Está en la página 1de 159

Soy del Colo

Esteban Abarzúa

5
SOY DEL COLO
© 2013, Esteban Abarzúa
© 2013, Lolita Editores Limitada

ISBN: 978-956-8970-31-4
Registro de Propiedad Intelectual N° 233.821

Primera edición: octubre de 2013

Diseño portada y diagramación: Francisca Toral R.


Ilustración portada: Guillo
www.lolitaeditores.com

Impreso en Andros Ltda.

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y


bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea elec-
trónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier
otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito
de los titulares del copyright.

6
A Carolina y a los tres colocolinos que trajimos al mundo:
Carlota, Exequiel y Julián Abarzúa.

A la memoria de Cristián Valenzuela,


fallecido el 5 de junio de 1991.
Y a su madre, a quien le ruego que me perdone.

7
8
Colo-Colo ha trabajado por la causa de Chile
con la poesía del músculo.
Joaquín Edwards Bello

Hasta la morir.
Mirko Jozic

9
10
Soy del Colo, luego existo
(Advertencia al lector)

La luna llena me despertó a las tres de la mañana de un


día en que mi abuelo me llevó a dormir a un cerro, en el ve-
rano del 85, y mi abuelo murió varios años después sin que
yo hubiera sido capaz de decirle que fue el mejor momento
de mi vida. Duró cuatro o cinco segundos, el tiempo en
que volví a quedarme dormido, pero desde entonces he in-
tentado recuperar los pedazos de aquel sentimiento roto:
un día cualquiera ya no estaré aquí para disfrutarlo. Una
especie de alegría triste que estoy dispuesto a llamar felici-
dad. He tenido la suerte de encontrar esa luna en los ojos
de mis hijos y los labios de mi mujer y este libro que pudo
ser otros libros me ha devuelto el resto de su eternidad.
Aquí están mis amigos, la gente que quise y la que
quiero, y a todos ellos, especialmente a los que no son del
Colo, les pido disculpas por contar sus historias en este
desborde de mi imaginación, como el Pato Yáñez o el Rá-
pido Rojas entrando por la derecha, porque les mentiría si
les dijera que todo es cierto. Hay muchas historias que he
soñado y otras que viví mientras estaba soñando. También
le pido disculpas a Dios por invocar en vano tantas veces
su nombre, aunque ya no creo en Dios, al menos como
creía antes, y si anda por ahí que se reserve el derecho de
admisión. Todos creemos en algo que no sabemos si existe.
Yo, por ejemplo, creo en mí mismo, pero también creo en

11
Colo-Colo y eso está mejor. Ser del Colo es muchas co-
sas y yo no soy Heidegger para responder una por una sus
preguntas. Solamente soy del Colo como una vela que se
consume por ambos costados y, como Parra, ahora vengo a
enterrar mi pluma en la cabeza de los señores lectores. Mi
pluma colocolina.

12
Zapatos con Sangre

Cuando me cuesta quedarme dormido por las noches,


en vez de ovejas me pongo a contar maradonas revolcán-
dose en la pista de ceniza tras el insondable guadañazo de
Chuflinga Herrera. Una seguidilla de caídas maradonianas
que me gusta imaginar con el piano de Goodfellas cuando
empiezan a aparecer como fiambre los cómplices de Jimmy
Conway en el asalto a Lufthansa. Sobre todo la escena en
que se abren las puertas de un camión frigorífico, Scorsese
le sube el volumen al piano y aparece Frankie Carbone tan
congelado que debieron esperar dos días para poder hacerle
la autopsia. Dicen que conciliar el sueño es más fácil si uno
sintoniza imágenes placenteras en su cabeza. Yo creo que
no hay por dónde perderse entre los tiernos estoperoles de
Herrera y esos demonios que berrean.
¿Las cosas que le pasan a uno le pasan para toda la
vida o hay un momento en que se quedan en la banca, se
esconden en algún callejón oscuro de la memoria o senci-
llamente se esfuman sin dejarte una mísera explicación de
su huida? Lo pongo de otra manera: no me acuerdo de mi
compañero de banco en Tercero Básico, pero sí tengo muy
claro que ese año Leonel Herrera volvió a Colo-Colo desde
Unión Española para jugar junto a Atilio Herrera, el Tigre
Herrera, y que en los últimos nueve partidos del campeo-
nato nos hicieron un solo gol y salimos campeones. En la
dupla Herrera-Herrera, los centrales de Colo-Colo en el

13
título de 1979, llegué a depositar casi todas las certezas que
pueden caber en la cabeza de un niño de ocho años, que
no son muchas pero son para siempre. A esa edad ya sabía
dos cosas: que tenía cerca a mis padres y que quien quisiera
jugar atrás en mi equipo tenía que ser poco menos que
un Dios.
A los ocho años yo era hincha de Colo-Colo y pude
tener de ídolos a Caszely o a Vasconcelos, pero me quedé
con Leonel Herrera. Mejor dicho, Chuflinga me eligió a mí
porque él era de Colo-Colo y jugaba de 5. Mi viejo era el 5
en nuestro club de barrio y pegaba poco o nada, pero siem-
pre entendí que ponía más de lo que podía. A los dos años,
eso sí, también me ocurrieron cosas importantes: aprendí a
caminar (por culpa de las malas lenguas de la familia alcan-
zaron a llevarme al doctor para que le dijera a mi mamá si
yo tenía algún tipo de retraso) y aprendí a ver los partidos
al borde del campo por mis propios medios. Es la edad en
que un niño futbolista deja de tomar la pelota con las ma-
nos y, aunque a esa altura el mundo todavía es un bosque
de piernas, uno está en condiciones de descubrir qué es lo
que hacen los grandes cuando juegan a pasarse la pelota. Yo
descubrí cómo se movían los de atrás para defender lo suyo.
Cuatro jugadores que tienen que estar de acuerdo hasta en
la manera de mirar a los ojos a los rivales, tuya o déjala, vas
o te quedas, cuándo, cómo y dónde hay que pegar, aunque
en el fútbol la frase correcta es “a quién hay que pegarle”,
si toca empujar al equipo hacia el campo contrario o si
hay que meterse atrás, quién aprieta al árbitro, qué haces
cuando te elude el 9 (bajarlo o, al menos, dejarlo medio
turulato para que lo afeite el que llega desde atrás) o si te
lleva el 11 (ponerle un caballazo para que se aplaste la cara
contra el alambrado o irte volando hacia el medio para cu-
brir al compañero que salió a cubrirte). Así hasta el fin de

14
los tiempos. Los laterales son como los perritos falderos: se
mueven por todas partes y te hacen caso en todo, pero en
cualquier momento se mandan una cagada. Los centrales
saben que también deben marcarlos a ellos. El 3 le cubre la
espalda al resto y el 5 le cubre la espalda al 3. Todas las con-
fianzas de un equipo están resumidas en estos mecanismos
que convierten al fútbol en ese “reino de la lealtad humana
ejercida al aire libre” descrito por Gramsci y que los de atrás
llevamos escritos en la frente.
A los ocho años yo creía en Dios, el Chavo del Ocho,
Luke Skywalker y el 5 de Colo-Colo. Una perfecta línea
de cuatro, con Dios jugando un poquito más retrasado
y Chuflinga, como siempre, saliendo a partir por la mi-
tad a los que intentasen atravesar nuestro mar Rojo sin
salvoconducto.
Leonel Herrera debutó con la camiseta blanca en junio
del 67, por las semifinales de la Copa Libertadores. Tenía
dieciocho años y empataron a uno con River en Buenos
Aires. Desde ese día y hasta que se retiró en O’Higgins, a
los treinta y nueve, hizo de la palabra respeto un ideal con
horas extraordinarias. Lo habitual era verlo pegadito al cen-
trodelantero enemigo. Herrera inventó los requisitos para
ganarse la vida como central en Colo-Colo: saber jugar en
la mitad de la cancha, tener buenos tobillos para perseguir
a una presa que nunca huye en línea recta y ser lo suficien-
temente cínico para hacer perro muerto en la ley del último
recurso. Además tenía un don para ganar la pelota más di-
fícil de cabecear, el saque largo y alto del arquero contra-
rio, aguantaba con el pecho, los hombros y por supuesto
los brazos la carga de los delanteros, y era tan seguro de sí
mismo que hasta empezó a tirar los penales. En los clásicos
el Chico Hoffens llegaba a volar en cada choque, el Flaco
Spedaletti derechamente se le arrancaba y una vez levantó

15
del pelo a Rubén Espinoza. Su único error fue tirarle los
bigotes al Chivo Pavoni en la final de la Copa Libertadores
de América del 73. Esos bigotes eran una trampa: nadie los
puede tener tan largos, del tipo Pancho Villa, salvo que los
use para que los adversarios se hagan expulsar en el intento
de tirárselos. Pavoni, además, los utilizaba para desviar la
atención: también jugaba con peluquín. Herrera, como los
pieles rojas, se habría quedado con su cabellera de haberlo
sabido antes.
Si hay algo que he aprendido en todos estos años, es que
en el fútbol ningún jugador es más importante que otro.
La frase “los delanteros ganan partidos, los defensas ganan
campeonatos”, acuñada por un todocampista inglés del As-
ton Villa que se llamaba John Gregory, es solo un intento de
compensación espiritual para los que supuestamente hacen
el trabajo sucio. En la cancha, la lógica futbolera suele ocu-
par el puesto de aquel hombre que juega con el balde en la
cabeza. No hay trabajos menores en el fútbol, sino titulares
de prensa: en un partido, cuando juegan once, el partido
dura novecientos noventa minutos. Esto lo digo después de
haber jugado toda mi vida tratando de imitar a Herrera en
el barrio. Hubo más de una ocasión en que me dijeron Za-
patitos con Sangre, que es el otro apodo de Chuflinga. Ten-
go una concepción izquierdista y cristiana del juego: darles
a todos por igual y ser uno el que más reparte. He usado to-
dos los huesos de las extremidades que tienen nombre cono-
cido para bajar al oponente que viene con pelota dominada.
Muchos quedaron en el suelo, pero hay que saber pegar: el
único objetivo es que el otro se dé cuenta de que gratis no se
la va a llevar. No sé si fui bueno o malo para la pelota, pero
siempre entregué todo lo que tenía.
¿Puede uno morirse feliz, realmente feliz, justamente
cuando sabe que se está muriendo? A los vivos nos gus-

16
ta especular con estas faramallas espirituales, pero nunca
les preguntamos, por razones obvias, a los únicos que co-
nocen la respuesta. Hay cosas que no se pueden dar por
seguras, ni en la vida ni en la muerte, pero esto es solo
un deseo, mi última voluntad antes de caminar hacia los
Campos Elíseos. Espero verme en la boca del túnel como
el Garra Velásquez de 1991, saludando uno por uno a los
jugadores de mi Colo-Colo de todos los tiempos: Cóndor
Rojas; Chano Garrido, Rafa González, Chuflinga Herrera,
Chupete Hormazábal; Luchito Mena, Loco Páez, Ciego
Peralta, Káiser Pizarro; León Astengo y Arturito Vidal. En
mis sueños esa oncena imposible también es imbatible. Si
el paraíso existe, me gustaría encontrármelos a todos juntos
allá y, si Dios me deja (y no se ha muerto aún), entrar en el
segundo tiempo por Rafael González para hacer dupla con
Chuflinga.
Philip Roth dijo una vez que dejó su casa para salir
al mundo y que después pasó el resto de su vida escri-
biendo sobre su casa. Me ocurre algo parecido: quería ha-
cerme grande para jugar en Colo-Colo y cuando por fin
crecí —crecer es fácil, inevitable— empecé a ganarme la
vida contando lo que sentía cuando soñaba con ser el 5 de
Colo-Colo. Tal vez me he convertido en un personaje de
aquellos años felices y esto no es más que un sueño. Un
sueño en el que puedo mandarla a la tribuna o salir jugan-
do.

17
Cosas de familia

Mis dos abuelos eran colocolinos, pero a uno de ellos,


si estuviera vivo, le molestaría mucho esta afirmación. Él
pertenecía a esa clase de colocolino que se desvive para es-
conder la pasión de su vida: el anticolocolino. Se llamaba
Óscar y aunque dijo ser hincha de Magallanes, y después
de la U cuando el Manojito de Claveles empezó a marchi-
tarse, puso todo su empeño y buena parte del aire que pasó
por sus pulmones en hablar mal de Colo-Colo y de los co-
locolinos. “A fin de cuentas —dice el vasco Patxo Unzueta
en su libro sobre el Athletic de Bilbao— el odio es solo
amor no correspondido y el espectáculo decae si desaparece
el objeto de la desafección”.
—Cuando me muera —le contaba mi abuelo Óscar a
todo el que tuviera la paciencia necesaria para sentarse con
él para hablar de fútbol— voy a ir el día antes a hacerme
socio de Colo-Colo para que se muera un huevón de Colo-
Colo.
Murió, de cáncer al pulmón, el 8 de junio de 1997,
horas antes de que el Matador Salas hiciera un gol de ca-
beza en un partido de la Selección en Ecuador. Esa noche
en el velorio mi tío Pedro, su hijo colocolino, contó un
chiste que nos hizo reír a todos: mi abuelo no cumplió con
su palabra y, por suerte, se había muerto un huevón de
la U. Hay una frase de Míster Huifa, también hincha de
Magallanes, que alcanzó a resumir todas estas historias en

18
una definición que le salió del alma en la revista Estadio:
“Colo-Colo es un mal necesario. Y si no existiera, habría
que inventarlo”.
¿Se han fijado en lo que cuesta recordar juntos a los
abuelos? Los míos fundaron juntos un club de barrio en
la San Gregorio, un club que pasó a llamarse José Salgado
el día en que un centrodelantero que se llamaba José Sal-
gado cayó sin vida de un golpe que recibió en una pelota
dividida contra el arquero rival en la Cancha Uno y cuyos
colores, por supuesto, pueden adivinarse: camiseta blanca,
pantalón negro y medias que han sido blancas o negras.
Salgado, el Pepe, fue nuestro David Arellano. Estaba de
vacaciones en Cartagena y viajó a Santiago para jugar una
vez más con sus amigos, a fines de enero de 1974. Su hija
tenía mi edad.
En su época, cada abuelo era un patriarca y tenía su
propio reino: para verlos y que le dirigieran la palabra a
uno como nieto había que ir a verlos a sus casas. Por eso
no los recuerdo juntos y a veces se me aparecen en la me-
moria como las figuras del padre Mapple y el capitán Ahab
en Moby Dick. Hablando uno sobre Dios y de un hombre
que pagó sus pecados dentro de una ballena. Y hablando
el otro de Dios y de ir en busca de la gran ballena blanca
para cazarla e ir al infierno por eso o para no cazarla e ir
igualmente al infierno. Ahora me veo a mí mismo tratando
de reunirlos en mi cabeza como el periodista de El Gráfico
que intentó hacer una foto de Elías Figueroa y Maradona
en el partido que Chile y Argentina jugaron en 1980 en
Mendoza, cuando los dos le dijeron “no hay problema, que
venga para acá” y la fotografía quedó solo en la imaginación
de su autor porque el acá de uno era el allá del otro. Hay
una foto, una sola, en la que mis abuelos aparecen juntos,
en la Cancha Seis, junto al mercado de la San Gregorio.

19
Ahí están: Ernesto Abarzúa, Don Segua, y Óscar Alarcón,
el Conejo Scopelli, esperando que empiece un partido de
viejos tercios. También estoy yo, abajo, tengo tres años y
me están pidiendo que mire a la cámara para salir en una
foto que con el tiempo no sabré si realmente existe o si son
dos fotos que yo trato de pegar por necesidad espiritual.
Mi viejo es colocolino y su viejo también lo era. Podía-
mos pasar tardes enteras hablando desde Colo-Colo Mu-
ñoz a Raúl Muñoz, que llegó a jugar de 10 en Colo-Colo
sin darse cuenta de lo que significaba eso. Mi viejo fue por
primera vez al Estadio Nacional en un partido contra la
Católica y en su segunda vez nos llevó a mi vieja y a mí, que
estaba en la panza de mi vieja: el 11 de octubre de 1970.
Colo-Colo le ganó 2-0 a Magallanes con dos goles de Car-
los Caszely en el segundo tiempo, uno de ellos de chilena,
y debe haber sido el primer partido en que Caszely pidió
jugar de 9. Aunque el comentario en la Estadio dice que
fue un clásico de mierda, el equipo que mandó a la cancha
Pancho Hormazábal tenía polenta: Loco Araya, Valentini,
Chuflinga Herrera, Rafa González, Castañeda, Hermosilla,
Chita Cruz, Koscina, Caszely, Zelada y Leonel.
¿Hay algo mejor en la vida que tener un padre coloco-
lino? Con el mío fui tres veces al estadio y nos fue como el
ajo. Cosechamos dos derrotas y un empate: 1-3 ante Pales-
tino el 25 noviembre de 1978, 1-1 frente a Sol de América
el 25 de abril de 1980 y 1-2 contra la U el 3 de enero de
1981. Enrique Vila-Matas dice que su padre, su tío y su
abuelo iban a fumar puros al Camp Nou y él se acuerda del
humo, del olor a tabaco y de algunos jugadores del Barça.
Nick Hornby se acuerda de 1968 y no precisamente por lo
que pasó en París durante el mes de mayo, sino porque sus
padres se habían separado ese año y su viejo lo invitó a un
partido entre West Bromwich y Everton al que no quiso ir

20
y que después lo volvió a invitar, pero esta vez a un duelo
entre Arsenal y Stoke City en el que Arsenal ganó con un
gol de Terry Neill en la misma jugada en la que Gordon
Banks le atajó un penal al propio Neill y por eso se enamo-
ró para siempre de Arsenal, aunque su padre después inten-
tó enmendar el error llevándolo a un 5-1 del Tottenham de
Jimmy Greaves contra Sunderland. Ya era tarde para papá
Hornby: el trance de Neill había hipnotizado al pequeño
Nick. Enric González también cuenta en Una cuestión de
fe que en su primer viaje para ver al Espanyol su padre y el
tío González iban en un Renault Dauphine, o quizás en un
Seat 1500, y hablaban contra Franco y él mismo, en cada
una de sus primeras jornadas en Sarriá, soñaba que a través
de la megafonía del estadio interrumpirían el partido para
anunciar la muerte del dictador.
Yo en cada libro futbolero que ha pasado por mis ma-
nos he buscado casi obsesivamente las palabras primera vez
porque eso me habla también de los partidos de Colo-Colo
junto a mi viejo y un amigo de mi viejo que se llamaba
Juan Herrera y nos ayudaba a recoger pasajeros en el cami-
no al Estadio Nacional, desde Américo Vespucio con Santa
Rosa. Mi viejo le trabajaba a mi abuelo una micro Merce-
des Benz y en mi casa hablábamos de la Menche. Juan He-
rrera y yo nos turnábamos para bajar a la pisadera y gritar,
en cada esquina, “al estadio, al estadio”.
Cuando uno es niño el tiempo es largo, muchas cosas son
inalcanzables, los adultos son demasiado grandes y el fútbol
lo es todo si a uno le gusta el fútbol. Para mí el día de esta-
dio, aunque saliéramos de la casa a las cinco de la tarde, con
un termo y unos sánguches de carne al jugo que nos pre-
paraba mi vieja, era algo que duraba todo el día, desde que
me levantaba para ir a la escuela pateando las piedras como
si fueran despejes de Chuflinga Herrera hacia la tribuna.

21
Envidiaba a los niños que además de sus padres tenían pla-
ta para comprarse una bandera de Colo-Colo que vendían
a cincuenta pesos y sonreía malignamente cuando las sa-
caban por las ventanas de la micro y un colocolino con
menos suerte y más calle se las arrebataba en la siguiente
parada. Incluso me imaginaba llegando al Nacional con esa
bandera blanca como un trofeo y luego haciéndola ondear
en el sector sur del estadio, al lado de la marquesina, don-
de nos instalábamos, según mi viejo, porque desde ahí el
fútbol se veía mejor: lejos de los gritos de la barra y lo más
cerca que el bolsillo nos permitía estar del centro de la can-
cha. En ese tiempo los colocolinos más gritones se iban a
llenar la galería norte y el resto nos íbamos donde nos daba
la gana. Mucho después el sector sur empezó a ser territorio
indeseable.
En una columna titulada Un saco de goles, Roberto Meri-
no evoca un partido que el Brasil de Pelé, Tostao, Rivelinho y
Jairzinho le ganó 5-1 a Chile en el Estadio Nacional, poco
después de vencer 4-1 a Italia en la final del Mundial de
1970, y solo se acuerda del descuento chileno, a cargo de
Sergio Messen: “Messen con la pierna estirada en el aire
para conectar por la derecha un pase cruzado y enviar la
pelota dentro del arco. Me gustaría ver ese gol una vez más;
probablemente fue del todo distinto. La memoria suele
acomodar las cosas de un modo inextricable: la duración
de las antiguas lluvias, la belleza de las antiguas enamora-
das, el tamaño de las antiguas casas y también la factura de
los antiguos goles”. Creo que tengo más suerte que Merino.
De mi primera vez contra Palestino recuerdo el descuento
colocolino, el gol olímpico de Juan Carlos Orellana: cór-
ner desde la derecha, con pierna cambiada, bola alta y con
efecto Magnus, una comba deliciosa y evasiva clavándose
en el segundo palo del Loco Araya, cuyo esfuerzo lo dejó

22
enredado en la malla. Y también el gol de Elías Figueroa,
el segundo de Palestino, en el mismo arco norte: tiro libre
desde la derecha de Lazbal, una especie de córner corto,
entrada de don Elías en el mismo segundo palo y Nef lle-
gando tarde para completar el cuadro. Desde mi posición,
en el otro lado del estadio, las jugadas fueron idénticas y
por mucho tiempo llegué a creer que eran una sola jugada:
el centro inverosímil de Orellana para Figueroa.
Luego de perder con Palestino no tomamos pasajeros
de vuelta a La Granja y yo me fui llorando en el último
asiento de la Menche. No recuerdo si mi viejo me compró
un mechada-palta al final del partido, aunque también me
recuerdo deseándolo a la salida del estadio en mis prime-
ras desventuras con el equipo del maestro Pedro Morales.
Contra Sol de América no lloré, pero sí en mi primera vez
contra la U. No porque fuera la U, sino por la manera
en que perdimos, porque Colo-Colo necesitaba un empate
para quedarse con el segundo cupo chileno a la Copa Li-
bertadores y nos hicieron el gol al final del partido, justo
después de que Carlos Rivas se perdió un penal en el otro
arco. Los tres goles ocurrieron en el arco sur. El tiro libre
de Vasconcelos que pegó en el palo antes de entrar y dejó
a Carballo atornillado al piso, el empate de Castec: un tiro
desde cerca que la mano izquierda del Gringo Nef desvió
lo justo para que se metiera dando botecitos en un rincón.
Y el gol de Salah. Al otro día un diario tituló: “La noche no
fue dulce, fue Salah”.
El gol de Salah es la jugada más larga de mi vida. Des-
de la mano del paraguayo Ashwell tras el centro del Pollo
Véliz, la corridita del árbitro Hernán Silva con su peluquín
al viento para señalar con la mano el punto penal, el tiro
de Rivas hacia su izquierda, que era la derecha de Carballo,
el rebote en un pie de Carballo y la devolución al arquero

23
de un zaguero azul que pudo ser el propio Ashwell o quizás
el Flaco Bigorra, o incluso fue un remate desesperado de
Véliz, pero Carballo tomó la pelota con las dos manos, la
miró un par de segundos y le pegó hacia arriba, más alto
que largo. A lo que saliera. Lo que salió fue una pelota para
el Chano Garrido que el Chano trató de escupir como una
mosca que te encuentra con la boca abierta, la agarró Mon-
tenegro, o quizás el Torito Aránguiz, para meterle el pase
a Salah, que corrió hasta la línea de fondo y tiró un centro
pasado que casi se le arrancó al Chico Hoffens. Siempre
pensé que Hoffens le tenía miedo a las suelas de Neculñir,
pero en esa jugada se lo pasó hacia fuera y hacia adentro y
después le hizo la verónica al Yeyo Inostroza y la soltó an-
tes de que le saliera Chuflinga, porque Chuflinga era cosa
seria. Al otro lado esperaba Salah y yo creo que Salah cerró
los ojos y le pegó como venía, si ni siquiera alcanzó a doblar
la rodilla para disparar como suelen hacerlo los futbolistas
profesionales, y no sirvió de mucho que el Chano se hubie-
ra quedado cuidando el segundo palo, porque el tiro se fue
hacia el medio del arco, donde no había nadie, y la pelota
infló la red de la manera en que al relator Hernán Solís
más le gustaba describir: le apareció una joroba al arco de
Colo-Colo. Salah celebró el gol como Pelé en el Mundial
de 1970, saltando con el puño derecho en alto como si
intentara tumbar a un gigante, y salió llorando de la can-
cha cuando quisieron entrevistarlo los periodistas, Carlos
Rivas se fue llorando hasta el camarín y siguió llorando
cuando lo entrevistaron los periodistas y yo me fui llorando
del estadio aunque mi viejo me decía que no llorara. Han
pasado los años, Carballo incluso se murió en 1998, y solo
me queda apelar, desde la resignación y el dolor blando
de una victoria que no alcanzó a tener pies ni cabeza, a
una frase del antropólogo brasileño Roberto da Matta: “La

24
bola corre más que los hombres”. Todos hemos tenido un
momento Salah en nuestras vidas, cuando la tortilla se da
vuelta y lo que se parecía a la gloria empieza a parecer trage-
dia, el momento Match Point de Woody Allen, esa película
que empieza con una pelota de tenis que golpea el borde de
la red y durante una fracción de segundo queda suspendida
en el aire (“con un poco de suerte sigue hacia delante y
ganas o no lo hace y pierdes”). Solo fui una vez más con mi
viejo al estadio, dieciséis años después, para un partido de
la Selección contra Perú en el que ganamos 4-0, pero nos
fuimos a sentar exactamente en el otro extremo del Estadio
Nacional, en el sector norte, al lado de la tribuna Andes.
Cuando pienso en todo esto siempre me termino pre-
guntando si hay algo mejor en la vida que tener un padre
colocolino y pienso en todo lo que se aprende y en lo que
se sabe de antes, en lo que duele y en lo que viene después
de todo eso, en mis abuelos que ya se fueron pero nunca se
irán del todo y en ese niño que en noches muy tranquilas
todavía puede despertarse, sin abrir del todo los ojos, y re-
cordar la camiseta blanca con la que estaba soñando. Creo
que tal vez hay algo mejor que tener un padre colocolino:
tener hijos colocolinos. Mi viaje solo estará completo cuan-
do mis hijos recuerden conmigo su primera vez.

25
De atrás pica el indio

El hincha de fútbol tiene un rollo casi enfermizo con la


adversidad, esa historia que insinúa sus finales felices como
quien tira la piedra y esconde la mano. La vida es un paño
de lágrimas, el autogol es una evidencia de que Dios existe,
y te está mirando, y el clásico lo vas a recordar por siempre
si tuviste que remontarlo. Seguir a un equipo de fútbol es
como el personaje del jardinero en una telenovela de los
setenta: estás ahí para ayudar en lo que sea, la acción te pasa
por el lado y las penas por adentro. La gloria siempre nos
está esperando al final de cada comienzo difícil, pero solo el
hincha, revisionista y culebrero por excelencia, puede deci-
dir cuánto dura el pedazo de adversidad que le toca admi-
nistrar sentimentalmente. Puede ser un domingo chúcaro,
un semestre de pacotilla o veinticinco temporadas al hilo
de hilarante, epiléptica y pluscuamperfecta abstinencia.
A veces hay que tener estómago para soportar tantas
pruebas del destino, pero el partido para el olvido no existe
como tal. Es una manera de prepararse para la siguiente
redención. En Chile, desde hace unos años, se habla tam-
bién del aguante, una palabra fetiche que cruzó la cordillera
como el caballo de San Martín y se instaló entre nosotros
con toda su épica y una ética que todavía no acabamos de
comprender. Antes de publicar su libro sobre Boca Juniors,
el escritor Martín Caparrós había renegado públicamente
de su significado. “Aguante es la síntesis de esta Argentina,

26
la peor de todas las palabras: el lema de la victoria mene-
mista. El resultado de estos años fue reducirnos a la posi-
ción de aguantar, de acurrucarnos y parar los golpes. La
resistencia que no era resistencia: solo bancársela. Aguantar
no es hacer, no es proyectar, no es buscarse la vida: es so-
portar. Recién vamos a volver a ser algo cuando la palabra
aguante desaparezca por fin de nuestro léxico”, advirtió Ca-
parrós durante los días del “que se vayan todos” en Argen-
tina. Después, en Boquita, el escritor se da una magnífica
vuelta de carnero y elabora un “Elogio del Aguante”. Esto
es lo que dice en una de sus dieciséis teorías del bostero:
“También es una idea bastante noble, soy el mejor desodo-
rante y nunca te abandono, yo te aprecio y te apoyo, estoy
acá, pase lo que pase estoy acá. Y para estar soporto lo que
sea y pongo el cuerpo”.
El fútbol, en su diatriba competitiva, es un dosificador
de felicidad y la vida no es más que una semifinal: el Gran
Partido, la final-final, nunca llega o, peor aún, ni siquiera te
diste cuenta cuando lo estabas jugando. ¿Saliste campeón?
El próximo año toca la Copa Libertadores. La estatua que
le hicieron a Mostaza Merlo en el estadio de Racing, por el
título que rompió con una mala racha que duró treinta y
cinco años en la Acadé, habría que sacarla de ahí y llevársela
a Wembley. Ahí, en La Catedral, debería ser venerada por
su aporte a la filosofía universal de la biografía futbolera: el
paso a paso.
Aunque decimos que Colo-Colo es el eterno campeón,
si es cierta aquella hipótesis de que la personalidad se forma
en los primeros años de vida, a los colocolinos que nacimos
a principios de los setenta nos tocó crecer añorando des-
de las lágrimas esa grandeza de la que hablaban nuestros
padres. Yo nací en 1971, año en que salió campeón San
Felipe; el primer gran equipo del que tengo recuerdos es el

27
Everton de 1976 (el fútbol me empezó a doler cuando un
primo se hizo hincha de Everton); y la primera vez que fui
al estadio fue cuando Palestino salió campeón en 1978: le
ganó 3-1 a Colo-Colo. En medio de todo eso, por supues-
to, estaba Colo-Colo 73, yo sabía de su existencia y los
primeros nombres que aprendí de memoria son los de sus
jugadores, pero solo era un sueño del que muy a lo lejos
hablaban mi papá o mi abuelo. Hablar de lo que había
ocurrido en 1973 en ese tiempo era cosa de grandes.
Me pasé buena parte de la infancia contando los años, y
los partidos, hasta que dimos la vuelta en 1979. Siete años
habían transcurrido desde el anterior título en 1972. Siete
años: la mayor cantidad de tiempo que ha debido esperar
un colocolino para ser campeón.
Cada hincha, en el fondo de su corazón, tiene su propio
tótem de la adversidad y cuando me vienen con el cuento
del exitismo colocolino, que aparecería solamente para los
triunfos, me acuerdo de esto. Por ejemplo: la historia del
campeón en la quiebra en 2002, el último grito de rebelión
antes de que llegaran al club unos dueños que nadie pidió.
Ese grupo de juveniles envalentonados por el Cabezón Es-
pina será recordado por tres cosas: la camiseta que decía
“A morir por el Colo” usada cuando entraron a la cancha
en un amistoso contra el 12 de Octubre de Paraguay, días
después de la quiebra, las tres boletas que le hicieron a Co-
breloa para desembarazarse de veintidós años de maleficio
en Calama y el título a fin de año con dos victorias frente a
la vertiginosa Universidad Católica de Juvenal Olmos.
En los setenta, en todo caso, para ser un buen coloco-
lino había que sufrir y a esa altura ya se hablaba de la frase
“de atrás pica el indio” como una institución. La segunda
vez que me llevaron al estadio fue para un empate a uno
contra Sol de América, por la Copa Libertadores, y fuimos

28
porque en la fecha previa Colo-Colo dio vuelta el marcador
para ganarle a Cerro Porteño y en todos los diarios escribie-
ron que había picado de atrás. Me acuerdo perfectamente:
yo estaba escuchando por la radio el relato de Raúl Prado
y me arranqué a llorar al patio cuando los paraguayos hi-
cieron el primer gol. Después, cuando lo empató Carlos
Caszely a pocos minutos del final, me quedé esperando
desde lejos, porque si me acercaba se podía desvanecer la
ilusión, luego vino el gol de Juan Carlos Orellana, el zur-
do de Barrancas, y también recuerdo las palabras que usó
Prado para unir ambos festejos: tras cartón. Ya lo escuchaba
desde la puerta. Era la primera campaña internacional en la
que podía seguir a Colo-Colo. Esa obsesión llamada Copa
Libertadolores. Lo de Cerro Porteño fue un martes y el
viernes había que ganarle a Sol de América para meterse en
las semifinales: empatamos.
En la tercera vez que fui al estadio perdimos 2-1 con-
tra la U en el Nacional con el estúpido gol de Salah, de la
cuarta apenas me acuerdo seguramente porque ganamos,
y en la quinta y la sexta volví a los fantasmas de la Copa:
la eliminación de 1988 ante Oriente Petrolero y el amargo
debut de 1989 contra Cobreloa. ¿Qué puedo decir de todo
esto? Que en esa época mandarse a cambiar al estadio era
un lujo que muchos colocolinos no nos podíamos regalar y,
de hecho, empecé a ir más y solo cuando aumentó la plata
de las becas que recibía en la universidad. Que tuve mal
ojo para elegir los partidos que marcarían mi condición
de hincha. Y que llegué a un punto en que me daba mie-
do escuchar la frase “de atrás pica el indio”, cuyo origen,
por cierto, data de 1937, un año en que Colo-Colo salió
campeón invicto. Casi sin sufrir: el Rata Rojas hizo el gol
del empate en el último minuto del último partido contra
Bádminton y salvó de la basura y la vergüenza un enorme

29
lienzo que se había instalado en las tribunas y que decía
“Colo-Colo campeón invicto”.
Hinchar también es una forma de fantasear y la fantasía
de la adversidad debe ser uno de los secretos mejor guarda-
dos entre los fanáticos de los equipos grandes. Yo tengo mi
propio podio de deseos absurdos. De atrás para adelante: 3)
haber sido un buen huérfano si me hubiera encontrado en
la orfandad, 2) quedar ciego para bailar tango con una bella
desconocida entre las mesas de un restaurante como el cie-
go de Al Pacino en Perfume de mujer y 1) perder un partido
contra Ñublense que nos hubiera dejado en posiciones de
descenso en 2009. Nunca me gustó que el indio picara des-
de atrás, pero a veces, como buen colocolino, lo deseaba.

