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Ética digital
Los derechos humanos se han guiado por la brújula de valores como la libertad, la
igualdad y la solidaridad, mientras que el mundo ‘online’ reclama principios comunes
en materia de justicia
Nicolás Aznárez
Hace unas semanas, Miguel Ángel Criado publicó un artículo en este mismo diario bajo
el inquietante título ¿A quién mataría un coche autónomo? En él comentaba los
resultados de una investigación publicada en la revista Nature,que recogía las opiniones
de dos millones de personas, enfrentadas a diversos dilemas relacionados con lo que se
ha dado en llamar “coches autónomos”. Si un coche no tuviera más remedio que matar a
algún ser vivo, ¿a cuál debería sacrificar: animal o ser humano, ocupantes del vehículo o
viandantes, persona joven o anciana?
Es este un tipo de dilema que, aunque en un contexto distinto, planteó ya Philippa Foot
en 1967 y que se ha reproducido en múltiples versiones, haciendo las delicias, por
ejemplo, de un buen número de neurocientíficos. Diana viaja en un tranvía que circula
sin control y que se dirige hacia cinco excursionistas que caminan por la vía, a los que
va a atropellar sin remedio. Diana puede desviar el tranvía accionando una palanca, pero
entonces atropellará a un operario, que está trabajando en una vía lateral. ¿Qué debe
hacer? La respuesta no es sencilla, porque cabe pensar que cinco vidas valen más que
una, pero también que Diana debe dejar el trolley en manos de la suerte, porque toda
vida es sagrada y ella no tiene por qué responsabilizarse de una muerte; o también que
el pobre operario está en su trabajo, mientras que los excursionistas podían llevar más
cuidado. En cualquier caso, la pregunta urgente ante los dos dilemas es sin duda: ¿hay
alguna diferencia entre el coche autónomo y Diana? La hay, y es prácticamente infinita.
Diana es un ser humano, y, por lo tanto, tiene una inteligencia general, ligada a un
cuerpo, que le lleva a vivir en conexión con un entorno natural y social, es sensible a
valores y necesidades humanas, ha acumulado experiencias a lo largo de su vida. Tiene
eso que en ocasiones mencionamos con desprecio y, sin embargo, es una auténtica joya:
tiene sentido común.
El vehículo, por el contrario, está ya programado para tomar decisiones, que seguirán
una pauta similar en otras ocasiones, y, sobre todo, su inteligencia es particular, y no
general, como la humana. Asombrosamente, un sistema inteligente puede ganar a
Kaspárov jugando al ajedrez y, sin embargo, no tiene un cuerpo que le permita
sintonizar con el entorno, es ajeno a necesidades y valores humanos, carece de una
inteligencia general, no tiene sentido común. Por eso, y a pesar de que haya hecho
fortuna la expresión “vehículo autónomo”, no lo es. Es autómata, y no autónomo; otros
le han inscrito las pautas a seguir. Y esta distinción es de la mayor trascendencia.
Decía Karl-Otto Apel hace ya más de medio siglo que las consecuencias de la ciencia y
de la técnica habían alcanzado un nivel planetario y que, por lo tanto, asumirlas con
bien reclamaba una ética universal; no en los contenidos de lo que debe ser una vida
feliz, pero sí en exigencias de justicia que deberían ser satisfechas en todo el planeta. Y
si ya entonces Apel llevaba razón, el tiempo no ha hecho sino reforzarla, porque la era
digital reclama orientaciones éticas comunes en materia de justicia.
Si puede hablarse de que las generaciones de derechos humanos han ido teniendo por
brújula valores éticos, como la libertad, la igualdad y la solidaridad, el mundo digital
reclamaría nuevos derechos, que podrían tener por norte el valor de la inclusión
compasiva. Porque no hay justicia sin compasión.
