. ¿Quién
pudo notarla? Sentís que el mundo entero
desoye tu llamado, jamás soportás la idea
de ver tu cuerpo ahorcado, tus pies a diez
centímetros del suelo.
Tenés que afrontar el miedo y dejar
que conspire contra vos.

160
Los familiares de los pacientes —
muchos de ellos apenados, con los ojos
húmedos, y niños que revolotean de aquí
para allá— hacen tiempo en los pasi-
llos, sentados en el piso o parados, a veces
recostados en las paredes, con teléfonos
en mano, enviando mensajes de texto o
audios; mientras adentro, en las habitacio-
nes, las enfermeras curan, calman, alivian
con gasas y alcohol y, en ocasiones, a paso
ligero, con una fuerza inaudita, trasladan
tubos de oxígenos porque un paciente, de
repente, convulsiona o se le dificulta res-
pirar. Una anciana —¿de ochenta años,
ochenta y cinco, como mucho?— queda
sola, acompañada por una cuidadora. De
Clínica Médica, después de hacerle estu-
dios, la trasladaron a Cirugía. Un tumor —
dicen que en el colon— la hace retorcerse
161
a un lado y a otro en la cama, dar pequeños
manotazos, y se queja diciendo con insis-
tencia que le duele la cadera. Apenas abre
los ojos, a veces mira un punto fijo, su per-
cepción está gobernada por el dolor. ¿Cómo
detener la mirada, apreciar un punto fijo,
cuando el cuerpo se turba por una enfer-
medad? Solo queda, como en la anciana, la
mirada precipitada en objetos indefinidos.
Ella, por ejemplo, alucina que en la
mesa de luz hay un plato de sopa y dice,
a la seis de la tarde, que quiere comer y
acostarse, cuando ya merendó y lleva días
acostada.

162
La cara enjuta, surcada por arrugas —
lo ves de pasada, asomándote a la puerta—
y los escasos pelos canos. Pretende levan-
tarse de la cama, con una fuerza insólita,
reiteradas veces, también de madrugada,
haciéndole pasar un mal rato a la enfer-
mera nocturna. Dicen que, tras caerse en el
baño, se fracturó: desconocés dónde, en qué
zona del cuerpo. Lo ataron, primero de las
manos, con tiras largas de gasas, y después
de los pies. Permanece inmóvil, moviendo
la cara a ambos lados, a la derecha y a la
izquierda, inspeccionando el pasillo, obser-
vando quién entra y quién sale, altivo: a
cualquier precio quiere irse. Lo incomoda
la nostalgia de su casa o, no sabés bien,
del geriátrico, o del asilo. ¿Tendrá perros
o gatos?, pensás, ¿un patio con malvones o
gladiolos, una pequeña huerta? Hay perso-
163
nas que, alcanzada cierta edad, no sopor-
tan el encierro, también es natural que el
encierro les disipe la lucidez. Existen dos
tipos de pérdida de lucidez: la del encie-
rro —como el caso del anciano— y la que
produce la agonía, o sea, horas antes de
morir, como la anciana que alucinaba con
el plato de sopa y murió el martes, mientras
dormía, a la una de la madrugada.
Nadie lo visita, o lo hacen muy esporá-
dicamente, para darle de comer o ponerle
la chata. Desde que lo ataron renunció
a escaparse y a comer. Es un asueto de
hambre que el propio cuerpo se autoim-
pone, pensás, ¿o es que la falta de apetito,
el probar dos o tres bocados de pollo, es el
comienzo de su degradación?
Una enfermera dice que el anciano se
encuentra así porque lo sacaron de su hábi-
tat.

164
Suponés que tus familiares, después
de verte en situaciones poco usuales, como
tu prologada residencia en el hospital o
tus idas y vueltas por diferentes ciudades,
conspiraron contra vos, excluyéndote —así
lo creés, con firmeza— del vínculo san-
guíneo, por lo cual te ves —así también lo
creés— desamparado, indefenso, expuesto
al sufrimiento. Son temporadas, breves epi-
sodios, en los que te sentís dejado de lado
por tus familiares y amigos, solo en la cama
metálica del hospital, con los crujidos al
menor movimiento. En muchas ocasiones,
mientras caminás por la calle, a veces sin
gente alrededor, despoblada, sentís que te
persiguen, escuchás pasos nítidos, pisadas
de alguien queriéndote alcanzar y quizás,
suponés, darte una golpiza o matarte.
¿Quiénes son los que te persiguen, de quié-
165
nes son esos pasos?, pensás: tu padre, sin
duda, son de él. Con sus cuchillos afilados
—tu padre tiene afición por los cuchillos,
desde que se vino del campo al pueblo—,
de diferentes tamaños, queriéndote rebanar
o trozarte como a un pollo. Tus persegui-
dores, en principio creés, son tu padre,
con quien empezaste a relacionarte, poco
tiempo atrás, después de tu recaída, des-
pués de que te suministraran psicofárma-
cos. Comenzás a sospechar que tu padre
jamás pretendió cortarte con un cuchillo.
La cicatriz de mayor envergadura se
encuentra en tu interior. Es una cicatriz
hecha de recuerdos, a veces dudosos, otras
ciertos: tu padre arrinconando a tu madre
contra la pared, cuando apenas tenías seis o
siete años, para arrancarle los pelos, mien-
tras ella, con sus manos débiles, se defendía
y lloraba.

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Tenés un pequeño derrame en el ojo
derecho que, con cada pestañeo, te inco-
moda —tratás de no pestañear, de man-
tener los párpados abiertos— y los enfer-
meros —¿el Colo o Sonia?— te obligan a
recurrir al oftalmólogo. Se trata de estrés,
en principio, por lo que te hacen estudios
en distintos aparatos, e incluso un electro-
cardiograma porque los derrames oculares,
según los médicos, se vinculan con el cora-
zón. Pensás en tu padre que, a los sesenta
años, empezó a perder la visión. El oftal-
mólogo te cita a la semana y te receta ante-
ojos. Dice que tenés una leve miopía pero
que no es simplemente esa afección en tus
ojos. Te habla de la atrofia de Leber, de sus
consecuencias y que son casos que suceden
muy raramente.
—Lo siento— dice.
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Estás al borde del llanto. Retenés las
lágrimas por vergüenza. Esperás a irte de
allí para llorar distendidamente.
—Por lo general son casos que se dan
de madre a hijo, pero también de padre a
hijo— agrega.
—¿Y cuánto tarda?— decís con la
boca pastosa y un nudo en la garganta que
apenas te permite hablar.
—Es impreciso saberlo —te explica—:
es un proceso gradual.
Te imaginás en un mundo oscuro, en
un mundo que siempre habitaste, pero
en el que, al menos, de vez en cuando, de
acuerdo a tus estados de ánimo, podés ver
el sol, pequeñas dosis de luz. El oftalmó-
logo promete acompañarte en el proceso
y realizar lo posible —«todo lo que está a
mi alcance», dice— para que la pérdida de
visión se retarde.
Salís de la consulta llorando, te secás
las lágrimas con las manos y ves sangre,
pequeños coágulos de sangres que salen de
tus lagrimales.

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Impreso en El Vacío Neuronal
Primavera 2019
Buenos Aires.

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