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LEER ANTES DE LEER

Confesiones de un lector

Recuerdo que uno de los primeros libros que tuve entre mis manos,
niño aún, y que hojeé con avidez extrema, fue un texto, que habían
utilizado mis primos mayores en los primeros grados de Educación
Primaria. Era un libro muy antiguo con tapas gruesas y oscuras que
protegían sus páginas del tiempo y la humedad. Lo encontramos
refugiado en uno de los amplios baúles que mi madre usaba para
guardar las frazadas y ropajes que nos abrigaban cuando regresábamos
de vacaciones a la tierra que nos vio nacer.

Cuando el libro fue descubierto se desató una algarabía inusitada. No


recuerdo si esto se debió al anhelo irrefrenable de leer o sencillamente a
la curiosidad que despertó su apariencia de anciano apacible. Lo cierto
es que, sin saber cómo, mis hermanos empezaron a hojear el libro y de
rato en rato se detenían en alguna de sus amarillentas páginas y decían
cosas que reflejaban su contento, reían señalando las imágenes y, por
supuesto, yo también reía con ellos ante alguna que me era familiar.

En aquel entonces, yo aún empezaba a familiarizarme con las primeras


letras del alfabeto y, naturalmente, tenía muchas dificultades para leer.
Mis hermanos, en cambio, ya cursaban los primeros grados de
Educación Primaria, lo cual les otorgaba cierta autoridad para atender,
cuando no les era molestoso, ciertas consultas mías sobre las imágenes
o expresiones contenidas en el texto.

Recuerdo que una de las partes que más llamó la atención de mis
hermanos fue un cuento llamado Los músicos de la aldea. Vi en sus
rostros una expresión de felicidad, de tesoro descubierto y de inocente
complicidad con el texto. Hoy debo confesar, muchos años después, que
ese fue el momento decisivo que me hizo encontrar la magia de la
lectura. Siempre había intentado descubrir aquel impulso inicial y en
ese intento aseguré muchas veces que me comprometí con ella gracias a
Peter Pan, Ali Babá, Sansón o a Condorito, entre otros. Pero no, fueron
los solidarios Músicos de la Aldea, aquellos personajes de ternura
infinita, quienes me iniciaron en el embriagante vicio de leer.

Claro está que yo no podía descifrar a cabalidad las líneas de ese


cuento, pero fueron sus imágenes las que me cautivaron, me sentí
plenamente identificado con ellas porque formaban parte de mi vida
misma. Cómo no enternecerme ante la
mansedumbre de un burrito que me cargaba en
su lomo de un lugar a otro. Cómo no entender la
presencia señorial del gallo que cantaba todas las
mañanas en el gallinero de mi corral. Cómo dejar
de acercarme a la tibia pelambre del gato y del
perro, si con ellos correteaba todos los días de mi
infancia. Sin duda, fue esta comunión entre mi vida y aquellas
imágenes de blanco y negro la que me acercó al libro para siempre.

Yo me enteré de la historia de los músicos de la aldea gracias a la


lectura en voz alta que hicieron mis hermanos y, al escucharla, me
sentía como en un sueño, imaginaba cada paso, cada movimiento, cada
estrategia que urdía el equipo de músicos para espantar a los ladrones.
Cuando mis hermanos dejaron el libro, yo volví sobre él tratando de
descubrir en sus páginas la historia que acababa de escuchar, y lo
logré. Viví nuevamente el relato, no a partir de sus líneas
(incomprensibles para mí), sino gracias a las imágenes sencillas pero
muy ilustrativas que acompañaban los párrafos. Entonces, prometí
solemnemente que al aprender a leer volvería tras las amarillentas
páginas de aquel vetusto amigo.

Hoy, después de haber cumplido con creces aquel compromiso me doy


cuenta de que, en realidad, ese libro fue leído desde el primer momento
en que lo vi. ¿Acaso no supe qué sucedió con los personajes?, ¿acaso no
construí mi propia historia con las imágenes que vi? Claro que sí. Lo
que pasa es que la lectura es un proceso que empieza precisamente
antes de leer, cuando hacemos conjeturas, cuando formulamos
predicciones, cuando planteamos hipótesis. Este es un momento clave,
porque de su trascendencia, de su significatividad y de su capacidad de
motivación depende el éxito de lo que viene después.

