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masas
por Pablo Fernández Christlieb
El instinto de conversación.
La cantidad de tonterías que se dicen en la sociedad es inconmensurable: se cuentan
fehacientemente anécdotas de dudosa veracidad, se dice lo que se le hubiera dicho pero no
se le dijo a quien se le tenía que decir, se habla con familiaridad de desconocidos, se hacen
afirmaciones tan perspicaces como “está lloviendo”, y falsificaciones tan desparpajadas
como “claro que sí me acuerdo de ti”, se tejen historias reales de fantasmas entre escépticos
y, conversando, los ateos planean primeras comuniones. Quizá no sea tan sorprendente la
cantidad de tonterías que se dicen, como la cantidad de veces que se repiten; podría
aseverarse que la gente se reúne expresamente para decir otra vez lo que ya todo mundo
sabe: Chistes repetidos por el mismo cuentista y reídos por la misma audiencia, recuerdos
intrascendentes de infancia y juventud ya sabidos hasta el cansancio- documentados con
fotos por si cupiera duda-, las mismas anécdotas, la eterna tía representando su eterna
necedad, etc. pareciera que la consigna es dejar bien claro que cada vez nos veamos sea
exactamente la primera.
El meollo de las conversaciones informales son puras tonterías, y sin embargo, es para eso
que la busca por todos los medios reunirse, e inventa pretextos, no importa cuan torpes
mientras funcionen, para entablar conversaciones. Las estrategias para inaugurarlas o
ingresar en ellas son variadas: celebraciones in celébrales tales como un examen
profesional o unos quince años, despedidas o recibimos de quien sabe qué empleado de
quién sabe qué departamento, asistencia a salas de espera de dentistas, sincronizaciones
inconfesadas de vecinos para ir a la miscelánea, o la costumbre de visitar parientes los
domingos; o bien subir al lavadero sin ropa que lavar, convocar juntas de negocios,
militancias de ultra izquierda o conspiraciones contra la moral; todo con tal de platicar, y
mientras tanto , se aprovechan pleitos callejeros, pasos de bomberos, inundaciones, para
hacer uno que otro comentario. De hecho existen lugares ad hoc, sumamente socorridos y
redituables, para que la gente platique: cafés, restaurantes o bares donde no es el hambre lo
que congrega, sino el instinto de conversación, casi identificable al de conservación.
La sociedad conversadora.
La sociedad, así vista, no parece del todo razonable; la idea de una sociedad eficiente donde
sólo se dice lo necesario, sin desperdiciar tiempo en información inútil, parece fallar frente
al hecho que de en vísperas de fin de siglo haya preferencia por decir tonterías. Se puede
argumentar que en medio de la llamada comunicación de masas, las masas se comunican
conversando; ésta es la verdadera comunicación de masas, porque ésta es, todavía, una
sociedad conversadora. La tecnocracia podrá encontrar discutible esta idea. No obstante,
parece ser correcta. En efecto, todo el conocimiento, opinión, sentido común, que marca las
pautas de una cultura y constituye el pensamiento de una época, y que por lo tanto ejerce
presión social y en última instancia legitima o deslegitima gobiernos, pasa por la
conversación. Para que una idea tenga validez social, no basta que sea transmitida por
televisión, sino que haya sido tema de conversación; y más aún, no importa lo que se
transmitió efectivamente, sino lo que se platica de ello. Cuando un diputado o una ama de
casa hablan de “clases sociales” o “recuerdos inconscientes”, no significa que leyeron El
Capital o la Interpretación de los Sueños, porque Marx y Freud no son los que escribieron,
son lo que se dice de ellos; lo mismo sucede con las noticias del periódico. En suma, la
sociedad se hizo platicando; de la misma manera que hay un aparato productivo, hay, como
dicen Berger y Luckmann, un aparato conversacional de la sociedad.
