EL INVENTOR DE LA ETERNIDAD
JACQ CHRISTIAN
Título: Imhotep. El inventor de la eternidad
ISBN: 9788408101796
Reseña:
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1
Hasta que ocurrió la tragedia, la vida le había parecido incluso fácil. Sus
padres, unos simples campesinos, se habían jurado ofrecerle a su único hijo una
existencia mejor. Y cuando, cinco años antes, Imhotep había sido aceptado como
aprendiz con los hacedores de vasijas del taller real de Menfis, su sueño se había
hecho realidad.
¿Por qué los dioses se mostraban tan crueles? ¿Por qué castigaban a una
familia tan unida? Mil pensamientos se agolpaban en la mente de Imhotep,
indignado ante ese destino inicuo.
La arena crujía bajo sus sandalias mientras avanzaba en línea recta a través
de la noche. Ignorando el cansancio, contaba con sus piernas inagotables para ir
hasta el corazón de la inmensidad con la esperanza de aplacar su insoportable
sufrimiento.
De repente, se detuvo.
Lo estaban siguiendo.
A lo lejos, una sombra roja teñía de sangre el desierto. Una sombra roja de
gran tamaño que avanzaba de manera inexorable, conservando el mismo ritmo, en
dirección a su presa. ¡Así que los ancianos no mentían! Por aquellas soledades
rondaban demonios que se alimentaban del alma de los humanos, y nadie podía
escapar de ellos.
Entonces oyó un batir de alas por encima de él. Un gran ibis blanco acababa
de rozarlo. Bañado por la luz de la luna, el ave de Thot, el maestro de la ciencia
sagrada y patrón de los escribas, volaba hacia una zona árida y accidentada donde
el joven se vería obligado a reducir la velocidad y se arriesgaba a hacerse un
esguince en un tobillo en cualquier momento, a romperse los huesos incluso.
Gracias a una colina escarpada, la Sombra Roja ganó terreno. Con los
pulmones ardiendo, el artesano mantuvo una escasa ventaja.
Pero ¿no decían también los sabios que ningún humano podía ver esas
maravillas en vida?
Al levantar los ojos vio el gran ibis blanco que, después de trazar un nuevo
círculo, se alejaba en majestuoso vuelo. A pesar del cansancio, Imhotep logró
seguirlo. Y, cuando apareció la primera palmera, supo que había huido de la
Sombra Roja.
2
¿C
ómo había podido escapársele una presa tan fácil?, se preguntó la Sombra
Roja mientras volvía al cuerpo del ser en el que habitaba. Habitualmente se
acercaba a sus víctimas sin dejar que la vieran, las envolvía con una quemadura
mortal y devoraba sus almas, desde ese momento incapaces de renacer. Marcada
con el sello de la muerte, la Sombra Roja se alimentaba del mal, de las tinieblas, de
la violencia y de la destrucción. Su única finalidad era luchar permanentemente
contra la instauración de Maat, la regla de armonía del universo.
¿De qué fuerza disponía aquel chico para haber conseguido escapársele?
Incapaz de franquear el muro invisible que protegía el campo de los
bienaventurados, la Sombra Roja suponía que el fugitivo se había disgregado al
contacto del más allá, ya que, en vida, ningún humano podía ver los canales y los
campos del paraíso de los justos.
A la entrada del pueblo no se veía a nadie. Habitualmente jugaban allí
niños, y el viejo guardián del horno de pan dormitaba o bebía cerveza. Imhotep,
intrigado, se dio cuenta de que las puertas y las ventanas de las modestas casas de
ladrillo, pintadas de blanco, estaban cerradas. Desde buena mañana, las dueñas de
éstas deberían haber empezado a barrer delante de sus casas, parloteando. El joven
artesano, preocupado, corrió entonces hasta su morada en el extremo norte de la
aldea, cerca de Menfis, la capital de las Dos Tierras.
—¡Ya estoy aquí! —declaró Imhotep con su voz potente e imperiosa, que
continuaba impresionando a sus colegas del taller de los fabricantes de vasijas.
—Tenía miedo de haberte perdido. Sin tu padre, sin ti..., habría muerto de
pena. ¿Dónde estabas?
—Nada grave, una simple herida en el talón. Debo de haberme cortado con
una piedra afilada.
—¿No has visto cómo está el pueblo? ¡Estamos sufriendo una terrible
catástrofe, hijo mío! Todas las actividades se han interrumpido, el miedo atormenta
los corazones, las miradas están llenas de angustia. Puede que el sol no se alce de
nuevo, puede que nos llegue a faltar el aire de la vida.
Los altos funcionarios del Estado pusieron mala cara; el primero, el jovial
Anjy, [4] sacerdote del dios halcón Horus y jefe de los ritualistas. Vividor, fino
conocedor de los textos sagrados y organizador de las ceremonias, aquel cuarentón
risueño iba vestido con una túnica que imitaba una piel de pantera. Frente a la
estela, leía las fórmulas de glorificación del alma del difunto que el tribunal del
más allá reconocería como «justo de voz».
Pero ¿en qué manos dejaría el jefe de los ritualistas el bastón de mando, [5]
lo que simbolizaría la legitimidad para gobernar? En efecto, el imponente Zoser, el
hijo del difunto, parecía un sucesor probable. Sin embargo, el gran consejo todavía
no se había manifestado, y circulaban rumores contradictorios. En Egipto no
bastaba con ser hijo de faraón para llegar a serlo a su vez. Las malas lenguas
reprochaban a Zoser su autoritarismo, y temían su severidad. Existía el riesgo de
que desaparecieran gran cantidad de favores ilícitos y de privilegios, y un gran
número de dignatarios temían perder su puesto.
El jefe de los ritualistas puso cuidado en leer lentamente y con voz firme las
palabras divinas que permitieran la apertura de los ojos, de la boca y de los oídos
de la momia. Transformaban un cadáver en cuerpo de Osiris, sostén de
resurrección. Tras setenta días de embalsamamiento y de ritos funerarios, el rey
reposaba por fin en el seno de su morada de eternidad, al abrigo de las fuerzas de
destrucción. Con sus miembros y sus huesos reunidos y al completo, disponía de
un nuevo corazón de piedra, inalterable.
Anjy asintió con la cabeza. Llamó a dos ritualistas y les ordenó que dejaran
los fragmentos de las estatuillas en dos pequeños cálices de piedra. Les prendió
fuego, y la intensidad del chisporroteo, semejante a unos gritos de dolor,
impresionó a los asistentes.
—El gran consejo nos espera —dijo la reina Nemaat a su hijo Zoser.
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—Y tú, un saboteador.
—¿Cómo te atreves...?
—Has cambiado los sílex que sirven para hacer de contrapeso de la broca.
De un peso muy diferente, comprometían la rotación, y tendría que haber roto esa
vasija de gran valor. El jefe de taller me habría despedido.
El sesentón sonrió.
Todos los artesanos del taller asintieron con la cabeza. Tiñoso pareció
trastornado.
—¿Obedecerlo, yo?...
Quedaban los dos principales consejeros del monarca fallecido, que habían
ocupado diversos puestos ministeriales y conocían perfectamente la
administración y los engranajes del poder. El primero, Baten, era un trabajador
incansable, preocupado por la buena marcha del Estado hasta el punto de perder el
sueño por ello. Padre de dos hijos, aquel cuarentón corpulento de voraz apetito
reducía su vida familiar al mínimo, pues dedicaba la mayor parte de su tiempo a
los asuntos públicos. De estatura media, rostro redondeado y aspecto decidido,
Baten conocía la fragilidad del país. Un mal faraón comprometería la unidad del
Norte y del Sur y conduciría rápidamente a Egipto a la ruina.
—Varios jefes de provincia no miran más que por sus propios intereses. El
fallecimiento del rey les procura la ocasión de liberarse del poder central. Por no
hablar de los altos funcionarios resueltos a enriquecerse olvidando sus deberes...
En cuanto al enemigo libio, su calma aparente me inquieta. Tal vez se esté
preparando una ofensiva y carezcamos de información.
—Comparto las dudas de Ajeta, pero creo que el príncipe Zoser no puede
ser descartado de manera definitiva. Y no veo ningún otro pretendiente digno de
ese nombre.
Todas las miradas examinaron al hijo del monarca fallecido: de las palabras
que pronunciara dependía el porvenir de Egipto.
—Nadie posee las cualidades del príncipe Zoser, nadie posee una fuerza
comparable —zanjó el canciller Hezyre—. Sin embargo, la magnitud de sus
proyectos no nos seduce mucho. A semejanza del consejero Ajeta, no podría dar mi
aprobación.
Así pues, no tardó en recibir utensilios de profesional, entre los cuales había
una tablilla rectangular de sicomoro, un estuche de cálamo, finos pinceles de caña,
un cubilete de agua, barritas de arenisca para raspar y borrar y pastillitas de color
que permitían obtener negro y rojo. A eso se le añadía un lote de papiro, un rollo
de primera calidad, regalo del maestro de la escuela a su mejor discípulo.
Los fabricantes de vasijas del taller real de Menfis supieron muy pronto que
su jefe había sido premiado, e incluso el propio Tiñoso lo miró con otros ojos.
Sagaz, por su parte, no dudó en solicitarle a su superior que le enseñara a leer y a
escribir. De una fina inteligencia, el artesano progresaba a su ritmo.
—¡Tu padre habría estado tan orgulloso de ti! Desde muy pequeño ya eras
diferente de tus compañeros de juego: tú no pensabas más que en estar solo y
aprender. ¡Deseábamos abrirte camino hacia una existencia a la altura de tus
capacidades, y lo has conseguido gracias a tu valor! Esta paleta, este puesto de jefe
de taller... No podrías haberme dado mayor alegría.
—He encontrado uno que nos será de gran ayuda a cambio de una modesta
retribución.
Imhotep abrió la puerta del pequeño hogar y Jeredú vio un asno de ojos
marrones rebosantes de inteligencia, de pelaje gris claro.
Hezyre examinó la última vasija procedente del taller real de Menfis que
ahora dirigía Imhotep, con una eficacia notable. El canciller había aprobado su
nombramiento con el propósito de mantener la calidad. No había quedado
decepcionado al contemplar la última obra del jefe de taller en persona. Perfección
de la forma, ningún defecto, mano segura. Los jeroglíficos trazados en la etiqueta
indicaban un sentido del trazo fuera de lo común.
—¿Su nombre?
—Hazlo pasar.
El artesano se arrodilló.
—Señor, yo...
—Es difícil de decir, señor, ¡no tengo palabras! Un horror así, aquí, en
Menfis... ¡Ya no puedo dormir!
—¡Ya va, señor, ya va! Fabricar vasijas de piedra dura exige experiencia,
fuerza y precisión. No son raros los accidentes de trabajo y las heridas. A la larga,
el cuerpo sufre. Mi punto débil es el hombro derecho. Acababa de luxármelo
cuando... ¡alguien puso la mano sobre el lugar del dolor y me lo curó! Lo
comprendí de inmediato, señor: ¡magia negra! Mis colegas cierran los ojos, yo no.
Se trata de un crimen, el culpable debe ser arrestado y castigado.
Tiñoso titubeó.
—Los artesanos callan, pues ese monstruo es nuestro nuevo jefe de taller:
¡Imhotep! Sus poderes maléficos me aterrorizan...
—No parece que tengas de qué quejarte, puesto que te ha curado.
—¡Pero quizá mañana me haga arder por dentro, señor! Llevadlo ante un
tribunal, encarceladlo y nombrad en su lugar a un artesano serio y honesto.
Tiñoso sonrió. ¡Se deshacía de Imhotep y accedía por fin al puesto tan
deseado!
—Señor, yo...
-¿A
—Atacamos.
—De acuerdo —accedió el libio Tanú, jefe de una banda de saqueadores que
batían el desierto al este de Menfis, la Balanza de las Dos Tierras, capital de un
Egipto que no perdía la esperanza de conquistar después de haber derrocado al
faraón y masacrado a sus fieles.
Pero se equivocaban.
—De Menfis.
—Ya no sé más.
—Dime la verdad.
—El mismo.
—No soy más que un artesano y odio las frivolidades. ¿Cómo me visto, me
perfumo...?
El joven dio de comer a Viento del Norte, que estaba encantado de ayudar a
Jeredú y de disfrutar de largas siestas. Luego, camino al azar. ¡Qué bonito era el
campo! El verde de los cultivos destacaba el triunfo del trabajo de los campesinos
sobre la aridez, innumerables acequias le daban vida, los árboles frutales y las
palmeras proporcionaban sombra. Gracias al cuidado riguroso de los canales, el
Nilo ejercía sus efectos benéficos y el ganado podía aplacar la sed. Los campos de
trigo, de cebada, de espelta y de lino se mostraban generosos, la dura labor de los
agricultores se desarrollaba bajo la protección de los dioses, que Faraón debía
honrar a fin de mantener su presencia.
De repente, la vio.
Sin embargo, era inútil, pues la guapa princesa Redyit, que no fallaba a una
sola recepción importante, vio pronto a aquel huésped desconocido y seductor.
Pocos dignatarios poseían aquella autoridad natural, fruto logrado de la fuerza
física y de una agudeza intelectual casi palpable. Y la timidez aparente del joven no
hacía sino aumentar su encanto.
—Me llamo Redyit —declaró con voz suave—, y dirijo la Casa de la Reina.
¿Puedo saber cómo os llamáis?
—Imhotep.
Compuesta de una flautista, una arpista y una oboísta, la orquesta calmó los
ánimos y permitió a los invitados expresar en voz baja sus hipótesis.
Imhotep habría preferido encontrarse lejos del austero Hezyre, quien comía
sin entusiasmo y no le dirigía la palabra.
Y vio a la nadadora, vestida con un largo traje de lino, sentada entre dos
dignatarios mayores y dotados de un voraz apetito. Su belleza eclipsaba la de otras
mujeres, incluida la de la princesa Redyit. Serena, parecía escuchar la palabrería de
los cortesanos. ¿Y si uno de ellos fuera su marido?
El canciller se levantó, con lo que indicaba así el final del banquete. Sin
saludar a nadie, volvió a sus aposentos. Los invitados, por su parte, intercambiaron
sus impresiones degustando pasteles y grandes vinos alrededor del estanque.
