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Curso: El Posmodernismo en las Ciencias Sociales

Clase Nº10: La historia en la posmodernidad

Murillo, Susana - Seoane, José: “La historia en la posmodernidad” [CLASE]. En:


Curso virtual “Posmodernidad en las Ciencias Sociales’’ (Programa Latinoamericano
de Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación, Buenos Aires, Junio
2013).

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Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales PLED-CCC
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La historia en la posmodernidad

Dra. Susana Murillo y Lic. José Seoane

El “fin de la historia” y la mundialización capitalista neoliberal

Dos pequeños textos –de no más de 30 páginas el más extenso- escritos entre
1988 y 1989 habrán de convertirse en los fetiches ideológicos de la expansión y
profundización internacional de la hegemonía neoliberal a lo largo de la década de
los ´90. Uno dio origen al llamado “Consenso de Washington”. Elaborado por John
Williamson (1990) ofrecía una síntesis de las diez recomendaciones centrales que los
poderes internacionales promovían para América Latina en la prosecución de la
agenda de transformaciones neoliberales en el continente. El otro texto, al que
también referimos la clase pasada, escrito por Francis Fukuyama (1989), anunciaba
el fin de la historia pretendiendo exorcizar la capacidad transformadora de la acción
colectiva tras el presagio del derrumbe de los llamados “socialismos reales” y el paso
al horizonte inmutable del predominio liberal.