30
La fiesta del pueblo

Un domingo sin fútbol es otro fomingo más en nues-


tras vidas. Un día de almuerzos en casa de la abuela Chepa,
gente echada en un sofá, mirándose las caras o mirando
en televisión una película de hace treinta años o un docu-
mental sobre La Chimba en el que un tipo de barba relata
historias de milochocientosloquesea. Un día que se inven-
tó para enterarse del último chisme en la feria o en la misa,
comentar el nuevo peinado de la tía Ana y el último desliz
de la vecina, que cumplió cuarenta, se separó y se puso
frenillos, vaya a saber uno en qué orden, o que un tal Juan
y un cual Pedro se están muriendo de cáncer y diabetes, o
al revés: nunca recuerdas quién se está muriendo de qué,
pero siempre te hablan de cáncer y diabetes, justo a la hora
de la once, cuando tu yo somnoliento empieza a odiar al
yo somnoliento del tío gordo de la familia que acaba de
comerse el último trozo de pastel que alguien puso en la
mesa para festejar el santo de la abuela. Digo: todo esto
puede estar muy bien, pero por qué diablos la gente no
deja los lunes o los martes para los no-acontecimientos
de los fomingos o de ese submundo retratado por José
Donoso en Este domingo, donde los nietos terminamos
apodando La Muñeca a todos esos abuelos que se pueden
llamar Álvaro, Aurelio o Alipio. Un domingo sin fútbol es
como un empate a cero entre Palestino y Santiago Mor-
ning en La Cisterna. En ese caso la contienda es desigual

31
y lo mejor, tal vez, sería saltarse del sábado al lunes, con o
sin resaca.
Pero está escrito: al séptimo día, Dios se hizo el pelo-
tudo y se fue a la cancha sin pedirle permiso a nadie. Los
domingos se hicieron para jugar al fútbol, para ir al estadio,
para quedarse en la casa escuchando a Raúl Prado Cavada
o a Vladimiro Mimiça, o, por último, para quedarse pega-
do frente a un Cobresal - Colo-Colo en el televisor, solo
mientras el resto del planeta divide su tiempo entre hacer
nada y el patio de hot dogs, papas fritas y carne a medio
sancochar del mall más cercano. Mi sueño de jubilación
es irme a vivir al campo cuando tenga 65, para hacer pan
amasado, comer porotos con riendas tres o cuatro días a
la semana, escribir una novela que posiblemente titularé
Memorias de un colocolino y escuchar los domingos el parti-
do de Colo-Colo en la voz de Ernesto Díaz Correa o la de
Claudio Palma junto a una botella de vino tinto. El fútbol
es despertarse un domingo a las siete de la mañana y que-
darse pegado hasta las nueve tratando de resolver una duda
capital que solo puede resolver Mirko Jozic por la tarde en
el Monumental: ¿Dabrowski o Martínez en punta?
El fútbol es la banda sonora de los domingos: la pelota
cuando suena en cada trancazo, el bombo, el papel picado,
la barra y un grito de guerra, una voz que canta goles y, en
mis tiempos, Mañico Román con la Alarma de gol, escucha-
mos dónde.
Cuando juega Colo-Colo es un día de fiesta nacional.
¿Quién es Chile? Colo-Colo. ¿Quién es Colo-Colo? Chi-
le. ¿Cuándo? El domingo: el único día en que todos los
colocolinos pueden disponer libremente de su colocolini-
dad. De hecho, tienen razón quienes dicen que los albos
van poco al estadio, aunque no es por las razones que ellos
creen. En primer lugar porque no caben: si en este país hay

32
colocolinos suficientes para llenar doscientos monumen-
tales, cada vez que juega el Cacique hay ciento noventa y
nueve estadios repletos de hinchas que se quedan afuera,
pero están reunidos por una ilusión que desde Arica a Ma-
gallanes les dice que no están solos. Y segundo porque no
pueden: Colo-Colo seguiría siendo por lejos el equipo más
popular de Chile si solo contáramos a sus seguidores asala-
riados, a los que, por cierto, no les entran sentimientos de
culpa cuando no tienen circulante para pagar una entrada.
En principio es verdad: nos guardamos para los partidos
importantes y cuando todos los colocolinos muestran su
deseo de ir al Monumental se produce el fenómeno de la
colocolitis. La primera vez que los chilenos hicieron filas
desde la madrugada para comprar una entrada fue para la
semifinal contra Boca Juniors en 1991. Por eso Colo-Colo
es el equipo que lleva más gente a todos lados en Chile.
El fútbol también es parecido a la vida en lo siguiente:
no te das ni cuenta cuando empiezas a sentir que solo pasa
lo que pasan en la tele. Lo inexplicable, eso sí, es de dón-
de salieron los comentaristas, casi todos anticolocolinos
o, peor aún, colocolinos tratando de no verse como tales.
Como sea, el primer crack televisivo de Colo-Colo fue el
Cabezón Espina, el primero al que le vimos todos los parti-
dos. El valor de su pase, de hecho, lo pagó un canal de tele-
visión y los tres saltos que daba antes de entrar a la cancha
con el pie derecho, más que una cábala, se convirtieron en
un rito generacional. Espina en la pantalla chica fue como
un anticipo futbolístico del Doctor House, un personaje
huraño y a veces odioso para aquellos que no tenían por
qué soportarlo, pero sabedores de que en él estaban depo-
sitadas las últimas confianzas: las soluciones que entregaba
en la cancha solo se le podían ocurrir a él, como en ese tiro
libre de treinta metros en un clásico del 96 a Aníbal Pinto.

33
Después, claro, podía arrancarse a celebrar el gol con el
banderín del córner en la mano, presentándoselo como un
trofeo a la barra. Solo Matías Fernández, con su aire de
jovencito de la película, pudo acercarse mucho después al
significado del Cabezón en el living colocolino.
En Boquita, Caparrós habla de los tres grandes placeres
de la vida: la cama, la mesa y la tribuna. Si eso es cierto, el
domingo es el mejor día para hacer un ménage à trois emo-
cional: comer en la cama viendo un partido de Colo-Colo.
Hay que pensar en Carlos Caszely y en Francisco Valdés si
les hubieran transmitido sus actuaciones de cada semana.
El Chino y Chamaco tal vez habrían ocupado en el fútbol
el rol que les cabe a los actores porno en la sexualidad de
las parejas suscritas al canal de Playboy: se habrían conver-
tido en una especie de maestros inspiradores de sueños,
que también es el concepto que usaron los estudiantes de
Harvard para definir el genio futbolístico iluminador de
Maradona.
Cuando Colo-Colo gana el domingo, el lunes al de-
sayuno la marraqueta es más crujiente y el té más dulce.
Tenía razón el Zorro Álamos, pero también podríamos
chilenizar aquí un viejo poema del viejo Hölderlin: Colo-
Colo, pan y vino.

34
Es Chile

Chile es un poco de Nicanor Parra en su Epitafio: “Una


mezcla de vinagre y aceite de comer”; otro poco del discur-
so de Mac-Iver en 1900: “Me parece que no somos felices”,
y también algo de Carlos Caszely con su frase a la salida
del camarín: “No tengo por qué estar de acuerdo con lo
que pienso”. Chile, en realidad, no es muy diferente de
cualquier otro país, pero está lejos de todo y quizás de sí
mismo. El Chile de hoy también es un poco más sobrado,
bullicioso y parado de las hilachas, eso que les reclamába-
mos a los argentinos de hace treinta años, pero el Chile
de todos los tiempos reclama sus inseguridades históricas
como Arturo Prat tirándose a la cubierta del Huáscar. Si
Colo-Colo es Chile, los colocolinos somos un resumen de
todas estas cosas. Chile soy yo cuando no tenía hijos y ju-
raba que cuando los tuviera los haría socios de Colo-Colo
el mismo día que los inscribiera en el Registro Civil. Chile
soy ese mismo yo con tres hijos colocolinos ya grandecitos
que van a tener que ir a inscribirse solos cuando les dé la
gana y cuando tengan la platita necesaria para pagarse las
cuotas.
De tanto repetir el eslogan, sin embargo, a esta altu-
ra no es muy claro lo que realmente significa. Una vez,
para un partido contra la Católica en el Monumental, una
patota de colocolinos me robó el teléfono celular en un
vagón del metro. De esos que atacan en masa y conocen

35
los trescientos sesenta grados de la puerta giratoria. Ni si-
quiera estoy cerca de insinuar una queja. De hecho, estoy
casi seguro de que a esos pelafustanes de quince años les
hace falta más Colo-Colo en sus vidas para que sean más
colocolinos de lo que en verdad son, aunque, obviamente,
hay que alejarlos de los líderes de la Garra Blanca: los neo-
liberales del tablón que encabezan el ranking Forbes de las
barras bravas locales gracias a sus negocios con las mafias
dirigenciales de turno. A mucha honra, tengo una sobrina
que va a los partidos en el Monumental en un piño de la
Garra Blanca. O sea, el sector norte es Chile: una batea
llena de peces chicos que tratan de ser felices en su pedazo
de tablón y unos pocos escualos que se aprovechan de la
buena fe del resto para hacer su tejemaneje. El sector norte,
sin ir más lejos, es la historia del Indio Froilán: un colocoli-
no que murió a los noventa y tres años y que fue al estadio
para ver a su equipo, en las buenas y en las malas, casi hasta
el último día de su vida. Se llamaba Froilán González, dejó
ciento cincuenta descendientes colocolinos esparcidos a lo
largo de todo Chile, contando a sus trece hijos, sus nietos y
sus bisnietos. Cuando lo velaron, el piño de San Gregorio
llegó en la noche, sacó su ataúd a la calle y lo hicieron dar
la vuelta olímpica por la cuadra en que vivía. Le gustaba
ir a los partidos disfrazado de indio, su primer ídolo fue
David Arellano y la primera ceremonia familiar que se le
recuerda era escuchar por la radio las hazañas de Cuacuá
Hormazábal.
Hora de confesiones: jamás he visto un partido de Colo-
Colo en el sector norte, jamás me he puesto una camiseta
de Colo-Colo y jamás he gritado una sola palabra durante
los partidos de Colo-Colo. El fútbol siempre se juega con
dos equipos, no estoy dispuesto a perderme los detalles y,
por último, creo que esa camiseta significa demasiado para

36
usarla en cualquier momento. Incluso creo que si alguna
vez me visto con la camiseta no volveré a hacerlo, como
cuando canté el himno el 5 de junio de 1991 o celebré el
gol de Francisco Rojas contra Iquique en 1998. Cosas que
me pasaron una sola vez en la vida. Sin embargo, para mí
todo eso es sagrado: el sector norte, las banderas, el bombo,
los indios, el lienzo que dice “Somos Chile” y los cánticos
de la barra. La única canción que me sé se memoria, eso
sí, es una que cantaban los hinchas de los ochenta: “Caszé,
Caszé, Caszely con Vasconcelos, se la llevan a puro toque, a
puro toque, la la la la”. Muchísimos años después, en el li-
bro de César Olmos y Marcelo Simonetti, vine a enterarme
de que esa melodía tan pegajosa era una versión colocolina
de la antigua tonada española Los Pintores de Vitoria.
El hincha de Colo-Colo, como todo integrante de las
mayorías, se ríe en la fila, hace ruido cuando está en gru-
po y le gusta la del burro. No lo vamos a descubrir aho-
ra: quien sigue a un equipo ganador asume la infundada
expectativa del triunfo como racha permanente. He ahí
el mito del eterno campeón. Es más fiable como ícono la
Colotón del 6 de abril de 2002 que materialmente no sir-
vió de mucho, salvo para que el síndico Juan Carlos Saffie
se acomodara los bigotes, pero ayudó a mantener de pie un
espíritu que estaba en el suelo por culpa de la quiebra. Al
fin y al cabo, Colo-Colo es Chile porque le gusta tirar la
casa por la ventana y cada dos décadas tiene que hacer una
vaca para mantenerse de pie. En Colo-Colo y en Chile las
alegrías dejan deudas y la carga se arregla en el camino.

37
La otra mitad de la gloria

Eso de que Colo-Colo no tuvo infancia, según dicen


porque nació grande, es una manera muy colocolina, un
poco sobradora diría yo, de ostentar la historia de los viejos
estandartes desde la panoplia de los trofeos ganados. Inclu-
so enarbolamos la figura heroica de David Arellano como
una pata de conejo que nos va a proteger de todos los males
habidos y por haber. La biografía de Arellano, en el fondo,
suele contarnos su vida como si fuera un santo. Todo es
limpio en el relato de sus aventuras y David siempre viene
en una nube a contarnos algo sobre el maravilloso porvenir
que ya fue.
La muerte en acto de servicio es un clásico en la histo-
ria de la hagiografía. En los relatos antiguos del cristianis-
mo equivale al supuesto celibato de los primeros mártires.
¿Acaso un héroe no tiene derecho a ser recordado como
alguien que intentó cambiar algo en lugar de que sus restos
sean administrados por unos grandulones que se visten de
túnica y nos quieren hacer creer que lo más importante es
arrodillarse ante una foto? Lo mejor que nos dejó David
Arellano no es su tragedia, en primer lugar porque él quería
morirse de viejo y juntar a sus nietos alrededor de un brase-
ro para contarles que fundó un club de fútbol junto a otros
futbolistas rebeldes de su tiempo. Cuando el final salió a
buscarlo en Valladolid con la rodilla de Hornia en ristre,
Arellano ya era ejemplo de valor. El hijo de la viuda Rosario

38
Moraga que no quiso agachar el moño ante los antiguos
dirigentes de Magallanes y prefirió armar su propio club
junto a otros profesores que, siguiendo una sugerencia de
Juan Quiñones, eligieron el color blanco para la camiseta
por su pureza y, tal vez, por el delantal que usaban por esos
días los normalistas.
El primer Colo-Colo era un equipo de profesores. Un
equipo con vocación que aprendió rápido todo lo que ha-
bía que aprender del fútbol. Al poco tiempo llegó a ser
conocido como El Invicto en todo Chile, obviamente por-
que hubo un momento en que nadie podía ganarle. Me
gusta imaginar el Colo-Colo de esos años como un grupo
de amigos que decidieron ser los mejores y entendieron
que para eso necesitaban entregarle los mejores años de sus
vidas a Colo-Colo. Algunos historiadores hablan de profe-
sionalismo marrón, pero Arellano y sus amigos solo exigían
facilidades para poder entrenarse y que el día del partido
entraran los que tenían mayor mérito futbolístico. Antes
de Colo-Colo solo jugaban en los equipos grandes aque-
llos jugadores que podían pagar sus cuotas. Es el comienzo
de la leyenda: los que no tenían plata también podían ser
protagonistas en Colo-Colo. Muy bonito será el nombre y
el color de la camiseta, pero Colo-Colo nació grande por
algo que hace soñar a los hombres: cualquiera puede luchar
por esa grandeza con solo proponérselo. El equipo de Are-
llano estaba condenado a ser el más querido del pueblo y
todo lo que ganó después es una mera consecuencia de lo
que Colo-Colo realmente significa. No hay muchos clu-
bes de fútbol en el mundo que puedan contar una historia
parecida.

39
De David a Chamaco

La caricatura de los campeones de 1941 en la revista


Estadio debe ser uno de los primeros íconos en la historia
de Colo-Colo. La imagen de G. Salgado destaca la mítica
formación de ese equipo invencible en la WM de Pancho
Platko. Por culpa de esa magnífica ilustración he deseado
durante toda mi vida que Colo-Colo gane los campeonatos
en calidad de invicto. No es el miedo a perder lo que me
empuja, sino la influencia de aquel dibujo sobre mi ima-
ginación, no sé si por la ceja torcida de Platko, la gorrita
del Tigre Sorrel o los enormes dientes del goleador Alfonso
Domínguez. Era un Colo-Colo ideal y en cada campaña yo
pretendía que igualáramos su récord. Llegué tarde al fenó-
meno Barrabases, pero de igual manera sucumbí al univer-
so de las caricaturas con la tabla de posiciones de Orlando
Lagos, una tira cómica que nos invitaba a revisar cada lunes
cómo les iba a nuestros equipos en la cancha y que a mí
siempre me remitía a los campeones del 41.
Colo-Colo ganó sus diez primeros títulos en el cam-
peonato oficial antes de que yo naciera. Los nombres de
aquellas hazañas me sonaban de lejos cuando era chico y
solo pude enterarme de algunos detalles cuando La Tercera
y Las Últimas Noticias hacían especiales sobre la historia
del club. Recién el 85, cuando estaba en Primero Medio, el
Guatón Becerra me abrió los ojos cuando llegó al liceo con
un ejemplar del libro de Marín y Salviat: De David a Cha-

40
maco. Ahí lo supe todo y me aprendí de memoria muchos
datos que con el tiempo he ido olvidando. Ahí estaban los
11 de la historia hasta 1974, según los autores. Misael Es-
cuti: “Elástico y elegante”. Caupolicán Peña: “Garantía y
eficiencia”. Humberto Cruz: “Nacido para Colo-Colo”.
Arturo Farías: “Un patrón del área”. José González: “Por
sobre todo guapo”. Francisco Valdés: “El fútbol hecho
arte”. Oscar Medina: “Diez años de eficiencia”. Enrique
Sorrel: “Una fiera al acecho”. Alfonso Domínguez: “Caño-
nero aplastante”. Manuel Muñoz: “Le decían Colo-Colo”.
Y Tomás Rojas: “Coleccionista de títulos”. También figu-
raba el dato de Óscar Montalva, medio escondido en la
lista de los doscientos setenta y ocho jugadores que habían
pasado por el club hasta ese momento. El lateral derecho
Montalva jugó ciento noventa y dos partidos por Colo-
Colo entre 1959 y 1969 sin hacer un solo gol.
Hay muchas historias que me encantaría haber vivido,
partiendo por la nacionalización del equipo entre 1945 y
1963 y los pases de Cuacuá Hormazábal, pero no sé qué
más decir de todo eso desde los sentimientos. Me confor-
mo con saber que todos ellos estuvieron ahí y que otros
vendrán en nuestro lugar a recordar a nuestros ídolos con
la misma devoción que nosotros.

41
El único resultado posible

El Flaco Julio me dijo que yo iba a ser capitán de mi


equipo cuando el Nono cumplió trece y tuvo que pasar
a la segunda infantil. Mi primo, el Negro, jugaba en Au-
dax Italiano, era el mejor de los nuestros, “pero tú”, dijo el
Flaco, “pones el corazón en la cancha”. Yo frisaba los once
años y, como mi ídolo era Chuflinga, tenía clarito lo que
eso significaba. En esa época recién había descubierto la
historia de Obdulio Varela, el capitán de Uruguay que en
1950 hizo callar a doscientas mil personas en el Maracaná
con el número 5 en la espalda. Yo a esa altura soñaba con
ser el capitán de los míos y solo ahora, treinta años después,
me doy cuenta de lo que significó para mí el respaldo del
Flaco. Desde siempre he sido un tipo de pocas palabras, y
en ese tiempo estaba al borde de la afasia, pero él me empu-
jó hacia un mundo en el que mojar la camiseta es el único
resultado posible. Esto ocurrió, más o menos, a comienzos
de 1982 —temporada futbolera por donde se le mire— en
la Cancha 1 de la población San Gregorio, en Isla Negra
con Eisenhower, mientras nos equipábamos a la sombra de
un árbol para jugar contra Las Flores.
El Flaco Julio murió de un infarto hace unos años y sus
palabras de entonces me hacen pensar que mi carrera como
jugador de fútbol se remite a unas pocas líneas. Hice mi
debut en la primera adulta del José Salgado a los quince;
aunque he sido central toda la vida, jugué un par de veces
como lateral derecho en la selección de San Ramón el 92;

42
y, a estadio lleno, tuve un tiro de media cancha que dio en
el palo en las semifinales del Campeonato Nocturno del
93. Un día, contra el Brasil, saqué con el taco un pelotazo
largo en el que de no ser por mí seguramente nos habrían
vacunado y a la semana siguiente, contra el Panamericano,
intenté repetir la jugada y nos hicieron el gol por mi culpa.
Todo eso lo puedo resumir aún más: la jugada más impor-
tante de mi vida pegó en el palo y el resto fue jugar para
que mi equipo recuperara la pelota.
Debe ser más largo mi historial de tarjetas rojas: por
codazos, manotazos y combos, a la maleta o a lo macho;
por patadas a mansalva y con pelota; por escupir a un rival,
agarrarlo del pelo, de la camiseta o tirarle barro en los ojos;
por sacarle la madre a medio mundo, por insultar al árbitro
y hasta por sospecha. Una vez en Paine, durante un partido
amistoso, me expulsaron dos veces y en otra, en El Barran-
cón, me echaron como diez minutos después de cometida
la falta, cuando el delantero contrario volvió a la cancha
con dos tapones de algodón en la nariz y la camiseta baña-
da en sangre. En otra ocasión anoté un autogolazo cuando
intenté pegarle desde atrás a un rival que me vio venir y se
corrió justo en el peor momento para mí.
¿Está bien todo esto? No sabría decirlo, pero el Flaco
Julio solamente me pedía que pusiera corazón. Lo demás
salió de mi cosecha. La primera vez que me expulsaron,
por reclamarle al árbitro cuando un rubio al que le decían
Rucio me pegó junto al banderín del córner, me retó y dijo
que “un combo no tiene importancia cuando todavía se
está jugando el partido”. Él, por cierto, armó un equipo
mágico: la tercera infantil del José Salgado. Ahí jugamos,
entre otros, Orlando (el hijo del Flaco), Manolito, Nono,
Ardilla, Cabezón, Charly, Gato (mi hermano), Pepe,
Darren, Mario, Henry, el Negro y yo.

43
El Flaco Julio a veces llegaba en el camión de Emos,
donde trabajaba entonces, y siempre nos decía que todos
podríamos llegar a ser buenos para la pelota si lo dejába-
mos todo en el campo de juego. Así fuimos campeones el
81 (invictos), el 82 y el 83 (conmigo de capitán). En tres
años perdimos tres o cuatro partidos y hasta empatamos a
uno contra el Audax en la cancha que ellos tenían antes en
Trinidad con Santa Raquel (fue la primera vez que jugamos
en pasto). Muchos después pasamos a segunda infantil y
seguimos ganando medallas, pero algo había empezado a
cambiar: estábamos dejando de ser niños.
Todo esto me recuerda a mansalva a Eduardo Galeano.
El fútbol a sol y sombra sería mi libro favorito si no hubiera
incurrido en una tremenda contradicción en sus primeras
páginas. Ahí, en el prólogo, Galeano se declara admirador
y mendigo de las jugadas bellas del fútbol y después, cuan-
do le toca entrar al área, se remite a evocar las jugadas que
terminan en gol. Con suerte incluye la performance de Pelé
contra Uruguay en el Mundial de 1970. El no gol más fa-
moso de todos los tiempos. La fama es al fútbol como el
Oscar al cine.
Como colocolino, yo tengo una relación de amor y de
odio con el gol. ¿Qué es un gol? A lo mucho, para la mayo-
ría, es una jugada que dura treinta segundos, casi el mismo
tiempo que después empleamos en abrazarnos. Algunos, de
hecho, defienden el gol como un festejo: un fantoche que
le pega al balón en la boca del arco y su foto con los brazos
en alto. Otros incluso lo resumen en un número: el gol nú-
mero cinco mil de Colo-Colo, por ejemplo, obra y gracia
de Cristóbal Jorquera. Cuando lo anunció la voz de Mario
Benavides, locutor del estadio Monumental desde que ten-
go uso de razón, uno podía pensar que el acontecimiento
había que celebrarlo con fuegos artificiales. “Este es el gol

44
cinco mil de Colo-Colo”, dijo Benavides sobre el guarismo
albo en los campeonatos nacionales. Cinco mil goles es una
cifra demasiado grande si tengo en cuenta que no vi jugar
a David Arellano ni a Jorge Robledo. Ni al Tigre Sorrel ni
a Juan Koscina. Con los años difícilmente recordaremos
que Jorquera anotó ese gol el 2 de octubre de 2010 contra
San Luis.
En realidad, no imagino por dónde esos cinco mil y
tantos goles pueden convertirse en un resumen relativa-
mente razonable de la historia de Colo-Colo. Yo también
podría escribir con dignidad esa historia desde los goles que
nos ha tocado sufrir, partiendo por aquel zapatazo de Clei-
ton Xavier en el minuto 87 de nuestros miedos psicológi-
cos y tribales. Nunca volveremos a ser los mismos desde esa
Copa Libertadores y eso quiere decir que ahora sabemos lo
que vale un peine. El gol es un instrumento del olvido por-
que pone en entredicho todo lo demás: un partido con seis
goles cabe en un resumen de tres minutos en el noticiario
de la noche que además incluye la gente entrando al esta-
dio, el saludo de los capitanes, las expulsiones, los penales
perdidos y la gente saliendo del estadio.
Hay un offside de Colo-Colo, por ejemplo, que me
persigue desde que lo vi contra Palestino en 1992. Fue un
centro de rabona del Bichi Borghi desde la izquierda para
que Hugo Rubio conectara de tijera hacia el horizontal.
Además de ser un hermoso no gol, la jugada fue un no
palo. El árbitro estaba levantando la mano cuando la pelota
salía desde la zurda del Pájaro hacia el larguero de Palestino.
Por años ignoré el hecho de que el hombre de negro había
anulado esa combinación de lujo en la que Hugo Rubio ni
siquiera se encontraba en posición de adelanto, seguramen-
te porque prefería consolarme con la extraordinaria belleza
del acto fallido. El no gol no es un desperdicio de tiempo

45
y sudor, sino un sueño que pudo ser. Una especie de esper-
matozoide del fútbol que casi llegó a la meta: salir segundo
es disfrutar todo el trayecto para comprobar, solamente al
final, que otro lo disfrutó un poco más que tú.
También está el vertical de Caszely contra Indepen-
diente, cuando eludió a cuatro argentinos con una gambeta
y media, fue a buscar al arquero Santoro y le dobló la mano
con un tiro cruzado de derecha que llegó dando botecitos a
la base del poste. El arco del Estadio Nacional en 1973 nos
devolvió la pelota hacia la cancha como si fuera un escu-
pitajo en la cara. Quizás fue una metáfora de lo que estaba
por venir. Las grandes alamedas colocolinas recién se abrie-
ron en 1991, un año después de las otras grandes alamedas.
La jugada trunca es parte de nuestro destino desde la
caída de David Arellano en Valladolid. Es el mensaje más
colocolino que se me puede ocurrir: no siempre se puede
ganar, pero el que más lucha siempre será el que más gane.
Lo venimos cantando desde el himno que nos dejó Carlos
Ulloa Díaz en 1943: “Es Colo-Colo como el gran araucano
que va a la lucha jamás sin descansar”. Arellano no salió
vivo de la jugada de su vida y Pedro García, en el mismo
trance, salió con fractura expuesta de tibia y peroné en el
choque contra el paraguayo Enciso en 1971. Los que fue-
ron esa noche al partido contra Cerro Porteño aún pueden
escuchar el hueso de García rompiéndose como una tabla
ante el vigoroso embate de Bruce Lee. Hay otros dramas
menores, por supuesto: el Rambo Ramírez que quiso salir
jugando y le pincharon el balón en el Mineirao y el Rambo
Ramírez en el tiro libre que no pudo atajar del todo en el
Monumental por las semifinales de la Copa Libertadores
de 1997 contra Cruzeiro. Lo mismo que le ocurrió al Pavo
Galindo en el Centenario, al Loco Araya cuando quiso ha-
cerse el lindo ante Unión Española y a Arturo Sanhueza en

46
un partido sin importancia contra Lota Schwager que solo
valía la pena porque Colo-Colo iba a conseguir la marca de
nueve triunfos consecutivos en el comienzo de un torneo
nacional. Ninguno de ellos quería perder la pelota como la
perdieron. Lo de la revancha ante Cruzeiro le hizo honor
a la leyenda de los dedos descuadrados del Rambo: lo que
más duele es que el jugador de Cruzeiro se cayó durante la
ejecución de ese funesto tiro libre, la bola se filtró sin fuerza
entre dos jugadores de la barrera y encontró a Ramírez en
lo de siempre. Nuestro rey de los rebotes. Sanhueza, por su
parte, quedó de último hombre en un contragolpe de Lota,
intentó eludir a un delantero, se la pincharon y se acabó el
récord.
Colo-Colo es un poco de todas estas cosas: el equipo
que ha sabido ser campeón y también el que siempre quiso
ser campeón pero a veces no pudo o no supo serlo. Aunque
nunca fue santo de mi devoción, eso representó el Rambo
Ramírez en tres definiciones desde las doce yardas: cuando
desvió el penal de Boiadeiro en la Recopa, cuando le atajó
dos penales a Olimpia y luego Goycochea le paró tres a
Colo-Colo en el Defensores del Chaco y esa noche de llu-
via y barro en la que no vio una frente a Cruzeiro por las
semis de 1997.
También pienso en un tiro de Luis Mena contra Audax
y otro de Miguel Ramírez en Sausalito, ambos al ángulo:
parecidos como dos gotas de agua. Y dos goles salvados por
Mena en la línea contra Everton. Cheíto picándole los to-
billos a Savicevic en Tokio o barriéndose para sacarle desde
atrás el balón a Batistuta en La Bombonera. Un trancazo
de Javier Margas contra el Mago Merlini después de que
este repasara al Bocón Ormeño en Calama, sin saber Mar-
gas que el Bocón ya le había pegado un codazo a Merlini
que las cámaras de televisión le mostraron a todo Chile. Y

47
también el Tigre Muñoz llegando tarde a cortar los centros
de Jaime Riveros en Viña y Pedro Reyes al arco contra Fla-
mengo. Francisco Huaiquipán haciendo contra la U una
jugada que Matías Fernández le vio ensayar en los entrena-
mientos y que después sería conocida como la matirrabo-
na: un amague de rabona que vimos ante Toluca y Gimna-
sia, aunque la mejor rabona la hizo contra Huachipato en
un no gol de Chupete Suazo. También la espantachunchos
del Mago Valdivia contra Palestino ese día en que lo más
importante fue el debut de Kalule Meléndez. Los cuatro o
cinco pechazos de Kalule al Matador Salas en las finales de
2006, la ceja de Marco Villaseca luego de su encontronazo
con Ricardo Rojas en la Copa Ciudad de Santiago y la re-
vancha de Fernando Vergara contra Superman Vargas. Chi-
ta Cruz contra Pelé, Chuflinga Herrera contra Maradona y
José Pastene, el half policía, contra todos.
Qué es el gol es cuándo empieza el gol, en el deseo de
todo un equipo que se juega la vida por tener la pelota y
llegar al arco contrario. El gol es una jugada que viene de
otras jugadas que a su vez vienen de otras que empiezan
en el minuto uno. El gol de mi equipo soy yo corrien-
do todo el partido detrás del adversario para recuperar el
balón. Nuestro arquero esperando un quizás y el lateral
derecho bien pegado al once de ellos cuando estamos ata-
cando. En los ochenta el gol de Colo-Colo aparentaba ser
una pared entre Caszely y Vasconcelos, pero era mucho
más que eso: el Chico Simaldone arrastrando marcas por
la izquierda, el Rápido Rojas acompañando desde atrás,
Ormeño echándole la bronca a un contrario y Yeyo Inos-
troza tratando de calmarlo, Chuflinga Herrera y Óscar
Rojas poniéndose de acuerdo para marcar al 9, el Chano
Garrido adelantándose para tapar la posible salida del ri-
val, Chupete Hormazábal cerrándose porque no tiene a

48
quien marcar y el Gato Osbén al cateo de la laucha. Eso
es un gol.
En el universo extracolocolino del fútbol hay tres resul-
tados posibles: ganamos, empatamos y perdimos. En Colo-
Colo hay uno solo: Colo-Colo mojó la camiseta.