Parecería que de alguna manera u otra se vive para platicar. En rigor es al revés: se platica
para vivir: Es a través de la conversación que la gente se explica y le encuentra sentido al
mundo en el que vive, y con ello, le encuentra sentido a la propia existencia en este mundo
por eso se cotorrean las noticias y se narra cómo estuvo la fiesta de anoche, enfatizando a la
vez la propia participación en el asunto. Si la modernidad ha ahecho perder en mucho este
sentido, y con ello ha engrosado la lista de alcohólicos y de suicidas (de paso, puede notarse
en el primer caso que la terapias de Alcohólicos Anónimos consiste en una conversación,
técnica más bien difícil de instrumentar en el segundo caso), significa que el aparato
conversacional de la sociedad ha sido reemplazado por sistemas de información (radio, TV)
que no pueden proporcionarse sentido. La cultura informacional, el tipo de los noticieros
televisivos tienden a darnos un orden sin sentido; la conversación es sentido aunque sea sin
orden.
Así que, después de todo, algo se crea en la conversación: las tonterías y las repeticiones
funcionan como táctica de invocación de lo novedoso: entre ellas surgen los chistes,
ironías, analogías, hallazgos, “serendipias”y los puntos de vista que hacen ver el mundo de
una manera nueva y diferente. Se platica para ver que sale, y lo que sale finalmente son
formas revisadas de ver la sociedad. El sentido que se busca en la conversación nunca es el
mismo. Siempre se habla de lo mismo que siempre está cambiando.
La conversación es anarquista.
De cualquier manera, las funciones sociales de la conversación permiten extraer una
conclusión: la conversación, como el amor y los sueños, es anarquista. La organización,
aceitada pero imperceptible, del aparato conversacional, tiene un orden basado en el mutuo
reconocimiento de la capacidad conservadora de todos los participantes. A la hora de
platicar en los pasillos, la barra, el salón de belleza y las esquinas, se borran las jerarquías y
no se admiten expertos ni especialistas; se asume que todos los integrantes tienen el mismo
status, poder, información, y por ende, el mismo derecho a hacer uso de la palabra. Existe
el sobre entendido preciso de la igualdad conversacional. Por lo tanto, cuando alguien dice
algo que está fuera de lugar, todos fingen que no lo dijo o que dijo otra cosa; cuando
alguien comete una imprudencia garrafal, como ridiculizar irremisiblemente a otro, todos se
dedican a la tarea de componerla, incluyendo a la misma víctima de la imprudencia (puede
observarse que quien cometió el error, pierde, como en el parkasé, su turno, y se queda un
ratito callado, o que todos cooperan para restituírselo y reivindicarse, puesto que lo
importante es mantener la comunicación). El espontáneo hecho de platicar está
implícitamente estructurado con respecto a lugares (de los cuales la mesa y sobremesa son
clásicos), a tiempos y turnos de uso de la palabra, de disposición de los interlocutores (en
círculo o similares), a formas de comienzo y terminación (no hay moderador ni otros trucos
artificiales), que nadie impone y que sin embargo, sin saberlo y sin decirlo, todos sostienen
libremente. El desorden de las reuniones divertidas es buena muestra de que la anarquía es
la más lata expresión del orden, como apareció en alguna barda de la ciudad, a la que
ingresan aún los que en sus horas hábiles son solemnemente autoritarios; es “esa anarquía
nuestra de cada día” que preconiza Colin Ward. Para mayores datos de anarquía, se le
puede añadir el de sabotaje: las conversaciones hacen uso de tiempo libre, y dando que se
suscitan también en horas de trabajo, están interrumpiendo la productividad y liberando
tiempo asalariado. El chisme es de ociosos, y ésa es su mayor virtud.
