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inkerton P mee osniep obenues ap sauon! Aguirre, Sergio La sefiora Pinkerton ha desaparecido / Sergio Aguirre. - La ed . 8a reimp. - Ciudad Auténoma de Buenos Aires : Grupo Editorial Norma, 2018. 104 p.; 20x 11cm. ISBN 978-987-545-568-9 1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Titulo. CDD 863.9282 © Sergio Aguirre, 2013 © Santiago Caruso, 2013 © Editorial Norma, 2013 Av. Leandro N, Alem 1074, Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Reservados todos los derechos, Prohibida la reproduccién total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Marcas y signos distintivos que contienen la denominacién. “N"/Norma/Carvajal ® bajo licencia de Grupo Carvajal (Colombia). Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Primera edicién: abril de 2013 Octava reimpresién: abril de 2018. Direccién editorial: Hinde Pomeraniec Edicién: Laura Letbiker Coordinacién: Daiana Reinhardt Diagramacién: Romina Rovera Correccisn: Patricia Motto Rouco Tlustraciones: Santiago Caruso Gerencia de produccién: Gregorio Branca _ CC 61074621 ISBN 978-987-545-568.9 Contenido Capitulo 1 Capitulo 2 Capitulo 3 Capitulo 4 Capftulo 5 Capitulo 6 Capitulo 7 Capitulo 8 Capitulo 9 Capitulo 10 Capftulo 11 Capitulo 12 Capitulo 13 Capitulo 14 Capitulo 15 Agradecimientos Capitulo 1 iB. ay | 's una bruja! La sefiora Pinkerton susurré esas palabras al ofdo de su hijo, que en ese momento se ha- Ilaba sentado en uno de los elegantes sillones de la casa de su madre, en los suburbios de Oxford. Edmund, su tinico hijo, nunca la habia visto tan alterada. La anciana iba nerviosamente de una punta a la otra, y cada tanto daba golpes en el suelo con el bastén de una manera que habia comenzado a fastidiar a Picasso, su gato; un ejemplar negro y rechoncho, con un humor tan agrio como el de su duefia. La sefiora Pinkerton era conocida por su arrogancia y su pésimo cardcter. Nadie le gus- taba y en nadie, decia, se podia confiar. Asf era ella. Sin embargo, Edmund notaba que en esta ocasién algo mas estaba sucediendo. Su madre jamas lo habia recibido con el aspecto desalentador que mostraba esa tarde: sus blancos cabellos recogidos con descuido, el rostro sin maquillaje, y cubierta con su viejo salto de cama verde, como si recién se hubiera levantado. -Una bruja verdadera -continud la sefiora Pinkerton-. jY vive al lado de mi casa! Termin la frase con un enérgico golpe de baston y fue hasta el otro extremo de la sala para volver mirando fijamente a Edmund con sus ojos severos: -jNo vas a decir nada? Edmund no abrio la boca. Oirla decir que la sefiorita Larden, la mujer que se habia mudado a la casa de al lado, era una bruja verdadera, lo dejaba sin palabras. ;Por qué decia “verdadera”? Su madre podia ser or gullosa, intolerante, desconfiada, pero siempre habia sido una mujer repleta de sentido comtin. Nunca habia crefdo en brujas. No podfa estar hablando en serio... -jNo me crees, verdad? -pregunté ella, como si le adivinara los pensamientos. Edmund carraspeé y se acomodé en su asiento. Tenia que responder algo, pero no sabia qué. jAcaso su madre estaba perdiendo la razon? Entonces ella continus: -Y ahora estés pensando que me he vuelto loca. Lo veo en tu mirada. No me lo vas a de- cir, pero es lo que estds pensando. Eres igual que tu padre... Edmund decidio hablar con el mismo tono sereno que empleaba con sus alumnos de la universidad cuando se ponian dificiles: -En todo caso me gustaria saber por qué afirmas que la sefiorita Larden es una bruja, madre. -Lo sé porque la conocf. Fue hace muchos anos... La sefiora Pinkerton dio unos pasos y se hundis en su sillén, como si de pronto se le hubieran agotado las fuerzas. Cerré los ojos, y volvié a abrirlos, antes de decir: -Yo sé quién es. Y sé lo que hizo. Entonces Edmund, por primera vez, vio el miedo en los ojos de su madre. Capitulo 2 ° —¢ ‘uién es esa mujer? —Edmund se inquiet6-. (Te ha hecho algo? La sefiora Pinkerton miré hacia el muro que separaba su casa de la casa vecina: —iEsa mujer es un demonio! Edmund habfa visto a la sefiorita Larden una sola vez, hacfa una semana, en la vete- da, por casualidad. Ella salfa de su casa con un maletin, cuando él descendfa del auto. La recordaba perfectamente. Le parecié elegante, sofisticada y muy atractiva. Un tipo de mujer importante. De las que podfan salir en las por- tadas de las revistas. Por qué su madre decfa que esa mujer era una bruja? Ella continu —tY sabes lo que me dijo? {Que vamos a ser muy buenas amigas! —la sefiora Pinkerton llevé sus manos a la cabeza, como si con aquellas pa- labras hubiese cafdo sobre ella una maldicién: —iTienes que sacarme de aqui! Te lo supli- co, Edmund, isfcame de aqui! Esa anciana orgullosa de pronto parecia una nifia muerta de miedo. Muerta de miedo porque una vecina querfa ser su amiga. Eso no tenia el mds minimo sentido: —Madre, me estas preocupando... Pero la sefiora Pinkerton no lo dejé termi- nat: —IShh... shh...! -irguié su cabeza en sefial de alerta. El gato, que estaba echado a sus pies, hizo lo mismo. —iEscuchas? —pregunté en voz baja. Edmund aguz6 sus ofdos. El silencio era to- tal. La sefiora Pinkerton se incorporé de su si- Il6n y se dirigié hacia el muro lindante con la casa de la sefiorita Larden: —iEsta ahi! iPuedo oirla! En ese momento Edmund reparé en el es- pacio vacio que habfa dejado uno de los cua- dros de su madre. Ahora el cuadro se hallaba en el piso, reclinado contra la pared. Desde su juventud la sefiora Pinkerton se habia de- dicado a pintar paisajes ingleses. Se sentia orgullosa de sus pinturas, que se lucfan en todas las habitaciones de la casa. La anciana apoy6 su ofdo en el sitio que an- tes habia ocupado el cuadro: —iEscucha! —murmuré. —En verdad, no escucho nada. Y me gusta- rfa que te tranquilizaras y... -iCallate! Edmund guard6 silencio. Entonces escu- ché. Era un sonido raro y apagado, que no supo situar. Podfa ser cualquier cosa. —iLa oyes? Esté tramando algo. Lo sé. iSe esta preparando...! —y grité en voz baja—: iPara hacerme desaparecer! La sefiora Pinkerton se separé del muro como si quemara, y comenzé a mirar hacia to- dos lados, extendiendo los brazos, como si bus- case por donde escapar. Entonces se abalanz6 sobre Edmund, y sacudiéndolo de las solapas de su traje, le grité: —iHaz algo! iHaz algo! El gato, al ver semejante reaccién, huyé ra- pidamente hacia la cocina. Edmund perdié la paciencia: -[Basta! —se levanté, y tomando a su madre de los hombros la obligé a sentarse de nuevo-: ahora te tranquilizards. Prepararé té, y me contaras exactamente qué pasé con esa mujer. Capitulo 3 ei vi ayer, cuando regresaba de la farmacia... Después de tomar el té, la sefiora Pinkerton se habfa recompuesto y parecfa la misma de siempre. ~Tuve que ir yo porque la inepta de Mary habfa olvidado comprar las pastillas para mis jaquecas —hizo un gesto de desaprobacién-. Esa muchacha no puede continuar a mi servicio... “Otra vez”, pensé Edmund. Las asistentes de su madre nunca duraban més de unos po- cos meses. -Vi que una mujer intentaba abrir la puer- ta de la casa de al lado —continué la sefiora Pinkerton—. Sabfa que la casa tenia una nueva duefia. Debia ser ella. Nuestras miradas se cru- zaron. Tt sabes que a mf no me gusta alternar con los vecinos, pero era inevitable saludarla: “Buenas tardes”. —Entonces ella se volteé para quedar frente ami, y dijo: “Hola, querida”. —Me quedé mirndola. Sus ojos... Habia algo en su rostro, algo familiar y extrafio al mis- mo tiempo. Yo habja visto a esa mujer alguna vez, estaba segura. Y esa idea fue mas poderosa cuando escuché su nombre: “Soy la sefiorita Larden”. —Larden... Larden... Ese nombre comenzé a dar vueltas en mi cabeza. iOjala la hubiese reconocido en ese momento! {Hubiese salido corriendo de alli! La sefiora Pinkerton hizo un gesto con las manos: —No sé explicar lo que pasé después, no sé qué me hizo, pero al rato estabamos tomando el té en su casa como dos viejas confidentes. iLo imaginas? (Yo? No. Edmund no lo podfa imaginar. —iNo puedes, verdad? Fue como si se hubie- ra aduefiado de mi voluntad. En ese momento las cortinas de la sala se sacudieron levemente ante una réfaga de vien- to. Edmund observé que, detras de las venta- nas, el cielo se habfa oscurecido. Anunciaba una tormenta. —Edmund, cierra la ventana —ordené la se- fiora Pinkerton-. Traba los postigos, pero deja uno abierto. Abierto pero trabado.