49
Un partido que tal vez imaginé

¿Te acuerdas de lo que duraban las cosas cuando éra-


mos chicos? ¿El viaje a Cartagena, los pacos que se subían a
la micro en el retén de Padre Hurtado a mirar con cara de
paco en dictadura y la parada en Melipilla a comprar tortas
de manjar cuando empezaba a salir el sol?
A veces íbamos a Cartagena, pero también al Trapiche,
al Monte y Chita Qué Lindo. El Trapiche tocaba tres o cua-
tro veces por verano. Ahí los grandes tomaban melón con
vino y los chicos llevábamos huevoduro, pero rara vez nos
comíamos la parte amarilla porque la usábamos para atra-
par unas horrendas larvas acuáticas que recibían el nombre
de pirigüines. A veces los llevábamos para la casa, con la
estúpida esperanza de que esos bichos crecieran y se con-
virtieran en pejerreyes o merluzas y, tal vez con el tiempo,
nuestros padres nos dejaran tener un acuario, pero al día
siguiente ya ni te acordabas de los aprendices de pescaditos
y en solemne y corta ceremonia tu mamá los echaba a na-
dar cinco segundos en la taza del baño hasta que tiraba la
cadena. Chita Qué Lindo también tenía lo suyo, había un
río, muchos sauces y lugares donde perderse, y en un paseo
de fin de curso encontramos una vez a la profesora de his-
toria con el profesor de matemáticas haciendo el cálculo de
la hipotenusa detrás de unos matorrales. La señorita Anto-
lina fue el primer amor platónico de muchos en el colegio:
Manuel, mi mejor amigo, entonces decía que iba a estudiar
historia o arqueología.

50
Cartagena era un viaje largo y aventurero cuando éra-
mos chicos. Salíamos el sábado a las seis de la mañana, co-
míamos machas recién sacadas entre las olas y volvíamos
a Santiago el domingo. Lo que viene creo que ocurrió en
1979, un sábado después de almuerzo en que se perdió
una de mis hermanas, la menor. Yo ni me enteré porque
había partido en el estadio Municipal entre Cartagena y
Colo-Colo 73. Esos partidos de los héroes colocolinos
empezaron a jugarse por esos días, siempre con algún fin
solidario. Debe ser uno de esos relatos del tipo “yo y mis
amigos” que difícilmente recordaremos todos del mismo
modo. Lo único seguro es que todos queríamos ver a Cha-
maco Valdés, luego de hacernos la mañana en las dunas y
de un caldo de pulgas de mar que solía cocinar mi vieja
para cuidar el bolsillo. La idea era colarnos entre el público,
pero pillaron a uno de nosotros que tal vez era el Cabezón
Carvacho y nos quedamos todos afuera buscando otra for-
ma de mirar a Colo-Colo. Tonijua encontró un hoyo en la
pared y vimos el partido por turnos.
—Oye, huevón, solo se ve la mitad de la cancha —le
dije.
—Cresta. ¿Qué podemos hacer? El partido empezó
hace rato —dijo Tonijua con cara de Colón cuando le con-
taron que casi descubrió América.
—Quedémonos aquí. El que mira les cuenta a los de-
más lo que vea.
El Cabezón era tartamudo y después del primer inten-
to, cuando se quedó pegado en la Ch de Chamaco, quedó
relegado al puesto de oyente. Entre Tonijua y yo le fuimos
contando el partido. Tonijua además le ponía cacumen, so-
bre todo con la mitad de la cancha que no podíamos ver.
Había un viejo culogordo que no se quería mover a pesar
de nuestros ruegos.

51
—Salió de atrás la pelota. Alguien le pegó fuerte. Segu-
ro que fue el Gringo Nef con el pie después de bajarla desde
donde mean las arañas. Probablemente la perdió atrás el
Pavo Galindo porque siempre quiere salir jugando ese hue-
vón y salir jugando, a veces, es aymamita y prestar el ojete
para que te lo paguen en cuotas. Se la puede tocar al lado
a Chuflinga o reventarla para el lado de las moras, pero el
Gringo siempre tiene que estar atento. Por suerte tenemos
buen arquero. Está viejo el Gringo, eso sí. Los arqueros
viejos vuelan menos, pero yo creo que atajan mucho más.
Los arqueros viejos son como mi abuelo Lucho. Se las sabe
todas el veterano. Cuando sea viejo voy a jugar de arquero.
Salió de atrás la pelota, quizás la sacó el Gringo o no. A lo
mejor fue Chuflinga. Caszely intentó pararla en la orilla,
pero se le fue al lateral. Sacan ellos.
—Ya, huevón, cuenta el partido como la gente. Me
toca. El Loco Páez la recupera en un trancazo y se la toca a
Chamaco. Chamaco le pega como Chamaco y se la deja en
el callo al Chino Caszely. Caszely se la tira entre las piernas
al grandote que juega de 3 y la va a buscar al otro lado del
túnel. Luego lo sale a cortar el 5 por la mitad y se la puntea.
Lo justo para que le llegue al Pollo Véliz por la izquierda.
Chuflinga llega desde atrás para cabecear, pero el Pollo hace
el centro de la muerte, quedan todos pasados, y el Chino
se la encuentra casi en el punto penal. Solo tiene que em-
pujarla. Gol. Pedazo de gol. La mandó a guardar Caszely,
pegadita al palo, sacando pintura.
Todos al mismo tiempo abrazándonos como bandidos
después de una fuga: goooooooooool, golazo, conchetu-
madre.
A veces trato de reconstruir el relato de aquel partido,
pero siempre aparecen las fantasías de mi amigo Tonijua y
me pregunto si realmente son distintas de las mías. ¿Estaba

52
realmente el Gringo Nef en el arco? ¿Chuflinga Herrera
jugó ese partido o treinta y cinco años después lo estoy
confundiendo con el Tigre Herrera? ¿Era Colo-Colo 73 o
ese Colo-Colo que terminó el 78 a medio morir saltando?
Somos hijos de los partidos de Colo-Colo, pero no hay dos
colocolinos que tengan el mismo recuerdo de ese partido
que nos hace sentirnos, justamente, más colocolinos que
nunca. Me quedé quizás para siempre en esa tarde sin plata
para la entrada detrás de un muro en Cartagena. Hay re-
cuerdos que me pasan por el lado como si no fuera yo el
que los vivió, pero este recuerdo no pasa por ningún lado
y me lleva hacia mí mismo, hacia las ilusiones que tenía en
esos años: Chamaco, Chuflinga, el Chino y todo lo que
yo podía soñar, cuando todo lo era realmente todo y una
tarde soñando despiertos era lo mejor que Dios nos podía
entregar.
Hace tiempo que no veo a mis amigos de esa época y
ni siquiera estoy seguro de que el Cabezón y Tonijua hayan
sido mis acompañantes de ese día. Solo sé que el partido
existió y que yo lo vi a ratos por un hoyo en la pared porque
no teníamos plata para pagar la entrada. Cuando volvimos
a la carpa mi hermana ya estaba de vuelta, apenas nos ente-
ramos de todo el barullo que se armó. Ahora, por supuesto,
me pregunto por qué la buscaban a ella y no a mí. Yo tenía
ocho años y había ido a la cancha sin permiso, pero no
me estaban buscando, supongo, porque había ido a ver a
Colo-Colo y andaba con mis amigos. No estaba perdido.
La historia suele ser injusta con estas historias. Después de
tres o cuatro años no volvimos a Cartagena. Ahí ya no hay
carpas ni bailarines sacando machas entre las olas de la Pla-
ya Grande. Hace muchos años que no veo a mis amigos
de entonces y no he podido preguntarles qué recuerdan de
todo esto.

53
Una historia de miedo

Soy de la época en que los niños de Chile nos cagá-


bamos de miedo con la voz rugosa y atormentada de
Lorenz Young en Lo que cuenta el viento. El radioteatro que
la Portales daba al mediodía y nos hacía transpirar por las
noches cuando repasábamos sus historias de brujas y pactos
con el Diablo. Con mis amigos incluso nos aprendimos
de memoria la presentación de aquel programa de culto y,
después de jugar al tombo, la escondida y el pillarse —o
sea: cuando estábamos bien aburridos, justo antes de que
saliera la primera mamá del grupo a la puerta de su casa a
gritar “Luchooooo, entraté”— hacíamos apuestas para ver
quién lo recitaba mejor: “Fantasía y leyenda de Chile y el
mundo, sucesos extraños, pintorescos, misteriosos o inex-
plicables, y que usted pudo haber vivido”. La parte donde
uno decía “pudo haber vivido” era lo más difícil porque a
ninguno de nosotros le salía ese tono lúgubre y dramático
que también nos sonaba de cerca con Juan Marino en el
Doctor Mortis. Teníamos nueve o diez años y nos costaba
un mundo impostar nuestra voz de pito. Casi siempre ter-
minábamos muertos de la risa, más que de miedo, pero en
la noche, cuando te apagaban la tele, uno podía quedarse
un par de horas escuchando el aullido de los perros. Según
entendíamos entonces, lloraban cuando veían al Diablo.
Los niños de la dictadura éramos impresionables. Un
tal Jorge, que vivió un par de años cerca de mi abuela y

54
tenía las orejas más largas que el burro Néstor, se creía el
hoyo del queque porque nos hablaba de ojivas nucleares
y yo también me las daba de capo explicando la diferen-
cia entre una estalactita y una estalagmita, pero nuestras
conversaciones extrafutbolísticas habituales andaban un
poco más lejos de la ciencia. A menudo discutíamos sobre
el duelo entre las maripepas de Sabor Latino: quién tenía las
pechugas más grandes entre María José Cantudo y la que
llegó después, María José Nieto, y también sobre las posi-
bilidades de engañar al Diablo para no pagarle la cuenta
pendiente después de hacer un pacto con él.
Pero lo nuestro era el fútbol y un álbum de cromos
nos cambió la vida. El álbum del Campeonato Nacional de
1983. Tuvimos que perfeccionar la técnica mixta del cachi-
pún, un sistema de apuestas que usábamos para conseguir
los monitos que no podíamos comprar. Lo primero era
ganar la mano en el juego: piedra-tijera gana piedra, pie-
dra-papel gana papel, tijera-papel gana tijera. Eso te daba
derecho a hacer el primer turno frente al montoncito de
láminas encima de una superficie dura, de preferencia una
banca que nos permitía sentarnos a caballo para hacer el
siguiente movimiento con las manos. Entonces había que
juntar rápido las palmas, como en un aplauso, para echar-
les viento a las figuritas. Te quedabas con las que se daban
vuelta y las que permanecían boca arriba seguían en juego.
Cada uno tenía su propio secreto y el mío era ubicar en la
parte baja del montón las láminas más antiguas porque al
estar menos estiradas siempre ofrecían una punta ligera-
mente doblada que, con el impulso adecuado, ayudaba a
voltear todas las que estaban más arriba.
Luego pasábamos a la fase del trueque para conseguir
los monitos menos salidores. Yo estuve durante meses bus-
cando a Alfonso Neculñir, hasta que un día se lo cambié

55
a un vecino que se llamaba Alexis por diez láminas a libre
elección. Ahí, en ese intercambio, uno podía enterarse de
los afectos. A todos nos interesaba llenar al menos las pági-
nas de los nuestros y podías entregar una pequeña fortuna
por la insignia del Cacique o incluso humillar a un amigo
ofreciéndole cincuenta Pellegrinis por un Caszely. Después
de todo eso también estaba el problema de la clave: la lá-
mina que nadie tenía, salvo aquellos que la conseguían de
contrabando y la revendían en cincuenta pesos. El sobre
con tres monos valía un peso. Como nunca vi la maldita
clave no recuerdo qué jugador era, aunque un amigo siem-
pre me dice que era un semicalvo mediocampista brasileño
llamado Torino que jugaba en La Serena. Una vez, en mi
desesperación, me perdí toda una mañana para ir a robar
monitos con el Piojo a la papelera de la calle Linares por-
que, según él, ahí botaban los de segunda mano a la basura.
Igual había que saltar una pared y me dio julepe. El Piojo
siempre se lamentaba de haberme llevado en lugar de su
hermano, el Piojo Chico. Yo solo tenía que avisarle si venía
alguien cuando saltara la pared, pero se me aconcharon los
meados.
En el álbum de 1983 había otro mono que circulaba
poco: el de Juan Carlos Orellana en O’Higgins. Aunque
no era la clave, tampoco lo pude pegar en mi álbum y solo
lo vi una vez, cuando Manuel González, mi compañero de
banco en Quinto, lo llevó especialmente al colegio para lu-
cirse. Orellana, el Zurdo de Barrancas transferido de Colo-
Colo a O’Higgins de Rancagua, aparecía de cuerpo entero
y en esa época el pantalón corto era realmente corto: deba-
jo de la indumentaria deportiva, encima del muslo, emer-
gía con insospechado esplendor el extremo protuberante
de su masculino aparato reproductor. Al principio hubo
acaparamiento, pero no me sorprendería que el gobierno

56
hubiera tomado cartas en el asunto. El álbum de 1983 en
la práctica tenía dos claves y no haberlas conseguido fue mi
primera gran frustración: si lo completaba tenía derecho a
un banderín de Colo-Colo y entraba a un sorteo por un
Atari y no sé cuántas pelotas de fútbol.
Aparte de la angustia que llegué a sentir durante meses
por las ausencias de Torino y Orellana, mi primer miedo
futbolístico real se produjo cuando iba al estadio. Soñaba
con los partidos de Colo-Colo, pero me aterraba esa es-
tadística fatal de mis primeras idas al Nacional. No solo
no ganábamos, sino que volvíamos humillados a la casa
con mi viejo. De aquellos años me quedó esa sensación de
fragilidad y confinamiento, en el sentido de que teníamos
derecho a soñar pero sabíamos que los sueños nos iban a
pasar por el lado. Yo nunca tuve dudas de que Colo-Colo
era lo mejor que teníamos a mano, ni siquiera cuando to-
caba ir a Calama, y esa confianza a veces excedía nuestras
posibilidades. En 1983 creí que íbamos a jugar la final de
la Copa Libertadores después de ganar los primeros tres
partidos del grupo contra Cobreloa, Ferrocarril Oeste y
Estudiantes de La Plata (perdimos los tres que faltaban).
De pronto, claro, a uno le entraban sus dudas cuando el
Chueco Merello se ponía frente a la pelota en un tiro libre,
porque el Gato Osbén era bueno pero del otro lado estaba
el mejor chanfle en la historia del fútbol chileno, o cuando
el mismo Merello le metía un pase filtrado a Juan Carlos
Letelier, el Llanero Solitario. Ese Cobreloa de los ochenta
fue nuestra unidad de medida como colocolinos y ahora
uno puede darse cuenta de que ellos eran mejores porque
no nos tenían miedo. En Colo-Colo sabíamos que la pelea
era de igual a igual contra ellos. Con otros nunca hemos
sentido lo mismo durante tanto tiempo.
Después me tocó sufrir con Carlos Caszely, el día en

57
que Las Últimas Noticias anunció un trueque con Univer-
sidad Católica que incluía a Osvaldo Hurtado. El Cañón
Aravena, a quien por esos días aún no le decían Mortero,
y Arica Hurtado eran las estrellas del título que la UC re-
cién había conquistado una semana antes y a esa altura ya
se hablaba de ofertas europeas en sus carreras. Caszely, la
Chancha según los picados de la época, por el contrario
ya venía de vuelta y empezaban a sonar las campanas del
retiro. El golpe noticioso salió en la portada del diario, el
día 28 de diciembre de 1984. Recuerdo perfectamente mi
consternación cuando leí Las Últimas Noticias en la casa de
mi abuelo. Quico, mi primo que era hincha de la Católica,
tampoco lo podía creer, pero empezó a darle una vuelta
a la idea. Caszely, después de todo, era Carlos Humberto
Caszely: un ídolo de todos los tiempos que seguramente
llegaría a los cruzados con deseos de demostrar que seguía
vigente. Yo me resistí por completo a la idea. Aunque ese
tal Arica Hurtado era el mejor 9 del momento, al Chino
había que dejarlo jugar hasta que le diera la gana. Y pun-
to. Caszely llegó a los nueve años a Colo-Colo y después,
cuando se hizo grande, nos dejó una infancia de la que
no tuvimos que avergonzarnos cuando la historia llegó a
cobrar las cuentas espirituales de la dictadura. A la hora de
almuerzo mi viejo volvió del trabajo y me explicó lo que
pasaba entonces con el periodismo chileno cada 28 de di-
ciembre. Lo de Hurtado y Caszely era una broma por el día
de Inocentes. La Tercera, que compraban en mi casa, traía
chistes parecidos de los que no me acuerdo.
El miedo no debe confundirse con el dolor. Tener
miedo, de hecho, es una manera fisiológica de enfrentar
el miedo. Este, a través del sistema inmunitario, lleva más
sangre y adrenalina a los músculos, abre los ojos y dilata las
pupilas para ver mejor. El miedo en sí es una reacción al

58
peligro que lo provoca, para evitar el daño posible o prepa-
rar el cuerpo si ocurre lo peor, en cuyo caso duele menos lo
que tiene que doler. En realidad, me habría gustado que el
Cóndor Rojas sintiera el mismo miedo que se apoderó de
mí en los tres córners consecutivos del brasileño Neto en
el gol que nos eliminó de la Copa Libertadores de 1987.
Colo-Colo le ganó 2-1 a Sao Paulo en el Morumbí y estaba
repitiendo el marcador en Santiago cuando Neto se ubicó
frente a la pelota. En los tres tiros de esquina le pegó igual,
cerrado al segundo palo, buscando el gol olímpico. Rojas
solo logró echar la pelota afuera en los dos primeros y en el
tercero se le fue adentro. El Cóndor no ponía un defensor
cubriendo el segundo palo y esa fue su perdición, aunque
Neto ya se lo había cantado. El empate a dos dejó elimina-
do a Colo-Colo.
La tragedia nunca llega de un zuácate y el Colo-Co-
lo de Arturo Salah se nos transformó en una especie de
Hamlet botado a pechitofrío que entró en pánico cada vez
que le tocaba jugarse la vida en la Libertadores. Veíamos
venir desde lejos el camión que nos iba a atropellar y ahí
nos quedábamos, pegados en el medio de la pista como
una liebre que se paraliza ante los focos de un coche. El
87 nos eliminó una jugada rídicula como la de Neto, el
88 ante Oriente Petrolero fue duro solamente porque el
rival era ganable y Colo-Colo fue más ganable aún y lo
del 89 fue un robo perpetrado a vista y paciencia de todo
el continente: el tongo entre Sol de América y Olimpia en
Asunción. Lo que ocurrió ese día lo definió mucho antes
Henry Miller en Trópico de Cáncer: “Un escupitajo a la cara
del arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Desti-
no, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... A lo que les parezca”.
Ese día estábamos ganando en Calama diez años después
del último triunfo y en Cobreloa estaban jugando el Li-

59
gua Puebla, Juan Covarrubias y Marcelo Trobbiani. Hay
que pensar un rato en Trobbiani, en el baile que nos dio
Trobbiani por el primer partido de la Copa en el Nacional,
en Trobbiani dominando la pelota con el muslo frente a la
tribuna oficial sin que nadie se acercara a apurarlo, y tam-
bién en la volea de Trobbiani después de bajarla de pecho
en el área para anotar el 1-0 en Calama, ese negro día en
Calama que nos alegró un poco el Negro Salgado. El Ne-
gro Salgado: un goleador de la boca del arco que nunca se
atrevió a posar de crack y que bailaba con la fea si había que
bailar con la fea, pero al partido siguiente, cuando necesita-
bas a un huevón que solo se preocupara de meterla adentro,
si se me permite mandar la pelota a la tribuna del lenguaje
con este oxímoron clásico del fútbol, él aparecía de la nada
y solo te pedía un poco de cariño a cambio de sus goles. En
Calama, ese negro día, el Negro quiso aclarar la película.
Primero con un puntete robapelota ante un centro del Ti-
gre Carreño y después entrando libre ante un bandejeo de
Rubén Espinoza. Cobreloa 1, Colo-Colo 2: justicia divina
peladomartinesca y pare de contar. Si Colo-Colo ganaba
se clasificaba sin pedirle permiso a nadie para la segunda
fase del Grupo 1. Incluso el empate a dos servía porque los
paraguayos, en la noche, tenían que ponerse de acuerdo en
un resultado rocambolesco para destruir la proeza de Salga-
do. Sol de América tenía que ganarle 5-4 a Olimpia. Eso si
Cobreloa, ya clasificado, mantenía sus oscuras intenciones
anticolocolinas de siempre, pero íbamos ganando. Hasta el
minuto 90. Dicen que fue gol del Pindinga Muñoz o au-
togol de Hugo González. Muñoz tiró el centro, González
puso la pierna y el balón engañó al Loro Morón.
Los paraguayos tenían que jugar en la noche, pero se
suspendió cuando se jugaba la mitad del primer tiempo
por un sospechoso corte de luz que les permitió planificar

60
el marcador: al día siguiente, el 30 de marzo de 1989, Sol
de América le ganó 5-4 a Olimpia.
En Italia, desde el 13 de diciembre de 1931, se habla de
la Zona Cesarini para referirse al tramo final de un partido
de fútbol, a partir de la jornada en que el centrocampista
ítalo-argentino Renato Cesarini anotó el 3-2 de Italia con-
tra Hungría a los 89 minutos de juego. El periodista Euge-
nio Danese escribió unos días después sobre el caso Cesari-
ni: un jugador que se había especializado en hacer goles en
esa condición dramática de la lucha balompédica. Ese gol
que te pega en las vísceras como un gancho de Mike Tyson.
Ese gol que te deja sin aire y con una cara de idiota que esa
noche no se te va a quitar ni aunque te levantes un minón
en el bar: el gol CTM de nuestros días. Al año siguiente de
Pindinga Muñoz, los colocolinos retomamos la lección de
nuestras vidas exactamente donde la habíamos dejado.
Detalles pedestres en cualquier relato de una tragedia:
empate a cero en Sao Januario, partido a tablero vuelto en
el Estadio Nacional y Colo-Colo gana 3-2 cuando comien-
za a jugarse el último minuto del tiempo reglamentario. El
auténtico relato de ese duelo matapasiones contra Vasco da
Gama podría hacerse en pocas palabras: cuando se desper-
tó, el tiro de William todavía estaba allí. Morón, en vez de
botarla lejos, se la dejó a Espinoza para que saliera jugan-
do por la derecha. Espinoza eludió a un brasileño, pero el
segundo se le fue en collera y la perdió. Luego los cariocas
hicieron su tejemaneje habitual, William remató por abajo
y Morón reaccionó tarde y mal, la pelota pegó en el poste y
entró dando botecitos. En la definición a penales, Morón,
como siempre, no atajó ninguno y a Espinoza le atajaron el
quinto de Colo-Colo. En el universo de Star Wars, el episo-
dio contra Vasco da Gama es como el Sarlacc de Tatooine
en el que Jabba el Hutt solía ejecutar a sus enemigos: “En

61
su vientre se encuentra una nueva definición del dolor y el
sufrimiento al ser digeridos durante más de mil años”.
Siempre hay más de una manera de escribir la historia.
Especialmente en el fútbol: llamamos perdedores a unos ti-
pos que han ganado algo y, por el contrario, tratamos como
ganadores a otros que han perdido mucho. Yo he visto de
todo en las canchas y no sé de qué cresta depende. A esta
altura tampoco importa porque creo más en lo comido y lo
bailado. Algún día, incluso de pura suerte, la pelota tenía
que ir hacia fuera o quedarse frenada en la línea de gol por
una mano providencial o un pie salvador. En cierto modo
lo intuíamos: después de tantas lecciones íbamos a termi-
nar sabiendo lo que hace falta o, al menos, sabiendo que
la única receta es seguir creyendo y seguir jugando. Estoy
hablando del 24 de abril de 1991, del centro de Carranza
y el cabezazo de Balán Gonzales en el minuto 89 del parti-
do contra Universitario de Lima. La historia del miedo en
Colo-Colo tiene un antes y un después de esa jugada.
Balán se pegó el salto de su vida, dejó abajo a Javier
Margas como si fuera un enano y apuntó el remate hacia
abajo, a la derecha de Morón. Llegados a este punto hay
que decir lo siguiente: lo que pasara, el gol o el no gol,
había que asumirlo como una cosa del destino. El estadio
estaba lleno, igual que ante Vasco, y Colo-Colo ganaba con
dos goles de Rubén Espinoza. Igual que ante Vasco. Los
colocolinos no lo sabíamos entonces, pero con los años lo
hemos contado como si siempre lo hubiéramos sabido: era
el partido más difícil de la Copa Libertadores. El Loro voló
como hay que volar en un momento como ese. Con urgen-
cia, pero con fe. A fin de cuentas, el sueño no confesado de
todo arquero es salvar a su equipo en la última jugada del
partido. Morón la tocó con la mano derecha y quedó con la
mitad del cuerpo dentro del arco mientras la pelota quedó

62
girando sobre la línea. Vaya uno a saber si hacia adentro
o hacia fuera. Morón se rehizo, pegó el balón contra su
pecho y se quedó ahí, quietecito. Requena, el capitán de la
U de Lima, llegó a apretarlo y se llevó las manos a la cara
tras ver lo que había ocurrido. Requena y Gonzales salie-
ron corriendo hacia el árbitro para jurarle que era gol, pero
el árbitro dijo “siga” y la Copa Libertadores 1991 nunca
más volvió a depender emocionalmente de tan poco. En
ese mismo arco, Luis Pérez anotó dos goles el 5 de junio.

63
La casa propia

El primer gol que vi en el Monumental lo metió el


Abuelo, un tiro de derecha cruzado desde la entrada del
área que habría roto la malla si los arcos ese día hubieran
tenido mallas. El Abuelo era un 9 de área, no muy rápido
ni cachañero, pero era goleador. Le pegaba como venía y le
pegaba fuerte, casi siempre hacia donde quería. No es muy
fácil encontrar delanteros así en el fútbol, capaces de trans-
formar en gol cualquier jugada de mierda. Ese día la agarró
llenita y la pelota fue a caer a la galería norte, dando botes
entre los bloques de hormigón. Luego levantó la mano y
saludó hacia la tribuna, donde unos cuarenta pelagatos tra-
tábamos de devolverle el gesto. Es casi el único recuerdo
que tengo del fútbol de ese día, aunque también es posible
que ni siquiera haya ocurrido así. Las cosas, sobre todo en
el fútbol, no son como las recordamos: recordar es verse a
uno mismo recordando algo de lo que no podemos estar
seguros si ocurrió.
El Abuelo en ese tiempo parece que pololeaba con una
de mis hermanas, o tal vez solo le gustaba a ella, o ella le
gustaba a él, aunque no podría afirmar cuál de mis dos her-
manas era, la mayor o la menor, o si el gesto que hizo con
la mano fue para todos los que mirábamos el partido, para
una sola o para dos. Tampoco sabría decir si estaba nublado,
pese a que era un partido amistoso y los amistosos en esa
época los jugábamos en verano y se supone que debió ser un

64
día soleado, pero lo que más me sorprende del recuerdo es
lo extraordinariamente gris que se veía todo ese día: el cielo,
el cemento desnudo de las tribunas sin asientos, el pasto
seco en los sectores de la cancha que aún tenían pasto, las
camisetas de los jugadores llenas de polvo y la sombra triste
de algunos sueños que teníamos en esa época. Fue un par-
tido al final del verano a mediados de los ochenta entre dos
equipos de barrio, el nuestro y el de otros que seguramente
no recuerdan que jugaron contra nosotros. El Abuelo debe
acordarse mejor porque hizo un gol en la cancha principal
del estadio Monumental y porque a la semana siguiente,
si el cálculo no me falla, se le murió un hermano en el de-
rrumbe del cine Prat durante el terremoto de 1985.
En ese tiempo hablábamos del Hoyo. El estadio no era
más que una idea sin tiempo ni lugar que se había utiliza-
do para cinco o seis partidos en el campeonato nacional
de 1975. Colo-Colo casi tenía un estadio y eso era peor
que no tenerlo porque un club de fútbol se juega la gran-
deza en estos detalles. Aunque Colo-Colo podía jugar de
local en todo Chile desde los tiempos de David Arellano,
el sueño frustrado de Antonio Labán era la representación
de la incompetencia institucional y del desgaste emocio-
nal que acompaña a las promesas incumplidas: vivir a lo
grande y no tener donde caerse muerto es una contradic-
ción del porte de una casa. El homeless a lo Don Quijote
tiene derecho a fantasear con la construcción social de un
club deportivo a través de un timbre, once camisetas y un
sentimiento que convoca, pero desde cierto suficientismo
moral y económico también se ha llegado a contraponer
el entusiasmo en las gradas con la supuesta obsesión de la
propiedad privada, como si hinchar por un equipo y el sue-
ño de la cancha propia fueran incompatibles. La diferencia
entre tener casa y no tenerla, en un sentido amplio, según

65
el filósofo Humberto Giannini radica en que uno puede
levantarse cada mañana seguro de ser el mismo que se acos-
tó la noche anterior: la reflexión domiciliaria hace que no
cuestionemos nuestra identidad y nos permite reincorpo-
rarnos a la realidad cada día.
Después, claro, está lo de Pinochet, o antes: la mitoma-
nía del estadio de Pinochet. El Estadio Nacional fue du-
rante cincuenta y nueve días en 1973, y quizás lo sea para
siempre, el estadio de Pinochet. Pascale Bonnefoy en Terro-
rismo de Estadio documenta las atrocidades de la dictadura
en los santos lugares del fútbol chileno, donde once años
antes se había jugado la final de un Mundial. El tema del
dinero que supuestamente le ofreció Pinochet a Colo-Colo
para terminar su estadio está aclarado desde hace siglos.
Esto tiene el mismo origen que el boom del Halley y el
vidente de Villa Alemana. Para ocultar sus tristes hechos la
dictadura apostó siempre por los no hechos: el cometa que
casi vimos, la virgen que casi apareció, la guerra que casi
tuvimos contra Argentina y el estadio que casi le regalaron
a Colo-Colo. Pero creo que el problema es otro y tiene que
ver con los estados de ánimo de la llamada transición a la
democracia, ese eufemismo a medio camino entre un Chi-
le que soñamos y el Chile que botó la ola. Si un cuarenta
y tres por ciento de los chilenos votó en el plebiscito de
1988 por el dictador, es muy posible que un cuarenta y
tres por ciento de los hinchas de Colo-Colo estuviera de
acuerdo con lo que ofrecía Su Excelencia el Presidente de la
República Capitán General Augusto Pinochet Ugarte para
terminar el estadio Monumental, así como también es muy
posible que un cuarenta y tres por ciento de los hinchas de
Universidad de Chile llegara a preguntarse “¿por qué nues-
tro presidente no nos quiso ayudar a nosotros?”. Sobre esto
no hay que engañarse, aunque hoy es más difícil encontrar