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Ambos escritos habían sido pergeñados en el centro del poder político,
económico y militar del capitalismo. Williamson oficiaba como investigador de un
centro de estudios de orientación neoliberal con sede en Washington, el Institute for
International Economics. La biografía de Fukuyama se entremezclaba aún más
estrechamente con la estructura del Estado y los sectores dominantes en EE.UU. En
el tiempo de la elaboración y publicación del ensayo “¿el fin de la historia?” era
miembro del departamento de Ciencia Política de la Corporación RAND, un centro de
investigación vinculado a las Fuerzas Armadas estadounidenses, y en 1989 se había
integrado al equipo de planificación política del Departamento de Estado como
director adjunto del bureau para las cuestiones políticas militares europeas.
Vinculado a los sectores neoconservadores del partido republicano, Fukuyama será
también, años más tarde junto a Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz,
entre otros, uno de los impulsores y fundadores del llamado “Proyecto para el Nuevo
Siglo Americano”, uno de los núcleos de pensamiento que cumplirá un papel central
en el gobierno de George W. Bush.
En esta perspectiva, su anuncio del “fin de la historia” dejaba de ser sólo el
resultado de un análisis del presente para evidenciarse en todos los sentidos como
un objetivo de balance e inspiración estratégica para la política exterior
estadounidense. De modo que el carácter performativo del discurso, al cual nos
hemos referidos en clases pasadas, se ponía aquí en juego. Escrito en 1988 el texto
recogía los frutos de más de una década de experimentación y expansión del modelo
neoliberal como respuesta a la crisis de los ´70. Todavía bajo el reaganiato, se
situaba así en el último tercio del proyecto de transformación conservadora en
EE.UU. que se prolongaría, bajo el mandato de George Bush padre, hasta 1993. Por
otra parte, la segunda mitad de la década de los ´80 será testigo también de la
propagación del neoliberalismo a los países europeos bajo gobiernos
socialdemócratas y a su difusión a otras partes del mundo. En Latinoamérica, por
ejemplo, tras la primera ola neoliberal de las dictaduras contrainsurgentes del Cono
Sur de la década de los ´70 y ahora bajo el disciplinante efecto de las crisis
económicas (la de la deuda externa primero, las hiperinflaciones después) los ´80
serán años de la adopción e instrumentación del recetario neoliberal bajo gobiernos
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de democracia representativa. Un momento signado también por la revolución
sandinista en Nicaragua y los procesos de luchas y guerrillas en Centroamérica que
motivarán la creciente intervención estadounidense en la región.
Por último, pero ciertamente tanto o más significativo, los finales de los ´80
verán acentuarse el proceso de liberalización económica y la afirmación de una
salida basada en la creciente introducción de pautas capitalistas frente a las
dificultades y crisis del modelo de los llamados “socialismos reales”. En este sentido,
en el caso de la URSS, la asunción de Mijaíl Gorbachov como Secretario General del
Partido Comunista marcará el inicio una serie de reformas tanto en el plano
económico como político. En este proceso, la llamada perestroika (reconstrucción)
anunciadas en 1986 y que tomara bríos a partir de 1987 buscará un sistema de
gestión económica más descentralizado que reponía niveles de mercado, permitiendo
a las empresas tomar decisiones y fomentando la empresa privada y las sociedades
mixtas con compañías extranjeras. Por otro lado, la llamada “glasnost”
(transparencia) que tomara fuerza a partir de 1988 promovía un conjunto de
cambios en el terreno político. En el caso de la China comunista, ya desde la muerte
de Mao Tsé Tung (1976) y la llegada al poder de Deng Xiaoping (1978) habrían de
promoverse una serie de transformaciones económicas de orientación capitalista,
aunque manteniendo la retórica y el poder del partido único, que cobraría sus
primeros pasos en la apertura del mercado externo y el progresivo
desmantelamiento del sistema de comunas liberalizando la producción y venta de
los productos agrícolas.
Interpretando estos procesos como signos de la inevitable declinación de la
influencia del marxismo y el ocaso definitivo del socialismo, Fukuyama celebrará el
triunfo del liberalismo a nivel internacional. En la perspectiva del autor dicho triunfo
tenía lugar fundamentalmente en el terreno ideológico; siendo este plano el decisivo
si consideramos, recuperando a Weber y contra toda concepción materialista, que la
conciencia, en gran medida autónoma, tiene un papel central en la creación y
recreación del mundo material. Así, la “muerte del marxismo-leninismo como
ideología movilizadora de importancia mundial”, tras el fracaso de las ideologías
fascistas signadas por la derrota de estos regímenes en la Segunda Guerra Mundial,
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señalaba el inicio de una fase de preponderancia global del liberalismo. Desde esta
perspectiva, no era “necesario que todos los países se transformen en sociedades
liberales exitosas sólo bastaba que abandonasen sus pretensiones ideológicas de
representar formas diferentes y más elevadas de sociedad humana”. En este sentido,
y en tanto no podían tornarse en referencias universales, ni los fundamentalismos
religiosos ni los nacionalismos resultaban serios competidores ideológicos frente al
liberalismo, no habiendo ya rivales significativos que puedan cuestionar a éste. Así,
el triunfo ideológico del liberalismo se traduce en su universalización y, en este
paso, se trueca en el llamado fin de las ideologías. Planteo acorde a lo visto en clases
anteriores cuando Lyotard desestimaba a los “metarrelatos” que habrían dado origen
a una visión optismo de la historia en el siglo XIX. La unicidad ideológica se
transforma en el fin de la interpelación ideológica en cuanto tal, hecho que no será
sino uno de los aspectos del fin de la historia. Esta serie de señalamientos
formulados por Fukuyama en su texto ciertamente habrán de tener una influencia
significativa en lo que fuera llamado durante la década de los ´90 la hegemonía del
