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Aquila 01.06.14
Título original: Las lágrimas de Hemingway
Reyes Calderón Cuadrado, 2005
Retoque de cubierta: Aquila
Las viejas campanas iban a dar las ocho. Sin embargo, había
una gran quietud. La sólida masa de trotamundos, turistas,
vagabundos, peregrinos, ladrones, fanfarrones y jovenzuelos ávidos
de riesgo se había disuelto como el azucarillo en el agua. Habían
emigrado o aún dormían. Si oían las campanadas del reloj de San
Cernin, no hacían caso. Los aparatos de televisión permanecían
apagados. Javier Solano había guardado su espléndida voz a buen
recaudo. Olía a pan amasado con pena y a café recién llorado.
Como todos los quince de julio, se adueñaba de Pamplona el
letargo.
Los adoquines estaban sembrados de todo y de nada. Los
barrenderos a duras penas conseguían poner orden en aquel
desconcierto. El vallado de madera, retirado por los carpinteros
municipales, suspiraba en silencio en su caseta. Por orden de la
Autoridad, había sido encerrado hasta el próximo julio.
Al Hemingway de bronce, algún mozo le había anudado otro
pañuelico rojo al cuello. Con éste iban seis.
En su anonimato, dos forasteros patean Pamplona disfrutando
de la charla ociosa, del agora sin política, de los bazares sin dinero,
del vivir sin ser juzgado. No les interesa el resto del mundo, pasean
sin destino entre las murallas de la ciudad, absortos, enlazadas sus
manos por encima del hombro izquierdo de ella.
—¿Volveremos algún día? —pregunta Lola a su marido.
—¡No me digas que te ha picado el gusanillo de la Fiesta!
—Pues no te digo que no. Y eso que no hemos podido ver casi
nada. Aun así, la mitad de lo que he visto haría palidecer cualquier
otra fiesta.
—Repetiremos, pues. Aunque me temo que los chicos se
empeñarán en acompañarnos.
—De acuerdo. Sólo una condición: ninguno corre el encierro,
¿vale?
—¡Mujer!
—¡Nada! Los toros, desde la barrera.
—De sombra.
—Eso, de sombra y con bocadillo.
—Ha llamado el inspector Iturri. Han detenido a Rodrigo Robles
en un aeropuerto: ha confesado. Parecía que casi lo deseaba,
llevaba demasiado tiempo viviendo al filo de la realidad.
Previamente habían detenido al inspector Ruiz. ¡Espero que a éste
le pongan unas esposas atadas a la cama de por vida! —exclamé.
—No he entendido demasiado qué es lo que ha pasado. Sé que
Mocciaro y otros catedráticos crearon una especie de hermandad
dedicada a preservar a la ciencia de los indeseables, muchos, por
cierto. Se dedicaban a entregar condecoraciones por vía no
reglamentaria…
—Parece un argumento de película…
—¿Y qué pintábamos nosotros en ella?
—No lo sé —mentí—, pero mejor olvidarlo.
—Míralo por el lado bueno: ahora serás catedrático.
—No quiero serlo. Ayer Gabriel me sugirió opositar a la
judicatura. Creo que sería un buen juez. ¡Me opondría a las
prisiones provisionales sin razonar! ¡Arremetería contra quien
quisiese encarcelar a hombres altos, guapos y con ojos azul
verdoso!
—Pues no me disgustaría estar casada con una juez. ¿Qué tal
es el sueldo?
—No tengo ni idea, pero ya que sacas el tema, he hablado con
sor Rosario esta mañana. Le he dicho que pasaríamos a entregarle
un donativo para sus niños. Estaba encantada con el fin de esta
historia. Como ahora no tiene nada especial que hacer, estaba
lavando de nuevo su ropa, por si Dios quería llevársela ya.
—¿Y dónde anda Clara? ¿Rodeada de gitanos finos? ¿Habrá
decidido ir en busca de su media naranja?
—¿No lo sabes, Jaime?
—No, ¿qué pasa con Clara?
—Nada que interese. No quiero volver a oír ese nombre. Ata de
una vez ese pañuelo a la estatua.
He terminado. Supuse que, ante cualquier referencia a los
protagonistas de aquellos hechos, sería incapaz de controlar las
lágrimas, pero ni siquiera se me han empañado los ojos.
Siempre había detestado las lágrimas, llorar inevitablemente
cada vez que alguien afinaba, siquiera levemente, las cuerdas de
alguno de mis sentimientos. Ahora me gustaría poder echar mano
de ese arma y ablandar mi carácter. No he sido consciente de la
bondad de las lágrimas hasta que he dejado de llorar.
Escribiendo estas páginas casi sin respirar, he vuelto a sentir esa
sensación de que me habían extirpado la inocencia, la
desesperación porque el enemigo es grande y yo pequeña y torpe.
La investigación de los delitos sigue: sólo Miguelón Ruiz y Rodrigo
Robles figuran como implicados.
Tengo por cierto que la muerte de Niccola Mocciaro fue en vano,
pero la pueril emoción que siento al notar a esta criatura pataleando
en mi piel me reconforta. Cuando nazca, volveré a aprender de su
rostro la inocencia, volveré a mamar la paz y la alegría de lo puro,
de los sin mácula y de la mayor propiedad que haya tenido nunca:
mi familia, una familia de Pamplona.
De momento, subiré el volumen. Va a comenzar el encierro y
corren Miuras.
Reyes Calderón nació en Valladolid en mil novecientos sesenta y
uno, aunque se siente pamplonesa de toda la vida. Es doctora en
Economía y en Filosofía, es profesora y vicedecana primera de la
Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad
de Navarra. Profesora visitante en la Sorbona y en la Universidad de
California, Berkeley.
Desarrolla su labor profesional alrededor del buen gobierno y la
anticorrupción. Articulista y conferenciante habitual, es además
madre de nueve hijos. Aunque reconoce que la literatura «va
ganando tiempo» en sus quehaceres, asegura que no abandonará
sus otras responsabilidades, entre ellas la de decana de la
Universidad de Navarra, porque necesita «el contacto con la gente»,
si bien reconoce que «araña» horas al día y que aprovecha la
noche, un momento en el que sus personajes la asaltan: «están ahí
conmigo en una especie de esquizofrenia».
Notas
[1] «Cuando los toros corren por la calle». (N. del E. D.) <<