Tratado de la idiotez
Clément Rosset
T rad u cción e in trod u cción d e
R a fa el d el H ierro
PRE-TEXTOS
Hsta obra sk BENKncró DEr. P. A. P. (JARCIA I.OHCA.
fu. .. -i:AMA |)KI’L’BUCACIÓN DEL SERVICIO DE COOl'FKACIÚN Y DI- A'.UÓN CriTURAI.
de l\ Embajada de Francia en Hspaña
y 111ÍL MlNISTERJO FRANCÉS DE ASUNTOS EXTERIORES.
(11 JADA IMPRESORES - TEL. 9M 519 060 MONTCAIIRFK 26 - 46960 AI,DAIA (VALENCIA)
I n t r o d u c c ió n ..............................................................................................................9
P ró lo g o ....................................................................................................................... 15
APROXIMACIONES A LO REAL
1. L a e s c r i t u r a g r a n d i l o c u e n t e ...................................................... 109
2. E s c ritu ra y re a lid a d ......................................................................... 13«
3. Lo real y su representación
a ) El. CASO (ipMFRAL: LA REPRESENTACIÓN TARDÍA ................................................... l 6 0
b) Lí o s c a s o s p a r t ic u l a r e s : l a r e p r e s e n t a c i ó n a n t ic ip a d a
* * *
Ra fa el d el H ierro
PRÓLOGO
Las líneas que siguen proponen algunas incursiones en el
campo de lo real, por el que designamos ante todo la existen
cia en tanto que hecho singular, sin reflejo ni doble: una id io
tez, pues, en el sentido principal del termino.
Una idea nos ha llamado la atención entre otras, a saber,
que el pensamiento de semejante «idiotez** está aún por lle
gar, quizá para siempre; y ello a pesar de ciertos indicios de
una filosofía moderna que, en su conjunto, permanece deci
dida a mantener siempre, cueste lo que cueste, las significa
ciones imaginarias -p o r ejemplo, a través de las figuras del
ilusionista y del incurable.
En La isla d e la razón , de Marivaux, todos terminan por aban
donar sus ilusiones y rendirse a la evidencia; todos salvo uno:
el filosofo. Sin duda, se puede afirmar que el hecho de dar la
razón a lo real constituye el problema específico de la filoso
fía: en el sentido de que es su tarea, pero también de que. como
tal, nunca podrá enfrentarse a él en absoluto. Quizá porque se
mejante reconocimiento suponga una virtud que el genio filo
sófico no puede, por sí mismo, ni producir ni remplazar.
1. B a jo ei. v o lc á n
2. L a c o n f e s i ó n d e l o s c a m in o s
Si s e t r a d u c e l it e r a l m e n t e e s t e v e r s o , t e n d r e m o s :
6 ibid.
~Juego de palabras imposible de traducir al español -persona y nadie-, pero
no de pensar recurriendo a la noción de máscara. (N. del T.)
sinato con el que Edipo ha .sellado su destino se ha producido
en un lugar en el que se confunden los diferentes caminos,
en una encrucijada de caminos: "Triple camino, oculta cañada,
encinar, desfiladero junto a las dos rutas, tú que bebiste la san
gre de mi padre -m i sangre, por mis propias manos derramada-,
dime, testigo de mi crimen, ¿te acuerdas de todo ello?»/
Del mismo modo que Edipo es, a la vez. el que busca y el
buscado, así también el hombre descrito en el coro de Antí-
g o n a está a la vez provisto y privado de camino, a la vez lleno
de recursos y sin recursos. Antes que nada, hombre de recur
sos, en lo que hace hincapié el coro todo el tiempo. Es astuto,
siempre tiene salida para todo, siempre se las arregla. Puede
cruzar el océano, labrar la tierra, conseguir caza y pesca, aman
sar las fieras, construir casas y fundar ciudades. Pero, también,
hombre sin recursos, ya que todo eso no lleva a ninguna parte
(etc1cmSev ep^etoci). Sabe hacer todo eso y aún podría hacer otras
muchas cosas más, cualquier cosa. Es, indistintamente, el ser
de todos los posibles, aquél a quien le falta un destino, un ca
mino hacia algún lugar. Ningún viento impulsa, dice Montaigne,
a quien no tiene puerto de destino. Pero, también, todos los
vientos son favorables. Equívocos todos los caminos, cualquiera
le vendrá bien.
Esta confusión de caminos es muy diferente de lo que sucede
en un laberinto. Que el hombre carezca de camino no signi
fica en absoluto que esté perdido en un laberinto, en el que no
se sabe sí es mejor, para salir airoso, tomar el camino de la iz
quierda o el camino de la derecha, volviéndose a encontrar con
el mismo problema en cada nueva encrucijada, En el laberinto
hay un sentido, más o menos difícil de encontrar y de ver, pero
cuya existencia es segura: se ofrecen múltiples itinerarios de los
B Edipe Rol tr. R. Pignarre. [Hay irad, esp.-. Edipo rey, Guadarrama, Madrid,
1979. Versión de Luis Gil.J
que sólo uno, o algunos pocos, son los buenos, no conduciendo
los otros a ninguna parte. El laberinto no es. pues, un lugar en
el que se manifieste la insignificancia; antes bien, se trata de un
lugar en el que el sentido se revela al ocultarse, un templo del
sentido, y un templo para iniciados, porque el sentido está aquí
presente y velado a la vez. El sentido circula aquí de forma se
creta c inesperada, a la manera del itinerario incierto y descon
certante que tiene que Lomar el hombre atrapado en el laberinto
si quiere encontrar una salida. A la ausencia de caminos -e s decir,
a su omnipresencía—propia de la insignificancia se opone aquí
la complejidad de los caminos. Es conocido el gusto moderno
por los juegos de sentido de tipo laberíntico: la desaparición
del sentido allí donde se le acechaba, su reaparición allí donde
no se le esperaba, falsas correspondencias entre elementos ve
cinos y homogéneos. Gusto filosófico, como prueban las pri
meras líneas de Las p a la b ra s y las cosas. de Michel Foucauk, el
estudio de las paradojas del sentido en la Lógica d el sentido, de
Gilíes Deleuze, la banda de Moebius y otros nudos borromeos
de Jacques Lacan. Gusto literario: laberintos de Robbe-Grillet, iti
nerarios misteriosos y correspondencias secretas de Michel Rutor,
-jardines en los senderos que se bifurcan» en Borges. tíl gusto por
el-laberinto es claramente un gusto por el sentido que, conside
rado de forma aislada, traduciría más bien una indiferencia de
la modernidad ante el problema de la insignificancia.
La confusión de los caminos podría compararse con más pre
cisión a la muy particular confusión engendrada por el fenó
meno del olvido. Así como la insignificancia se define por la
falta de caminos, debido a su proliferación, así también el ol
vido se caracteriza no por una pérdida del recuerdo, sino más
bien por una omnipresencia de recuerdos, por el tropel indife
renciado de los recuerdos que, durante el olvido, afluyen en
orden tan cerrado que se hace imposible localizar el recate rdo
buscado. Bergson ha denunciado el absurdo que suponía opo
ner el olvido a la memoria. El olvido no surge cuando desapa
recen los recuerdos (lo que no se produce nunca), sino cuando
todos los recuerdos aparecen a la vez de forma indiferenciada,
dado que cada recuerdo hacer valer idénticos derechos al re
conocimiento. Lo normal es que yo seleccione mis recuerdos:
sólo me acuerdo de los que necesito en este momento. Durante
el olvido, ya no selecciono, por lo que entonces tengo ante mi,
en pie de igualdad, todos mis recuerdos. ¿Cómo elegir? ¿Cómo
orientarse en ese conglomerado que ni siquiera es un dédalo,
como el laberinto? Ya no hay caminos, ni siquiera falsas direc
ciones. Ya no hay direcciones, ni señales que indiquen. O más
bien, todavía hay señales, pero éstas se han vuelto irrisorias. El
a que, según mis previsiones, tenia que hacer que me acor
dase de b me resulta tan inútil como este nudo en el pañuelo
que tenía que ayudarme a recordar algo, pero que ahora se li
mita a este único mensaje, a saber, que hay algo de lo que me
tenía que acordar. Kn cuanto a ese algo mismo, ahí está, pre
sente, en medio de la infinidad de cosas que he visto hasta la
fecha: está ahí delante de mí, y lo conozco bien. Pero hay de
masiadas cosas que conozco bien y que están ahí delante de mí.
Resulta imposible distinguir al cabo entre olvido absoluto y
recuerdo absoluto, saber absoluto. El olvido del borracho, por
ejemplo, podría muy bien definirse como un exceso de saber,
un saber demasiado (el caso del Cónsul de Malcolm Lowry con
firmaría esta definición). El borracho auténtico lo olvida todo
porque lo ve todo. Porque lo sabe todo, porque se acuerda
de todo. En una historieta de Fred, L a m em em oria, vemos a
Bartolomé, cuyo amigo Filemón se ha vuelto amnésico, implorar
en vano la ayuda de los habitantes de la »mememoria»: los se
cretarios de la mememoria están en huelga y ya no funciona
ningún recuerdo. Hay que esperar que la memoria vuelva al
trabajo. Sólo en uno, sin embargo, la huelga ha quedado sin
efecto: precisamente el borracho de la esquina, el único que
no ha perdido la memoria. Los borrachos son como los ele
fantes: no olvidan nada. Y, justo por la misma razón, nunca se
acuerdan de nada.
Aquí está la que busca, delante de usted, entre algunos mi
llones más: será suya en cuanto la haya reconocido. La tarea
es fácil, aunque se complica un poco por el hecho de que tam
bién conoce usted, con tanta intimidad a unas como a otras, a
esos otros millones de mujeres que rodean a su preferida. Tal
es, poco más o menos, la situación del hombre sumido en la
búsqueda de un recuerdo cualquiera -tarea cuyo carácter la
borioso y desenlace azaroso han sido descritos por Proust en
la más célebre de sus páginas: una visión indiferencíada de
todas las cosas acompañada por una incapacidad para captar
bien alguna de ellas-. Parálisis, inmovilidad, impotencia mte
un mar de recuerdos que inundan al observador. Sin embargo,
los recuerdos desfilan al alcance de su mano, aunque parece
haber perdido brazos y piernas, no disponiendo ya má^ que de
dos grandes ojos abiertos e inmóviles. Esta parálisis lúcida es,
como se sabe, la de los personajes de Samuel Beckett, en es
pecial la del héroe de El in n om brable. Inmóvil en un asiento
un poco elevado (¿en relación a qué?), el que habla en El in
n o m b r a b le se halla situado, para todo «aquí» y «ahora», en el
centro de algo del que sólo puede saberse que se trata de su
'■entorno». ¿Qué entorno? ¿Se trata del aire? ¿De la piedra? ¿IJn
recinto? ¿Una ilusión óptica? P a r a s a b e r l o , haría falta un bastón,
lanzarlo al aire para saber -si hay vacío siempre» o si está lleno,
'■según el ruido que oyera»; o quizá, más bien, no soltarlo y
servirse de él como una espada, blandiéndola en el aire a su
alrededor para conocer la naturaleza, blanda o resistente, eté
rea o líquida, del espacio en torno. Pero la posibilidad de re
conocer así los lugares resulta vana de todos modos por ser
irrealizable, puesto que no hay bastones: «la época de los bas
tones ya ha pasado, aquí no puedo contar estrictamente más
que con mi cuerpo». No hay bastones; también puede decirse:
no hay caminos. Beckett no es el escritor de los laberintos, sino
el de la insignificancia, el de la confusión de los caminos. Sus
series no pertenecen al orden del laberinto, no sugieren nin
guna significación incomprensible y oculta, promesa de un sen
tido lejano y misterioso, sino que ofrecen, por el contrario, una
significación inmediata, muda y anodina, sin ninguna promesa
de eco o reflejo, que se evapora al mismo tiempo que se re
vela, y en el momento oportuno, como en el episodio de las
piedras que hay que chupar, joya de Molloy.
La perspectiva de la insignificancia, lugar en el que coexisten
y se mezclan todos los caminos, no parece que pueda descri
birse como un estado, pues se trata más bien de la negación de
todo estado, pero sí puede describirse en cambio como el es
tado por excelencia al poseer, en efecto, la virtud que le falta
a la estabilidad más tenaz, a la organización más duradera, a
saber, la de n o ser susceptible d e n in g u n a m od ificación . Hay,
al menos aquí, un seguro total contra el futuro: nunca se pro
ducirá nada que pueda contradecir el principio de la insignifi
cancia (lo que se produzca será siempre algo determinado y,
a la vez, cualquier cosa). Los caminos del futuro ya pertene
cen a la actual confusión de caminos. En efecto, como hemos
señalado en otra parte,y se da una antinomia insalvable entre
las nociones de azar y de modificación: si lo que existe es esen
cialmente azar, de ello se sigue que lo que existe no puede
ser modificado por ningún suceso, por ningún -acontecimiento»
(en la medida en que ningún «acontecimiento», entendiendo
por tal algo que irrumpe y resalta sobre un fondo de azar, po
dría producirse jamás). Al cambiar de manera imprevisible, lo
real no hace sino confirmarse en su estado: no ha cambiado.
y Logique du pire. l-’.U.F., pp. 42-44, [Hay Ciad, esp.: Lógica de lo peor.; Harral
Editores, Barcelona, 1976. Versión de Francisco Monge.]
El azar jamás será modificado por el azar, razón por la cual todo
acontecimiento, por agradable o deseable que sea, no deja de
ser irrisorio desde el momento en que nos proponemos inter
pretarlo en sentido filosófico (no ya histórico o político). Dicho
en términos más filosóficos, cuando no más sibilinos: alg o
puede modificar a lg o, pero n a d a no puede modificar n a d a .
Ahora bien, lo real no es nada - o sea, nada estable, nada cons
tituido, nada firm e-. Por tanto, lo real no es, en sí, modifica-
ble. Y por eso Sófocles, después de haber dicho en A ntigona
que e l hombre «marcha hacia ningún lugar», añade que ese nin
gún lugar no concierne sólo al presente, sino también al to
jov, al futuro, a l a serie infinita de los tiempos que han de
llegar:
10 D e rerum natura. III, 945. Ulay irad. e.sp.: D e la naturaleza d e las cosas,
Cátedra, Madrid, 1983. Versión de Agustín García Calvo.]