“pensamiento único”.
Por otra parte, como señalamos la pasada clase y menciona también Perry
Anderson (1996), no escapa a la atención la profunda vinculación que puede
establecerse entre las formulaciones de la “posmodernidad” promovidas desde la
década de los ´70 -que hemos abordado con detalle anteriormente- y estas
proclamas del conservadurismo estadounidense del “fin de la historia” en el proceso
de constitución de la hegemonía del neoliberalismo capitalista.
Fukuyama comienza atribuyendo esta idea del fin de la historia al propio Marx,
salvo que ahora parece haberse cumplido al revés de los deseos de este último: con
el triunfo universal del capitalismo liberal. Sin duda esta referencia a Marx debería
ser interpretada como una pobre ironía de dudoso rigor; en realidad Marx lejos de
anunciar el fin de toda historia y cambio social habrá de hacer referencia a que la
construcción del socialismo y el comunismo significaría iniciar la verdadera historia
de la humanidad dejando atrás la prehistoria de la sociedad de clases.
Por contrapartida, el “fin de la historia” que señala Fukuyama busca sus
antecedentes y legitimación filosófica en los desarrollos previos de Hegel y
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fundamentalmente en la interpretación que del filósofo alemán planteara Alexandre
Kojève (1902-1968). Será éste quien insista en que la historia ideológica en un
sentido limitado había terminado con la Revolución Francesa de Napoleón y que ya
no había necesidad de la lucha violenta para establecer la supremacía racional del
régimen de derechos y libertades individuales. Sin embargo, como señala Anderson,
más allá del rescate de estas formulaciones que hace Fukuyama, su
conceptualización del “fin de la historia” y particularmente su tono elegíaco plantea
diferencias respecto de aquellos también distintos abordajes filosóficos que sobre
ello fueron hechos por Hegel, pasando por Antoine Agustin Cournot, hasta Kojève.
En la licuación de estas diferencias y contraposiciones, la versión de Fukuyama
parece dar cuenta de su propia nervadura ideológica. Una lectura rigurosa de los
textos de Hegel, al menos desde nuestra perspectiva, no autoriza tal lectura del gran
filósofo alemán. En todo caso Hegel, desde un territorio alemán no unificado y que
no lograba consolidarse en nación ni constituir una revolución política burguesa,
había elogiado a Napoleón quien a su criterio “realizaba el curso del mundo”, lo cal
significaba en lenguaje hegeliano que representaba lo más “desarrollado de la
historia” pues Napoleón junto a sus conquistas imperiales llevaba el Código Civil a
países en los que subsistía un orden feudal y sentaba las bases políticas para
favorecer la expansión de las libertades fundamentales del mercado. Por otra parte
en Alemania había sentado las bases para la construcción de la industria westfalo-
renana. Pero en todo caso también Hegel vio en su madurez que Napoleón había
caído por una “trágica necesidad de la historia”, trágica necesidad vinculada al
estado de las relaciones de fuerzas en Europa y anunciaba en la década de 1820
que EE. UU. encarnaría desde entonces el curso del mundo. En todo caso para
Hegel, la guerra tampoco era algo que podía hacerse desaparecer ya que ella fue
concebida por él como el motor de la historia. Lo más que podría decirse de Hegel es
que él creía firmemente en la necesidad del desarrollo económico liberal, pero había
avizorado prontamente la cuestión social e imaginaba formas políticas de
contenerla, razón por la cual no estaba convencido del valor de la democracia o en
la idea de que el Estado estuviese sometido a contrato. De modo que con toda
claridad Hegel era liberal en lo económico y en lo político su planteo se vinculaba a
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la idea de un Estado fuerte, cuyas características debían ser afines al estado de la
historia de cada pueblo. Esto no constituye una excepción en el liberalismo y,
aunque esto sería tema de otro curso, resulta ya necesario poner al día el concepto
de liberalismo y no reducirlo a la esfera política como erróneamente a veces se
sostiene. El liberalismo es un complejo dispositivo de poder que incluye aspectos
gnoseológicos, filosóficos, políticos, ontológicos, técnicos y que convive ha convivido
muy bien en diversos lugares del mundo tanto con formas democráticas como
modos estamentarios de gobierno político. El error consiste en reducir el liberalismo
a una forma política única de conducir el Estado. Afirmamos esto, no por afán de
erudición, sino porque parece ser una nota del pensamiento posmoderno, ya
mencionada en otras clases, la presentación de autores y procesos desde lecturas o
“resúmenes” que reducen la complejidad de ciertos problemas a un vacío esquema
de análisis, realizado con calidad de pluma y por ende con capacidad de convicción,
pero que deshistorizan los procesos y le quitan carne a los autores. El problema
consiste en que son lecturas que se difunden en el ámbito de las ciencias sociales
de modo acrítico y generan una visión de la historia del pensamiento que inhibe la
capacidad de utilizar herramientas valiosas legadas por grandes maestros para
pensar situaciones del presente. Decimos esto pues los egresados de diversas
disciplinas de esta área, pasan a formar las filas del funcionariado del Estado, los
organismos internacionales, los medios de comunicación, grandes consultoras,
tanques de pensamiento, ONGS y otros dispositivos gubernamentales y no
gubernamentales y desde allí inciden en la construcción de políticas. En este
sentido, este proclamado “fin de la historia” importa poco en términos de su valor
como formulación filosófica, pero sí es relevante respecto de su influencia en el
curso efectivo de los procesos socio-políticos, en su materialización social.
En esta perspectiva, la emergencia del Estado homogéneo universal,
presuntamente retomada por Fukuyama de Kojève, toma ahora la forma de la
expansión de la “democracia liberal en la esfera política unida a un acceso fácil a
las grabadoras de video y los equipos estéreos en la economía”. Liberalismo político
y económico unido al sueño o la promesa del consumo de masas; una verdadera
fuerza ideológica sobre las sociedades del “socialismo real”. En este punto tal vez
