Está en la página 1de 5

PÁGINA 35

FABRICIO CAPELLI
VARIACIONES SOBRE LA LUZ MALA

–Son como esos faroles en medio de la noche –me dijo el comisario–, esos faroles
que cuelgan sobre el cruce de las calles y atraen a los insectos, como si la luz fuese un
imán. –Se detuvo para hacerle una seña al cantinero, levantando la mano y mostran-
do el vaso vacío–. Bailan alrededor de la luz, como partículas brillantes, sin poder
alejarse, hasta morir de cansancio. Como si bailaran alrededor de la luz de la muerte,
de la luz mala. –El comisario agarró la jarra de vino que acababa de dejarle el canti-
nero sobre la mesa y se sirvió–. ¿Has escuchado, Ramón, esa leyenda de la luz mala?
Allá en Buenos Aires no circulan ese tipo de historias. –Levantó la cara y me miró a
los ojos. Le dije que sí, que la conocía. Después enfocó la mirada hacia un punto invi-
sible, por encima de mi hombro–. Acá no alcanzás a dar dos pasos y ya alguien te
contó alguna historia de ésas. Y por eso a aquella mujer le decían la luz mala, pero no
porque tuviera algo que ver con la leyenda, no. Le decían así por malicia, pero con
algo de verdad. Porque los tenía a todos revoloteando alrededor, a todos los hombres
que se creían hombres, lo suficientemente hombres como para intentar sujetarla de las
riendas, no sé si me entendés. Pero ella terminaba cansándolos a todos, matándolos
de fatiga –dijo vaciando el vaso de un solo trago–. Me acuerdo especialmente de uno,
le decían el Zurda. Una historia triste si uno piensa cómo era el Zurda antes de cono-
cer a esa mujer, y cómo terminó. Porque era un tipo fuerte, con dotes para el fútbol,
un zurdo natural; jugar, para él, no implicaba ningún esfuerzo, era la estrella del equi-
po –yo moví la cabeza asintiendo y el comisario me miró–, pero no una estrella como
las de los equipos de allá de Buenos Aires, una estrella de acá, de pueblo chico, de
pueblo en medio de la nada. –Volvió la mirada a ese punto invisible encima de mi
PÁGINA 36

hombro–. Jugaba en el Deportivo Club, lo de siempre: en las tribunas, en cada entre-


namiento, había un grupito de admiradoras que iban a verlo, serían dos o tres, no
más, amigas entre ellas, pero rivales al mismo tiempo, y él se entrenaba, se sacaba la
camiseta, tomaba agua y se mojaba el pelo siempre atento a ellas. –Me miró de nue-
vo–. Estos detalles me los imagino, Ramón, como para hacerte más entretenida la
historia, pero no son falsos, los imagino a partir de lo que me contaron o de lo que
escuché por ahí. –Sospeché entonces que no era la primera vez que el comisario con-
taba esta historia. Y me pregunté por qué me estaba contando todo esto–. El Zurda
sabía que con ellas se disputaba otro partido, quizás más atractivo y peligroso que los
que jugaba todos los domingos en este pueblo perdido, cuando gritaba un gol contra
otro equipo de otro pueblo perdido. Pero con ellas, ¿cómo decirte, Ramón? –Se detu-
vo, pensativo, como rumiando una metáfora. Volvió a llenar el vaso y tomó un trago
de vino. Después miró por la ventana, por donde entraba el resplandor de la siesta–.
Por ahí, la idea del Zurda era hacer un partido con cada una de ellas y, por supuesto,
no dejar de hacer al menos un gol. –Lanzó una risa desganada. Y me miró, como bus-
cando complicidad con la ocurrencia. Confirmé que estaba repitiendo una historia,
contada ya varias veces, probando quizá sutiles variaciones, pequeños golpes de efec-
to–. Pero en ésas estaba el Zurda cuando apareció esta mujer. No me acuerdo el nom-
bre. Unos dicen que se llamaba Marilín, otros dicen que se llamaba Lupita. Sin dudas,
ella se encargó de sacar a las otras pendejas rápidamente del juego. Cuando le puso los
ojos al Zurda, ella ya tenía más de cuarenta. Dicen que tenía un hijo de padre desco-
nocido. Las otras no le decían la luz mala, le decían la vieja. Imaginate, Ramón, eran
todas pendejas de diecisiete, dieciocho años. La misma edad del Zurda. Y la vieja se
encargó de calentarlo al pendejo, que tampoco se tiró para atrás, todo lo contrario,
capaz que era una forma de probarse a él mismo, de jugar el partido que nunca había
jugado. Yo me imagino que los tipos que habían andado antes con esa mujer, y que
sabían lo que era, lo miraron con lástima. Y mirá, Ramón, eso que dicen, que las mu-
jeres entre ellas son unas víboras, yo te digo: cuando hay una mina de por medio,
entre los hombres somos peores. Grabátelo, Ramón. Porque ellos sabían, y los hijos de
puta no le avisaron, no le dijeron nada. El pendejo empezó a bajar el rendimiento, y
de promesa para irse a jugar a algún club de Buenos Aires pasó a ocupar el banco de
suplentes del equipo más inferior de las inferiores. Dicen que el entrenador lo ponía
en los últimos minutos de cada partido, para ver si ocurría un milagro, si esa antigua
habilidad y fuerza aparecían de pronto. Pero verlo jugar daba vergüenza ajena, las
piernas cansadas, esa zurda que ahora era una pena –el comisario suspiró–. Hasta que
el cuerpo no le dio más. Terminó trabajando de sereno en una ferretería, pero sin
poder alejarse de esa mujer, como fanatizado, cada vez más flaco y más hambriento de
PÁGINA 37