Ataviada con un vestido de tubo ajustado que dos tirantes mantenían bajo
los pechos, la bella nadadora se retiró. A Imhotep le habría gustado seguirla, pero
gran cantidad de curiosos lo rodearon y acosaron a preguntas. Todos querían
conocer al héroe de la noche. Finalmente, la jauría se dispersó.
pacible, [13] la esposa de Zoser, era amada y respetada. Sin alzar nunca la
voz, reinaba con firmeza y dulzura sobre una casa numerosa y administraba una
vasta finca agrícola en la que empleaba a un centenar de campesinos que se
desvivían por satisfacer sus deseos. Apacible recompensaba a los trabajadores y
castigaba a los perezosos. Nadie se atrevía a mentirle, y sus servidores se alegraban
de pertenecer a una gran familia en la que nadie temía la enfermedad y la vejez.
Los empleados de Zoser y de su esposa se beneficiaban de cuidados gratuitos, una
residencia agradable acogía a los ancianos solitarios.
De treinta y cinco años de edad como su marido, Apacible le había dado dos
hijas. Las adolescentes, de dieciséis y diecisiete años, se mostraban estudiosas y
muy despiertas. La joven mujer seguía admirando a su marido, un hombre fuera
de lo común cuya fuerza asustaba a numerosos cortesanos. Desde su primer
encuentro, había sentido en él al jefe de Estado, capaz de poner su existencia al
servicio de un país y de un pueblo. La pasión que lo animaba no destruía, sino que
nutría una visión necesaria para la armonía de aquella joven civilización. Privada
de faraón, se hundiría pronto y daría lugar al desorden y a la injusticia.
Apacible comprobó ella misma la túnica de gala que Zoser llevaría cuando
se presentara ante el gran consejo. ¿Por qué dudaban de sus aptitudes para
gobernar? Por supuesto, designar a un faraón era una responsabilidad temible, y
Apacible no desaprobaba la prudencia de los consejeros. Esta vez, sin embargo,
deberían adoptar una postura definitiva.
—Y ¿su salud?
—Declina a ojos vistas. Los remedios de Hezyre no logran más que calmar
sus dolores.
—¡Aplástales la cabeza!
Apacible titubeó.
Zoser sonrió.
—Lo mantengo.
—Posiblemente.
—Si ese orden es el de Maat, justicia del universo y rectitud real, sería el
garante de ello. Si se reduce a la rutina administrativa y al comportamiento
indigno de algunos privilegiados, lo modificaría.
—Me llamo Imhotep, soy el jefe del taller de los fabricantes de vasijas y
deseo ver al intendente del astillero.
El escriba se sobresaltó.
—No tengo gran cosa que enseñarte —confesó—, y voy a confiarte al Viejo.
En caso de dificultades, él es quien encuentra las soluciones.
—¿Dónde se encuentra?
La mirada del Viejo se endureció. —Esa cicatriz del talón... —Una piedra del
desierto.
—Me han sido confiadas pesadas tareas y trato de mostrarme digno de ellas.
—Yo misma he elegido la forma y el corte de las vasijas destinadas a la
cocina de la reina. Os toca a vos escoger el tipo de piedra conveniente.
¿Por qué había elegido el lado maléfico del poder? Una existencia cómoda,
un puesto importante, la estima general, un porvenir dichoso... Debería haber
gozado de sus privilegios y disfrutado de la existencia hasta el día de la gran
travesía.
Robar almas, activar la magia asesina, abrir de par en par las puertas de la
guarida del mal, ver a los humanos adorándola: ¡magníficos propósitos,
incomparable ebriedad! La Sombra Roja no lamentaría nada. Al querer instaurar el
reino de Maat en la Tierra, la monarquía faraónica representaba un peligro
insoportable.
—Toma asiento.
—Yo soy repartidor de verduras, y a veces abastezco a la Casa de la Reina.
¿Y tú?
—Caravanero.
—Tú lo has dicho —asintió Tanú—. Nunca se está protegido frente a una
incursión de esos malditos libios.
—Hay más colegas que acaban de perder bienes y personas. Los mercaderes
están furiosos.
—¡Me sorprendería! Aparte del cuerpo de élite, no está compuesto más que
por jóvenes reclutas inexpertos. Las milicias provinciales dependen de sus jefes
locales, preocupados por su propia seguridad.
—Soltero empedernido.
—Esta noche organizo una fiestecita con unos colegas. Habrá chicas no muy
difíciles... ¿Quieres unirte a nosotros?
El sol apenas acababa de salir, y el calor de ese principio del verano se hacía
insoportable. Caminando a paso lento, y a pesar de estar acostumbrado a la dureza
del desierto, al libio le costaba recobrar el aliento.
—La canícula mina las almas y los cuerpos —constató la reina Nemaat—. ¡Y
a ello se le añade el peor de los vientos del desierto! La arena penetra por todas
partes y dificulta la respiración. Este día se presagia maléfico, hijo, y no tienes
ninguna posibilidad de lograrlo. Aplacemos la prueba.
—¿Acaso hemos perdido todo vínculo con los dioses? Sabes que la ambición
me es ajena. A mis ojos sólo cuentan el esplendor de las Dos Tierras y la felicidad
de sus habitantes. Una nueva era debe comenzar, me cueste lo que me cueste.
—Tu vida...
Las nubes de arena roja ocultaban el sol, los campesinos seguían metidos en
sus casas. Cualquiera que se aventurara a salir se arriesgaba a sufrir serios daños
en los ojos y los pulmones.
—¡Sería una locura, alteza! —protestó Anjy, el jefe de los ritualistas—. Con
todos los respetos, el más fuerte de los atletas fracasaría en ello.
El príncipe se acercaba.
De lo alto del cielo, hendiendo una nube de arena, el halcón del dios Horus
surgió a la velocidad del rayo y no erró su blanco clavando las garras en el cuerpo
de la víbora, que llevó lejos del camino por donde Zoser pasó unos segundos más
tarde, sin saber que acababa de escapar de un destino atroz.
El arquero vio a Zoser y tensó su arco. La amplitud del paso del coloso no
menguaba, mantenía la misma velocidad.
Una voluta de arena roja rodeó la cabeza del asesino a la manera de un velo
que le cegó los ojos y le apretó el cuello. Estrangulado, soltó su arma, se golpeó con
una almena, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Justo después de pasar el príncipe,
se estrelló contra una roca y se partió la nuca.
Con sus últimas fuerzas, Zoser se negó a renunciar. ¿Acaso fracasar no sería
peor que la muerte? Frente a la prueba, un futuro faraón debía olvidar sus
debilidades e implorarles a sus ancestros que lo ayudaran a proseguir su tarea.
Una paz profunda, casi irreal, invadía a Zoser. Cuando se detuvo, su rostro
carecía de arrogancia. Como si el esfuerzo no le hubiera costado nada, el príncipe
se inclinó delante de la regente del reino.
—El Viejo está ausente desde hace tres días. ¿No estará enfermo?
—Sólo tú has recogido sus secretos del oficio, y tu mano los mantendrá con
vida. El Viejo no se equivocaba al concederte su confianza.
—¿Por casualidad habéis oído hablar de un taller secreto?
Las audiencias del canciller empezaban a primera hora del día. Como no
soportaba a los parlanchines ni a los quejicas, no concedía más que un tiempo
reducido a sus interlocutores, a los que les rogaba que se expresaran de manera
exacta y concisa.
Hacer de cada día una fiesta de los sentidos, paladear el efímero placer que
renacería al día siguiente mismo, acariciar un cuerpo enamorado... ¡Sagaz no
podría haber soñado con una existencia mejor! Su único proyecto serio: su trabajo.
En el taller no se permitía capricho alguno, e Imhotep era un modelo al que seguir.
—¿Problemas?
—¡Oh, no! ¡Es una razonable confianza! Conoces el oficio y tus colegas te
aprecian. Aunque te falte un poco de autoridad, tu inteligencia te sacará de las
situaciones difíciles.
—Irrevocable.
—¡Pues sí que estás bien informado! —se sorprendió Imhotep—. ¿Es que
tienes libre acceso a la Casa de la Reina?
—Tengo relación con una joven música. Toca el arpa en los banquetes y me
honra con su... amistad.
Había que romper ese impulso sin despertar sospechas. Ahora bien, el
destino acababa de favorecer los designios de la Sombra Roja procurándole un
inesperado aliado que convenía manipular con tacto.
—Tómate tu tiempo, Redyit. Temo las horas que me esperan, por lo que
disfruto de tu compañía.
—Hoy mismo recibiré al canciller Hezyre y espero que acabe por fin esta
situación.
—Estáis poniendo a prueba a vuestro hijo con mayor dureza que a cualquier
otro pretendiente al trono, pues lo estáis preparando para un gran reinado.
-A
—Mostrádmelas.
Ambos portadores sacaron de las cajas los valiosos objetos. Redyit las
examinó una por una, pasó el dedo por los cuellos, las asas y las panzas. Por su
actitud era imposible saber si estaba satisfecha.
Redyit observó al joven con una mirada medio crítica, medio seductora.
—¿No llega a su fin? ¿Acaso el éxito del príncipe Zoser no es una señal
suficiente?
Como si pasara frío en esa época canicular, Hezyre volvió a cruzar los
faldones de su abrigo.
l jardín del palacio real de Menfis ofrecía una sombra relajante durante las
horas de fuerte calor. A la reina Nemaat le gustaba descansar allí mientras pensaba
en su difunto esposo. Cómodamente instalada, bebía un poco de cerveza fresca y
soñaba con un Egipto libre de las fuerzas del mal.
—Ven junto a mí, hijo. Este lugar apacible ha visto tus primeros pasos y oído
tus primeras palabras. El amor de tus padres ha alimentado tu alma, y
esperábamos que consagraras tu vida a honrar a los ancestros, a prolongar la obra
divina y a servir a las Dos Tierras.
—Un nuevo obstáculo se yergue ante ti. El gran consejo sólo fijará la fecha
de la coronación después del éxito de la operación militar dirigida contra los
merodeadores de las arenas.
—No lo creo, hijo, pero la enfermedad altera mi juicio. Los libios son
enemigos inveterados nuestros, no aspiran más que a adueñarse de nuestros
tesoros. Tu padre planeaba una operación para mantener el orden.
Con un gesto, la Sombra Roja les ordenó a los dos guardias armados que
salieran de la habitación. La puerta volvió a cerrarse.
Uno contra uno... ¡La ocasión soñada! Tanú se precipitó sobre el personaje
enmascarado, decidido a romperle la cabeza.
—Tanú.
—¿Jefe de una tribu?
El prisionero dudó.
—No, yo...
—Bueno, pues sí, ¡he matado egipcios! ¡Yo, y todos los libios odiamos Egipto
y queremos destruirlo!
—Excelente.
—De acuerdo, acepto trabajar para vos. Entonces ¿cuál es vuestro plan de
ataque?
—Una única tribu no logrará destruir Egipto, de modo que tienes que
federar a la totalidad de los clanes y ponerte al frente de ellos.
—¡No es fácil!
—Ábrelo.
Imhotep abrazó durante largo rato a su madre, mientras uno y otra dejaban
correr las lágrimas.
Jeredú se separó.
—Lo deseo y espero descubrir allí el taller secreto. Pero dejarte me rompe el
corazón.
La visión de las orillas del Nilo, unos pueblecitos de casas blancas e islotes
herbosos, destino veraniego de miles de pájaros, no calmaba las preocupaciones
del exiliado. Pasar de la dirección de un taller a la de una corporación entera
implicaba cualidades de administrador que quizá no poseyera. Según las
confidencias de los marinos, por lo general se confiaba ese puesto a un alto
funcionario de mediana edad, acostumbrado a caracteres fuertes y a dificultades
de todo tipo.
Imhotep asintió.
—¿Eso deseáis?
-¿E
—En cama desde hace dos días —confirmó el secretario particular del
príncipe.
—Convoca a su adjunto.
—Desgraciadamente, sí.
Zoser cruzó el umbral de una bonita casa de dos plantas cuya fachada
estaba adornada con malvarrosas.
Dos mujeres jóvenes, una pelirroja y otra morena, preparaban una comida
copiosa. La irrupción del coloso las asustó.
El príncipe entró.
—No... no os atreveréis.
Como los demás miembros de la corte, la Sombra Roja había sido avisada de
los preparativos de la incursión destinada a restablecer el orden en el seno del
desierto del nordeste, con el fin de proteger las minas de cobre y de turquesas. El
nombramiento de Zoser al frente del cuerpo expedicionario suscitaba el
escepticismo de los oficiales superiores. A pesar de su autoridad y de su
determinación, sería un mal guerrero. La falta de experiencia lo condenaba al
fracaso. Aceptar esa misión equivalía a cortarse el cuello. El hijo de la regente no
accedería al trono; renacían las ambiciones de los pretendientes decepcionados.
Violento y astuto, tenía las cualidades necesarias para federar las fuerzas del
mal y sembrar el caos. Luego, una vez terminada su tarea, la Sombra Roja lo
reduciría a cenizas.
Y ésa fue la última cena antes de la partida, a solas con su esposa. Apacible
no ocultó su angustia.
—El gran consejo todavía espera una señal decisiva, el canciller Hezyre
permanece inflexible. ¿Acaso esta expedición punitiva no será la mejor ocasión
para eliminarme?
Esos favores formaban parte de las ventajas adquiridas que escapaban del
fisco y le procuraban un bonito beneficio cuando lo revendía a particulares.
Lo observaban.
—Eso creo.
—¿Quién eres, chaval?
—¿Te molesta?
—¿Cómplices?
—¡Pírate, chico!
—Tienes una única solución para evitar lo peor —indicó el nuevo superior
—: confesarme toda la verdad, reembolsar con horas de trabajo el valor de la
madera robada y jurar poner fin a este trapicheo. En ese caso olvidaré el pasado y
te trasladaré a un puesto subalterno. A la primera salida de tono, me volverá la
memoria. ¿Qué decides?
—¿Deseáis algo?
—Vuestra atención.
—Podéis iros.
Los escribas salieron con la cabeza baja. Los buenos tiempos habían
terminado para ellos.
—¿Algún problema?
—Os pongo la realidad ante la cara. Al dejaros llevar sólo por vuestros
privilegios y vuestras pretensiones, os olvidáis de lo esencial: el amor por la obra.