En el mundo de la conversación hiberna lo que puede denominarse una cultura de desorden,
que en rigor no es tal pero que parece desorden porque se gobierna con otra lógica, de tipo
más afectivo. Desde que hay civilización, a la lógica del desorden se le pone una lógica del
orden y del control; si en el medioevo el control y el orden se impusieron por el miedo y el
poder, en la sociedad contemporánea, más sofisticada, el orden entra por el lado de la
ideología, la técnica, la verdad científica comprobada y el Teleguía. La cultura del
desorden, a la que pertenece la conversación, se basa en la comunicación, que puede
definirse como la expresión, intercambio e interpretación de experiencias; la cultura del
orden, donde caben los mass media, tiene su base en la información, definible como la
emisión, desplazamiento y recepción de mensajes. No es lo mismo, y sin embargo, el papel
de la ideología es hacerlas pasar por equivalentes. En términos geopolíticos, orden y
desorden corresponden a norte y sur respectivamente; a Latinoamérica, el orden llego tarde
y a empellones, de ahí que no haya podido ser asimilado como hubieran querido los
modernizadores del tercer mundo.
Forma también parte del sentido común -incluyendo el de izquierda- la suposición de que
los medios masivos de información acabarán por absolutizar la vida social, es decir, que la
tendencia del progreso pronostica que toda forma de comunicación terminará por efectuarse
frente a un aparato, televisión, videograbadora o computadora doméstica, lo cual comporta
la total ideologización de las conciencias pasivas, robotizadas, insensibles-. Empero,
aunque la tendencia aparente sea ésta, si se toma la conversación como punto de vista, tal
suposición parece incorrecta. La razón por la que el radio no pudo ser eliminado por la
televisión, según se pronostico, radica en los elementos conversacionales que tiene aquél y
de los que carece ésta; el radio acompaña en las actividades cotidianas (cocinar, manejar,
talachear, hacer balances, o como afirma Felipe Ehremberg, pintar): se canta a dúo con él,
se le responde mentalmente, etc. La televisión, en cambio, suspende la actividad cotidiana,
y con ello toda capacidad conversacional; la televisión aísla, el radio no. Tampoco el cine,
paradójicamente, porque “ir al cine” representa todo acto social repleto de conversación,
que incluye ida, taquilla, palomitas, compañía, regreso, etc., entre los que la película es un
elemento más; así pues, puede igualmente anticiparse que no será sustituido por el video
casero. Por otro lado, puede advertirse un cierto hastío reciente respecto a la parafernalia
hollywoodesca de las superproducciones en todos los medios de difusión, y a la vez, un
repunte del rating para los programas en vivo, donde necesariamente hay entrevistas,
locutores más espontáneos, etc.; es decir, la vuelta a programas que tienen una naturaleza
más conversacional.
El retorno de la conversación.
A la tendencia de saturación de los medios de difusión, de información sin significado
sensible, se le enfrenta la necesidad ciertamente profunda de formas de comunicación más
genuinas. En otras palabras, puede predecirse el retorno de la conversación, y no su
desaparición. Esto tiene, por lo demás, que ser así, siquiera porque de otro modo, ahí
terminaría una sociedad que se hizo platicando. Lo que en todo caso resulta viable es la
síntesis de todos los medios, esto es, la transformación de los medios electrónicos para
hacerse más conversacionales, que equivale a hacerse más populares, más democráticos; y
a la par, la transformación de la conversación para hacerla menos chismosa, menos
olvidable y superficial, y ,más racional, más educativa, más crítica, o, para usar un término
de Habermas, más discursiva, sin que por ello pierda su fuerza comunicativa, ni su
emotividad y pasión. La utopía de una platica razonable entre enamorados sigue en pie.
La pregunta al margen.
La pregunta al margen que podría flotar durante todo el argumento es ¿para qué hablar de
conversación en medio de la crisis? ¿Para qué tratar sutilezas culturales cuando la
preocupación cruda es económica? Entre estas preguntas, es más fácil caer en la tentación
de angustiarse por la crisis y buscar sólo las formas de resolverla concretamente. Sin
embargo, soñar o buscar únicamente la salida de la crisis significa desradicalizar las
preocupaciones, lo cual implica en el fondo aspirar a dejar una sociedad igual a aquella en
la que nacimos, lo cual, a su vez, resulta de mal gusto.