66
admiradores de Gino Clara en Colo-Colo que votantes de
Pinochet en 1988. A fin de cuentas, el parapinochetismo
de la sociedad chilena en los años ochenta solo es un chiste
que con gusto nos contaría Coco Legrand si su nombre
no hubiera aparecido en el lugar número cuarenta entre
los setenta y siete invitados de Pinochet a la famosa orgía
ciudadana del fascismo nacional que tuvo lugar en el cerro
Chacarillas el 9 de julio de 1977.
Yo en esta pasada me declaro como Carl Carlson en Los
Simpson: “A mí que me registren, soy negro”. Aunque es el
mismo negro que una vez, ebrio en la taberna de Moe, dijo
que le gustaría vivir bajo una dictadura militar como la de
Perón porque “cuando él te desaparecía tú te mantenías
desaparecido”.
En la novela Formas de volver a casa, de Alejandro Zam-
bra, queda muy bien representada esa dualidad Colo Colo/
Pinochet a través de los ojos de un niño que tenía nueve
años a mediados de los ochenta y que recuerda los rayados
de un muro en su colegio con frases a favor o en contra
de Colo Colo o a favor o en contra de Pinochet. Y dice:
“Entonces yo estaba y siempre he estado y siempre estaré
a favor de Colo-Colo. En cuanto a Pinochet, para mí era
un personaje de la televisión que conducía un programa
sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas ca-
denas nacionales que interrumpían la programación en las
mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta,
por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos in-
tempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra”.
A pesar de Pinochet, el Monumental fue inaugura-
do en septiembre del 89 con un gol en el que Marcelo
Barticciotto eludió a dos defensas de Peñarol, al arquero
Alvez y a un montón de compañeros que quiso abrazarlo
mientras él, en realidad, con la mirada buscaba a su padre

67
en la tribuna Rapa Nui. Yo esperé hasta el 12 de mayo de
1990 para conocer la casa nueva. Como cantaba El Temu-
cano, Tito Fernández: fruto de tantos años llenos de penas
blancas. Fui a una reunión doble histórica con dos partidos
de Colo-Colo, uno después de otro: a la una y cuarto Colo-
Colo entró a la cancha con camisetas blancas para ganarle
5-0 a Everton y quedar puntero en el Grupo Norte del Tor-
neo de Apertura y a las cuatro de la tarde Colo-Colo volvió
a ingresar, pero con camisetas negras, para vencer 2-0 a
Sporting Cristal y sellar su clasificación para la segunda fase
de la Copa Libertadores de América. Siete goles y no grité
ninguno porque no soy capaz de gritar en el estadio. La
única vez que estuve cerca de levantar un poco la voz fue en
el título de 1998, cuando faltaban solo siete minutos para
arrebatarle el campeonato de las manos a la U, o quedar
con la cola entre las piernas, y el Murci Rojas metió contra
Iquique ese zurdazo que los colocolinos celebramos como
judíos escapando de Sobibor: así de cerca alcanzamos a ver
el festejo azul en nuestras conciencias. Lo mío fue un grito
entre dientes: “Gol, conchetumadre”. No sabría decir por
qué nunca he gritado los goles, pero me parece que gritar es
perderse algunos detalles antes y después del momento en
que la pelota entra al arco. El festejo del hincha es volverse
hacia uno mismo y una forma de olvidar por qué la jugada
terminó en gol, dónde estaban los rivales, por ejemplo, y
las caras con las que se miraron cuando el mundo se les ve-
nía encima. Son las cosas que me gusta disfrutar del fútbol
cuando lo veo desde el tablón: el gesto de Jaime Lopresti
cuando el rebote le quedó al Murci, Lorenzo Carrabs de
rodillas después de que el Polaco Dabrowski le hizo el gol
de chilena más feo que he visto, Superman Vargas echando
pericos por un cabezazo de Pedro Reyes en el último mi-
nuto. En gustos no hay nada escrito, pero festejar los goles

68
es como tener sexo con los ojos cerrados: un acto final de
onanismo futbolero que omite la otredad en la mejor parte.
No estoy contra la alegría, pero como hincha de fútbol me
declaro voyerista hasta las últimas consecuencias.
Aquel 12 de mayo fue un sábado luminoso, desde las
medias rojas de Colo-Colo hasta la camiseta celeste del pe-
ruano Manassero. Además había pasto verde, cuarenta y
cinco mil personas y bancas para sentarse en las tribunas.
También estoy seguro del sol, de los goles de Malcolm Mo-
yano en el preliminar, de que el Pulpo Letelier defendió el
arco de Colo-Colo en el primer partido y fue a la banca en
el segundo y del remate de Jaime Pizarro en el séptimo gol
de la tarde: la agarró llenita y como venía, después de un
pase de Sergio Díaz, después de un pivoteo de Dabrowski,
después de un centro de Barticciotto y después del Abuelo
y de todo lo que debió sufrir Colo-Colo para tener un esta-
dio. Después de todo, decía el inclasificable Gastón Bache-
lard, la casa es un estado del alma: un lugar para soñar don-
de el que sueña puede soñar en paz. Nuestras colocolinas
existencias estaban a punto de saber lo que esto significaba.

69
Quitapenas

Cuando chico, y después de entender lo que significa-


ba, mi amor fue Colo-Colo. Después vino una primera no-
via, se fue y Colo-Colo estaba ahí. Hubo etapas posteriores,
claro, me casé y tuve hijos y afectos que no se doblan, pero
Colo-Colo sigue ahí, donde lo dejé anoche antes de irme a
dormir, entre las tres cosas que un creyente jamás debería
negar: Dios, su familia y su equipo de fútbol. Lo demás
es paisaje o eso que decía Francisco Huaiquipán de lo que
está en segundo plano: arroz graneado. Uno de los grandes
misterios de la colocología, sin embargo, tiene que ver con
el origen de la pasión que despierta. No su popularidad,
sino de dónde vienen los sentimientos que, se supone, nos
hacen distintos a otros. ¿O, en realidad, somos todos igua-
les con distintos nombres y vendiéndonos unos a otros his-
torias sobre un juego de identidades que se repartieron en
la lotería de los penales? El espíritu del Quitapenas, donde
se echó a correr la idea de fundar un club que se llamaría
Colo-Colo, es muy parecido al del Reina del Pacífico, el
barco en que Julio Cordero Vallejos y sus amigos inventa-
ron los versos del Romántico Viajero. Y si no somos iguales
a quienes nos rodean, no creo que sea por nuestras ilu-
siones o aquellos monstruos que viven en nuestra cabeza
y que a veces llamamos sentimientos, sino, posiblemente,
por cómo nos enfrentamos a todo eso, a todos los hombres
y mujeres que hemos sido a lo largo del camino y a todo lo

70
demás, sobre todo a lo que duele, porque en primer lugar
somos lo que hacemos con nuestras cicatrices. A los colo-
colinos se nos murió David Arellano, nos hicieron jugar la
final de la Copa Libertadores contra Independiente en un
día en que Dios estaba enfermo y nos fuimos a la quiebra y
nos pasaron la máquina unos devoradores de estatuas más
preocupados del bolsillo y del canapé que del offside. Colo-
Colo no es el equipo más exitoso de Chile, sino el que
mejor y más rápido ha sabido levantarse después de cada
herida. En eso estamos desde el principio: si Ricardo Piglia
creyó haber encontrado su vida en los libros que ha leído,
nosotros tenemos nuestra propia deuda con los partidos
que hemos visto y podemos decir que la jugada que mejor
refleja todo eso, acaso la jugada más hermosa en la histo-
ria de Colo-Colo, fue un gol que un colocolino le anotó a
Colo-Colo en 1995.
En el fútbol hay distintas maneras de morir: una es la
que eligió a David Arellano, que partió temprano al otro
mundo por un rodillazo en Valladolid, y la otra es la de
Marcelo Barticciotto, la muerte en vida por hacerle un gol
al equipo de sus amores. El centro, desde la línea de fondo,
se lo hizo el Pipo Gorosito.
El mismo día en que vi por primera vez a Marcelo Bar-
ticciotto jugar con la camiseta de la Católica yo me acos-
té con una chica de ojos tristes que recordaré por siempre
como la chica del hotel Metropol, aunque le hice el amor
pensando en otra que no quisiera recordar. Ambas cosas
ocurrieron en Medellín para un partido de la Copa Liber-
tadores, el 24 de febrero de 1995. Barticciotto entró de
titular, jugó muy mal y lo sacaron en el segundo tiempo
para que la derrota terminara siendo más decorosa. A mí
me había mandado el diario para cubrir los partidos de la
UC en Colombia, escribí algunas notas de dudoso valor y

71
ocurrieron otras cosas que suelen ocurrirles a los periodistas
en sus primeros viajes cuando están solteros. En la madru-
gada, a la vuelta de todo, fui al hotel de la Católica y me
sorprendió ver a Mario Lepe, Charly Vásquez y un tercero
que pudo ser Chamuca Barrera o el Mumo Tupper conver-
sando del partido en una rotonda, justo a la entrada. Eran
como las seis de la mañana y no habían podido dormir.
Parecían hombres de ochenta años contándose las penurias
de unas existencias aparentemente demasiado largas.
Pero cuando Gorosito tiró el centro desde la línea de
fondo, desde la izquierda, Barticciotto venía entrando por
el medio y estaba listo para comerse las tripas.
Por segunda vez en su carrera el destino intentaba po-
nerlo en la vereda opuesta. La primera fue en 1988, cuando
Vitrola Ghiso se lo recomendó a Manuel Pellegrini para
que lo entrenara en la U y este le dijo que necesitaba un
arquero que sería el arquero que llevó a la U a segunda di-
visión al final de esa temporada: Héctor Georgetti. Ghiso
después fue a Colo-Colo y dejó ahí a un 7 tímido, quitado
de bulla y depresivo que se demoró un mundo en mostrar
lo que había insinuado en Huracán. Marcelo estaba triste
y Arturo Salah incluso permitió que su hermano Alejandro
participara de los entrenamientos para que no se echara
a morir. En este punto, la pregunta por Barticciotto es la
pregunta que cada uno puede hacerse a sí mismo en cual-
quier momento de su vida. ¿Cómo llegué a ser lo que soy y
no me convertí en otro? ¿Y cuándo y dónde? El 7 del pue-
blo fue visto una vez contra Peñarol en la inauguración del
Monumental, luego le pidió a Martínez que se fuera al pri-
mer palo para atropellar él por el segundo en el segundo gol
contra Boca Juniors, tras el centro de Yáñez, y finalmente
pidió la palabra en la carta que pegó en el camarín para que
la leyeran sus compañeros antes de la final contra Olimpia.

72
Esa carta que empezó con una frase que anticipó su mirada
frente a todas las historias que estaban por venir: “Quizás
yo sea el menos indicado para decir esto, pero sentía que
lo tenía que decir”. Y ese Barticciotto de la frase “sí, viejo,
te escucho. ¿Vieron el partido?” en un enlace radial con su
padre después de haberles ganado 3-0 a los paraguayos con
dos centros salidos de su pie derecho.
La segunda vez, sin embargo, Barticciotto la vio venir
en el centro de Gorosito desde la línea de fondo y la espe-
ró con los hombros caídos y las manos abajo, pero con la
frente en alto.
Hay un relato taoísta de hace tres mil años que recoge el
espíritu de los que son como Barticciotto. El cuento chino
del caballo perdido y el sabio anciano, en el que un cam-
pesino y su hijo son consolados por sus vecinos después de
que se les perdió un caballo. “El único hecho cierto, hoy
aquí, es que se ha escapado un caballo. Si eso es buena o
mala suerte, el tiempo lo dirá”, les advirtió el campesino.
Unos días después, el caballo volvió con una yegua y los ve-
cinos se acercaron a felicitarlos. “El único hecho cierto, hoy
aquí, es que el caballo ha vuelto con una yegua. Si eso es
buena o mala suerte, el tiempo lo dirá”, les respondió otra
vez. Luego el hijo se rompió una pierna tratando de domar
a la yegua, el médico sentenció que quedaría cojo para toda
la vida y nuevamente los vecinos se allegaron para conso-
larlos. “El único hecho cierto, hoy aquí, es que mi hijo se
ha roto una pierna. Si eso es buena o mala suerte, el tiempo
lo dirá”, les dijo, como ya era previsible. Poco después se
inició una guerra, llegaron al pueblo unos soldados del rey
para reclutar de manera obligatoria a los jóvenes y desecha-
ron al hijo del campesino porque no era apto para la gue-
rra. Entonces el campesino le habló a su hijo: “¿Lo entien-
des ahora, hijo mío? Los hechos no son ni buenos ni malos

73
en sí mismos, lo que nos hace sufrir son las opiniones que
tenemos de ellos. Hay que esperar a cómo afectan a nuestro
devenir. Un día maldijiste tu pierna y ahora es  ella 
la que te
ha salvado de una muerte  cierta”. Barticciotto, cuando vio
venir el centro de Gorosito, pensó que nada bueno podía
salir de eso, pero enfrentó la prueba a pie firme. Cuando
vio que el Pipo se metía por la izquierda, él se despegó lo
justo del Murci Rojas para quedar libre.
Si la pelota le llegaba, era casi imposible echarla afuera.
De hecho, fue demasiado fácil. Apenas tuvo que acomo-
darse, un par de pasos hacia la derecha para pegarle sin
bote y clavar la estaca en el palo contrario a Barbat. La
única reacción de Margas y Rojas fue darse vuelta, Margas
esperando que el tiro le saliera desviado y Rojas esperando
que el pelotazo le llegara en la espalda, mientras Barbat
se cruzaba de lado a lado haciendo un paso de ballet. En
el colectivo Campeones de Estampa hay un óleo del pintor
portugués Luis Filipe dos Santos en el que Lunari y el Beto
Acosta, en vez de celebrar el gol junto a él, le están dando el
pésame. El rostro de Barticciotto es el de un hombre al que,
por culpa suya, se le acaba de morir un pariente o al que tal
vez lo dejó el amor de su vida. El gol triste se llama el cuadro
de Dos Santos y esa cara y ese abrazo de Lunari y Acosta
ya los habíamos visto antes en la Capilla Sixtina dentro de
un fresco de Miguel Ángel. Ahí, abajo a la derecha, don-
de aparecen los caídos en El Juicio Final, está Barticciotto
casi tocando la piel desollada de San Bartolomé. Tiene una
mano en la cara, un gesto de dolor que estremece y unos
demonios que no lo quieren soltar y lo empujan hacia el
Hades. Lunari y Acosta, sin quererlo, ocupan el lugar de los
sepultureros en el gol de Barticciotto a Colo-Colo.
Parece una tragedia, pero solo es una oportunidad de
volver a nacer. Como David Arellano cuando cayó herido

74
de muerte en España: morir con la camiseta puesta es una
forma de seguir viviendo para siempre. Barticciotto empezó
a transformarse en David Arellano en ese gol en contra que
los colocolinos aprendieron a querer como propio. Todo lo
que hizo después en su vida tiene su explicación en aquella
jugada que lo eligió a él como última esperanza para que el
club vuelva a ser lo que soñaban sus fundadores en 1925.

75
El cacique olvidado

La primera vez que vi un pecho de una mujer fue a


Ornella Mutti en una película de Celentano. Entré de 5
por el Raulín el primer sábado después de mi noveno cum-
pleaños y esa fue la primera vez en mi vida que jugué un
partido por los puntos, en la tercera infantil del José Sal-
gado: le ganamos 2-0 al Cultural en la Cancha Dos, en un
día nublado. El primer regalo que pedí para Navidad fue
un Mazinger Z de treinta centímetros. Me hice el huevón
con un billete de quinientos pesos que se le cayó a mi viejo
del bolsillo cuando quinientos pesos era mucha plata para
un cabro chico (casi llené un álbum de láminas del Topo
Gigio). Y tenía miedo de pelear con El Chata, pese a que
iba dos cursos más abajo que yo, solo porque él sabía escu-
pir entre los dientes.
Cada vez que hago la lista de mis primeros recuerdos
salen historias que parecían ocultas. No sé de qué depende.
Tal vez de mi estado de ánimo o de las cosas que me pasan
en ese momento. Por un dato de mi abuelo le aposté a un
caballo que se llamaba Ojos Lindos, salió último y luego
estuve como dos semanas pensando cuántas carreras tenía
que perder un caballo para que lo hicieran charqui. No
contesté ninguna de las preguntas del cura en el interroga-
torio previo a la primera comunión, aunque me sabía una:
el quinto mandamiento, y me dio miedo, me puse a llorar y
el cura dijo “no importa”, así que igual me dejaron hacerla

76
y repartí santitos el domingo siguiente después de la misa.
Mis primeros zapatos de fútbol fueron unos Diadora, talla
35, pero yo solo calzaba 33 (“para que te duren más”, ex-
plicó mi viejo). También me han contado que a los cinco
años hacíamos llorar con mi primo a Judith, una niña de
nuestra edad que vivía a la vuelta de la esquina, aunque di-
cen que mi primo lo hacía casi todo: subir la falda y pegar
una palmada en el trasero, y que yo solo estaba para avisar
si venía alguien y salir corriendo cuando ella se pusiera a
llorar. Tampoco sé muy bien si fue para el nacimiento de
mi hermano menor o cuando murió el tío Antonio, el pri-
mero de mis muertos: solo me recuerdo mirando hacia una
ventana del hospital Barros Luco a mediados de los setenta
en un día con mucho sol.
Siempre me he preguntado qué nos hace recordar al-
gunas cosas y olvidar otras, ¿pero recordar los recuerdos de
otros, sentirse como aquel héroe de Charles Dickens que al
comienzo de su novela se preguntaba si sería el héroe de su
propia vida o algún otro tomaría su lugar? Una vez leí, en
un número antiguo de la revista Gol y Gol, que Chamaco
Valdés cuando era niño tenía un perro que se llamaba Ca-
cique y que después de los partidos de Colo-Colo iba con
sus amigos a tocar a Cuacuá Hormazábal, que vivía cerca.
También leí, no recuerdo dónde, que Jorge Toro se tiraba
piqueros en el Zanjón de la Aguada y que Chuflinga He-
rrera tenía diez hermanos y les gustaba salir en patota a ro-
bar uvas en Tierra Amarilla. Chupete Hormazábal vendía
chupete helado en las micros y en el Estadio Nacional. Son
pedazos de otras vidas que aprendí a sentir como si fueran
parte de la mía. Vivir de estos recuerdos no es como andar
con ropa prestada, ni salir a la calle a ver si te confunden
con otro o, peor, con ese personaje que los psicólogos sa-
caron de las casas de orates para meterlo en tu cerebro: el

77
menesteroso otro yo. No. En realidad, son recuerdos her-
manos, no competitivos, levantados desde nuestra propia
imaginación por el ocio, el amor propio y el fanatismo. No
es el Chino Caszely suspendido en el colegio por tirarle un
pedazo de tiza en el culo a la profesora de ciencias, sino yo
mismo intentando convertirme en una especie de Marcel
Proust colocolino.
He leído muchas teorías sobre la memoria y el olvido
en el fútbol, desde las crónicas de Míster Huifa en el diario
La Tercera hasta el poema “Yo vi jugar a Jesús Trepiana” de
Erick Pohlhammer (“el vacío es forma, la forma es vacío”).
Yo, por ejemplo, he olvidado casi por completo a Hugo
Bello, que tal vez fue importante en el título del 86. La
verdad, me gustaría recordar más, o mejor, a Juan Rojas. El
Rápido Rojas: sé que era un puntero derecho que la pisaba
bien junto a la raya y que era rápido, pero no tanto como
yo había soñado cuando llegó desde Magallanes. También
a Rodrigo Santander, de quien solo me quedó un apodo, el
Expreso Albo, y unas piernas largas que tal vez corrían con
las medias abajo. Y también al Loco Houseman, que era
loco, estaba viejo y jugó poco, pero había sido campeón del
mundo apenas cuatro años antes. Ahora que lo pienso, me
gustaría recordar el momento exacto en que se acabaron
los wines en Colo-Colo, seguramente en la primera mitad
de los ochenta. A veces siento que nos quieren hablar del
fútbol como si el último partido o incluso el próximo re-
presentaran la única premisa válida en la historia del juego.
El partido es todos los partidos.
¿Cuándo acaba realmente lo que se acaba? En Colo-
Colo no hay tiempo, sino eternidad, y lo que los coloco-
linos olvidamos pervive en un sentimiento que acompaña
a la mayoría. Yo sé que existió Manuel Alvarado y con eso
me basta. Sé que Cheíto Ramírez y el Loro Morón se para-

78
ban en las puntas de los pies para las fotos de 1991 porque
Javier Margas y el Chano Garrido era muy altos, que el
Pelé Álvarez hizo dos goles en un partido que Colo-Colo le
ganó a la Selección que se preparaba para el Mundial del 82
y que el Rambo Ramírez recuperó la titularidad el 95 en un
partido en que expulsaron a Luis Barbat en Las Higueras.
Colo-Colo soy yo pensando en todos esos momentos en
que la gloria solo era una promesa, cuando todo era posible
y dependía de la única excusa que necesitaba para seguir
creyendo: vivir.
Recuerdo, por supuesto, que a Juan Peralta le decían el
Ciego Peralta porque apenas podía ver sin sus lentes poto
de botella y recuerdo que no quería que su hijo se ganara
la vida intentando matarse a golpes con los hijos de otros.
A los once años, Juan Carlos se subió por primera vez a un
cuadrilátero y de un solo puñetazo puso contra las cuerdas
a su oponente. El Ciego, al ver que se la podía, le dijo que
se dedicara al fútbol. Él sabía de boxeo, pero también sabía
mucho de boxeadores. A los once años, Juan Carlos Peralta
llegó a Colo-Colo, a los veintiséis jugó la final de la Copa
Libertadores, a los treinta y tres cobraba diez lucas por par-
tido en un equipo de barrio y a los treinta y seis apareció
una nota sobre él en Las Últimas Noticias que hablaba del
cacique olvidado: después de llegar a la cima tomó un par
de malas decisiones, tuvo una lesión grave y desapareció
del mapa hasta que alguien lo encontró jugando por poca
plata en una cancha de tierra. El Ciego Peralta a esa altura
ya había muerto, quizás demasiado pronto.
Hemos ido dejando atrás a los jugadores olvidados de
Colo-Colo como el personaje de Adrien Brody en El Pia-
nista. Mientras aquellos que alguna vez eran los nuestros
se van desvaneciendo en la historia, probablemente hacia
la nada, cada uno de nosotros hace lo suyo: olvidar para

79
seguir recordando lo que nos mantiene unidos. Hay que
acordarse de lo que pasó con el hincha fantasma de la Copa
Libertadores, rescatado por el periodista Luis Miranda en
el libro Dios es chileno. Se llamaba Luis Mauricio López,
apareció en todas las fotos del equipo campeón de América
al día siguiente de la final contra Olimpia y volvió a su vida
de anonimato y tropiezos hasta que Miranda lo encon-
tró descansando para siempre en el Cementerio General,
mientras los colocolinos de su época todavía se pregunta-
ban qué había sido del chico afortunado que se atravesó en
la foto de los campeones. El olvido algún día nos alcanzará
a todos y cada colocolino olvidado tendrá bien ganado su
espacio en la memoria. En el último párrafo de Dios es re-
dondo, Juan Villoro rescata a la pasada a estos personajes
de sombras, víctimas del abandono o la desmemoria y “tan
necesarios como las líneas blancas que separan las letras en
los libros”.

80
5 de junio de 1991

Yo no fui a ver al Papa en la población La Bandera ni a


la concentración del No, pero el amigo de un amigo casi se
murió por comer galletas Cómpeta. Debe ser lo más cerca
que vi pasar una noticia que saliera en las noticias en aque-
llos años en que los milicos se encargaron de llenar nuestras
vidas de vacío. Mejor así, en todo caso: yo pertenezco a esa
clase de chilenos que solo aparecemos en las noticias por un
accidente carretero, un servicio de urgencia que no da abas-
to durante una epidemia gripal o en esa encuesta huevona
que hacen los periodistas a la salida de una estación del me-
tro. Los colocolinos, mayoritariamente, somos gente que
anda de a pie por la vida, nos gusta medirla según nuestra
escala peatonal, y el 5 de junio de 1991 muchos, casi todos,
fuimos noticia por primera y única vez en nuestras vidas.
Fuimos los campeones de América.
Eso es lo que ocurrió aquel día en que Caszely lloró por
el tercer gol en la caseta de Vladimiro Mimiça, cuando a
Rubén Espinoza le hicieron un tajo de quince centímetros
en el muslo derecho por un planchazo frente a la tribuna
Océano y el Coca Mendoza llegó con la camiseta puesta a
la clínica Santa María para ver los minutos finales mientras
le enyesaban el codo. Yo me acuerdo con cierta nostalgia
de los zagueros barbones de Olimpia, sobre todo de aquel
que se cayó en el centro de Barticciotto para el segundo
gol de Lucho Pérez. Y también de un susto llamado Jara-

81
Heyn, la camiseta roja del brasileño José Roberto Wright,
el manotazo del Loco González a Cheíto Ramírez, la cena
de los campeones en el restaurante Don Carlos, el primer
festejo masivo de la historia de Chile en la Plaza Italia y los
once colocolinos que murieron esa noche por la Copa Li-
bertadores. Eso es lo más importante que ocurrió aquel día:
fuimos campeones de América y algunos de los nuestros no
vieron la luz de un nuevo día para contarlo.
La muerte es algo que les ocurre fundamentalmente a
otros. Uno sencillamente se apaga y ya no hay más paño
que cortar. El problema es para los que se quedan alrede-
dor. La pena, lo que pudo ser y no fue, la ausencia, el re-
cuerdo como terapia y el recuerdo como autogol. Algunos
eligen salir adelante, otros no, y no sabemos qué es lo que
realmente está en juego. Yo salí a la calle a cantar el him-
no de Colo-Colo esa noche, como jamás lo había hecho
antes y como no volvería a hacerlo después, y nos fuimos
a dar una vuelta por Santa Rosa y Américo Vespucio en el
Peugeot 404 de mi viejo. Nunca más he visto tanta gente
por todos lados: la noche parecía una película de romanos.
Al día siguiente, sin embargo, supimos que la muerte nos
arrebató a un equipo completo. En las noticias solo apare-
ció un número y una lista con nombres que a nadie le im-
portaron demasiado. ¿Quiénes eran y qué historia tenían
que contar aquellos colocolinos muertos? Me quedé con
la duda y cada 5 de junio, desde 1991, termino pensando
en ellos, si alguien ha vuelto a mirar sus fotos y les lle-
va flores al cementerio. Incluso pensé durante varios años,
por necesidad espiritual más que periodística, ir en busca
de esos recuerdos para liberarme de ellos y entregárselos a
la memoria colectiva, que es donde debe descansar en paz
el dolor de las tragedias generacionales, pero el pudor y
mi timidez me impidieron acercarme a sus puertas hasta

82
el 13 de diciembre de 2006. Ese día fue la final de la Copa
Sudamericana en el Estadio Nacional. Publiqué una nota
en el diario sobre ese cruce entre la muerte y la alegría que
todavía no sé cómo definir.
Escribí lo siguiente: “Se llamaba Cristián Valenzuela y
tenía 17 años. Como muchos a esa hora, faltando pocos
minutos para las once de la noche del 5 de junio de 1991,
celebraba junto a sus amigos el histórico título obtenido
por Colo-Colo en la Copa Libertadores de América, pero
una liebre del recorrido Macul-Palmilla venía volando ha-
cia ellos, en la esquina de las calles José Pedro Alessandri
y Juan Bagynka. El chofer cumplía con su propio festejo:
estaba ebrio. El joven Valenzuela dejó de existir minutos
después, camino a la posta. Cuatro amigos suyos queda-
ron gravemente heridos. La lista se engrosó en las horas
siguientes con otros diez nombres, víctimas de una noche
sangrienta que no debe repetirse. Algunos baleos, acuchi-
llamientos, atropellos, infartos y saqueos. Demasiado para
una jornada que empezó con una enorme sonrisa”. Eso es
todo lo que fui capaz de hacer por los once de 1991. Una
nota breve.
A la hora de almuerzo, cuando llegué al trabajo para
esperar el partido contra Pachuca, una mujer me estaba es-
perando desde temprano. Tenía el diario en la mano, abier-
to en la página 24, y quería hablar conmigo. No dijo su
nombre, pero dijo que era la mamá de Cristián Valenzuela,
que tardó años en superar el duelo por su hijo y que yo
abrí nuevamente esa herida, quizás para siempre. Intenté
explicarle que mi intención era evitarles ese dolor a otras fa-
milias, pero no me dejó hablar. Solo escuché una y otra vez
la frase “usted no tiene derecho”, entre lágrimas y sollozos.
Yo no lloré ese día por la derrota frente a los mexicanos.
Lloré por un colocolino que se llamaba Cristián Valenzue-

83
la y por su madre, por esas vidas que merecían otra vida.
También lloré por mí, no sé muy bien por qué, pero debe
ser por algo que otros tendrán que enfrentar cuando este
colocolino campeón de América se haya ido.

84
5 de junio de 2001*

La nostalgia, como tesoro de lo que alguna vez fuimos,


casi siempre ofrece sus milagros en tristonas fotografías co-
lor sepia o en herrumbrosas monedas de oro que ya no bri-
llan como solían hacerlo. El rastro de las grandes epopeyas
apenas persiste en nuestra mente como un hilito de resig-
nación fundamentalmente acerca de lo que ya no somos y,
sobre todo, de lo que parece imposible recuperar.
Aquel ejercicio, el de traer al presente las alegrías del pa-
sado, normalmente funciona como una operación inversa:
la de viajar hacia los recuerdos llevando a cuestas nuestras
frustraciones actuales. Hoy, de cualquier modo, el dios del
tiempo ha puesto al alcance de nuestras manos el álbum de
fotos de Colo-Colo 91, el equipo que hace diez años hizo
hablar de fútbol a todos los chilenos, el equipo que hace
justo una década nos hizo soñar con la victoria frente a los
antiguos demonios de la Copa Libertadores.
Cada 5 de junio el Colo-Colo de Mirko Jozic volverá a
derrotar a la historia en la cabeza de los colocolinos y en la
de todos aquellos que en 1991 entendieron que subirse al
carro de la victoria no puede ser algo deshonesto si uno lo
hace para abrazar al hermano cuando está contento.
Cada 5 de junio es un día para evocar que los chilenos
alguna vez fuimos campeones de verdad y que esa copa, por

*Texto publicado en Las Últimas Noticias el 4 de junio de 2001.

85
la que durante mucho tiempo los argentinos nos gritaron
se mira y no se toca, la mecimos en el regazo y la acaricia-
mos con devoción durante un año completo, a partir del
triunfo de Colo-Colo frente a Olimpia de Paraguay.
Pero, al menos para unos pocos, este día también servirá
para recordar sin ambigüedades de qué hablamos cuando
hablamos de Colo-Colo, aquello que significa ser colocoli-
no desde la médula. A diferencia de los demás, Colo-Colo
no es una clase social ni está sujeto a la representación ma-
terial de sus hinchas, porque no es de los profesionales ni
de los obreros, ni de los provincianos ni de los capitalinos,
ni tampoco da estatus de ningún tipo; porque Colo-Colo
es un espíritu, un estilo, una forma de enfrentar la vida,
quizás un delirio de grandeza o una utopía, pero un ejem-
plo de conciencia al fin. Por eso está más cerca de los po-
bres, porque como ellos solo se alimenta de esperanza, pero
en el fondo todos los que sueñan con un mundo más justo
ya son colocolinos en principio. Como todo sueño, Colo-
Colo es un susurro que nos grita en las entrañas, pero su
esencia se desvanece si lo nombras en voz alta; porque a un
auténtico colocolino no se le puede medir por sus victorias,
sino por las veces que se ha sentido derrotado.
En ese sentido, aunque la nostalgia es hermana de
la resignación que nos hace ver como imposible el retorno
de los viejos heroísmos y las antiguas hazañas, ella en pri-
mer lugar es hija de la esperanza: la esperanza que antecede
a las grandes gestas, la convicción de que nadie está derro-
tado cuando aún pelea, la certeza de poner el pecho a las
balas por una causa justa. Tener nostalgia, por lo mismo,
también es traer al presente los sueños del pasado, los sue-
ños acerca de un futuro mejor.