Cónsul, ebrio, está sentado a una mesa del restaurante del Salón
Ofelia, en compañía de su hermanastro y de Yvonne, y me
dita sobre las condiciones de su «ser-en-el-mundo»: «El Cónsul
estaba sentado, muy bien vestido, sin mover un músculo. ¿Por
qué estaba aquí? ¿Por qué estaba siempre, más o menos, aquí
( Why w as b e alw ays m ore o r less, bere)?». Por más que se mueva
y vaya donde le plazca, siempre se encuentra, poco más o
menos, en el mismo lugar, en el mismo punto. El Cónsul está
aquí al borde de una revelación de orden ontológico, a saber,
que la facultad de existir en un lugar cualquiera no exime de
la necesidad de existir siempre en alguna parte. Por tanto, siem
pre hay alguna parte, siempre hay, más o menos, un aquí. No
temos, de paso, que «siempre» se dice en inglés always, esto es,
«by all ways»: cualquiera que sea el camino.
Falta por determinar por qué ese hombre que Sófocles des
cribe como hombre privado de camino, cualesquiera que sean
ios caminos que tome, orientándose hacia la nada debido a la
infinidad de sus medios, se describe al mismo tiempo, según
la opinión del propio coro de Antigona, como Seivóq,(deinós,
sorprendente), y el más 8eivó;de todos los seres; esto es, según
el parecer de los traductores, el más sorprendente de los seres,
o el más admirable, o el más maravilloso, o el más terrible, o
el más formidable, incluso el más inquietante. En vano trataría
mos, quizá, de ver aquí una profesión de fe humanista, un sim
ple testimonio de autoadmiración del hombre. Lo que el griego
del siglo v a. C. experimenta ante sí mismo —al menos, tal como
lo pintan Sófocles o Fidias- es un sentimiento de júbilo intenso
pero mesurado, que comporta más la intuición de sus limites
que el descubrimiento de un poder infinito. Nada más opuesto
a esta satisfacción griega, al parecer, que el sentimiento o la ma
nifestación de cualquier vanagloria. A pesar de ello, Sófocles
dice que el hombre es Seivóq, y más Seivoq que cualquier otra
cosa en el mundo.
Para captar el sentido de esta observación conviene, sin
duda, volver a situar el párrafo en su contexto, recordar que
el coro en cuestión interviene inmediatamente después de que
nos hayamos enterado de que el cuerpo de Polinices ha sido
recubierto de polvo, según el ritual sagrado, y ello a despecho
de las instrucciones expresas de Creonte. El coro comenta en
tonces ese prodigio -e s e hecho prodigioso de que una orden
del rey absolutamente coactiva, puesto que prevé la muerte
para toda persona que la contravenga, ha sido transgredida-.
Ahora bien, semejante prodigio sólo puede ser producido por
la mano del hombre; por eso el anuncio del prodigio se pro
longa al punto con una evocación del hombre, con un coro
que se decide a describir al hombre en tanto que prodigio,
en tanto que susceptible de producir actos prodigiosos -e l
hombre en general, y no Antígona, de quien se supone que
el coro ignora todavía que es la autora del acto prohibido-.
¿Quién ha podido hacer eso? Solamente un hombre. ¿Por qué?
Porque sólo el hombre es capaz de un comportamiento p e r
verso al contradecir toda previsión, toda norma. Perverso: o
sea, trastornado por haber vuelto del revés el sentido, por ha
berlo abolido. ¿No es el hombre jiavxoTcóp^, como se dirá más
adelante, capaz de tomar todos los caminos, incluidas las vías
prohibidas, las vías al parecer impracticables? Ahora bien,
Creonte se propuso limitar justo esas posibilidades humanas,
literalmente «extravagantes» (que s e e x t i e n d e n «fuera d e todo
camino»), quería refrenar esa facultad humana que el coro de
signará con el término íiavxojtóp<;.Decidió cerrar al menos una
vía, la que llevaría a conceder a Polinices los honores fúne
bres. Mas para hacer que una vía se le vuelva impracticable
al hombre de los mil caminos no basta con prohibirla. Nada
le resulta impracticable al hombre TtocvxoTiópq, máquina lodo te
rreno, susceptible siempre de sorprender. El hombre es algo
terrible, temible por inescrutable: ése es, a fin de cuentas, el
sentido que tiene, en Sófocles, el término 5eivó<;, El hombre es
«terrible» por disponer de todos los caminos al tiempo que ca
rece de todo destino. Nada hay tan peligroso como una má
quina sin control: todos los caminos le están abiertos por
definición.
3 . M o n o t o n ía s
2-) Un paso del Sol cercano a los «nodos» (es decir, a los dos
puntos por los que la órbita lunar corta la eclíptica), determi
nado por el a ñ o d e los eclipses, E; año diferente del año nor
mal debido a que los nodos retroceden sobre la elíptica.
E = 346,6200 días.
■U
otra persona, fraguadas a partir de su propia imagen). Y tam
bién se asemeja el psicoanalista, claro está, al párroco en su
confesionario, poseídos ambos por una misma «voluntad de
saber». Estas comparaciones son justas y legítimas, pero no ago
tan el'capítulo de la violencia psicoanalítica: violencia que cul
mina quizá, no en el hecho de querer arrancar un secreto a la
fuerza, sino en la ilusión de creer que hay un secreto que for
zar, algo a lo que hacer hablar, algo que oír -e s o de cuyas mi
gajas puede maravillarse un psicoanalista cuando recoge con
devoción, de boca de sus pacientes, farfulles del tipo «Poord-
jeli», «Busillis- o -Guet libus ombres»-. Fragmentos preciosos
de una lengua matriz, lengua anterior a Babel, cifra del in
consciente, según Serge Leda iré. ¿No se trata, más bien, de frag
mentos de esa lengua quejumbrosa que a veces hablan los
hombres sumidos en un profundo sueño: lengua fría, mono-
corde, literalmente insignificante? No es que el hombre no tenga
nada que ocultar al cabo, pues siempre tiene al menos un se
creto que no deja de guardar con todo su celo: precisamente
el hecho de que no tiene ningún secreto, que no tiene nada
que ocultar. Fierre Fédida ha mostrado en concreto que una de
las funciones esenciales del exhibicionismo consiste en disi
mular el secreto de que no hay nada que enseñar, en ocultar
el hecho de que no se tiene nada que ocultar. -Tenía que ser
misteriosa, dice una de sus pacientes, para ocultar que no tenía
nada que hacer.» Adolescente, esta paciente fingía escribir car
tas de amor a un hombre para intrigar a sus allegados, pero
no echaba al buzón más que sobres vacíos-. «¿Cómo podría el
analista decirlo mejor, siendo el secreto de la carta el sobre
vacío?».14 Otro tanto se diría del obstinado silencio que mantiene
el adolescente que delinque ante las preguntas del juez o del
4 . Al g u n a s s ig n if ic a c io n e s im a g in a r ia s
Michel Ser res. J.a traduction (Hermés III), Éd. de Minuit, p. 67.
tales de lo real: necesario o no necesario. A veces ocurre, sin
duda, que una percepción insólita llega a sorprendernos: la
de una cosa necesaria y no necesaria al mismo tiempo, Eso es
precisamente una percepción insólita, que no atenta como tal
contra el orden de las cosas, sino que apunta sólo hacia cier
tos casos particulares, ciertas excepciones. Por lo demás, estas
desviaciones de la norma quedan sancionadas al punto, según
los casos, por la risa o por la irritación -y confirmadas, al mismo
tiempo, en su carácter excepcional.
Que el objeto necesario/no necesario se preste a la risa es
una verdad conocida por la experiencia cotidiana. Semejante
objeto es incluso, en cierto sentido, el objeto cóm ico por ex
celencia, es decir, la incongruencia absoluta en la que se di
suelven no sólo las reglas de las buenas costumbres, sino
también todos los principios de la existencia (las primeras sim
plemente son arrastradas con la riada de los segundos, con
todas las reglas). Aclaremos esto con un ejemplo.
El viejo descapotable de Monsieur Hulot, que lleva dos pa
sajeras en los asientos traseros (pero no al conductor, Hulot,
al que una circunstancia le ha obligado a dejar un momento
el volante y a salir del coche), anda solo, atraído por una pen
diente que le hace bajar una cuesta y entrar en una propiedad
privada, pasando a toda velocidad entre los dos pilares del por
tal, evitados de milagro.16 El conductor se lanza a la búsqueda
de su vehículo y en auxilio de sus pasajeras, pero al punto tiene
que batirse en retirada, nada más pasar el portal, perseguido
por un perro que le busca los pantalones y le ladra con furia
(cuando no ha rechistado al paso del coche y de sus dos pa
sajeras, damas que gritan enloquecidas, que en cualquier otra
circunstancia supondría una invasión rara e inquietante; sin em
bargo, a continuación vemos que está pendiente de Hulot, de
IDIOTHZ DE LO RF.AI.
*'•En Heidegger, he príncipe de raison, tr. A. Préau, Gallimard. lllav trad. csp.:
El principio d e razón, publicado en ¿Q ué es filosofía?, Narcea, Madrid, 1978.
Versión de fosó Luis Molinuevo.]
No sólo es la Virgen ele la que habla el poeta, sino que tocio
es virgen en tanto que es singular, al escapar tanto a los ojos
del cuerpo como a la interpretación del espíritu desde el mo
mento en que se determina a ser esto y sólo esto. Una palabra
expresa por sí misma ese doble carácter, aislado e incognosci
ble, de cualquier cosa: la palabra «idiotez». Idiótés, idiota, sig
nifica simple, particular, único; después, por una extensión
semántica cuya significación filosófica es de gran alcance, sig
nifica persona privada de inteligencia, ser desprovisto de razón.
Así, todas las cosas, todas las personas, son idiotas, ya que no
existen más que en sí mismas, es decir, son incapaces de apa
recer de otro modo que allí donde están y tales como son: in
capaces, pues, y en primer lugar, de reflejarse, de aparecer en
el doble del espejo. Ahora bien, el destino de toda realidad con
siste finalmente en no poderse duplicar sin que al instante se
convierta en otra cosa: la imagen ofrecida por el espejo no
puede superponerse a la realidad que sugiere. Es el caso, en
particular, del universo, descrito por Ernst Mach en una fórmula
muy extraña y muy profunda «como un ser unilateral cuyo com
plemento reflejado no existe o, por lo menos, no nos es co
nocido*.^- Ningún espejo puede captar el reflejo del universo,
ningún ojo puede captar el cuerpo de la Virgen: el universo ca
rece de trasfondo, el cuerpo de la Virgen griega lo es todo, solo
para él, para quien io contempla. El mundo, todos los cuer
pos que contiene, carecerán por siempre de su complemento
reflejado. Serán por siempre idiotas.
A esta idiotez de lo real se halla enfrentado el Cónsul en el
salón Ofelia mientras zumban en sus oídos las palabras de
Yvonne y de Hugh. Idiotez de estar allí, de estar necesariamente
siempre aquí. Porque no es ni una flor ni una virgen cuya exis
tencia «idiota» entrevé el Cónsul; es él mismo, sorprendiéndose
Heidegger, Le principe de raison, tr. cil., p. 47. [Hay tracl. esp.: F.íprinci
p io de razón, op. ci'f.]
* "L’origine de l’oeuvre d’art», en Cbetnins qui ne m enenl nullepar!, ir. W.
Brokmeier, Gallimard, p. 28. [Haytrad. esp.: Sendas perdidas. Losada, Buenos
Aires, 1960. Versión de José Rovira Armengol.]
acceso a lo real, la filosófica, que resume además las tres vías
evocadas más arriba, a lo que añade su sello específico: el es
tado filosófico, al decir incluso de Platón, que supone un es
tado continuamente ebrio, amoroso y artístico.
Fuera de estos casos privilegiados de contacto, vivaz y ru
goso, con lo real, la percepción habitual sólo ofrece el espec
táculo de lo real con la ayuda del completo repertorio de todos
sus reflejos posibles, con la complicidad del Doble. Un doble
que permite a la vez el distanciamiento y el complemento de
sentido. Por eso la percepción ordinaria de la realidad sólo vale
en tanto que cuestiona implícitamente el principio de identidad
según el cual A = A. Este principio de identidad es sólo una ver
dad anodina, demasiado evidente para que sea necesario in
sistir en ello, demasiado banal para que, llegado el caso, haya
que inquietarse por ello. El peligro de las verdades que se ad
miten sin más reside en que se prestan con facilidad a que no
se las tenga en su justo valor, no dándose cuenta quien se
opone a ellas de que puede llegar a rechazarlas a causa de la
fe que otorga al principio que, según él, lo pone al amparo de
toda traición en los hechos -razón por la cual, según Maquia-
velo, aquel cuya alianza ha sido larga y laboriosa de obtener
ofrece más fiabilidad que el que se ha unido sin más al Prín
cip e- En la percepción habitual, A no sólo es igual a A; A es
también, y sobre todo, igu al a todos sus dobles. La percepción
habitual necesita estos dobles, necesita descansar sobre la ima
gen de esos reflejos cada vez que el contacto directo con la cosa
se revela indeseable. Así, podemos disLinguir a grandes rasgos
una triple función del Doble:
6 . E l ILUSIONISTA
" La voix et le phénotnéne, P.tJ.F., p. 98. [Hay trad. esp.: La voz y el fenóm eno,
Í’rc-T cxto s, Valencia, 1995. Versión de Patricio Peñalver.]
* días, título de una obra de Derrida, significa ‘tañido fúnebre». Por tanto,
«somier le (''las- resulla ser aquí un juego de palabras. (TV. del T. )
primero que practica este ilusionismo refinado, procedente de
un hegelianismo frustrado mas persistente, fue Mallarmé; des
pués, en el siglo xx, Georges Bataille. La obra de Georges Ba~
taille (descripción del erotismo com o experiencia de una
superación imposible, de un juego de mediaciones que inde
finida y vanamente transgredimos una tras otra con la espe
ranza de poseer la misma cosa, que jamás se entrega) es una
muestra representativa de la nostalgia hegeliana y del ilusio
nismo del sentido, en este caso de la significación erótica. La
serie de desplazamientos metonímicos, en la H istoria d e l ojo,
tiene la función de mostrar que lo deseado no es nunca esto
o aquello, sino que está siempre al lado de esto, al lado de
aquello. La mirada amorosa, el ojo del amante, sólo se car
gan de sentido, de significación erótica, en la medida en que
se desvían hacia otro lugar («diferidos»); de ahí la serie de los
desplazam ientos y de las m ediaciones: del ojo pasamos al
huevo, luego al ano, luego al testículo, luego a la vulva, en
la que Simone introduce, al final de la novela, el ojo que aca
ban de arrancarle a un sacerdote; es justo en ese momento,
al contemplar el sexo de Simone rodeando el ojo del sacer
dote, cuando el héroe se representa de pronto la mirada de
Marcelle, su amante. A través de esas diferentes peregrina
ciones, el sentido erótico volvió al objeto que le sirvió de
punto de partida; pero, entretanto, circuló, y no habría tenido
lugar si no hubiese circulado de ese modo. El significado eró
tico no reside en el ojo de la amante, sino en el camino que
lo conduce al ojo arrancado de un hombre, colocado en la
vulva de otra mujer. Como dice, a su manera, Miguel Sardou:
«Corre la enfermedad de amor, corre». Así corre en todo caso
el sentido. Hay un ciclo del sentido, un flujo, una corriente; el
sentido no está ni aquí ni allí, el sentido es lo que «pasa». Tra
tar de detenerlo para asirlo es condenarse a perderlo. Así corre
el sentido en un cuento de Henry Jam es, La Im a g en en la a l
fo m b r a , que Bernard Pingaud resume de este modo: «El na
rrador, un joven crítico que encuentra por casualidad al no
velista Hugh Vereker, a quien acaba de consagrar un artículo,
sabe que “ha pasado de largo” por completo del “pequeño ha
llazgo” que constituye lo esencial de la obra: al igual que sus
predecesores, no supo percibir la “valiosa intención” que el
escritor, sin embargo, establece con “habilidad y perspicacia”
en cada uno de sus libros. ¿Fn qué consiste el “pequeño ha
llazgo” en cuestión? Eso es lo que el narrador no parará de di
lucidar, sin llegar a conseguirlo nunca. La realidad de la cosa
está comprobada; de ello da pm eba otro crítico, Corvick, el
amigo y el hijo mayor del narrador, quien después de largas
investigaciones acabó por echarle el guante. Pero una serie
de extrañas circunstancias, la muerte de Corvick, la de su
mujer más tarde, hacen que el secreto se pierda en el camino.
