Está en la página 1de 10

UN AMIGO SIN NOMBRE

Por Jabalí Jabal

Salió del pueblo a la ciudad para estudiar en la facultad de medicina. En poco tiempo se enteraría

que esa decisión fue un impulso muy absurdo, una prescripción ajena. Un recién llegado a la

pubertad no entiende de lo que hace, nada se hace en esos años por sí mismo ni para sí. Tenía los

objetivos claros, se los habían aclarado todos. Las necesidades a cubrir estaban establecidas y las

aspiraciones palpitantes. Alcanzaría la perfección a los 23 años. Caminaría orgulloso cubriendo

su humanidad con una bata blanca. Debajo de la bata vestiría camisas almidonadas, todas color

pastel, se erigiría como uno de los pocos afortunados en terminar una carrera universitaria. La

primera necesidad estaba cubierta: había sido aceptado por la universidad y estaba rumbo a la

ciudad que lo hospedaría durante, por lo menos, cinco años. Así lo había querido él, así lo había

querido alguien, así lo habrían querido muchos.

Era moreno claro, cabello negro, ojos café, delgado, de un metro y setenta centímetros, tenía

treinta años, quizá menos. Que se llame Axel. El primer día que lo vimos sobre la mesa de

disección, entre bromas, risotadas, y muertos, Karina lo bautizó de ese modo, quién sabe por qué,

supongo que ponerle nombre a un muerto es muy sencillo. Karina lo encontró divertido, y el

resto de mis compañeros también. El profesor estaba gustoso de estar al frente de un grupo que

revelaba temprana frialdad, aunque, ciertamente, es imposible conservar la temperatura corporal

cuando se está rodeado de muertos en un anfiteatro, sobre todo en el anfiteatro del edificio C a

las 8 de la mañana. Era sábado, el último sábado de agosto y mi primer sábado en un anfiteatro.

Todos festejaban el bautizo y el muerto, como cualquier niño recién bautizado, no renegó del

nombre. A mí me pareció inaudito bautizar a un muerto, así que no festejé. Suficiente condena es
andar por el mundo metido en un escondrijo celular como ese, llamarse quién sabe cómo, y para

colmo, al final de sus días o, mejor dicho, al comienzo de sus días de muerto, ser rebautizado por

una impertinente estudiante de medicina, obligándolo a cargar con un nombre que seguramente

no desea, o deseaba, si es que desea o deseaba algo. Pobre Axel, pensé, mientras lo contemplaba

en toda su esplendorosa muerte.

De regreso a casa, caminando por una de las avenidas principales de la ciudad, observaba el

correr del tráfico de media mañana. Las líneas interminables de autos y autobuses atiborrados de

gente, tan muertos por fuera y tan llenos de vidas, pensé, asemejaban la conducta de las hormigas

en dirección a su hormiguero. Los autobuses, los edificios, las escuelas, las casas, no tendrían

razón de ser si no albergaran la vida. Irremediablemente pensé en Axel como un muerto al que le

conoceríamos las entrañas. Sería el primero y quizá el único a quien conoceríamos de tal modo,

en todo su esplendor. Ese grado de intimidad es, sin duda, similar al que se experimenta al

recorrer la casa de cualquier persona que nos invita a pasar. Por el cuerpo de Axel y sus entrañas

andaríamos, sin embargo, sin invitación, sin consideración a su estado mortuorio, con la

intención única, según había dicho el profesor, de conocer la estructura orgánica del cuerpo

humano en la que se organiza la vida y, de ese modo, lograr, eventualmente, con la práctica y el

tiempo y la práctica a través del tiempo, prolongar las vidas ajenas. Ironías de la muerte.