86
5 de junio del resto de mi vida

Da lo mismo si ocurrió ayer, anteayer o hace mil años.


Colo-Colo 91 no es un cuento de viejos, sino una historia
con final feliz en un país de pocos finales felices. Sin em-
bargo, tengo pesadillas con Adolfo Jara-Heyn. El partido
se juega en un 5 de junio de todos los tiempos y el Loro
Morón no la alcanza a rozar con la punta del pie derecho
en el minuto tres. Ese remate envenenado que al número
16 de Olimpia le sale del pie cuando se está cayendo. Eso
es lo que me pasa con Jara-Heyn: caerse haciendo daño
no es caerse. La pelota que se va reptando como una cule-
bra hacia el arco de la Copa Libertadores para destruir el
sueño no precisamente desde el minuto tres, sino desde el
malestar de nuestros días. A veces el pasado se borra desde
el futuro cuando no somos capaces de defenderlo o, peor
aún, tal vez ni siquiera lo merecemos.
Hablamos de Morón y la atajada a Balán Gonzales y de
Morón y la de Dios contra Batistuta, pero no hablamos de
Morón y Jara-Heyn. No sé qué hace la diferencia. El miedo
quizás. Hemos construido el relato de la final contra Olim-
pia desde una contundencia previsible y, al mismo tiempo,
ilusoria. Me pasa lo mismo cuando me miro en el espejo:
siempre he creído que estoy ahí hasta que el otro empieza
a poner una cara que no había visto antes. ¿Estoy seguro
de lo que estoy seguro? Colo-Colo le ganó bien a Olimpia,
pero en una final un tiro como el de Jara-Heyn te puede

87
dejar pasado a fiambre como al personaje de John Travolta
acribillado con su propia arma cuando viene saliendo del
baño en Pulp Fiction.
Un gol en contra en el minuto tres del partido de tu
vida. A eso me refiero, al destino o lo que sea que ocupa su
lugar cuando ocurre todo eso que le achacamos al destino.
Eso que le dio a Jara-Heyn un no gol que evitará contarles
a sus nietos y nos dio a nosotros esa pared de toques cortos
entre el Chico Pérez y Casi Casi Espinoza a la entrada del
área paraguaya que terminó en el arco sur del Monumental
con el remate a lo Caszely de Pérez. A la carrera, casi con la
punta del pie y lejos del arquero Battaglia.
A cierta edad, uno descubre cosas como la muerte y el
valor de las cosas que nos rodean. ¿Qué es la Copa Liberta-
dores de Colo-Colo? Me pasé los primeros veinte años de
mi vida esperando que la ganara y ya se me fueron más de
veinte esperando que volviera a ganarla, pero me acuerdo
de la carta de Barticciotto y de la frase “hoy es el día para
demostrarnos si nos queremos”, porque vivir es ir perdien-
do eso que nunca fue nuestro. Hoy tengo tres hijos y mis
recuerdos de Leonel Herrera, del dolor de la final de 1973
que reconocí como mío y de los campeones de América.
Colo-Colo no se trata de acumular títulos para la historia,
sino de arrebatarle historias al olvido, y hoy es el 5 de junio
del resto de mi vida.

88
Antes del clásico es después del clásico

El comienzo nunca es el comienzo, pero por algo hay


que comenzar. En mi barrio, donde crecí, hay una casa em-
brujada. En ese tiempo, además, yo y mis amigos creíamos
en el Diablo, La Bruja del 71 y la bomba atómica. También
creíamos en la yumbina y en que el mundo se podía acabar
en cualquier momento. De hecho, ese mundo se acabó con
Pinochet, el bisturí del Cóndor Rojas y el Muro de Berlín.
El caso es que no dudábamos de la existencia de los tuetué
y escuchamos con la cinta al revés todas las canciones de
una brasileña que, al parecer, decía “el Diablo es magnífico”
en una de sus canciones. A menudo somos nosotros mis-
mos los que elegimos a los demonios que nos persiguen.
Crecer también es el arte de actualizar nuestros dioses y
demonios, ponerlos al día con las necesidades del mercado
o del predicador de turno.
La casa en cuestión estaba en el número 0494 de la
calle Puerto Montt, que se llama calle Juan Meyer desde
que el cura Juan Meyer se murió. Justo al lado, hacia la
cordillera, vivían mis abuelos. Y, hacia la puesta de sol, un
par de casas más allá, mis tíos, separados de la casa embru-
jada por la familia del Mañungo. El Mañungo tenía una
mujer muy guapa que con el tiempo lo dejó y se fue con
mi tío Choche, aunque eso es otra historia. Entre las cosas
raras que pasaban en el 0494, a la que menos le encuentro
explicación es que durante mucho tiempo se escucharan

89
por radio los partidos de la U. Tuve dos amigos de la U
que vivieron ahí en distintas épocas y esto quiere decir que
jamás tuve más de un amigo de la U al mismo tiempo. Uno
se llamaba Marcelo Perloz y no le gustaba mucho el fútbol,
pero su papá era de la U, lo llevaba al estadio y lo vestía
con esas simplonas camisetas que usaba la U a fines de los
setenta. Debe haber sido en 1981 cuando se fueron con su
chunchez a cuestas al paradero 35 de Santa Rosa. No los he
visto desde entonces.
En su lugar llegaron Don Santos, la señora Delfina y
sus cuatro hijos. El más fanático por el fútbol, y el peor
que he conocido con la pelota en los pies, se llama Manuel
Abarca. Su sueño era jugar como el Pato Reyes. El Manolo
era tan malo que incluso tuvimos que enseñarle a chutear y
cuando nos faltó un dos en la tercera infantil lo mandaron
a jugar de dos. He ahí su sueño impuesto: quería ser como
el 2 de la U. En realidad, cuando llegó al barrio se creía el
Chico Hoffens, pero de 7 ni siquiera tenía futuro como
suplente. Una vez, la primera vez que fuimos a jugar a una
cancha de pasto, intentó hacer una chilena y se fracturó
el codo. Me atrevería a decir que su momento de gloria,
años después, lo tuvo en el Campeonato del Dieciocho de
1986, el primero que se hizo en la población San Gregorio
para las primeras infantiles. Se jugaba por eliminación di-
recta, igual que los adultos en la Semana Santa, y él, como
era empeñoso, empezó de titular. Justo nos tocó el clásico
contra los del Poniente y, aunque siempre les ganábamos,
también nos costaba mucho ganarles, pero ese día el Ma-
nolo se llevó por delante al Ardilla, que era el mejor de
ellos, rodaron los dos varios metros por el suelo y el Ardi-
lla, que se levantó primero, le tiró un combo a la maleta
cuando se estaba poniendo de pie. El árbitro los echó a los
dos. Uno en el barrio no se hace muchas ilusiones, pero

90
mi amigo quería jugar y no respondió. No había sido falta
suya, sino un choque casual. El Manolo salió llorando de
la cancha porque lo expulsaron y tampoco quiso putear al
árbitro para no aumentar el castigo. Ese día ganamos fácil
y a él le tiraron un partido, pero no volvió a jugar. El Zuri,
que hacía el equipo, trajo un 2 bueno para la pelota desde
San Ramón, les hicimos boleta al Sporting, Las Flores y el
Colombia y salimos campeones. No sé si habríamos salido
campeones con el Manolo en la cancha, aunque no mere-
cía lo que le pasó. Es un gran tipo que soñaba con estudiar
arqueología y aprendió a tocar temas de Inti Illimani en
charango. Un par de años después lo hicimos llorar. Fue
en el verano de 1989, ya se imaginan cuándo exactamente.
Ya no jugábamos juntos. Él iba en la tercera de los adul-
tos, que es donde juegan los malos, los que están muy vie-
jos o los que no saben si les gusta tanto el fútbol y están
dándose una oportunidad para que deje de gustarles por
completo. Sus amigos nos fuimos casi todos a la prime-
ra. Entonces se quedó a escuchar por la radio el relato de
Carlos Alberto Bravo desde el Estadio Nacional, donde la
U se jugaba el honor y la permanencia ante Cobresal, y
a mirar un rato la segunda y la primera. Cuando entra-
mos a jugar nuestro partido la U ya tenía olor a muerto
y nos fuimos al descanso justo para escuchar los últimos
minutos en la rasgada voz de Bravo. La crueldad es par-
te de la naturaleza humana y las rivalidades futboleras se
encargan de fomentar todo tipo de ensañamientos. Fue el
día en que se cumplieron nuestros peores deseos como co-
locolinos y al Manolo le dimos en el suelo. La U se había
ido a los potreros y, lejos de tenderle la mano a un amigo
que estaba sufriendo, nos reímos en su cara. El próximo
partido de la U había que ir a verlo al cementerio y esa idea
nos encantaba. Ninguna amistad podía estar por encima

91
de eso: llevábamos demasiado tiempo despreciando a la U
para desperdiciar ese regalo del destino. La U a segunda era
mejor que salir campeón, era la consagración de todos los
alfileres que a lo largo de los años le veníamos clavando a
ese mono azul harapiento y desgraciado. ¿Mi amigo habría
hecho lo mismo si la vida nos hubiera puesto en su lugar?
A pesar de su desventaja numérica, era un perfecto idiota
cuando hablaba de su equipo: Sandrino Castec fue mejor
que La Chancha Caszely, la U era el equipo más popular
y Pinochet nos había regalado casi todos nuestros títulos.
El clásico suele convocar lo peor de nosotros y el nin-
guneo es parte del decorado. Bill Shankly disfrutaba esos
momentos en que debía pasarle la máquina a Everton en
Inglaterra. “Esta ciudad tiene dos grandes equipos: el Li-
verpool y los suplentes del Liverpool”, decía. Colo-Colo
y la U tienen que ver con el sofismo insoportable de estos
duelos, que se vive desde la víspera hasta el fin de los tiem-
pos. Una arrastrada de poncho que a su manera redondea
una mítica idea del entrenador alemán Sepp Herberger.
Nach dem Spiel ist vor dem Spiel: “Después del partido es
antes del partido”. Un clásico solo termina cuando empie-
za el siguiente, aunque los revisionistas hablan de un solo
gran clásico que cada cierto tiempo se encarga de renovar
afrentas infinitas. El llanto dura toda la vida y las alegrías
solo sirven para pasar el rato. El clásico es ellos o nosotros
y los triunfos son más felices, de hecho, si uno los consi-
gue jugando mal, en inferioridad numérica, en el último
minuto y a través de una acción polémica o derechamente
ilícita, ojalá un gol con la mano, en un penal inventado o
en posición de adelanto.
Lo que predomina es la lectura ovofutbolera: se gana
mejor poniendo puro huevo. El fútbol femenino, por cier-
to, tendrá que buscar su propia terminología para hablar

92
sin equívocos de estos temas, incluyendo el lenguaje de los
gestos (por ejemplo: el Pato Yáñez). Además de la teoría
endocrina, también importa el resultado emocional de los
clásicos, porque la sensación de felicidad relativa aumenta
considerablemente con el daño que se le provoca al enemi-
go: “Tu llanto es mi alegría”. ¿Les suena esa frase? Cuando
Colo-Colo quedó eliminado en la Copa Libertadores de
2009, con ese gol de Cleiton Xavier, ese gol infame que se
clavó en el ángulo y en el alma, en la U sacaron unas pole-
ritas con esa leyenda en portugués.
Luego de sufrir a Salah y a Cofré los colocolinos tuvi-
mos revancha con el Pájaro Rubio en la liguilla del 92. Y,
entremedio, al Negro Salgado, que era de Cobresal cuando
les dibujó su estigma en la frente. Curioso lo de Salgado: en
el torneo siguiente, seguramente como un premio por los
servicios prestados al universo de lo colocolino con esos dos
goles a la U, apareció jugando con el indio en el pecho y
se le permitió salir campeón dos veces en el Monumental e
incluso ser uno de los dieciocho jugadores que Mirko Jozic
utilizó en la Copa Libertadores de 1991. Pero mi clásico
regalón es uno de 1982 que reivindica la teoría de que los
grandes acontecimientos habitualmente eligen un partido
de mierda para manifestarse. La memoria a veces nos enga-
ña con el tufillo de las grandes ocasiones: casi nunca pasa
lo que uno espera que pase. Iban a cero, arbitraba Víctor
Ojeda y faltaban cinco minutos para el final. Partido malo,
del tipo príncipe convertido en sapo en la historia de los
clásicos. Hasta que a Alejandro Hisis, el Chino Hisis, se le
ocurrió cabecear una pelota con la mano en el área de la U.
Sí, cabecear con la mano. Con la derecha, a lo Maradona y
antes de Maradona, en un gesto evidente y fulero. La pelota
fue a caer en cámara lenta donde el azul Luis Rodríguez,
un ingenuo donde los haya. Cerca de la línea de gol estaba

93
Rodríguez, cerca del poste. Confiado en la visibilidad de
la infracción de Hisis, Rodríguez aguachó el balón con las
dos manos. Si en vez de volante hubiera sido arquero, uno
diría que la atrapó sin dificultad alguna. Y pensó que Ojeda
tenía que cobrar, pero Ojeda no había cobrado y apenas
Rodríguez atenazó el balón en el área chica hizo sonar el
silbato y apuntó hacia el punto penal. Penal a favor de Co-
lo-Colo: siete minutos de reclamos. Leonel Herrera ejecutó
el tiro desde las once yardas y le ganamos 1-0 a la U con la
decisión arbitral más polémica que se recuerde.
Los equipos grandes pocas veces se comportan como
grandes en relación a sus archirrivales. Al hincha del Inter,
por ejemplo, le gusta ganarle al Milan, pero, por si acaso,
también le gusta que el Milan pierda con Cesena, Ancona,
Lecce y cuanto adversario miserable tenga las patas necesa-
rias para encachárselas con el vecino odioso de la cuadra.
Detrás del placer que provoca la caída del enemigo tam-
bién existe un alivio tosco y mal disimulado: es un gusto
no tener que competir más de la cuenta con aquel que te
la tiene jurada, el que vive pensando en ganarte y, además,
lleva la cuenta de todas tus humillaciones. A veces hay que
mirar desde afuera estas rivalidades, los monos que se pin-
tan dentro de la cancha, las patochadas folclóricas, el odio
parido y el odio fingido que se tienen de uno y otro lado,
ahí donde justamente lo que resalta es una especie de amor
a primera vista. Colocolinos y chunchos vienen flirteando
con estos sentimientos desde mediados de los setenta.
Los estadísticos, ajenos a los vaivenes de la antipatía, di-
cen que el primer clásico se jugó el 7 de agosto de 1938 en
los Campos de Sports: Colo-Colo 6, Universidad de Chile
0. En ese tiempo, Colo-Colo llevaba una década instalado
en el corazón de las mayorías y el único adversario digno de
sus preocupaciones era Magallanes, el equipo de sus prime-

94
ras maldiciones. El clásico era un partido entre lo nuevo y
lo antiguo, el desarrollo y la decadencia, el fútbol moderno
y el fútbol condenado a desaparecer, y estaba resumido, ya
desde 1925, con la frase “que jueguen los viejos”, salida
desde lo más profundo del nuevo Chile que exigía su lu-
gar en la historia. La consolidación de Colo-Colo también
puede ser vista como un relato de continuidad social entre
la “querida chusma” de Arturo Alessandri y el Frente Popu-
lar de Aguirre Cerda. Magallanes, en todo caso, era el ene-
migo por una necesidad espiritual de los colocolinos en lí-
nea con la figura freudiana de matar al padre. La respuesta,
desde la otra trinchera, se resumía primero en el desprecio
y después, cuando Colo-Colo los dejó atrás, la impotencia
desde los tiempos idos. Se ha buscado en la memoria el
fin de Magallanes Colo-Colo como un acontecimiento de
convocatoria simbólica masiva y existe una teoría que pone
el límite en 1960, con el descenso de la Academia a se-
gunda. Hasta entonces se seguía hablando del clásico, pero
si algún rencor permanecía entre los clubes a esa altura se
estaba muriendo con los últimos albicelestes vivos desde la
fundación de Colo-Colo. En la práctica, el odio se acabó
mucho antes, en el 9-1 de Colo-Colo en 1939. Magallanes
había ganado el que sería su último título el año anterior
y la colosal goleada de su hijo consagró el advenimiento
de la nueva era: los años del dominio colocolino en el fút-
bol chileno. El triunfo de Zeus y la derrota de Cronos. En
esta parte los colocolinos podemos preguntarnos si el más
grande necesita realmente alguien a quien odiar. Destronar
a Magallanes estaba escrito en su destino, pero ¿de dónde
salió la U para merecer tantas preocupaciones? Los azules
empezaron a tocarnos la oreja desde la definición del título
de 1959, aunque tuvieron que pasar todos los títulos del
Ballet Azul y algunos años de yapa para que ellos fueran

95
dignos de ser reconocidos como nuestros enemigos. Esto
hay que tenerlo claro y tiene que ver también con las lógi-
cas preliminares del adversario: la U tenía un clásico propio
contra la UC que nunca logró trasladar a las calles la mul-
titudinaria fiesta del Estadio Nacional.
La rivalidad entre Colo-Colo y la U recién encontró
sus falacias institucionales y su verborrea durante los días
de Pinochet. Tal vez coincidió casualmente con el nuevo
penacho que pretendía ostentar el chuncho después de sus
triunfos con el Zorro Álamos y con las comparaciones que
en su momento se quisieron levantar entre el Ballet Azul y
Colo-Colo 73. Todo eso ocurrió, además, cuando la UC
se mandó a cambiar por un par de temporadas a segunda
división para sellar un vacío de espectáculo justo cuando
los ideólogos del régimen planeaban construir sus capitales
simbólicos a partir del fútbol. En 1974 el partido entre
los albos y los azules se instaló como el más convocante
del vecindario, pero la odiosidad real solo empezó a mani-
festarse después del 5-4 del 17 de julio de 1977 en el que
Colo-Colo hizo un resumen perfecto de todos sus partidos
contra la U. Fue muy superior al principio, se descuidó un
rato por mirar en menos al oponente y al final tuvo que tra-
bajar duro para dejar las cosas en su lugar. Es la historia de
la supremacía colocolina en los clásicos. Sobrarse y permitir
que el otro crezca un rato para darle emoción a la vida. Yo
con mis hijos hago algo parecido cuando llego del trabajo:
me pongo frente a un arco imaginario, les paso la pelota y
dejo que me hagan goles a la velocidad récord de medio ki-
lómetro por hora. Ellos se sienten realizados: aún no saben
que tendrán que pegarle mucho más fuerte para ser alguien
en cualquier cosa. Y yo me siento un buen padre.
No es fácil, por cierto, resolver la gran duda política de-
trás del nacimiento del clásico. Si sirvió para llenar espon-

96
táneamente el vacío cultural de la dictadura o si fue usado
precisamente para eso, como un instrumento de control
psicosocial de las masas. Hay que tener en cuenta que en
1977, el mismo año del 5-4, el cabo del Ejército Armando
Valdés fue paseado como un trofeo por todos los medios de
comunicación luego de declarar que fue abducido por un
ovni en la pampa de Lluscuma. En este sentido, el clásico
es hermano de la Teletón y del Festival de la Canción de
Viña del Mar. Curiosamente, de hecho, el duelo comenzó
a ocupar la denominación de partido clásico en una época
en la que Universidad de Chile pasó cinco años sin ser ca-
paz de derrotar a Colo-Colo por el Campeonato Nacional,
entre octubre de 1975 y enero de 1980. El clásico es hijo de
estas contradicciones: surgió cuando la U estaba entrando
en un periodo de vacas flacas que duraría veinticinco años y
con suerte le llegaba a los tobillos al enemigo al que quería
igualar en méritos y sentimientos. El odio del clásico no
tiene que ver con los partidos, sino quizás con el ocio y
la psicología de los contendores. El porcentaje de triunfos
colocolinos descendió desde 1975, pero también el de la U,
y las cifras se mantienen en la cercanía del doblaje, tanto en
victorias como en popularidad.
Según Javier Marías en Salvajes y sentimentales, los equi-
pos de fútbol con más historia tienen un carácter que los
identifica. Real Madrid, por ejemplo, sería heroico y alta-
nero; y Barcelona, artístico y frágil. Bayern Munich: arro-
gante y despectivo. Juventus: fina y aristocrática. Se supone
que desde ahí se proyecta “el estilo y el ánimo con que se
aspira a triunfar” y, por lo demás, hacen falta muchos años
de torpedeo sistemático a la psicología de ese club para pro-
vocar un cambio en el carácter de cada uno, advierte Ma-
rías, a quien seguramente le habría encantado meter en su
clasificación a Colo-Colo y Universidad de Chile.

97
Colo-Colo es orgulloso, sobrado y picado a choro
incluso cuando hay poca carne que tirar a la parrilla. Es
Francisco Huaiquipán diciendo “¿querís ser figura?”, Ar-
turo Sanhueza enrostrándoles a los azules que con él en la
cancha el clásico se les convertía en una misión imposible o
el pisotón de Iván Zamorano al árbitro Carlos Chandía en
la final perdida de Calama. Colo-Colo es la frase “traigan
vino que copas sobran” y el partido que mejor representa
sus cambios hormonales fue aquel clásico infame, estúpi-
do y paranoico de 1992 en el que terminamos con siete
jugadores en el campo. Expulsaron a Javier Margas por
un patadón a Gino Cofré, pero también a Jaime Pizarro,
Marcelo Barticciotto y Lizardo Garrido, modelos de sangre
fría y juego limpio que reaccionaron desde el fondo de su
colocolina naturaleza. El no saber perder es la otra cara del
té más dulce y la marraqueta crujiente. La U tiene otras
fibras: es sufrida, peleadora y resentida, ya que siempre
está discutiendo la grandeza del vecino, sobre todo cuando
Johnny Herrera, el ídolo máximo de las pasadas de cuenta,
dice que es “más anticolocolino que de la U”. ¿En qué mo-
mento la idea romántica del Ballet Azul, tan avasalladora
en su personalidad futbolística, se transformó en una lucha
por superar en popularidad y títulos a Colo-Colo, una bús-
queda casi inexplicable por diferenciarse de todo lo que re-
presenta Colo-Colo y que al final del día solo los hace más
parecidos a Colo-Colo? Cuando se odia demasiado uno se
convierte en lo que odia. Eso reafirma mi teoría de que
en Chile los hinchas también se pueden clasificar desde su
relación con el que está arriba: existen los colocolinos, los
anticolocolinos y otras formas minoritarias de no ser colo-
colino agrupadas básicamente en la categoría “no me gusta
el fútbol”. Todos juntos evocan los defectos más notorios
de nuestra chilenidad. Yo a esta altura solo puedo confesar

98
que vi dos partidos de la U debajo del tablero marcador en
el Estadio Nacional junto a una chica que me gustaba y era,
por supuesto, de la U. En el primer partido ellos salieron
campeones, creo que en un duelo contra Santiago Morning
(uno no puede estar atento a todos los detalles cuando hay
otras cosas en juego), y el segundo fue el clásico en que los
azules dieron la vuelta olímpica antes de jugar y la Garra
Blanca los empapeló a chuchadas en el sector norte. Los
tres goles del alicaído Colo-Colo de ese año me hicieron
sonreír burlonamente en el sector sur. Me acuerdo, sobre
todo, del festejo de Sebastián González frente a la barra de
la U tras uno de los goles. Muchos ahí lo querían desollar.
Yo no. Y no sé si Chamagol me debe algo por eso o yo le
debo algo a él.

99
Memento mori

En el fútbol hay jugadas que tienen un valor que va


más allá de lo mercantil. Por ejemplo: la parada de pecho
del Polaco Dabrowski en Tokio. Se han visto jugadores que
tienen una tabla en esa zona, pero lo que le ocurrió al 9
de Colo-Colo en la Intercontinental está más allá de todas
las bromas. El balón salió disparado de su pecho como si
fuera un alien y yo me quedé pensando un rato que en ese
partido contra Estrella Roja hubiera sido mejor alinear a
Sigourney Weaver en el puesto del Pato Yáñez. Hay que
reconocerlo: era una batalla para otros soldados. La única
posibilidad de vencer a los yugoslavos era jugar con ellos al
domingo siguiente de la final contra Olimpia, ese día en
que Colo-Colo le ganó caminando a la Católica.
El gol es un acto de intercambio y, de hecho, en el rela-
to es sinónimo de cobrar, pasar por caja y timbrar la boleta.
En el otro extremo, las patadas también se pueden transar
en la bolsa cuando se utilizan para cortar a un delantero
rival que viene con pelota dominada, pero aquello que no
tiene un fin aparente, razonable o artificioso, lo que se hace
sin saber por qué ni cómo viene la mano, consagra una
convocatoria distinta. Es decir: las pifias de Carucha Fer-
nández con el arco encima en su debut contra la U. El fallo
también posee un sentido patrimonial cuando lo que está
en juego no es solo el resultado, sino también cómo te las
arreglas en el camino. Carucha era malo pero empeñoso y

100
su ruina procedía, justamente, de su insistencia en resol-
ver él mismo su descalabro inicial. Como una mula que se
hunde en un pantano. El hincha no rechaza porque sí al
que no le pega ni al quinto bote, sino que reprueba al que
es torpe y mediocre a la vez, al peón que deja de trabajar la
tierra, mientras reserva un lugar especial en su corazón para
aquel que falla con entusiasmo y amor propio.
Estoy hablando de un tipo de jugada que no se incluye
en los diarios ni en los libros, y se practica desde un abismo,
desde la oscuridad o derechamente desde el olvido. Es la
jugada de sombras: un ejercicio de precariedad futbolística,
de segundez material y dignidad interior que se intenta,
como tantas cosas, porque no hay más remedio que hacer-
la, pero se hace con cariño. Es la búsqueda del bien ante
todo. El bien del equipo o, posiblemente, el Bien a secas,
aunque a veces eso tenga que doler. Eso es Mario Galindo
cuando quiso salir jugando en la final contra Independien-
te. Dudamos de la utilidad de estas jugadas hasta que las re-
cordamos, años después, más viejos y, quizás, más jugados.
Galindo era un jugador de medias abajo, muslos blan-
cos que parecían trutros de pollo y canillas lampiñas. Por
algún tiempo creí que era lento, pero, todo lo contrario,
cuando se ponía a correr se echaba a la espalda a cualquiera:
lo que él hacía, en realidad, era demorar un poco el pase,
eludir a dos o tres rivales antes de tocar la pelota, le ponía
de su cosecha a la jugada, esa necesidad de huir de lo trivial
que caracteriza a los más audaces del género. Galindo siem-
pre quería salir jugando desde atrás y la pelota se le pegaba
al pie como un ovillo de lana entre las zarpas de un gato
chico. Cuando reemplazó en Colo-Colo a Aldo Valentini
los que jugaban en su puesto en Chile solo llegaban hasta la
mitad de la cancha y él, el primer lateral moderno, pasaba
una y otra vez al ataque como lateral con llegada o como

101
segundo puntero y se turnaba con Caszely para hacer daño
por la derecha. En De David a Chamaco, Salviat y Marín se
preguntaban qué clase de jugador era y hasta dónde podía
llegar: “La inspiración no puede tener el freno de esa línea
lateral, aunque Galindo sepa superarlo con sus incursiones
a lo ancho y a lo largo de la cancha. El fútbol jugado por el
defensa del costado derecho de Colo-Colo parece algo muy
fácil y con mucho de coreográfico”.
Lo claro es que Galindo quiso salir jugando y eso no
tiene nada de malo, aunque fuera la final de la Copa Li-
bertadores de América, en el primer minuto del segundo
tiempo suplementario, en este caso el fatídico minuto 106.
Colo-Colo estaba jugando a mantener el empate, no por-
que le naciera sino porque le habían expulsado a Leonel
Herrera. Son situaciones de las que está hecha la vida. Una
de cal y otra de arena. Galindo quiso salir jugando y des-
pués dijo, eso sí, que no intentó hacerle un túnel al jugador
de Independiente que tenía encima. Las explicaciones so-
bran. El Gringo Nef le había sacado un tiro a quemarropa
al Zurdo López y para el rebote se juntaron seis jugadores
de Colo-Colo y seis de Independiente, además del Gringo,
quien se levantó del suelo medio atarantado y salió a buscar
la pelota a poto pelado. Luego Bochini se pifió de izquierda
y la parte más limpia de la jugada le quedó a Galindo. El
Pavo Galindo. ¿Por qué le decían Pavo? Misterio. Galindo
quiso salir jugando con un toque suave, la punteó con su
pie derecho y el argentino que estaba más cerca lo alcanzó
a bloquear. Entonces le quedó a Comisso, que tiró apurado
y Nef volvió a cubrir. Había una tole-tole: el típico festival
de rebotes dentro del área en el que nadie sabe para quién
trabaja. Chamaco Valdés, que llegó a ayudar, iba a reven-
tar pero se la pincharon en el último suspiro y la pelota le
quedó mansita a Giachello, que la empujó sin despeinarse

102
hacia la red. Y eso que Giachello tenía una respetable me-
lena. La pena, la frustración y la derrota también son un
vínculo con el pasado; no así el tirar y abrazarse de la fiesta
permanente. Galindo quiso salir jugando y eso no tiene
nada de malo.
Hay un diálogo en Belleza americana que describe lo
que siento cada vez que veo la secuencia completa de esa
jugada que termina en los rostros de Galindo, Nef y Cha-
maco en el Centenario. Es cuando Jane, la hija de Lester
Burnham, habla con su novio sobre los extraños videos que
este decide grabar.

Jane: ¿Eso es un funeral?


Ricky: Sí. ¿Has conocido a alguien que haya muerto?
Jane: No, ¿y tú?
Ricky: No. Pero sí vi a una vagabunda que murió
congelada. La vi tumbada en la acera. Parecía muy
triste. Tengo a la vagabunda grabada en el video.
Jane: ¿Por qué grabaste eso?
Ricky: Porque era asombroso.
Jane: ¿Qué tenía de asombroso?
Ricky: Cuando ves algo así es como si Dios te mirase
a los ojos por un instante. Y, si estás atento, puedes
devolverle la mirada.
Jane: ¿Y qué ves?
Ricky: Belleza.

