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Giroux, H. (1990). Los profesores como intelectuales.

Hacia una pedagogía


crítica del aprendizaje. Trad: Isidro Arias. Barcelona- Buenos Aries-México:
Paidos.

1. Repensando el lenguaje de la instrucción escolar.

La escuela tradicional:

La racionalidad que domina el punto de vista tradicional sobre la instrucción


escolar y el currículum se asienta en las estrechas preocupaciones por la
eficacia, los objetivos de conducta y los principios de aprendizaje que tratan el
conocimiento como un objeto de consumo y las escuelas como simples lugares
de instrucción destinados a impartir a los estudiantes una cultura “común” y un
conjunto de habilidades que los capacitarán para actuar eficazmente en el
conjunto de la sociedad (45).

La ideología que dirige la actual racionalidad de la escuela es relativamente


conservadora: ante todo se interesa por cuestiones relativas al cómo de las
cosas, pero no pone en tela de juicio las relaciones existentes entre
conocimiento y poder o entre cultura y política (46).

Teorías alternativas:

Para hacer frente a las limitaciones que caracterizan la visión tradicional de la


enseñanza escolar y del currículum deben desarrollarse nuevas teorías de la
práctica educativa…hay que hacer un esfuerzo para analizar a las escuelas
como lugares que, aunque reproducen básicamente la sociedad dominante,
contienen también posibilidades para ofrecerles a los estudiantes una
educación que los convierta en ciudadanos activos y críticos (y no simples
trabajadores). Las escuelas han de empezar a ser vistas y estudiadas como
lugares a la vez de instrucción y de cultura (46). Las escuelas se han de
contemplar como instituciones marcadas por el mismo conjunto de culturas
contradictorias que caracterizan a la sociedad dominante. Las escuelas son
lugares sociales constituidos por un conjunto de culturas dominantes y
subordinadas, cada una de ellas caracterizada por el poder que tienen para
definir y legitimar una visión específica de la realidad… Esto implica que los
profesores, padres y demás personas interesadas en la educación deberían
luchar contra la impotencia de los estudiantes afirmando sus propias
experiencias culturales y sus historias.

Educadores y padres han de tomar conciencia del hecho de que el


conocimiento no es ni neutral ni objetivo, sino más bien una construcción social
que encarna determinados intereses y supuestos … En tal caso el
conocimiento no adquiere validez por el hecho de verse legitimado por
expertos en currículos. Su valor depende del poder que tiene como instancia
crítica y de transformación social (47).
Las escuelas necesitan que en el futuro los profesores sean a la vez teóricos y
prácticos, y puedan combinar teorías, imaginación y técnicas (48).

Toda forma viable de enseñanza ha de estar animada por la pasión y la fe en la


necesidad de luchar para crear un mundo mejor. Estas palabras pueden
parecer un tanto extrañas en una sociedad que ha elevado el interés personal a
la categoría de ley universal (49).

5. Escritura y pensamiento crítico en los estudios sociales.

La escuela tecnocrática es la más influyente y la mejor conocida de las tres. El


enfoque de esta escuela es puramente formalista y se caracteriza por su rígida
insistencia en reglas y exhortaciones acerca de lo que se ha de hacer o no
cuando uno escribe. El hecho de escribir en este caso es contemplado como
una destreza, una cuestión técnica que empieza insistiendo en la gramática y
finaliza poniendo de relieve la coordinación y desarrollo de las estructuras
sintácticas generales. El único supuesto teórico verdaderamente importante
que guía el enfoque tecnocrático es que la escritura es algo artificial, el
aprendizaje de una serie de habilidades que van desde sencillas codificaciones
gramaticales hasta complicadas construcciones sintácticas…La escuela
tecnocrática no ha conseguido comprender una poderosa dimensión del
proceso de escribir, una dimensión en la que la escritura funciona al mismo
tiempo como un medio estructurado para generar conocimiento y un medio
para construir pensamiento lógico. Como consecuencia, la escritura como
forma de actuación, como una manera de estructurar la conciencia, es
contemplada simplemente como una habilidad técnica, reducida a un simple y
crudo instrumentalismo divorciado del contenido, la ideación y los refuerzos
normativos (101).