El lugar donde me hospedaba era bastante amplio. Su principal cualidad, sin embargo, era que

podía caminar desde la escuela hasta ahí y viceversa sin problema alguno, acto que me tomaba

poco menos de veinte minutos. En la acera, frente a la puerta de la entrada, dos árboles de

naranjas con el verde de sus hojas opacado por un velo gris. La contaminación de la ciudad se

adhiere a todo como miles de silenciosas garrapatas. Al entrar a la casa había una estancia con un

par de muebles que parecían recogidos de la basura; una puerta café al lado izquierdo separaba la
sala de la enorme cocina. De frente a la puerta principal había un largo pasillo que nunca tuvo

iluminación; tres puertas en cada una de las paredes que lo conformaban: cuatro eran recámaras

y dos eran baños. Al fondo del pasillo una escalera. En el segundo piso una estancia vacía, dos

recámaras y un baño. Yo dormía en la recámara más próxima a la escalera y compartía el baño

con quien dormía detrás de la puerta contigua, a quien, por cierto, nunca conocí. Creo que no me

quedaré aquí mucho tiempo, pensé ese día. Hay una mezcla lúgubre y aceitosa en el aire que no

sé si entra por las ventanas acompañando la fetidez de las cantarillas abiertas en la calle, o es la

casa y sus paredes que lo exhalan.

Pobre Axel, pensaba, y pensaba en innumerables ocasiones a lo largo del día y la noche que su

situación era terrible. La duda de quién había sido el cuerpo con el que trabajaríamos, digámoslo

así, durante todo un semestre, me daba vueltas en la cabeza. El profesor había dicho que no era

nadie. Un pobre diablo que había sido encontrado muerto en un parque cercano, uno de los tantos

cuerpos que nadie reclama porque seguramente no hay nadie que quiera reclamarlo. Es decir, no

había sido nadie y el cuerpo no era de nadie. En cierto modo era de todos y Karina había

mostrado una idea de pertenencia más desarrollada que el resto de mis compañeros o yo, al grado

de bautizado. La noticia en el periódico sobre un indigente encontrado muerto la mañana del

siete de agosto en el parque X no había llamado la atención. Incluso yo, curioso por naturaleza y

dado a revisar los periódicos desde hacía mucho, no le habría prestado interés, pero habiéndolo

visto y, más aún, después de haber sido testigo de su rebautizo y próximo a conocer lo que tenía

por debajo de la piel, se había convertido en una incógnita que pugnaba por ser despejada.

¿Quién había sido Axel antes de ser Axel?

Para el segundo sábado de disecciones, el profesor comenzó a dar las indicaciones pertinentes

para el cuidado de un muerto. Lo primero que debes hacer es identificar tu cadáver entre todos
los cadáveres dentro de gigantesca tina de acero quirúrgico donde son metidos para su

conservación. Una vez identificado hay que ayudarlo a salir, teniendo la precaución suficiente de

no mojarse la cara con el formol que le estila. Se pone sobre la mesa de disección y debe secarse

con una toalla por ambos lados. Como podrán observar, recuerdo que dijo, a los muertos le

siguen creciendo las uñas y la barba. Hay que darles un poco de dignidad, porque ya no les queda

nada, y a estos muertos que nadie conoce ya no les quedaba, incluso, nada digno cuando aún

estaban vivos. El profesor lo dijo así, con una sonrisa que dejaba ver lo cuidadoso que era con su

salud bucal. Había que rasurarlo. Karina, por supuesto, se ofreció a hacerlo. Además, dijo

Karina, le haré pedicura, manicure, le limarle los callos, profe, si ya lo molestaron al caminar

quién sabe desde cuándo, que no le molesten eternamente. Todos rieron. Karina sacó de su

mochila una lima y, después de haberlo rasurado, talló los callos de los pies de Axel hasta

dejarlos lisos como la piel de los pies de un bebé muerto. Axel ya era digno.

Esa noche soñé que me encontraba en un café con un amigo. Mi amigo, del que no recuerdo el

nombre porque no se lo pregunté, porque uno no se preocupa por los nombre de los amigos que

son sólo amigos de sueños, me contaba sobre un sueño que él había tenido. En su sueño él estaba

acostado. Observé una araña, me dijo, en la lámpara que cuelga del techo de mi habitación, de

esas arañas que la gente llama capulinas, con su mancha roja que asemeja el símbolo del infinito.