El Chano Garrido hizo lo mismo en La Bombonera:


intentó salir jugando como Galindo. Igual que Prat y Con-
dell el 21 de mayo de 1879. El éxito solo les hace creer a
los hinchas que están llegando a alguna parte, pero en la
imaginería de un equipo de fútbol usamos todos estos frag-
mentos de la memoria para construir el mismo pedestal, en

103
el que lo aparentemente inútil y lo que duele también for-
man parte de ese ideal que, en la derrota, se suele ignorar: el
amor propio. Antes de caer en el pecado de la solemnidad,
eso sí, hay que situar cada jugada del fútbol en su contexto:
los jugadores las practican espontáneamente, de la misma
manera en que uno puede meterse los dedos en la nariz
ante un semáforo en rojo. Si uno supiera que en cada paso
se juega el nombre, al final del camino seguramente tendría
menos momentos que recordar. Por esa línea en la historia
de Colo-Colo no existirían Galindo ni Garrido, quienes a
su modo cumplieron con la antigua máxima de su estirpe
redondeada lingüísticamente hace unos años por el español
Juanma Lillo cuando entrenaba a Tenerife: “No arriesgar es
lo más arriesgado, así que, para evitar riesgos, arriesgaré”.
Galindo quiso salir jugando en el Centenario cuando
tenía veintiún años; Garrido, en cambio, treinta y tres.
Uno quizás era demasiado joven para echarse la historia a la
espalda y el otro, tal vez, demasiado viejo. A uno le sobraba
lo que al otro le faltaba: piernas rápidas versus experiencia.
Así son las cosas. Nunca hay un buen momento para ir al
baño o para salir jugando desde atrás con un delantero rival
que te quiere pasar el rastrillo, cuando no queda más reme-
dio que jugar las cartas o botar la pelota hacia la tribuna.
Reventar el balón, hacia cualquier parte o, peor aún,
hacia ese lugar que en nuestra cultura está designado por un
garabato, más allá de la punta del cerro o de donde el Dia-
blo perdió el poncho, no necesariamente es un acto grosero
o una demostración de incapacidad, sino, casi siempre, es
economía de recursos, declaración de sensatez y renuncia-
miento. El que la tira afuera acepta poner la cara ante las
definiciones del periodismo y las risas desde el otro lado
del alambrado en una situación que resume lo individual
y lo gregario en el espíritu de la supervivencia humana. Al

104
reventarla te salvas a ti mismo y a la manada. En lo íntimo,
cuando uno tiene que mirarse al espejo, el zaguero que tira
la pelota afuera elige el egocidio frente al suicidio. Eso no
lo aplaude nadie y está muy bien que sea así. El aplauso
solo contribuiría a dañar la estructura ética implicada en el
hecho de reventar la pelota hacia la tribuna.
A lo que voy: en la cancha se ven los gallos y lo más
sencillo, en el fútbol y en la calle, es ser uno mismo hasta
las últimas consecuencias. No puedo andar toda la vida ha-
ciéndome el lindo, hacer un doctorado en la escuela de ca-
lientasopas y después, cuando llega la hora, sacarle el poto
a la jeringa. Esto lo cantó Serrat: “Uno solo es lo que es y
anda siempre con lo puesto. Nunca es triste la verdad, lo
que no tiene es remedio”.
El Chano intentó salir jugando, eso lo sabemos todos.
En La Bombonera, decían antes del partido los argentinó-
filos de turno, se te movía el piso cuando jugaba Boca, pero
el Chano también dijo lo suyo en una entrevista de Miguel
Merello: “Aquí no se ha muerto nadie”.
El espectáculo de Garrido en la cancha, aparentemente
torpe debido a sus huesos largos, lo daba esa gracia casi me-
cánica de sus movimientos. Entre un perro con distemper
y Luis Dimas bailando twist, pero lo hacía con estilo. En el
fútbol suele asociarse la estética del tronco a los jugadores
más altos, pero esta no es privativa de la estatura. Solo que
para ver a una jirafa haciendo el Thriller de Michael Jack-
son hace falta mucho entrenamiento y convicción. Eso es
lo que tenía el Chano, más allá de toda duda futbolística.
Tenía fe en sí mismo, era liviano y sus tobillos flexibles
le permitían tomar decisiones rápidas con la pelota domi-
nada. Mirko Jozic, además, le simplificó sus tareas como
último hombre cuando puso a su lado a Miguel Ramírez y
Javier Margas, dos stoppers jóvenes que no dejaban pasar a

105
nadie o lo dejaban pasar en trocitos si alguien se animaba
a desafiarlos. Con esas facilidades, Garrido podía dedicarse
a lo que mejor le salía y con el tiempo empezó a dejar un
rastro de elegancia en sus desplazamientos. En 1991 prac-
ticó la especialidad de la casa sin limitaciones de tiempo ni
espacio. Mirko contaba con él para asegurar la posesión del
balón en la mitad colocolina del campo de juego.
El Chano, que había jugado de lateral, de volante cen-
tral e incluso de 8, estaba listo para ser el gran líbero de
Jozic. Era más lento que la computadora de Pedro Picapie-
dra, pero resolvía con rapidez las dificultades del puesto.
Primero con buena ubicación para leer las jugadas y barrer
los restos que dejaban Cheíto y Margas en su camino. Y
segundo con su capacidad para salir jugando, fundamental
para un equipo que pretendía hacerle daño al rival en cada
posesión de pelota.
Garrido comprendía muy bien la lógica de los rivales
que tenía en frente. Los más hábiles del equipo contrario
son los menos aptos para perseguir a un defensor rival que
se arranca con los tarros. Ya sea porque no tienen la ca-
pacidad o porque no les nace, los delanteros a lo más van
a perseguir un par de metros a un zaguero arriesgado. Si
corren detrás de alguien probablemente se debe a que quie-
ren hacerle creer al entrenador que también están metidos
en el partido, pero lo dejan casi de inmediato. El último
hombre de Colo-Colo 91 tenía clara la película y hasta el
partido contra Nacional en Santiago jugó de acuerdo a di-
chas coordenadas, asegurando el pase cuando era prudente
o eludiendo uno o dos adversarios para ir en busca de la
pared y seguir avanzando. En más de una ocasión tomó las
banderas y se fue al ataque. Como a él solo le asignaban
una marca personal en los córners a favor de Colo-Colo,
de esa manera podía generar superioridad numérica por los
sectores del campo que transitaba.

106
En el partido contra Boca Juniors, en La Bombonera,
Garrido esperó hasta el segundo tiempo para cumplir el
sueño del pibe que juega de central. La pelota le llegó por
arriba y él la bajó con el pecho. Dice la leyenda que usaba
un cojín debajo de la camiseta para tales efectos porque lo
suyo era matar realmente la bola para que esta cayera casi
sin dar bote al suelo junto a su pie derecho. El Chano tenía
cerca a Gabriel Batistuta, a unos cuatro o cinco metros, y a
Diego Latorre, un poco más allá pero a una distancia razo-
nable para hacerle la mexicana. Tuvo medio segundo para
meditar la posibilidad de reventarla. Medio segundo en el
fútbol es tiempo más que suficiente para tomar las mejores
decisiones y Garrido alcanzó a entender que botar el balón
en condiciones desesperadas solo puede alimentar el ego y
la insistencia de un adversario necesitado. Tirarla fuera era
invitar a Boca a llegar hasta la cocina y ahí, entre las ollas
y los sartenes, el Chano ya no era un jugador tan eficiente
porque cabeceaba poco y no tenía cintura.
Batigol era el auténtico problema. Gambetita Latorre,
por el contrario, era un vago al que le habían dicho que iba a
convertirse en el decimoquinto nuevo Maradona del fútbol
argentino. Si se animó a ir sobre Garrido fue porque siguió a
Batistuta, por si él la pinchaba y le metía un pase en bandeja
hacia el arco. La pelota, ya está dicho, cayó mansita junto al
pie derecho del Chano Garrido, luego hizo una palanca con
el pie izquierdo y pasó entre Batistuta y Latorre como si fue-
ran dos palitroques. La Bombonera, tras un par de segundos
en silencio, aplaudió tibiamente al colocolino por su arrojo.
Nadie le estaba cubriendo la espalda cuando salió jugando
con la cabeza en alto y la bola pegada al pie con algún tipo
de velcro invisible. La fragilidad y la grandeza de Colo-Colo
están resumidas, en partes iguales, por el misterio del Cha-
no Garrido cuando se jugó el pellejo en La Bombonera.

107
Venden los dioses lo que dan

Las cosas que te dan risa —escribe Daniel Villalobos


en El sur— son un legado invisible, pero definitivo. Uno
puede escapar de todo, menos de eso. La gracia del libro
de Villalobos, por cierto, es que se ríe de sí mismo y de los
que están cerca y de lo que les pasa a todos juntos y por se-
parado. Yo, como colocolino, me puedo reír, incluso tengo
derecho a reírme, de la única vez que aposté por Colo-Colo
contra un amigo al que le decían El Bulla. Lo de siempre:
mi equipo frente a tu equipo y el que pierde le paga al otro,
en este caso, una camiseta. Pude haber visto venir el bo-
chorno cuando la Unión Española del Tobi Vega nos bailó
de ida y vuelta un mes antes en la final de la Copa Chile de
1992, pero ese año yo había decidido poner todos los hue-
vos en el Colo-Colo de Mirko Jozic y quería creer que con
Claudio Borghi terminaríamos jugando un partido contra
el campeón de Júpiter para definir al mejor equipo de la
cuadra. A la U, además, la habíamos humillado recién, jus-
tamente por la Copa Chile, cuando le ganamos 2-0: ese día
en que expulsaron al Pájaro Rubio y al Coca Mendoza y el
Rambo Ramírez le atajó dos veces el mismo penal a Ma-
riano Puyol, a quien los azules le decían Capitán o incluso
Mariano. En esa campaña fui a casi todos los partidos en el
Monumental.
En un lado estaban los campeones de América más el
Bichi Borghi, el Ruso Adomaitis y el Tunga González. En

108
el otro, puros muertos: Cofré, Galindo, Rata Rodríguez,
Ariel Ceferino Beltramo y otros adefesios futbolísticos. Sin
embargo, nos vieron las canillas: con dos goles de Eduardo
Gino Cofré y un penal en el que Borghi intentó hacer la ra-
bona después de que Superman Vargas se lo atajara en pri-
mera instancia. Sí, la rabona. Yo había hecho una apuesta
que me iba a costar un mundo pagar, obviamente porque
estaba seguro de ganarla, o mejor dicho estaba ciego, y al
Bichi se le ocurrió hacer la rabona cuando había que hacer
el gol del empate. Tardé meses en pagar la maldita camiseta
y, en venganza, lo hice con la alternativa de la U: la Avia de
color blanco. Recién pude volver a reírme de todo eso en
la liguilla de aquel campeonato, cuando el Pájaro recibió
un centro del Chano Garrido y la mandó adentro en el
minuto 88: la nueva U se estaba clasificando para la Copa
Libertadores con el empate y por ese gol tuvieron que jugar
una definición en la que Católica les hizo la boleta. Ahora
me río de mí por haberme reído entonces de mis enemigos:
tan poco cosa que somos a veces.
Uno tiene que aprender a convivir con ciertas cosas. Yo
en ese tiempo aún creía en Dios como si fuera un seguro
de vida para ir a cobrarlo después de la muerte y en mi
peor momento le regalé a una amiga que me gustaba un li-
bro muy malo acerca de un hombre sospechosamente muy
bueno. Ella nunca me dijo qué le había parecido la novelita.
Incluso he llegado a ilusionarme con la posibilidad de que
no la leyera, pero en vista de los resultados eso ya no tiene
importancia. Si no la leyó, nunca me tomó en serio. Y si
la leyó, desde entonces pasé de inmediato al equipo de los
pelmazos. ¿Qué diablos pretendía yo tratando de hacerme
el lindo y el bueno al mismo tiempo? Lección: regalando
libros estúpidos no vas a encontrar a la mujer de tu vida.
El 92 yo definitivamente andaba volando a baja altura y la

109
culpa tal vez la tenía Colo-Colo. Ese año comí camarones
por primera vez en mi puta vida y no supe qué diablos decir
cuando la chica que me acompañaba me preguntó qué dia-
blos había hecho con la maldita cáscara de la maldita cola
de los malditos camarones. También fui por primera vez
a un hotel cinco estrellas y me llevé el jabón, el champú y
tres botellitas de whisky del frigobar, pero después, enfren-
tado a la cobranza de las malditas botellas, preferí pagarlas
antes que decir que no tenía idea del puto sistema. Ahora
le tengo un poco de compasión al papanatas que fui en el
primer año después de la Copa Libertadores. Si hasta fui a
la Noche Alba y creí que John Ahumada y Pedro Arancibia
eran parte del plan secreto de Jozic para ganarlo todo y que
el uruguayo Rebollo sería el nuevo Montero Castillo en los
pastos de Macul. ¿Y el goleador Carlos Gustavo de Luca?
A su lado el Polaco Dabrowski se parecía a Johan Cruyff
haciendo fintas con pelota dominada.
Los noventa fueron difíciles para los colocolinos en lo
emocional y le sacamos brillo al proverbio chino que dice
“ten cuidado con lo que deseas porque se te puede cum-
plir”. Después del 91 nos embromamos un buen rato con
el cuento de la grandeza, creímos durante cuatro o cin-
co veranos que llegaría Enzo Francescoli y alcanzamos a
ilusionarnos cinco minutos por temporada con ídolos de
la talla de Gustavo Badell, el Tanque Hurtado, Toninho,
Paulao, Javier Alonso y Nicolás Lauría Calvo, entre otros.
Al menos Toninho tenía cuento: tiraba los penales con un
toque suave siempre al lado contrario del que elegía el ar-
quero para lanzarse y, según la leyenda, les regalaba biblias
a sus rivales después de los partidos. Toninho era El Bíblico
y con ese apodo uno se podía dar por pagado.
Los clubes grandes también son eso: una gran cloaca
a la que pueden ir a parar los peores futbolistas de todos

110
los tiempos gracias a un video, un representante ventajero,
una coima o un dirigente con una hija fea. Una vez escribí
con rabia sobre todo esto en el diario y al día siguiente tuve
que pedir disculpas porque se me anduvo pasando la mano.
Me acordé de las guitarras Tizona, el Mago Oli ahogándose
dentro de un tambor y del sueño por un día en el Festival
de la Una de Enrique Maluenda. Puse que Colo-Colo por
fin había cumplido el sueño de David Arellano: abrir las
puertas y las piernas del club a toda la sociedad, incluso
a los jugadores malos para la pelota. Mala cosa aquello de
escribir con el mojón atravesado, si cuesta menos acomo-
darlo que pedir perdón al otro día. Además, Brian Clough,
el genial entrenador que hizo dos veces campeón de Europa
a Nottingham Forest, tenía razón: “El fútbol atrae a un
porcentaje de don nadies que quieren ser alguien en un
club”. ¿Quién diablos se cree uno para saltar de su asiento
y hacer un me pongo de pie por los paquetes que llegan al
club en busca de un sueño? La historia de los paquetes que
han pasado por Colo-Colo es como la de aquel feo que
se casa con la niña más linda del barrio y el matrimonio
le dura dos meses o dos años. Algunos contarán en las es-
quinas que fracasó; otros le dirán ídolo, irán a tocarlo y le
preguntarán cómo se hace. Por ejemplo: Adrián Fernández,
alias Carucha.
Carucha era malo con premeditación y alevosía. Po-
dríamos decir que entró en la categoría del jugador malito,
según la definición del Diccionario ilustrado del fútbol, de
Pancho Mouat y Patricio Hidalgo: “Jugador discreto, del
montón, que difícilmente hace historia, y que cuando mete
un gol celebra de manera destemplada, porque sabe que esa
puede ser la última vez que su nombre queda impreso en
la memoria del hincha y en el periódico del día siguiente”.
Fernández se pifió dos veces debajo del arco en su debut,

111
nada menos que en un clásico contra la U que por suer-
te ganamos con un cabezazo de un joven llamado Miguel
Riffo. Pretencioso, Carucha incluso ensayó una palomita a
treinta centímetros del suelo casi en la línea de gol azul que,
por supuesto, terminó con la pelota enredada entre su estó-
mago y el pasto. Eso fue el domingo y el lunes salió jugan-
do con declaraciones propias de un crack. “La titularidad
no existe, hay que ganársela desde el lunes. Si uno juega el
domingo, da igual: el lunes eres el último”. El revuelo pro-
vocado por sus actuaciones alcanzó a opacar los primeros
goles de otro jugador de apellido Fernández en Colo-Colo.
Ese tal Matías que hizo dos contra Cobresal y uno ante
Audax en las fechas siguientes, pero la hinchada, en ambos
duelos, le dedicó cánticos de cariño y desagravio a Adrián,
especialmente en el encuentro frente a los itálicos, disputa-
do un jueves sin control de humos en Santa Laura. Audax
iba ganando y Colo-Colo no estaba jugando bien cuando
Carucha, ya en el segundo tiempo, entró por la izquierda y
entró en la historia de las epopeyas rocambolescas en Colo-
Colo con una jugada que se conoce como el caruchazo. Fue
a pelear un balón que se creía perdido junto al banderín del
córner, lo rescató sin saber cómo y pasó entre dos marcado-
res como Maradona en la semifinal de 1986 contra Bélgica,
pero con suerte había ganado un par de metros y desde
donde estaba, cargado a la izquierda, apenas se veía el arco.
Carucha Fernández, sin pensarlo demasiado, le pegó hacia
el medio y luego dijo que antes, de reojo, vio que al arquero
de Audax se le había perdido la puerta. La pelota voló hacia
el medio, por encima del arquero Lobos, y nadie llegó al
centro que no era un centro porque en el último segundo
se clavó en un ángulo. Era el gol del empate y Fernández
lloró. Después el otro Fernández anotó el gol del triunfo y
Carucha salió de la cancha con los brazos en alto. Ramón,

112
su padre, había viajado en bus desde Argentina a verlo para
el debut, prometió quedarse hasta que hiciera su primer gol
en Chile y en la mañana siguiente ya se encontraba viajan-
do a su tierra natal con la satisfacción de la tarea cumplida.
El problema fue que, antes de que se terminara el partido
contra Audax, Carucha le lanzó un escupitajo a un zaguero
rival y luego, en el tribunal de penas, le salió un castigo de
cinco fechas. Nunca más volvió a brillar en Colo-Colo.
Después de todo eso llegó la concesión de Blanco y Ne-
gro y nos borró la sonrisa del rostro. En adelante, la pre-
sencia de todo jugador malo para la pelota en Colo-Colo
sería sinónimo de comisiones, codicia y desprecio por las
necesidades espirituales del hincha. La promoción de los
jugadores formados en el club, que funcionó tan bien en
los años de la quiebra, se acabó apenas la sociedad anónima
logró vender a todos esos jóvenes en cuarenta millones de
dólares. En esos días no se hablaba de otra cosa en el fútbol
chileno que de la nueva forma de administrar, sin tener en
cuenta que Blanco y Negro solo había administrado capi-
tales que le fueron entregados a precio de huevo. En fin,
tiempo al tiempo. En la campaña de Claudio Borghi al
mando del equipo Colo-Colo se veía listo para dar el gran
salto institucional, pero administrativamente solo estaba
imitando a Michael Jackson en su famoso moonwalk o paso
hacia atrás: una ilusión óptica que nos hizo creer que avan-
zaba hacia algún lado. Sí, claro: al inventor de la lobotomía
le dieron el Premio Nobel de Medicina en 1949.
Cuando hubo que armar un equipo sin Matías Fernán-
dez, Claudio Bravo, Jorge Valdivia y Arturo Vidal, desem-
barcaron por camionadas en Colo-Colo jugadores como
Caliche Salazar, el Tigrillo Castillo, el Mágico González,
Nelson Cabrera, Osmar Molinas y Horacio Cardozo. Con
estos héroes en el campo de juego el Colo-Colo de Blanco

113
y Negro parecía hijo de padres separados: un fin de sema-
na lo paseaba uno y al siguiente lo paseaba otro. El club
tocó fondo cuando entró en algunos partidos Gino Clara,
a quien los hinchas bautizaron con un apodo ominoso: El
Triatleta. Un jugador que corre, hace bicicletas y nada. El
nada, obviamente, desde la nulidad más absoluta.
El humor es una forma de resolver las contradicciones
que se le plantean a uno como hincha, supuesto incon-
dicional de sus colores. Solo así podríamos aceptar cam-
peones de la talla de Jajaravilla y Callámpora, que pasaron
por Colo-Colo un día, muy a nuestro pesar o quizás para
terminar de sacarnos una carcajada en medio de la tragedia
de un club que no nació para tener dueños. El humor es
una forma de enterrarlos en el lenguaje para ir a visitarlos
el primer domingo de cada mes, o en el día de difuntos
del lenguaje o incluso en el día de la risa, que puede ser
cualquier día. Nuestra esperanza: que aquel que ría último
ría mejor.

114
El árbitro es cancha

En mis primeros años de fútbol los árbitros siempre ves-


tían de negro y por esa extraña razón me gustaba ver los
partidos de Escocia. El azul oscuro de su camiseta obligaba
a los árbitros a usar un color alternativo. De hecho, me pasé
toda la infancia creyendo que los escoceses jugaban de ne-
gro gracias al Antú de doce pulgadas que compró mi viejo
para el Mundial de Alemania y que fue reemplazado para el
Mundial de España por un IRT que también transmitía en
blanco y negro pero con menos hormigas y sin tanto hueveo
para sintonizar los canales, aunque a mí eso me importó un
carajo porque a un día de mi cumpleaños número once, a
fines de mayo de 1982, mi viejo me hizo elegir entre la bi-
cicleta que me venía prometiendo desde hace años y la tele
nueva para ver a Chile en el Mundial. No alcanza para las
dos cosas, me dijo. Lo peor de todo es que el debut de Chile
contra Austria, y el penal del Chino Caszely con la 13 en la
espalda, lo vi en el colegio porque se jugó a las once de la
mañana y la señorita Fresia dejó que un compañero llamado
Manuel llevara la tele que le regaló su papá porque en su
casa recién habían comprado una a colores. Después la Roja
de Santibáñez se fue a las pailas y lo único que me quedó
de todo eso fue que me dejaron ver los programas que yo
quería hasta que se me acabaron las ganas de estar pegado
todo el día a la tele cuando se terminaron Los Bochincheros
del Tío Memo y la Tía Pucherito en 1983.

115
Cosas de niños: mi segunda selección favorita en los
mundiales, después de Brasil, siempre fue Escocia porque
yo creía que jugaba de negro y quedé viendo estrellitas con
el famoso golazo de puntete que le metió David Narey al
Scratch en el estadio del Betis. También, por supuesto, con
el tiro libre al ángulo de Zico, el cabezazo de Óscar, el som-
brerito de Eder y el derechazo cruzado de Falcao que le sacó
pintura al palo contrario.
El arbitraje en el fútbol tiene un valor funeral, en parte
como una costumbre asociativa por el no color de los tiem-
pos antiguos, pero, y fundamentalmente, también se debe
a la importancia desmedida que suele dar el hincha a sus
decisiones. En rigor, un penal no cobrado o mal cobrado
influye tanto en el resultado de un partido como un tiro
que pega en el travesaño, un rebote que se va dentro del
arco por casualidad o un centro innecesario y brutal como
el de David Ginola en esa jugada que concluyó dentro de
su propio arco y con los franceses eliminados del Mundial
de Estados Unidos por un zapatazo de Kostadinov. En vez
de hacer tiempo, Ginola tiró un centro pasado que dio pie
al fortuito y letal contragolpe de Bulgaria en el último mi-
nuto de juego. Hasta el equipo más torpe puede tener una
ocasión para hacer un gol de chiripa y ganarle así a un rival
superior que se pasa toda la tarde agarrando a pelotazos a
su arquero. El fútbol es dinámica de lo impensado: esto
lo dijo Panzeri en 1967 y millones de idiotas futbolizados
con delirios intelectualoides lo hemos repetido como loros
desde entonces, obviamente porque es cierto, si todo lo que
nos rodea, lo que vemos y lo que no, debería ser dinámica
de lo impensado, salvo que llamemos con la tabla Ouija a
Heidegger y Wittgenstein y les preguntemos a bocajarro
qué diablos es lo impensado. Probablemente algo que no
existe o que solo existe hasta el momento en que nos pone-

116
mos a pensar en su eventual existencia. Impensado en este
caso se usa como sinónimo de inesperado, algo que sucede
sin pensar en ello, pero también aplica aquí el hecho de
que, al menos en el fútbol, uno siempre está esperando que
ocurra lo inesperado y de alguna manera piensa también de
manera genérica en lo impensado. He ahí el enigma factual
de Panzeri y el único consuelo que nos debería salvar como
hinchas es que hay equipos buenos que juegan bien o que
juegan mal y equipos malos que juegan mal o que juegan
bien. Esas son las combinaciones posibles de nuestra ba-
lompédica búsqueda de certezas espirituales y el resto tiene
que ver con la justicia siempre ridícula de los resultados y la
justicia siempre ridícula y oscura de los árbitros, a quienes
el hincha bético Antonio Pérez Luque definió como “los
payasos de lo fúnebre” en su libro Marchito azar verdiblan-
co: los misteriosos ex hombres de negro hacen el papel más
tonto del juego porque todo el mundo quiere saltarse las
reglas llegado el momento de los quiubos, pese a que todo
el mundo lo sabe y tiene que hacer como si le importara un
poco más que un bledo.
En Chile los colocolinos se acuerdan de la Copa Liber-
tadores cuando hablan de arbitrajes. El resto de los equipos
chilenos, en la misma condición, se acuerda de Colo-Colo.
Silogismo de camarín y resentimiento orgiástico: el mejor
de los nuestros es el mejor con la ayuda de los árbitros,
pero se inclina ante otros más mejores —Dios te salve, Leo-
nel— que a su vez son ayudados por otros árbitros. Nadie
gana por sus propios medios en el fútbol y eso arrastra la
parte más cochina de toda esa palabrería ramplona y nin-
guneante: nadie está dispuesto a reconocer que pierde por
sus propios medios, ya sea que los partidos se arreglen en
Quilín, La Moneda o en las oficinas de la Confederación
Sudamericana de Fútbol.

117
El Gringo Nef con pelota y todo dentro del arco de
Avellaneda en la final de 1973 es un perfecto resumen de
la mitología que rodea a la Copa Libertadores de América,
pero hay que ponerse serios. El Gringo no fue precisamente
la Gran Muralla China esperando ese caramelo que subió y
bajó en el área chica como una pelota de playa, mientras la
defensa de Colo-Colo le hacía un pusilánime homenaje a
la mujer de Lot, todos mirando hacia atrás convertidos en
estatuas de sal. Cuando Mendoza llegó a meter el hombro
la suerte ya estaba echada: unos corrieron a celebrar el gol
como ratas recién salvadas de un naufragio y los otros co-
rrieron detrás del árbitro y de una explicación para el resto
de sus vidas. Uno como colocolino tiene derecho a pensar
que nos mandaron a guardar la de King Kong hasta el fin
de los tiempos. O también puede felicitarse razonablemen-
te por la patada voladora que le metió el Loco Páez al Loco
Mendoza cuando huía del sitio del suceso con los brazos en
alto. Urrutia O’Nell cuenta en Colo-Colo 1973 que el ar-
gentino le agregó una frase de su propia cosecha a la afrenta
y gritó “chilenos comunistas, muertos de hambre”, aun-
que Páez no necesitaba otros argumentos para hacer lo que
hizo. La patada del perdedor, punible y orgullosa al mismo
tiempo, tiene bien ganada su literatura en las grandes ala-
medas del fútbol chileno. En este caso, eso sí, habría que
añadir una cláusula aclaratoria en cada reproducción del
respectivo video: apto para personas con criterio formado.
La repetición en cámara lenta de la entrada es una delicia
estética desde que el número 6 de Colo-Colo parte de su
posición, en la vulnerada línea de gol, en busca de algo que
todavía no tiene claro, alcanza a echarle un ojo a la presa
que pasa por su lado y le tira esa pierna izquierda que pa-
rece una mandíbula gigante. La fuerza de la guadaña hace
rebotar a Páez en la humanidad de Mendoza y ambos caen

118
al piso, pero solo Páez se levantará de inmediato para que
sus pasos finalmente lo lleven donde está el hombre de ne-
gro y decirle, en perfecto castellano antiguo, “¿qué cobró,
señor árbitro?”. La patada impune más justa de todos los
tiempos.
¿Se ha puesto alguien a pensar seriamente en el eterno
reclamo de los hinchas sobre árbitros comprados por un
maletín con dólares, una puta servida con Dom Pérignon
o incluso una amenaza de muerte? No tiene sentido. Ganar
un partido de fútbol arreglado es ganar algo, pero no es fút-
bol. Siempre nos acordaremos del italiano Luciano Moggi,
alias Lucky Luciano o Lucianone, quien debió devolver en
nombre de Juventus los títulos de la Serie A ganados en
2005 y 2006, y también del francés Bernard Tapie, el em-
presario que convirtió al Olympique de Marsella en el me-
jor equipo de Europa en 1993 y fue condenado por amañar
el campeonato de ese mismo año en la Ligue 1. El precio
del éxito, para los hinchas, fue tener que ver a su equipo
jugando en segunda división a causa del castigo que les fue
impuesto. Cuando la duda del juego se convierte en certeza
se acaba el juego y yo envolvería en papel de regalo cual-
quiera de los títulos que, según los mitómanos de siempre,
le bandejeó Pinochet a Colo-Colo para mantener sedado
al pueblo durante los años de su mentirosa dictablanda.
¿El campeonato de 1979? El equipo de los cuatro bigotes
(Caszely, Véliz, Díaz e Inostroza) lo ganó con diez pun-
tos de diferencia por encima de Cobreloa. ¿El de 1981? Se
mantuvo la cábala mostachólica (entró la brocha que tenía
el Gato Osbén entre la boca y la nariz, salió Daniel Díaz),
tuvimos una épica pelea por la titularidad entre Chupete
Hormazábal y Neculñir por el lateral izquierdo y en el par-
tido clave les pasamos la máquina a los subcampeones de
América con dos goles del Chino Caszely, el primero a tra-

119
vés de un penal en el que Vasconcelos la hizo de oro adelan-
tándose primero al choque con el Hippie Jiménez y luego
poniendo la cara en el cabezazo que generó la expulsión de
Mario Soto cuando estaba por terminar el primer tiempo.
¿El de 1983? Se definió en la última fecha con un empate
de Cobreloa en Iquique, pero ahí apareció el Cóndor Ro-
jas para quitarle el puesto a Osbén, el Chico Simaldone se
robó la película con los tiros libres y el Pillo Vera ya metía
miedo con sus diagonales. ¿Y el de 1986? Ese ni lo soñá-
bamos: al término de la primera rueda estábamos cuartos,
detrás de Cobreloa, Palestino y Cobresal, que jugaban me-
jor pero se fueron gastando de a poco en la punta hasta
que llegó el partido de definición. El Pájaro Rubio todavía
sigue corriendo en algún lugar de nuestra conciencia para
celebrar el gol que aseguró la corona. ¿1989? Contémoslo
como chiste: después del No, Pinochet estaba más solo que
Pinochet para el día del amigo.
El fútbol, sin embargo, no tiene por qué ser una taza de
leche: lo que no se hace, si solo se hace un poquito, no le
hace daño a nadie. En los orígenes del juego en Inglaterra,
el llamado fútbol de carnaval, villas enteras se medían en
multitudinarios encuentros cuyas porterías a veces estaban
separadas por kilómetros de distancia y solo se excluía el
asesinato como regla fundamental, pero casi siempre moría
alguien: el único árbitro era Dios y sus castigos, si los había,
eran sumamente interpretables. Incluso es posible que los
ateos hayan sido los primeros grandes zagueros en la histo-
ria del fútbol. En Chile todavía aplaudimos a Leonel Sán-
chez por el combo al italiano Mario David y nos jactamos
de la picardía pedrourdemaliana del Chita Cruz cuando le
bajó los pantalones a Pelé en un duelo entre Colo-Colo y
Santos. La trampa, como usufructo de las reglas del juego,
es uno de los capitales simbólicos menos reconocidos del

120
deporte: lo que no se debe hacer también nos remite a un
contenido ritual, dramático y simulado. Un tipo de fallo
que se puede traducir como acierto si logra salirse con la
suya y que a través de sus falsos atajos esconde la mayor de
las contradicciones: lo único más difícil que ganar es ganar
con trampa. Pero ocurre.
Lo ilegal es parte de la sociedad civil y lo antirreglamen-
tario solo le incumbe al juego. Esto tiene consecuencias,
en especial para la situación dramática del fútbol, donde el
error y la trampa sirven para medir las capacidades de los
aspirantes a la gloria: el Chita es un factor de superación
adicional para Pelé en su carrera hacia el gol. El héroe es un
villano posible y el villano es un posible héroe en cada es-
tación de la competencia. El argentino Enrique José Blan-
co, en Fútbol y conciencia nacional, desarticuló en 1971 esa
posibilidad de construir artificialmente un correlato ma-
ligno de la hazaña deportiva. Blanco acusó al periodismo
de Buenos Aires de conjugar alrededor de Estudiantes de
La Plata un mito del antifútbol que intentó renegar del
valor anímico y físico del jugador, que fue la característica
esencial innovadora en el Estudiantes de Zubeldía según la
mirada de Blanco.
En el discurso acomodaticio de los medios, se habla de
lo indebido en el fútbol como si fuera un chicle pegado de-
bajo de la mesa. Todos estamos dispuestos a festejar el gol
con la mano de nuestro Maradona contra la Inglaterra del
momento: el intento de dominar la voluntad del árbitro es
humano, pero hacer que se equivoque sin darse cuenta es
divino. En la Copa Libertadores de 1994, contra Unión
Española, Víctor Mella anotó con la mano en la jugada
clave del partido y fue una victoria justa para Colo-Colo se-
gún los colocolinos. En el clásico contra la U, cuando esta-
ba por terminar el campeonato de 2010, el gol del empate

121
lo marcó Javier Cámpora adelantado y en los descuentos:
en el camarín de Colo-Colo se desató una fiesta realmente
indigna de su historia.
Siempre habrá un motivo de tormento y una salida via-
ble para el humillado de turno. El mejor ejemplo que un
colocolino puede recordar al respecto son los dos goles de
Lucas Barrios contra la U en el Torneo de Apertura de 2009.
El primero offside y el segundo no, pero ambos reclama-
dos por los azules como goles ilegítimos para justificar su
derecho a pataleo. El colocolino ni siquiera se ha resistido
demasiado a las disertaciones del rival sobre la regla núme-
ro 11 del fútbol a propósito de ese momento histórico de
las discusiones: aunque los dos goles fueron polémicos, en
el segundo solo importó el pase transparente de Macnelly
Torres, la entrada limpia de Lucas, la pelota dentro del arco
y debajo de la lengua del enemigo y la mano en alto del
Rafa Olarra para pedir un fuera de juego que nunca supo si
existió, porque el árbitro es cancha y para las dudas siempre
existirá la ley de Basile: a llorar a la iglesia.

