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Por lo general llueve en días como estos, una delgada capa gris cubre las calles
y los rostros. Esta ciudad está llena de gentes que van y vienen con la marea. Cuando
digo marea no digo caos, no digo descontrol, no digo diablo impredecible, mucho
vida; cuando digo marea digo yo. Yo soy el señor de la marea. Mucha gente (hombres
y mujeres con toda su carga de derrotas y victorias pírricas) pasa por delante de mis
ojos y se esfuma de inmediato apenas lo decido. Por ejemplo: Esteban, Gloria, David,
Juan, Lucía, Leisy: ya los vi, ya se van. Hay otra vida dentro de esta vida, pienso a
veces. Debe haberla, si no entonces para qué tanta jodienda. Esa vida, me digo
pequeñita abejita de antenitas amarillas y culito redondo, es una abejita que revolotea
y zumba y se frota las manitas a pesar de los cambios de humor que la acosan. Su
zumbido es una dulce resignación al encierro definitivo. Sabe que jamás escapará.
Hay otra vida dentro de esta vida y esa otra vida no es nada menos que mi abejita
resignada, pienso.
chispa de una idea interesante; celebrar un trago, una siesta, una tarde caliente y
soporosa, una conversación, mirar a mis contertulios a la cara y ver amigos y por una
vez en la vida no desear otra que cosa que un abrazo que prevalezca. Pero no, nada
para mí es festejo, ni un aplaudir de manos ni silbidos de alegría; cada cosa que hago
impulsado hacia una tierra en donde no haya demonios ni pirañas bípedas. Sólo por
un rato, sólo un ratito, un ratito más; «un poquiiiiiiito más», tarareo la lastimera
canción. Existen escritores que quieren meter toda la vida en una novela; yo no. Yo
deseo lo contrario, quiero meter toda una novela en la vida, sólo así la vida (la vida y
con mis demonios a cuestas (cayendo, cayendo una y otra vez) como la abejita y
pienso: «Traer un pequeño demonio con mi sangre a este mundo está cabrón, pero ni
modo, va, qué carajo». El cielo está negro, como mi corazón, como mi alma. Alzo la
mano para detener un taxi, porque ando con la placa del carro vencida, pero no se lo
Abro la puerta con destreza, entro, saludo al taxista y digo en voz alta, mientras
balanceo la cabeza con los ojos cerrados: «Sin demonios la vida sería muy aburrida.
Mi vida es buena, es entretenida». El taxista me mira con sospecha, hace una mueca