-Sabes que aborrezco el viento. —Si, madre —dijo Edmund obedientemente, y se levanté, trab6 los postigos, dej6 uno abier- to y certé la ventana. De regreso tropez6 con las patas de un caballete. Los rollos de lienzo que habfa en él temblaron a su paso. Desde que la sefiora Pinkerton no subfa més las es- caleras de su casa, usaba la sala como atelier. —Menos mal que tienes los anteojos pues- tos, Edmund... —Si, menos mal, madre. La sefiora Pinkerton aguardé a que su hijo se sentara de nuevo para continuar: —Hablamos... en realidad, hablé yo todo el tiempo. Me hizo sentir tan c6moda... Me te- sultaba una mujer... encantadora. Le conté de ti, que eres profesor de la universidad, de mi pasién por la pintura y de mi gordo hermoso-. Miré al gato, que ahora estaba echado a sus pies. Edmund odiaba cuando su madre Ilamaba al gato “mi gordo hermoso”. Ella solo menciond que habia vivido en América —prosiguié la anciana— y que nunca se habfa casado. “Qué raro”, pensé, esa mujer tan bella, tan agradable... no debfan faltarle propuestas de matrimonio. Mientras tanto yo trataba de recordar: {Dénde la habfa conocido? iCudndo? Y estaba a punto de decirlo. Pero no fue necesario: la sefiorita Larden extendid su mano hacia una caja de bronce que se hallaba sobre la mesa y me pregunté: “iLe molesta que fume?”, ~Tii sabes que detesto ese habito, me pare- ce nauseabundo, y también detesto a los fu- madores, pero respondi con la mejor de mis sonrisas: “(Fume todo lo que quiera! iNo me molesta en absoluto!” -Entonces ella abrié la caja, sacé un ciga- trillo, y después, no vi de dénde, aparecié la boquilla. Era una larga boquilla de plata, com- pletamente grabada, finfsima. Vi la forma en que la tomaba, sus manos, ese movimiento... ”Y de pronto recordé todo. iEra ella! iEra la mujer del hotel! Me puse de pie de un salto y empecé a re- troceder alejandome de ella, como si fuera una planta venenosa. *iLe sucede algo, sefiora Pinkerton? —me pregunt6, sorprendida por mi comportamiento. No... nada... nada, yo... debo irme. iMi hijo debe estar por llegar en cualquier mo- mento! "Traté de alcanzar la puerta lo més répido que pude. Entonces escuché su voz detras de mi, que me decfa: ”_{Sabe, sefiora Pinkerton? Usted y yo va- mos a ser muy buenas amigas. Edmund vio cémo el rostro de su madre se deformaba por el Ianto: —iDios mio! iQué ser4 de mi...! Aesta altura, Edmund estaba francamente alarmado. Ya no tenfa dudas de que la salud de su madre se hallaba afectada. Y por lo visto, de una manera bastante seria. (Qué era todo esto? (Qué tenia de amenazante el encuentro con la sefiorita Larden para que su madre se pusiera asi? -No entiendo por qué es tan terrible que quiera ser tu amiga... —Porque esa es la forma de marcar a sus victimas. iEsa bruja me ha marcado! iDe- bes creerme, Edmund! iNo me queda mucho tiempo! Edmund dio un respingo al escuchar aque- Ilas palabras: ~Pero, madre, por favor, sigo sin entender. —Claro que no lo entiendes... Ti no sabes lo que sucedié en ese hotel, aquel verano. —lAquel verano? —Si, cuando la conoef. El verano en el que hizo desaparecer a Lucy Grey. Capitulo 4 mein Se hace mucho tiempo... Ha- cfa poco nos habiamos casado con tu padre, td atin no habjas nacido. Ese verano decidi- mos ir a Dorset, a un hotel frente al mar... Un trueno interrumpié a la sefiora Pinker- ton. Resoné en toda la sala. Y comenzaron a escucharse las primeras gotas de lluvia gol- peando las ventanas. Picasso levanté su cabeza y permanecié inmévil. Fueron dos segundos. Luego, de un salto, subi6 al regazo de la anciana. —Elegimos ese hotel porque tenfa unas vis- tas maravillosas y yo estaba decidida a pintar mi Atardecer en Dorset. iRecuerdas ese cua- dro? —pregunté la sefiora Pinkerton mientras acariciaba al gato. Es el que estd en mi habi- taci6n... Edmund conocfa de memoria los cuadros de su madre. Tenia su Amanecer en Devon, su Me- diodfa en Canterbury, su Nieve sobre Blackpool, y asf veinticuatro paisajes de distintos lugares de Inglaterra. Todos hechos a partir de fotografias que ella misma tomaba y después titulaba con el nombre del lugar y la situacién del dia. Ella continué: También nos gust6 ese hotel porque era el tinico que tenia canchas de tenis, y en aquella época a tu padre lo apasionaba jugar ese esttipi- do juego. En esas ocasiones ‘yo aprovechaba para dar mis paseos por la playa y tomar fotografias. Una de esas tardes conoct a la sefiora Grey, que también se hospedaba en el hotel. Lucy Grey era una viuda que, desde la muerte de su esposo, se habia dedicado a viajar. Ya me habia llamado la atencién por su vestuario. La veia lucir, a cada momento del dia, un modelo diferente. Me en- cantaban sus vestidos, y se lo dije. El rostro se le iluminéd con una sonrisa y ex- clamé: (Por fin alguien de buen gusto en este hotel! Y asf comenz6 nuestra amistad. Ella misma disefiaba su ropa, me contd. Lo habia hecho siempre, desde nifia, para sus mufie- cas. Decta que si su difunto esposo se lo hubiera permitido, ella hubiese sido la disefiadora més famosa de Inglaterra. Estaba orgullosa de sus co- lecciones. .. La sefiora Pinkerton suspiré con nostalgia: iQué divertida era Lucy...! jlmposible abu- rrirse con ella! Vivia obsesionada por la moda y no podia soportar lo feo, lo desagradable. “El mal gusto —decta—es el peor de los pecados”. Podia ser vanidosa, es cierto, y un poco atrevida, pero me hacta reir... Q Edmund miré con disimulo su reloj pulsera. Por lo visto aquel relato iba a tomar su tiempo. La tarde se complicaba cada vez mas: su madre diciéndole que una bruja la iba a atacar, afuera la tormenta se desataba con més fuerza y él debja ir a buscar a su hija Alice al colegio... Lucy Grey era el tipo de persona que nunca se sabe si esta hablando en serio 0 en broma —con- tinué la sefiora Pinkerton—. Le gustaba sentarse conmigo en. la terraza para intercambiar impre- siones sobre las otras sefioras del hotel. Una vez llegaron dos mujeres “escalofriantemente vesti- das”, segtin ella. Una con un sombrero ornamen- tado con exceso para mi amiga, que murmuré: —;Por Dios! ;Has visto esa frutera? Cuando nos retiramos, tomé un racimo de uvas de la mesa, y al pasar junto a ellas, desliz6: —jOh, qué pena! A alguien se le ha catdo esto... Vi que la aludida le lanzé una mirada furi- bunda, y exclamé en voz baja: —jCreo que la ha oido! —jEn serio? —dijo la sefiora Grey, voltedndose. Y agreg6—: ;Mejor! Tiene la suerte de que alguien que sabe cémo vestir —se sefialé a si misma- le haya hecho notar sus malas elecciones. Hoy aprendid algo. ;Deberia estar agradecida! ;No piensas lo mismo? —jOh, no la veo muy agradecida...! —repli- qué-. Mas bien parece con deseos de tomar algo -¥ tirdrselo como un proyectil. Ella esbox6 una sonrisa, y me tomé del braxo: —Entonces vaydémonos rapido, carifio. jVayd- monos lejos de esta chusma! La sefiora Pinkerton hizo una pausa antes de continuar: Una tarde volvia con tu padre y nos cruzamos con ella en el vestibulo. La noté un poco excitada. Me daba cuenta, por sus ojitos, de que queria de- cirme algo. Pero no delante de tu padre. Acorda- mos reunirnos en la terraza, antes de cenar. La encontré pasedndose junto a la balaustra- da. Iba y venta, parecia ansiosa. —jLucy! —la llamé. Ella se acercé répidamente y me condujo ha- cia una mesa algo alejada del resto: —Espero que estés preparada para lo que te voy a decir. Nos sentamos. Eché una mirada en torno y, en vox baja, dijo: —Sospecho que en este hotel hay una bruja. Capitulo 5 Pew trataba de comprender... Su madre le contaba una historia ocurrida hacia més de cincuenta afios, en un hotel, donde una mujer tan orgullosa e insoportable como ella habia desaparecido. (Qué tenfa que ver eso con su nueva vecina? {Qué tenfa que ver con lo que habia sucedido ayer entre ellas? Otra vez miré el reloj. Atin faltaba para la hora de salida del colegio de Alice. De todos modos, era mejor esperar a que pasase la tor menta para ir a buscar a la nitia. —iMe est&s escuchando, Edmund? —S{, madre, perfectamente. Decias que tu amiga Lucy sospechaba que en el hotel habfa una bruja. Satisfecha con la respuesta, la sefiora Pinkerton continué: Al principio cref que era una broma, y en ese tono le pregunté: —{Solo una? -Oh, ya sé que el hotel esta leno de ell —me contest6é riendo, y agregd bajando la voz. Lo que digo ahora es que tenemos una bruja de verdad. —j{Cémo? —Lo que oyes. —{De qué habla usted, Lucy? ;De las que convierten a los nifios en ratones? —Oh, sf, carifio, me temo que ese tipo de bru- ja-. Lucy abrié sus pequefios ojos azules, espe- rando ver mi reaccién: —Inquietante, jverdad? Yo no sabia qué cara poner. Entonces me conté: -Yo estaba sola en el vestibulo, hojeando el periédico. En un momento alcé la vista y vi que entraba una mujer. Era alta, esbelta, elegantisima, de piel muy blanca, +y unos cabellos negros y ondu- lados que le legaban a la espalda. Pidi6 las llaves y pasé a mi lado camino a los ascensores. Nos mi- ramos. {Qué ojos! Me sonrid, y dijo: “Hola, que- rida”. No me preguntes por qué, pero no me pude sacar de la cabeza aquellos ojos en toda la tarde. "Ti atin no me conoces muy bien. A mi nadie me impresiona facilmente. Sin embargo, esa mu- jer me ha impresionado. Hay algo en ella... algo diferente; es distinta a cualquier otra mujer. Al escuchar esa descripcion recordé que esa mafiana habia visto a. una mujer ast, joven y her- ‘mosa, tegistrandose en el hotel. Debia ser ella. Lucy continud: —Después de aquel encuentro no podia con- centrarme en nada. Me volufa su imagen una y otra vez. Y no entendia por qué. Entonces recordé algo que una tia siempre nos contaba cuando yo era nifia... "Mi tia Edna, que era una mujer muy supers- ticiosa, decfa que algunas mujeres tenemos el don de poder reconocer a una bruja. Y que eso no era bueno. Al contrario, era muy peligroso. Porque si nos topdbamos con una bruja de Metskiila, mds vale que nos fuéramos despidiendo de este mundo. —{Bruja de Metsktila? St. Es una raza de brujas. Las hermosas y poderosas. Decta que si las brujas de Metskiila advertian que alguien las habia descubierto, les tomaba muy poco tiempo hacerlo desaparecer. igLo imaginas?! Yo no salia de mi asombro: —{Desaparecer? —Pues ast lo afirmaba mi tia: “La mujer que de- tecta a una bruja de Metskiila desaparece”. Decfa que estas brujas siempre son sefioras hermosas e importantes. Y que nunca, pero nunca, hay que mi- ratlas a los ojos. Pues en ese mismo