Lo hacéis igual que unos principiantes. ¿La corporación de Nejen? Una banda de
vanidosos satisfechos con su mediocridad. Teníais razón en dejar vuestras
herramientas, se las merecen artesanos mejores. Terminad a vuestro ritmo los
pedidos de mobiliario, lo liquidaré en las provincias de alrededor sin mencionar su
origen. El palacio real, por su parte, tendrá que esperar. Me toca explicar la
ausencia de un equipo cualificado.
os preparativos para partir habían acabado. Los asnos llevarían cestos que
contuvieran alimentos y ropas, cada soldado dispondría de una mochila para su
estera, su taparrabos de recambio y remedios tales como colirios contra la
sequedad de los ojos y pomadas para repeler los piojos del desierto y otros
insectos. Zoser había exigido esteras de primera calidad, con el fin de ofrecerles a
los soldados un lecho agradable al final de las largas horas de marcha.
La pantera lanzó un grito extraño que parecía una llamada, dio media
vuelta y se alejó.
—Vuestra seguridad...
El explorador soñó por un instante con las palmeras de Menfis, con sus
jardines sombreados y con una cerveza fresca paladeada en una pérgola.
—Allí, mira.
—Veo... ¡arena!
—Mira mejor.
El libio desnudó a sus presas y las tiró al suelo. Una única duda le quedaba:
¿por cuál empezar? No tuvo tiempo para proseguir con su reflexión, pues la flecha
de Zoser le atravesó la garganta. Con una desventaja de uno contra cinco, los
egipcios aprovecharon el efecto sorpresa. A la eficacia de los arqueros le sucedió
una avalancha mortífera, alimentada por una ira ciega. Nada de prisioneros,
ningún herido grave entre los egipcios: dos chiquillas y unos mercaderes liberados.
Por tres veces, la pantera guió a Zoser hasta la guarida de los merodeadores
de las arenas. Las operaciones punitivas quedaron coronadas por un éxito
semejante al anterior y comenzó a circular un rumor: Zoser restablecía el orden sin
dar cuartel. Los últimos libios renuentes obedecieron las consignas de Tanú y se
retiraron lejos de aquella región que se había vuelto peligrosa.
La tormenta no duró más que tres días y la tropa estuvo pronto lista para
partir. ¡Qué magnífico balance! Los libios repelidos, la seguridad restablecida, el
poder de Egipto reafirmado. El príncipe Zoser había dado la talla como jefe militar
capaz de proteger a su país. Ante el éxito de esa misión, el gran consejo no podría
diferir la coronación.
Por su parte, los asnos también tenían prisa por volver a ver un paisaje
menos duro y establos cómodos. Dignos colaboradores, serían bien mimados. No
obstante, al comienzo del segundo día de marcha, el animal de cabeza ralentizó
repentinamente el paso al acercarse a una senda estrecha entre dos mesetas
rocosas.
Utilizando una pesada espada corta que sólo él podía manejar, Zoser se
mantuvo al frente de sus hombres. A pesar de su inferioridad numérica, se sentían
animados por una inagotable voluntad de vencer que les era transmitida por un
jefe así.
—Seguidme.
—Una riña.
—Despierta a tu jefe.
—¿Queréis sancionarme?
—¡Despiértalo!
—Con todos mis respetos, ¡ni hablar! Esos muchachos están acostumbrados
a tener sus conflictos, ejercen su propia ley.
—¡Aquí el director soy yo! Pego a quien quiero, cuando quiero. Vuélvete a
tu despacho y déjanos en paz.
—No des un paso más —ordenó Imhotep, que tendió el brazo con la palma
de la mano derecha abierta hacia el furibundo.
Echando espumarajos por la boca, éste trató de avanzar. Pero, inmovilizado
por una fuerza misteriosa, sólo lograba patalear. Poco a poco terminó cayendo
hacia atrás, incapaz de tenerse en pie. Su torpe caída desató la hilaridad general.
—¿Adónde vamos?
Imhotep les rogó a sus amigos campesinos que invitaran a los funcionarios a
tortas, puré de habas y dátiles. Los huéspedes se atiborraron entre bromas.
—Te escucho.
—Salgamos, ¿quieres?
—Entonces ¿a quién?
—Es difícil de decir, tan difícil... Al nombrarme para este puesto has
cambiado mi vida, y te lo agradezco. Entre mis competencias hay una que me
gusta poco: la recepción y criba del correo oficial.
—Muy mala.
—¿Disturbios en Menfis?
—En ese caso, tiene que salir a la luz pronto y ganarse nuestra adhesión —
juzgó Hezyre—. Una maniobra así me parece pueril.
Propagado por la Sombra Roja, el rumor recorría la capital: los libios habían
vencido a Zoser, muerto en combate, y el poder se hallaba desconcertado. Pronto
Menfis quedaría en manos de una horda salvaje, el ejército no podría resistirse.
Algunos pensaban en huir hacia el sur, otros se adherirían a los nuevos amos del
país. Y la crecida tardaba y la canícula agotaba a los seres vivos.
—¡Zafarrancho de combate!
—¡Una señal más! —juzgó el consejero Baten—. ¿El canciller está satisfecho?
—¡He aquí la auténtica señal! Ojalá vuestro reinado sea feliz y próspero,
majestad. Soy vuestro servidor y os juro fidelidad.
23
Los dos amigos tomaron por un sendero que dominaba las aguas. El Nilo se
extendía llenando a su paso unos estanques de retención cuyo contenido, a lo largo
de los próximos meses, serviría para la irrigación. Empezaban a circular barcas,
algunos buenos nadadores disfrutaban de un gran lago con remolinos a veces
peligrosos, por lo que se equipaban con flotadores de caña. Con los machotes
decididos a deslumbrar a grupos de jóvenes admiradas, la competición estaba en
su apogeo. ¿Acaso el más rápido no recibiría los favores de alguna chica guapa?
Las últimas luces del día crearon un fresco de una belleza deslumbrante.
Poco a poco, las docenas de matices de plata, de anaranjado y de oro cedieron su
sitio al azul profundo, anunciador del matrimonio de la noche y del cielo. Nacieron
miles de estrellas y esa visión proporcionó a Imhotep una paz inesperada.
Un niño se le acercó.
—¿Eres tú el mago?
Imhotep sonrió.
¿No marcaba ese banquete el fin de una época? Al día siguiente, gran
cantidad de dignatarios con una carrera completamente trazada se verían
obligados a abandonar el palacio real. ¿Los llevaría su decepción a sembrar de
trampas el camino del faraón responsable de su decadencia? Y si Zoser se
mostraba demasiado impaciente y daba pie a disturbios intolerables, ¿sobreviviría
a sus errores?
Una capa rojo oscuro, una máscara roja de tejido tupido que deformaba la
voz... El monstruo contemplaba a su esclavo.
Tanú se arrodilló.
—He fallado, señor, pero ¡puedo justificarlo!
—¿Cómo?
—¡Ese coloso de Zoser valía por cien hombres! Y sus arqueros de élite no
erraron el blanco. En terreno descubierto no teníamos ninguna posibilidad.
—Tú huiste.
—Esa pantera, ese halcón, ese poder sobrehumano... ¡El príncipe domina la
magia!
—Señor, ¡he visto a Zoser manejar una espada llameante! Traspasa con ella
a todos sus adversarios.
—Las unirás.
25
Encantado con el viaje, Viento del Norte salió de su letargo. Imhotep lo cargó
con grandes sacos que contenían su material de escriba y sus efectos personales. El
asno fue el primero en bajar la pasarela e inquirió a su amo con la mirada.
A buen paso, Viento del Norte eligió el mejor itinerario. Al volver a ver la
capital, Imhotep pensó en la inaccesible Neferet, a la que absorbían sus
investigaciones en el corazón de la Casa de Vida. Tal vez se enterara de su
destitución, pero ¿qué importancia tenía él a sus ojos?
—Excelente, canciller.
Con sus ojos inquisitivos, Hezyre miró fijamente al joven, que estaba
dispuesto a sufrir un violento asedio.
—Canciller, yo...
—Acepto.
—Mira este mapa detallado. Tu éxito en Nejen hay que extenderlo a las
instituciones encargadas de producir bienes y de asegurar así la felicidad diaria de
la población. He señalado su emplazamiento, y entrarás en contacto con cada
director después de haber examinado un informe relativo a la manera en que
cumple con sus obligaciones. El nuevo faraón debe disponer del máximo de
riquezas y de un Egipto próspero a fin de llevar a cabo sus reformas.
—Lo ignoro, canciller. Pongo la mano sobre la parte del cuerpo dolorida y
me parece sentir una energía que circula de nuevo.
—¿Cómo procedes?
—Te lo ruego.
—Que se lo recompense por haberme aliviado así. Vela por que no le falte
de nada, Hezyre.
Redyit sonrió.
Desde ese momento, un servidor del Ka pagado por Imhotep iría allí a
diario para glorificar a aquellos «justos de voz» y proporcionarles los alimentos
necesarios para su supervivencia en el cielo y en la Tierra.
¿Por qué los seres queridos nos abandonan? ¿Por qué hay que sufrir
semejantes golpes? Al menos, Imhotep estaba seguro de que sus padres lo oían y lo
veían. Su resistencia a la adversidad, su voluntad inflexible, su deseo de seguir
siendo recto se lo debía a ellos. A pesar de su soledad aparente, percibía la ayuda
del más allá.
Imhotep se volvió.
Imhotep sonrió.
—Lo siento, amigo, tengo que redactar unas cartas para directores de
diversas instituciones del reino.
—Así pues, ¡piensas trabajar sin descanso para favorecer a un soberano que
está dispuesto a despedirte!
—Sólo importa la buena marcha del reino. Del más poderoso al más débil,
cada egipcio se beneficiará de ello.
—Cuando uno trata de cumplir su cometido con toda su alma, las amenazas
se vuelven ineficaces. El canciller Hezyre me ha confiado una misión y me he
consagrado a ella.
—¡Deberías escucharme!
—Al pie de la letra. No quedan más que unos ínfimos detalles por
solucionar.
—El ritual es una ciencia exacta —recordó Hezyre—. El más mínimo error
podría poner en peligro el reinado de Zoser. Mantén una extrema vigilancia.
—No estoy satisfecha del todo, canciller, y dejaré por escrito las mejoras que
me parecen indispensables.
—He exigido más severidad por parte de los enseñantes y espero excelentes
resultados. Las mujeres escribas se muestran a la altura de sus homólogos
masculinos, el telar provee a los templos de magníficas telas rituales, las músicas y
las bailarinas forman excepcionales conjuntos. Por desgracia, a veces la Casa de la
Reina carece de materias primas.
—Aprendes de prisa, muy de prisa, y voy a abrirte las puertas del lugar
donde recibirás las enseñanzas necesarias, donde yo mismo las recibí: la Casa de
Vida de Menfis.
Hacía diez días que el príncipe Zoser se había retirado al templo de Ptah.
Observando un estricto silencio, asistía a los ritos ejecutados por un pequeño
número de viejos sabios que vivían en modestas residencias en el interior del
recinto y que ya no regresaban al exterior.
Al día siguiente Zoser y su familia irían a Heliópolis con el fin de vivir allí
las fiestas de la coronación. Al acercarse el acontecimiento, el coloso sentía cómo el
peso del cargo aumentaba a una velocidad inquietante.
Faraón... El ser tan vasto que podía recibir a la totalidad de los dioses y al
pueblo de Egipto, unir la Tierra al cielo y ser garante de Maat, la regla vital del
universo. ¿Qué insensato pretendería cumplir esas condiciones?
—He venido a dejar en tus manos este símbolo y notificar así el final de mi
regencia. Dejo la Casa de la Reina, donde me reemplazará Apacible, la nueva gran
esposa real.
Nemaat sonrió.
—¿Un arribista?
De edad muy avanzada y vestido con una larga túnica que imitaba una piel
de pantera salpicada de estrellas, el gran vidente recibió al príncipe en el umbral
del inmenso templo de Ra, la luz divina. Acto seguido lo guió hasta el obelisco
único, rayo solar petrificado apto para disipar las ondas nocivas, y le rogó que se
impregnara del poder de la piedra. Luego lo condujo al castillo del fénix.
Durante la noche, la reina Nemaat leyó en voz alta las fórmulas del feliz
viaje a través de las horas que recorría la barca solar, y Apacible, la esposa de
Zoser, repitió las palabras del pasaje. De esta manera, ambas mujeres
representaban el papel de Isis y de Neftis preparando la resurrección de Osiris.
Los primeros rayos del sol iluminaron la cima del obelisco único; el gran
vidente abrió la puerta de la capilla.
Con las máscaras del halcón de Horus y del ibis de Thot, dos ritualistas lo
ayudaron a bajar de la cama y a tomar asiento sobre una piedra cúbica.
Nemaat y Apacible volvieron a vestir a Zoser con una túnica de lino que
emitía tal claridad que iluminó la capilla entera. Unido a Ra y gracias a la obra
misteriosa de los tejedores de la Casa de Vida, el rey empezó a brillar.
El gran vidente le presentó al rey la corona blanca del Alto Egipto y la roja
del Bajo Egipto.
—He aquí tus ojos, llenos de magia. Estas coronas te hacen nacer y te
permitirán ejercer la función del creador, Atón, Aquel que es y Aquel que no es.
En presencia de las diosas protectoras, el buitre del Sur y la cobra del Norte,
Horus y Set, ajustaron las coronas y dejaron el conjunto así formado sobre la
cabeza de Zoser.
—Tus ojos son los ojos de los dioses —afirmó el gran vidente—, iluminas el
país entero y disipas la oscuridad. Pones la Regla de Maat en lugar del desorden y
de la injusticia, creas los ritos y les presentas las ofrendas a las divinidades.
—Que tu nombre de reinado sea inscrito en las hojas del árbol —decretó el
gran vidente, Al cumplir con la función de Atón, realizó el acto ritual que situaba el
ser del faraón en la comunidad de los dioses. [20]
—Soy Horus, quien, con sus manos, ha recompuesto su ojo y reunido lo que
estaba separado. El primer instante renace, reconstruyo lo que estaba arruinado.