Al final del cuento no sabemos de él más que al principio:
entre A y B, en suma, no ha pasado nada. Ya ni siquiera es
tamos seguros de que hubiera “algo” que descubrir».29 Y, sin
embargo, añade Pingaud, el lector queda satisfecho al final
del cuento, com o si se le hubiera revelado el secreto. En
efecto, Henry Jam es consigue a lo largo de su cuento dotar a
ese secreto de una especie de presencia física. Uno vive con
él, se está en contacto con él durante todo el relato, de modo
que, al fin y al cabo, resulta indiferente que se descubra o no,
porque ya conocem os ese secreto, hemos olido su sentido a
lo largo de las páginas, no hay nada nuevo que tengamos que
saber sobre él, nada importante en todo caso. Hsta historia
de Henry Jam es muestra que el sentido puede limitarse por
completo a la evocación que se hace de él, inscribirse en el
movimiento mismo del relato más que en una revelación pun
tual que vendría en suma a interrumpirlo, tanto el sentido
Tr. A. Víala tre, Gailimard, p. 281. íHay erad, esp.: El proceso. Seix Banal.
B arcelona, 19B5- Versión de R. Krugcr.l
manos vacías de semejante expedición: si encontramos a al
guien, ganamos; si no encontramos a nadie, ganamos también,
ya que era justo a nadie a quien buscábamos. Y eso es lo que
se dice en su fuero interno Cyms Smith al subir del pozo, una
ve7. explorado minuciosamente sus laberintos y no haber en
contrado nada -n o: «No vi nada, luego probablemente no haya
nada», sino más bien: «No vi nada, ¡y, sin embargo, hay algo!-.-11
7. El incurable
L ’ile mystérieusc. II, 9- [Hay erad, esp.: La isla misteriosa, Biu güera. B arce
lona, 1982. Versión de G enoveva B erused de Ferrer.]
fundamente «desahuciado» que el desahuciado ordinario, el cual
siempre podría imaginarse curado si se descubriese un reme
dio para su caso, mientras que el otro, el incurable, que en
cierto modo está vacunado contra todos los remedios, siem
pre se mantiene a salvo de toda posible cura. Más todavía: el
incurable es el hombre sano de espíritu, el hombre curado,
aquél a quien la propia cura no logra modificar. Por eso diji
mos en otro lugar que el neurótico del que se ocupan los psi
coanalistas resultaba un caso anodino y. en resumidas cuentas,
benigno si lo comparamos con el hombre normal. No hay re
medio contra la clarividencia: cabe pretender aclarar algo al qu«
ve borroso, no al que ve claro. Toda «advertencia» es vana si
va dirigida a alguien que ya tiene a la vista lo que se empe
ñan en hacerle ver: nunca se lo podrán enseñar porque ya lo
tiene bien aprendido. El héroe del D iario d e un lo co, de Gogol,
es incurable por ser claramente consciente de lo que no hay
que hacer si se quiere mantener la mente lúcida (no tomarme
por otro, si no es el manicomio); esa clara percepción del pe
ligro que hay que evitar le evita precisamente percibir que ha
caído de lleno en él: «¡Hoy es un día de gran solemnidad! Es
paña tiene un rey. Se le ha encontrado uno. Ese rey soy yo.
Hasta hoy no lo he podido comprender. Reconozco que he sido
bruscamente iluminado. No comprendo cómo he podido pen
sar, imaginarme, que era consejero tiailar. ¿Cómo ha podido pe
netrar en mi cerebro ese pensamiento extravagante? Es una
suerte que nadie hubiera pensado entonces hacerme encerrar
en una casa de salud-,
Lo mismo que la figura del ilusionista nos parecía de inspi
ración hegeliana así también la figura del incurable se nos an
toja que debe de estar relacionada con Kant y con el kantismo.
'2 CEutres completes, Bibl. de la Pléiade. tr. Silvia Luneau. [Hya trad. esp.:
Obras Completas, Aguilar, Madrid. 1951- Versión de Irene Tehernow a.]
Incluso podría sostenerse -p o r retomar la terminología hege-
liana- que Kant representa, en la historia de la filosofía, el mo
mento de lo incurable por excelencia: es decir el momento
en el que se estableció, lo más sólidamente posible, que si
teníamos apego a una idea, siempre podríamos reivindicarla
com o verdadera, aun cuando estuviese establecido, por lo
demás, y sólidamente también, que esa idea era un absurdo.
Tal es el fin de la empresa «crítica», al decir mismo de Kant y
de los kantianos: criticar el saber para poner la creencia fuera
del alcance del saber, para asentar la creencia sobre una base
irrefutable. Semejante crítica no se refiere al contenido del dis
curso que se quiere sostener y que, de todos modos, se sos
tendrá, sino a sus condiciones de posibilidad: al ser necesaria
la verdad que pienso -e s decir. Dios, la inmortalidad, la liber
tad. en tanto que confieren un sentido al mundo y a la acción-,
veamos cómo es posible. Extraña crítica esta, que da por se
guras e intocables las verdades que precisamente se propone
criticar y, por tanto, se pregunta, con aparente desprecio de
toda lógica, por las condiciones de p o sib ilid a d de verdades con
sideradas desde ese momento com o n ecesarias, [.as conse
cuencias de esta proeza kantiana, cuya influencia está hoy más
activa que nunca, son numerosas y profundas:
I a) Kant es el inventor de una forma de crítica «blanca», que
blanquea todo lo que toca: crítica que no critica, crítica no crí
tica. Kant, por ejemplo, no se interroga acerca de Dios, de la li
bertad, de la inmortalidad, sino acerca de la naturaleza de las
facultades intelectuales aptas (o no aptas) para dar cuenta de ello:
no critica la religión ni la moral, sino la razón pura, la razón prác
tica. Lo que jamás se cuestiona es el apego incondicional a cierto
sentido, a ciertos fines, fuera de los cuales no hay para Kant sal
vación en absoluto. Es más fácil, en suma, criticar la razón pura
que criticarse a sí mismo, que poner en tela de juicio su propio
deseo. Al hacer esto, Kant establece la figura del incurable, in
ventó algunos remedios sin peligro, que se pueden administrar
sin que haya que temer que curen al enfermo. La crítica pasó,
atenta y escrupulosa, y dejó intacto el conjunto de las opinio
nes y de las creencias. O más bien las afianzó. En efecto:
2-) La conservación de las opiniones dudosas, una vez pa
sada la prueba de la crítica no crítica, se acompaña con una
adhesión al estatuto -científico'. La metafísica, de la que Kani
se propone dar los P ro leg ó m en o s, podrá al fin «presentarse
como ciencia-*. Pretensión lógica y razonada, si no razonable:
la opinión que ha salido indemne de una crítica aparentemente
rigurosa tiene todos los títulos para llamarse científica. Así es
como lo eminentem ente dudoso se vuelve absolutamente
cierto, como lo eminentemente subjetivo se vuelva aparente
mente objetive.
3a) Un tercer beneficio de la crítica no crítica radica en aña
dir al hecho bruto de la creencia un coeficiente que lo corrige
y lo mejora, esgrimiendo que se trata aquí, no de un alivio ciego
e ingenuo, como cabría suponer, sino más bien de una elec
ción sopesada con atención, que emana de un espíritu libre, in
capaz de dejarse impresionar por una preferencia instintiva.
La creencia recibe de ese modo una suerte de garantía de fá
brica que conserva la cosa mientras borra los aspectos visible
mente sospechosos. De ahí la reputación de inteligencia con la
que se aureolan con suma facilidad las opiniones más necias,
las creencias menos defendibles: basta con dar a conocer que
se es -p o r lo demás, todo sigue igual- un espíritu '■ilustrado».
De esta manera, uno será cristiano proselitista, pero muy inte
ligente, marxista ortodoxo, pero muy fino en sus análisis, es
tará comprometido por completo con una causa absurda, pero
así y todo mantendrá el espíritu muy libre. No insistiremos en
la naturaleza de este mecanismo corrector que Roland Barthes
describía antaño tan bien a propósito de la -operación Astra»:
nosotros también sabemos que nada puede reemplazar la man-
toquilla; por eso podemos recomendarle, con toda seguridad,
que compre margarina; ahora bien, si realmente quiere lograr
buenas paUilas salteadas, no hay nada más fácil: compre man-
teqnilla. Del mismo modo, si quiere ser inteligente, hábil, libre,
nada más fácil: hasta un pequeño esfuerzo suplementario
-com o el que Sade les pedia a sus contemporáneos (-¡francés,
un esfuerzo más!»)-, a saber, renunciar a ser cristiano de cho
que, marxista ortodoxo, comprometido con una causa absurda.
4-) La creencia pasada por la criba de la crítica no crítica ex
plica, en fin, la mayor parte de las formas modernas de dog
matismo. Al dogmatismo clásico, dogmatismo de la certeza, le
sustituyó progresivamente, no un asentamiento de las creen
cias, sino más bien un dogm atism o d e la incertidumbve, del que
es lícito pensar que caracteriza a la inmensa mayoría de las re
ligiones modernas (tomando «religión» en el sentido más am
plio del término). Incertidumbre en cuanto al objeto, pero
certidumbre en cuanto al sujeto: creeremos de todos modos,
poco importa el qué en el fondo (pues Kant mostró que todo
objeto de creencia podía resistir victoriosamente a los asaltos
del espíritu crítico, gracias a la intervención de la crítica no
crítica). Dogmatismo más inconstante, por tanto, porque cam
bia de objeto con facilidad, habiéndose vuelto el objeto más in
cierto para una voluntad de certeza que ha permanecido sin
cambios. Pero dogmatismo tan rígido como el dogmatismo de
la certeza, e incluso mucho más todavía, dado que parece tanto
más firme cuanto más incierto sea respecto de su objeto. Como
dice Deleuze: «En principio, cuanto más se equivoca uno en
la vida, tanta más razón se tiene, puesto que siempre puede
uno decir “yo he pasado por eso”. Por eso los estalinistas son
los únicos que pueden dar leccio n es de antiestalinismo».^ La
8 . E p íl c x ío
14 Lucrecio, D e rerum natura, IV, 112 6 -27. ÍHay trad. esp.: D e la naturaleza
d e las cosas, op. cíí.J
Todo lo que se puede hacer es ignorarla, u olvidarla. Por lo
demás, así es como podemos definir esa amargura en primera
instancia, de manera totalmente negativa: designa algo que no
tiene que ser conocido, algo que interesa ignorar. Se refiere a
un tema a propósito del cual toda curiosidad resultaría fatal,
como en un conocido cuento de Perrault, B a r b a Azul.
Sabemos que un mes después de su matrimonio Barba Azul
salió de viaje y rogó a su mujer que llevara una vida alegre
durante su ausencia: «Aquí están, le dijo, las llaves de los dos
grandes trasteros, aquí están las de la vajilla de oro y de plata
que no se usa a diario, aquí están las de mis cajas de cauda
les, donde está mi oro y mi plata, las de las joyeros, donde están
mis piedras preciosas, y aquí está la llave maestra de todas mis
habitaciones».
No se podría enunciar con más claridad la extensión de la fe
licidad humana: ésta es, al mismo tiempo, ilimitada y dada por
completo. Aunque fuese en perjuicio de Dios o de las institu
ciones sociales, es necesario, en efecto, que a los espíritus tris
tes se les recuerde sin cesar que la felicidad nos es dada, que
poseem os todas las llaves de la felicidad. Con un poco de
suerte, un poco de inteligencia, un poco de voluntad, cualquier
cosa que podamos concebir puede llegar a ser nuestra. Sin
duda, cabe fracasar en todo lo que emprendemos: por una sin
gular falta de fortuna o de oportunidad, en la que el psicoa
nalista no se equivocará sí de vez en cuando discierne una
disposición al masoquismo. Pero las llaves de la felicidad no
por ello dejan de estar aquí, en nuestro poder, y, una vez más,
todas están aquí. Es inútil -m ejor, es im posible- imaginar al
guna vía de acceso a la felicidad que nos estuviese prohibida,
por la estupidez de una sociedad retrógrada o por el capricho
de un dios que tuviera envidia de nuestros placeres. Desde que
existen los hombres, y piensan, siempre bastó con un poco
de orden en las ideas, o un poco de flexibilidad, para acabar
tanto con aquella como con éste. La ilusión de las direcciones
prohibidas es una impresión vaga, disipada rápido por el aná
lisis: una prima de consuelo para uso de quienes rechazan ins
cribir sus sinsabores a cuenta de su propia insuficiencia. En
realidad, todo está ahí y todo se nos ofrece, como muy bien
dice Barba Azul a su mujer: b e a q u í la llave m aestra d e todas
mis d ep en d en cias. A nosotros nos toca disfrutarlo y llevar una
vida alegre.