momento tam- bién la bruja se da cuenta de que ha sido descubierta —Lucy prosiguid-. wY sabes cudl es la parte diverti- da? {Que detestan el amarillo! jLe tienen repulsion ase color! {Como si fuera dcido para ellas! -i usted cémo sabe si esa mujer detesta el amarillo? le pregunté. ~Oh, no lo sabemos... Pero pronto lo vamos a saber —Lucy hizo el gesto de quien ha descu- bierto algo que promete diversién—. Tengo un plan -continué abriendo su bolso y sacando un pafiuelo amarillo: Vamos a ver qué tal le sienta esto ala sefiorita Larden. —jSefiorita Larden? —Sf. Elizabeth Larden. Lo averigiié. Al pare- cer es una empresaria muy importante. Duefia de una empresa de cosméticos y... ssabes cudntos aiios tiene? Se acercé para decirmelo al ofdo. -jNo puede ser! —exclamé. ~jEso es lo que digo yo! jNo puede ser! Sin embargo, es lo que se rumorea en el hotel... —jVaya que son buenas esas cremas! —Mmm... dudo de que existan cremas tan buenas. Acd hay algo mds —Lucy hizo una pausa y achin6 sus ojitos-. { si la sefiorita Larden es una bruja de Metskiila? Dime: ino te encantaria descubrirlo? —jHabla usted en serio? Por supuesto que si! {No seria fantastico? Y si ante nuestros propios ojos comienza a despedir humo y a derretirse cuando le eche este pafiuelo al cuello? jOh, oh, oh! hizo como si se estreme- ciera de miedo, ¥y solté una risita. Yo no podéa creer lo que estaba escuchando: —Vamos, Lucy, se esté burlando usted de mt. Cree realmente que existen las brujas? —Oh, ti sabes cémo es eso... Las brujas no existen pero... no voy a tesistir la tentacién de comprobarlo. {Lo harfas ti? Por supuesto, la idea de mi amiga me parecfa absolutamente infantil. Pero era el tipo de cosas que ella podia hacer... La sefiora Pinkerton se tomé la cabeza con las manos: ~iQué error! iQué error! iLa tendria que haber detenido ah{ mismo! Capitulo 6 ° ea d ué sucede, Picasso? El gato habia comenzado a moverse en el regazo de la sefiora Pinkerton. Se lo vefa in- quieto. —iSucede algo, Picasso? —la anciana repitié la pregunta. Picasso la mir6. Después escondié su ca- beza bajo los pliegues del salto de cama de su duefia, para volver a sacarla y mirar a Edmund y ala sefiora Pinkerton alternadamente: ~iMiau! —iOh, mira lo que hace! {No es inteligente mi gordo hermoso? Edmund, que jamés habia visto un com- portamiento inteligente por parte de ese gato, se limit a sonrefr. Para él era una bestia co- muin y corriente. Sin embargo, su madre no se cansaba de presumir de él como si fuese el gato més listo del mundo. La sefiora Pinkerton reanudé su relato: Después de que Lucy me contara su plan para desenmascarar a la bruja, bajamos al salon comedor, Nuestra conversacién habia desperta- do mi interés en la sefiorita Larden. —jAhf viene! —mi amiga guard6 répidamente el pafiuelo en su bolso-: j;Mfrala! {No es una mujer impresionante? Entonces la vi entrar. Parecia una actriz de cine. En un instante atrajo todas las miradas del salén. Llevaba un magnifico vestido negro de noche, que resaltaba su figura, y se desplaxaba con esa leve indiferen- cia que tienen las divas cuando se pasean entre el priblico. Se senté a una mesa algo alejada de la nuestra. Pero podia ver su modo de tomar la copa, de dirigirse al moxo, de voltear la cabeza para mirar a todos sin mirar a nadie, y de volver a llevar su copa a los labios. Y aunque yo no crefa en brujas, sentt el impulso de permanecer lejos de aquella criatura. En ese momento llegé tu padre: —jBuenas noches, sefioras! —saludd, y mien- tras se sentaba, me pregunté—: ;Invitaste a la se- fiora Grey a nuestra excursién de mafiana? —Oh, les agradexco... —intervino Lucy rapi- damente—, pero mafiana tengo cosas que hacer aqut en el hotel —dijo mirando de reojo hacia la mesa de la sefiorita Larden. —No creo que sea un paseo muy divertido para la sefiora Grey —agregué—, voy a estar con- centrada en las fotografias todo el tiempo... —{Sabia usted que mi mujer planea ser una gran artista? —coment6é tu padre, con ese leve tono de burla que acostumbraba usar—. Ase- gura que su coleccién de paisajes serd famosa algtn dia... —Pues es lo que pienso —repliqué—. Aunque para algunos eso sea vanidad... —jOh! jLa vanidad del artista! Vaya pecado! -exclamé Lucy-. ;Pues me parece muy bien! jEl mundo seria un horror sin los artistas! ;Hay que perdonarles todo! —dijo alzando la vox, lo que hizo que algunos comensales de otras mesas se dieran vuelta para mirarla, y agregd—: Ade- mds, siempre recuerdo que mi tia Edna decia que hay que dejar la humildad para los que no tienen talento. Mientras cendbamos me dediqué a observar disimuladamente a la sefiorita Larden. Me Ila- mé la atencion la manera en que tomaba su bo- quilla y encendia el cigarrillo. Nunca habia visto encender un cigarrillo de esa manera. Lucy te- nia raz6n. Todo en ella eva diferente... Pero... guna bruja? Yo no podfa creer seme- jante cosa. Aun ast, evité mirarla a los ojos. Repentinamente, Picasso bajé de la falda de la anciana y se dirigié hacia el corredor que conduefa a las habitaciones. —iAdénde vas, Picasso? —pregunté la sefio- ra Pinkerton, extrafiada. El gato se perdié en el pasillo, que en ese momento de la tarde comenzaba a llenarse de sombras. -Ya va a volver. No le gusta estar mucho tiempo separado de mi... —Contintia, madre, por favor —le pidié Ed- mund con tono paciente, echando un répido vistazo al reloj. La sefiora Pinkerton retomé su relato: Al otro dia salimos de excursién con tu padre. Estuve a punto de comentarle la idea de mi ami- ga, pero no me atrevi, Se hubiera escandalizado. Me habria dicho que las dos habtamos perdido el juicio. Yo también pensaba.., ¢En verdad Lucy creta que aquella mujer iba a empezar a echar humo? ;Hablaba en serio realmente? Con ella nunca se sabia. Regresamos a media tarde. Estaba ansio- sa por que me contara qué habia pasado con el asunto del pafiuelo amarillo. La encontré en el comedor, frente a una taza de té. Apenas la vi noté que algo en ella habia cambiado. jLlevaba el mismo vestido que esa ma- fiana!, inconcebible tratdndose de Lucy Grey. Y su. vostro lucta muy pdlido. Temi que hubiera en- fermado: —Lucy, jestd usted bien? —Si, carifio... —dijo con vox apagada-. Me siento un poco cansada, nada mds. {Por favor, cuénteme! {Qué pasé con la se- fiorita Larden? Ella permanecié un instante en silencio. Pare- cta meditar mi pregunta. Y al cabo de un momen- to, respondi6: —Oh, eso fue... bastante extrafio. Capitulo 7 ae pensaba: no podfa ser que aquella sefiorita Larden de hacfa cincuenta afios fuese la misma sefiorita Larden que vivia en la casa de al lado. El la habfa visto. Tendria unos... éveinticinco?, étreinta afos? Aquella mujer del hotel debfa ser una anciana atin ma- yor que su madre, o ya debia estar muerta. Se trataba de una coincidencia de nombres. Aun- que también esta mujer fumara en boquilla... Miré el reloj. Atin quedaba tiempo: —/Entonces? —pregunté. —Entonces Lucy, como la otra vez, mird ha- cia ambos lados y bajando la voz me conté: —Estuve toda la mafiana con el pafiuelo en el bolso, esperando el momento de echdrselo al cue- Ilo. Cerca del mediodta la encontré en la terraxa. Se hallaba sentada, muy quieta, de espaldas a mt, mirando el mar. «La oportunidad perfecta», pensé. *Abri el bolso, saqué el pafiuelo, y me acerqué lentamente, tratando de no hacer el mds leve rui- do. Desde atrds veta su mano fina y bien curvada sosteniendo con elegancia la boquilla. Las volutas de humo se perdian en el aire. Habia recogido su cabellera dejando al descubierto su hermoso cue- Uo. Y en el instante en que iba a apoyar el pafiuelo sobre sus hombros, ella gird echdndose hacia un costado. Su cuerpo parecid... jdoblarse! Fue un movimiento tan rapido, tan increible, que quedé paralizada. "El pafiuelo habia catdo al suelo, sin haberla rozado siquiera. "Ella se habta puesto de pie, y me clavaba la vista con los ojos muy abiertos. "Oh, perdén!, yo pensé... que esto era suyo —balbuceé, mientras sentia que me temblaban las rodillas. "Ella no me contesté inmediatamente. Sus ojos permanecian fijos en mi: ”_Se equivoca usted. Eso no me pertenece —dijo sin mirar el pafiuelo que yacta en el suelo, y se retir6 rdpidamente hacia el interior del hotel. Yo me quedé all, de pie, avergonzada, atur- dida... Lo que acababa de suceder era imposible. iCémo supo que yo estaba detris? ;Cémo habia realizado aquel movimiento? Yo jamds vi algo ast... —Qué extrafio... -le dije. —Pero lo mas extrafio vino después. —jDespués? Sf, cuando fui a mi habitacién a descansar. Aquel incidente me habia puesto nerviosa, y ne- cesitaba estar un rato a solas. "Al bajar del ascensor me sentt desorientada. Era mi piso, pero me parecia estar allé por prime- ra vez. Y tenia la sensacién de que no estaba sola. Como si alguien me hubiera seguido por los silen- ciosos pasillos de este hotel. Sin embargo, cuando me daba vuelta no veia a nadie... Finalmente llegué a mi habitacién. Saqué la lave de la cartera, y de pronto, no sé de dénde ni cémo, pero esa mujer estaba allt, detras de mi. ”_Veo que estamos en habitaciones contiguas —la escuché decir, "Giré y la miré. No sé qué me pasé en ese mo- mento, pero todo mi malestar desaparecié de golpe: ”_:Qué maravilloso! —exclamé, como si me hubiese dado una excelente noticia. Y senti un fuerte deseo de estar con ella, de conocerla, de ser amigas tal vez. La miraba y aquella mujer me parecta el ser mds hermoso y agradable que habia conocido en