No os someteréis ni al Norte ni al Sur, ni a Oriente ni a Occidente, pero obedeceréis
al príncipe real encargado de construiros y de reforzar la rectitud.
l rey del Alto y el Bajo Egipto, dotado de millones de años, inundaba el país
de fiestas. La verdad triunfaba sobre la mentira, la justicia sobre la iniquidad, el
mal se daba de bruces. Había tapado la boca a los ávidos, los dioses estaban
satisfechos. El sol hacía crecer magníficas cosechas, la luna llegaba en su momento.
Por todas partes se celebraban banquetes en honor del nuevo faraón.
Furiosa por todo ese alborozo popular, la Sombra Roja esperaba las
primeras decisiones de Zoser. A pesar de su posición privilegiada, era imposible
obtener informaciones serias. Aquel monarca disfrutaba con el secreto y no se
confiaba a nadie. Luchar con él no sería en absoluto un placer, y su derrota exigiría
mucha paciencia y habilidad. Embriagado de poder, inevitablemente cometería
errores y no lograría controlarlo todo. La Sombra Roja aprovecharía la más mínima
fisura.
Las noticias procedentes de Libia no eran malas. Dos tribus se situaban bajo
la autoridad de Tanú, cuya reputación como jefe de guerra que disponía de un
auténtico tesoro no dejaría de aumentar. En caso de error, la Sombra Roja sabría
llamar al orden a ese asesino vanidoso.
Ahora Hezyre tenía tiempo para vigilar de cerca las obras. Expulsado del
gobierno de Egipto, aceptaba su suerte y rechazaba la amargura, los lamentos y la
nostalgia.
—No tengo hambre. Tráeme una torta de espelta y una cerveza suave.
—¡Desengáñate, cariño!
Todavía no se había encontrado con la gran esposa real, una mujer austera y
discreta cuyo único confidente parecía ser el faraón. Ni una pequeña corte
alrededor de Apacible, ni un círculo de íntimos, ni tampoco privilegiados que
obtuvieran los favores de la nueva reina de Egipto.
Por fin, un sacerdote calvo fue a buscar al candidato y, sin decir palabra, lo
invitó a cruzar el umbral. Imhotep, impresionado, siguió a su guía, que se internó
por un estrecho pasillo que conducía a una habitación pequeña iluminada por
antorchas.
—Detallad las etapas de vuestra carrera —exigió el calvo con voz grave.
Imhotep obedeció.
—Entre los tesoros de esta institución existe una biblioteca consagrada a los
tratados de medicina —reveló—. Desde este momento tendréis acceso a ella y
aprenderéis allí vuestro arte. Una especialista os guiará y juzgará vuestros
progresos.
—La primera de las claves es escuchar el corazón —dijo una voz melodiosa
—. Al tomar el pulso, oirás su voz y pensarás en un diagnóstico. Pondrás las
manos sobre la cabeza, la nuca, el pecho y las piernas del paciente para conocer el
estado de sus conductos de energía y para descubrir las causas de una circulación
insuficiente. Todo sale del corazón, todo vuelve a él. Pero no confundas el músculo
cardíaco con el centro del ser, su foco de potencia vital y de equilibrio.
Ella... Era ella, Neferet, la sublime nadadora desnuda, ¡la más guapa de las
invitadas de un banquete inolvidable!
—Lo deseo.
Neferet se alejó.
l faraón nunca iba con la cabeza descubierta. La mayor parte del tiempo
llevaba un tocado de tela rayada ceñido a la frente, cuyos dos faldones caían sobre
el torso. [23] Éste simbolizaba la capacidad del pensamiento real para atravesar el
tiempo y el espacio elevándose por encima de las contingencias humanas.
Zoser penetró en la sala del gran consejo, donde estaban reunidos los ex
dirigentes del país, sorprendidos al ver que el monarca se presentaba solo, sin los
nuevos ministros. La única explicación posible era que quería saldar las cuentas de
manera discreta. Hezyre, Baten, Ajeta, Anjy y la princesa Redyit mantenían una
expresión impenetrable.
—Los actos del faraón deben respetar la Regla de Maat —afirmó Zoser—.
Depende de ella, la hace vivir y combate el caos, las tinieblas, el desorden y la
injusticia. A semejanza de mis predecesores, presentaré mis ofrendas a los templos
y celebraré los ritos. Los enemigos visibles e invisibles serán repelidos, las Dos
Tierras conocerán la prosperidad y la paz.
—La Casa del Rey se compondrá de los servidores que forman el cuerpo de
la institución —prosiguió Zoser—: altos funcionarios, ritualistas, artesanos y
campesinos. Corresponderá a los miembros del gran consejo crear los vínculos
necesarios y asegurar la buena marcha de la nave del Estado. La élite de cada
categoría social se mostrará ejemplar y favorecerá siempre a la comunidad de los
vivos. Con la lectura del largo informe de Hezyre he constatado que en la
administración de las Dos Tierras hay lagunas intolerables.
—Los fieles de Faraón son sus ojos y sus oídos —recordó Zoser—. Te
nombro ministro de Agricultura, responsable de los graneros. Restablecerás la
situación y aplicarás las sanciones necesarias.
Los ojos negros y duros del viudo de cincuenta y dos años se iluminaron
con un extraño brillo.
El jovial Anjy sintió un escalofrío al pensar en los culpables que caerían con
la poda de Ajeta y que serían enviados ante el tribunal de Hezyre. Y sintió aún más
escalofríos cuando lo atravesó la mirada de halcón de Zoser.
—Los ritos son la base de Maat. Durante tanto tiempo como sean celebrados
en su preciso momento, la tierra de Egipto seguirá siendo la viva imagen del cielo.
¿Consideras haber fallado?
—Tu conducta fue irreprochable —juzgó Zoser—. Así pues, seguirás siendo
ritualista en jefe y te convertirás en chambelán del palacio, encargado de velar por
la vestimenta y el alimento del rey.
—Anjy, ven a buscar a mi lado los sellos de función y valida con ellos a sus
titulares —ordenó Zoser—. Según la regla, son anónimos, pues sólo cuenta la
función en sí misma. Su símbolo animará vuestros corazones. Vividla en lo más
profundo de vuestro ser, vivid de ella, no viváis más que por ella.
La Sombra Roja tuvo ganas de gritar. ¿Lograría destruir a aquel faraón que
con cada palabra le asestaba un golpe violento? Inagotable, el deseo de hacer daño
y de destruir le permitiría aguantar. Y dado que el monarca ignoraba su auténtica
naturaleza y le otorgaba su confianza al mantenerla en la cúpula del Estado, la
Sombra Roja triunfaría.
Tumbada en una cama de madera de ébano bajo un quiosco recubierto de
palmeras, la reina madre Nemaat tenía su cara de los días malos. Zoser le ofreció
una copa de cerveza fresca y ligera. El sol poniente nimbaba con destellos
anaranjados el templo del dios Ptah, y los habitantes de la capital se preparaban
para la cena.
—Preocupada.
—No confío en nadie, hijo mío, y juzgo a los seres por sus actos. Las grandes
declaraciones de la noche se olvidan por la mañana, y tú debes garantizar la
perennidad del reino sin ceder a la indolencia ni a la ilusión.
—Tu salud...
El perro Geb saltó sobre la cama de la reina madre, le lamió las manos y se
ovilló a sus pies.
—Existe el riesgo de que te disgusten, pero no los cambiaré, pues creo que
esta iniciativa es necesaria, incluso vital.
Nemaat se incorporó lentamente para evitarle molestias al perro.
—Fundar una dinastía es un acto digno de los ancestros que crearon Egipto,
hijo mío, y esa visión te llevará a recorrer caminos desconocidos. Tú mismo ignoras
cuál será el auténtico eje de tu reinado. Sólo hay una certeza: su poder sobrepasará
las obras que han realizado los humanos hasta ahora.
—Durante tanto tiempo como los dioses y las diosas habiten esta tierra —
afirmó ella—, el faraón podrá ofrecerle la felicidad a su pueblo, el suave viento del
norte refrescará las almas y los cuerpos disfrutarán de la paz de la tarde. Pero ¡qué
frágil es esta armonía! Un instante de descuido y los partidarios de las tinieblas se
aprovecharán de nuestra debilidad. No hemos atendido lo bastante la advertencia
dada por la devoradora de almas, y nos olvidamos de la amenaza. Liberada de
obligaciones materiales, trataré de identificarla. En mi opinión, se oculta en el
corazón del poder y se vuelve así indetectable.
Los últimos rayos del sol embellecieron con su oro el rostro decidido de la
reina madre.
Imhotep sonrió.
—Hubo un robo el mes pasado. Hoy mismo haré cambiar los cerrojos.
—¿Tienes sospechas?
—Una certeza. Un gruñón ya condenado que la administración me impuso
como repartidor de pan. Me desharé de él lo más rápidamente posible.
—Excelente iniciativa, amigo mío. Una fruta podrida puede echar a perder
el cesto entero.
—Este texto fue redactado en los tiempos en que los dioses gobernaban
Egipto, antes de que legasen las Dos Tierras al primer faraón. Sólo ellos pueden
curar, no los humanos. Las enfermedades graves proceden de demonios
destructores, y tendrás que discernir el origen para tratar la causa y no solamente
los efectos. Le corresponde al maestro del conocimiento decidir si eres capaz de
ejercer la función de médico.
—Puedes contarte entre los que liguen a Thot —afirmó la joven mientras
dejaba en manos de Imhotep una hoja de papiro y material de escritura—. Si oyes
su voz, recoge sus palabras. Si se queda en silencio, abandona este lugar venerable.
—¿Puedo ver el texto escrito bajo el dictado del dios? —preguntó Neferet.
—¿Lo dudabas?
—¿Lo... lo conocíais?
—El azar no existe. Tu camino te ha llevado hasta aquí porque has tenido el
valor de descifrar lo desconocido. Y esto no ha sido más que una etapa.
34
oser corría un riesgo considerable al decretar «el año de imitar a Horas». Sin
haber consultado a sus ministros, decidía así abandonar la capital y visitar el
conjunto de las provincias para asentar su autoridad e imponer en ellas las
reformas necesarias.
—¡Al suelo! —ordenó el rey justo antes de que las tablas fueran quitadas a
patadas y apareciesen flechas destinadas a abatir al soberano y a su escolta.
Lívido, el sumo sacerdote del templo de Edfú mantenía la cabeza baja frente
al faraón.
—Quiero verlo.
—Majestad..., ¡ese hombre tiene inmunidad!
El rey caminó en dirección al templo. Cerca del portal de acceso, bajó un ave
rapaz de lo más alto del cielo y se posó en el umbral del santuario.
Zoser se inclinó, y luego las miradas del faraón y del halcón se cruzaron.
La puerta del templo se abrió. Como empujado por una fuerza implacable,
un cincuentón tembloroso fue expulsado del lugar sagrado y cayó a los pies del rey
mientras el ave rapaz echaba a volar.
Acto seguido se hizo un pesado silencio. Entre los asistentes, nadie esperaba
clemencia por parte de aquel rey de rostro implacable.
—La base de nuestra riqueza son los graneros. Ahora bien, la mayor parte se
encuentran en mal estado y habría que construir muchos otros. Ese viaje es
portador de esperanzas, lo reconozco, pero me corresponderá concretarlas y la
tarea se presenta ardua.
—Que este incidente os sirva de lección —les dijo el rey a los dignatarios de
Letópolis—. Me debéis obediencia, pues actúo al servicio de los dioses. Vuestro
alcalde por poco no pasa a mejor vida. Que se comporte en adelante con lealtad.
—No debería tardar en salir de la quinta sala del tribunal. Si os dais prisa, es
posible que os crucéis con él.
Después de perderse por los pasillos del edificio, Imhotep logró encontrar la
sala en cuestión. Salieron de ella dos hombres esposados, vigilados por cuatro
policías. Luego apareció un cuarentón moreno, con papada, que parecía muy
satisfecho de sí mismo.
—¿Juez Badi?
Siempre vestido con el largo abrigo que le llegaba hasta los tobillos, con una
peluca corta que le cubría las orejas y aspecto adusto, Hezyre no había cambiado
de sala de audiencias, iluminada por tres ventanas al norte y una total austeridad.
Abrumado por sus grandes responsabilidades, el canciller había conservado su
silla rígida desprovista de ornato.
—¡No es algo frecuente! Pero no tendrás mucho tiempo para ejercer. Dada la
multiplicidad de las tareas que me ha confiado el rey, debo rodearme de
colaboradores incansables y competentes. Ésa es la razón por la que continúas
como supervisor de todo el país, cargo al que se le añade el control del conjunto de
los talleres. No me lo agradezcas, tu labor se verá facilitada y contribuirás de
manera determinante a la construcción de la Casa del Rey. Dado tu conocimiento
de los hombres y de los informes, no perderás ni un minuto en banalidades. A la
más mínima dificultad, ponme sobre aviso.
—Esa era la razón de mi visita, canciller.
—Sé breve.
—Es su especialidad.
—Es... imposible.
—¡Juez Badi, habéis violado una ley capital al no proceder al careo entre el
acusador y el acusado! Y esa prueba abrumadora, ¿cuál es?
—¿De quién?
n el Egipto de Zoser, los jueces no estaban por encima de las leyes. Ni los
incompetentes ni los culpables se beneficiaban de ascenso alguno, y los errores de
los magistrados eran severamente sancionados, pues habían traicionado a Maat, la
justicia de origen divino que nadie confundía con el derecho formal y las leyes
humanas, sometidas al tiempo, a los cambios y a las costumbres. La totalidad del
Estado descansaba sobre el justo ejercicio de la justicia, y el más humilde tenía
confianza en Faraón porque el tribunal no practicaba la ley del más fuerte.
—En efecto.
—Sígueme.
El Calvo lo guió hacia un ala de la institución a la que el joven nunca había
tenido acceso.
—Espera aquí.
—El caos.
Luego, el joven fue invitado a tomar asiento cerca del amo de un banquete
servido en una vasta sala bien iluminada.
Entre sus miembros, Imhotep no conocía más que a Hezyre y a Neferet. Los
demás iniciados, hombres y mujeres, eran ritualistas de la Casa de Vida.
—¿La cofradía del Ibis no tiene acaso un papel ritual? —le preguntó a
Hezyre.