La escuela mimética ofrece una perspectiva muy diferente, aunque no menos


desorientada, sobre la escritura como proceso y como problema pedagógico.
En lugar de empezar por abajo, concretamente por la enseñanza de la
gramática y la sintaxis, los partidarios de esta segunda escuela empiezan por la
cima, haciendo que los estudiantes lean las obras de autores “famosos”, desde
Platón hasta Norman Miller. La escuela mimética da por sentado que los
estudiantes aprenden a escribir leyendo libros que pueden pasar por obras bien
escritas. Por desgracia, sigue sin aclararse justamente cómo actúa este
enfoque. Alguien podría pensar que se trata de una versión del principio de
“ósmosis”.

El hecho de leer los escritos de autores famosos no garantiza ni que uno vaya
a pensar mejor, ni que vaya a ser un buen escritor (102).

El tercer enfoque de la escritura, la escuela romántica, se apoya en la premisa


de que existe una relación causal entre le hecho de que los estudiantes “se
sientan bien” y la mejora de sus habilidades de escritura. En este caso la
escritura es vista como el producto de una descarga catalítica de sentimiento
gozoso. Los propugnadores de esta escuela se inspiran ampliamente en un
difuso grupo de pensadores tales como Carl Rogers, Abraham Maslow y
Gordon Alport, cuyas raíces se encuentran en la tradición del asesoramiento
personal y existencial. Conocido como el grupo postfreudiano, sus
representantes rechazan el pesimismo de los existencialistas inmediatamente
posteriores a la segunda guerra mundial y acentúan la creencia optimista en
la dignidad de la capacidad de los individuos para crecer y autorrealizarse.

Los postfreudianos ignoran las realidades externas que median entre los
deseos del individuo y la realización de esos deseos (103).

Una insistencia excesiva en la necesidad de los estudiantes de reconocer el “sí


mismo interno” desconoce la naturaleza objetiva de una pedagogía de la
escritura que tiene sus propias leyes; y estas leyes deben ser objeto de
enseñanza (104).

Hacia una pedagogía crítica del pensamiento crítico.

La mayor parte de lo que los estudiantes reciben de la escuela es una


exposición sistemática de aspectos seleccionados de la historia y de la cultura
humanas. Sin embargo, la naturaleza normativa del material seleccionado es
presentado al mismo tiempo como algo no problemático y exento de valor. En
nombre de la objetividad, una buena parte de nuestros currículos en estudios
sociales universaliza normas, valores y puntos de vista dominantes que
representan perspectivas interpretativas y normativas sobre la realidad social
(106).

Las escuelas parecen tener poco que ver con la idea kantiana que les asigna
como tarea la educación de los estudiantes para “un futuro humano mejor, es
decir, para la idea de humanidad”. De hecho, las escuelas parecen más bien
ocupadas en la socialización de los estudiantes para la aceptación y
reproducción de la sociedad existente (107).

Un modelo de cómo escribir la historia.

Un rasgo central de toda pedagogía solvente de la historia es que el hecho de


escribir la historia impone un proceso. El historiador fija un principio que sirve
para relacionar los detalles de un acontecimiento o serie de acontecimientos.
Una vez establecido un principio de relación en términos de causa y efecto, el
historiador puede empezar a tomar decisiones. Estas decisiones implican:
selección de las pruebas, enunciado de afirmaciones que incorporan las
pruebas, y presentación de esas afirmaciones en exposición coherente. Este
proceso clarifica la relación entre los acontecimientos percibida por el
historiador… Este proceso genera el significado de la historia misma. De aquí
se sigue, por lo tanto, que el hecho de escribir la historia engendra una
capacidad crítica para comprender la historia (112).