mucho tiempo. Me propuso tomar el té juntas. jY yo acepté encantada...! *Querfa contarle todo de mt, de mi pasién por los vestidos, mis ideas sobre la belleza, la importancia de verse bien siempre... Ella solo me dejaba hablar, asintiendo con una sonrisa a cada cosa que yo decia. No sé cudnto tiempo pas6. Pero recuerdo que al momento de despe- dirnos me dirigid una sonrisa muy singular, y me dijo: ”_Sabe, sefiora Grey? Usted y yo vamos a ser muy buenas amigas. El rostro de Lucy se ensombrecié: -Es dificil explicarlo, pero en ese instante sentt que aquellas palabras eran manos. Manos invisibles que me sujetaban para aduefiarse de mi. Manos que no eran humanas, y que me iban a llevar a un lugar del que no podria es- capar... Hizo un gesto con la cabeza como queriendo liberarse de esos malos pensamientos, y esboz6 una sonrisa: —{Qué tonteria, no? No dije nada, pero ella advirti6 el desconcierto en mi rostro: —No me hagas caso, carifio, temo que estoy envejeciendo... Yo no entendfa qué tipo de obsesién tenia mi amiga con la seftorita Laden, pero no me pare- cfa saludable. No queria hablar mds de aquella mujer, y aproveché para cambiar de tema. Le conté que debfa tomar una decisién, Du- daba si pintar Amanecer en Dorset 0 Luna sobre Dorset, porque la noche anterior habia conseguido una toma fantdstica desde la terraza. Trataba de distraerla... Lucy me escuchaba, pero su cabeza parecia estar en otro lado. Entonces intenté con una broma sobre un par de mujeres maquilladas como mufiecas que cir culaban por el comedor. Recuerdo que logré hacerla sonretr, y por mo- mentos parecia la misma Lucy Grey de siempre. Pero mi amiga ya no era la misma. La sefiora Pinkerton se levanté del sillon apoydndose en su bastén y comenz6é a caminar por la sala otra vez: -iYa estaba hechizada! (Entiendes, Ed- mund? iAhora me doy cuenta! iLo sé porque yo sentf lo mismo ayer! La anciana sefialé con su bastén en ditec- cién a la casa vecina: —iEsa bruja te hechiza cuando dice que va a ser tu amiga! [Ahora lo sé! iY a mf me est4 haciendo lo mismo! Edmund, al ver que su madre volvia a deses- perarse, se levanté para tranquilizarla. Se acer- c6 y le tomé las manos. Le temblaban. —iPor favor, madre, no te pongas asf! Te aseguro que nada malo va a sucederte... Pero ella no lo escuchaba. Solo miraba el espacio vacfo que su cuadro habfa dejado en la pared: -iEdmund, por favor, hijo! —suplicé-. iS4- came de aqui! iLo digo en serio! iNo quiero terminar como mi amiga! Capitulo 8 spore llovia torrencialmente. A tra- vés de las ventanas se podfa ver cémo las ré- fagas de viento agitaban con furia las copas de los Arboles y los arbustos del jardin. La tormenta habfa oscurecido la tarde antes de tiempo, y hacfa rato que Edmund y su madre hablaban casi en penumbras. —...y te quedar4s con nosotros hasta que todo esto haya pasado. iTe parece bien asi? —concluyé6 Edmund. Solo con la promesa de que la Ilevarfa a su casa, Edmund pudo conseguir que el dnimo de la sefiora Pinkerton se calmara. Lo angustiaba verla asi, aterrorizada por una historia de brujerfas. Tenfa que llamar hoy mismo al doctor Serling, el médico de su ma- dre, y preguntarle qué se hacia en estos casos. Pensé en Alice, su hija de nueve afios. De pronto le preocupaba que su madre, en ese es- tado, pudiese asustar a la nifia: —Lo tinico que te pido es que no hablemos de esto en presencia de Alice. —iPor supuesto que no! iCémo se te ocurre que voy a asustar a la nifia! (Crees que soy es- tdpida? Por lo visto su madre era capaz de recuperar su mal car4cter. A] menos era un buen indicio. La sefiora Pinkerton agregé en tono de re- proche: —Lo que pasa es que ti sigues sin creerme... —Encenderé las luces. No se ve nada aqui... -exclamé Edmund presuroso para esquivar aquel comentario, y levantandose cruzé la sala para pulsar el interruptor. Dos lémparas arrojaron una luz tenue so- bre el recinto. Aun asf, al regresar a su asiento observ6 que el pasillo que conducfa hacia el interior de la casa permanecfa a oscuras. —Qué raro que Picasso no vuelva, mi gor- do siempre quiere estar aqui, conmigo... -ella fruncié el cefio-. Sospecho que tt no le gus- tas, Edmund. Edmund decidié no responder. En su lugar miré nuevamente el reloj. En minutos tenfa que partir hacia el colegio de Alice, y lo preocupaba que la tormenta atin no diese sefiales de parar. Se le ocurrid que podria llamar al colegio y avi- sar que tal vez se retrasarfa un. poco. —iPuedes terminar de contarme lo que pas6 con tu amiga, la sefiora Grey? —iEn qué habia quedado? —pregunté la an- ciana. —Decfas que se habfa sentido impresiona- da por la sefiorita Larden, pero que después, cuando esta le dijo que serfan amigas, comen- z6 a sentirse mal. Y td piensas que con esas palabras la habfa embrujado. —-No tengo ninguna duda de que fue asf ~afirms la sefiora Pinkerton, y continud: Al dia siguiente Lucy no bajo a desayunar. Pensé que habia decidido dormir mds de lo habi- tual y no le di mayor importancia. Recién la vi en el bar del hotel, cerca del me- diodia. Su rostro estaba avin mds demacrado que la tarde anterior, y sus pequefios ojos azules pa- recian sin brillo. —jLucy! —le dije alarmada-, no la veo muy bien. ;Comienza usted a preocuparme! —jHe pasado una noche terrible! me contes- 16, y la vi tomar un vaso de agua de la mesa. Sus manos temblaban cuando me dijo-: ;Recuerdas que te conté de mi tia Edna? ;La que nos habla- ba de las brujas de Metskiila? —Si, lo recuerdo. —Anoche sofié con ella... Lucy tomé un sorbo de agua y me relaté su suefio: —Estdbamos en su casa, en Manor Farm, con mis primas. Jugdbamos a las mufiecas, en el me- dio del parque, bajo la luz del sol. De pronto el cielo se oscurecié y comenx6 a soplar un viento muy fuerte. Las nifias tomaron sus mufiecas y, entre gritos, corrieron en direccion a la casa. Yo las segui. Pero antes de entrar senti que alguien me sujetaba fuertemente del brazo. Me hacia do- ler. Al darme vuelta vi que era mi tia Edna, de® pie junto ala puerta. Me miraba furiosa, ¥y sefia- léndome con el dedo, me decia: "Te lo advert, pequefia». "Después abria su boca y mostraba los dien- tes. Pero no eran sus dientes. Tia Edna no te- na esos dientes. Vi que los orificios de su nariz empezaban a dilatarse y que los mtisculos de la cara formaban una especie de mueca, como si fuese a tetr, pero en lugar de risa lanzé un chi- llido atroz, Entonces me solté violentamente y entré con las otras nifias a la casa, cerrando la puerta tras de si. Me desperté sobresaltada. Permanect en mi cama, tratando de serenarme. Me tepetia: fue solo un suefio, fue solo un suefio. La luz de la luna entraba por la ventana. Allf todo se halla- ba quieto y en silencio. Y a medida que pasaban los minutos podia distinguir con mds claridad los objetos del lugar. Sin embargo, aquella lux no alcanzaba uno de los rincones del cuarto, que permanecia en la mds absoluta oscuridad. *Entonces escuché un ruido, como si algo se arrastrara por la pared del cuarto vecino. geet {Qué era eso? Me incorporé. Luego todo quedé ensilencio. Me parecié que la temperatura habia descendido bruscamente. Fue cuando sentt que algo se deslizaba por la habitacién, como se des- liza una sombra. ”Me acurruqué en la cama y me cubri por completo. No me atrevia a moverme, a respirar siquiera. Pasé un tiempo, no sé cudnto. Me des- cubri muy lentamente la cabeza. Cuando abrt mis ojos todo estaba como antes, pero aquel rin- cén del cuarto se veia atin mds oscuro, como si una masa negra se hubiera alojado allt. ”Esa presencia se movia, peligrosa y amorfa, se- mejante a un enjambre que se prepara para atacar. ”Me cubri de nuevo con las mantas 'y comen- cé a rear, y recé, recé hasta quedar dormida. La sefiora Pinkerton detuvo el relato, e hizo un gesto de silencio. Miré a Edmund: —iEscuchaste eso? Otra vez, Edmund no habia escuchado nada. Solo se ofan los truenos y el impetu de la Iluvia descarg4ndose sobre la casa, —Solo la lluvia, madre... La sefiora Pinkerton permanecié en actitud de alerta un instante, y recién continus: Ver a Lucy en ese estado me angustid pro- fundamente. Esa mujer soberbia y segura de si ‘misma parecta un pajarito muerto de miedo. Re- cuerdo que me miré con sus ojitos muy abiertos, ‘y pregunto: {Qué me esté pasando? Yo no sabia qué decirle. Solo atiné a responder: —jOh, Lucy! {No serdn sus nervios? {No se- rdn sus nervios que le han jugado una mala pa- sada? Tal vex toda esta historia de la bruja la ha sugestionado... Lucy me mir6 como si yo hubiese encontrado la explicacion justa de lo que le pasaba, y exclamé: —jSé, es eso! jEso es lo que me sucede! —Deberta usted ver a un médico... —prosegut. Si, tienes razén —me respondié—, pero aho- ra necesito descansar... Me siento muy fatigada. Creo que descansaré el resto del dia. —;Claro! ;Descanse y olvidese de todo! —la animé-. Esta noche se sentird usted mejor. Ya lo vera. —Si, tienes raz6n, carifio —ella asintid mien- tras se levantaba—. Nos veremos en la cena. Al despedirnos, me tomé de las manos, como si quisiera aferrarse a ellas, cuando me susurr6: —Las brujas no existen, jverdad, amiga? Sentf una stibita compasién por aquella mujer, y abrazéndola le dije: —;Por supuesto que no, Lucy querida! jLas brujas no existen! Antes de separarnos me dedicé una sonrisa agradecida ¥y se alejé por el corredor con el paso lento, como si tuviera miedo de caerse. Fue la tiltima vez que la vi. Capitulo 9 ° Fra iN. sientes un poco de