Sin embargo, se hacían una gran pregunta: como era lógico, al fundar la
tercera dinastía, Zoser tenía un proyecto que sus predecesores habían sido
incapaces de concebir. No se contentaría con ser un buen soberano, satisfacer a los
dioses y alimentar a su pueblo mientras lo protegía de agresiones exteriores.
El jovial personaje había engordado todavía más. Para hacer frente a sus
múltiples tareas y llevar a buen término sus largas jornadas, necesitaba alimentos
sustanciosos.
Anjy no podría haber recibido peor noticia. Los horribles movimientos del
barco, las náuseas, el alejarse de la capital... Ya estaba agotado.
—Sin duda, un vasto terreno del Delta occidental, cerca de un pueblo donde
se es viticultor de padres a hijos.
—¡Actuamos de urgencia!
—El decreto será proclamado hoy mismo. ¿No es una noticia maravillosa?
Discúlpame, todavía tengo mil detalles por solucionar.
La difusión del texto sorprendió a la corte. ¡Así que era ésa la idea capital
del rey! En efecto, prometía agradables banquetes y le valdría cierta notoriedad,
pero se habrían esperado o temido más.
El jovial personaje se estremeció. ¡Así pues, no era sólo la pasión por los
buenos caldos lo que motivaba la iniciativa de Zoser! Y, puesto que se dirigía al
responsable de los rituales, había indicado el sentido.
¡Lejos quedaba la alegría que presidía los ágapes de la cofradía del Ibis! Allí
todo era grandilocuente y formal. Las mujeres elegantes se observaban a veces con
malos ojos, pues todas temían llevar un vestido menos perfecto que sus rivales.
Inaccesible y serena, la gran esposa real presidía esas festividades, auténtico
triunfo de Redyit, cuyas capacidades reconocían todos, misóginos incluidos. La
Casa de la Reina se había convertido en una gran escuela que formaba a las
mujeres para puestos de responsabilidad y que promovía las artes; se consolidaba
también como un centro de producción de productos y de objetos indispensables,
sobre todo telas y ungüentos.
Su peluca ceremonial estaba ceñida con una cinta que tenía motivos
delicadamente incrustados, insignias de turquesa, margaritas y siluetas de aves.
Literalmente arrebatadora, a la guapa morena pareció hacerle gracia.
El chambelán Anjy estaba más aliviado. La tarde era un puro éxito, ningún
incidente la había enturbiado. Todavía en silencio, envuelto en su largo abrigo, el
canciller Hezyre dejaba ya el lugar.
—El juego de la serpiente [28] —precisó Redyit—. Ésta es una pequeña obra
maestra procedente del taller de los escultores de la Casa de la Reina. Siéntate,
Imhotep, y echemos una partida. La princesa sacó de un pequeño cofre de ébano
doce peones de marfil, seis que representaban a un león, y otros seis, a una leona.
Con un cubilete, los adversarios lanzaban bolas por el cuerpo de la serpiente,
formado por una alternancia de casillas huecas y casillas en relieve, que
aseguraban así el avance de los peones hacia la cabeza del monstruo, en apariencia
dormido. No obstante, el reptil podía burlar la vigilancia de los felinos si caían en
las casillas malas, como la del ahogamiento. Al evitar la lengua de jaspe rojo y los
ojos de obsidiana de la cazadora al acecho, el vencedor de la partida salía de ese
laberinto para despertar de nuevo a una minúscula representación de la oca solar,
cuyo grito de alegría saludaba el renacimiento de la luz. [29]
—Exacto.
—¡Te empeñas en burlarte de mí! Seguro que hay una mujer, y quiero
conocer su nombre.
El destino dio un giro e Imhotep reconquistó una parte del terreno perdido.
La lengua de jaspe rojo de la serpiente lo amenazaba, la oca solar parecía
inalcanzable.
La princesa perdió una leona. Los dos adversarios estaban casi empatados.
—Ah, sí, ¡el fabricante de vasijas! ¿No te reemplazó al frente del taller?
ara sorpresa de los ministros encargados del gobierno de las Dos Tierras, no
fue el faraón Zoser quien presidió el gran consejo, sino la gran esposa real. El
canciller habló por sus colegas.
—En ese caso, se habría aliado con la reina y Zoser ya no estaría en este
mundo.
—No tengo la impresión de que Ajeta sea consciente del peligro, por lo que
voy a alertarlo.
Había dos únicas cosas claras: Zoser había dejado Menfis y cumplía con un
plan preciso. Si decidía un cambio repentino de gobierno ofreciéndoles un ascenso
a los jefes provinciales, el futuro se complicaría y la Sombra Roja se vería
debilitada. Sin embargo, no había ningún indicio serio a favor de esa teoría. Si los
principales servidores del Estado no lo hubieran dejado satisfecho, sin duda el
monarca los habría llamado al orden.
Olvidar a sus ancestros era el peor error que un faraón podía cometer. Así
pues, Zoser, en busca del gran proyecto que marcaría su dinastía y refundaría
Egipto, había decidido ir a Abydos y residir allí en compañía de las almas de sus
predecesores.
Antes de subir al trono de los vivos, Zoser no se imaginaba hasta qué punto
estaría solo. Cientos de individuos ejercían algún poder, el faraón encarnaba la
potencia que unía lo invisible a lo visible. Debía ser absorbido por la función,
ignorar ya la felicidad y la infelicidad y trazar un nuevo camino en el corazón de lo
desconocido, un camino que su pueblo tomaría para alcanzar la prosperidad y
llegar hasta los «justos de voz» del Bello Occidente.
Osiris poseía los secretos de los caminos del más allá, él, que había reinado
en este mundo y en el otro. Sólo él le proporcionaría una base para edificar un
nuevo reino digno de los ancestros.
Al pie de la escalera había una pesada puerta de cedro macizo marcada con
el sello de la necrópolis.
De repente, salió el sol. Sus rayos fueron tan intensos que cegaron al
monarca, obligándolo a cerrar los ojos.
La reina volvía del templo de la diosa Hator, donde había cumplido con el
rito del despertar de la potencia divina. Su perfume, a base de jazmín y de loto, era
embriagador.
—¿Grave?
Y comenzó la espera.
—No hay trampa alguna, jefe. El Destripador acampa al pie del pozo, su
escolta cuenta con cincuenta guerreros.
—Vamos.
—Como queráis...
Tanú levantó los brazos. Su mano derecha agarraba los cordones de un saco
que contenía oro.
—Sírvete —le aconsejó este último—, el calor hace difícil la travesía del
desierto. ¡Sí que tenías ganas de verme!
—No te imaginas hasta qué punto. Y no he venido con las manos vacías.
—¿Acaso te has vuelto loco? ¡El ejército del faraón nos aplastaría!
—Un primer pago, habrá otros. Gracias a mí, serás rico. Muy rico.
Los ojos del Destripador brillaban de excitación.
Del fondo del saco, Tanú sacó un puñal de hoja corta. El Destripador,
pasmado, vio cómo se abatía sobre él una fiera que le abrió la garganta de un gesto
amplio y preciso.
Tanú salió de la tienda exhibiendo la cabeza del viejo jefe del clan.
Paralizados, sus soldados dudaron si castigar al asesino. Baboso y los mercenarios
estaban listos para suprimir a los vengativos.
Los miembros de la horda del Destripador se miraron entre sí. Ni uno solo
deseaba morir por honrar la memoria de una bestia feroz. Dejaron las armas y
bajaron la cabeza.
Sin embargo, cada nuevo día le llevaba un lote de dificultades que le tocaba
resolver. Como el transporte y la entrega de los materiales no le parecían
satisfactorios, preparó un detallado informe para los ministros de Finanzas y de
Agricultura.
El supervisor de todo el país enrolló los papiros que acababa de utilizar, los
depositó en unos estantes y se aseguró de que los despachos donde trabajaban sus
subordinados estuvieran vacíos. Siempre el último en dejar el edificio
administrativo, había decidido llevar de paseo a Viento del Norte fuera de la ciudad.
El asno elegía él mismo el itinerario, bañado por los rayos del sol poniente.
Ambos amigos llegaron al lindero de los cultivos, y Viento del Norte se deleitó con
una mata de cardos en flor. Imhotep se sentó, cara al desierto.
Siguió erguida.
—La voz del corazón es vigorosa, majestad, la energía circula y los canales
se dilatan de manera conveniente —concluyó el médico jefe Hezyre después de un
examen en profundidad.
Los miembros de la familia real seguían siendo los únicos pacientes del
canciller, cuyas arrugas se marcaban cada vez más. Por suerte, las obras de su
morada de eternidad avanzaban; pronto estaría lista para recibir al canciller. La
reina madre, por su parte, estaba rejuveneciendo.
—No yo, majestad: nuestro país y vuestro pueblo. Necesitan ser gobernados
y conocer el objetivo del reinado. Fundar una dinastía exige una visión tan potente
como para invadir todos los corazones. La autoridad de Zoser no podría ser
contestada, pero ¿adónde nos conduce?
—Deseaba consultarlo con vos antes de hablarle de ello, pues vos conocéis
perfectamente esta institución.
Apacible sonrió.
—Excepcional, en efecto.
Importunarla sería una falta grave, por lo que la criada esperó un poco más
en la puerta.
El faraón no expresó su dolor, pero Apacible sabía hasta qué punto echaría
en falta a su madre. Nemaat enlazaba la nueva dinastía con la antigua y daba unos
cimientos inquebrantables a la corte. Ahora Zoser debía asumir plenamente la
herencia de sus padres y crear su propia obra.
El canciller, intrigado, convocó a Anjy, que tenía los ojos enrojecidos por la
pena.
—Sin duda eres el último que vio con vida a la madre del rey. ¿Por qué ese
celo por servirla?
—No, no...
—¿Qué consumió?
—Un caldo de verduras, pan y dátiles. Por la noche no quería nada pesado.
—¿Nada de vino?
—¡Ah, sí! Un caldo excepcional que deseaba que conociera. Quedó muy
satisfecha.
Anjy empalideció.
—No... no lo entiendo.
—¿Adónde me llevas?
—Una sola.
—Nadie.
—Tráela —exigió Anjy.
—Puedo asegurar que está casi llena —declaró el chambelán, cuya irritación
perduraba.
El chambelán no sufrió ni una leve migraña. Durante esa tarde y esa noche,
preparó el desplazamiento de la corte, ya que la morada de eternidad de la reina
había sido construida lejos de Menfis.
Con un gesto, con una mirada, había sentido que Nemaat sospechaba de
ella. Liberada de sus obligaciones materiales, la reina madre ya no tenía más que
una idea en la cabeza: identificar la fuente del mal que amenazaba el reinado de su
hijo.
El viaje de regreso fue taciturno. Zoser pasó la mayor parte del tiempo en la
proa de la nave real, extrayendo de la contemplación de las orillas del Nilo las
fuerzas para continuar cumpliendo con su función. Desaparecida Nemaat, ¿tenía
todavía sentido su gran proyecto de contornos tan vagos?
43
—Artesano, médico, gestor, líder... ¡Ésas son muchas cualidades! ¿No crees
que...?
—La decisión es vuestra, majestad. ¡Son tantos los llamados y tan pocos los
elegidos!
—No, majestad.
En ese mismo instante, el faraón supo que Nemaat había sido asesinada.
Una sombra maléfica merodeaba por Menfis y estaba empeñada en destruir la obra
naciente.
El rey lo sabía.
El gran vidente distinguió una sombra roja que, poco a poco, llenaba el
cuarto.
—Así que no habéis hablado con él. Ahora es demasiado tarde. Vos erais el
único capaz de desenmascararme gracias a vuestras visiones. Como no os queda
mucho tiempo de vida, estoy fuera de peligro y venceré a Zoser. Que tengáis una
buena muerte, sumo sacerdote.
La Sombra Roja desapareció, el gran vidente no tuvo fuerzas más que para
echarse en su cama, pero fue incapaz de escribir el nombre del asesino. ¿Podría el
rey frenar a semejante monstruo?
44
El intendente empalideció.
En ese triste día, el faraón celebró los ritos de la tarde en el gran templo de
Atón, el Creador del que el gran vidente había sido fiel servidor, cumpliendo con
su alta función de manera ejemplar. Sus asistentes dejaron en sus manos su último
trabajo, el conjunto de fórmulas de transformación en luz que permitirían al alma
real comunicarse con las potencias divinas, realizar todas las mutaciones y viajar
eternamente. Fruto de una inmensa labor y de la percepción de lo invisible, esos
textos constituían un formidable tesoro y el mayor secreto del reino. Alimentaban
el gran proyecto de Zoser y seguirían siendo su base.
—Entonces, sígueme.
Al fondo, una estatua sedente que representaba a Zoser, con las manos
abiertas sobre los muslos.
—Ya estás en la Morada del Oro, el taller secreto. Existen dos categorías de
artesanos: los técnicos y los que son iniciados en los misterios. Si consigues hacer
que nazca esa estatua, te convertirás en un auténtico escultor. [32]
—Me ratifico.
—En ese caso, trata de abrir los ojos, la boca y los oídos de esta estatua. Si
ella vive, tú vivirás. Si continúa inerte, desaparecerás.
—Tu boca está abierta —dijo Hezyre—. Las puertas del cielo se abren, el
Verbo te da vida.
El poder del ser real superaba todo lo que el joven imaginaba. Por un
instante, temió ser fulminado.
—Exacto.
—Pues está bien claro: tú llenas los sacos y yo te conduzco al edificio del
Tesoro.
—Mis instrucciones...
El escriba estalló:
—Me río yo de tus órdenes, hablaré con tu intendente. Y ahora vete, largo
de aquí.
Redyit se saltó las barreras que prohibían el acceso al suntuoso despacho del
ministro de Finanzas, director del Tesoro y de la Doble Casa del Oro y de la Plata.
Dado su rostro encolerizado, los soldados y los escribas evitaron interponerse. Era
cosa de los miembros del gobierno solucionar sus diferencias.
La cara redonda del ministro se ensombreció. Con una señal de la mano, les
ordenó a sus colaboradores que se esfumaran.
—El joven Imhotep acaba de ser iniciado a los misterios de la Morada del
Oro —declaró el rey—. Nunca había encontrado un ser de tan alta categoría y de
tanta profundidad. Su capacidad de trabajo es extraordinaria, y sus percepciones
fuera de lo común. Al verlo he tenido la sensación de que sería el personaje
esencial de mi reinado.