Pero la araña no era negra, sino blanca. Debo decirte que no temo a las arañas, siempre existe la

posibilidad de aplastarlas con un pisotón, con una revista, con el periódico. Esa araña, sin

embargo, estaba en el techo y yo, acostado en mi cama, no pretendía hacer el esfuerzo de

aplastarla. La araña comenzó a bajar colgando de su hilo destellante por los reflejos de la luz que

entraba por la ranura de la cortina. Intenté levantarme de la cama pero no pude, y la araña seguía

bajando. La desesperación se poseyó de mí cuando, sin poder hacer nada, inmovilizado por
alguna razón que sigo sin entender, la araña se posó sobre mi antebrazo izquierdo y, contrario a

lo que pudiera esperar, no me dio su mortal picadura, sino algo peor. Sus patas, que desde mi

cama hasta la lámpara no había podido contemplar con claridad, eran cuchillas filosas que

traspasaron con facilidad mi piel. Te aseguro que, a pesar de estar dormido, el dolor en mi brazo

izquierdo, siendo intervenido por las ocho patas filosas de la araña, era insoportable. Me quedé

dormido a causa del dolor y no recuerdo nada más, porque no soñé nada más. Hoy mi brazo

izquierdo puede dar testimonio de lo que te digo. Mi amigo de sueños posó su brazo sobre la

mesa metálica. Su antebrazo parecía, tal como lo había dicho, el camino por el que anduvo una

araña con patas filosas. Al ver que no sangraba, a pesar de que las heridas aún estaban abiertas,

le pedí que, aprovechando que aquel era un sueño y que por lo tanto podíamos arriesgarnos a

cualquier cosa sin estar realmente en una situación de peligro, me ayudara a repasar lo aprendido

en la última disección que había sido, precisamente, de antebrazo. Mi amigo, aunque un poco

sorprendido por la petición, aceptó. Lo tomé del brazo y acerqué, cuidadosamente, una sonda

acanalada que había aparecido sobre la mesa. Lo miré a la cara y él no me miró pues había

cerrado los ojos. No recuerdo muy bien cómo terminó el sueño, pero yo desperté y a mi lado

derecho, sobre la cama individual en la que dormía, descubrí mi estuche de disección abierto.

Han pasado años desde aquellos encuentros con Axel. A pesar de la intriga que me provocaba el

desconocimiento de su vida y, ciertamente, el conocimiento tan íntimo de su situación de muerto,

no hice más que aprender lo que el profesor de anatomía nos indicaba que debía ser aprendido: la

estructura orgánica del cuerpo humano, de la cual, a estas alturas, sólo recuerdo que conocí, sin

poder recordarla ahora en su totalidad. La intriga se esfumó y la finalidad de Axel en este

mundo, muerto, estaba, al parecer, por fin, consumada. Fueron muchas las razones que me

alejaron de aquella intención de ayudar en la conservación de la vida. No viene al caso ahora


enumerarlas, basta decir que me dedico desde hace tiempo a la conservación de la muerte, lo que

para muchos es, absurdamente, pienso yo, tétrico. Después de desertar de la escuela de medicina

y dedicarme a vagar por un tiempo indeterminado me topé, por error, como todo lo importante

que le pasa a los vivos, con el oficio de la taxidermia.

En uno de mis viajes al centro del país, mientras buscaba un lugar donde conseguir postales y

algún recuerdo para un amigo, encontré una tienda de antigüedades y animales disecados que me

pareció maravillosa. Era una tienda de quizá cien metros cuadrados, atiborrada de anaqueles

desordenados y polvorientos, oscura y envuelta en un ambiente con olor a formol que me hizo

recordar el anfiteatro del edificio C. Un anciano, de nombre Koen, regordete y terriblemente

blanco, era el dueño. Al verme entrar al recinto tambaleó un poco, cerró rápida y bruscamente el

libro que había estado leyendo hasta mi irrupción por la puerta de la entrada, lo colocó sobre el

pequeño mostrador y después me sonrió. Su sonrisa, moribunda, sólo le sumó arrugas a su de por