9. Los profesores como intelectuales transformativos.

En primer lugar, opino que es necesario examinar las fuerzas ideológicas y


materiales que han contribuido a lo que podríamos llamar la proletarización del
trabajo del profesor, es decir, la tendencia a reducir a los profesores a la
categoría de técnicos especializados dentro de la burocracia escolar, con la
consiguiente función de gestionar y cumplimentar programas curriculares en
lugar de desarrollar o asimilar críticamente los currículos para ajustarse a
preocupaciones pedagógicas específicas. En segundo lugar, está la necesidad
de defender las escuelas como instituciones esenciales para el mantenimiento
y desarrollo de una democracia crítica y también para defender a los profesores
como intelectuales transformativos que combinan la reflexión y la práctica
académicas con el fin de educar a los estudiantes para que sean ciudadanos
reflexivos y activos (172).

El actual énfasis en los factores instrumentales y pragmáticos de la vida escolar


se basa esencialmente en una serie de importantes postulados pedagógicos.
Entre ellos hay que incluir: la llamada a separar la concepción de la ejecución;
la estandarización del conocimiento escolar con vistas a una mejor gestión y
control del mismo; y la devaluación del trabajo crítico e intelectual por parte de
los profesores y estudiantes en razón de la primacía de las consideraciones
prácticas (173).

Los enfoques curriculares de este tipo constituyen pedagogías de gestión


porque las cuestiones centrales referentes al aprendizaje se reducen a un
problema de gestión, que podríamos enunciar así: “¿Cómo asignar los recursos
(profesores, estudiantes y materiales) para conseguir que se gradúe el mayor
número posible de estudiantes dentro de un espacio de tiempo determinado?”
El postulado teórico subyacente que guía este tipo de pedagogía es que la
conducta de los profesores necesita ser controlada y convertida en algo
coherente y predecible a través de diferentes escuelas y poblaciones
estudiantiles.

Lo que es evidente en este enfoque es que organiza la vida escolar en torno a


expertos en currículos, en instrucción y en evaluación, a los cuales se les
asigna de hecho la terea de pensar, mientras que los profesores se ven
reducidos a la categoría de simples ejecutores de esos pensamientos (175).

Al contemplar a los profesores como intelectuales, podemos aclarar la


importante idea de que toda actividad humana implica alguna forma de
pensamiento. Ninguna actividad, por rutinaria que haya llegado a ser, puede
prescindir del funcionamiento de la mente hasta una cierta medida. Este es un
problema crucial, porque, al sostener que el uso de la mente es un componente
general de toda actividad humana, exaltamos la capacidad humana de integrar
pensamiento y práctica, y al hacer esto ponemos de relieve el núcleo de lo que
significa contemplar a los profesores como profesionales reflexivos de la
enseñanza.

Si creemos que el papel de la enseñanza no puede reducirse al simple


adiestramiento en las habilidades prácticas sino que, por el contrario, implica la
educación de una clase de intelectuales vital para el desarrollo de una sociedad
libre, entonces la categoría de intelectual sirve para relacionar el objetivo de la
educación de los profesores, de la instrucción pública y del perfeccionamiento
de los docentes con los principios mismos necesarios para desarrollar una
ordenación y una sociedad democráticas (176).

Los intelectuales transformativos necesitan desarrollar un discurso que


conjugue el lenguaje de la crítica con el de la posibilidad, de forma que los
educadores sociales reconozcan que tienen la posibilidad de introducir algunos
cambios. En este sentido, los intelectuales en cuestión tienen que pronunciarse
con algunas injusticias económicas, políticas y sociales, tanto dentro como
fuera de las escuelas. Paralelamente, han de esforzarse por crear las
condiciones que proporcionen a los estudiantes la oportunidad de convertirse
en ciudadanos con el conocimiento y el valor adecuados para luchar con el fin
de que la desesperanza resulte poco convincente y la esperanza algo práctico
(178).

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