—¿No será acaso ese juicio ilusorio? Poseer tantas cualidades no prueba que
se vayan a poner en práctica.
Siete mujeres jóvenes estaban listas para celebrar el ritual dedicado a Hator
en presencia de la pareja real y de Imhotep, el supervisor de todo el país,
sorprendido por ese honor. No dejaba de revivir el instante en que la estatua de
Zoser había cobrado vida, y nunca lograría considerar al faraón como a un mero
ser humano. Había sido piedra antes de encarnarse, y conocía el secreto de la
transformación de la materia en espíritu.
Con los pechos desnudos, vestidas con un taparrabos y con las muñecas y
los tobillos adornados con pulseras, las bailarinas llevaban una larga trenza que
terminaba en una bola. Seis de ellas formaban un círculo alrededor de la séptima, a
la que Imhotep reconoció por fin: ¡Neferet, la inaccesible!
Sorprendido, él dudó.
—¿El Nilo?
Geb sacó una gran lengua rosada, se le pusieron las orejas de punta y sus
ojos brillaron de satisfacción.
La estación seca era agotadora, los suelos se agrietaban, el nivel del Nilo
estaba en lo más bajo. Concluidas las siegas y las vendimias, los campesinos
esperaban el regreso de una buena crecida. Si ésta era excesiva, destruiría los
terrenos agrícolas; si era insuficiente, acarrearía hambrunas. Y el único responsable
de la desgracia sería el faraón.
¿Se transformaría en una lamentación la gran fiesta popular del nuevo año?
Inspirado por la Sombra Roja, un rumor alarmaba Menfis. La crecida sería la más
baja jamás conocida, y Zoser se confesaba incapaz de despertar al genio del Nilo.
Grupos de inquietos se reunían cerca de los graneros y se predecían días sombríos.
—¡Ha bebido agua del río! —exclamó un ritualista del templo de Ptah—.
¡Matémosla!
La autoridad del rey no era apremiante, sino que despertaba una especie de
entusiasmo capaz de mover montañas.
—Ese es tu sino a diario —le recordó Baten—. ¿No existe ningún otro
motivo para tu descontento?
—En ese caso —se adelantó Redyit—, ¡será sancionado y nos desharemos de
ese intrigante! Según mis noticias, se lo dotará de poder judicial, seguramente
limitado al mundo de la artesanía. ¿Acaso no será eso un debilitamiento de
vuestras prerrogativas, canciller?
A causa de las fiestas del nuevo año, la vigilancia de las fronteras se había
relajado. El libio Tanú llegó a Menfis sin pasar un control y se dirigió a la posada
que regentaba uno de los hombres de la Sombra Roja. No hizo falta hablar, el
posadero reconoció al jefe de la tribu y alertó a su superior.
—La más numerosa y mejor armada de las tribus libias ya se encuentra bajo
mi mando. Todavía no dispongo de bastantes guerreros para un ataque masivo, y
me enfrento a tiranos locales aferrados a su independencia. Quedad tranquilo: o
los compro o los mato. A los libios les gusta parlotear; a veces la conversación
ofrece buenos resultados. Paciencia, señor, y os ofreceré una tropa capaz de
destruir a los soldados de Faraón.
—Controla sus instintos y manda con mano firme. De lo contrario, ¿de qué
me vas a servir?
—¡No os habéis equivocado conmigo, señor, no tengáis la menor duda!
Llevaré a mis libios a la victoria.
—¿De inmediato?
—Eso es.
Tanú contaba con aprovechar las fiestas y frecuentar dos o tres casas de
cerveza de Menfis.
Metódico y meticuloso, Imhotep vio cómo se confirmaban sus temores, pues
mantener sus múltiples compromisos se revelaba un milagro. En el transcurso de
su paseo diario con Viento del Norte, pensó en el espejo celeste de Neferet y en la
visión de miles de estrellas formando el cuerpo y el alma de Nut, la diosa del cielo.
¿Acaso Nut no significaba «La que contiene la energía primigenia»? ¡Ésa era
exactamente la fuerza que necesitaba! ¿De dónde extraerla sino de la Casa de Vida,
la Morada del Oro y la cofradía del Ibis?
La oreja derecha del asno confirmó su deducción. Trabajar solo, lejos de los
rituales y de los símbolos, conducía al fracaso. Diariamente debía tomarse tiempo
para tratar con las potencias divinas y profundizar en las enseñanzas recibidas. No
sería inútil, sino un aprendizaje de indiferencia en relación con lo cotidiano para
cumplir con sus tareas más allá de lo posible.
—Me gustaría volver a ver la Morada del Oro y consultar los tratados de
arquitectura.
—Ha llegado el momento de redactar los anales del reinado —decretó Zoser
—, y le confío esa tarea a Imhotep.
Irascible, azotó a una vaca que mugió de dolor. Tiñoso odiaba a los
animales, le gustaba estrangular a los gatos y torturar a los insectos mientras
imaginaba que hacía sufrir un destino semejante a Imhotep. ¡La suerte acabaría
cambiando!
—Te equivocas otra vez. Tenemos medios para resolver ese problema.
—¿Adónde me lleváis?
Tiñoso no tenía nada que perder. El barco rápido que utilizó el pequeño
grupo probaba el desahogo de su propietario.
Manejar la broca de sílex y los tubos de cobre para perforar las orejas, los
ojos y las ventanas de la nariz exigía una destreza excepcional. La experiencia de
fabricante de vasijas fue determinante, Imhotep no cometió el más mínimo error.
—La violencia de Set puede resultar nefasta y causar la muerte —le recordó
Imhotep.
—Te escucho.
—¿Quién lo acusa?
—¿Imhotep incluido?
—No, nos veremos más tarde.
—Explícate.
—En mi casa.
—¿Solo?
—En efecto.
La desdichada se retiró.
—¡Pero todo eso son mentiras horribles! Estaba solo, en mi casa, lo repito, ¡y
vos sabéis que soy incapaz de comportarme así!
—¡Por la vida de Faraón, juro que soy inocente! Y lo juraré delante de mis
jueces.
—Es el único punto poco claro del caso: has violado a la hermana de Tiñoso,
tu antiguo compañero de trabajo.
—Según los rumores, tiene problemas con la justicia. Pero se dicen tantas
cosas...
—¿Dónde se encuentra?
—Lo ignoro.
—¡Es importante!
—¿Y a vos se os pasa siquiera por la cabeza que Imhotep pueda ser
culpable, Hezyre?
—Parece ser que Imhotep tiene serios problemas —se adelantó el ministro
de Finanzas—. Según el chambelán Anjy, está bajo arresto domiciliario.
—Imhotep habría cometido una falta tan grave que ha sido recluido en
aislamiento antes de su proceso. Se ha murmurado la palabra «crimen».
—Es joven, soltero, trabajador incansable, con unos poderes que lo habrán
embriagado. Estoy aterrado, pues poseía auténticas aptitudes y servía bien al
Estado. Por desgracia, los hechos están ahí.
El canciller no tenía más que un temor. A causa del papel capital atribuido a
Imhotep, ¿no intervendría el rey, de una manera o de otra, para influenciar a la
justicia en favor de su protegido?
Había una única cosa clara: el joven no era culpable, sino víctima. Querían
eliminarlo porque estaba demasiado cerca del rey y se mostraba de una eficacia
excepcional, desatando así feroces envidias.
Por desgracia, sus reflexiones no llegaban más que a callejones sin salida. De
madrugada, cansada, la joven se disponía a dormir un poco cuando el rayo de sol
que iluminaba su dormitorio la llevó a hacerse una pregunta.
—Imhotep, arrestado... Corrían rumores, pero ¡no les prestaba atención! ¿De
qué se lo acusa?
—Soy una de las pocas personas que lo sabe, y debería callarme —le reveló
Neferet—. Pero la situación es alarmante, ya que Imhotep se arriesga a una
condena a muerte.
Sagaz les dio el día libre a los artesanos y cerró el taller. Su alegría de
costumbre se había apagado.
—Imhotep es víctima de una conspiración cuyo instigador es Tiñoso —
afirmó la joven.
—Tiñoso, ¡ese cabrón! Fue juzgado culpable por mentir, ¡su palabra no tiene
ningún valor!
—Si las circunstancias no fueran trágicas, ¡me echaría a reír! Los jueces
nunca creerán tales estupideces.
—El proceso tendrá lugar muy de prisa, y temo que el veredicto ya esté
dictado. Los testimonios son rotundos, los cargos abrumadores.
—Rosa.
Acompañada por un Viento del Norte de mirada triste e inquieta, Neferet se
dirigió a buen paso al Tamarisco protector, una ciudad tranquila poblada por
campesinos. Las malvarrosas que crecían a lo largo de las fachadas de las casitas
blancas explicaban el nombre dado a la hermana de Tiñoso.
—Está muerta, los dioses la han castigado. En el pueblo, todos tienen miedo
de su hijo, incluso el alcalde. Es todavía más malo que su madre y pega a la gente.
Cuando yo sea mayor, me convertiré en juez y enviaré a Tiñoso a la cárcel.
—¡Se lo merece!
—Te voy a regalar un asno —le prometió a la cría besándola en las mejillas.
—Nunca.
Pocas veces había visto Neferet una sonrisa tan bonita. La chiquilla se alejó
dando saltos de alegría.
—Largaos o...
—¿O...?
El alcalde agarró un látigo y lo agitó.
—¡Largaos!
Neferet cruzó el umbral y las correas de cuero del látigo silbaron. Sin
embargo, se apartó a tiempo, y de inmediato Sagaz y dos artesanos redujeron al
agresor en el suelo.
—Nadie.
—La madre falsa, la hermana falsa y Rosa han sido arrestadas, y el alcalde
rebajado a la condición de obrero agrícola. Todos han admitido haber sido
comprados por un desconocido cuya descripción varía tanto que se trata, según
creo, de varios individuos.
—¿Y Tiñoso?
—Dicho de otro modo, lo alertó un cómplice. Nos encontramos ante una red
que ha tratado de destruir a Imhotep y no se detendrá en ello.
—Es muy guapa —susurró Sagaz al oído de su superior—. Sin ella, estarías
muerto.
—¿Solamente... tu gratitud?
—Neferet es inaccesible.
Imhotep hizo una inclinación ante el rey, sobriamente vestido, con la cabeza
cubierta con el tocado antiguo.
Cuando Imhotep apareció en compañía del rey para la apertura del gran
consejo, sus miembros supieron que la corte y la opinión pública se habían
equivocado completamente. Lejos de retirarle su apoyo al supervisor de todo el
país, Zoser confirmaba su posición y lo situaba en el gobierno de las Dos Tierras.
Imhotep pertenecía ahora al primer círculo de poder.
—El Sinaí no es una zona segura, majestad, y esta expedición corre el riesgo
de resultar un desastre.
—Imhotep.
Las arrugas del anciano se habían marcado todavía más. Miró a Imhotep a
los ojos.
—Según parece, soy un bocazas, pero ¡eres muy joven, ¿no?! ¿Conoces la
región maldita adonde tenemos que llevar a cientos de hombres?
—En absoluto.
Buempié suspiró.
—Gracias a vos, por supuesto. Juntos cumpliremos con la misión que nos
confía el rey.
—¡No tienes ni idea del peligro! El fuego de esas tierras es el peor de los
horrores. Yo, en tu lugar, convencería al rey de que renunciara.
—Es cosa vuestra elegir los asnos y a los hombres —apuntó Imhotep—.
Saldremos con la luna nueva.
¿No era ése el mejor momento para abrirle su corazón, para confesarle sus
profundos sentimientos? Por su actitud, la joven no parecía indiferente al
desenlace que el destino le deparara a Imhotep.
Irritado, con cara de tener un mal día, el ministro de Agricultura Ajeta sentía
la necesidad de aislarse y olvidarse, aunque fuera durante una hora, de la jauría de
solicitantes y de inoportunos. La aparición de Imhotep no lo alegró.
—Tengo que haceros una consulta urgente.
—Imposible.
—Lo es.
—Te escucho.
—¡Es una utopía total! Los libios son unos fanfarrones; los merodeadores de
las arenas, una banda de cobardes. Cada clan reivindica su independencia y no
obedece más que a su jefe, siempre un viejo bandido rodeado de mujeres que se
sacan los ojos las unas a las otras. Si sucediera, la amenaza sería seria. Pero nadie
logrará federar a ese montón de asesinos.
—Se lo merece.
—¡Trato hecho!
—Desgraciadamente, no.
Tanú, por su parte, se imaginaba la delicada estrategia que había que poner
en práctica para exterminar al cuerpo expedicionario del faraón y dejar satisfecha a
la Sombra Roja.
Relevada cada tres meses, una guarnición afianzaba la seguridad del valle
de las Cavernas. Los merodeadores de las arenas no se atrevían a enfrentarse a
aquellos rudos soldados, que disponían de fortines y de un armamento eficaz.
había vigías apostados día y noche, listos para dar la alerta en caso de agresión.
—¡Maldito Buempié! Aquí estás, a la cabeza de toda una tropa. ¿El rey ha
decidido exterminar a los beduinos?
—Eso sería una estupenda idea, pero sólo venimos a llevarnos las turquesas.
Y el responsable es él. —Buempié señaló a Imhotep.
—Parece robusto.
—En estos últimos tiempos, ¿os han amenazado los merodeadores de las
arenas? —quiso saber Imhotep.
—Ya no hay incidentes desde hace mucho. Conocen nuestra capacidad para
defendernos y no se meten más que con las caravanas mal escoltadas.
—¿Alguna duda?
—Sin problema.
—Absurdo, absurdo... ¡Puede que no! ¿Dispones de algún indicio tal vez?
—Eres un tipo extraño, ¡de una suspicacia increíble! ¿Tú confías en alguien?
Cuando Viento del Norte se puso a la cabeza del convoy y dio la señal de
partir, toda la tropa recobró una franca alegría. ¡Por fin abandonaban aquellas
tierras inhóspitas para regresar a la suya propia!
En la primera parada, el comandante e Imhotep consultaron los mapas.
Por un instante, el comandante dejó de combatir. Y ese error fue fatal para
él.
Viento del Norte le lamió la mano. Sano y salvo, mantenía la cabeza baja.