sí arrugada cara. Estaba claro que no tenía clientes con frecuencia, porque su amabilidad era

exagerada y su atención, puesta totalmente sobre aquel curioso que era yo, dejaba conocerle la

admiración que sentía por su propio trabajo que, me contaría el mismo Koen, le había dado

muchos logros en Europa, sin llegar a ser siquiera conocido en este país tan ignorante de la

taxidermia. Eso me dijo Koen, ignorantes todos de la taxidermia, mientras yo observaba

maravillado una enorme hiena disecada al fondo de la tienda, entre uno de los estantes sucios y la

pared. Para evitar preguntas incómodas de curiosos sin criterio, por eso está aquí; mira nada más

qué perfección. Es sin duda mi mayor logro. Ya nadie diseca hienas. Me ofrecieron mucho

dinero por ella alguna vez. Por supuesto que no accedí. Koen hablaba y a mí me parecía que

estaba disecado tal como lo estaban los animales muertos que nos rodeaban. Fue justamente eso

lo que me invitó a ser taxidermista. Las palabras de aquel hombre viejo con acento extranjero y
su proximidad a lo muerto, lograron convencerme de continuar con una labor tan humana como

lo es la preservación de lo que no está vivo.

Koen accedió a convertirse en mi mentor, y me rentó un cuarto en la parte trasera de la tienda.

Así decidí instalarme en esa ciudad del centro del país por un tiempo. Encontré trabajo en una

cafetería cercana, al cual dedicaría las tardes, mientras que, por las mañanas, me dispondría a

aprender todo lo que Koen tenía por enseñarme. Mis primeros intentos, fallidos, por cierto,

fueron con roedores que conseguía poniendo trampas a lo largo de la tienda y el patio que la

separaba del cuarto donde yo dormía. Los instrumentos que utilizaba Koen eran, justamente, los

mismos que se utilizan durante las disecciones de un cuerpo humano, por lo que no me fue difícil

familiarizarme con su uso y desarrollar, nuevamente, habilidad con ellos. A pesar de mis fallas

constantes, sobre todo con el cuidado de las pieles, estaba convencido de mi vocación de

taxidermista. Después de los roedores comencé con las aves y después fueron los sapos. La piel

de los sapos es terriblemente delgada y se rompe con extrema facilidad, extraerles las vísceras y

los huesos por la boca es una tarea sumamente complicada. Hacer que los animales parezcan

estar llenos de vida es, por otro lado, lógicamente, una tarea aún más difícil, puesto que no lo

están. Después de un tiempo Koen enfermaba frecuentemente, por lo que tuve que hacerme

cargo de la tienda y dejar el trabajo en el café. Las ventas eran, para mi sorpresa, bastantes. Sin

embargo, la mayor parte de los trabajos eran por encargo de clientes europeos. Los trabajos

locales eran, generalmente, pequeños pedidos de patas de conejo que se convertirían en llaveros.

He logrado, a lo largo de los años, y gracias a las enseñanzas de Koen, darles ese toque de vida a

los animales muertos, lo que me parece, a estas alturas, entrañable. Es, digamos, el relleno que

suple todo lo que les saco por la boca.


Después de estar dos años en aquella ciudad, decidí que era tiempo de comenzar mi negocio de

taxidermia. Le expuse a Koen mis intenciones y las aplaudió con enferma tristeza. Ambos

sabíamos que jamás nos volveríamos a ver y que su legado lo conservaría tal y como me enseño

a conservar lo muerto. Nos despedimos un jueves por la mañana, y Koen se quedó sonriente, sin

sumarle más arrugas a las que su arrugado rostro ya tenía.

Al poco tiempo de haber regresado a la ciudad a la que había llegado hacía siete años con la

intención de estudiar medicina, coincidí con Karina en un restaurante al sur, de manera

inesperada, por supuesto, como todo lo importante que pasa al ir muriendo. Ella había terminado

ya sus estudios y trabajaba en un hospital cercano al departamento en el que yo vivía.