Pero si todo se ofrece de ese modo al goce, sin prohibición
ni límite de ninguna clase, ese mismo goce sólo es posible a
condición de ignorar algo, de no penetrar cierto secreto. Se
creto que simboliza, en el cuento de Perrault, la llave de un pe
queño gabinete cuyo acceso permanece prohibido, a diferencia
de las demás habitaciones de la casa: -Esta pequeña llave, la
llave del gabinete que está al fondo de la galería de la planta
baja: puedes abrir todo, ir por donde quieras, pero te prohíbo
entrar en este pequeño gabinete, y te lo prohíbo de tal ma
nera que, si llegaras a abrirlo, ya no habría nada que no pu
dieras esperar de mi cólera». Conocemos la continuación de la
historia. Transgrediendo las instrucciones recibidas, la dueña
de la casa se aventura en el gabinete secreto y allí hace un
descubrimiento macabro: «Al principio no vio nada, porque
las ventanas estaban cerradas; después de algunos instantes co
menzó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de
sangre coagulada, a través de la cual se adivinaban los cuerpos
de varías mujeres muertas y atadas a lo largo de las paredes».
Se ha hablado mucho sobre la naturaleza de lo que simbo
liza, en el cuento de Perrault, el descubrimiento de esos cadá
veres de mujeres: que incrimina, una tras otra, la curiosidad
femenina (interpretación más frecuente, que viene a hacer del
cuento un esbozo premonitorio de lo que será el libreto del Lo-
bengrirt de Wagner), ta impotencia masculina y los medios para
disimularla (según Meilhac y Halévy, en la ópera de Offenbach,
B a r b a Azul), Ja falocracia y el esclavísimo femenino (según
Macterlinck, en la ópera de Paul Dukas, A r ia n e y B a r b a Azul),
la imposibilidad de com unicación entre los seres humanos,
sobre todo cuando son de sexo diferente (según Bela Balazs,
en la ópera de Bartok, El castillo d e B a r b a Azul)- Estos son
algunos aspectos, todos interesantes, por lo demás, de la ver
dad que descubre la mujer de Barba Azul dentro del gabinete
macabro; pero aspectos sólo, no la verdad en sí misma. El se
creto que no hay que conocer, y que la esposa de Barba Azul
acaba por conocer para su desgracia al penetrar en el cuarto
prohibido, es, en primer lugar, y simplemente, la muerte. La
muerte de las otras mujeres y, a través de ella, su propia muerte,
alejada y próxima al mismo tiempo. El descubrimiento de este
secreto marca el fin de la vida feliz y el principio de un perío
do de desolación y de tristeza. Al contrario del cordero de Dios,
que borra todos los pecados del mundo, el conocimiento de
la muerte borra todos los placeres de la tierra. La advertencia
de Barba Azul estaba justificada: si descubres este secreto, no
hay nada que no debas esperar de mi cólera -s i conocieses
eso, nunca más conocerías ninguna felicidad-. El conocimiento
de la muerte es lo que neutraliza todos los apetitos, volviendo
vanos y como caducos los innumerables dones que se ofrecen
a la percepción humana. Caducos, en efecto, porque todo lo
que debe perecer ya está com o muerto, y ése es el caso de
lodo lo que nos puede caer en suerte, incluida nuestra pro
pia persona, que llegará de ese modo demasiado tarde para
ofrecerse a nuestro goce. Demasiado tarde en relación a un co
nocimiento: el conocim iento de la mué ríe. Esa cosa amarga
que enturbia todo goce es, sin duda, la muerte. La amenaza que
abruma nuestra felicidad es la muerte.
¿Cuál es precisamente esa muerte que no hay que conocer,
salvo que se quiera perder todo derecho al goce? No se trata,
desde luego, de esa representación lejana del hecho de morir
como algo necesariam ente vinculado a la especie humana,
de la que yo también formo parte, como a veces llego a re
cordar vagamente. El conocim iento de mi muerte se diluye
en estas representaciones y estos recuerdos hasta el punto de
perder toda la fuerza de su veneno. No se trata tampoco del
conocimiento, ni solo ni sobre todo, de m i muerte, concebida
com o el término inmediato y sin apelación de un plazo. Mi
muerte, incluso captada así, en carne viva, aún sería solamente
un mal menor. Señala un descubrimiento penoso, pero del que
uno puede consolarse si no concierne más que a la fragilidad
de la propia persona, condenada al no ser y al olvido. En
ambos sentidos la muerte no constituye una desvalorización,
sino una pérdida, y una p é r d id a h o n r o s a , dicho sea en el len
guaje de los juegos. Estoy condenado a muerte -e s decir, que
voy a echarme a perder, voy a perderme a mí mismo-, pero
los objetos que aLesoré en el curso de mi vida no por ello se
desvalorizan o quedan descalificados. Yo muero, pero todo
lo que amé a lo largo de mi vida efímera permanece, por ejem
plo, un determinado arte griego, una cierta distinción, una
cierta alegría. Yo desaparezco, pero siempre se podrá admi
rar los frisos de Fidias, las tragedias de Shakespeare, las ópe
ras de Mozart.
Semejante pensamiento de la muerte no es todavía verdade
ramente mortal. El pensamiento que hiere de muerte no es el
conocimiento de mi desaparición, sino el de la igual desapari
ción, más pronto o más tarde, de todo aquello que es suscep
tible de seducirme a mí como de seducir a cualquiera. No soy
yo sólo, el que ama, quien está condenado a la muerte; tam
bién lo está todo lo que amo y todo lo que sería susceptible
de amar si se me concediera un tiempo más largo de vida y
un campo más amplio de experiencia. Este fruto que degusto
es más frágil que yo, aunque esté esculpido en mármol o ins
crito desde hace milenios en el corazón y en la admiración de
los hombres. Por eso deja un gusto amargo, como dice Lucre
cio. y tanto más amargo cuanto más apreciado sea. Aún se está
lejos de lo trágico de la muerte cuando nos percatamos con de
solación de la necesidad que hay en el hecho de morir uno
mismo, de abandonar un día todo lo que se ama. Porque, bien
mirado, todo lo que abandono tampoco cuenta con mucho más
tiempo, e incluso, desde el momento en que he reparado en
su fragilidad, ya me ha abandonado a mí en parte. La obra de
arte que admiro, la persona que amo, el libro que escribo no me
sobrevivirán, o apenas, y ya veo su desaparición en filigrana
aun cuando yo sigo estando vivo. No soy yo quien deja todo
eso; es todo eso, más profundamente, quien me deja a mí,
que lo amo sin podérselo arrebatar a la muerte. Y en eso ra
dica que el conocim iento de la muerte sea mortal: en que,
habiendo salido de mí, ha proliferado poco a poco hasta apo
derarse de todas las cosas, condenando así a la muerte no sólo
a mí mismo, sino también a todos mis objetos de amor o de
interés.
Ese doble rostro de la muerte -terribles ambos, pero mucho
más el segundo que el primero- se encuentra expresado en una
breve fórmula del Arte p o é tic a de Horacio: D ebem u r morti nos
n o stra q u e -n o s debemos a la muerte, nosotros y «nuestras
cosas». Nos nostraque. nosotros y todos nuestros asuntos; no
sotros, pero también Fidias y Shakespeare. Quien muere soy
yo. sin duda, pero también todo aquello con lo que este yo se
ha instruido y alimentado: es decir, todo lo que se me ha pre
sentado o se me habría podido presentar digno de amor o ad
miración. El sujeto muere, pero también todos sus posibles
complementos de objeto. Lo que quiere decir que todo aque
llo por lo que puedo interesarme es tan frágil como yo, que me
intereso por ello. Esto tiene una gran importancia. La ampli
tud del desastre mantiene apartada la desdicha de mi muerte
personal, que ofrecería con mucho gusto a cambio de la con
donación de ese holocausto universal. Pero es demasiado tarde,
El olvido de sí ya no supone aquí ningún auxilio: cuando todo
está muerto no sirve de nada sacrificar in ex írem is la propia
existencia. Como dice San Agustín en De im m ortalitate a n im ae:
«La muerte que el alma debe vencer no es tanto la singular
muerte que pone fin a la vida cuanto la muerte que el alma
siente sin cesar mientras vive en el tiempo».
Así, pues, el poder de la muerte, que no está en proporción
con mi muerte, que ni siquiera está en proporción, como se
verá, con el hecho de que todo muera, de que todo tenga un
fin, se parece bastante al poder -desorbitado a juicio de cier
tos teólogos- que San Pedro Damián atribuye a Dios en su Tra
ta d o s o b re la om n ip oten cia divin a: poder de anular el pasado,
de arreglárselas para hacer que lo que ha sucedido no haya su
cedido. La muerte no es sólo el f i n de la cosa; es también, y
sobre todo, su a n u la ció n . No existe ni ha existido nada, dado
que todo se encuentra bajo la amenaza de ser pronto borrado
para siempre por el olvido, de suerte que tarde o temprano ya
no habrá diferencia entre «sucedió esto» y «no sucedió esto».
Equivalencia tenebrosa cuya experiencia ya la suministra el pre
sente: por el olvido en el que parece que ya están todas las
cosas, las de aquí, las de allí o las que no están ni estarán jamás
ni aquí ni allí. Ésta es una de las últimas palabras de Mallarmé
(en el L an zam ien to d e d ad os) y la expresión condensada del
pensamiento que paralizaba su facultad creadora desde siem
pre: '■nada habrá tenido lugar» -nada, ni siquiera la poesías. El
poder de Dios es el del Diablo: se mezclan ambos en ese pe
tulante poder de la muerte que consiste en anular lo que exis
tió, en hacer en suma que lo que existe carezca de existencia.
El mundo no sufre porque deba terminar, sufre por no haber
comenzado: por no haber «tenido lugar» todavía.
Si, además, se da por seguro que el destino de todo lo que
existe radica en existir por azar, y no en virtud de una necesi
dad o un sentido —exceptuando, desde Juego, el hecho de que
la cosa exista, es decir, el hecho ontológico del que no podrían
dar cuenta ni el sentido ni el azar—, se observará que toda rea^
lidad participa de una doble insignificancia: la de carecer de
historia y la de carecer de duración. Sin historia, indetermi
nada, anodina, porque no tiene Historia, en el sentido de un
devenir significante de Upo hegeliano: insignificancia intrín
seca de la cosa, incapaz para siempre de «acontecer», ya que,
si puede decirse así, está inmersa en el tejido de una Historia
ausente para siempre. Sin duración, por otra parte, como se
acaba de ver, ni siquiera el mínimo de duración que le permi
tiera al menos haber existido (es verdad que este mínimo im
plica por sí mismo una pretensión desorbitada, la de aspirar a
convertirse en un recuerdo imperecedero): insignificancia ex
trínseca, consecuencia de la inconmensurabilidad de cualquier
cosa en relación al conjunto de las cosas.
Una tarea fundamental de la filosofía - e incluso su tarea es
pecífica- consiste en conocer cuestiones sobre las que ninguna
otra disciplina esta habilitada para tratar, en especial las cues
tiones más angustiosas, aquéllas que conocen la suerte para
dójica de permanecer en suspenso aun cuando, curiosamente,
no sufren ningún retraso ni ninguna tergiversación. En primer
lugar, por ejemplo, la que nos ocupa aquí, después de Sha
kespeare: to b e o r n ot to be. O, para precisar los términos a la
medida de nuestra problemática, ¿es posible vivir después d¡e
haber conocido lo que no había que conoce^ es decir, u ra
vez reducidos yo y el mundo al estado de muertos vivientes?
No planteamos aquí la cuestión de saber si la vida tiene sen
tido, si vale la pena ser vivida o cualquier otra cuestión por el
estilo. Preguntamos si es posible en co n sc ien cia , en el doble
sentido, psicoanalítico y jurídico, del término, esto es, con toda
sinceridad y con total conocimiento de causa. Cuestión que, en
el fondo, equivale a preguntar, bastante ingenuamente, si la
vida es posible en el caso del hombre, si es que aún se man
tiene como válida la definición académica que ve en el hom
bre un animal consciente.
Preguntar si la vida del hombre es posible en co n sc ien c ia
sería una cuestión no sólo ingenua sino también redundante
si no fuese por la circunstancia particular de que la respuesta,
en todos los casos y cualquiera que sea el sesgo por el que
se considere la cuestión, es decididamente negativa. Ésta es,
si se quiere, una paradoja, pero también es la verdad: si es evi
dente, desde el punto de vista del hecho, es decir, de la rea
lidad biológica y de la experiencia psicológica, que la vida
del hombre es posible e infinitamente deseable, no es men«s
evidente, desde el punto de vista de la razón, que esa misma
vida es imposible y sumamente indeseable^ Sin duda, sabemos
por e x p erien c ia —e n el sentido en que Spinoza dice que nota
mos y ex p erim en ta m o s que somos inm ortales- que es posi
ble vivir de frjanera consciente, pero somos incapaces de
establecer có m o es esa posibilidad, que no es reafirmada por
ninguna sabiduría, ni autorizada por ninguna filosofía. Ningún
pensador, en efecto, ningún moralista, ningún filósofo ha es
tado nunca en condiciones de generar un pensamiento que
fuese c a p a z de contrarrestar el pensamiento de la muerte y la
consiguiente descalificación general hacia cualquier existen
cia. El pensamiento de la muerte es imborrable* como indele
ble es la mancha de sangre sobre la llave del gabinete maldito
que simboliza a la muerte en el cuento de Perrault: «Habiendo
observado que la llave del gabinete estaba manchada de san
gre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba en
absoluto; por más que la lavó e, incluso, la restregó con are
nilla y asperón, allí siempre quedaba sangre, pues la llave es
taba hechizada, y no había medio de limpiarla por completo:
cuando se quitaba la sangre por un lado, ésta salía por el otro».
Las consecuencias del pensamiento de la muerte hacen la vida
imposible, y los argumentos filosóficos a través de los cuales
imaginamos poder superar esa imposibilidad teórica apenas
cubren nuestra conciencia con un barniz tan irrisorio como la
arenilla y el asperón sobre la llave del gabinete secreto, en
sangrentada para siempre. Por eso es prudente no pedirle de
masiado a la filosofía, aunque sea razonable, por lo demás,
esperar a este respecto más de ella que de cualquier otra rama
del saber. Aunque para ello tenga que perecer Boecio, quien,
por lo demás, acabó por enterarse de mano del verdugo, no
hay, no habrá nunca «consolación de la filosofía». Sobre las
cuestiones últimas, establecidas un poco a la ligera por deter
minada tradición, la mejor de las filosofías consiste en un re
sumen que se limita al acto mismo por el que reconoce su
incompetencia.