Unos supervivientes permanecían sentados, estupefactos por haber sobrevivido.
Imhotep cruzó el umbral del baluarte del que habían conseguido apoderarse
los merodeadores de las arenas. En el interior, el espectáculo era horrible.
—Toma el mejor camino y mantén el paso, haz oídos sordos a las quejas de
tu compañero y empújalo cuando sea necesario.
Las orejas del asno siguieron bajas. Incluso él desconocía el final de aquella
batalla.
Tras una última caricia, Viento del Norte se lanzó al corazón de la noche,
seguido por el explorador. Cruzar las líneas enemigas ya sería toda una hazaña.
El tesoro extraído de las minas del Sinaí estaba intacto. Turquesas y cobre
pertenecían todavía al faraón, antes de transformarse en botín.
—El asalto final —anunció Baboso, uno de los pocos con las fuerzas intactas
—. Será divertido.
Las trampas de los fosos se revelaron eficaces, las flechas incesantes de los
arqueros también. La precisión de los honderos obligaba al adversario a retroceder
para recobrar el aliento. Asombrado por esa resistencia enconada, se entregaría
necesariamente a parloteos tácticos, Durante ese respiro, seguramente el último,
Imhotep contempló las turquesas. ¿A qué uso las destinaba Zoser? Su robo
impediría llevar a buen término su gran proyecto.
Después de una noche agitada, Redyit se había despertado con los nervios a
flor de piel. A media mañana, recibía al superior de los escribas contables, uno de
los principales colaboradores del ministro de Finanzas. Guapo, hábil, rico y
destinado a tener un brillante futuro, el alto funcionario la acosaba. Y esa entrevista
profesional corría el riesgo de descontrolarse.
Abrió su cofre de aseo de marfil y sacó de él una obra maestra, una concha
de oro repujado, receptáculo de maquillajes de aromas suaves. Redyit se
maquillaba ella misma, utilizando un espejo con forma de disco de cobre pulido a
la perfección. Luego se ponía en manos de la peluquera, la mejor de Menfis. Y, por
regla general, su criada escogía un vestido conveniente.
—Imposible.
—Corre un rumor por Menfis —añadió él con voz taciturna—. ¿Ha llegado
a vuestros oídos?
—¿Acaso me concierne?
Neferet cerró los ojos y sintió un vacío inmenso. No volver a ver a Imhotep
era insoportable, e ignoraba cómo luchar contra ese sufrimiento.
Las órdenes fueron ejecutadas con prontitud y en silencio. Para una gran
cantidad de soldados, ése sería su primer combate, y el espectro de la muerte
merodeaba por el desierto. Al menos, el ejército de Faraón se beneficiaba del efecto
sorpresa.
—Una alianza que una a los libios y a los merodeadores de las arenas.
—¿Qué propones?
Neferet estaba deslumbrante. Con el cabello ceñido con una diadema floral,
llevaba un largo vestido blanco de tirantes, un fino collar de perlas de cornalina y
dos pulseras adornadas con lotos.
El supervisor de todo el país le relató los hechos, sin omitir los episodios
atroces. Neferet no le rogó que parara, sino que compartió los recuerdos dolorosos
de un guerrero a pesar de sí mismo. Su lucidez y su equilibrio suscitaron la
admiración de la joven.
Imhotep saboreaba esas horas deliciosas. Tras salir de una pesadilla, Neferet
encarnaba la dicha de vivir.
«Un día fasto», pensó la Sombra Roja. Desde su agresión, el anciano era
incapaz de hablar, y había acabado apagándose.
Los miembros del gran consejo designaron al ayudante principal del sumo
sacerdote, un hombre con experiencia que gozaba de una excelente reputación. Ese
erudito, encerrado en Heliópolis, no sería un estorbo para la Sombra Roja.
—¿El sumo sacerdote no debería tener cierta edad? —se sorprendió Ajeta, el
ministro de Agricultura, a quien apoyó con un asentimiento de cabeza su colega
Baten.
—En efecto, eres el que ve por encima de los dioses —le dijo el faraón a
Imhotep—; ninguna divinidad ve por encima de ti. [43]
El rey dejó en sus manos la vara, [45] signo de su autoridad sobre la cofradía
del Pilar.
Solo, en el centro de la terraza del templo, Imhotep asistió a la salida del sol.
Una vez más, vivía una increíble metamorfosis. Los conocimientos transmitidos
habían quedado inscritos en su corazón, el cielo se le aparecía como un inmenso
papiro desenrollado en el que podía leer las palabras de la creación. En el corazón
de la noche, había visto la luz.
—Conocéis las etapas de mi carrera, me queda todo por aprender con el fin
de servir lo mejor posible a esta ciudad sagrada. Ésa es la razón por la que deseo
conocer vuestras críticas y vuestras exigencias. Solo, sería incapaz; juntos,
consolidaremos la grandeza de Heliópolis.
Viento del Norte no tenía más que una idea en la cabeza: salir de la
caballeriza.
Y, escrito con tinta roja, vio el título del documento: Libro de fundación de los
templos por los dioses.
60
—He eliminado a Buempié, ¡nuestro peor enemigo! —le recordó Tanú con
voz temblorosa—. Ningún suboficial egipcio posee su experiencia. Una guarnición
entera, aniquilada. La toma de un fortín... Esas hazañas han desmoralizado al
ejército de Faraón.
—Queda mucho por hacer, señor, y tengo miedo de que se reagrupen los
irreductibles.
—Cómpralos o suprímelos.
—¡El único!
Zoser examinó el dibujo trazado con tinta negra. La mano de los dioses
había revelado una forma desconocida.
—Te nombro maestro de obras [47] del reino —decretó Faraón—. Juntos
realizaremos el plano de los dioses.
—¡Princesa Redyit!
—El primer gran vidente predijo, durante la unión de las Dos Tierras, que el
plano de un templo inmenso caería del cielo al norte de Menfis. Lo habéis
encontrado, ¿no es así?
—Me corresponde trazar ese camino, renunciar a ello sería una traición.
—¿Puedo acompañaros?
—Volveré.
62
uando la expedición dejó Menfis con destino a las canteras de piedra del
uadi Hammamat, la Sombra Roja puso una mueca de duda. Desgraciadamente,
fuera del alcance de Tanú y de sus asesinos, aquella región estaba situada bajo una
elevada protección militar. Aparte del sol ardiente, posibles tormentas y voraces
pulgas de las arenas, Imhotep no encontraría allí enemigo alguno.
¿Cómo aprovechar ese largo y penoso viaje para eliminar al gran vidente,
que se había convertido en el dignatario más cercano a Zoser? Descartada una
acción violenta, la Sombra Roja debía recurrir a la astucia. Como se sentiría seguro,
Imhotep no prestaría atención más que a la búsqueda de las piedras
probablemente destinadas a la sepultura del monarca. ¿Escogería Abydos, como
sus predecesores, o preferiría otro lugar?
Imhotep la examinó durante largo rato. Y vio una grieta que marcaba la
entrada a una antigua galería.
—Este animal es muy terco, ¡eso es todo! —opinó el segundo asesino—. Más
vale que nos desembaracemos de él.
—¿A qué viene tanta saña? —se sorprendió—. ¿Realmente habéis sido
ajenos a la desaparición del maestro de obras?
Esa pregunta suscitó la huida del tercer cantero. Sus cómplices trataron de
eliminar al comandante, pero la intervención de los soldados se lo impidió. Una
encarnizada escaramuza terminó con la muerte de los dos violentos. En cuanto al
tercero, sin agua ni comida, no sobreviviría mucho tiempo en el desierto.
Había que inventarlo todo, dar forma a una creación que excedía las
capacidades humanas.
Neferet sonrió.
—¿Crees que tendremos tiempo de vernos? —le preguntó ella con voz
emocionada.
—La tarea que nos espera es sobrehumana. Sobrevivir a ella no será fácil, y
no te prometo un enlace ordinario.
—No lo buscaba.
—Entonces ¿accedes?
—¿Cuándo deseas hacer oficial nuestro matrimonio?
Imhotep, casado con Neferet... ¡La idea se le hacía insoportable! ¿Por qué
cometía ese estúpido error? La princesa había subestimado a aquella médica, una
temible intrigante que lograba seducir a la familia real y al maestro de obras de
Faraón.
Sin embargo, su éxito sería sin duda temporal. Pronto se darían cuenta de su
incompetencia, y Neferet sería mandada de nuevo a los archivos de la Casa de
Vida. Decepcionado, Imhotep se divorciaría y volvería a ser libre. Poseedor de una
auténtica categoría, aceptaba los retos y se beneficiaba de la estima del monarca,
quien, no obstante, era parco en cumplidos.
Tendido sobre una cama con patas de toro, el anciano tenía en el rostro la
máscara de la muerte.
—Ayúdame a sentarme.
Con las mejillas hundidas y la mirada fija, Hezyre agotó sus últimas fuerzas.
Y, tras decir eso, el anciano se quedó paralizado, con los ojos ligeramente
alzados hacia el más allá.
64
—Lo ignoro. La única cosa que tengo clara es que ésa es la Gran Obra que
habrá que traer al mundo. Si yo no soy capaz de hacerlo, el rey nombrará a otro
arquitecto. No le ocultaré ninguno de mis temores ni de mis dificultades. Sin su
poder, no lo conseguiré. Él es quien ha abierto la piedra y me hizo renacer del
vientre de la montaña. Al crear esta pirámide, construye Egipto a imagen y
semejanza del cielo y lo convierte en la tierra divina.
—Al final terminaré creyéndome la leyenda que los menfitas propagan
acerca de ti.
—Explícate, te lo ruego.
—El rey y yo lo hemos decidido así. ¿Dudas tal vez de nuestra elección?
Sin aliento, Anjy vació un odre. Con el pelo suelto, semejante a una pequeña
salvaje, la princesa Redyit parecía divertirse con aquella experiencia inédita, a
diferencia de los ministros Baten y Ajeta, que ocultaban mal su irritación.
—Acepto la misión.
Viento del Norte se puso en marcha, y Geb se fue junto a él. Ambos los
siguieron. De repente, el viento cesó y la intensidad del sol se hizo casi
insoportable.
Sirviéndose del odre que llevaba en bandolera, Imhotep hizo beber a los
animales, luego le ofreció agua al monarca. El maestro de obras se conformó con
un trago.
—El fuego del dios Set no facilitará nuestra tarea —constató—. No obstante,
gracias a él, la materia se purifica y la piedra no se deteriora.
La arena crujía bajo las pezuñas, las patas y los pies. El asno y el perro
continuaban avanzando, como si deseasen alcanzar un objetivo concreto. Sin
aliento, el rey y el arquitecto se mostraban a la altura de sus guías.
Luego apareció un gran ibis que se colocó sobre mi montículo, a una gran
distancia del halcón, exactamente en el lado opuesto.
—Esto era lo que estaba esperando —reveló Imhotep—, los dioses han
fijado los límites del territorio sagrado. Os corresponde consagrarlo, majestad.
Las miradas del faraón y del maestro de obras se unieron para ahuyentar a
las fuerzas hostiles del área delimitada por el cielo. Al pronunciar las palabras de
poder, Zoser juntó mágicamente los rayos de luz que presidirían la construcción
del edificio. Del océano de energía que rodeaba la Tierra, sacó a la luz la regla de la
que se serviría Imhotep, esa Regla de Maat a la que el propio Faraón estaba
sometido.
—Mándalo a mi despacho.
Baten suspiró.
Una leve arruga alteraba el bonito rostro de la princesa Redyit, que se vería
obligada a recurrir a los eficaces ungüentos del laboratorio de la Casa de la Reina.
—Os olvidáis de un hecho capital —les espetó Zoser—: son los dioses
quienes han fijado los límites de ese dominio. Yo he sido testigo de ello y he atado
las fuerzas creadoras con el fin de sacralizar el terreno.
—El gran consejo tiene razón, majestad. El proyecto dictado por los dioses
rebasa los límites de lo razonable y de lo posible. No obstante, no tenemos derecho
de sustituirlo por nuestra mediocridad humana. Mis preferencias personales no
poseen ningún valor, y ejecutaré lo mejor posible la decisión de Faraón.
Imhotep volvió a Saqqara en compañía del asno y del perro, los otros dos
testigos de la voluntad divina. Estos se detuvieron exactamente en los lugares que
habían indicado los mensajeros de lo invisible, y el arquitecto clavó allí dos estacas,
primera materialización de la Gran Obra. Los miembros del gran consejo,
obligados a obedecer, no habían manifestado el más mínimo entusiasmo. Imhotep
contaba con incesantes recriminaciones y sutiles maniobras de obstrucción. Pero
¿acaso la hostilidad de los principales personajes del Estado no sería un obstáculo
insalvable? ¿No estaba perdido de antemano ese conflicto soterrado? En efecto, el
maestro de obras se beneficiaba del apoyo del Faraón, pero si las obras se
estancaban, ¿no se cansaría el monarca de ellas?
—Te has ganado así la plena confianza de los artesanos —indicó la joven—,
y eso es un tesoro incalculable. No obstante, me pareces preocupado, casi
atormentado.
—Majestad, yo...
—Puede que esto no sea más que el principio —se lamentó Baten—. El
maestro de obras acaba de triplicar sus cuadrillas.
—En Saqqara.
68
a Sombra Roja no tenía más que una idea en la cabeza: mancillar el sitio de
Saqqara y reducir a la nada la obra de Imhotep antes de que adquiriese demasiada
magnitud. La gran ceremonia a la que estaban invitados los principales dignatarios
le proporcionaba una excelente ocasión. Como en Abydos, la Sombra Roja sabría
aprovechar las circunstancias para golpear de prisa y con fuerza.
La nueva amante de Sagaz era encantadora y muy alegre, por lo que a sus
retozos no les faltaban atractivo y sorpresas; al pertenecer a la élite de las tejedoras
de la Casa de la Reina, la joven atrevida apreciaba la fogosidad del artesano y su
alegría de vivir. Uno y otra sabían disfrutar el momento presente y no hablaban
del futuro.
Sagaz se pasó una lengua golosa por los labios. Despierto, se vistió con una
túnica y condujo al maestro de obras hasta el jardincillo, donde se sentaron a la
sombra de un granado.
—Es cierto.