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Hegel hubiese estado de acuerdo si hubiese considerado que el consumo era un
modo de controlar a las masas y obturar la cuestión social, no obstante en sus
textos de aquellos tiempos y circunstancias él, como cualquier liberal, creía en el
valor de la educación del ciudadano.
El anunciado fin de la historia así no sólo implica el fin de las luchas
ideológicas sino también el de los conflictos tanto en el orden internacional como
nacional. En el primer caso, la unificación mercantil del mundo auguraría la
disminución de las posibilidades de conflicto a gran escala entre Estados poniendo
fin a la “Guerra Fría”. Por otra parte, en tanto la adopción del liberalismo habría de
resolver las contradicciones y satisfacer todas las necesidades humanas, ya no
habría luchas sociales en torno a grandes asuntos y no se requeriría “ni de
generales ni de estadistas”. Lo que queda, dirá Fukuyama, en un discurso que tiene
cierta analogía con el de Lyotard, es principalmente “actividad económica”.
Concluida la lucha ideológica, sólo resta entonces “la interminable resolución de
problemas técnicos” orientada por el cálculo económico que es lo único que requiere
el funcionamiento del libre mercado. El “aburrido” juego del mercado libre
proyectado a nivel universal y con ambiciones de eternidad. La atopía liberal que se
sostenía bajo la afirmación de que no había ya “ninguna alternativa”. Sobre esta
idea de “ninguna alternativa” volveremos.
En esta geografía, aquellos países o regiones -“claramente la enorme mayoría
del Tercer Mundo”- que todavía seguían ajenos a estos procesos aún bajo las luchas
ideológicas, ya no formaban parte del mundo post-histórico que signaba el presente
y el futuro sino que estaban condenados a participar de una historia que no se
resignaba a desaparecer.
Sin embargo, como ya lo señalaba Anderson (2006), el neoliberalismo
capitalista estaba lejos de resolver las necesidades humanas; por el contrario el
crecimiento de las desigualdades y la depredación del medio ambiente otorgarían
nueva actualidad a la idea del cambio social y del socialismo como se manifestará de
manera contundente a fines de la década de los ´90. Pero a punto de iniciar dicha
década, el texto de Fukuyama habría de tener una importante incidencia,
incrementada aún más con el posterior derrumbe del muro de Berlín en noviembre
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de 1989 que marcó el inicio de un acelerado proceso de caída de los regímenes del
“socialismo realmente existente” vigentes en Europa Central y la URSS, que
resolviera formalmente su disolución menos de tres años después, en 1991. La tan
arrolladora comprobación del augurio del “fin de la historia” promoverá entonces
una reelaboración del texto inicial cuyas ideas inspirarán el libro “El fin de la
Historia y el último hombre” publicado en 1992.
En perspectiva, la caída del muro de Berlín habrá de tomar dimensiones
similares a la Batalla de Jena (Turingia) referida por Hegel y que sellara en 1806 la
victoria napoleónica en Prusia. En este caso, los ideales liberales de la Revolución
Francesa y la conciliación de clases, sustentados por Napoleón, serán reemplazados
por la expansión de la hegemonía neoliberal. Expansión, que tras la crisis y
derrumbe del “socialismo real”, habrá de colonizar nuevos territorios que habían
quedado fuera del imperio de la mercancía y de las relaciones capitalistas durante
varias décadas.
El crecimiento de la hegemonía neoliberal hacia el Este abrirá paso así a
considerarla bajo el término de “globalización”. Presentada como un proceso de
creciente interdependencia a nivel mundial entre países, empresas e individuos
como resultado aparentemente inevitable de los desarrollos derivados de la reciente
revolución científico-tecnológica y de la consecuente y necesaria expansión del libre
mercado a nivel internacional; la globalización auguraba beneficios a mediano plazo
a quienes se integraran y adaptaran a su marcha –en una reedición global de la
teoría del derrame- y condenaba a aquellos que se le resistieran al atraso, la
barbarie y el anacronismo. Se afirmaba así la preeminencia ideológica del “fin de la
historia” formulado por Fukuyama. El pensador Félix Guattari, planteaba frente al
significante “globalización” el término “capitalismo mundial integrado” (Guattari,
1995), este último concepto permite acercarse más a los procesos históricos, el
primero obtura la mirada, ocluye la percepción de los fenómenos histórico-
concretos.
Un balance de las consecuencias de esta mundialización neoliberal
intensificada durante la década de los ´90 no podría ser más negativo. En América
Latina, por ejemplo, el panorama en términos sociales sólo puede considerarse bajo
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los signos de la catástrofe. La implementación de las políticas neoliberales agudizó a
extremos no vistos en el pasado reciente la polarización económico-social, proceso
que tuvo su expresión en el incremento sustantivo del desempleo y el subempleo
que, según los datos de la CEPAL para el año 2002, alcanzaron el más alto nivel de
toda la historia económica regional. En similar dirección apunta el hecho de que la
distribución del ingreso se convirtiera en la más regresiva del mundo, una realidad
particularmente grave si se toman en cuenta los rasgos que presentaba la región en
la década de los ‘70. Precisamente algunos países de la región para entonces
presentaban significativos índices de empleo, desarrollos en el campo de la salud y
la educación, así como sistemas científico- tecnológicos con cierto grado de avance e
independencia. Fenómenos estos que habían alarmado a las potencias mundiales y
que les llevaron a sostener por boca del Banco Mundial (BM) que era necesario
generar mayor “interdependencia” entre los diversos países, así como un sistemas
mundial “liberal” (BM, 1978). El signo de las transformaciones resulta aún más
claro si se considera que este acentuado deterioro de las condiciones de vida de las
mayorías sociales se verificó, incluso, durante los períodos de aparente bonanza
económica que tuvieron lugar en esa década. Pero sobre este tema volveremos en la
última clase.