Comenzamos a vernos cada vez con más frecuencia, hasta que decidimos vivir juntos. Algunas

veces, a lo largo de esos años, nos acordábamos de Axel, aquel muerto que ella había bautizado

durante la primera disección.

El negocio de taxidermia prosperaba. No había, sin embargo, interés de la gente en los animales

completos. El interés de la gente comenzó a centrarse en las cosas sencillas: patas de conejo y

pieles. De vez en cuando el apego a una mascota muerta obligaba al dueño a llevar al animal,

casi siempre recién fallecido, hasta mi lugar de trabajo. Gatos, perros, cacatúas. Antes, la

taxidermia estaba destinada a la conservación de los animales que eran cazados o, en muchos

otros casos, a la simulación de haber sido cazados, pero eso cambió mucho, y los apegos de la

gente a sus mascotas es cada vez mayor.

Karina, hasta donde sé, sigue intentando preservar la vida y, yo, como puede usted apreciar, a

preservar la muerte. Ambos compartimos la cama y quince años muriendo en mutua compañía,

hasta que, por diferencias relacionadas con engendrar vida, irónicamente, nos separamos. Han
pasado casi dos años y, por su puesto, mi vida, que había visto definitivamente acompañándose

por la suya, perdió su sentido. En ese estado me era imposible trabajar y era, lógicamente,

absurdo intentar dar vida a los animales muertos, puesto que yo mismo dudaba de estarlo. Fui

cayendo poco a poco en una situación que me fue quitando peso y aumentando canas y arrugas.

Intenté conservar un poco de lo que me quedaba en alcohol y me dediqué a beber hasta que ya no

tuve más dinero.

Hace dos días tuve un sueño muy curioso. Me encontraba en la puerta de la casa donde me

hospedé cuando recién llegué a la ciudad, con la edad que tenía entonces. Los árboles de naranja

eran totalmente grises, y pensé que la contaminación de la ciudad termina por matarlo todo.

Entré a la casa y caminé hasta el pasillo en el que por fin alguien se había dignado a poner un

foco. Subí las escaleras hasta mi antigua recámara, me recosté en la camita individual y me

quedé dormido. Comencé, para mi sorpresa, a soñar en el sueño. Me vi parado sobre un

hormiguero gigante y las hormigas iban una tras otra en un orden que jamás he entendido por

más que lo vea, sea en sueños o sea despierto, sea en la ciudad o sea en el pueblo. Escuché un

grito al que no le entendí nada. Las hormigas habían comenzado a subir por mis piernas y

parecían estar devorándome poco a poco entre todas. Tomaban cada una parte de mi cuerpo, una

minúscula parte, y regresaban hasta su hormiguero para dar lugar a la siguiente que hacía lo

propio. Desperté con dolor en mis piernas y me las miré, intactas. Me levanté de la pequeña

cama y caminé decidido a salir de la casa. En la sala, sentado en uno de los muebles que parecían

sacados de la basura, estaba Axel sentado. Lo observé detalladamente y él me miró con todo su

cuerpo abierto. Cuidado, me dijo, y yo no le contesté nada. Abrí y cerré mis ojos en

innumerables ocasiones, hasta que, por fin, desperté. Todo estaba claro.
Dejé mi cigarro en el cenicero que apareció sobre la mesa metálica del café donde, de vez en

cuanto, me encontraba con mi amigo. Él nunca pedía nada, yo, por supuesto, siempre pedía una

cerveza. Le pregunté qué era lo que le parecía que estaba claro. Me miró frunciendo el ceño.

Quiero que cuentes la historia de Axel, desde aquí yo no puedo hacer mucho. Yo no pude más

que asentir con la cabeza. Entonces desperté. Miré la lámpara que cuelga del techo de mi cuarto

y me alegré de que estuviera libre de telarañas. Tomé mi cuaderno lleno de dibujos de partes del

cuerpo humano y comencé a escribir sobre mi amigo de sueños y sobre Axel. Tú acabas de leer

su historia.

También podría gustarte