Por su parte, el AI4People del Atomium European Institute sugiere que una ética para
entornos digitales cuente con cuatro principios clásicos, aplicados al nuevo mundo, a los
que añadiría un quinto: la explicabilidad y la accountability. Los principios clásicos
serían el de beneficencia, que exigiría ahora poner los progresos de la digitalización al
servicio de todos los seres humanos y la sostenibilidad del planeta; el de no
maleficencia, que ordenaría evitar los daños posibles, protegiendo a las personas en
cuestiones de privacidad, mal uso de los datos, en la posible sumisión a decisiones
tomadas por máquinas y no supervisadas por seres humanos; pero también el principio
de autonomía de las personas, que puede fortalecerse con el uso de sistemas
inteligentes, y en cuyas manos deben ponerse tanto el control como las decisiones
significativas; y, por supuesto, el principio de justicia, que exige distribuir
equitativamente los beneficios. A ellos se añadiría un principio de explicabilidad y
accountability, porque los afectados por el mundo digital tienen que poder
comprenderlo.
Adela Cortina
24 SEP 2018
El escaso aprecio por las Humanidades que suelen mostrar quienes diseñan planes de
estudios y financian proyectos de investigación tiene su origen sobre todo en la
convicción de que no ayudan a incrementar el PIB de los países, no resultan rentables, a
diferencia de las ciencias y las tecnologías, que son fuente de innovación y riqueza.
Fomentar la investigación y la docencia en estos campos sería, pues, prometedor, y
relegar las Humanidades, dada su inutilidad, una buena medida.
Pero lo curioso es que en dar por bueno que las Humanidades son saberes inútiles
coinciden sus detractores y buena parte de sus defensores, con la diferencia de que estos
últimos atribuyen su grandeza a su presunta inutilidad: a la utilidad de lo inútil, por
decirlo con el título del libro de Nuccio Ordine. Un buen número de clásicos de la
filosofía y la literatura coinciden en subrayar que la sublimidad de lo inútil consiste en
no estar al servicio de otras metas, sino en valer por sí mismo, como ya avanzara
Aristóteles al referirse a la Filosofía Primera: “Así como llamamos hombre libre al que
es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre,
pues ésta sola es para sí misma”.
Sin embargo, y a pesar de la belleza del texto, las cosas no son tan simples. Por muy
atractivo que sea el discurso sobre la superioridad de los saberes inútiles, resulta ser que
las Humanidades son también útiles, pero tienen la peculiaridad de conjugar la utilidad
con lo que cabría llamar “fecundidad”. A mi juicio, conviene reservar el término
“utilidad” para las actividades que valen porque sirven para otras cosas, y recurrir al
término “fecundidad” para los saberes que valen por sí mismos y, precisamente por eso,
promueven la formación de las personas, el cultivo de la humanidad.
En este sentido, es aconsejable acudir a textos como el de Rens Bod A New History of
the Humanities, en el que defiende que las Humanidades también han contribuido al
progreso económico y han resuelto problemas concretos. Según Bod, lo que sucede es
que se han escrito muchas historias de la Ciencia destacando sus logros para el bienestar
de la humanidad, pero no se han escrito historias de las Humanidades en su conjunto. Si
conociéramos esa historia, nos percataríamos de que sus visiones han cambiado el curso
del mundo, lo cual —a mi juicio— es sin duda un síntoma claro de fecundidad, pero
además muchas de esas concepciones han tenido aplicaciones muy concretas que han
permitido resolver problemas. Es el caso de descubrimientos como el de Panini, hacia el
500 antes de Cristo, de que el sánscrito está basado en una “gramática”, lo cual
contribuye al desarrollo de los primeros lenguajes programados muchos siglos después;
por no hablar del crucial descubrimiento de la piedra de Rosetta. Pero como la Historia
de las Humanidades no se conoce, se adjudican al haber de las ciencias un conjunto de
descubrimientos que proceden del campo humanístico. Por eso el afán por distinguir y
separar ámbitos, que se refleja en los planes de estudios y en los campus universitarios,
más se debe a un interés burocrático y administrativo que a un interés por ajustarse a la
realidad del saber.