La muerte del sujeto y el fin de la historia

En consonancia con lo anterior, la denominada “muerte del sujeto”, término


con el que los estructuralistas de los años ’60 habían disputado contra el
humanismo liberal como hemos visto en la clase 3, es resignificada por el
posestructuralismo y por el pensamiento posmoderno en general. Ya no hay sujeto
con identidad, centrado, tal como vimos en la clase pasada y por ende la historia no
es el lugar de realización del sujeto humano, o el espacio de su emancipación. La
idea de emancipación humana es sólo un metarrelato que habría legitimado a los
totalitarismos, como vimos en la clase 5. La historia ha terminado junto al Sujeto
que, construido, en las disciplinas del capitalismo industrial, se deshilacha tras la
estrategia del capitalismo mundial integrado que utilizó el desarrollo tecnológico
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como un modo de eliminar puestos de labor y con ello flexibilizó y precarizó el
trabajo y generó una profunda inseguridad existencial (Fitoussi y Rosanvallon,
1997). Todo lo cual supone una nueva tecnología de gobierno de la fuerza de trabajo
a nivel mundial: la precarización y ausencia de puestos de trabajo se transforman
en formidables instrumentos para intentar domeñar a los insumisos.
Lo que se denominó el “fin de la historia” estuvo acompañado por una brutal
situación de desindustrialización, desempleo y precarización laboral que comenzó a
azotar a todo el mundo. Así por ejemplo a comienzos de 1993, la empresa IBM, en
competencia con el emporio de Bill Gates, decidió prescindir de una tercera parte de
su fuerza de trabajo formada por cuatrocientos mil empleados que tenía en EE.UU
(Sennett, 2000). La investigación llevada adelante acerca de las trayectorias de vida
de los despedidos de esa empresa, indica que vivieron la situación como una
“traición” de IBM y que en su mayoría tras la pérdida de los empleos se vincularon
fuertemente a sus comunidades religiosas, en ese sentido el evangelismo cristiano
ha tenido un fuerte auge (Sennett, 2000:136).
El crecimiento de la religiosidad, y particularmente el en caso AL de formas de
religiosidad diversas al catolicismo tradicional, es un fenómeno visible y creciente,
que tiene un efecto preciso y relevado por nosotros en las calles de Buenos Aires: los
hombres y mujeres sometidos a una profunda flexibilización en tanto trabajadores,
pero también en sus relaciones afectivas y políticas, que han perdido derechos que
el Estado sostenía, se repliegan sobre sí mismos, rompen viejos lazos, al tiempo que
deben acomodarse a cambiantes situaciones que los dejan “a la intemperie” con
sensación de no tener cobijo. En muchos casos buscan en la religiosidad un
refugio, en otros en el deporte o los grupos de autoayuda 8formales o no). Lo
constatado en entrevistas en Buenos Aires indica que esas nuevas formas de
sociabilidad que tienen un emblema en los nuevos modos de religiosidad ya no
tienen como núcleo al sacrificio o el amor al prójimo (conceptos claves en el pasado),
sino que se centran en evadir el sufrimiento personal y en buscar alguna forma de
éxito o reconocimiento. Pero al mismo tiempo esa vuelta hacia lo religioso o al
pequeño grupo aleja a los sujetos concretos de sus lazos con la historia pasada y de
la proyección colectiva hacia el futuro. Ha sido frecuente en entrevistas realizadas
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en diversos sectores sociales que las personas interrogadas por acontecimientos
históricos respondiesen con referencias sólo hechos de su vida personal (Murillo,
2005). La historia aparece así en relatos diversos borrada de la memoria subjetiva y
el sujeto afincado en pequeños espacios de sociabilidad o retraído sobre sí mismo.
En esta perspectiva no es posible pensar que las transformaciones tecnológicas
hayan tenido un mero objetivo “económico”, ellas apuntaron también a una nueva
forma de gobierno de la fuerza de trabajo a nivel mundial. Si la fábrica y los cuerpos
colectivos podían generar alguna resistencia o discusiones salariales basadas en las
organizaciones gremiales y en la necesidad de mano de obra calificada o
semicalificada, la desocupación y la precarización laboral serían formas que
implementadas de diverso modo en el planeta tenderían a someter a los probables
rebeldes. Frente a la situación de desempleo y precariedad Richard Sennnett
plantea, citando a Levinas y a Paul Ricoeur, la necesidad de que los sujetos eludan
sensaciones de ira contra la empresa y que se articulen con otros en grupos
centrados en la construcción de “confianza”, “responsabilidad mutua” y
“compromiso con los otros” tratando de construir nuevas formas de comunitarismo,
en las cuales debe primar el “realismo”, la “honestidad”, el “reconocimiento de los
propios defectos” y de “la situación tal cual es” para afrontarla en grupo. El grupo es
un conjunto que ya no es el colectivo de todos que se realiza en la historia, sino la
comunidad pequeña afectada por los mismos problemas (Sennett, 2000: 150 y ss.).
Se trata de asumir lo dado como inmodificable, posición en la cual el remedio es la
conformación del pequeño grupo, la constitución de “capital social” que ayude a
sostenerse mutuamente.
En esta clave de abolición de la historia para el sujeto es que puede entenderse
la afirmación de Jameson, quien sostiene que los sujetos posmodernos habitan lo
sincrónico más que lo diacrónico y que en la vida cotidiana los vectores espaciales
dominan sobre los temporales.
En esa misma clave toma sentido una interesante observación de Jameson
quien señala que en el arte, la historia es reemplazada por una “pseudohistoria”, o
mejor la antigüedad por una profundidad pseudohistórica en la que la “verdadera
historia es desplazada”. Ello se atisba en el valor que cobran las diversas formas de
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lo “retro”. Una especie de visión nostálgica del pasado, de los años 30 o los 50
aparece en el cine con puestas en escenas que remedan esos tiempos. El color sepia
sirve en algunos casos para generar la ilusión de senectud. En diversas áreas,
inclusive en la arquitectura, un simulacro del art-decó sirve para construir ese
imaginario mundo. Lo importante es que ese pasado es presentado como sin
agujeros ni enfrentamientos, como un lugar mítico en el que no hay espacio para las
luchas; o que si las hubo, los bandos eran claros y cada uno sabía a cuál
pertenecer, por otra parte ellas fueron hechas en nombre del bien y aquéllos que se
enfrentaron al orden son sutilmente presentados como perdedores, aun cuando no
les faltase razón para su tarea. En aquel otro tiempo mítico se instala una especie de
eternidad perfecta que el sujeto deshilachado desea restaurar imaginariamente,
frente a la fría realidad que lo circunda. En Argentina la película Luna de Avellaneda
fue un ejemplo de aquel tipo, que finalizaba en una especie de subliminal discurso
en el que se instaba al espectador a defenderse en el mundo actual utilizando la
venganza personal contra el otro. Así el sujeto deshilachado y con dificultad para
gestar proyectos, vive una fugaz fantasía de volver a un mítico pasado en el que el
mundo era completo y la felicidad posible, al tiempo que ve en el presente un mundo
de enfrentamientos inevitables y de salidas a través de la venganza personal. Mundo
del cual desea evadirse de cualquier modo. Nada queda de aquél vigoroso realismo
con el que Pontecorvo reconstruyó la lucha de los argelinos en La batalla de Argel o
aquella apesadumbrada forma en la que Bergman recorría los ríos de angustia del
alma a la vez que sutilmente aludía a las opresiones de clase en Gritos y Susurros.
Una profunda superficialidad lo recorre todo, superficialidad que no puede ni quiere
hacerse cargo de las luchas del pasado ni animarse a construir proyectos colectivos
hacia el futuro. Palabras como “clase” y “obrero-patrón”, son desterradas del
diccionario del arte y la investigación social.
En ese contexto y bajo la luz unificadora de los canales de cable, viejas series
norteamericanas en las siempre ganan los buenos y la brujas son bellas y buenas
genios, amorosas amas de casa que viven felices junto a sus amantes esposos en
bellas casas con jardines, son la vía de escape de una realidad atravesada por la