Así. dejada de lado la filosofía, o más bien, dejada fuera de
combate, subsiste la paradoja: que la elección se incline hacia
el to b e antes que hacia el not to be, por parte incluso de quien
ha lomado conciencia de la insignificancia del lo be, de su ca
rácter irrisorio. Paradoja ilustrada por los personajes de Samuel
Reckett, atrapados en los hielos de la muerte sin llegar a morir
por ello. Se observa fácilmente, en Beckett, la reducción de todo
ser vivo al estado de parálisis, al estado de muerte en intermi
nable espera, sin darse cuenta siempre de que al final la ven
taja le corresponde, no a la muerte, sino a la vida: lo más
sorprendente no es que los hombres sean unos seres vivos ya
atrapados en la muerte, unos vivientes-muertos (eso no es más
que una trivialidad filosófica), sino más bien unos muertos-vi-
vientes, o sea, unos muertos que no por ello dejan de vivir, unos
muertos vivientes. Beckett no es un poeta de la muerte, sino
de la vida, de la vida continuada en el seno mismo de la muerte,
como dicen las últimas palabras de El In n om brable. «Hay que
continuar. Voy a continuar». Y, sin embargo, es un cadáver quien
habla. Sigue viviendo, aunque cercado por la muerte, como el
Marcelo de Virgilio: At n ox a tra tristi cap u t circum volat u m bra
-y , sin embargo, una noche negra rodea su cabeza con su som
bra triste.
En un primer análisis -u n a vez descartadas las falsas solu
ciones del divertimento y de la ceguera voluntaria- parece que
sólo hay una noción que permita dar cuenta de esa paradoja
de la perpetuación de la vida en el seno de la muerte, de k
voluntad de vivir a pesar del conocimiento de la muerte: la no
ción de g r a c ia -e n todos los sentidos del término.
La gracia, ames que nada, en sentido ju ríd ica. la gracia penal,
el perdón de la pena. Un reo cuya causa estaba perdida por
adelantado y en cuyo proceso, llevado con rigor, se le ha con
denado a una pena capital y sin apelación, siempre se halla
no obstante con vida y en libertad: así lo ha decidido una gra
cia real, que no se funda sobre ningún motivo ni ningún con
siderando. y que se pronuncia de manera inesperada en favor
de lo que ha sido reconocido por los jueces como sanción im
posible.
La gracia también en el sentido m á g ico del término: el le
vantamiento final del maleficio, tema de innumerables cuen
tos, óperas y ballets, por la gracia de una intervención
maravillosa análoga a esa otra por la que el d eu s ex m a ch in a
permite a la tragedia mejor trabada encontrar una salida favo
rable. La suerte que estaba condenada a la desgracia queda bo
rrada como por encanto, y todo sucede como si nada hubiera
tenido lugar: todo puede volver a comenzar con buen pie. El
poder mágico de anulación del maleficio es semejante al que
usa la conciencia en el momento de despertar, cuando elimina
el contenido de una pesadilla que hacía temblar hace unos ins
tantes al que sueña, o incluso al que Pedro Damián le atri
buía a Dios: anulación pura y simple del hecho de que el
pasado haya existido. Alteración mágica: la fórmula del su
premo maleficio -nada habrá tenido lugar- se convierte en la
fórmula misma de la salvación. El poder de Dios se parece en
tonces al del Diablo, pero el caso es que el poder del Diablo
es también, y en primer lugar, el de Dios.
La gracia, asimismo, en el sentido estético : el encanto que
cura por el solo poder de su capacidad seductor». En el fondo,
ese encanto no cura nada, pero no por ello actúa menos de
manera milagrosa, ya que impele a considerar como tolerable,
cuando no como deseable, un conjunto de datos que el co
nocimiento ya ha rechazado, y que persiste en rechazar incluso
en el momento en el que lo acepta otra instancia, subyugada
por una gracia todopoderosa. Así es el encanto estético, que
de pronto da consistencia a una aceptación que. por lo demás,
se reconoce como imposible. Como el rey o el hada, condona
la pena recibida y ejerce la gracia. La gracia musical -p or ejem
plo, la gracia mozartiana- puede describirse de ese modo como
un júbilo unido al conocimiento de la catástrofe, alianza con
tra toda razón que constituye la fuerza del efecto musical, tal
y como ta aproximación de dos realidades alejadas, de creer
a Pierre Reverdy, constituye el acierto de la imagen poética.
Que la capacidad seductora de lo bello tenga como resultado
esencial el hacer que se acepte la muerte, es lo que muestra
con toda claridad la leyenda persa en la que se inspiró Paul
Dukas en su poema sinfónico La Peri/'1 El rey Iskender, sin
tiendo acercarse la muerte, sale a buscar en la mano de una
diosa dormida -la Peri- una flor que le vale a su poseedor la
inmortalidad y el contacto con los dioses. Pero la Peri se des
pierta, sintiendo en su sueño que se la despojaba de su bien,
e intenta seducir a Iskender con el fin de recuperar la flor sus
traída. Cautivado por la gracia de la Peri, Tskender le devuelve
la flor por propia voluntad, sin ninguna pesadumbre. La diosa
desaparece entonces en medio de un círculo de luz, mientras
34 San M ateo 20, «Misterio d e la gracia-: los últimos serán los prim eros, y los
prim eros, últimos. (N. del T.)
de la desesperación; la debilidad y el error, del lado de la es
peranza. Por eso el médico que condena a muerte es al cabo
más tranquilizador que el que da alguna esperanza al enfermo,
toda vez que éste está desahuciado. Llegado a este punto, es
mejor confiar sus intereses al primero, más lúcido, y apostar
para lo demás al milagro de la gracia. Así procede, en la se
gunda de las P rovinciales d a Pascal, el viajero herido de muerte
en el camino, quien despide a sus médicos, demasiado opti
mistas, y se entrega a la muerte, sin perjuicio de que se viera
agraciado en el último momento por algún auxilio sobrenatu
ral: «Le pidió a Dios las fuerzas que confesaba no tener; reci
bió misericordia y, con su ayuda, llegó afortunadamente hasta
su casa».
Hay, sin embargo, un pensamiento que se puede sustituir s¡&
daño, y con beneficio, a la noción de gracia, que cumple una
función similar sin tener que dar pruebas de una fidelidad sos
pechosa hacia,una intervención exterior y milagrosa. O, más
bien, un sentimiento que resume toda la fuerza de la gracia
sin que por ello haya que preguntar por una incierta instancia
sobrenatural. Este sentimiento, de experiencia ordinaria, pero
no menos misteriosa que la que los teólogos entienden por la
gracia, lo llamaremos alegría.
Entendemos por alegría, sólo y estrictamente, e l a m o r a lo
r e a l es decir, ni el amor a la vida, ni el amor a una persona,
ni el amor a sí mismo, ni el amor a Dios, suponiendo que exis
tiera -am ores todos ellos que el amor a lo real implica pero a
los que no se limita y. .sobre todo, que no lo condicionan de
ningún modo-. Con relación al amor a lo real, semejantes afec
tos son circunstancíales, esto es. su ausencia no podría en nin
gún caso cuestionarlo. Si la vida desfallece en su propio
cuerpo, si en el horizonte ya no hay ninguna persona amada,
si Dios no existe, como tampoco, fundado sobre él, un prin
cipio de razón suficiente llamado a dar cuenta de toda reali
dad, eso a la alegría, si hay alegría, le tiene sin cuidado. Como
dice Pascal o, si .se quiere, el hombre de la gracia: «Tengo mis
nieblas y mi buen tiempo dentro de mí; el éxito y hasta el fra
caso de mis asuntos tienen poco que hacer ah k Así también
la Alegría de la que habla Spinoza, amor sin complemento de
objeto, a diferencia del amor propiamente dicho, que es en
lo que radica 4a Alegría acompañada por la idea de una causa
exterior-, dependiendo éste por tanto de la alegría, y no vice
versa.
Algunas breves observaciones, para concluir y esbozar la im
posible descripción filosófica de la alegría:
114
En m a rz o d e este a ñ o 1923, tuvo lu g ar u n a v elad a extra
ñ a m en te m em o ra b le ( ...) E stábam os todos sen ta d os a lr e
d ed o r d e la m esa d el com edor, salvo Anne, qu e h a b ía salido.
A ca b áb a m o s d e qu itar la mesa, y m i p a d r e ju g a b a a las c a r
tas con Lucy m ientras q u e Mary> h a c ía un solitario. La h a
bita ció n esta b a c a ld e a d a y tranquila, y y o sólo o ía el ligero
ru ido d e las cartas en ju eg o. A veces, M ary h a c ía q u e me so
b resaltara cu a n d o tosía. (...)
De p r o n to . .. Tuve la sen sa ció n d e ser u n a p erso n a qu e no
c o n o c ía y q u e se m e a c a b a b a d e co n c ed er u n a en ergía re
pen tin a. M e levanté com o p a r a g u a r d a r mi libro y, con u n a
voz q u e tod av ía creo esta r oyendo, d ije sim plem ente: «Voy a
salir-.
" Critique de la faculté d ejuger. § 54. [Hay erad, esp.: Crítica del juicio, E s
pasa Calpe. Madrid, 1977. Versión d e Manuel G. M orenrc.l
pues? De la pretcnsión confesada de dar un paseo: Julien
Green experimenta el deseo de tomar el aire —Voy a salir—.
Lo anodino por excelencia se engalana de ese modo con el
prestigio de la hazaña, exigiendo como debe ser un informe
meticuloso y exhaustivo (la fecha, la hora, el lugar, la ubica
ción de los testigos, la alusión incluso a los ausentes que por
norma general hubieran debido asistir a la escena, pero que
aquella noche precisamente se encontraban fuera: «Anne había
salido-)- Aquí la grandilocuencia concierne al fondo del asunto
más que a la forma del relato. Reside en la importancia con
cedida al hecho, no en la forma en que se cuenta. Y es que la
narración misma -una vez admitido, desde luego, el dato ini
cial de la importancia del h ech o- está escrita, en suma, de un
modo bastante sobrio. Resulta inútil precisar que esta ‘•sobrie
dad» no es una disminución de la grandilocuencia, sino más
bien su colmo, que esta presentación sobria de lo anodino es
aún más grandilocuente de lo que hubiera podido ser su pre
sentación ampulosa. Se prescinde aquí de la pomposidad ex
presiva porque se sabe, en el fuero interno, que no es necesaria
cuando «los hechos hablan por sí mismos» y lo que se cuenta
es suficientemente elocuente como para prescindir del realce
de la elocuencia. ¿Por que levantar la voz si lo que se cuenta
es interesante por sí mismo? Lo que es importante por sí no
tiene necesidad de ser pregonado: seamos grandes, pero per
manezcamos moderados. Por eso, Julien Green se toma la mo
lestia de precisar que su proeza -e s decir, la emisión en voz
alta, pero probablemente también un poco ronca y temblorosa,
de estas tres palabras: «Voy a salir»- se realizó «simplemente».
Adverbio que resuena aquí de un modo aún más incongruente
que la expresión <en voz alta» con la que Rousseau quería in
crepar a Dios Padre. Y es que, en fin. si el acto que consiste
en salir de la propia casa consLituye un acontecimiento lo bas
tante extraordinario como para que merezca la pena precisar,
por lo demás, que ese acto ha sido realizado «simplemente»,
llega uno a preguntarse qué clase de acción en este mundo
no merecería, ella también, que se le pusiera esa extraña eti
queta de simplicidad. No hay ninguna duda, según esa pers
pectiva, de que uno estaría inducido a fumar un cigarrillo, a
lavarse los dientes, a ponerse los zapatos de una manera igual
mente «simple», Además, puede cambiarse fácilmente la escena
relatada por Julien Green a la vez que se respeta el guión y la
progresión dramática: como el hecho relatado es básicamente
un hecho cualquiera, cualquier hecho es acertado. Éste, por
ejemplo: «En marzo de aquel año, tuvo lugar una velada ex
trañamente memorable. Yo estaba sediento y me encontraba
cerca de un pequeño bar. El interior del bar parecía que es
taba caldeado y tranquilo. De pronto... tuve la sensación de ser
una persona a la que no conocía y a la que se le acababa de
conceder una energía repentina. Entré en el bar y, con una
voz que todavía creo estar oyendo, dije simplemente: “Póngame
una caña’1*.
A la vista de los dos ejemplos citados hasta aquí, uno se atre
vería a caracterizar la grandilocuencia por un efecto de hin
chazón, realizado tanto por la amplitud de lo que hay que decir
como por la amplitud del propio dicho. En ambos casos se
obtiene un crecimiento de la extensión a partir de un material
restringido, mediante una técnica similar a la del pastelero
cuando éste extiende sobre una amplia superficie una masa
en forma de bola. Pero es dudoso que esta técnica baste para
caracterizar todas las formas de grandilocuencia. La grandilo
cuencia, que se adapta a la sobriedad -com o lo demuestra el
texto de Julien Green-, también se encuentra cómoda en la bre
vedad y en la concisión. No hay nada más grandilocuente, por
ejemplo, que un eslogan, una tesis publicitaria o política resu
mida en la más breve de las fórmulas. Se dirá que en tales casos,
la reducción de la fórmula está al servicio de una intensifica-
don de la expresión; sin duda, pero la grandilocuencia siem
pre está presente cuando el contenido mismo de lo que se
quiere expresar está no inflado, sino, al contrario, minimizad©
y como miniaturizado. De modo que ei efecto grandilocuente
puede ser obtenido tanto por reducción como por ampliación:
si evoca el gesto del pastelero al extender la masa, también
evoca a veces el gesto por el que la convierte de nuevo en bola.
Sin duda, un cierto coeficiente de exageración, o más exacta
mente de caricatura, sigue estando unido —de todos modos y
en todos los casos- a la grandilocuencia, Ahora bien, esta ca
ricatura conduce a un efecto que es indistintamente de aumento
o de empequeñecimiento, ya que, al fin y al cabo, tan «exage
rado- resulta -si queremos conservar esta palabra para desig
nar la grandilocuencia- fabricar lo pequeño con lo grande como
10 grande con lo pequeño. El autor anónimo del T ratado d e lo
su blim e (escrito estilístico que data probablemente del siglo i o
11 después de Jesucristo), gran experto en grandilocuencia, toma
la precaución de distinguir entre lo que el entiende por buen
estilo y las técnicas de aumento, de amplificación (au xésis).
Éstas sólo conducen a una abundancia que puede rápido in
clinarse hacia la disolución y, por tanto, hacia el debilitamiento
de la expresión, mientras que la auténtica grandeza del estilo
se caracteriza por una "rapidez- que cabe comparar a la -tromba»
o al «rayo».5 Así, el gran estilo, ya se lo considere como gran
dilocuente o como «sublime», se encuentra tanto o más a gusto
en lo rápido y lo breve que en lo abundante y lo prolijo.
La brevedad grandilocuente aparece con toda claridad en la
lengua que está en el origen inmediato de la mayoría de las for
mas modernas de grandilocuencia: el latín, La retórica latina
es aquí el modelo por excelencia. Recuperada con honor en
s Tratado de lo sublime, XI-XII. [Hay traci. esp.: Sobra lo sublime, Gredos, Ma
drid, 1979. Versión J. García T.ópe?.]
la educación por los jesuítas en el siglo xvn, ella es la que ins
pira varios siglos de grandilocuencia, sobre todo filosófica y po
lítica. Y ello, según parece, con independencia de cualquier
contenido, ya que se presta indistintamente a todos los usos.