frfo aqui? —pregunté la sefiora Pinkerton. —lQuieres que encienda la chimenea? -No -respondié ella mirando de reojo el muro que la separaba de su vecina—. Nos ire- mos enseguida. —Decfas que no volviste a ver a tu amiga después de que ella te conté su extrafio sue- fio... dijo Edmund invitandola a continuar. Y la sefiora Pinkerton prosiguié: Tenta la necesidad de hablar con alguien so- bre lo que le pasaba a mi amiga. Pero no sabia con quién. Tu padre no era la persona indicada. Iba a decirme que Lucy debia consultar con un médico, y punto. Pero yo queria entender... ;Es- taba enfermando? ;Podia haber algo de cierto en aquella historia de la bruja? Esa noche llegamos al comedor temprano. Lucy no habia bajado atin. Mientras tomdba- mos una copa con tu padre vi que al salén en- traba la sefiorita Larden. Se la veta mds radian- te que nunca. Su presencia me atrafa como un imdn, pero todo el tiempo evitaba mirarla, como si fuese la mismisima Medusa. Ordenamos la comida y mi amiga no apare- cia. Mi preocupacién iba en aumento, y le dije a tu padre: —Llamaré a Lucy a su cuarto. Me sorprende que avin no esté aqui... Me dirigé al teléfono que se hallaba en el ves- tibulo y pedi hablar con la habitacion de la sefio- ra Grey. Sond cuatro veces, hasta que of descol- gar el tubo: —jLucy? Soy la sefiora Pinkerton. Estamos esperando que baje usted a cenar. Pude escuchar, del otro lado, que ella mux- mutaba: —Oh... bajar a cenar... Si, por supuesto... {Estd usted bien? sNece- sita ayuda? -jNo! —la voz de Lucy ahora se ofa lejana, y luego se escuché un sonido. Sabes qué sonido? El sonido que hace una radio cuando pierde y recupera la seftal. Y después, nada. 4 —jLucy? Silencio. —jLucy? Recién entonces la of decir: —,Pueden los vestidos bajar a cenar? Y volvieron aquellos sonidos, hasta que se corté la comunicacién. Quedé desconcertada. {Qué estaba pasan- do? Regresé ala mesa y le dije a tu padre: —He notado a Lucy muy extrafia al teléfono. Desde ayer no se siente bien. Tal vez deberia su- bir a verla. En ese momento el mozo llegaba con la comi- da y se disponia a servir los platos. Entonces tu padre, tan légico como siempre, asegurd: —Pues si se siente mal desde ayer, no creo que le pase nada malo en el preciso instante en que ty yo nos disponemos a cenar. jNo te parece, querida? Y como siempre, lo que decia me parecia ra- zonable. No consiguid tranquilizarme, pero de- cidf esperar. Durante la cena tu padre me hablaba y yo parecta estar flotando. Tenia la sensacion de que algo alli andaba muy mal. Con la tiltima cucharada del postre me levan- té y dije: ~Tengo que ir a ver a Lucy. —Volvé al vestibu- lo y pedf que me comunicaran nuevamente con su habitacion. El teléfono llamaba pero nadie atendia, Co- mencé a pensar lo peor. Creo que en la cuarta o quinta llamada solté el tubo y salt corriendo por el pasillo en direccion a su cuarto. Tenia el pre- sentimiento de que algo terrible habia ocurrido. Cuando llegué a la puerta golpeé con todas mis fuerzas: —jLucy, abra usted! Volvt a golpear. —jLucy! jAbra, por favor! Nadie contesté. Estallé en sollozos, y segut golpeando la puer- ta, sin parar. Escuché pasos que se acercaban. Eran tu pa- dre y el conserje del hotel, que me habian visto salir corriendo. —jNo abre, no abre! —yo gritaba desespera- da-. jEstoy segura de que le ha pasado algo! El conserje me miré alarmado, y golped la puerta una vex mds. Al no obtener respuesta, miré por el ojo de la cerradura: —Tiene puesta la lave por dentro —afirmé. Entonces sacé un llavero y luego de un breve forcejeo con la cerradura, abrié la puerta. Enel cuarto no habia nadie. El empleado del hotel se adelanté presuroso para entrar a la sala de bafio. Reaparecié negan- do con la cabeza, en sefial de que no estaba allt. Los tres nos miramos un instante, sin saber qué pensar. —jAdénde se ha metido esta mujer? pregun- t6 tu padre, abriendo el vestidor. Pero allf solo aparecieron sus vestidos, perfec- tamente colgados, y mds abajo las maletas y las cajas de sombreros de mi amiga. =No entiendo cémo pudo salir de la habita- cin... —afiadi6 el empleado del hotel, desconcer- tado-. La puerta ha sido cerrada por dentro... —jYo misma hablé con ella hace unos momen- tos! -exclamé-. La sefiora Grey tenia planeado cenar con nosotros... —Evidentemente ha cambiado de opinién —concluyé tu padre asomdndose por la ventana, una de cuyas hojas estaba abierta-: Debis salir por aqui -reflexiond echando un vistazo hacia afuera-. Mmm... y por lo que veo no le debe haber resultado muy facil. —jEso es estiipido! jA Lucy no se le ocurrirfa salir por las ventanas! —grité nerviosa. —jEstds segura? Pues me temo que no hay ninguna otra explicacién, querida. ~jNo puede ser! ;Miren! —dije yo sefialando hacia la cama, para confirmar lo que decta-. jEstaba prepardndose para bajar a cenar! Extendido sobre la cama, como dispuesto para ser usado, ‘yacfa un vestido de noche. Yo conocta ese vestido. Lucy se lo habia pues- to un par de noches atrds. Me result6 extrafio que hubiera decidido usarlo de nuevo. Era un modelo estupendo, de seda, gris... Lo que no recordaba eran aquellos dos bo- tones azules, pequefios y brillantes, que ahora adornaban el escote. Capitulo 10 ie buscaron por todas partes —continud la sefiora Pinkerton—. Pero no hallaron ni rastro de Lucy Grey. La policia interrogé a todos los que habfamos estado con ella. En el hotel nadie la habia visto ni habia escuchado nada. Al parecer, yo era la tiltima que habta tenido contacto con Lucy antes de que desapareciera. Les conté todo, por supuesto. Les dije que desde el dia anterior ella no se sentia bien. Les dije que temia desaparecer. Les dije que estaba... que se creia... hechizada. Pensé que la policta se me iba a tetr en la cara, pero no. En su lugar, dijeron: “Interesante”. Supe que también interrogaron a la sefiorita Larden. Pero no pude saber de qué se hablé en esa entrevista. Al dia siguiente ella ya se habia marcha- do del hotel y no se volvié a mencionar su nombre. Confieso que senti alivio. {Y si en verdad era una bruja y ahora venia por mi? No sabia qué pensar... La mafiana en que tegresamos a Oxford ha- blamos con la policfa. Nos dijeron que tenfan dos hipétesis. La primera era que estaba huyendo de algo, y habia inventado lo del hechizo para disimular su huida. Segiin esta teoria, Lucy Grey era una simuladora, una de esas mujeres que fingen ser lo que no son con algtin propésito oculto. La segunda era que se trataba de una mujer desequilibrada. En ese caso, tarde 0 temprano la encontrarian en otro lugar, diciendo que ha- bia perdido la memoria, o que era otra persona. Afirmaron que habia casos ast. Tu padre, légicamente, se inclinaba por la se- gunda opcién. —No queria menciondrtelo —me dijo—, pero desde el comienzo sospeché que algo no anda- ba bien con tu amiga. Tenia un comportamiento demasiado extravagante para estar en su sano Juicio. ;No piensas ast, querida? Una vez mds me quedé sin argumentos para contradecir a tu padre. Me sentia muy confundida. Todo lo que me habia contado Lucy sonaba tan verdadero... tan real... Pero no podia ser cierto. Yo tenfa que ser razonable, o iba a volverme loca. Entonces decidi poner punto final al asunto, y me dije: “Nadie de- saparece por un hechizo. Y las brujas no existen”. —iPero sf existen! La sefiora Pinkerton gritd, levantandose de su sillén: —iAhora lo sé! iTodo era cierto! —con su bast6n apunté hacia el muro de la casa veci- na-. iEsa bruja hizo desaparecer a mi amiga! Un trueno estallé sobre sus cabezas. La sala parecié estremecerse y se escucharon los pos- tigos de una ventana, en el piso superior de la casa, batirse con las r&fagas del viento. Las luces de la sala descendieron bruscamente, y por un instante los dos permanecieron en pe- numbras. —iJests...! -exclamé Edmund, incorporén- dose de su sillén—. No recuerdo una tormenta asf... -comenzé a decir, cuando... . a sala qued6 completamente a oscuras. —iEdmund! —Tranquila. Es solo un corte de luz por la tormenta... la electricidad regresard enseguida. Desde afuera solo se escuchaban el bramido del vendaval y el rumor del agua que desborda- ba las calles. —iMadre? Capitulo 11 E. la oscuridad de la sala se oyé un so- nido sordo, como si algo se hubiese derrumbado sobre la alfombra. —tMadre? —Estoy aqui... Las luces de la sala se encendieron nueva- mente. Edmund vio a su madre con la espalda apoyada contra la pared. Tenia los ojos muy abiertos y con las dos manos empufiaba su bastén. A sus pies, sobre la alfombra, unos tollos de lienzo se habfan caido del caballete. —Debj tirarlos con el bastén... -Vamonos —dijo Edmund-. Llamaré al colegio de Alice para avisar que tal vez me demore. Sacé el celular y marcé el ntmero del cole- gio. Sonaba ocupado. —Abrigate bien. Esto se esté poniendo cada vez peor... —Edmund miraba por la ventana con ansiedad-. No sé si podré llegar a tiempo con esta tormenta. —iTengo que preparar la ropa! —la sefio- ra Pinkerton comenz6 a moverse, nerviosa—, buscar a Picasso, isu comida! Oh, idénde esta Picasso? éPor qué no habré vuelto? iPicasso! —INos tenemos que ir yal —Edmund tomé su abrigo del perchero—. Después volveré por Picasso. —iNo! iNo dejaré a mi gordo aqui solo! Edmund miré a su madre. Estaba convenci- da de que iba a desaparecer. Y él ya no disponfa de tiempo para hacerla entrar en razones, Solo quedaba usar el sentido comin, y el sentido co- min decfa: Nadie desaparece en el aire. —Como