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fealdad y el miedo. Pero entonces una vez más la historia o el sentido histórico se
derrumban.

La pérdida del sentido histórico en las ciencias sociales y la filosofía

Mucho más sugerente es la pérdida del sentido histórico en el ámbito de la


filosofía. Allí autores como Giorgio Agamben (2006), desmienten la hipótesis de
Michel Foucault acerca de que el nacimiento de la biopolítica está ligado al problema
de las epidemias físicas y morales que el Estado moderno en plena revolución
industrial intentaba curar. La biopolítica no es en la mirada de Agamben una
tecnología vinculada específicamente al desbloqueo epistemológico de las ciencias en
el siglo XIX en plena explosión de la cuestión social. Dando un vuelco notable hacia
el giro lingüístico, Agamben omite el análisis de lo extradiscursivo a la vez que
sostiene que el hecho de la vida haya entrado en el campo de la política
conviertiéndose en objeto de los cálculos y de las previsiones del poder estatal, es
“en sí antiquísima” (Agamben, 2006:18). En tanto Foucault describía a través de
rigurosa documentación, el modo en que el poder en cada situación histórica
determinada opera sobre los cuerpos, Agamben nos ubica en el espacio de Occidente
y nos conduce hasta los antiguos griegos sosteniendo que el estado de excepción que
apresa la vida, es el núcleo de la política occidental. Donde “occidente” es un
significante que recorre vastas y diversas geografías y momentos que abarcan al
menos tres mil años. La historia efectiva con sus diferencias y mutaciones pierde
sentido y se integra al campo de la metafísica: “La política se presenta entonces
como la estructura propiamente fundamental de la metafísica occidental, ya que
ocupa el umbral en que se cumple la articulación entre el viviente y el logos. La
politización de la nuda vida es la tarea metafísica por excelencia en la cual se
decide acerca de la humanidad del ser vivo del hombre” (Agamben, 2006: 18-19). En
todo caso la tesis de Foucault debería corregirse y, sostiene el autor italiano, notar
que la única transformación ocurrida durante el capitalismo industrial, o “la
modernidad” en su lenguaje, habría consistido en una más profunda integración
entre los procesos de la vida y la capacidad jurídica de actuar sobre ellos. De esta
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manera la servidumbre humana es una nota de occidente que en algún punto
iguala los campos de exterminio del siglo XIX con la esclavitud en Grecia,
perspectiva que deshistoriza la mirada y con ello impide comprender las variadas
formas de ejercicio del poder y de subjetivación, así como de construcción de
resistencias. En esta clave la potencia implícita en algunos conceptos de Foucault se
desmantela y la metafísica gana la partida frente a la historia efectiva.
Sumamente sugerente es el surgimiento en el campo de la historiografía de
una corriente que se despliega a finales de siglo XX. Se trata de la microhistoria que
tiene como exponente fundamental al italiano Carlo Guinzburg con su concida obra
El queso y los gusanos. Se trata de una nueva metodología adoptada en campo de la
historia social que propone desligarse del estudio de clases sociales y centrarse en
los individuos. El estudio, a través de rigurosa documentación, de una biografía
personal permitiría comprender el horizonte de significados en el que el individuo se
desenvuelve. Desde esta perspectiva el trabajo del historiador, acude, tal como lo
habían sostenido desde los años ’20 los protagonistas de la escuela de Annales, al
trabajo interdisciplinario, así la antropología, la sociología y la historia local son
instrumentos centrales. Además de Guinzburg la mayor influencia en la
construcción de microhistoria proviene de otros autores también ligados a
Quaderno Storici tales como Giovanni Levi y Cralo María Cipolla. Fuera de Italia los
trabajos de Clifford Geertz, Georges Duby, Emmanuel Le Roy ladurie y Robert
Darnton son algunos de los nombres que hoy descuellan en las universidades en el
campo de la historia. Los trabajos de los historiadores parten o bien de la historia
de un molinero del Friuli condenado por la Inquisición o bien de la de un exorcista
piamontés del siglo XVIII o de una matanza de gatos. La frescura de los textos, la
buena retórica son un atractivo enorme para el lector. En algunos casos la historia
llega a conjugarse con la ficción y al revés algunas novelas emergen de algunos
estudios de la microhistoria. La microhistoria se revuelve contra las corrientes
históricas que han centrado sus análisis en una concepción macrohistórica, frente a
ella la microhistoria toma como núcleo la pequeña escala y los personajes anónimos
o hechos que tradicionalmente no eran tenidos en cuenta, por su carácter
aparentemente accidental o menor. La microhistoria se centra en los pequeños
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procesos, que articulados pueden estabilizar o revolucionar el orden social. Pero no
son las estructuras sociales el blanco de estos estudios, atractivos al lector no sólo
por la belleza de la pluma sino por la cercanía humana de los personajes. El lector
anónimo siente en ellos su propia presencia en el proceso de la historia, la vida
cotidiana y lo accidental o aparentemente anecdótico cobra un relieve inusitado y
posibilita a los sujetos inmersos en un mundo de inmediatez sumergirse en el
análisis de hechos históricos que siente cercanos, más allá de su lejanía en el
tiempo, porque sus protagonistas son alguien como él: seres anónimos y comunes.
La visión de las grandes estrategias a veces se pierde en la lectura.
Pero también inspirada en la microhistoria y en la nostalgia retro del pasado
surge la novela histórica, que conecta de modo sutil el presente con momentos del
pasado. Lo esencial de esta novela es centrarse también en individuos y a partir de
ello construir un sentido de época, un horizonte mundo que se conecta con el
presente y que de modo subliminal otorga sentido a los hechos del presente.
Jameson señala en esta óptica la importancia que cobran los relatos que mentan la
derrota de la izquierda y la pérdida del valor de las luchas obreras. Dice el autor: “El
eje de mi argumento, sin embargo, no es una hipótesis sobre la coherencia temática
de esta narrativa descentrada, sino todo lo contrario: el tipo de lectura que impone
esta novela prácticamente nos impide alcanzar y tematizar esos «temas» oficiales que
gravitan sobre el texto sin que podamos integrarlos en nuestra lectura de las frases.
En este sentido, la novela no sólo se resiste a la interpretación, sino que además se
organiza sistemática y formalmente para impedir una interpretación social e
histórica de tipo más antiguo que presenta y retira sin cesar.”. La interpretación, por
otra parte, nos recuerda Jameson ha sido sistemáticamente rechazada por el
posestructuralismo, de modo que la lectura que la novela nos impone no permite un
análisis entre líneas. En realidad la lectura de tales textos se sostiene sobre
opiniones ya establecidas a nivel del sentido común acerca de hechos históricos.
Esto remite al problema que ya hemos mencionado y que retomaremos en la
última clase, se trata del lugar d ela verdad en la investigación histórica. Una
tendencia fuerte en el campo de las ciencias sociales y la historia tiende a pensar a
la historia como un relato, sostenidos en una afirmación de Lacan : “lo real está
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perdido” traspolan la frase (pensada para otro contexto de problemas) la historia
pasada se configura (y esta versión es fuerte en Paul Ricoeur en una ficción
construida desde el presente (1999). El pasado pierde substancia y con ello la
verdad se desmantela.
Así, el campo intelectual se edulcora en una sutil y compleja trama en la que
todo lo profundo desaparece, la muerte, la violencia de la explotación ya no asoman
en su horizonte, tampoco la búsqueda heroica de los fines. En su lugar el mundo
académico disfraza, tras un cierto marco de estudiar “las relaciones sociales” la
subsunción de su accionar a la pura lógica de la mercancía.