En Francia, por ejemplo, ha sido adoptada de manera suce
siva por los 4'ilósofos» del siglo xvm, los oradores revoluciona
rios, los ministros del Directorio y del Imperio, los de la
Restauración y los de la Monarquía de julio, los republicanos
de 1848 y de 1870, los políticos de la III y IV República (se
notará aquí una singularidad característica de la grandilocuen
cia, que volveremos a encontrar más tarde, esto es, una cierta
indiferencia hacia cualquier contenido, un alejamiento sinto
mático en relación al objeto mismo del que se está hablando:
en este caso, las palabras y las fórmulas se mantienen iguales
mientras que las cosas y las ideas han cambiado; la realidad
se agita a la vez que el lenguaje encargado de evocarla per
manece inmóvil). Ahora bien, la lengua latina no es la lengua
de la disolución y de la hinchazón, sino más bien la de la con
cisión y la sobriedad. Y, sin embargo, el latín es la lengua gran
dilocuente, y eso en virtud de su concisión misma: condenada
a resumir, no puede dejar de caricaturizar, de encerrar la mul
tiplicidad de lo real en fórmulas necesariamente sumarias, apro
ximadas y convencionales. De ahí que resulte una separación
característica entre el discurso y la cosa de la que se habla, se
paración que a veces se distingue por un cierto poder cómico
que Bergson explicaría por la superposición del automatismo
de una fórmula a la variante de una realidad viva: esta separa
ción es más sensible en latín que en cualquier otra lengua di
ferente sólo debido a la pobreza del vocabulario y a la concisión
de la sintaxis. Cierto que ninguna palabra en ninguna lengua
da cuenta de la realidad que señala, pero la separación nunca
es tan manifiesta como la que, en latín, disocia la palabra de
la cosa. No es este el lugar adecuado para entablar un pro
ceso a los valores resultantes de la sintaxis latina y de la vida
romana (proceso de todos modos inoportuno en una lengua,
la francesa, que le debe casi todo al latín). Sólo se trata de mos
trar el vínculo que une, en esta circunstancia, la grandilo
cuencia a la concisión. Un adjetivo, que caracteriza bien la
lengua latina, basta para expresar ese vínculo; m on u m en tal.
La lengua latina es «monumental» porque es breve: la aptitud
para limitarse a pocas palabras coincide con la aptitud para gra
barse en la piedra de los monumentos (la palabra « lapidario*,
como se sabe, resume esta doble aptitud). Lo que es breve es
monumental, y lo que es monumental es grandilocuente. Puede
concluirse legítimamente que lo que es breve es grandilocuente,
o por lo menos se arriesga a serlo.
Por supuesto, hay que distinguir aquí esta concisión grandi
locuente de otras formas, no grandilocuentes, de brevedad. Se
puede ser breve sin caer en el efecto de brevedad caracterís
tico de cierta grandilocuencia: en la medida en que se es breve
sin afectación, es decir, sin sugerir al mismo tiempo que uno se
mantiene lacónico de manera deliberada para hacer sentir a los
demás cuánto podría decir todavía sobre tal o cual cosa. La bre
vedad afectada conduce al resultado inverso al de la breve
dad sin más: ésta constituye el arte del secreto-, aquélla, el arte
de la litote, arte necesaria y esencialmente grandilocuente, como
muestra el diccionario («forma de retórica que consiste en dar
a entender lo máximo diciendo lo mínimo»). La litote es, si se
quiere, la caricatura del secreto, o incluso su fracaso, ya que
el objeto que se pretende ocultar está ahí, no disimulado ni dis
minuido, sino al contrario, ofrecido en bandeja de plata y ex
puesto, una vez engordado desmesuradamente, al espectáculo
universal. Así es como en La bella E lena, de Offenbach, el rey
Agamenón, después de haberse presentado en escena como
«simplemente» lo más del mundo, es decir, al darse a conocer
con alguna parsimonia, considera apropiado añadir:
Y sólo este n o m b re m e dispen sa
D e d e c ir n a d a m ás so b re él.
'‘ Po r ejem plo. Anuales, XII. 66: XIV, 1; XVI, 21. [Hay trad. e.sp.: Anales, C re
dos, Madrid. 1979. Versión d e j ó s e L. Mondejo.]
g Annales, XVI, 21.
El crimen no es un acto aislado, cometido de manera espon
tánea e irreflexiva, bajo los efectos del alcohol. de la pasión
o de la locura (móviles todos ellos que hay que rechazar, de
trás de los cuales la Justicia ve con inquietud perfilarse el es
pectro de las «circunstancias atenuantes»). No es más que un
momento intenso, una hora acuciante, en una vida dedicada
por entero al crimen. El culpable e.s culpable desde siempre,
malo por naturaleza. Cuando el criminal jugaba al dominó, be
saba a su mujer, leía el periódico, ya era criminal: jugaba por
vicio, besaba de un modo perverso, leía con rencor. ¿Quién ha
blaría aún de circunstancias atenuantes? No hay circunstancias
atenuantes porque no hay «circunstancias» en absoluto. El cri
men no podría ser circunstancial, al ser expresión de una na
turaleza, de una esencia. Courteline evoca con bastante
precisión, en Un cliente serio, esta distinción de fiscal entre el
accidente y la esencia, entre las circunstancias, en el fondo
ajenas al asunto, y la mala naturaleza, esencial para el crimen:
el sustituto Barbemolle, encargado de la acusación contra La-
goupille, inculpado por acaparar los periódicos en la cafetería
Pie q u e se m uevey hace observar al tribunal que el acusado es
«lamparero de profesión», pero «borracho por carácter».
En cuanto al asesinato mismo -y ésta es la segunda anota
ción característica de Tácito cuando relata un homicidio-, ge
neralmente viene acompañado de excitación, de agitación, como
si el asesino, después de haber gozado por adelantado con el
crimen durante tanto tiempo, ya no estuviera, una vez llegada
la hora del crimen, en condiciones de contenerse. Diríase que
se retuvo durante algunas horas -com o si se tratara de una ne
cesidad natural y urgente- y, de repente, ya no pudo más: hay
que acelerar cueste lo que cueste, no se soporta ya ningún re
traso, más tarde nada podría ir su ficientem en te rápido,lu La con-
Por ejem plo, Armales, XII, 37; XIII, 15; XIV, 64.
secuencia habitual de esta impaciencia es que el homicida aban
dona en el último momento los pretextos o falsas apariencias
que había estado utilizando hasta entonces para disimular su
crimen. Apremiado por el tiempo, arroja su máscara. Es prefe
rible aparecer ante los demás como el Homicida, el Asesino,
el Malo, que soportar a la víctima un segundo más. Por lo
demás, esto es como el último acto y la firma de la perversi
dad, según Tácito: cuando desaparece todo «pudor», cuando
el perverso confiesa que asesina por capricho y que le gusta
ser malo. No mato ni por justicia ni por venganza, ni en inte
rés del Imperio, ni siquiera en mi propio interés. Mato porque
soy un canalla, y quiero que todos lo sepan. La caricatura de
Courteline, en Un cliente s e ñ o , contiene también ese segundo
rasgo de la psicología criminal según Tácito. Hostigando al acu
sado, el sustituto termina por exclamar: «¡Todavía, si la con
ciencia de las infamias de las que está harto le gritase que fuese
a ocultarlas, com o se oculta una llaga maloliente, en las ti
nieblas de un tugurio!... ( ...) ¡Pues no! ¡Llevando con orgullo
la vergüenza de ser abyecto, pretende alardear de su vicio a la
vista de la gente honrada!»
El efecto de hinchazón que afecta tanto a los cuadros de Tá
cito como a las palabras del sustituto Barbemolle apunta a un
mismo fenóm eno de «reducción», que hay que entender en
un doble sentido. En primer lugar, ya se ha visto, el cuadro rea
lizado no se obtiene con la ayuda de un derroche de colores,
sino más bien gracias a dos o tres colores escogidos: hay re
ducción en la medida en que hay «disminución» de una reali
dad, infinitamente variada y compleja, en beneficio de una
imagen elemental. Esta reducción del modelo a una imagen no
basta, sin embargo, para explicar su efecto grandilocuente. De
hecho, uno puede imaginar fácilmente una reducción que no im
plique ninguna caricatura del objeto que se ha reducido: una
reproducción en miniatura del A uriga del Museo de Delfos, por
ejemplo, puede considerarse errónea, de mal gusto, sin que por
ello parezca una caricatura o algo grandilocuente. Por tanto, el
paso del modelo a su imagen reducida sólo conduce a la gran
dilocuencia en ciertos casos. Cuando a la reducción, en el pri
mer sentido del termino (disminución, alteración), se le añade
una segunda forma de reducción, más radical, cuya naturaleza
queda sugerida por el empleo del término en su acepción mili
tar -cuando se dice que el enemigo ha sido «reducido’— o, in
cluso, por el empleo de un verbo de significado muy similar,
acortar -caíando se dice, en su acepción penal, que un conde
nado ha sido •‘guillotinado», o sea, decapitado, matado—. Redu
cá" significa, en primer lugar, disminuir, pero también suprimir,
en tanto que lo que se disminuye ha sido disminuido hasta el
punto de no existir ya, como el enemigo en retirada o el con
denado en el cadalso. Lo propio de la reducción grandilocuente
consiste en reducir en los dos sentidos del término: en dismi
nuir y en suprimir. El paso del modelo a su miniaturización im
plica en este caso un hurto del modelo, que desaparece en
beneficio de .su representación. Así, el Nerón del que habla Tá
cito ya no tiene relación ninguna con el Nerón de la historia, tal
y como, en Courteline, el acusado Lagoupille. en la medida en
que no es de carne y hueso, no tiene ninguna relación con el
pillo de quien habla el sustituto Barbemolle. Lo que es decisivo
aquí es la relación entre la imagen propuesta y el modelo, o más
exactamente, el hecho de saber si la imagen conserva o no al
guna referencia a una realidad exterior. En el caso de la minia-
turización simple, siempre hay referencia a esa realidad exterior:
si contemplo la reproducción del Auriga de Delfos, veo sin duda
que hay poca o ninguna relación entre la figurilla y su modelo,
pero también veo que allí se hace referencia a una estatua si
tuada en el Museo de Delfós, que puedo ir a ver directamente.
En el caso de la reducción grandilocuente, sucede de otra ma
nera: la imagen propuesta no remite a un objeto exterior, sino
que lo consume por completo. El Nerón de Tácito quiere ser tam
bién el Nerón de la historia, el Lagoupille pintado por Barbe -
molle pretende identificarse con el auténtico Lagoupille: no hay
que buscar la realidad fuera de las imágenes que se nos propone
de ella. Sin duda, sería erróneo describir la grandilocuencia como
la transformación de lo real en imágenes, pues se puede muy
bien concebir lo real mismo como un tejido de imágenes. Cierto
que la grandilocuencia transforma lo real en imágenes, pero en
imágenes sum arias, es decir, en resúmenes, en imágenes fijas
que falsean y ocultan el ámbito de influencia y la variedad de las
imágenes de lo real (se observará que el adjetivo -sumario», apli
cado a la valoración de lo real, sugiere a la vez brevedad y con
fusión). Debido a este peligro inherente al sumario, las técnicas
del resumen, de la sinopsis, del título, de la alegoría, se incli
nan con mucha facilidad hacia ta hinchazón y el ridículo. No hay
nada tan grandilocuente como ciertos resúmenes de libros, de
películas, de libretos de ópera: ei resumen te obliga a eso ai ob
jeto resumido,, tal y como la reducción grandilocuente hace de
saparecer el objeto que se suponía que sólo había que reducir.
La grandilocuencia se muestra así como una palabra sin re
lación con aquello de lo que habla: habla bien, pero «habla de
naderías-, como diere Romeo acerca del discurso de Mercurio,
en el R om eo y Ju lieta de Shakespeare, semejante a una pala
bra que se le hubiera concedido al hombre no sólo para disi
mular su pensamiento, sino también, y sobre todo, para dejar
a un lado toda realidad, amortiguando el rumor de lo real con
el ruido de las palabras. Los ejemplos evocados al inicio no
suponen una excepción de este principio general, sino que,
por el contrario, lo confirman: la Béziers capital del mundo
permite olvidar a la Béziers de provincias, los memorialistas
Rousseau y Julien Green hacen olvidar, tanto en el ánimo del
lector como en el del escritor, al hombre Rousseau y al hom
bre Julien Green.
En estas condiciones, la fraseología grandilocuente nunca es
tan patente com o cuando está motivada: es tanto más vivaz
cuanto más indeseable y terrorífica sea la realidad que tiene
que exterminar. El retomo de Napoleón de la isla de Elba, en
marzo de 1814, puede servir aquí de ilustración. He aquí, por
ejemplo, los titulares que El M onitor {Le M oniteur) -diario ofi
cial de los poderes públicos, entonces en manos de la monar
quía recientemente restaurada- consagraba al acontecimiento:
12 n ° i. p. 8.
” N ° 3, p. 3.
" N ° 3. p. 14.
Klossowski a sus chinos. De paso, advirtamos incluso aquí esta
in d iferen c ia h a c ia lo real, esta aptitud para escamotear lo reai
en beneficio de todo lo que se preste a decir sobre él. Esta in
terferencia sobre lo real está, según parece, en el centro del me
canismo de la grandilocuencia.
Se observará también el vínculo que relaciona la grandilo
cuencia con el sentimiento de la catástrofe -se a ésta efectiva,
como en el caso de la vuelta de Napoleón de la isla de Elba,
o supuesta tan .sólo, como en el de la vuelta del general De
Gaulle de Colombey-les-Deux-Eglises-, Basta que se produzca
una gran desgracia para que salga a la superficie un lenguaje
grandilocuente e incongruente que sólo las circunstancias más
apacibles parecen tener el privilegio de contener provisio
nalmente. A todo lo que pueda decirse que sea mediocre y
estúpido se le da entonces rienda suelta, con ello uno se de
sahoga de golpe sin vergüenza ni riesgo. Así, entre 1941 y
1944, algunos dirigentes franceses podían repetir que el de
sastre militar de junio de 1940 no se debió a una deficiencia
del ejército francés, sino más bien al espíritu hedonista de
las clases bajas, o a la influencia nefasta de sociedades secre
tas, o incluso a las costumbres de André Gide. Sería erróneo,
no obstante, achacar esa grandilocuencia sólo u la tontería,
la ceguera o la cobardía. Sin duda, el resentimiento y el odio
intervienen en estas apreciaciones descabelladas de lo real,
pero en menor medida, sin embargo, que el deseo de borrar
la realidad misma cuando ésta se revela insoportable e indi
gesta. Se trata, en efecto, de una negación fundamental de la
realidad, en la cual la acusación al otro no interviene más que
en segundo lugar y como consecuencia de aquello. En suma,
se está menos resentido con el otro que con la realidad. De
lo que se trata es de suprimir lo reai, aunque en la operación
tenga que perecer el otro. Suprimir lo real gracias al lenguaje,
solicitado com o último recurso, cuando todas las otras de
fensas se han venido abajo. Conjurar lo real a golpe de pala
bras; así puede definirse, de manera muy general, la función
de la grandilocuencia.