—¡Y eso es una magnífica razón para aceptar! En el fondo, empezaba a
aburrirme. Una vez más, me haces un gran regalo.
La llama se apagó.
l libio Tanú se tocó la cicatriz del cuello, marca de la Sombra Roja. Al frente
de una veintena de guerreros fieles, se dirigía hacia el campamento del jefe de clan
más viejo, que se negaba a una federación de tribus. No obstante, era la única
solución para reunir unas tropas capaces de vencer al ejército del faraón e invadir
Egipto.
Gracias al oro de la Sombra Roja, Tanú había comprado a una gran cantidad
de jefecillos, pero le faltaba el Viejo. Sin su consentimiento, los mejores
combatientes no se pondrían bajo su mando.
Era necesaria una cumbre. Tanú llevaba una fortuna a la que su interlocutor
no sería insensible. Si se mantenía al margen y lo reconocía como comandante
supremo de las fuerzas libias, Tanú le garantizaría al viejo la dicha futura. Si el
cabezota persistía en rechazar su oferta, firmaría su sentencia de muerte.
—Está todo ahí, señor —afirmó Tanú al abrir el gran saco—. ¡Yo renuncio!
Es imposible comprar al Viejo y federar a unos clanes que prefieren matarse entre
sí en vez de destruir Egipto.
—Una docena. Aunque sólo importa uno: su hijo mayor, que lo sucederá.
—Pero ¿cómo puedo acercarme a él? ¡Su guardia lo protege día y noche!
—¿Y... si fracaso?
Sólo los seres que recibían ese regalo real se convertían en venerables, [57]
pues participaban del poder luminoso de Faraón.
70
-¿C
—Botín.
—¿Tu edad?
—Treinta años.
—¿Estás casado?
—Soltero.
—¿Oficio?
—Peón agrícola.
—Así es.
—La comida y la paga son buenas, ya lo verás, ¡pero hay que espabilarse!
¡Ánimo, muchacho!
Imhotep corrió hasta el lugar del drama. Armado con un pico, un cuarentón
de mirada enloquecida se ensañaba con uno de los bastiones recientemente
terminados. Golpeaba con violencia al tiempo que gritaba palabras
incomprensibles. El maestro de obras apartó a los artesanos, que asistían a la
escena manteniéndose a una buena distancia.
—Si has sido víctima de una injusticia, será reparada. Exponme tus quejas.
—¿Volverá al trabajo?
—No existe urgencia mayor que la obra de Faraón. ¿Acaso lo has olvidado?
—¿Ha sido informado el rey de ese incidente? —preguntó Anjy en voz baja.
—Todavía no.
—Si obtenéis satisfacción inmediatamente, ¿quedará borrada esa pequeña
equivocación?
—Consiento en olvidarla.
—Tengo prisa.
Los dos ministros se quedaron mudos. Esta vez era su puesto el que estaba
en juego.
—Me alegro por ello, canciller, y me siento feliz de contribuir a vuestro éxito
al suministraros productos impecables.
Redyit se sobresaltó.
—¿Perdón?
—¡Estáis de broma!
—Venid a comprobarlo.
espués de las ceremonias de año nuevo presididas por la pareja real, ésta
había recibido un magnífico regalo: una crecida perfecta, ni demasiado fuerte ni
demasiado débil, que fecundaría las tierras y aseguraría la prosperidad de Egipto.
Los dioses bendecían el reinado de Zoser, las lágrimas de Isis resucitaban a Osiris,
el pueblo de Faraón tendría el alimento necesario.
—Ya no has de quejarte de los miembros del gran consejo —observó la reina
al descubrir el emplazamiento de la futura pirámide y el principio de los cimientos.
A pesar del intenso calor del verano, la reina tuvo un escalofrío. El triunfo
de Imhotep no se había producido todavía.
Después de varios meses de trabajo tan intenso como ejemplar, Tiñoso había
sido ascendido al grado de encargado. Como no ignoraba ninguno de los múltiples
aspectos del lugar y del funcionamiento de las cuadrillas, por fin actuaría y
asestaría los golpes decisivos al maestro de obras, cuya decadencia entrañaría la
del faraón, incapaz de llevar hasta el final su gran proyecto.
—En efecto, pero ese título me parece demasiado pesado para mis espaldas.
Deseo ponerme a tu servicio y recibir tus directrices. De lo contrario, ¡me arriesgo a
que me aplasten como a una cucaracha!
—Ninguno, tranquilo.
—Entonces ¿por qué te preocupas?
Bufido se pavoneó.
—De momento.
—Desde luego que no, y no correré el más mínimo riesgo. Basta con
mostrarse prudentes, reclutar a adversarios firmes de Imhotep y actuar en la
sombra. Cuando se desacredite, se desmoronará, y entonces tú ocuparas su lugar.
—¿Quién me lo garantiza?
—¡Chócala!
—¡Cómo ha cambiado esta ciudad! Los templos son magníficos, los barrios
han sido acondicionados con mimo, las zonas verdes respetadas, y la creación de
nuevos canales facilita la entrega de los productos.
—Gracias a tus planes —le recordó la joven—, Zoser da forma a una capital
cuya reputación perdurará a través de los siglos.
Ella sonrió.
—Al casarme con el hijo del dios Ptah, yo, una simple mortal, me exponía a
esa clase de inconvenientes.
Amanecía y, al día siguiente de una fiesta regada con una copiosa cantidad
de alcohol, gran cantidad de obreros tenían resaca. En el embarcadero, los
empleados encargados de las maniobras arrastraban los pies, y costaba colocar
correctamente los cordajes. Además, los migrañosos se temían un día caluroso. Por
suerte, el agua no escaseaba, y en los momentos de descanso meterían la cabeza en
el canal vecino.
—Exacto, de cereales.
—Si hay otro retraso, ¡sufriremos la ira del jefe! Informémosle en seguida
del incidente y declinemos nuestra responsabilidad.
Apenas habían salido del despacho cuando ambos observaron una agitación
anormal. La gente se apelotonaba para asistir a un inquietante espectáculo, el de
una barcaza a la deriva en dirección al muelle que amenazaba con chocar contra
éste y causar grandes daños.
Durante su paseo en compañía de Viento del Norte por la linde de las tierras
cultivadas, el arquitecto rememoró los elementos del informe. El responsable del
transporte era el ministro Ajeta; el propietario de la barcaza, Baten, como director
del Tesoro; la carga procedía de la Casa de la Reina, bajo la autoridad de la
princesa Redyit, y el chambelán Anjy había proporcionado la tripulación,
originaria del Delta.
Los policías tenían las manos vacías, y temían haber sido engañados. Su
principal testigo, un campesino autor de una relación detallada, había
desaparecido.
—Gracias por tu ayuda, nos has librado de caer en una trampa. La Sombra
Roja... No dejará de atacarnos.
Tiñoso se sentó.
—Te expliqué que había un personaje muy importante que está por encima
de mí. Al decidir suprimir a un artesano que Imhotep tenía en gran estima, nos ha
hecho un favor estupendo. Toda nuestra ciudad se ha tambaleado, y las obras se
han retrasado.
—Lo ignoro.
—¡Prometo obedecerte!
—Por fin entras en razón. Nuestra misión es simple: echar a perder las obras
y deshacernos de Imhotep. Ejecutaremos al pie de la letra las órdenes de la Sombra
Roja y tomaremos las iniciativas necesarias. Desde ahora, seré tu adjunto y
formaremos una cuadrilla completamente hostil al maestro de obras. Una vez
eliminado él, te nombrarán arquitecto y gozarás de tu nuevo desahogo. Ve a que te
curen la herida, necesito a un Bufido con buena salud.
Cuando se disponía a salir, Tiñoso se volvió.
Botín trató de informarse por varios jefes de cuadrilla, pero ninguno conocía
las razones de ese acontecimiento excepcional. El emplazamiento estaría
completamente cerrado, ningún artesano tendría derecho a entrar en él.
Esa mañana, el que cruzó la puerta única no era un individuo, sino el rey, el
maestro de la creación de los ritos, llegado para darle a la obra de Saqqara un
nuevo impulso, sólo en presencia de su maestro de obras.
Caminando en cabeza, el perro Geb pasó entre las dos primeras columnas
acabadas. Su actitud apacible probaba que ningún profano mancillaba el lugar.
Imhotep dejó en manos del monarca una vasija que contenía agua fresca. La
vertió a los cuatro puntos cardinales, luego rompió cuatro pequeñas vasijas rojas.
De esta forma destrozaba a los enemigos visibles y a los ocultos, de esta forma
reforzaba la protección mágica del emplazamiento.
—Que caigan del cielo pan, cerveza, bueyes, aves y todas las cosas buenas y
puras para el Ka de Zoser, justo de voz —rezó Imhotep—. ¡Ojalá el cielo haga
llover incienso fresco! [63]
—El cielo acepta nuestra ofrenda —constató el rey—. La luz divina aparece,
estará presente aquí para la eternidad. Maestro de obras, a ti te corresponde hacer
las piedras elocuentes. Que transmitan vida.
75
-E
—¿Deseas ver cómo enrojece esta hoja de nuevo? ¡Esta vez podría ponerlo
sobre tus ojos!
—¿Todo en orden?
—He empezado, pero dos pares de ojos valdrán más que uno.
—Así pues, sólo la han tomado con las escaleras —concluyó Ajeta—. En el
futuro, exigiré controles en profundidad antes de toda entrega.
—Soy víctima de una malversación —le reveló ella, muy contrariada—. Uno
de mis talleres recibió lino cosechado en una mala época y cuyo enriamiento fue
insuficiente. Con ese material defectuoso se fabricaron vuestras túnicas de
invierno. Me he dado cuenta de ello esta mañana y he acudido con el fin de evaluar
yo misma ese lote y saber si se puede utilizar.
Imhotep vio cómo Redyit se alejaba a toda velocidad. ¿Cómo podía dudar
de su eficacia?
—Te escucho —dijo el maestro de obras sentándose en una silla baja con
patas de toro.
—Yo me encargo.
—Resolveré el problema.
Como sentía cierto cansancio, se recostó en el asiento y cerró los ojos por
unos instantes. Intentaba dirigir lo mejor posible una obra inmensa, edificar la
morada de eternidad del Ka y construir sobre la Tierra un cielo de piedras
vivientes, pero diariamente las mezquindades humanas y los egoísmos se
cruzaban en su camino. ¿Cuántos artesanos veían realmente el sentido y la
importancia de su trabajo? ¿Comprendían los ritualistas las palabras que
pronunciaban?
Tener una finca magnífica, vivir allí en paz con Neferet a la sombra de las
palmeras, olvidar las preocupaciones y los deberes de un arquitecto que hacía
frente a un proyecto sobrehumano... Dado el número de dificultades que debía
resolver, Imhotep no tenía tiempo de soñar con ello.
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—Esto no va bien.
—Y concluís...
—¡Es de locos!
Por ese tipo de delito, los jueces podían reclamar la pena de muerte, y le
correspondía al faraón decretarla. El ladrón había corrido un riesgo considerable.
—Los hechos son graves —le dijo Baten a Imhotep—. ¿La descripción que
ha proporcionado el vigilante os permite identificarlo?
No obtuvo respuesta.
Los ojos del enfermo ardían de fiebre. De sus labios escarlata no salía más
que un balbuceo de sílabas.
Con el trasero sobre los pies de su amo y el hocico sobre los de su ama, Geb
dormitaba. En la cocina, había degustado un guiso de cordero con verduritas, y lo
digería mientras escuchaba los discursos oficiales.
—La policía del desierto les impide atacar a las caravanas —le recordó la
reina—, y tu reputación los obliga a mantenerse tranquilos. No tenemos nada que
temer de esos cobardes.
—¡Todo el mundo sabe que soy el único que elijo los vinos servidos en la
mesa real, y me han tendido una trampa!
—¿Soy inocente?
—¿No acaba siempre por salir la verdad a la luz? Aprende la lección de este
acontecimiento, Anjy, y protege más a la persona real.
Geb fue honrado de manera oficial por haber salvado la vida del faraón, y
los escribas no dejaron de conmemorar su hazaña. Nombrado oficial de la guardia
real, se beneficiaría de una tumba y del título de venerable cuando se reuniese con
sus hermanos, los dioses.
—Tu visión se corresponde con mis deseos más secretos —declaró Zoser—.
Si logras erigir esta escalera hacia el cielo, el poder del Ka brillará sobre Egipto. El
mal será desviado y la luz reinará.
Como último recurso, les había pedido a sus fieles que recogiesen el
máximo de información sobre el Viejo. No eran más que hombres, por lo que
necesariamente debían de tener puntos débiles. Por desgracia, esas interminables
gestiones no le procuraban ninguna baza, y Tanú se refugiaba en el alcohol. Sus
pesadillas estaban pobladas de fuegos devoradores, y sus tristes mañanas lo
estaban minando.
—Al Viejo le encanta el cordero asado —le reveló Baboso—, y no se fía más
que de un único proveedor. El tipo tiene autorización para ir ante él y presentarle
su carne, que él mismo asa en presencia de su cliente. Tiene que probarla y, luego,
el Viejo la devora tranquilamente.
—Bajo una tienda, a cien pasos de aquí. Una docena de aficionados se está
entregando a una intensa partida a la peonza.
—Correré el riesgo.
—Como quieras, siéntate.
—No nos plantemos ahora —decidió Tanú—. ¿Qué tal si nos jugamos un
asno?
Su adversario dudó.
—Lo siento, amigo. Te había avisado: es mi día de suerte. ¿Lo dejamos ya?
—¿Te... lo juegas?
—No es suficiente.
—Añado mi finca.
El libio reflexionó.
—Exacto, pero...
—El Viejo no sabrá que has hablado, y tú no perderás nada. ¿De qué te sirve
protegerlo? Encontrarás otros clientes. Si rechazas mi propuesta, te condenas a la
miseria. Y no será el Viejo quien te sacará de ella.
—Casi.
De la regla graduada del maestro de obras nacían todas las medidas y todos
los trazados que concretaban las escuadras, los niveles y las plomadas. Gracias al
juego de tres palitos de madera de la misma largura [68] unidos por un cordel
anudado en su extremo superior, se ajustaban rigurosamente las piedras.
Primero, tallar las almohadillas, suprimir las asperezas y llenar los posibles
huecos con arena, argamasa y resid