Todos leemos algo a partir de nuestras experiencias anteriores y son


éstas precisamente las que nos acercan al libro. No está demás decir
que mi familiaridad con los animalitos del cuento referido fue lo que
motivó mi interés por conocer esa historia y, consecuentemente, mi
afán por leer más. Mi padre siempre tenía un burrito con nosotros y
éste cargaba nuestras cosas cuando salíamos de viaje,
en él montábamos ya cansados y un perro siempre
seguía nuestros pasos. En el fogón donde cocinaba mi
madre o mi abuelita siempre había un gato
ronroneando junto al calor de las cenizas y mi madre
nos hacía levantar al primer canto del gallo que
dormitaba en el corral. ¿Habría de rechazar una
historia cercana a estas experiencias?

No recuerdo que en la escuela haya tenido una vivencia como ésta, pero
cómo me hubiese gustado tenerla. Aún hoy no comprendo cómo los
maestros se empecinan en darnos cosas que a nosotros no nos
interesan. Si no dejáramos de ser niños o no dejáramos de pensar o de
sentir como niños seguramente serían otras nuestras decisiones. Cómo
me hubiera gustado que la escuela se acerque a mis campos, a mis
chacras, a mis pájaros, a mis quebradas. Cómo hubiera gozado con
historias sacadas de mi entorno, con personajes cercanos a mi vista,
con paisajes en los cuales correteaba todas las tardes. Una sola de
estas historias hubiese preferido a los aburridos y forzados relatos
sobre “mártires” o “próceres”, tan ajenos a mis travesuras de niño.

Eran tan pocas las horas que dedicábamos a leer en la escuela que me
parece inconcebible haber desperdiciado ese valioso tiempo con
historias o poemas sin sentido, o cuya importancia solo cabía en la
cabeza de nuestros maestros. Yo recuerdo que esperaba con ansias el
momento de la lectura, pero caía rápido en el aburrimiento. Era la
práctica de siempre, la misma rutina: lectura del profesor, lectura de los
alumnos, resolución de cuestionario, calificación de las respuestas.
Pronto llegué a la desesperanza. No entendía por
qué la lectura, siendo tan placentera, en la
escuela se volvía pesada y desmotivada. Llegó el
momento en que mis compañeros y yo
asociamos tanto la lectura a los exámenes que
cuando el profesor anunciaba que íbamos leer,
temblaba nuestro cuerpo y sudaban nuestras
manos, y no veíamos la hora de volver a los fríos
análisis gramaticales y clasificaciones
morfológicas.

Siempre me he preguntado por qué nos aburrían las lecturas que se


practicaban en la escuela y la respuesta sigue siendo la misma hoy: las
historias, los poemas, los relatos no se relacionaban con nuestra vida,
con nuestras experiencias anteriores, con nuestros conocimientos
previos. Es que cada persona tiene sus propias concepciones de mundo
y de hombre, su propia fe y sus propias tradiciones y, a partir de ellas,
lee la realidad. Empezamos a leer antes de hacerlo aunque parezca
contradictorio. Nuestros saberes acumulados nos permiten anticipar
respuestas, hacer predicciones y otorgar sentido a todo lo que es
comunicable. Entonces, ¿por qué no empezar por ellos?, ¿por qué no
relacionar el contenido del texto con lo que ya sabemos, con nuestras
motivaciones e intereses? Yo leí Los músicos de la aldea, sin saber leer,
a partir de sus imágenes construí su historia y en esta aventura quizá
logré modificarla y ampliarla.

La escuela tiene un reto: acercar la lectura a la realidad próxima del


niño, hacer que ella forme parte de su ser, de sus vivencias y
experiencias cercanas, sólo así estaremos forjando futuros lectores.
Basta ya de formar pequeños lingüistas, basta ya de amenazar con un
calificativo a quien no lee, pues la lectura es parte de nuestra libertad y
no acepta restricciones o presiones de ningún tipo. Mientras no
logremos esto, los niños seguirán buscando respuestas en la calle,
hurgando historias en sus encuentros infantiles o soñando tropezar
algún día con sus propios músicos de la aldea.

Elvis Flores M.
elflores_2@yahoo.es

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