Roland Barthes, al analizar lo que él llama «mitos modernos»,
concluía en un diagnóstico bastante cercano al que invita el
análisis de la grandilocuencia: «La función del mito consiste
en evacuar la realidad: es literalmente un derrame incesante,
una hemorragia o* si se prefiere, una evaporación, una sensi
ble desaparición en suma».15 Pero el mito del que habla Barthes
no es, en concreto, la palabra grandilocuente. El mito designa,
según Barthes, una palabra «despolitizada», propia del discurso
^burgués». Lo que se critica en el «mito» es, por tanto, un de
terminado maquillaje de la realidad realizado por el lenguaje
de una determinada sociedad, y ello con vistas a fines conser
vadores muy concretos (incluso aunque éstos no se perciban
como tales por quienes se sirven del mito). Tan deliberada
mente «comprometida», la crítica de Barthes es parcial a la
fuerza: ocupada en desalojar la impostura y la estupidez de
cierta escritura burguesa y convencional, pasa por alto todas las
demás formas de evacuación de lo real por el rodeo de la es
critura, como si el desasosiego frente a lo real no concerniese
más que al conjunto de las opiniones inconsistentes, tales como
las conforma día tras día cierta ideología dominante. La escri
tura «mítica» no es, pues, la escritura grandilocuente; sólo re
presenta, si se quiere, un caso particular, siendo un caso más
entre otros de evacuación de lo real por el rodeo de la escri
tura. Incluso se trata, en Barthes, más bien de transformación
que de-evacuación de lo real propiamente dicha, puesto que k
función del mito consiste «en deformar, no en eliminao».16
Mytbnlogws. Rd. du Senil p. 251. ÍHay trad. esp.: Mitologías, Siglo XXI, Ma
drid, 1980. Versión d e H éctor Srhm urler.]
¡bícl., p. 229-
La grandilocuencia, por su parte, es un arte de exorcizar la
realidad de manera radical, es decir, hasta la completa desa
parición de esta última. Kste hurto puede captarse en su esen
cia leyendo la continuación de los titulares que El M onitor
consagraba a la progresión de Napoleón hacia París en 1815.
Nos habíamos quedado en el 19 de marzo, fecha en la que el
diario anunciaba que era imposible que Napoleón llegase hasta
París. He aquí la continuación de estos titulares:
MADAME DE MISTIVAL:
Eugenia, querida Eugenia, escucha por última vez las súpli
cas de quien te dio la vida; ya no son órdenes, criatura mía. son
ruegos; por desgracia, es demasiado cierto que estás aquí con
estos monstruos; apártate de este com ercio peligroso, y sí
gueme, ¡te lo pido de rodillas! (Se d eja caer.)
EUGENIA ( S em idesn u da, com o h a d e record arse):
Tened, mamita, os ofrezco mis nalgas,., ya están a la altura
de vucsLra boca; besadlas, corazón, chupadlas, es todo lo que
Eugenia puede hacer por v o s...
m a d a m e d e m is t iv a l (R ech a z a n d o a E u g en ia con honor)-.
¡Ah, monstruo!... Vete, reniego de ti para siempre como hija
mía.
TRFZFL:
Espere... ¿No me dijo usted que estaba en Bayeux?
ÉU SF:
Desde luego.
TRFZF.T.:
Ahora bien, Saint Exupére fue su primer obispo...
É L IS F :
El primero, en efecto. También fue él quien hizo construir
d obispado en medio de unos terrenos bien orientados, aptos
para hacer un jardín. (...)
CLAUDE:
Cuántos siglos han pasado desde entonces...
FI.ISE:
... y sin ahorrar detalle, excepto un abeto...
Ci FNFVTF. VE:
¡... que aún vive!...
ÉLISF:
Sí... a fuerza de precauciones y cuidados.
GF NE VI ÉVE :
¿Quién lo vigila?
F.USF.:
El clero.
-• lissais critiques, Fd. ciu Seuil. p. 18 8 -1 9 7 . ÍHay trad. esp.: Lnsayos críticos,
Seix Barra!, B arcelona, 1977. Versión de Carlos Pujol.)
a ibid., pp. 196-197.
como notable sin que se entregue la razón de su «notabilidad’»:
lo que hace que el hecho sea interesantes en suma, no es que
sea interesante por él mismo, sino que se señale como intere
sante. Así procede Julien Green en el pasaje autobiográfico ci
tado con anterioridad: el acontecimiento que relata en él se
vuelve importante y significante no porque allí se den cilu la
importancia o la significación, sino en tanto que se relata como
algo importante y significante. Así, en última instancia, io que
hace importante y significante el hecho de que el joven Julien
Green, tal día y a tal hora, haya salido a tomar el aire no es que
este hecho haya tenido lugar, sino que haya sido escrito. Su
cede aquí como con esos verbos «performativas» de los que ha
blan ciertos lingüistas, en los cuales el Verbo se confunde con
el Acto, dado que tiene el privilegio de realizar la cosa por ei
solo hecho de nombrarte:^ por ejemplo, «juro», «bautizo^, «pro
testo». La palabra hace ahí las vece*, de la eos», la constituye aJ
nombrarla. Se observará, además, que estos casos.de acciones
nombradas y realizadas por un mismo acto, o un mismo verbo,
-performativo», llaman la atención por su carácter fantasmal,
es decir, eminentemente «representativo»: los hechos consis
tentes en jurar, bautizar o protestar, prescinden con facilidad de
una referencia exterior, propiamente «hecha», ya que son re
presentaciones indiferentes por definición a toda conformidad,
o invalidación, por parte de lo res$, Se jura por el honor, o por
la Virgen Sum ísim a, se b a u t i z a e n n o m b r e d e Cristo, s e p r o
testa en n om bre propio, y según la íntim a convicción: referentes
demasiado exteriores al discurso como para que pueda haber
riesgo nunca jamás de confrontación o de contradicción. Fl tí-
-’ Cf. L. J. Austin, Hou-loDo ’l hings wilh Wurds, Oxford University Press. [May
irad. esp.: Cómo ha cer las cosca, con palabras, Pitidos, Barcelona, 1988. Versión
de Genaro Garrió y Eduardo Rabossi]; E. Benveniste, Problémcs de Itnguisti-
quegen éra le. Gallintard, p. 269 v ss. ÍHay riad. c.sp.: Problemas de lingüística
general , Siglo XXI, México, 1971 y 1977, 2 vols. Versión de J. Almela.]
tulo del ensayo consagrado por J.-L. Austin a este problema lin
güístico de los verbos «performativos» podría servir de divisa a
toda representación grandilocuente: how to d o tbings with words
-cóm o hacer cosas con palabras-. Debido a una misma trans
mutación grandilocuente, la palabra se convierte en cosa y lo
anodino se vuelve impórtame. Aparece aquí el vínculo que re
laciona la grandilocuencia con esa complacencia hacia sí mismo
que normalmente llamamos narcisismo: en ambos casos, el
hecho de nombrar basta para establecer que hay una cosa que
se está nombrando (como, en Sade, el hecho de escribir basta
para conferir realidad y verosimilitud a lo que se escribe); en
ambos casos, se da por descontado que su pensamiento es pro
fundo» que su idea es decisiva* que su vida es de radical im
portancia, desde el momento en que se escrib en . Ésa es la
formulación más general del narcisismo literario e intelectual:
una prioridad abusiva de la representación (de la imagen ofre
cida al otro, y a sí mismo por el rodeo del otro), es decir, una
coincidencia de la cosa y de la palabra que hace que se apre
cie la idea en la medida de su sola existencia (de su existencia
como idea). La existencia de una representación, en el narci
sismo, hace las veces de garantía de realidad y de valor; -tengo
un recuerdo, luego es interesante», «tengo una idea, luego es
genial». En estas condiciones, no es sorprendente que la con
fusión de la cosa y de la palabra, recomendada por algunas co
rrientes del pensamiento contemporáneo (el «estructuralismo»),
lleve aparejada una explosión de narcisismo generalizado, Se
advertirá aquí que el narcisismo, al igual que la grandilocuer*-
cia, no implica tanto una preocupación atención exagerada
hacia sí cuanto una despreocupación exagerada hacia la exte
rioridad, hacia lo real; de suelte que se tiene dificultad en de
terminar si es la complacencia hacia sí lo que define a ambos,
o si no es más bien la indiferencia hacia lo real, o su alejamiento,
lo que hace posible el fenómeno de la grandilocuencia y del
narcisismo. La incapacidad para hablar de otra cosa que no sea
uno mismo ¿es el indicio de un amor excesivo hacia sí o el de
un desinterés respecto de la realidad exterior? Es probable que
el exceso de amor no llegue más que en segunda instancia y
que sea el exceso de indiferencia quien se sitúe en primer lugar.
Cabe ilustrar y apoyar esta proposición con un ejemplo elegido
a partir de un caso de narcisismo de rasgo adulador: la comu
nicación enviada por Gabriel Marcel al coloquio «Kierkegaard
vivo», organizado por la UNESCO en abril de 1964 para cele
brar el 50- aniversario del nacimiento de Kierkegaard. Éste, des
pués de haberse desembarazado de Kierkegaard en algunas
líneas iniciales («Aunque pudiera hacer el inventario de las in
fluencias que en un principio se ejercieron sobre el desarrollo
mismo de mi pensamiento, el de Kierkegaard me parece que
ha sido prácticamente inexistente1'), se extendía en considera
ciones que sólo concernían a lo que él llamaba su propio «pen
samiento» y su propia «obra»: a saber, si su teatro era a fin de
cuentas más importante que su filosofía, o viceversa; cómo se
podía, de un modo más general, definir su obra a través de él,
de Gabriel Marcel; luego, como anexo, venían algunas cues
tiones más: ¿preparaba -todavía Gabriel Marcel- la licencia
tura de filosofía en 1906 o 1907?, ¿había recibido del padre De
Lubac25 el consejo de leer tal libro al final del año 1940 o más
bien al comienzo del año 1941?^ Si uno se pregunta por la na
turaleza del carácter descabellado y cómico de semejante co
municación, pagada a muy buen precio por la UNESCO,
advertirá que lo más curioso aquí no es en el fondo que sólo
se hable de sí -después de todo, por qué n o - cuanto que se ig
,Cl Tundís qu e j ’agonise, tr. M.-E. C oindreau, Gallimard, p. 178-79. (Hay trad.
e.sp.: Mientras agonizo. Sebe liar ral. B arcelona. 19H4. Versión de Agustín Ca
ballero y Arturo del Hoyo.]
Phcdre, 2 7 5 u-b. tr. León Robín. [Hay trad. esp.; Pedro , op. cit\
■2 Tandis q u e j'agoni-se, p. 179.
poraeión que disipa en el aire la referencia a lo real con tanta
rapidez como se derrite la mantequilla en una sartén puesta al
fuego, y la opone al arraigo hacia lo real, condenado por su
parte a la sumisión, al apego forzado a las cosas. “Pensaba cuánto
se elevan las palabras, en una línea delgada, rápidas y anodi
nas, mientras que las acciones se arrastran, terribles, sobre la tie
rra, se aferran a ella.»'' fc’sta distinción entre la realidad verbal y
la realidad material conduce a hacer explícita una distinción que
hasta este momento había quedado implícita: es evidente que,
por el hecho de carecer de referencia a una realidad exterior,
la palabra llueca y grandilocuente no deja de ser «reaá,f a su ma
nera. Se trata de una realidad pobre, que no dura, que no inte
resa, que no deja huellas, pero que al menos tiene la facultad
de existir provisionalmente com o representación. La palabta
«real» es, pues, confusa mientras no distingamos con claridad
entre las palabras o expresiones de mera representación y las
mismas palabras o expresiones que se refieren a una realidad
exterior; entre las cosas reales, esto es. todas las cosas sin dis
tinción, y lo que hay de real en las cosas. Si esta distinción pa
rece abstrusa, se puede aclararla con facilidad mediante el
ejemplo de las señales de circulación que identifican la ciudad
de Béziers «como capital del mundo-: es muy cierto que estas
señales son cosas reales en tanto que representaciones, pero no
en tanto que representen algo real, ün consecuencia, hay algu
nas cosas reales que no encierran ni señalan ninguna realidad:
eso es, por lo demás, lo que a menudo llamamos «señales» (p a n -
n ea u x ), en las que todo el mundo llega a caer en algún mo
mento.11 De ahí la existencia de dos tipos de palabras, las que
prescinden de cualquier influencia de lo real y las que señalan
Ibid., p. 181.
31 Ju e g o d e palabras im posible de traducir a partir de la exp resión tomber
dans lep a n n ea u , c a e r en la trampa», d ejarse engañar*. í.V. del T.)
una instancia exterior, que están respaldadas directa o indirec
tamente por lo real. Addie describe las primeras como palabras
‘•que no son más que los huecos en los que falta gente»,35 y las
segundas como pertenecientes al dominio de 4a oscuridad sin
voz en la que las palabras son acciones».,fl En términos más apro
piados a nuestro discurso, se inferirá de esta distinción que toda
elocución no es necesariamente grandilocuente (al menos, 110
grandilocuente del todo) en la medida en que ciertas palabras,
si se dicen o escriben convenientemente, en el momento y
lugar oportuno», es decir, con arte, pueden conseguir evocaj-
lo que Addie llama «acciones» y que, de manera más filosófica,
cabe llamar el cu erpo. o de manera más general todavía, lo reai.
Prueba de ello, la escritura del propio Faulkner, que logra aquí
y allí, gracias a «palabras-acciones- que evocan la «pequeña mú
sica» que reclama Céline, comunicar al lector, de tarde en tarde,
una cierta sensación de lo real.
Del h ed ió de que la palabra y la escritura no estén siempre
«privadas de realidad» por completo, y de que toda elocución
no sea por fuerza grandilocuente, se desprende una doble con
secuencia que afecta respectivamente a los dominios tradicio
nales de la moral y de la estética, o sea , una valoración del «bien»
y de lo «bello» que se produce en función de su contenido en
realidad (en el sentido indicado más arriba, «contenido en rea
lidad» no designa la realidad de la cosa, sino lo que la cosa tiene
de realidad).