Lo siniestro, la euforia y el simulacro

La cultura posmoderna a través de la técnica de la buena pluma, el


refinamiento y la nostalgia, así como por medio de la necesidad del sujeto de
identificarse con personajes míticos produce un efecto que Jameson vincula a lo
siniestro tal como ha sido tematizado por Freud. “Lo siniestro” alude a algo familiar,
íntimo, pero que debía haber permanecido oculto; una extrañeza respecto de lo
cotidiano que muestra que hay algo en él que produce pavor. En lo siniestro lo
familiar y lo extraño, lo habitual y lo pavoroso se conjugan en algo de la vida
cotidiana. Eso extraño y pavoroso es algo que se desea conocer y a la vez olvidar. Lo
siniestro menta una situación que es conocida y habitual pero que a la vez se
muestra como pavorosa: desapariciones, torturas, despedazamientos. Éste parece
ser el tremendo sino de la cultura posmoderna y su relación con la historia: el
conocimiento- desconocimiento, la alusión-elusión de lo oscuro que la sostiene, de la
muerte y la violencia en la cual se asienta y que a toda costa el sujeto desea
desconocer. De ahí la impostura y el simulacro como notas de la cultura
posmoderna. De ahí la interpelación a la sonrisa eterna y al cuerpo perfecto. Tras
ellos brilla la irónica, la espantosa sonrisa de la muerte que mira al sujeto y cuyo
rostro éste no desea ver. Es en esa experiencia de lo siniestro que los sujetos son
lanzados a una relación imaginaria con los relatos, en los que en lugar de afrontar la
realidad, el espectador se pierde en un mundo de espejos en el que la imagen con la
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que se identifica promete una completad imaginaria que salva de esa amenaza de
muerte que habita en lo cotidiano a la vez que se disimula.
En este contexto cobra sentido la afirmación de Jameson, según la cual la
cultura posmoderna se nuclea sobre una estructura esquizofrénica. Basándose en
Lacan, quien lee al inconsciente como una estructura semejante a un lenguaje, la
esquizofrenia remite a una ruptura en la cadena de significantes que permiten que
de ella emerja un sentido compartido culturalmente. Concepto basado en la tesis de
Saussure de que el sentido no brota de la relación significante/significado/
denotado, sino de la articulación entre significantes en la cual el último de ellos en
una cadena otorga el sentido por resignificación. Así cuando digo “la rosa”, el
sentido sólo emergerá de la articulación de este significante con otros que lo siguen
en la cadena: “la Rosa está en el vestíbulo” o “la rosa es una flor” . Ahora bien,
cuando la posibilidad de establecer cadenas de significantes que tengan sentido
dentro de una cultura compartida se deshace, nos encontramos con la
esquizofrenia. Ella supone un agujero en lo simbólico, una imposibilidad de
constituirse en sujeto a través de la inclusión en el orden de la cultura y un
atrapamiento en un mundo de espejos imaginarios. La unificación temporal activa
es, como muy bien afirma Jamesosn, una función del lenguaje —o, mejor aún, de la
oración— en su articulación de significantes de manera sucesiva, lo cual va
constituyendo el tiempo en relación a las experiencias del sujeto. Cuando la cultura
posmoderna desestructura la oración y la articulación entre oraciones, la capacidad
de unificar el pasado, el presente y el futuro de la oración decae y con ella la
capacidad de articular el pasado, el presente y el futuro de nuestra experiencia
biográfica o vida psíquica. Así pues, con la ruptura de la cadena significante el
esquizofrénico queda reducido a una experiencia de puros significantes materiales o,
en otras palabras, a una serie de presentes puros y sin conexión en el tiempo.
Entonces se suspende la posibilidad de unir pasado, presente y futuro no sólo a nivel
individual, es decir en relación a la propia historia, sino en el nivel de lo colectivo.
Una profunda sensación de irrealidad y extrañeza azota a los sujetos que se
manifiesta en la ruptura del tejido narrativo, en frases inconexas y en una tenaz
presencia de la materialidad de los objetos como forma de afirmar la propia
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identidad. El espacio del cuerpo atravesado por tatuajes, cirugías, aros y otras
materialidades sostienen a un sujeto que se ha deshilachado casi por completo.
En la arquitectura y el diseño esto se manifiesta en un paisaje deshistorizado,
sin marcas, sin huellas, donde todo aparece blanco, nítido, ordenado, sin zonas
obscuras. Esto se metaforiza en el country (tanto el urbano como el “campestre”) o
en los departamentos dormitorio, cuidadosamente decorados, donde pulula una
extraña desrealización del mundo circundante en la vida cotidiana.
Se produce una “recaída en la inmediatez”, fenómeno que se constata en
entrevistas realizadas en Buenos Aires. Dos notas asociadas a esto son, por un lado
una intensa pérdida del sentido de realidad y por otro una alucinante euforia ligada
a acontecimientos deportivos, a las reuniones entre intelectuales a la moda, al
consumo de diversas susbstancias, a las fiestas en las que el alcohol ofrece la
promesa de una imaginaria completud, a la adquisición de viviendas en espacios
ahistóricos y a tantos otros acontecimientos que pueblan la vida en las urbes
posmodernas. Todo ello obtura la angustia y reemplaza las alocuciones sobre la
alienación propias de los años ’60 mostradas en el cine, la literatura, el arte y las
ciencias sociales. El concepto mismo de alienación pierde sentido en un mundo de
elementos inconexos en el que la interioridad ha cesado de existir. Y con ello el otro
como prójimo se desvanece y sólo queda una superficie usable en relación a los
propios medios. Lo que alguna vez se llamó “vida” se constituye en simulacro. La
falta de un sentido unitario de la propia existencia es lo que se esconde tras esa
cortina de humo que puede metaforizarse en el pogo, extraño ritual en el que los
jóvenes saltan sin cesar, hasta caer rendidos, especie de ritual orgiástico en el que la
falta de posibilidad de proyectos colectivo y de conexiones efectivas y contradictorias
con los prójimos, se sutura con una fusión imaginaria de los cuerpos en una rara
danza donde no parece haber diferencias. La euforia permite así exorcizar la angustia
que asoma en lo siniestro.

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La historia como pastiche

El pastiche en la cultura releva entonces a la historia. El pastiche es la


imitación de un estilo o una conjunción de estilos del pasado, pero es sólo una
máscara que no remeda ni renueva el pasado, sólo es una imagen o un conjunto de
imágenes que se colocan allí donde no es posible crear sosteniéndose en el pasado y
con vistas al futuro. El pastiche es una máscara muerta presente y visible en una
arquitectura y un diseño donde todo está acomodado en su lugar y se sostiene
como escenografía más que como un espacio donde transcurrir la vida y sus
avatares. El pastiche imita algo del pasado pero, al decir de Jameson “sin segundas
intenciones”, no es en ese sentido similar a la parodia o la sátira: no tiene impulso
crítico ni creador, sólo la manifestación lisa de cuerpo vacío y sin agujeros que debe
mostrarse en completud perfecta. El pastiche en arte, en ensayística, en ciencias
sociales y en arquitectura, se demora en la imitación o la vuelta del pasado, no para
proyectarse al futuro o criticar severamente el presente a partir de lo que fue, se
despliega en imágenes de una estética vacía y muerta en la que prima la imagen, el
espectáculo, la visibilidad en suma. La imagen se configura entonces como la forma
suprema de la mercancía, tal vez una de las mercancías de más alto precio. Pero es
menester no olvidar que la imagen es bidimensional, carece de profundidad en ese
sentido niega la finitud del cuerpo y se sostiene en la nada. El pastiche emerge
también en la ironía vacía, el hablar irónicamente sin decir nada reemplaza en el
campo de las ciencias sociales –vía un pseudo ensayismo– al análisis riguroso,
crítico y comprometido. Un intelectual posmoderno es alguien siempre sonriente y
aparentemente irónico, pero a poco que se analice su ironía se ve que es sólo una
máscara vacía, un pastiche con el que transita el mundo a la búsqueda de bienes.
Él, en tanto pura máscara se ha transformado en una mercancía que se vende al
mejor postor disfrazado de pensador crítico u otros títulos. El “simulacro” es la nota
clave en una sociedad en la que como afirma Jameson, “el valor de cambio se ha
generalizado hasta el punto de que desaparece el recuerdo del valor de uso, una
sociedad donde, como ha observado Guy Debord en una frase extraordinaria, ‘la
imagen se ha convertido en la forma final de la reificación de la mercancía’ ”. Esta
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lógica del simulacro asentado en el pastiche tiene efectos sobre la historia. Pues ella
es acorde a una sociedad despojada de toda historicidad y cuyo presunto pasado es
poco más que un conjunto de espectáculos que los canales “cultos” reviven a través
de imágenes polvorientas reiteradas hasta el cansancio y ornamentadas por
presuntos analistas del pasado que sólo lo reducen a lago muerto y de lo cual ha
brotado la muerte que es menester exorcisar (en Argentina en estos días se ve una
espectáculo televisivo que pretende ser histórico, se denomina “Secretos de familia”,
en él una pseudo historiadora presenta imágenes conocidas de un pasado que en la
trama televisiva aparece como lejano y muerto, pero además gestor de muertes. La
moraleja: alejémonos de aquél pasado pues es peligroso. El atractivo: se ingresa en
la serie a través de imágenes en blanco y negro o sepia y somos conducidos en él por
un miembro de la misma familia que nada explica de la compleja trama, pero que de
sutiles maneras y a través de la confesión de alguna intimidad biográfica nos insta a
alejarnos de las relaciones políticas, a evitar la crítica y el compromiso. El pastiche
cuya cara es el simulacro deshace el pasado o mejor lo remodela para instalarnos en
un presente duro pero que hay que se nos presenta como algo a asumir como
inevitable.

