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Telares y relojes

James dejó caer la bolsa en la que había guardado su ropa y se dirigió hacia el rincón
de la sala al que llamaban “el taller”. En realidad, el nombre de taller le quedaba grande. Se
trataba, apenas, de un sencillo telar de madera sobre el que se amontonaban en desorden
retazos de paño y ovillos de lana.
Ese rincón era el lugar de la casa en el que James, cuando era niño, pasaba más tiempo
junto a su madre. Mientras ella tejía los paños que le encargaba el señor Peterson, James se
dedicaba a ovillar los hilos de lana. Solía preguntar a su madre: “¿Por qué el señor Peterson
no trae la lana más ordenada?”. Sin apartar la vista del tejido, la madre le daba siempre la
misma respuesta: “No te distraigas. Nuestro sustento depende del dinero que nos haga
Peterson por estos paños”.
El lejano repiqueteo de la campana de la iglesia apartó por un momento a James de sus
recuerdos. Tenía todo listo para la partida. Junto con Andrew, su vecino de la aldea y amigo
de la infancia, emprenderían el viaje a Manchester. La gran ciudad de la industria textil
inglesa parecía ser el destino inevitable de muchos jóvenes desesperados por encontrar un
trabajo.
No había sido fácil para James tomar la decisión de abandonar su casa y su pequeño
pueblo. Desde varias generaciones atrás, su familia había vivido y trabajado en la misma
tierra. Con grandes esfuerzos y dificultades, se las habían para pagar el alquiler de una parcela
de tierra cultivable. Además tenían su propio arado, sus animales de tiro y sus instrumentos de
labranza. El padre siempre decía: “Vivimos con lo justo, casi todo el dinero en el pago de la
renta, pero mientras el señor Peterson nos siga encargando tejidos…”.
Una vez más, un sonido de campanas llegó hasta los oídos de James. Pero el joven
seguía ensimismado en sus recuerdos y otras campanadas acudirán entonces a su mente. Eran
las del reloj de péndulo que su padre había comprado unos años atrás, “Fabricado en
Newtown, 1786”, según decía la inscripción grabada en la tapa de madera.
“No creo que esta máquina vaya a resultar de utilidad alguna”, había dicho al abuelo.
“Es un lujo de ricos”, había protestado la madre.
“Lo necesitamos para organizar mejor nuestro trabajo. Además, estos relojes de pared
ya no son tan caros como antes”, sentenció al padre.
Las discusiones siguieron durante algunas semanas, hasta que la familia se acostumbró
a regular sus actividades de acuerdo con el ritmo que imponían el nuevo artefacto y las
exigencias del señor Peterson.
“Ah, ¡muy bien! Veo que se están preparando convenientemente para estos tiempos de
cambios”, dijo Peterson luego de observar el reloj que colgaba en la pared. “Ahora podrán
cumplir más puntualmente con las entregas”.
La familia de James imaginaba un futuro próspero o, por lo menos, previsible. Se
estaban acomodando a una época de cambios y no les iba tan mal. Pero todo se modificó
bruscamente en un par de meses. El propietario del terreno en el que vivían les anuncio que
habían decidido poner todas sus fincas rurales en venta. Y Peterson, sin aviso previo, dejó de
llevarles lana.
Muchos campesinos se quedaron entonces sin el ingreso adicional que les
proporcionaba su trabajo como artesanos. Luego de casi un año de penurias económicas,
James le anunció a su familia: “Me voy a probar suerte en Manchester”.
Cuando Andrew golpeó la puerta de la casa, James salió de su nube de recuerdos. Le
echó una última mirada al telar, recogió la bolsa con sus ropas y salió al encuentro de su
amigo.
Apenas llegados a Manchester, comenzaron a buscar trabajo. Mientras recorrían los
barrios más alejados del centro observaron con admiración un gran edificio de ladrillos rojos
con una enorme chimenea de la que salía un humo denso que ennegrecía el cielo. El estrépito
de las máquinas les decía que allí podrían encontrar empleo. La entrada de la fábrica estaba
abierta pero no se atrevieron a traspasarla.
Golpearon la puerta de hierro y un empleado con la cara sucia por el hollín les dijo que
si venían por trabajo, debían esperar allí afuera.
Luego de unos minutos los hicieron entrar. Los dos amigos comentaban con
admiración:
“Mira ese telar, se mueve solo. Y esa montaña de carbón. ¿Para qué necesitarán tanto
combustible? Y no se ve ni un solo ovillo de lana Todo lo hacen con algodón. Y esos
piletones deben ser para teñir las telas.”
Pero la gran sorpresa para James y Andrew fue cuando se presentó ante ellos el dueño
del taller. Era el señor Peterson.
“¿Buscan trabajo? Veremos qué puedo hacer por ustedes. Pero les advierto: las cosas
por aquí no son como en la aldea. Los horarios de entrada y salida del trabajo son los que
marca aquel reloj. Su jornada será desde las 6 de la mañana hasta las 8 de la noche. Tendrán
media hora de descanso para almorzar. El salario es una suma fija y se paga cada dos
semanas. No voy a tolerar distracciones ni holgazanerías. Yo soy quien fija las reglas, y es
justo que así sea.”
James y Andrew lo escuchaban en silencio.
“Este mes recibí un pedido grande y necesito más brazos en el taller. Les daré una
oportunidad para ver si rinden”, agregó Peterson.
Cuando los dos amigos salieron a la calle, James sólo podía pensar en una palabra:
“brazos”.

Relato imaginario reconstruido a partir de la información que proporcionan las fuentes históricas.
Extraído de: “CIENCIAS SOCIALES. EGB TERCER CICLO 8”. Páginas 104 y 105. Autores varios.

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