Si hubiera que componer, pues, un tratado del Bien y del Mal,
es decir, un sistema de moral, buscaríamos su principio general
en lo que nos ensenó el estudio de ía grandilocuencia, asimi
lando de ese modo el Bien a lo real, el Mal a lo irreal, persua
didos de que existe un vinculo fundamental entre lo que existe
3. LO REAL Y SU REPRESENTACIÓN
Écrits, Ed. dn Senil, p. 298. [Hay trad. esp.: Los «Escritos» d eja eq u es Lacan,
Siglo XXI, Madrid, 1994. Versión de Ángel Frutos.]
te -Sí.,. N o ...—. La verdad .sugerida por esta escena, sin em
bargo, parece de más amplio alcance, y ello por dos razones.
En primer lugar, la verdad que me enseña el otro no es sólo la
verdad de mi deseo, desconocida por mí y revelada por el otro
-antes de entenderse aquí otro» en un sentido muy general, de
signando todo lo que es exterior a mi persona y a mi concien
cia-, También concierne a toda verdad, a toda realidad, en tanto
que éstas pueden escapar a la conciencia de aquél que, sin em
bargo, está sometido a ellas, Axel sabe que está enamorado al
oír a su Lío leer un texto que el mismo había escrito: también
hubiera podido saber que era estudiante, alemán, habitante del
planeta Tierra y, en general, que poseía tal o cual atributo desde
el momento en que éste, por ser real, todavía no ha sido regis
trado como tal por la representación. Así, es posible vivir toda
la vida en el bulevar Victor Hugo sin darse cuenta de que ese
Víctor Hugo es, además, aquel de quien se lee Los m iserables
o La ley en d a d e los siglos, ya que el Victor Hugo poeta jamás
ha tenido la ocasión de coincidir con el Victor Hugo de la calle,
del mismo modo que el amor Axel por Graüben no coincide
con su representación y, por tanto, debe esperar, para ser per
cibido, a la escena de la doble revelación descrita por Julio
Verne. Por otra parte, este aprendizaje de lo real por el rodeo
del otro es revelador de una diferencia más profunda que la que
separa el propio yo del otro, y que es la distancia entre el tiempo
de la realidad y el tiempo de su representación. Es curioso, sin
duda, que Axel se entere de su propia verdad por boca de su
tío (el cual, una vez más. no hace más que volver a transcribir
su propio mensaje), pero Lodavía es más notable que esta ver
dad concierna a una realidad que no esperó ser percibida para
ser real, mostrándose muy anterior a lo que la señaló en la con
ciencia: lo que coloca a Axel en el ridículo más espantoso, pero
muy habitual, de ser el último que se entera de lo que le sucede.
Así es como generalmente uno se percata de lo real: poco des-
pues o mucho después, pero en cualquier caso después. Eso
es lo que le ocurre al iiéroe de una película de Fran^ois Lete-
rrier, P royección p r iv a d a (1973): éste, que es cineasta, decidió
extraer el tema de su próxima película de un accidente de au
tomóvil. en el que una de sus amigas encontró la muerte unos
años antes; progresivamente, ira dándose cuenta, en el curso
de esta reconstitución de los hechos que constituye el rodaje de
la película, de la diferencia que separa lo real de la representa
ción complaciente que se había hecho de ella hasta ese mo
mento, para descubrir en suma que el aparente accidente
ocultaba un suicidio seguido de un homicidio. La repetición del
pasado se confunde aquí con la primera aparición de lo real:
la lenta salida del agua del vehículo accidentado, durante una
escena de dragado que señala, al término de la película, el punto
final de la reconstitución del drama, sugiere bien el largo «tra
bajo» a cuya conclusión solamente lo real emerge a la superfi
cie de la representación y llega en fin a coincidir con ella, esa
larga progresión por el rodeo que tienen que dar normalmente
las realidades más próximas para abrirse camino a la concien
cia. «Nuestra relación con lo que nos es próximo está, desde siem
pre embotada y sin vigor*, escribe Heidegger. «Pues el camino
de las cosas próximas, para nosotros los hombres, siempre es el
más largo, y por esa razón el más difícil.'»'11
El teatro de Marívaux pone sobre el escenario del modo más
visible ese tiempo de retraso que separa el advenimiento de
lo real de su acceso a la representación. En él, lo real jamás es
reconocido de entrada, sino solamente a la salida de un largo
rodeo que constituye la esencia de lo que se llamó el «galan
teo» ( m a riv a u d a g e).45 A lo real le hace falta tiempo para que
"4 Le principe d e raison, p. 47. ÍHay trad. csp .: F,lprincipio de razón, op. cit.]
Proceden te del nom bre de Marivaux, el térm ino m arivaudage .se em plea
para designar un dicho o gesto de galantería delicada y rebuscada. (¿\. del ‘I 'J
se le reconozca, de suerte que el reconocimiento de lo real se
refiere indefectiblemente a una realidad ya pasada, de la que
en adelante no podríamos escapar, El acceso de lo real a la con
ciencia se acompaña así con la revelación de algo que se pa
rece a una trampa, y que es la trampa de toda realidad en tanto
que se la percibe demasiado tarde com o para que uno pueda
esperar actuar con eficacia sobre ella: como si sólo estuviese
permitido conocerla a condición de que se la conozca dema
siado tarde. Por eso el reconocimiento de lo real coge de im
proviso, ya que sobreviene más tarde. Así, la experiencia del
amor siempre constituye una sorpresa, como toda experiencia
de lo real* por otra parte. Se ha hecho notar que los persona
jes del teatro de Marivaux se tomaban siempre mucho tiempo
para decidirse a decir, por fin, el «te quiero» con el que gene
ralmente termina la pieza, como si lo esencial de la intriga de
este teatro consistiera en el intervalo que separa el reconoci
miento del amor de ese triunfo sobre el amor propio que cul
mina en la confesión. En realidad, este intervalo existe sin duda
en Marivaux, pero es muy corto y apenas cuenta. Lo esencial
del debate está en otro lugar: no concierne tanto al problema
de la confesión -saber si hay que decirlo o no—cuanto al pro
blema del reconocimiento, e incluso al del conocimiento en ge
neral -sa b er quién es y lo que uno siente—. La progresión
dramática de este teatro se funda en un p ro g reso d el saber, en
una lenta iniciación al conocimiento de lo real, que no se da
ni simple ni inmediatamente a la conciencia, sino que debe
aprender, por el contrario, con paciencia y casi a tientas a par
tir de signos procedentes del exterior, como un amigo que nota
tu falta de apetito, o tu sirvienta que observa una acumulación
inusual de borradores de cartas rotas en la papelera. Y es que
la conciencia, el espíritu, todas las instancias de la representa
ción, en fin, no son por sí más que auxiliares inciertos y débi
les cuando se trata de acercar lo real —le tengo por un gran
visionario^, dice Marivaux refiriéndose al espíritu, en lu vida d e
M a r i a n a La iniciación al saber y a lo real sólo puede reali
zarse al margen y a pesar de los prestigios de la representación:
constituye justo esa p ru e b a por la que pasan todos los héroes
de teatro de Marivaux. El éxito de la pmeba significa el acceso
de lo real a la conciencia. Una vez que ha pasado el momento
del reconocimiento, cuya laboriosa gestación es el resorte hui
da mental de este teatro, ya está dicho todo, siguiéndose muy
rápido el momento de la confesión.
Se observará también que el teatro de Marivaux. al que con
frecuencia se le reprocha su falta de acción, cuando no de in
terés, en cierto modo se funda antes bien en la pura acción:
es decir, no en la representación de la acción, sino en el hecho
de que la acción es primero irrepresentable, existe primero e *
un estado sordo e invisible y sólo se deja percibir una vez con
sumada, cuando ya están hechos todos los movimiento®. Éste
es el destino de toda «historia», como dice Boris Pasternak:
"Nadie hace la historia, no se la ve, no más de lo que se ve
crecer la hierba*."1’ El destino de todos los actos profundos es
triba en que sólo pueden percibirse cuando hace mucho tiemp©
que se emprendieron. Así, con los actos amorosos sucede lo
mismo que con la composición de cualquier obra, ya se trate
de la hierba o de un libro, y de todas las cosas que nunca tie
nen un comienzo, o mejor de las que no se podrá decir nunca
cuándo ni cómo comenzaron.
La representación de lo real, por tanto, es generalmente tar
día, pero eso no significa en absoluto que la realidad no sea
perceptible más que por el rodeo de la memoria. El acceso
de lo real a la conciencia, que sobreviene más tarde, no por
ello constituye un recuerdo. No es que lo real vuelva a la con-
í: Citado por Cl. Simón en epígrafe a L'herbe. Ed. de Minuit. [Hay trad. esp.:
La hierba. Lumen, Barcelona, 1986. Versión d e üsleban Busquéis.]
ciencia, sino que más bien llega a ella por primera vez: no
en tanto que ha pasado, sino en tanto que es reai, incluso
cuando su realidad sólo se manifiesta gracias a un desfase
entre la realidad antigua y su percepción presente. En esos
«retornos del pasado», que de hecho son llegadas de lo real.
no es el pasado el que vuelve, sino la realidad la que apa»
rece.
Las célebres descripciones de Proust proporcionan aquí una
ilustración a la vez elocuente y ambigua. Se sabe que en tres
momentos decisivos de En bu sca d e l tiem po p erd id o el narra
dor relaciona la irrupción de una indecible felicidad con un
retorno del pasado a la conciencia: cuando reconoce en el
aroma procedente de una «magdalena" mojada en el té el sabor
de ciertos momentos de su infancia en Combray;47 cuando
Swann, durante una velada en casa de la marquesa de Saint-
Euverte, vuelve a oír el tema de la sonata de Vinteuil que de
repente le hace «revivir» los comienzas de su relación con Odette
de Crécy;4" y, por último, cuando el narrador mismo se «acuer
da» de una reciente estancia en Venecia al tropezar con los -ado
quines desiguales» del patio del hotel de Guermantés.49 Es
manifiesto que en los tres casos la intensidad y la verdad de
la experiencia, así como la razón de su carácter jubiloso, están
ligadas a una percepción tardía aunque imperiosa de lo real,
análogas a aquellas por las que Axel, en Julio Veme. o los hé
roes de Marivaux descubren más tarde su propia verdad. Ahora
bien, ése no es en absoluto el sentir de Proust, que ve en estas
experiencias momentos en los que se confunden el pasado y
el presente, que de ese modo permiten al hombre efímero es
L ’a im iir d 'u n e ¿Ilusión, Ir. Marie B onaparte, P.U.F.. p. 35-6. [Hay tracl. csp .:
El p o rv en ir de u n a ilusión. Alianza Editorial, M adrid. 1977. Versión de Luis
ló p cz-B allesteros.l
A esta representación anticipada le falta, para que sea plena
mente convincente, lo que cabría llamar la «fuerza» de lo reai,
que ninguna representación puede generar por sí sola. De afaá
esa extraña duda hacia lo que uno lia aprendido y ha creído
tener por seguro -duda de la que, por otra parte, sólo se es
consciente más tarde, justo con motivo de la captación de esa
realidad para la que no obstante se estaba preparado-. En apa
riencia, la confirmación de una representación por la propia
realidad no debería sorprender la espesa, sin© más bien col
marla. Si sorprende, y la experiencia enseña que en general
sucede así, eso es porque la realidad a la que se enfrenta posee
algo que no puede prever ningún saber, algo que ninguna re-
presentación puede perfilar de antemano: precisamente el
hecho de ser real, el misterio de su presencia (que implica, entre
otras cosas, la condición de un tiempo presente). Claude Simón
observa en La hierba\ «Lo propio de la realidad es que nos pa
rezca irreal, incoherente, por el hecho de presentarse como un
permanente desafío a la lógica, al sentido común, al menos tal
como nos hemos acostumbrado a verlos imperar en los libro»
-debido al modo en que se ordenan las palabras, símbolos grá
ficos o sonoros de cosas, sentimientos o pasiones desordena
das-, de manera que a veces, sin duda, ocurre que nos
preguntamos cuál de estas dos realidades es la verdadera».*1
La desconfianza hacia los libros es un viejo tema que se re
fiere a una no menos vieja sabiduría humana cuyo deseo, muy
honorable en este caso, consiste en rendir homenaje antes que
nada a lo real. Los libros son los libros; en cuanto a lo real, es
preferible «ir a verlo», como sugiere la canción estudiantil traí
da a colación por Freud. Sin embargo, por una curiosa inver
sión, ocurre que lo que existe sea también lo que está en los
libros: no sólo existe la Acrópolis en los libros de griego, sino
1 réel et son double, Gallimard, 197ó. ÍHay t.rad. esp.: Lo real y su doble,
Tusquets. Barcelona. 1993. Versión de Enrique* Lynch.]
La tontería, por tanto, suele ser asimilada a la falta de inteli
gencia, considerada como lo contrario de la inteligencia. Así,
a la inteligencia atenta, ágil y vigilante, se le opondrá de buen
grado una tontería que se considera adormecida, anestesiada
y momificada2 Una primera objeción se le presenta en seguida
al espíritu: ese ser esclerótico al que se nos presenta como tonto
es una antítesis puramente teórica y casi automática de la in
teligencia, pero no es de ningún modo el retrato del cretino
de carne y hueso. El cretino que todos conocemos no está en
absoluto adormecido, ni anestesiado, ni momificado: al con
trario, es activo, se prodiga por todas partes, está siempre en
la brecha. Es forzoso* pues, abandonar ese criterio -criterio
de la diferencia entre la inteligencia y la tontería—que no no»
enseña nada, porque si la inteligencia está en estado de alerta,
también se puede estar seguro de que, al menos en este punto,
la tontería no le va a la zaga. En efecto, no hay nada más atento,
ágil y vigilante que la tontería. Bouvard y Pecuchet, héroes
indiscutibles de la tontería que se vive y que se hace, no son
dos indolentes, sino dos agitados: siempre en busca de cono
cimiento, a la escucha, al acecho, en alerta continua. Lino es
taría tentado a decir sobre la tontería lo que García Lorca decía
del viento: que no duerme jamás.
Al mismo tiempo, se observará que es inútil oponer la iner
cia de la tontería al intervencionismo de la inteligencia, ya que
la pasividad de la falta de inteligencia no caracteriza de nin
gún modo las manifestaciones, siempre activas y atrevidas, de
la tontería propiamente dicha. Al menos, desde el punto de vista
de la actividad o : mejor dicho, del activismo, nada distingue*
la inteligencia de la tontería. Es cierto que, cuando no com
prendo algo, me quedo callado, inmóvil, inactivo; delante de
los jeroglíficos, de una página de manual especializado, de un
2 . E l f e t ic h e r o b a d o o e l o r ig in a l im p o s ib l e d f , e n c o n t r a r