quieras. Yo tengo que irme ya mis- mo. Alice no puede quedarse sola esperéndome con este tiempo. =lY qué hago yo, entonces? Else acercé a su madre, la tom6 suavemente de los hombros, y dijo con el tono més tranqui- lizador que pudo: ~Te diré lo que vas a hacer. Vas a ir a tu dormitorio, armar4s tu bolso con la ropa de dormit, y te abrigards. Después preparards un té y me esperards sentada aqui, en este sillon, con tu gato hermoso. En unos momentos esta- ré de regreso, con Alice. —Pero... —Me gustaria que fueras razonable, madre, y entendieras que es lo mejor que podemos ha- cer dadas las circunstancias. ‘No lo crees asi? La sefiora Pinkerton lo miré como si fuera a decirle algo, pero no pronuncié palabra. El continué: —Serdn solo unos minutos... Ella lo interrumpié: —Lo entiendo perfectamente. Tienes que irte ahora. Y dirigiéndose hacia el pasillo que conducfa a las habitaciones, la sefiora Pinkerton asintié: —Prepararé el bolso y estaremos listos cuan- do regreses. Edmund abrié la puerta. El viento helado y la lluvia golpearon su rostro. Y en el instan- te en que salfa, volvi a escuchar la voz de su madre: —iHijo, por favor, date prisa! Capitulo 12, | Eat salié de la casa atormentado por sus pensamientos. Era evidente que algo malo estaba pasando en la cabeza de su madre. {Habfa enfermado porque se sentfa sola? iAcaso él no la habia cuidado lo suficiente? (Habia sido un mal hijo? iOh, Dios. Corrié hacia el auto bajo Ja lluvia. Apenas entré tomé el celular y mareé nuevamente el niimero del colegio de Alice. Otra vez ocu- pado. —iMaldicién! —mascullé. Puso el auto en marcha. El colegio no quedaba muy lejos, pero estaba diluviando y conducir en la ciudad bajo esa tormenta pro- metfa ser una tarea infernal. Esa tarde Alice noté tres cosas extrafias en. el comportamiento de su padre. La primera la advirtié mientras lo espera- ba, en el colegio. El nunca habfa demorado en ir a buscarla, ni siquiera con tormenta. (Qué habia pasado? Alice se hallaba sentada en uno de los anti- guos bancos de madera, en el hall de entrada. Habfa quedado ella sola. Para no pensar en eso subié el volumen de sus auriculares hasta que logré silenciar los sonidos de la tormenta. Es- peraba que no le hubiera sucedido nada malo a su papa... Minutos después vio que la directora se acercaba a ella: Alice... Se sacé los auriculares de un tirén y pre- gunté: —iQué pasa? -Es tu padre. Est4 en la puerta. No podia comunicarse. Alice sonrié aliviada, tomé su mochila y corrié escaleras abajo. La segunda cosa extrafia que Alice noté esa tarde sucedié después de subir al auto. Su papa la abrazé, carifioso como siempre, y le pregun- té cémo le habia ido ese dia en el colegio. ‘ Pero la expresién en su rostro no era la mis- ma de todos los dias. Esa tarde su papa tenia una mirada seria, distinta. Era miércoles, y Jos miércoles venfa de visitar a su abuela, y su abuela era dificil... Sin embargo, Alice notaba que esta vez algo mds estaba sucediendo. —iVienes de la casa de la abuela? —preguntd. Edmund estaba a punto de responder, cuando soné su celular. Lo tomé. Era su es- posa. —Hola, Patricia. —iYa ests con Alice? —Si, me demoré un poco, pero ya est4 con- migo. Fue una tarde complicada... —IQué tormenta tan horrible...! —Patricia... tengo que decirte algo. Mi ma- dre se quedar4 a dormir en casa esta noche... tal vez esté con nosotros unos dias. Del otro lado de Ja linea se escuché un si- lencio, y después: —iCémo? -Te lo explicaré més tarde. Necesito que prepares el cuart... -No, querido. Explicamelo ahora. Edmund inspiré profundamente, mit6 a Alice a través del espejo retrovisor, y le pidié: Hija, ime harfas el favor de colocarte los auriculares? Necesito hablar con tu madre un momento... en privado. Y, para Alice, esa fue la tercera cosa extra- fia de la tarde. Su papa nunca le habfa pedido que se pu- siera los auriculares para hablar con su mama. Algo estaba pasando. Alice le sonrié a través del espejo, presiond play, y fue bajando el volumen hasta que pudo escuchar perfectamente lo que su papa decia al teléfono: —No lo vas a creer. Mi madre piensa que ha sido hechizada y que va a desaparecer. Después de otro silencio: iQue? —Lo que oyes. Hechizada. Segiin ella, la mu- jer que compré la casa de al lado es una bruja a la que conocié hace cincuenta afios. Dice que en aquella ocasién hizo desaparecer a una mu- jer en un hotel. —{La vecina? ;Una bruja? —Si, la vio ayer en la vereda. Dice que al principio no la reconocié. Se presentaron, to- maron el té y en un momento le dijo que iban a ser muy buenas amigas. Ahi fue cuando se dio cuenta de que era la bruja, la bruja que hizo desaparecer a aquella mujer. —jVaya...!, dicen que las brujas se reconocen entre elas... —No estoy para bromas, Patricia. Tendrias que verla, est4 desesperada... —Lo siento, Edmund, pero... no entiendo nada. @Por qué tu madre dice que va a desaparecer? —Porque a esa mujer del hotel le habia di- cho lo mismo, y con eso la hechiz6. Segiin ella, esta bruja hace desaparecer diciendo esas ‘ | | | palabras. Usted y yo vamos a ser amigas... 0 algo por el estilo. —Pero, Edmund, mucha gente dice esas co- sas... -Es cierto, pero la endiablada casualidad es que la vecina se lama igual que la bruja, y también fuma con boquilla. —Entonces... jno podria ser la misma? —Imposible. Yo la vi, me la crucé la semana pasada y es una mujer joven, mas joven que yo. No puede ser la misma persona de hace cin- cuenta afios. —Creo que deberias hablar con su médico. —Si, hablaré con el doctor Serling. —Lo que digo es que deberias hablar ahora. —Esté bien, querida. Le hablaré ahora mis- mo. Nos veremos en casa. Edmund corté y buscé en la agenda el nt- mero del doctor Serling: —!Doctor Serling? —Si, é habla. —Soy Edmund Pinkerton, el hijo de su pa- ciente, la sefiora Pinkerton. —jOh, si! Se encuentra ella bien? —Me temo que no. Acabo de verla. Est4 muy alterada. Parece obsesionada con una mujer, una vecina que conocié ayer. Aj... —Si, ella afirma que... esa mujer es una bruja. —jUna bruja? —Se imaginard mi sorpresa. Mi madre nunca creyé en esas cosas! Pero ahora dice que esa vecina la espia, que la escucha a través de las paredes... -A través de las paredes... Mmm... —Sf, y dice que se estA preparando para ata- carla. Que ayer la amenazé. —{La amenaz6? —Si, segiin ella la amenaz6 diciéndole que serian muy buenas amigas. —jMmm...! —iAfirma que la va a hacer desaparecer! —jOh...! —iQué es esto, doctor? {Ha notado usted algo raro en ella la tiltima vez que la vio? (Por qué mi madre de la noche a la mafiana dice estas cosas? —jQué extrafio. ..! Me sorprende usted con lo que me cuenta. Ese tipo de perturbaciones no aparece de un dia para el otro. —Estoy muy preocupado, doctor... —No se desespere. Majiana la veré en la con- sulta. Si es necesario acudir a un especialista, lo haremos. -Est4 bien doctot, pero... édesaparecer? iNo es posible que mi madre piense que va a desaparecer! —iQue no es posible? Créame, sefior Pinker ton, en el reinado de la mente todo es posible. Todo es posible en... —!Doctor Serling? El celular estaba mudo. Se habia quedado sin sefial. Al llegar a la esquina, Edmund dobl6 para tomar la avenida que lo conducia a la casa de la sefiora Pinkerton. Se encontré con una larga fila de autos que esperaban para avanzar. Un embotellamiento. —Oh, no... Capitulo 13 le Iluvia cafa con furia sobre la colum- na de autos detenidos en Abingdon Road. El viento formaba fantasmas de agua que corrfan a lo largo de las calles y se arremolinaban en torno a las fachadas de los edificios. Llevaban alli mas de veinte minutos y ape- nas habfan logrado avanzar unas pocas cua- dras. Adentro del auto, Edmund consultaba su reloj a cada rato. En el asiento de atrds, Alice habfa sacado su tableta de la mochila e inten- taba conectarse, sin suerte. Después de escuchar todo lo que su padre habia contado por teléfono, en la cabeza de Alice las preguntas se movian en todas las di- tecciones, (Qué pasaba con su abuela? ¢Estaba enfer- ma? Su pap4 también habfa hablado con un médico. {Habfa una enfermedad que hacfa creer en brujas? {Qué habia dicho el médico? Su abuela siempre habfa sido odiosa, Pero no era ninguna tonta. Si decfa que la vecina era una bruja, lo decfa por algo. Necesitaba saber... En la pantalla, finalmente, aparecié la pagi- na de inicio de Google. —iMe conecté! —exclamé Alice. —Qué bueno, asf no te aburres. Yo le habla- ré a la abuela para avisarle que nos demorare- mos un poco, Edmund marcé el ntimero de la casa de la sefiora Pinkerton. Llam6 una, dos, tres... cua- tro veces. Alguien atendié. —Madre, soy Edmund. —iHola? (Me escuchas? Soy Edmund, llamo para decirte que vamos en camino, pronto es- taremos allf. —Hola... (Puedes ofrme? Madre, habla por favor! —Edmund, jsdcame de aqut. —Ya estamos cerca, vamos a buscatte... —jNo! —iQué pasa...? —Madre, iqué pasa? —jOh, hijo...! Nunca dejard de llover en Cornwall? La voz de la sefiora Pinkerton parecia ale- jarse y retornar, como el silbido que producen las radios antiguas, y se mezclaba con el sonido de la lluvia. Después escuché... iun grito? (Su madre estaba gritando? La comunicaci6n se corté. Edmund permanecié un instante con el te- léfono en la mano. En el auto solo se ofa el tuido del agua golpeando los vidrios y el mo- vimiento mecdnico y regular de los limpiapa- rabrisas. Mientras tanto, Alice ya habia escrito tres palabras en el buscador: bruja amiga desaparecer