122
Solos contra el mundo

-El gol...
(La entrevista de Víctor Eduardo Alonso
al borde del campo).

Luis Mena le dio el pase a Matías Fernández y eso tiene


mucha importancia. Yo creo que Matías hizo lo que tenía
que hacer. Mena también: entregársela al compañero mejor
ubicado. El fútbol es el juego de todos cuando cada uno
hace lo que sabe, en especial esos jugadores aparentemente
tímidos que se parecen a un amigo de Juan Rulfo que salía
a decir que no estaba cuando llamaban mucho a su puerta.
El rol de Mena en la jugada de Matías contra O’Higgins es
el mismo que tuvo Héctor Enrique en el gol de Maradona
frente a los ingleses. Salvo que el Negro Enrique después
lo contaba como chiste: “Con el pase que le di, si no hacía
el gol era para matarlo”. También hay que pensar en Elson
Beyruth y en el Loco Páez cuando le dijeron “hágalo” a
Caszely ante Unión Española y Emelec.
El Chino Caszely no retrasó el Golpe en 1973, pero
por lo menos nos consiguió un pedazo de Chile en el cual
pudimos quedarnos cuando los lobos llegaron a saquear
nuestra conciencia. El país del “se pasó” contra el país del
“se pasaron”. A mí no me gusta engañarme con estas pasa-
das de cuenta, eso sí. Roberto Brodsky en Los últimos días

123
de la historia retrata lo que les ocurrió a muchos jóvenes
que recién estaban saliendo de la adolescencia el día en que
los milicos bombardearon La Moneda. Según la novela, esa
generación terminó mirándose en un espejo roto que no
fue capaz de devolverles su propia imagen y los dejó en me-
dio de un futuro sin futuro. Brodsky tenía dieciséis años en
1973; yo tenía dos. Recién a los dieciséis o incluso después
comprendí que no le debíamos nada a nadie, salvo a tipos
como Caszely: al menos para mí fue el verdadero hilo de
Ariadna de la oscurecida sociedad chilena entre los setenta
y los ochenta. Su primer Mena fue Beyruth. El hombre de
la frase “se lo recomiendo, amigo”. Se encontró el Chino
con un despeje de Rafael González, a la salida del área co-
locolina, avanzó unos metros y buscó la pared con el brasi-
leño. Beyruth le devolvió la pelota con el empeine derecho
y arrastró su marca hacia la izquierda, saliendo de la escena
como el abogado Tom Hagen de las escenas de acción en
El Padrino. Caszely se metió en el círculo central y cuando
se le quiso cruzar el Chacha Avendaño le tiró la pelota por
dentro y fue a buscarla por fuera, luego el Chino Arias iba
por lo suyo y se quedó con la sotana puesta. El túnel que
le hizo Caszely fue como pasar un camello por el ojo de
una aguja, porque Arias era rápido de piernas y temible en
el anticipo, y luego venía Juan Olivares, de salida rápida
y reflejos de araña, pero Caszely a esa altura de su carrera
ya sabía que los arqueros no están preparados para saltar a
la pista de baile a hacer su trabajo con los pies, le mostró
un paso de vals, siguió corriendo hacia el arco y le dio un
toque suave al balón para que el último de los rojos, Jorge
Toro, un colocolino prestado, alcanzara a mirar el gol casi
con ganas de celebrarlo.
Caszely en esos años era un jugador de todo el campo.
Después, cuando volvió de Europa, nadie pudo sacarlo más
del área, aunque en su último partido por la Selección, en

124
1985, también partió desde el medio para despedirse de
la Roja con un golazo ante Brasil, pero en 1973 todavía
no era el Gerente: verlo recibir en la mitad de la cancha y
buscar el gol era una sola cosa, como sentarse a beber en
un bar es sinónimo de buscar mujeres o pelea. El segun-
do Mena de Caszely en la Copa Libertadores fue Páez. El
Loco Páez lo exigió con un pase largo que lo dejó cuerpo
a cuerpo con el ex seleccionado uruguayo Nelson Díaz. La
gracia de Caszely contra Emelec no radica precisamente
en la cantidad de los rivales despaturrados en el camino
—siempre se dice que fueron cinco— sino en la calidad:
los tres que salieron a partirlo eran uruguayos y valían por
medio equipo. Por eso se habla lo que se habla y uno debe
morderse la lengua cuando Caszely dice que fueron cinco.
Díaz pensó que llegaba primero al cruce, intentó puntear
el balón y el Chino pasó por el lado a toda marcha. La
belleza del lance futbolístico no siempre está dada por el
trazo limpio. A veces también depende de las soluciones en
el mano a mano y del grado de dificultad que ofrece el alar-
de. Caszely avanzó como una gacela Thompson entre los
felinos mayores del Serengueti. Una cacería frustrada mil
veces vista en los documentales de National Geographic. El
Ñato García salió de su arco y creyó que salir jugando sería
fácil. En la confianza está el peligro. Caszely apuró el paso
y alcanzó a tocar primero. García se quedó con el molde
hecho y las piernas abiertas. Si al fútbol se le pudieran agre-
gar efectos de sonido, el túnel de Caszely a García tendría
que sonar como una botella de champán cuando se abre.
El central José María Piriz había jugado unos años antes en
Colo-Colo y conocía a Caszely, así que lo siguió a una dis-
tancia razonable y cuando vio que dejaba atrás a García
logró llegar a tiempo para cubrir el tiro si el Chino deci-
día tirar en ese momento, pero iba tan jugado Piriz que

125
casi se salió de la cancha cuando Caszely tiró el freno. El
arco entonces estiró la alfombra roja, Caszely siguió con
la pelota pegada al pie y desde atrás García intentó la de
Glenn Close en Atracción fatal: se rehizo de la nada, tomó
el cuchillo carnicero, se lanzó con los dos pies, a matar o
morir, y quedó muerto y desarmado en el área chica. Cas-
zely empujó la pelota en la línea de gol y en último gesto de
posesión se dejó caer y la abrazó junto a la red. Cincuenta
mil colocolinos volvieron a gritar “se pasó”. Igual que ante
Unión Española.
La idea de que ciertos jugadores de fútbol se parecen a
los poetas no tiene mayor poesía, pero si de buscar pareci-
dos se trata esto no tiene mucho que ver con la belleza de
los goles —un hallazgo retórico pueril y poco original—
sino porque ambos deambulan por los jardines del bien
y del mal con una sola idea en la cabeza: saltar al vacío.
Solo les falta alguien que los empuje: las grandes jugadas
se definen a partir de ese conflicto inicial, tantas veces sos-
layado por la superficialidad de los finales felices, y lo de
Luis Mena en su sencillez invoca a los dioses como la danza
de la lluvia. Mena se la dejó mansita a Matías Fernández
en su propio campo para que Matías Fernández hiciera de
entrada su mejor movimiento. Recibir de espalda al arco
contrario, con un rival encima, darse media vuelta y salir
campeando con la pelota dominada. Nadie la había hecho
antes y Matías llegó para hacer ese giro como si en realidad
no tuviera espalda: la jugada del dios Jano.
Hay jugadores que marcan la diferencia desde la ma-
nera en que se mueven y Matías se movió desde su primer
partido en Colo-Colo como un campeón, así que tras el
pase de Mena hizo como que Flores no existía y se cargó
hacia la derecha, donde Diez le tiró la rodilla a la mala
para sacarle la pelota, la rodilla o el aire de sus pulmones,

126
pero Matías ya tenía lista la escuadra para tirar la diagonal
y Diez se quedó mirando con las manos en alto, declarando
su inocencia en un crimen que no alcanzó a cometer. En-
tonces Flores creyó que sería buena idea esperar su oportu-
nidad si lo perseguía desde atrás, lo tanteó unos metros y se
barrió como una escoba vieja justo cuando Matías aceleró
para ir a buscar a los centrales: Astorga, que intentó cerrarse
desde la derecha como un perro de casa que sale a la calle a
descubrir que los autos tienen ruedas, y Guidi, que lo había
analizado todo desde lejos y esperaba con el puñal debajo
del poncho. El cuadro lo llenaban, junto a los laterales de
O’Higgins, Alexis Sánchez y Chupete Suazo.
Matías a esa altura ya había cruzado el Rubicón y do-
bló en ángulo recto entre Astorga y Guidi. Uno pasó de
largo y el otro esperó demasiado para tomar su decisión.
Quizás alcanzaron a tomarle la patente al número 14 de
Colo-Colo, que llegó a esa parte de las jugadas de gol en
que los hinchas tenemos dos excusas para aguantar la respi-
ración: estamos guardando un poco de aire para el festejo y,
al mismo tiempo, la princesa en apuros que todos llevamos
dentro nos advierte que el menor ruido puede desconcer-
tar a nuestro San Jorge justo en el momento en que debe
acometer contra el dragón. Barra era un arquero de piernas
rápidas y salió de la madriguera tan pronto como pudo
para hacerle la de Dios a Matías, pero Matías siempre supo
que un arco de fútbol es como la puerta de una catedral:
intimida un poco al que no está acostumbrado a pasar por
ahí, pero es demasiado grande para un solo portero. Barra
hizo lo que pudo y Matías hizo lo que quería: le picó el
balón por arriba como si fuera un juguete. El arquero de
O’Higgins nunca se sintió tan pequeño en su vida.
Cuando Matías se fue a celebrar el gol, yo también pen-
sé en Mena, en Caszely y en todo lo que hacemos solos sin
darnos cuenta de que jamás estuvimos solos.

127
Hijo de su padre

La historia de Leonel Herrera, el hijo de Chuflinga


Herrera, me recuerda las últimas páginas de La vida es un
balón redondo. El autor, Vladimir Dimitrijevic, cuenta las
penas y las alegrías de su amigo Darko, el hijo de Joža Giler,
posiblemente el mejor extremo izquierdo de Europa en los
años veinte y quien, a causa de su ascendencia aria, fue re-
clutado durante la guerra por la Volksdeutscher, la policía de
los invasores. Joža luego murió como muchos murieron en
esa época: en extrañas circunstancias. Darko Giler también
fue futbolista, como su padre, pero era diestro y se pasó
toda la infancia y buena parte de su juventud aprendiendo
a patear el balón de zurda porque no aceptaba jugar en
ningún otro puesto que no fuera el de Joža, logrando un
sorprendente y a veces incomprendido estilo de diagonales
y goles sin driblar, porque le costaba demasiado driblar con
la pierna izquierda: era un jugador eficaz.
Dimitrijevic evoca un día de junio de 1951, cuando
él y Darko fueron a jugar a Smederevo un partido contra
una selección local: “De repente, el balón cayó a mis pies,
lo desplacé a mi izquierda y vi a Darko correr como un po-
tro en libertad. Penetró oblicuamente en los dieciséis me-
tros, el tiro salió de su pie izquierdo, en dirección al ángulo
opuesto. ¡Gol! Se giró hacia mí, radiante. Y entre lágrimas
de alegría, gritó: ¡Igual que papá!”. Años después todo el
mundo se enteró de que a Joža Giler lo fusiló la Gestapo

128
por haberles salvado la vida a unos partisanos serbios. Hizo
lo que hacen los héroes.
Una de las primeras señales de la adultez se produce
cuando uno se da cuenta de que el amor filial es un hecho
fortuito, en tanto a los hijos no les está permitido elegir
a sus padres. Si en los años de la infancia tu padre es el
mejor solo por el hecho de ser tu padre, después llega el
momento de las verdades inevitables. El tuyo es uno más
entre muchos, ni mejor ni peor que otros, pero es el tuyo
y solo entonces eres capaz de honrar sus días junto a ti,
cuando eliges tener un padre por el resto de tu vida aun-
que materialmente ya no lo necesitas. El Negro Herrera fue
futbolista, como su padre, pero a diferencia de Chuflinga
intentó jugar de delantero en Colo-Colo y veinte segundos
antes de que Pizarro levantara la cabeza para meterle el pe-
lotazo largo a Barticciotto, que se iba descolgando por el
otro lado en el minuto 85 de la final contra Olimpia, veinte
segundos antes de que los colocolinos empezaran a sentirse
definitivamente campeones de América, Herrera se tiró a
los pies del defensor paraguayo Juan Ramírez, no una sino
dos veces, quizás porque desde niño había escuchado que
en la Copa Libertadores los mejores no son realmente los
mejores hasta que el rival ejecuta la última faramalla. Chu-
flinga Herrera perdió una final que perfectamente pudo
haber ganado.
En esa jugada, la del tercer gol frente a los paraguayos,
Barticciotto demostró que cantaba muy bien el pase cuan-
do se ponía a correr hacia el arco contrario. Herrera le pidió
juego al Káiser abriéndose hacia la izquierda, pero Barti
entrando desde atrás era como Karl Heinz Rummenigge
según las crónicas de Luis Urrutia en el diario La Tercera.
Pizarro se paró en el medio, esperó que el 7 le robara un par
de metros más a la historia en sus zancadas y le mandó el

129
balón para que se encontraran a la entrada del área. Desde
el triunfo contra Nacional de Montevideo el Monumental
se venía llenando de antorchas cuando Colo-Colo tenía el
partido de las mechas y los visitantes ya debían saber que el
fuego en los cuatro costados del estadio les anunciaba que
el fin estaba cerca, así que mientras Herrera avanzaba hacia
el arco por su cuenta se convirtió en testigo privilegiado de
la imagen más bella en la historia de Colo-Colo: una cami-
seta blanca y una pelota, también blanca, brillando entre
las antorchas de la Copa Libertadores. Y esa pelota saliendo
del pie derecho de Barticciotto, buscándolo a él como la
enfermera al marinero de Times Square en la fotografía de
Alfred Eisentaedt.
Como el hijo de Joža Giler, el hijo de Leonel Herrera
hizo los goles más importantes de su vida, los únicos que se
le recuerdan, con la pierna izquierda. En el día de su debut,
dos años antes, recibió el centro del Memo Carreño en un
encuentro ante Peñarol que sirvió para inaugurar el Monu-
mental. En ambos trances Herrera solo tuvo que empujar
en la boca del arco. En el de 1991 corrió hacia el banderín
del córner, donde Barticciotto y la tribuna Lautaro lo espe-
raban con las manos en alto. “Esto es por tu viejo”, le dijo
Barticciotto mientras se abrazaban. Fue en un día de junio.

130
La lección de geometría

La pintura, decía Picasso, no está hecha para decorar


habitaciones, sino que es un instrumento de guerra ofensi-
vo y defensivo contra el enemigo. Hubo una época en que
los buenos equipos de fútbol eran devotos de una estética
similar y sus jugadores eran adorados como representantes
de un arte doméstico ligado a las emociones. Son los equi-
pos, o partes de ellos, que hemos ido aprendiendo de me-
moria. La Máquina: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna
y Loustau. El Real Madrid de las Cinco Copas: Kopa, Rial,
Di Stefano, Puskas y Gento. El Barça de las Seis Copas:
Xavi, Iniesta, Messi, Pedro y Villa. Cuando Menotti de-
finió el fútbol como un juego de pequeñas sociedades se
refería fundamentalmente a las duplas, como Caszely-Vas-
concelos o Caszely-Chamaco, por ejemplo, pero la idea no
tiene límite de pasajeros, la magia depende proporcional-
mente de su extensión y la mayor obra de arte en la historia
del fútbol es un trabalenguas de origen magyar del cual
se recuerdan hasta sus suplentes, el Aranycsapat o Equipo
Dorado de Hungría 1954: Grosics, Buzánszky, Lóránt,
Lantos, Bozsik, Zakariás, Toth, Kocsis, Hidegkuti, Puskas
y Czibor. Hubo una época en que nuestros abuelos jugaban
a recitar estos nombres de memoria.
Los húngaros fueron superados en su representación
futbolística, pero no porque perdieron la final del Mundial
contra Alemania sino porque estos saberes, al acumularse,

131
también perfeccionan la estrategia de sus antagonistas. El
fútbol-arte de hoy tiene enemigos mucho mejor prepara-
dos que en los años cincuenta y quien triunfa en esa lógica
merece todos los respetos y también las condolencias: tarde
o temprano son víctimas de algún tipo de canibalismo tri-
bal. Los húngaros, sin embargo, resisten desde el arte como
el poema Junto al Danubio de Attila József: “Hace cien mil
años miro las cosas que ahora veo de repente. Solo un mi-
nuto, y poseo completamente el tiempo que cien mil ante-
pasados miran conmigo”. Algo parecido a la inmortalidad.
Detrás de todas estas historias se puede rastrear la ilusión
del fútbol-total, que encontró su método en la escuela es-
cocesa del pase en la segunda mitad del siglo diecinueve.
Así de antiguos son sus misterios y aquel desempeño se
puede rastrear en la formación de la escuela del Danubio,
primero con el Wunderteam o Equipo Maravilla de Austria
en 1934 y luego con el legendario Aranycsapat húngaro.
La Máquina de River, Brasil 58 y 70, el Ajax 1971-73, la
Naranja Mecánica de 1974 y el Barcelona de Guardiola le
deben cada uno su parte al sueño de Jimmy Hogan, un re-
negado del fútbol inglés que en 1911 se instaló en el centro
de Europa para enseñar su visión del fútbol considerada
tan poco varonil en su tierra. Los ingleses preferían ir al
choque antes que pasarse la pelota unos con otros dentro
del campo.
En Chile hemos visto algunas manifestaciones prelimi-
nares de ese brillo, quizás con el fútbol champagne de la
UC de Fernando Carvallo en 1990 y, principalmente, con
la mecánica de la Selección de Marcelo Bielsa. Los cruza-
dos tenían el toque colectivo y la Roja de Bielsa la presión
en campo contrario, el vértigo y el protagonismo ofensivo,
pero en un caso faltó mayor ambición en el último tramo
de la cancha, y el Pino Carvallo terminó acusado de for-

132
mar equipos que tocaban para el lado, y en el otro Bielsa
reemplazó el arte por la idea más impetuosa, y no menos
romántica, de llegar al arco rival con el menor número de
toques posible.
Ese protagonismo que predicó Bielsa es lo que repre-
senta a los equipos que a uno se le terminan metiendo en
el corazón. En este punto siempre me acuerdo de dos par-
tidos que no tienen nada que ver con Colo-Colo, pero creo
que un buen colocolino está capacitado para creer en la
propiedad transitiva del fútbol jugado como la gente. El
primero es el empate a cuatro entre Universidad Católica y
Olimpia por la Copa Libertadores de 1990, que por cierto
eliminó del torneo a los cruzados: hacer cuatro goles en
un partido no es poco, pero por lo que se vio esa noche en
San Carlos la UC mereció ocho o más ante el equipo que
ese año ganaría la Copa. El segundo es el 4-3 que sufrió
Unión Española en su visita a Sao Paulo por la Libertadores
de 1994: yo le tenía echado el ojo a ese equipo de Nelson
Acosta desde que nos boleteó en la final de la Copa Chile
y me ha hecho pensar que si yo hubiera sido hincha de la
Unión, ese 3-1 a Colo-Colo sería el partido de mi vida.
Aunque nunca tuve la más mínima posibilidad de ser de
otro equipo, porque Colo-Colo estuvo junto a mí desde
el primer día en que supe lo que significaba un día, a ve-
ces imagino que yo podría ser hincha de la Unión y que
me gustaría hablarles de Mario Soto y Leonel Herrera, la
dupla de centrales en la Copa Libertadores de 1976, o de
Mario Soto y el Mocho Gómez y de un gol de cuarenta
metros del Trapo Olivera en el Centenario si yo fuera hin-
cha de Cobreloa. Incluso sentí cariño y admiración por la
U de Sampaoli hasta que nos hicieron cinco en el Nacional
(desde entonces esa relación quedó congelada hasta nuevo
aviso). No es para saltar de alegría que te den un baile como

133
el de Unión esa tarde del 92 en el Nacional, pero si vamos a
perder un partido lo menos que espero es que el otro entre-
gue lo mejor que tiene. Esa Unión tenía a José Luis Sierra,
el Hagi de los Andes (Hagi, a su vez, era el Maradona de
los Cárpatos). El Coto Sierra era su pierna izquierda, una
extremidad que marcó una época en el fútbol nacional, casi
tan famosa como la de Huaiquipán. Una pierna escrupu-
losa, elegante y ligera que repetía una frase de Einstein en
cada toque: “Hazlo todo simple, tanto como puedas, pero
no más simple”. En Sao Paulo, el 94, Sierra deslumbró a
Telê Santana. Telê Santana, el máximo exponente del jogo
bonito en la historia de la humanidad. Nota a pie de página:
el Coto Sierra era jugador de Colo-Colo cuando habilitó al
Matador Salas en Wembley.
El Colo-Colo de Sierra, Espina y Emerson, con Gus-
tavo Benítez en la banca, también tenía ese nosequé de los
equipos que dejan huella en las tripas, más allá, por su-
puesto, de hechos tan anecdóticos o derechamente banales
como las estadísticas, los porcentajes de rendimiento, las
finales ganadas o las semifinales perdidas, esas historias que
convierten al fútbol en un mero almanaque, un libro de
contabilidad o cháchara de langusinos. Espina, Emerson
y Sierra, ¿cómo suena mejor? ¿Sierra, Emerson y Espina o
Emerson, Sierra y Espina?
El globito de Héctor Tapia a Nelson Tapia en San Car-
los de Apoquindo es parte de estos deslindes. El Coto, en
el círculo central, toca hacia la izquierda para Emerson: así
pudo empezar Fiebre en las gradas si Nick Hornby hubiera
sido colocolino. Sierra toca para Emerson es una jugada
polisémica, un trazo que nace del silencio profundo y sig-
nificativo del fútbol total como una aguja que se encuentra
en un pajar. Sierra y Emerson son los elfos en la historia del
fútbol chileno, figuras alargadas y elegantes que corren por

134
la necesidad de embellecer su movimiento más que para
alcanzar la pelota. Esta les pertenece en un gesto previo a
su esfuerzo. Sierra toca para Emerson puede ser una frase
perdida en los Rollos del Mar Muerto o un sinónimo en es-
pañol de Sócrates joga pra Falcão. Sierra toca para Emerson
y Emerson tiene un mundo que contarte cuando la tiene:
el tipo de jugador que sabe a quién tiene que tocársela antes
de que se la toquen a él, siempre a uno o dos toques como
máximo. Lo suyo es el sueño de todo entrenador: siempre
al más cercano y al mejor ubicado. El 98 ante la Católi-
ca, pasadito el mediodía en los contrafuertes cordilleranos,
si hemos de hacerles caso a los lugares comunes, ese que
estaba cerca y bien puesto era Tito Tapia. El goleador de
Colo-Colo 98, cuando al Hueso Basay se le destemplaron
los huesos de la rodilla.
Tapia la hizo corta para el Cabezón Espina y este la
hizo más corta todavía. Dos jugadas de bastón y sombrero
sin que el pie de apoyo perdiera contacto con el piso. La
peor parte se la llevó Cheíto Ramírez, quien ese año jugó
en la franja junto a Jaime Pizarro. Espina lo humilló con
una finta que cualquier adulto le hace a un niño de tres
años cuando empieza a correr detrás de la pelota: insinuó
el pase al vacío, pisó el balón y lo mantuvo en el punto de
origen. Ramírez quedó mirando al sudeste y Espina con
otro cruzado en la marca que por suerte no era Pizarro.
El Cabezón jugando de esa manera con dos viejas glorias
de la Copa Libertadores es una maroma que no entra en
mis libros. Estamos, sin embargo, en la parte más dura
del trámite para Ramírez y compañía. Erguido aún, y es-
tático, Espina realizó después una cucharita entre los dos
celadores de la Católica, Tapia recibió la pelota al otro
lado con el bote perfecto para ponérsela por arriba al otro
Tapia. Los otros dos goles de Colo-Colo en ese 3-1 contra

135
la UC los hicieron Espina (túnel a Cheíto Ramírez) y el
Coto Sierra.
Ese Colo-Colo de Benítez era como el Guernica de Pi-
casso cuando tenía la bola en el mediocampo, una geome-
tría en estado de trance que llenaba de trazos el rectángulo.
Hasta Mario Salas, quien se inspiraba en Silvio Rodríguez
para repartir patadas y zamba canuta, se animó una vez con
un lujo cuando eludió a dos rivales y pisó el balón hacia
atrás ante la salida del arquero para que Fernando Verga-
ra le pegara con la vía libre hacia el gol. El primer socio
de Emerson y Espina, sin embargo, fue Frank Lobos. En
algunos partidos incluso jugaron los cuatro desde el minu-
to uno: Emerson, Espina, Sierra y Lobos. Yo vi en Ranca-
gua a Lobitos cuando salió entre aplausos en el 5-0 contra
O’Higgins. Ese día Sierra entró en su lugar bien avanzado
el segundo tiempo. Uno a veces espera demasiado del fút-
bol, que nos dio tres títulos y una mística entre 1996 y
1998, pero nos privó para siempre de un cuadrado que
estaba llamado a cambiar el paladar futbolístico del pueblo
colocolino. La rodilla del crack en miniatura se rompió al
final de la primera rueda y le ofreció a Benítez otras ecua-
ciones de menor riesgo competitivo.
Emerson, Sierra y Espina, como Emerson, Lake &
Palmer, se acostumbraron a hacer sus deberes de memo-
ria mientras se dedicaban a improvisar arriba de la pelota.
Como en el gol de Emerson contra la U en el clásico: pared
con Sierra, control con el pecho y doble globo al central
y al arquero que venían saliendo. Los demás jugaban para
ellos.

136
Cabezón hay uno solo

Marcelo Espina siempre trató de hacer su fútbol en Chi-


le como si jamás se hubiera movido de Argentina, donde
pese a salir de un equipo chico como Platense aprendió te-
nazmente los códigos de liderazgo de la escuela trasandina,
con todos sus artificios de legalidad e ilegalidad futbolera.
Aunque por encima de todo prejuicio fue un futbo-
lista inteligente, que supo rayarse la cancha para ejecutar
las jugadas que planificaba en su cabeza, también quedará
grabada en su lápida de jugador útil la sensación de que
para Colo-Colo fue un líder de camarín, camarillas y cama-
radería, cuyos compañeros salieron a vitorearlo en la hora
—la de su retiro aunque más de alguno insinuó su propia
queja por las leyes y las sanciones que imponía en la inter-
na. Pero jamás podrán decir que traicionó los ideales por él
establecidos.
En 1995, el primer año de su estada en Macul, importó
a Colo-Colo una ley del hielo contra la prensa que duró
dieciocho días. Ahí empezó a gestarse un grupo de poder
que más tarde se conocería como Círculo de Hierro y que
llegó a su punto de inflexión con la renuncia de Nelsinho
Baptista, que en 1999 abandonó el club por presiones de
sus jugadores. Espina a esa altura estaba en España, inocen-
te de la gran conspiración.
El Cabezón, de cualquier modo, demostró con los pies
que sus alardes de voz mandante eran parte de un carácter

137
excepcional, dotado de un talento natural para adminis-
trar actitudes, compañeros de equipo y patrones de juego.
Espina terminó convertido en una especie de tótem para
Colo-Colo, uno con la cabeza grande, como para esclarecer
que siempre pensó más que el resto y que sus acciones eran
fuente de inspiración.
En su mejor talante, fue el último maestro del fútbol
chileno. Ahí están sus jugadas de toque corto con José Luis
Sierra y el brasileño Emerson; sus asombrosos remates de
media distancia (no hay colocolino que pueda olvidar un
par de goles de tiro libre: uno a Nelson Tapia en el Estadio
Nacional, como haciéndose el leso, y otro a Osorno en el
sur, con efecto por afuera de la barrera), y el golazo con-
tra Flamengo en una Supercopa Sudamericana. Hasta sus
faltas en la mitad de la cancha para frenar el avance de los
rivales y sus palabras con los árbitros fueron geniales, con-
firmando que un buen líder no solo puede mandar, sino
que también debe practicar él mismo lo que predica.

