Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El Cuento
El Cuento
Había un niño que tenía muy, pero que muy mal carácter. Un día, su
padre le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez que perdiera
la calma, que él clavase un clavo en la cerca de detrás de la casa.
El primer día, el niño clavó 37 clavos en la cerca. Al día siguiente,
menos, y así con los días posteriores. Él niño se iba dando cuenta que
era más fácil controlar su genio y su mal carácter, que clavar los
clavos en la cerca.
Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la calma ni una sola
vez y se lo dijo a su padre que no tenía que clavar ni un clavo en la
cerca. Él había conseguido, por fin, controlar su mal temperamento.
Su padre, muy contento y satisfecho, sugirió entonces a su hijo que
por cada día que controlase su carácter, sacase un clavo de la cerca.
Los días se pasaron y el niño pudo finalmente decir a su padre que ya
había sacado todos los clavos de la cerca. Entonces el padre llevó a
su hijo, de la mano, hasta la cerca de detrás de la casa y le dijo:
- Mira, hijo, has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta
cerca, pero fíjate en todos los agujeros que quedaron en la cerca.
Jamás será la misma.
Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal genio,
enfado y mal carácter, dejas una cicatriz, como estos agujeros en la
cerca. Ya no importa tanto que pidas perdón. La herida estará siempre
allí. Y una herida física es igual que una herida verbal.
Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas
joyas a quienes hay que valorar. Ellos te sonríen y te animan a
mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de aliento y siempre
tienen su corazón abierto para recibirte.
Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los
clavos, hicieron que el niño reflexionase sobre las consecuencias de
su carácter. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Amigos inseparables
Carla y Pablo eran amigos desde muy pequeños. Sus madres habían
sido también amigas desde la infancia y ellos habían permanecido
fieles a esa tradición. Se llevaban muy bien y se querían muchísimo y
se pasaban todo el día unidos. Iban juntos a la escuela, hacían la
tarea en el mismo lugar, jugaban, charlaban. Eran inseparables.
Un día algo pasó entre ellos que torció rotundamente aquella relación.
Por mucho que sus madres intentaron que resolvieran el problema,
Carla y Pedro dejaron de verse y de ser amigos.
Muchísimos años más tarde, cuando ya ambos habían crecido y
llevaban una vida adulta, volvieron a encontrarse de casualidad.
Cuando Carla encontró a Pedro sintió por él un amor tan intenso que
no pudo evitarlo y lo besó. Pedro se quedó paralizado. ‘Ahora que ya
tengo una familia y que las cosas me van bien quieres que estemos
juntos cuando fue esa la razón por la que dejaste de hablarme hace
tantos años…’ Y se fue muy enojado.
Cuatro meses más tarde la llamó por teléfono y le pidió que se
encontraran. ‘Carla, has sido lo más bonito que me ha dado la vida
pero también lo que más daño me ha hecho por eso quiero compartir
el resto de mi vida contigo’. Y a partir de ese día volvieron a ser esos
niños inseparables, capaces de jugárselo todo el uno por el otro.
Reparando una nave espacial
Juan era el menor de los hijos de un humilde hombre que vivía en una tranquila
comarca. Nunca en su vida había sentido temor hacia nada, ni a las historias de
fantasmas, o los relámpagos o los monstruos. Es por eso que todos en el lugar lo
conocían como Juan sin Miedo.
Un día, él emprendió un viaje para descubrir si conseguía tener miedo, pues era
una sensación que jamás había experimentado. Así fue que llegó a un reino
magnífico, donde los soldados del rey habían colgado un edicto en la plaza
principal: “Al hombre que sea capaz de pasar tres noches completas en el castillo
embrujado, le concederé la mano de mi hija”.
Juan sin Miedo aceptó el desafío y pidió una audiencia con el rey, para
comunicarle que él entraría en el palacio embrujado. A su lado estaba la princesa,
hermosa como el amanecer y ambos se enamoraron a primera vista.
Pero Juan sin Miedo no se dejó amedrentar por su advertencia. Fue al castillo,
encendió la chimenea y durmió comódamente en el saco que había llevado
consigo. Así fue hasta que un fantasma lo despertó, emitiendo sonidos
escalofriante a su oído.
—¿Cómo te atreves a despertarme con tus juegos de espíritus? —le dijo Juan sin
Miedo y tomando unas tijeras, cortó las sábanas que lo cubrían, haciendo que
huyera despavorido.
Cuando a la mañana siguiente, el rey fue a comprobar como estaban las cosas, se
quedó impresionado con su temple.
La segunda noche, Juan sin Miedo fue despertado por una bruja, que quería
comerse su corazón.
—¡Bruja maleducada! Ya verás lo que te vas a comer —y sin más, Juan sin Miedo
le vertió encima un jarrón de agua, que hizo que la bruja se derritiera sin remedio.
Cuando el rey volvió a comprobar que siguiera en el castillo, no cabía en sí de
asombro. Finalmente, la tercera noche, Juan fue despertado por un abominable
dragón que echaba fuego por sus fauces. Pero él le dio un golpe en la cabeza
arrojándole la silla más cercana y la bestia se fue llorando.
Al día siguiente, el rey se dio cuenta de que había pasado la prueba y con gran
alegría, anunció el compromiso de su hija. La boda se llevó a cabo con todo lujo y
Juan sin Miedo y la princesa, fueron muy dichosos al poder estar juntos. Sin
embargo, él todavía no conocía lo que era el miedo.
—Parece querido, que por fin te has dado cuenta de lo que es el miedo —le dijo la
princesa, risueña.