Capitulo 14 E, primer sitio que aparecié en la lista fue Witchpedia.com, y la pagina a la que remi- tfa mostraba: La bruja Metskila €f orgullo Se una bruja Son flamadas ast porque provienen de fos _profundos bosques de regal, en ef oriente de Lituania. A diferencia de todas las demds, la bruja Metskiila no posee en su cuerpo marca visible de bruja, ningtin signo de deformidad que delate su condicion. Su tinica marca es su hermosura. Por este motivo es odiada por ef resto de las brufas, y para ef comin de la gente es muy dificil de scubrir, Se estima que viven alrededor de doscientos aitos, y no envejecen hasta ef momento de morir, Su eterna juventud las ae a mudarse de re- gion varias veces en su vida para no despertar sospechas y evitar ser dened Las brujas Metskiila se distinguen porque son poderosas, bellas ¢ ‘ingeniosas. Pero esconden una gran debilidad: pueden ser destrutdas muy facilmente. Para las brujas Metskiila ef amarillo es un cofor mortal, y ef. simple contacto con una pren- da de ese color es suficiente para acabar con ellas af instante. Se afirma que no hay nada mds horrible que ef espectdculo de ver consumirse a una bru- ja Metskitla cuando su cuerpo es tocado por un tefido amarillo. Por eso, para eflas, no ser descubtertas es una cuestion de vida o muerte. EL principal rasgo de las brujas Metsktila es su vanidad. Ast como fos vampitros necesitan Sangre para alimentarse, elas necesitan ser admiradas por fo que son: seres extraordinarios. Y durante toda su existencia buscan ocupar ‘posiciones de fama, poder o prestigio para sentirse satisfechas. Se consideran superiores al comin de las bru- Jas, alas que desprecian Lpor considerarlas “meras hechiceras resentidas dedicadas a asustar nitios, hacer “pocimas y otros asuntos menores”. €f espejo Sef orgullo La gran amenaza para las brujas Metskitla son las mujeres ate orgullosas. Son Sus peores enemigas. Porque ellas tienen ef don de descu- brirlas con solo mirarfas a los ojos. Y es taf ef odio que sienten estas brujas por fas yin orgullosas, que su placer consiste en hacerlas desaparecer en su propio orgullo. El hechizo de las brujas Metskiila se ejecuta en tres pasos: encantamiento, hechizo y trans- formacién. 1. Encantamiento Cuando la bruja percibe 0 sospecha que ha sido detectada por una de estas mujeres, no pue- de perder tiempo. Tiene que atraerfa, encantar- fa, y hacerla hablar. Como sus victimas siempre son mujeres vanidosas, fa bruja no demorara en escuchar de qué se stenten tan orgullosas. 2. Hechizo Alfinalizar ef encuentro, fa bruja | pronunciard su hechizo. £s un hechizo de abn xy bo diva escondido en una frase amable, afectuosa, que anuncie amistad o unién con la victima. £sas palabras, como un veneno, se apoderardn dela hole mujer, que a partir de ese momento no podii sacarse a la bruja de la cabeza. Es un hechizo ingenioso, pues puede dectrse frente a testigos, en una fiesta por efemplo, como se supone sucedié en ef caso def embrujamiento de Lady Margaret Lytton* £s comin que fa mujer hechizada sufra fa- tiga, cambios de humor, alucinaciones, y se ob- serva, cast siempre, un notorio descuido personal (no se higientza adecuadamente, no se peina, no se cambia de ropa). Esta etapa se profonga entre uno y dos dias. ‘Mientras tanto, la bruja elegird en qué ser u objeto convertird a su victima. Este tendrd que reunir dos condiciones: + Debe ser algo de lo que fa victima se sienta orgullosa. *Debe haber tenido contacto con ef cuerpo de (a mujer en los tres dias anteriores a la transformacién. 3. Transformacton ‘Hay muchos tipos de transformaciones. En cada caso la bruja decide cémo la realizard. Después del hechizo, pasado el tiempo necesa- rio, {a bruja esperar a que la victima se encuen- tre sola para llevar a cabo la transformacién. El proceso demora varios minutos, durante fos cuales fa vanidosa mujer nota que sus formas comienzan a cambiar. Son momentos pavorosos. Porque en esos momentos fa victima ve en fo que se estd convirtiendo. Y cémo sera por ef resto de su existencia. En fa creencta popular fa bruja Metskiila hace desaparecer a las mujeres vanidosas. Esto se debe a que la mayoria de fos embrujos Metskila se confunden con simples aoe Sin em- bargo, se conocen tres casos transformaciones: Wanda Landowska (1746) wanda Landowska desaparecié fa noche del 17 de fulio de 1746, en la ciudad de Cracovia. Pertenecia a fa nobleza polaca y era una aman- te de las joyas. Todas Be noches dormta con un collar de “perlas xy los pendientes iuestos, por las dudas despertase con la casa en llamas, y hubiese que salir de prisa. Después de una jornada entera de entrevistar nifieras para su hifo Lukasz, de cinco atios, fa se- fiora Landowska se retivé a dormir, “extenuada”, segtin (a servidumbre. Al dia siguiente permanecié en su cuarto du- rante todo ef dia. Cuando (a fueron a llamar, a fa hora de fa cena, fa sentora Landowska habia desaparecido. No fue sino hasta tres afios después, cuando su marido acomodaba fas joyas de la familia, que volvis a ver a su esposa perdida. La encontré en un camafeo de dgata y oro. Solo se veia su cabeza, de perfil, inmévil, y con of cuello desnudo. Se cree que la bruja Metskitla se hallaba entre las postulantes a nifera. Desafortunadamente, la sefiora Landowska la habia descubierto. La coctnera de los Romanov (1894) Este caso se pudo conocer por la confesion de fa propia bruja, bajo amenaza de los soldados soln de echarle un manto amarillo en- cima. Admitis haber hechizado a Olga Petrova, la jefa de cocineros de fos Romanov, durante fa boda de Nicolas 11, en Rusia, en 1894. Olga Petrova se consideraba la mejor co- cinera de Europa, y tenia su reputacion bien ganada. Los banquetes del Palacio Roma- nov eran célebres. La fama de su “pastel real’, también conocido como “imperial ruso”, habta traspasado ie de Rusia. Pero nadie mds que ella {0 sabia hacer. Eva su invento y su secreto. La familia real tenia una alta estima por sus servicios, y solo por eso le toleraban su vanidad Y su temperamento. Cuando entraba a fa cocina del palacio todo ef personal parecia dejar de respirar, del mie- do que infundta. Y es conocida la anécdota de cuando a uno de fos cocineros fe hizo comer un cerdo entero porque, segiin ella, el color que tenia al salir def horno no era ef correcto. La bruja formaba parte del cuerpo de donce- flas de igi la futura zarina, 'y @ poco de Mlegar af palacio, antes de fa boda, tuvo un en- cuentro con Olga Petrova. Sucedis en fa cocina, una noche que bajé por agua caliente. ‘Apenas se miraron, fa bruja supo fo que te- nia que hacer. Durante ef encantamiento, Olga Petrova le contd su secreto mds preciado: fa receta del pastel real. Y con eso sellé su destino. Dos dias después, la bruja fa convirtio en ef misterioso y exquisito pastel que fa habia hecho famosa en todo ef continente. La sirvieron en treinta bandejas, a fa hora de los postres, en fa boda def zar. Dicen que Nicolas 11 fa hizo llamar para fe- ficitarla, pero Olga Petrova nunca se presents. Acababan de comérsela. *Lady Margaret Lytton (1948) £f caso de la horrenda transformacién de Lady Margaret Lytton, en 1948, en Inglaterra, es pid tinico del que existen registros fotograficos, aunque solo es posible acceder a uno de ellos. Lady Lytton era conocida por ser una de fas primeras amazonas profesionales de Inglaterra. Practicaba la equitactin desde nifia, y en su es- tablo tenia cuatro efemplares de caballos, todos tinicos, que ella misma habia comprado en dis- tintas partes def mundo. Se enorgullecia de uno en particular, Yassub, que habta hecho traer de Arabia, También era conocida por su caracter ende- moniado y sus arranques de ira, cuando perdia una competicion o fas cosas no safian como ella queria. Para festejar su cumpleatios, Lady Lytton ‘y su martdo ofrecieron una fiesta en los jardines su mansion de Southampton, ef 23 de agosto de 1948. La lista de invitados era muy selecta. Solo gente de fa nobleza y personalidades de la época. Esa fue una espléndida noche de verano, y no se recuerda que hubiera sucedido nada extratio durante (a velada, Al dia siguiente, Lady Lytton se quejaba de dolores muscufares. En un momento comenza- ba a gritar y a dar drdenes a todo ef mundo, y al siguiente se encerraba en su cuarto a florar. Fades en la mansién estaban acostumbrados a la personalidad de Lady Lytton, pero percibie- ron que ese dia algo Aes ocurria con fa seviora. Dicen los testigos que esa madrugada la escu- chaban vociferar: -iwNo quiero que sea. mt amigall! Cuando fa doncella fue a llevarle ef desayuno, a la manana siguiente, Lady Margaret no esta- ba en su habitacién. Cast af mismo tiempo, desde la casa se escu- charon los ruidos de una agitacién en ef esta- blo. Relinchos, gritos, ef sonido de maderas al ae xy después ef galope espantado de tres cal all 0S. Todos corrieron hacta alli para ver qué pa- saba. ‘Algunos testigos afirman que Yassub, ef ca- ballo arabe, ahora tenia cabeza de mujer. Otros dicen que no, que la cabeza habia cambiado, pero que no era humana, nt de caballo. Pero todos coincidieron en que {as crines, ru- bias y sedosas, eran idénticas a fa cabellera de Lady Margaret. El animal estaba aterrorizado. —Llegamos —dijo Edmund. El coche se detuvo frente a la casa de la sefiora Pinkerton. Capitulo 15 a aqui, Alice. Enseguida re- greso con la abuela —le dijo su papa antes de salir del auto. —iPuedo bajar? —No. ~Tengo que ir al bafio —mintié