138
El mito del colocolino rubio

El pelo de Luis Mena es como el de Brad Pitt en Tro-


ya y si quisiera incluso podría tenerlo como Bo Derek en
10. Eso en algún momento de su juventud seguramente lo
llevó a pensar que el éxito sería fácil. En Chile la guagüita
rubia de ojos claros es linda por antonomasia, pero él se fue
a meter en el único lugar donde su cabellera podía jugarle
en contra: la primera de Colo-Colo, ese equipo que según
el himno representa a nuestra raza sin igual, es decir, a las
multitudes sudorosas, obreras y morenas, para las cuales,
en un ajuste de cuentas igual de discriminatorio, los rubios
se parecen demasiado a las rubias y por naturaleza son ma-
los para la pelota.
El mito del colocolino rubio a esta altura no es más
que un recuerdo de otros tiempos, una teoría precámbrica
sobre las posibilidades capilares de un futbolista que, en
realidad, convirtió en mito su propia forma de vida, quizás
a la manera del filólogo colombiano Rufino José Cuervo,
también conocido como el Cuervo Blanco por su decisión
extrema y excepcional de trabajar los últimos veintiocho
años de su existencia en su Diccionario de construcción y ré-
gimen de la lengua castellana, una obra colosal que empezó
sabiendo que le faltaría tiempo para terminarla. Cuando
murió, en 1911, Cuervo iba en la letra D y les dejó un ex-
tenso catálogo de fichas e instrucciones a sus herederos para
que siguieran hasta el final, cosa que lograron recién en

139
1992, tras ocho mil páginas de esfuerzo, desvelos y, sobre
todo, miradas compasivas a su alrededor. Es el sentimien-
to que despiertan aquellos que se dedican a luchar contra
lo que parece imposible con una voluntad que el resto no
alcanza a vislumbrar desde el principio. Una vez le pregun-
taron a Marcelo Bielsa por qué no le daba una oportunidad
a Luis Mena en la Selección, si Luis Mena tenía los títulos,
la experiencia y la titularidad muy bien ganada en Colo-
Colo, y Bielsa dijo que no lo llamaría precisamente a causa
de su gran virtud. Mandó a decir Bielsa: “Un hombre que
lo entrega todo en la cancha no merece que le pidan más”.
Mena debutó en un partido de 1996 contra Cobreloa y
aprendió a jugar con Pedro Reyes cuando Pedro Reyes de-
cía que para jugar atrás en Colo-Colo había que ser feo. Al-
fio Basile, cuando entrenaba a Boca Juniors, propuso una
idea similar: “El 2 de Boca tiene que ser feo y malo”. El
Coco Basile disfrutó como centrales en ese equipo al Flaco
Schiavi y al Cata Díaz. Esos dos daban más miedo que una
foto de Palpatine comiendo limón. Reyes solo cumplía con
el cincuenta por ciento de aquellos requisitos funcionales:
era feo y se dejaba la barba, según él, para intimidar a los
rivales, pero también era un caballero. Lo suyo era una cosa
cosmética y el resto lo cubrió con el tiempo, cuando se
convirtió en Don Pedro. Un zaguero lento con muy buena
ubicación que llegó a ser titular de la Selección en el Mun-
dial de Francia. Esos días de Pedro Reyes en Colo-Colo
además representan el fin de una práctica autoflagelante en
el Monumental: la importación no tradicional de madera
rioplatense, con troncos de la alcurnia de Mario Rebollo,
Gustavo Badell y Javier Baena, aunque Baena, al menos, sa-
bía pegarle de puntete a la pelota. Mena recibió instrucción
primaria en esa escuela, sin la cara ni la barba de Reyes y tal
vez por eso lo menospreciaron desde el comienzo, lo man-

140
daron a préstamo a Puerto Montt y fue uno de los cuarenta
y ocho jugadores que regresaron a Colo-Colo cuando se
decretó la quiebra del club el 23 de enero de 2002.
Muchos volvieron a irse porque no había plata para pa-
garles o porque de esa manera podían conseguir la libertad
de acción, pero Mena eligió quedarse y completar la histo-
ria del patito feo que no era feo o no tenía la facha típica del
jugador de fútbol que se supone nacido y criado para triun-
far en Colo-Colo. Ese requerimiento es como el aviso que
casi todos los días aparece en los clasificados de los diarios:
“Se busca señorita buena presencia para (complete la ora-
ción: desde la caja de una panadería hasta locales noctur-
nos)”. La teoría del ídolo malagestado y deforme también
puede tener un trasfondo sexual en los cuentos de hadas del
tipo “La bella y la bestia”, en los que un héroe desmejorado
debe cumplir algún tipo de proeza, en este caso futbolísti-
ca, para ganarse los favores de las damiselas en necesidad
de medrar, y si el héroe puede conquistar de entrada con
su presencia obviamente no necesita el fútbol ni la narra-
tología del fútbol lo necesita a él. Algunos jugadores tienen
muy en cuenta este rol social del balón: juegan bien un rato
para conseguir mujeres y un contrato en Europa; después
les basta el contrato en Europa para conseguir más mujeres
o mantenerlas, sin estar obligados a jugar. Bienvenidos a la
misoginia de las estrellas del fútbol.
Ajeno a ese efecto embellecedor del éxito, Mena tuvo
que ganarse el puesto cada semana donde no lo querían
o no le prestaban suficiente atención a su esfuerzo. En la
ciclotimia tradicional de la ingeniería de planteles, en cada
comienzo de temporada los entrenadores lo ponían en el
rincón de los suplentes, o incluso en el de los prescindi-
bles si llegaban a preguntar de afuera por sus servicios, pero
Mena empezaba en otra parte, cuatro o cinco partidos des-
pués del primer partido, por una lesión, un castigo o una

141
metida de pata del supuesto titular, para hacer su trabajo y
no soltar más el puesto. En el fondo, logró poner en prác-
tica la idea del refuerzo invisible: un jugador que no esta-
ba en los planes y que de pronto aparece de la nada para
mostrarse con vida y resolver problemas cabezones. Como
la historia de Iván Zamorano cuando Jorge Valdano le dijo
que sería el quinto delantero de Real Madrid, aunque a
Mena eso le pasó todos los años en Colo-Colo, a pesar del
golazo que le anotó a Audax Italiano en la final del Torneo
de Clausura de 2006, cuando el Nico Peric quedó desarma-
do como un muñeco de nieve frente a su tiro de treinta me-
tros, y de cuando anuló a Martín Palermo en el 2-0 frente
a Boca en la Copa Libertadores de 2008.
Sin embargo, su secreto para mantenerse tanto tiempo
en la primera de Colo-Colo, y convertirse así en el Mul-
ticampeón, el futbolista más campeón de Chile, no tiene
mucho que ver con sus momentos estelares, sino con aque-
llas historias domésticas de un partido que pueden conver-
tir a un subvalorado en el más útil en el campo de batalla.
El fútbol está lleno de situaciones de información frente
a las que los jugadores de un equipo no responden como
equipo. ¿Cómo hay que comportarse, por ejemplo, frente a
un gol del adversario? Ahí se produce un golpe de informa-
ción que puede ser letal cuando desconcierta al arquero y
a los defensas: cunde la desinformación y el grupo intenta
ponerse de pie como lo haría un potrillo recién nacido. El
mérito de los que son como Mena consiste en leer correc-
tamente el estímulo y tomar la decisión de seguir jugando
como si nada hubiera pasado. El jugador regular sirve para
mantener la entropía en un equipo y con el paso de los
años se llega a creer que su aporte es superficial, parecido
al de un mueble en una oficina de matemáticos, pero ese
error también es parte de la solución.

142
El caso de Mena es comparable al de aquel Odradek
de Kafka que se escondía entre los miedos de un padre de
familia y cuya utilidad se mantenía oculta para dosificar
la angustia de los hombres frente a su propia mortalidad.
Algún día el fútbol chileno utilizará a Luis Arturo Mena
Irarrázabal como unidad de medida para señalar el éxito.
Así como en Italia se borda una Stella D’Oro en la camiseta
de los campeones por cada diez títulos obtenidos en la Serie
A, en Chile se debería usar la cara del colocolino rubio para
dichos efectos. El mejor será aquel que tenga más luchito-
menas colgados en el pecho.

143
Casi un ídolo

La primera vez que vi flaquear a Arturo Sanhueza fue


a fines del año 2006, en la final contra Pachuca, pero en
el partido de ida. Fue en una jugada del primer tiempo,
cerca del banderín del córner y por la banda izquierda de
la zaga alba, cuando el colombiano Andrés Chitiva agarró
la pelota, la amasó tranquilamente sin que el Rey Arturo
se decidiera a ir por él o esperarlo, avanzó cinco o seis me-
tros para, finalmente, enganchar hacia afuera y luego hacia
adentro, con el chancho al hombro como se dice, y partió
en diagonal hacia el arco de Terremoto Cejas.
No fue gol de pura suerte, pero de alguna manera se
pudo presentir en el gesto de Sanhueza la extraña historia
que le quedaba por completar en Colo-Colo, porque ve-
nían muchos títulos en camino, su consagración definitiva
como capitán, un paso insinuante por la Selección hasta
que se le ocurrió decirle a Bielsa que jugaba de una sola
manera y no la iba a cambiar, varios clásicos contra la U
que se echó al bolsillo y, al mismo tiempo, una lenta pero
segura exposición de sus defectos futbolísticos.
Los colocolinos deberíamos pensar aunque sea un par
de segundos en el pedazo de jugador que fue Sanhueza.
No es gratuita la tirria que le tenían en la contra: con él
de corto los nuestros solo perdieron dos de trece clásicos
y, más encima, siempre aprovechó de poner el pie encima,
como en ese planchazo de último minuto que le metió a

144
Colocho Iturra en las semis del Clausura de 2007, durante
la campaña del inédito tetracampeonato.
Incluso tan lento como fue desde el comienzo, Sanhue-
za es un histórico de Colo-Colo que no fue más, segura-
mente, porque se excedió en su cancherismo más allá de la
cancha, como si la mala relación con Marcelo Barticciotto
hubiera podido resolverse, en su momento, con uno de sus
notables pases desde atrás para dejar a tiro de gol a Lucas
Barrios o en un asado con los dirigentes de Blanco y Negro,
los verdaderos responsables, a fin de cuentas, de su divorcio
con la hinchada. Son cosas que pasan en la vida y en el
fútbol, pero creo que Sanhueza, a pesar del mismo Sanhue-
za, hubiera sido mi ídolo si cuando lo vi jugar yo hubiera
tenido la edad que tuve cuando Leonel Herrera se floreaba
en Colo-Colo.

145
El caballo del emperador

¿Qué día es hoy? Una pregunta tan sencilla, en apa-


riencia, puede tener demasiadas respuestas. Por ejemplo,
el día hoy estoy leyendo una columna del poeta Leonardo
Sanhueza que habla, justamente, del desfase temporal que
lo separa a uno del lector. Según el lugar de donde se mire,
escribe Sanhueza, uno está en el ayer, en el hoy o en el ma-
ñana. El supuesto hoy de Sanhueza era el 28 de enero de
2013: un día después de que Cobreloa le hizo cinco goles
a Colo-Colo en Calama. El mío de entonces está en su
porvenir, al día siguiente, pero hoy exactamente no sé qué
día es. No tengo cómo saberlo y, de hecho, creo que en este
momento estoy en dos partes: aquí y en algún otro lugar
que llamaré futuro. O tal vez somos dos: yo y aquel.
Sanhueza se acuerda de un cuento de Milorad Pavic
en el que se plantean estas dudas desde una perspectiva
espacial. Los personajes se reúnen cada jueves en la casa de
una amiga que les cuenta un sueño que tuvo en la noche
anterior o, en su defecto, los pone a escuchar una grabación
en la que ella ha ido capturando los cantos de todos los
pájaros que aparecen en las obras de Shakespeare. El jueves
en cuestión les relata el sueño, pero al poco rato uno de los
invitados le reprocha que sus fiestas se están volviendo abu-
rridas, le dice que “nunca hay nadie desconocido” y agrega
que, para amenizar la velada, podrían invocar al lector del
cuento. Los personajes no se muestran muy sorprendidos

146
cuando el lector se apersona entre ellos, pero sí les llama la
atención que ese lector, además, dice conocer al escritor del
cuento. Casi se mueren de la risa. Esto es lo que en el juego
del dominó se llama capicúa. Luego se preguntan, diverti-
dos: “¿Acaso nuestro cuento tiene escritor?”.
El destino de Colo-Colo me tiene estacionado desde
hace años en un lugar que parece fuera del tiempo. A ve-
ces me pregunto, de hecho, si realmente es Colo-Colo el
que juega cada semana con la camiseta de los arrendatarios.
Hemos celebrado algunos triunfos y nos dolieron todas las
derrotas, pero lo nuestro es la espera. Estaremos en el limbo
de nuestra dislexia emocional mientras nos sigan hablando
de esos dueños que no son dueños de Colo-Colo sino de su
sordera y sus deseos de figuración.
El tiempo de Colo-Colo somos nosotros en distintos
momentos de la historia de Colo-Colo, hablando cada uno
de sí mismo y de sus propias convocatorias sentimentales.
El pasado habla más del presente que del pasado, el presen-
te apenas existe y el futuro es una suma interminable de po-
sibilidades que vienen ocurriendo desde hace tiempo. ¿Qué
día es hoy en Colo-Colo? Me cuesta hablar del presente. Y
no solo porque hoy es ayer o mañana, sino también por lo
que duele: esa distopía llamada Blanco y Negro que preten-
dió salir ganando con todas sus fotografías inmediatas del
antes y después de la quiebra, mientras jugaba a ningunear
lo que pasó en el antes de su antes y en el después de su
después.
La historia no tiene contornos y el único juicio que
soy capaz de hacer me recuerda ese trago que uno se toma
como si estuviera cruzando la calle, mirando hacia ambos
lados para ver si viene alguien. Hay hechos, en todo caso.
La transformación de Colo-Colo en una compraventa de
futbolistas: una vitrina y una letrina de jugadores. El lugar

147
de los accionistas mayoritarios en la concesión: una mayo-
ría que es hincha de otros equipos o, peor aún, que solo
hincha por sí misma. Y también la queja permanente, a
partir del desprecio mutuo entre el pueblo y la elite.
Me veo como Kaspar Hauser ante el profesor de lógica
en una película de Herzog: Cada uno para sí y Dios contra
todos. El profesor le pide a Kaspar que resuelva el siguiente
problema, advirtiéndole que solo hay una solución posible:
si se encuentra en un cruce entre el pueblo de los honestos
y el pueblo de los mentirosos, ¿qué pregunta le haría a un
hombre que se acerca para saber de dónde viene? Desde
las leyes de la lógica, esta es la pregunta que resuelve las
dudas: “Si tú vinieras del otro pueblo, ¿responderías no si
yo te preguntara si vienes del pueblo de los mentirosos?”.
A partir de un mecanismo de doble negación, el mentiroso
se vería obligado a revelar su origen. Sin embargo, y ante
la incredulidad del profesor, Kaspar ofrece otra salida: le
preguntaría al hombre que se acerca si es una rana. Si es de
los honestos diría “no, no soy una rana” y si es de los menti-
rosos, por el contrario, diría “sí, soy una rana”. Me gustaría
hacerle la pregunta de la rana a cada uno de los hombres
fuertes de Blanco y Negro.
¿Qué día es hoy en Colo-Colo? Puede ser también el
día de los prejuicios contra el poder. Calígula, por ejem-
plo, siempre tuvo mala prensa, aunque en su primera época
como emperador Roma conoció el orden y la prosperidad.
Rebajó impuestos, absolvió a los exiliados, premió a los sol-
dados y llenó el Coliseo de gladiadores (¿Colo-Colo 2006?).
Después se enfermó, estuvo al borde de la muerte y cuando
se recuperó obligó a suicidarse a todos los que habían pro-
metido sus vidas a cambio de su salud. Calígula se convir-
tió en un tirano que, según Séneca, provocó una hambruna
cuando impidió que los barcos se dedicaran al transporte

148
de alimentos para usarlos como puentes flotantes. Durante
una batalla en Britania, en vez de luchar contra el enemigo,
le exigió a su ejército que recogiera las conchas en la orilla
del Canal de la Mancha como un tributo que el océano
les debía a la Colina Capitolina y el Monte Palatino (todo
esto se parece mucho al liderazgo de Blanco y Negro en la
asonada que determinó la expulsión de Marcelo Bielsa de
los santos lugares). La supuesta demencia del emperador
ha sido ampliamente difundida desde los primeros histo-
riadores de aquellos días, pero también han surgido otras
interpretaciones en la actualidad. Autoproclamado como
un dios, Calígula se llenó de un profundo desprecio hacia
aquellos a quienes debía gobernar: la plebe y las institu-
ciones de la República, encabezadas por el Senado. En ese
plan, decidió designar como Cónsul en Bitinia a Incitatus,
su caballo favorito que llegó a tener una casa propia en la
que era atendido por dieciocho sirvientes. Incitatus era un
caballo de carreras y en la noche anterior a la competencia
Calígula dormía junto a él y decretaba un silencio general
que nadie podía interrumpir, bajo pena de muerte. En el
fondo, las decisiones que se toman en Blanco y Negro han
sido malas porque no logran convencer a los colocolinos de
que no fueron inspiradas por la sospecha, a veces doble, de
cierta demencia empresarial o una ideología del desprecio
que solo puede fomentar la rebeldía de las bases. Incitatus
suele cambiar de puesto en Macul: a veces entrena al equi-
po, a veces preside al club, a veces se esconde detrás de un
cerro de acciones.
En el fútbol no hay espacio para contarse una historia
romántica, en la cual el pueblo vence a la elite. En Colonos,
de Sanhueza, uno de los colonos dice algo que el coloco-
lino perfectamente podría decir acerca de su relación con
Blanco y Negro: “Me siento como un muñeco de madera

149
que da señales de vida en medio de la función mientras
el ventrílocuo improvisa una historia que de otro modo
jamás habría podido contar”. En el tiempo, sin embargo,
hay peleas que ya están ganadas: el pasado de Colo-Colo
tiene un maravilloso porvenir. Según el antropólogo bra-
sileño Ruben Oliven, el culto a la tradición en el fútbol,
lejos de ser anacrónico, está perfectamente articulado en
la modernidad y el progreso. Colo-Colo quizás no sea el
eterno campeón, pero es eterno y con eso a los colocolinos
nos basta para saber que lo de mañana y lo que venga des-
pués nos pertenecen desde la frase “Vámonos, Quiñones” o
quizás desde mucho antes.

150
Estamos soñando, es verdad

Me gustaría saber si los sueños que nos persiguen tie-


nen algún atisbo de realidad. Si son cosas que le pasan a
uno, ¿por qué no habrían de ser reales aunque no le pa-
sen a nadie más? Mi sueño es un partido de Colo-Colo
en Santa Laura, pero no tanto el partido sino todo lo de-
más, lo que ocurre a pesar del partido. No sé si me explico.
Cuando juega Colo-Colo es mucho más que un partido.
Estamos hechos de cosas que son como Colo-Colo: risa,
pena, hambre; luego más risa, más pena y más hambre y,
después del pitazo final, un murmullo en el que no logra-
mos reconocernos. En mi sueño, Colo-Colo es un lugar en
el que sucede lo que suele suceder en los sueños. La historia
empieza después del almuerzo, cuando vamos con el Necu
a buscar a mi hermano a su casa. Al Necu le decíamos Necu
porque era indio y jugaba a la pelota de lateral izquierdo.
Una vez, como Neculñir, también llegó a un partido con
zapatos blancos. En el camino nos topamos con un cortejo
de monjas. Como treinta monjas vivas detrás de una monja
muerta. O una monja muerta encabezando un desfile de
monjas casi muertas. El Necu dijo algo que no entendí y
yo me quedé pensando en las vueltas de la vida. Soberana
estupidez eso de pensar en las vueltas de la vida cuando
uno no sabe en qué pensar. Es como preguntar cualquier
tontera o decir “hace calor” cuando uno quiere romper un
silencio incómodo. Según el Necu, las monjas nos iban a

151
dar mala suerte contra Unión Española y yo le respondí
que eso no importaba demasiado porque ellos tenían a Ju-
lio Martínez. El Necu, para evitar los malos augurios, les
echó encima una grosería que no soy capaz de repetir. Has-
ta los sueños tienen sus callejones oscuros por los que nos
da miedo o vergüenza transitar. El Gato, mi hermano, nos
estaba esperando en la puerta, mirando el reloj y con una
bandera blanca en cada mano. En esta parte debo admitir
que el Gato Abarzúa, mi hermano de carne y hueso, es
hincha de Cobreloa desde que mi viejo lo llevó al Esta-
dio Nacional para la final de la Copa Libertadores de 1982
contra Peñarol. Yo, en su lugar, habría llorado con el gol de
Morena que les arrebató el título, pero no sé si lloró y nun-
ca se me ocurrió preguntarle. En mi sueño, sin embargo, él
es hincha de Colo-Colo y no hay cuchufleta posible. En el
fondo de su corazón, todo anticolocolino es un colocolino
con déficit atencional.
Cuando le contamos al Gato lo de las monjas aprobó
las palabras del Necu. Incluso dijo que yo debí parar el
auto delante de ellas para que el Necu pudiera mostrarles
algo que las resucitara a todas juntas. Tenía buena fama el
Necu, en la cuadra jugábamos a hacer comparaciones sobre
el tamaño y la forma de su miembro. Cosas de pendejos:
siempre nos quedábamos en la cocacola de litro como per-
fecto descriptor de su munificencia.
Íbamos en el Peugeot 404 de mi viejo. A veces me lo
prestaba para ir al estadio o para copular con mi novia de
turno. El asiento trasero del 404 era ideal para esos menes-
teres. De una sola pieza, como un sofá de motel. Mi viejo
lo trabajaba de taxi y por las historias que contaba yo no
era el único que le daba ese uso. El Gato y el Necu hacían
bromas sobre el triste estado y los olores del cacharro hasta
que yo amenazaba con bajarlos en el siguiente semáforo
rojo. El Necu era el que más hueveaba.

152
—Oye, huevón, ¿qué chucha hace tu viejo en la parte
de atrás? Parece que escondió un perro muerto debajo del
asiento. No. Yo creo que le gusta culearse a las viejitas que
no tienen plata para la carrera.
—Cállate, bestia. Mi viejo llevó gratis a tu hermana el
otro día, huevón.
—Jajajá. A tu viejo le dicen el Universidad Católica:
siempre llega detrás de otro huevón a la casa. Y a tu her-
mana le dicen la U de Chile: hasta en los potreros se la han
comido. Y no tiene estadio.
—Eso, mierda. Ya estamos llegando al Santa Laura.
—¿Saben por qué a la Selección le dicen la 3:55? Por-
que a los cinco minutos ya está en cuatro.
El Necu tiene un montón de estos chistes. Casi siempre
repite los mismos, pero a veces tiene salidas que nos hacen
reír toda la semana. Al menos en el sueño nos da risa. Así
llegamos al fútbol con el Necu entrenadito para el duelo de
verdad. El Santa Laura es un estadio noble para el fútbol. Si
quieres putear a un jugador o gritarle “rompa, Chuflinga,
rompa”, lo único que importa es que ese jugador se va a
enterar. Hay cuatro o cinco metros de distancia entre las
gradas y la línea de cal. Ya en el tablón, el Necu es el en-
cargado de elegir dónde nos vamos a ubicar. Lo que es otra
manera de decir que él se arroga el derecho de elegir a la
víctima. Pagamos entrada a galería y saltamos las rejas que
haya que saltar para ponernos donde corresponda. Esta vez
toca la tribuna que da a la cordillera, a la altura en que ter-
mina el área grande, cerca de la barra de Colo-Colo. Unión
Española ataca de norte a sur y el jugador de ellos que más
cerca nos queda es el lateral izquierdo. Apenas entra a la
cancha el Necu empieza a disfrutar el partido.
—Oye, huevón malo, a vos te dicen el supositorio. Te
costó entrar, pero hoy día te van a sacar cagando.

153
El rival de turno se hace un rato el de las chacras, pero
siempre termina tostado con los tacles verbales del Necu.
—Cuatro, a vos te digo. Si no te conoce nadie. Cuando
tu vieja tiene lista la morfa te dice: “Cuatro, a comer”. Pero
no es tu culpa, hombre. La culpa es del hijo de puta que te
regaló tu primera pelota. ¡Por qué no te regaló un tablero
de ajedrez! Eres más lento que jugada de Kasparov.
Después, claro, empieza el partido. Cuando termina el
primer tiempo hay que cambiarse de lado y comprarle un
guarisnaque al Necu para que remoje la lengua y siga ju-
gando. Nosotros estamos ahí para prestarle ropa. El Gato,
por si acaso, es bueno para los combos.

154
Soy del Colo

Las mujeres tienen un olfato especial para preguntarte


en qué estás pensando cuando estás pensando en tu equi-
po. La explicación —de eso te das cuenta de entrada—con
suerte les va a sonar ridícula. Entonces pongo el modo tra-
ductor de mentiras. “Nada, mi amor” en lugar de “estaba
recordando cómo se dobló el codo el Coca Mendoza en la
final contra Olimpia”. O le dices “cosas sin importancia”
por “al fin puedo recitar sin equivocarme la lista comple-
ta de los colocolinos que hicieron goles en los mundiales:
Subiabre, Vidal, Toro, Ahumada, Sierra y Millar” (nota
mental: el Negro Ahumada se fue el 74 a Unión Española,
pero después del Mundial). Y “(aquí haces ese gesto con
la cabeza metida entre los hombros y una cara de ratón
acorralado que solo un hombre puede usar como negativa
ante su mujer)” en vez de “la verdad es que aún me pre-
gunto por qué le fue mal al Bichi Borghi en Macul el año
92”. Lucho Urrutia siempre cuenta la historia de sus asaltos
al triciclo de golosinas de don Humberto, a la salida del
entrenamiento en el Monumental, pero creo también que
Borghi siempre ha ido por la vida con el deseo de dispararse
en el pie cuando esperan demasiado de él. Le tenía una fe
tremenda al Bichi, especialmente después de un pase que
le dio a Jaime Pizarro en un tiro libre contra Cobreloa en
el Monumental: levantó el balón de cucharita para que el
Káiser hiciera la volea perfecta desde afuera del área. Igual

155
que la levantadita de Vercauteren a un compañero cuyo
apellido no recuerdo porque no tiene la sonoridad de Ver-
cauteren, pero fue en un partido del Anderlecht a media-
dos de los ochenta. En ocasiones, a propósito de Borghi,
me pregunto cómo habrá sido el primer año en Colo-Colo
de los hermanos Robledo, campeones en Inglaterra con las
Urracas del Newcastle. Llegaron a Chile a cambio de vein-
ticinco mil libras esterlinas y salieron campeones, aunque
pensar en los hermanos es pensar obviamente en Jorge, au-
tor del gol con que Newcastle ganó la final de la Copa FA
contra Arsenal. Un tal John Lennon, a los 11 años, dibujó
ese gol del iquiqueño George Robledo y en 1974 usó la
imagen para la carátula de su disco Walls and bridges. Tuvo
suerte el gringo Robledo: en Santiago se juntó con Colo-
Colo Muñoz y a todos les llenaron la canasta de goles. Su
hermano Ted, también campeón en Chile e Inglaterra, fue
menos afortunado: después del fútbol se convirtió en un
buscavidas y su cuerpo se perdió en un punto cualquiera
del golfo de Omán durante la noche del 5 de diciembre de
1970, después de jugar a las cartas con el capitán y otros
tripulantes del barco en el cual viajaba.
“Fútbol es fútbol”, dijo una vez el serbio Vujadin Bos-
kov, ex entrenador de Real Madrid, con una lógica lukatu-
doresca que, finalmente, nos puede llevar adonde quera-
mos. Las cosas del fútbol, cuenta Mouat. Imponderables
de todos los tiempos que transitan la cancha con los ojos
vendados. Uno de los Robledo triunfó y el otro también
pero no tanto, el Bichi no sé si lo intentó e Iván Zamorano
llegó de un lugar llamado Comala a jugar por Colo-Colo.
La grandeza no se decide; te toca el hombro después de
un córner en la octava o la novena fecha del campeonato
y es cosa tuya si no estabas atento para darte vuelta y sa-
ludarla. Eso es lo que representa Leonel Sánchez llorando

156
en una foto de la revista Estadio cuando salió campeón en
el torneo de 1970. Sergio Livingstone, Leonel Sánchez y
Elías Figueroa se dieron el gusto de jugar en Colo-Colo
porque figurar entre los grandes de la historia y no haber
jugado en Colo-Colo era una ecuación imposible en esos
años. Condorito en la edición L-125 de Condorito es co-
locolino. Allende fue socio de Everton, hincha del Ballet
Azul cuando era candidato y seguidor de Colo-Colo cuan-
do presidente. Colo-Colo es Chile, decían los diarios en
1973, cuando el Zorro Álamos y casi todos los titulares
de Colo-Colo se vestían de rojo para jugar en la Selección.
Pinochet a toda costa quiso ser colocolino, pero no pudo, y
Bachelet llegó al Estadio Nacional en el entretiempo de la
final contra Pachuca para ser testigo de los dos goles mexi-
canos que dieron vuelta el marcador en la final de la Copa
Sudamericana. En Bahía hay un equipo profesional que se
llama Colo-Colo de Futebol e Regatas, aunque juega con
los colores de Boca Juniors, y fue fundado en 1948, el año
en que Robinson Álvarez, presidente de Colo-Colo, or-
ganizó en Chile el primer Campeonato Sudamericano de
Campeones. También hay un asteroide que se llama Colo-
Colo, descubierto por el astrónomo chileno Carlos Torres
en 1968. “Como el Colo-Colo no hay, allright”, gritaba
por su parte el Gato Valdés y tenía razón, aunque otros
colocolinos empingorotados solo estaban dispuestos a usar
la lengua materna y desde otro lado del estadio retrucaban:
“De polo a polo, Colo-Colo”.
Estas cosas me pasan cuando mi mujer me pregunta
en qué estoy pensando y yo le pongo la cara de “estoy en
cualquier parte menos aquí” de Daniel Morón frente a un
tiro penal. El Loro Morón impuso en 1988 la era de los ar-
queros que vestían de amarillo en Colo-Colo, inspirado en
las tenidas del alemán Harald Schumacher en el Mundial

157
de México. Claudio Bravo también usaba el amarillo, pero
el día del campeón en tu cara usó una camiseta negra para
atajarle el penal a Mayer Candelo. Colo-Colo ha jugado de
blanco, de rojo y de negro, pero en 1963 se vistió de azul
en algunos partidos por un juego de camisetas de la Sam-
pdoria que Jorge Toro trajo desde Italia. En 1927 también
se usó el verde y a los dirigentes de los cincuenta les dio por
mezclar el blanco con el azul y el rojo. La combinación se
repitió con la camiseta auspiciada por Lan Chile en 1986
que años después fue votada como la más fea de siempre
en el fútbol nacional. Más fea que una chilenita del Polaco
Dabrowski. ¿Ya les conté sobre la parada de pecho de Ri-
cardo Mariano en el estadio Olímpico de Tokio? Popovic,
el entrenador de Estrella Roja, dijo que Miguel Ramírez era
un asesino con cara de niño y la única jugada de gol para
Colo-Colo ese día la tuvo el Pato Yáñez, que llegó en un
Cessna de Kike Morandé a la pretemporada de 1991 en La
Leonera. Yáñez, en 1993, hizo un catálogo con los nombres
de las distintas maneras que tenía el Coke Contreras de
pegarle al balón. El pat’e cacho: golpe de empeine. 30-40:
pase largo. Tiro libre con comba: banana. Pata loca: entre
empeine y borde interno. Debe haber sido un pata loca el
globito que le hizo una vez el Coke a Concepción. Allí, en
Collao, se le fue el penal a Jaime Pizarro contra Villamil
en el primer partido de la Libertadores de 1991 y también
hizo un gol de palomita Sebastián González tras un centro
a pata pelada de Barticciotto desde la derecha. Barti era
rubio como Pancho Platko, entrenador de los campeones
invictos de 1941 y el oso rubio de Hungría en un poema
de Rafael Alberti. Tres húngaros se han sentado en la ban-
ca de Colo-Colo a lo largo de su historia: Gyorgy Orth,
Franz Platko y Ferenc Puskás. Puskás en 1977 se quedaba
entrenando a sus jugadores en los tiros libres y se taimaba

158
al ver que ninguno le pegaba a la pelota como él, y bautizó
como Bocón y le cambió la forma de jugar a Raúl Ormeño,
a quien cuando debutó en 1975 le dijeron que podía ser el
nuevo Chamaco Valdés de Colo-Colo. Fue inscrito por sus
padres como Ferenc Purczeld Biro y después de la Segunda
Guerra Mundial cambió su apellido de origen alemán por
Puskás (con acento en el idioma de los magiares). Significa
escopetero.
La acumulación dispersa de todos estos materiales pue-
de hacerle creer a uno que sabe algo. Por ejemplo, pensar
que sé algo de fútbol o que sé lo que es Colo-Colo. Como
todos, tengo mis opiniones, pero lo único que sé es que soy
colocolino. Y no porque haga falta descubrir algo para ser-
lo, sino porque yo estaba ahí cuando estas cosas pasaban o
se contaban. Ron, el pastor alemán que mordió a Navarro
Montoya, está enterrado en la falda del cerro San Cristóbal.
¿Me hace más colocolino este saber? ¿Saber, por decir algo,
que Alejo Rodríguez llegó a Colo-Colo cuando a Arturo
Salah le ofrecieron un goleador de Trasandino que se llama-
ba Iván Zamorano y él, haciéndose el que sabe, pidió que le
contrataran al que le hacía los centros a Zamorano? ¿Que
Kalule Meléndez siempre se ponía de último hombre en
los córners a favor de Colo-Colo y que el León Astengo se
ponía a jugar de 9 cuando íbamos perdiendo? Esto empezó
cuando yo comía pan con mortadela o Turín, tomaba leche
con fortesán en el colegio y me gustaba jugar con meni a
las bolitas durante los recreos. Una vez le oí decir a un com-
pañero de curso que la gorra de Torito, el número 7 de Ba-
rrabases, estaba inspirada en la facha del Tigre Sorrel. Fue
más o menos la misma época en que me contaron lo que le
gritaban las barras rivales a Horacio Simaldone por la amis-
tad de su esposa Francesca con el cantante Julio Iglesias.
Historias que le pueden abrir los ojos a uno y que con los

159
años lo pueden convertir en periodista para escribir libros
acerca de eso. Juan Koscina, por cierto, no era hermano
de Sylvia Koscina, pero el Negro Ahumada llegó entre las
sobras del traspaso estelar de Koscina a Colo-Colo desde La
Serena en 1970. Francisco Rojas, el Murci, también llegó
desde La Serena. Rojas para mí es una foto: el murciélago
tatuado en su espalda cuando se sacó la camiseta para fes-
tejar el gol del título en 1998. Otra foto: Lucas Barrios, la
Pantera, vomitando antes de llevarse con chancho al hom-
bro a Rafa Olarra en un gol contra la U. Y entre los apodos
colocolinos, sin embargo, los que más me gustan son los
de Norton Contreras, Manteca González, Oveja Vilches,
Cantimplora Olguín y Cuacuá Hormazábal.
Todo esto lo sé o creo saberlo (da exactamente lo mis-
mo) porque soy del Colo y no necesito justificarme ante
nadie. Siempre pienso en eso cuando estoy pensando en
Colo-Colo. En lo que pasó en el Quitapenas, en el estadio
El Llano y en la jira internacional. Y también en la última
jugada colocolina de la Copa Libertadores de 1991: Rubén
Espinoza la perdió ante un defensor paraguayo mientras el
Chano Garrido pasaba por su espalda en busca del cuarto
gol. Así termina el partido.

160
161
Este libro se terminó de imprimir
en la primavera de 2013.

162

También podría gustarte