El primado del espacio sobre el tiempo

Así entonces, en tanto el sentido histórico se desmorona, el espacio cobra


nuevos significados. Particularmente el espacio se conforma en la posmodernidad
de modo tal que los sectores dominantes no lo encuentran ya como un obstáculo.
Las nuevas tecnologías, así como los medios de transporte permiten conformar la
ilusión, y también la realidad, de la eliminación de las fronteras espaciales o del
obstáculo de la distancia. Con ello también el tiempo cambia de dimensión. La
capacidad de movilidad en el espacio se constituye en una técnica estratificadora de
clases sociales. Por un lado los núcleos más concentrados del poder se desconectan
de obligaciones pues adquieren un carácter extraterritorial. El poder se torna libre
de explotar y se libera de las obligaciones de la explotación, pues se hace anónimo,
versátil y ominisciente. Frente al terrateniente antiguo, la imposibilidad de localizar
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a los dueños del poder y el reemplazo de voces humanas por máquinas genera una
volatilidad imposible de apresar. El predominio del capital dinerario elimina los
límites sólidos y los poderosos, así como quienes para ellos trabajan de modo directo
o indirecto, adquieren una profunda capacidad de desplazamiento. Se trata de los
hombres y mujeres globales, que transitan ciudades, universidades o empresas con
sus mochilas o sus lujosas valijas –según los casos- los diversos templos del saber-
poder, computadora y celular en mano.
Entre tanto las mayorías, son fijadas a lo local y para ellos el espacio tiene otra
dimensión que se sobrepone a lo temporal pero por razones diversas: lo complejo del
tránsito entre urbes hace que para ellos el viajar sólo al lugar de trabajo sea una
empresa cotidiana muy dura y costosa. En una entrevista un joven decía que un
amigo se había ido “afuera”, ¿qué era ese afuera?: simplemente un barrio distante,
pero de la misma gran ciudad. Su salario no alcanzaba para pagar el transporte
durante el fin de semana y el amigo estaba así instalado a una enorme distancia.
El afuera se constituye con nuevos ribetes para quienes ya no tienen nada por
esperar, el adentro es apenas el espacio del transcurrir cotidiano, monótono,
tedioso. Pero también el afuera para ellos es la obligada emigración, donde los
espera un espacio mucho más sórdido y hostil. El futuro… en esos hombres y
mujeres aparece como incierto e impensable. Son los “vagabundos”, seres marcados
por la inestabilidad, complemento inseparable de los felices “turistas” en términos
de Baumann (1999).

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Bibliografía básica:

Bauman, Zygmunt 1999(1998) La globalización. Consecuencias Humanas. (Sáo


Paulo: FCE). Cap. 1 “Tiempo y clase”.

Jameson, Fredric, 1991 (1984) Posmodernismo o La Lógica del Capitalismo


Tardío

Fukuyama, Francis (1989) “¿El fin de la historia?”

Bibliografía de ampliación:

Anderson, Perry 1996 Los fines de la historia (Barcelona: Anagrama)


Williamson, John 1990 “What Washington Means by Policy Reform” en
Williamson, John (comp.), Latin American Adjustment: How Much Has Happened?,
(Washington: IIE).

Banco Mundial, 1978 Informe sobre el desarrollo mundial 1978, Washington DC.

Guattari, Felix 1995 (1989) Cartografías del deseo (Buenos Aires: Editorial la
Marca).

Fitoussi, jean-Paul y Rosanvallon, Pierre, 1997 (1996) La nueva era de las


desigualdades (Avellaneda: manantial)
Quijano, Anibal 2004 “El laberinto de América Latina: ¿hay otras salidas?”, en
Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales (Caracas: Universidad Central
de Venezuela) Vol 10, N° 1, mayo.

Murillo, Susana 2005 Contratiempos. Espacios, subjetividades y proyectos en


Buenos Aires. Coordinadora.(Buenos Aires: Centro Cultural de la Cooperación
“Floreal Gorini” Ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos) .

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Sennett, Richard 2000 (1998) La corrosión del carácter. Las consecuencias
personales del trabajo en el nuevo capitalismo (Barcelona: Anagrama).

Bauman, Zygmunt 1999(1998) la globalización. Consecuencias humanas. (Sâo


paulo: FCE).

Ricoeur, Paul 1994 (1984) Educación y política. De la Historia personal a la


Comunión d eLibertades. (Buenos Aires: Editorial Docencia)

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