Alice. Edmund suspiré: —Esté bien, pero abrigate. Hace frio. Habia dejado de lover. En la calle los faro- les ya estaban encendidos y reflejaban su luz sobre el pavimento mojado. La tarde Ilegaba asu fin. Alice siguié a su papa por el pequefio jardin hasta la entrada de la casa. Edmund Ilamé a la puerta. Nadie respondié. Volvié a llamar. Alice miré con disimulo hacia las casas ve- cinas. Se preguntaba cudl de las dos seria la de la bruja. Ambas estaban completamente a oscuras. Ahora su papa golpeaba la puerta con las manos. Comenzaba a impacientatse. —Pensé que estarfa lista -murmuré sacando un llavero de su bolsillo. Después de buscar la Ilave, la introdujo en la cerradura y abrié la puerta. En la sala no habia nadie. Edmund se precipit6 al interior mirando hacia todos lados, hasta que reparé en el bas- tén de la sefiora Pinkerton. Se hallaba recli- nado sobre uno de los posabrazos del sill6n en el que su madre habia estado sentada esa tarde. Lo observé un instante y después hizo un gesto, como si quisiera sacarse un pensamiento de la cabeza: —Debe haberse quedado dormida mientras nos esperaba —y fue al pasillo que conducfa ha- cia los cuartos de la planta baja, llamandola: —iMadre, ya llegamos! Mientras tanto, Alice no paraba de pen- sar... Sile decfa a su padre lo que habia leido en Internet, él sabrfa que ella habfa escuchado sus conyersaciones. Pero ly si la abuela no apare- cfa? No, eso no podfa set. Seguro estaba dor- mida, como decfa su papa. Iba a aparecet en cualquier momento. Dio unos pasos observando los muebles, las paredes repletas de cuadros, la chimenea, las lamparas encendidas.., Not6 que un cua- dro se hallaba en el suelo, apoyado contra la pared, y el viejo teléfono de la casa, descol- gado. Su papé habfa hablado por teléfono con la abuela, desde el auto. Recordaba su cara de preocupacién cuando la llamada termins. iQué habfa pasado? (Por qué su abuela no ha- bia colgado el teléfono? Escuché c6mo se abrfa la puerta de una ha- bitacion, y la voz de su papa: —iMadre? Decidié ayudarlo a buscar a la abuela. Fue a la cocina. No habia nadie, pero sobre la mesa vio un servicio de té. La taza estaba vacfa. Tocé la tetera. Estaba tibia. Otra vez se escuché la voz de su pap, aho- ta desde el fondo de la casa: —iMadre? “ Alice se quedé en la cocina. Segura- mente all{ habfa muchas cosas que la abuela habfa tocado... Vio, sobre la mesada, al lado de la cafetera, un budin. {Lo habria hecho la abue- la? Se acercé para mirarlo de cerca. Parecia igual que todos los budines... iEstaba esperando ver a su abuela converti- da por la bruja? ;Eso querfa ver? No, no queria ver €s0. Su padre se asomé por la puerta de la coci- na. Alice lo noté nervioso: —iNo tenfas que ir al bafio? —Sf, pap4, ahora. —Por alguna razén tu abuela decidié subir a la planta alta -Edmund se dirigié a la es- calera. Eso era raro. Alice sabfa que la abuela ha- cfa afios que no subfa las escaleras. No queria pensar... no queria pensar en las cosas que podfan hacerles las brujas Metsktila a sus victimas. Fue al bafio, En ese bafio todo era blanco. Alice abrié el grifo del lavatorio y dejé correr el agua. A través del espejo vio que la cortina de la bafiera estaba cerrada y no dejaba ver del otro lado. iSe habria fijado su papé detras de la cortina? Se paré frente a la ducha, y tomé aire. Ha- bfa escuchado acerca de gente que tenia acci- dentes en los batios. Con cuidado, Alice extendié el brazo y co- rrié la cortina. Vio la ducha, un estante con elementos de tocador y un banquito de plastico. Nunca ha- bfa visto un banquito en una ducha. La abuela se bafiaba sentada en un banquito... Cerré el grifo y entonces, cuando abria la puerta para salir, divisé una cosa negra que cruzaba el pasillo. JE gatito Picasso? EI gato... itenfa que saber dénde estaba la abuela! Picasso nunca se separaba de ella. Cuando Alice salié del bafio encontré el pasillo desierto. Pensé que el gato habia en- trado al dormitorio de la abuela, y fue hacia alli. Mientras tanto, ofa a su padre abrir y cerrar puertas, en el piso de arriba. En el dormitorio lo primero que vio fue la cama tendida, y sobre la cama, un bolso. En una silla habia un piloto y, en el piso, dos botas de goma para Iluvia. Arriba del respaldar de la cama se hallaba colgado uno de los paisajes de la abuela. La abuela solo pintaba paisajes, A ella no le gustaban, pero le Lamaba la atenci6n que tuvieran titulos. Se acercé para leer el de ese cuadro: Atardecer en Dorset. Su pap decia que la abuela estaba muy or- gullosa de sus cuadros... En ese momento oy6 un ruido suave, en al- gtin lugar, detras de ella. Alice se dio vuelta répidamente y pregunté: —Abuela, destds ahi? Volvié a escuchar ese ruido. Provenia de la habitacién, pero no sabia de dénde. Entonces advirtidé que algo salfa de abajo de la cama y se escabullfa por la puerta abierta. (Picasso? Alice salié al pasillo y lo vio. Era él. Desde atr4s solo pudo ver el movimiento sinuoso de su cola. -iPicasso! El gato entré répidamente a la sala. Parecfa asustado. Ella lo siguio. Otra vez, solo alcanzé a ver la cola del gato, que ahora se escondfa debajo de un armario. Era el armario en el que su abuela guardaba los pinceles y sus cosas de pintura, en un extremo de la sala. j —Minino, ven... —Alice lo Ilamé. Pero el gato permanecié escondido. Su padre estaba bajando las escaleras. Por la expresién de su rostto, a Alice no le hizo falta preguntar. iLa abuela tampoco estaba en la planta alta! -Y no veo al gato por ninguna parte... —murmuraba su padre. -iSe escondié ahi! —Alice sefialé hacia el armario-. No sé por qué se esconde. ~Tu abuela dice que no le gusto -respondié su pap4 con rabia, y se aproximé unos pasos hacia el armario. Y aunque Picasso estaba fue- ra de su vista, le grit6: -iiY ti?! iiNo viste dénde fue mi mama, gato sarnoso!?! Su papé estaba perdiendo el control. —iLo vas a asustar! —Alice lo defendié. Edmund hizo un gesto de impotencia y se desplomé en un sillén. Se sacé los anteojos y se pasé la mano por la frente. Alice nunca habfa visto a su padre asf, totalmente descon- certado. Se pregunté si era el momento de decirle lo que habfa lefdo en el auto. iba a creer la historia de las brujas Metsktila? No, su papa no ctefa en esas cosas. Z ella, crefa? Si la abuela no estaba en ninguna parte... entonces... Picasso siempre se habia dejado tocar por ella. (Por qué ahora hufa? ‘Por qué no se de- jaba ver? Alice se acercé cautelosamente al armatio: Ven aquf, minino... lo llamé otra vez. El animal se removia en la oscuridad. Alice apoy6 sus manos sobre el suelo, se recost6 en la alfombra, y comenz6 a inclinar la cabeza para mirarlo. En ese instante se acordé de la cabeza de Lady Lytton, que “no era humana, ni de caballo...”. De un salto se incorporé y se alejé unos pasos. (Qué estaba haciendo? Se qued6 parada, incapaz de moverse. Su pap4, en el sill6n, atin no se habia pues- to los anteojos, pero parecfa mirar fijamente el bastén de la abuela. Y de pronto, el gato salié del escondite. Atraves6 rapidamente la sala para sentarse en el suelo, a un costado del sillén de la sefiora Pinkerton. Alice lo observ6. Era el mismo Picasso que habfa visto siem- pre. Nada anormal. Negro, peludo, con cara de pocos amigos. Y no pudo evitar preguntarle: —iD6nde esté la abuela? Edmund, que ahora se tomaba la cabeza entre las manos, crey6 que la pregunta era para él: —Ella... debe haber salido un momento, es lo tinico que... -se le quebré la voz. A Alice le parecié que su papa iba a largar- se a llorar y, al verlo, sintié que ella también iba a llorar. Pero no querfa. iTenfa que hacer algo!, decir algo... —Papé, ipor qué ese cuadro esté en el suelo? —Tu abuela lo bajé ayer... “Lo bajo ayer...”, reflexioné Alice. Su abue- la lo habia tocado. Se incliné para leer el titulo, y lo ley6 en voz alta: ~Tormenta en Cornwall. Edmund giré la cabeza en direccién al cua- dro. “Oh, hijo... gnunca dejaré de llover en Cornwall?”, le habia dicho su madre por te- léfono. Edmund conocfa ese cuadro desde que era nifio. La sefiora Pinkerton estaba orgu- Hosa de la fotografia que habia tomado du- rante aquella tormenta, en Cornwall, y que después habia pintado con “tanto realismo”: el instante en que un rel4mpago cruza el cielo de noche. Con su luz blanca ilumina un viejo granero, al costado de un camino. Se ven las oscuras siluetas de los Arboles torcidas por el viento, se ve el granero, el cielo borrascoso... el camino. En el medio del camino hay una figura. éQué hace eso ahi? Edmund no recordaba haber visto antes una figura en ese lugar. iAllf nunca hubo una figura! Se levantd del sillén y se acercé al cua- dro. Lo tomé con las dos manos, y sin dejar de observarlo lo acereé a una de las lam- paras. Se colocé los anteojos, y miré. Era una figura humana, una mujer. Corrfa por el medio del camino con los brazos exten- didos, como si quisiera escapar de alli. O como si pidiera auxilio. Entonces Edmund recono- cié el cabello blanco, el viejo salto de cama, la misma expresién desesperada que le habia visto esa tarde... —iQué estés mirando, papa? —pregunté Ali- ce, acercandose, Edmund sintié que las piernas le fallaban. Lo que estaba viendo no podia ser. El horror y el pincel le habfan desfigurado el rostro, pero era... isu madre! Sola, en esa tormenta, adentro del cuadro, y un grito que no iba a terminar jamés... —jOh, Edmund! jSdcame de aqut!

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