Todavía en este ámbito de la utilidad conviene recordar que cada vez más los jóvenes
prefieren tiempo de ocio para disfrutar de relaciones familiares, amistosas y diversiones,
a trabajar sin descanso para lograr una mejor posición económica; prefieren tener
derecho al uso que poseer. Algo está cambiando en este sentido, y sucede que la cultura
del ocio, en la que tan implicadas están las Humanidades, es también una fuente de
riqueza económica cada vez mayor.
Las Humanidades son, pues, también productivas como saberes que contribuyen
directamente al aumento del PIB de los países; una contribución que crecerá día a día.
Sucede que la cultura del ocio es también una fuente de riqueza económica cada vez
mayor
Fomentarlas y articularlas estrechamente con las ciencias y las tecnologías, es una de las
claves del buen desarrollo humano.
Es imposible predecir los avances tecnológicos, pero sí podemos anticipar para qué
mundo los queremos. El gran reto es anticiparse al impacto de la transformación digital
en el mundo laboral y la sustitución de trabajadores por robots
Adela Cortina
26 MAR 2018
EULOGIA MERLE
"¿Nos está haciendo Google estúpidos?”. Con esta sorprendente pregunta empieza uno
de sus trabajos el escritor Nicholas Carr, preocupado por el efecto que la transformación
digital está teniendo en nuestro cerebro. Sin duda la digitalización está produciendo
grandes beneficios desde los años noventa del siglo XX, pero también plantea
problemas que urge abordar, uno de los cuales es si nos estamos haciendo estúpidos, o
al menos superficiales, a fuerza de vivir de Google.
Carr constata en carne propia que cada vez le cuesta más leer un libro o un artículo
largo, cuando antes los devoraba, que le resulta difícil concentrarse y acaba navegando a
través de distintos trabajos, sin entrar a fondo en ninguno de ellos. Y como una forma
distinta de leer acuña una forma diferente de pensar, parece tener razón la psicóloga
Maryanne Wolf al decir que somos como leemos, que la lectura profunda es
indistinguible del pensamiento profundo; con lo cual nos estamos condenando a la
superficialidad.
Pero lo peor no es eso todavía. Tal vez lo peor sea que la transformación digital de la
economía, la política y la sociedad puede conformar nuestros cerebros de tal modo que
pongamos de nuevo nuestras vidas en manos del taylorismo.
Los inmigrantes digitales nos hemos avecindado al nuevo entorno aprovechando sus
ventajas
Por eso es urgente reflexionar sobre las metas de la transformación digital y sobre el
modo de alcanzarlas, descubriendo sus ventajas y también los problemas que plantea.
Porque es imposible predecir el curso que van a seguir los avances tecnológicos, pero sí
que podemos anticipar para qué mundo los queremos: para un mundo en que se respete
la dignidad de las personas, sean humanas o transhumanas, de modo que la
productividad y la eficiencia estén a su servicio, nunca se permitan menoscabarla,
menos aún anularla. La razón moral debe ir por delante de la razón técnica.
Pertenecemos, por suerte, a esa Europa que sigue representando una voz humanizadora
En lo que hace a las competencias digitales, a España le queda mucho camino por
andar, porque según el DESI 2017 de la Comisión Europea, España ocupaba el lugar 16
entre los 28 Estados miembros, cuando lo cierto es que solo con una fuerza laboral
competente digitalmente es posible abordar procesos de transformación que garanticen
el empleo y la sostenibilidad.
Vivimos ya sobre una bomba de relojería, que no solo amenaza con estallar, sino que va
a hacerlo si no lo evitamos. Y es de asuntos como estos, esenciales para eliminar
sufrimiento humano, de los que tendríamos que estar ocupándonos los políticos, los
medios de comunicación y los ciudadanos de a pie, en vez de seguir enredados en temas
menores, discutiendo sobre si son galgos o podencos.
Por suerte, pertenecemos a esa Unión Europea, que, con todas sus limitaciones, sigue
representando una voz humanizadora en el desorden geoestratégico mundial, marcado
por China, Rusia y el actual Estados Unidos. Potenciarla y trabajar en su seno para que
nunca el sistema se anteponga a los seres humanos, para que la ciudadanía digital esté al
servicio de las personas autónomas y vulnerables, es una exigencia de justicia
ineludible.