ella, revoloteándole alrededor. Hasta que un día, supongo que en un destello de luci-
dez, dándose cuenta de que no iba aguantar mucho más, le dijo que si no podía tener-
la, entonces nadie la iba a tener. Había algo peligroso en esas palabras. Capaz que a la
mujer le dio miedo, verle los ojos al Zurda, afiebrados. Pero ella empezó a reírse, y
después le dijo: “¿Tener? ¿Tener qué cosa?”. Esto me lo contó el pendejo, medio lloris-
queando, una noche que lo acompañé a hacer la guardia en la ferretería. Después la
mina la remató diciéndole: “Pendejo boludo”. Después no la vio más. –El comisario se
acomodó en la silla. Recién ahí se dio cuenta de que yo no estaba tomando nada–. ¿No
tomás nada? Pedite una gaseosa, agua, lo que sea, no me gusta tomar solo. –Mientras
yo le hacía señas al cantinero, el comisario se levantó y fue hasta el baño–. Lo raro de
todo esto, Ramón –dijo cuando volvió–, es que esta historia que no tiene nada de es-
pecial, que se ha contado mil veces y que seguro se seguirá contando, de pronto apa-
rece en una versión un poco más… –pareció quedarse pensando, un instante–, más
singular, te diría. Una variación de la trama, pero manteniendo ciertos elementos.
–Me llamó la atención que el comisario usara ese vocabulario tan específico, y enton-
ces recordé la cantidad de libros que le había visto apilados en su escritorio, en la co-
misaría. Los policías de la comisaría me habían dicho que todas las mañanas llegaba
y se encerraba en su despacho hasta el mediodía para leer. Estaba prohibido que al-
guien lo molestara–. Por ejemplo, algunos años más tarde, escuché la historia de un
puestero de Malargüe, ducho en la doma de caballos, vivía solo en medio de la cordi-
llera. Bajó un día al pueblo, directo a la comisaría, a denunciar a una mujer. Cuando
le pidieron detalles, dijo que la mujer no lo dejaba tranquilo. “¿Tranquilo con qué?”, le
preguntaron. “No me deja tranquilo en la cama”, dicen que respondió. Lo despacha-
ron entre risas y alguno más ocurrente le dijo que usara sus habilidades para domarla.
Meses después, cuando volvió a la comisaría, cuentan que lo vieron muy desmejora-
do. Era puro cuero y trapo. –Lo miré sin entender–. Claro, la ropa le quedaba grande,
de todo lo que había adelgazado. Ahí fue que el puestero contó la historia completa:
dijo que iba caminando de noche por el campo, entre medio de las jarillas y los huesos
secos de los animales, cuando se le apareció una luz. Contó que, de golpe, la luz ya
tenía alrededor un montón de insectos, que oscilaba a medio metro del suelo y los
insectos también, todos arremolinados como en un punto fijo, aleteando, sin avanzar.
Ahí fue que entonces le pareció ver que la luz se estiraba formando la silueta de una
mujer. Dijo que salió corriendo, rezándole a todos los santos que conocía –se calló
mientras el cantinero dejaba la botellita de gaseosa–. Esa noche, la misma mujer se le
apareció en sueños, desnuda. Cuentan que dijo que lo sometió toda esa noche y las
que siguieron. Se levantaba agotado y sentía que se debilitaba día a día. Esa vez contó
en la comisaría que la mujer le había dicho que ella era la luz mala. Los policías se
PÁGINA 38

miraron entre ellos y uno, a espaldas del puestero, hizo un gesto como quien empina
una botella de vino. De nuevo lo despacharon, diciéndole que es más difícil domar a
una yegua que a un caballo, pero que siguiera intentando. Lo encontraron muerto
unas semanas después. Alguien había ido al puesto a buscar un caballo y sintió el olor.
Dicen que estaba con los ojos abiertos, tirado en la cama, desnudo, sobre una sábana
llena de manchas de semen seco. –El comisario agarró el vaso de vino, lo chocó contra
mi botellita de gaseosa, como brindando, y se lo vació de un trago–. ¿Te das cuenta,
Ramón? Las dos historias tienen varios puntos en común, pero la segunda es medio
fantástica, como si la serie se fuera enrareciendo. –Se quedó un rato más, callado,
mirando a través de la ventana. De los pocos que estábamos en la cantina, unos seis o
siete, nadie hablaba. El sol de la siesta entraba ahora por la puerta abierta. De pronto
respiró profundo y dijo que era un error pensar que la mujer a la que le dicen la luz
mala era una sola–. Hay muchas y por eso las historias se multiplican. Existen varia-
ciones: aunque la historia parece ser distinta, si uno busca y analiza, el patrón es el
mismo, con variantes más rebuscadas o insólitas. –Miró de nuevo por la ventana,
perdiendo la vista quizá en una nube, un árbol, el cartel de un negocio–. Yo fui testigo
de una de esas variaciones. –Volvió a servirse más vino de la jarra, lo que quedaba ya,
y lo bebió de un trago–. Una noche habíamos preparado un allanamiento por los re-
covecos clandestinos de la isla del río Diamante, donde hay una villa miseria de casu-
chas siempre a punto de venirse abajo, una al lado de otra, sin ningún orden, como al
descuido. Llegamos a una casita que destacaba del resto, hecha de ladrillo, no de cha-
pa como las otras. Nos habían pasado el dato: se hacían reuniones clandestinas, pero
nadie sabía precisar de qué clase. Unos decían que se jugaba al truco con apuestas,
otros, que eran conspiradores políticos. De un golpe echamos abajo la puerta. Lo pri-
mero que vi, en un rincón, fue a un grupo de viejos, de espaldas, con los pantalones
por los tobillos. En medio de la penumbra de lo que parecía ser la pieza principal,
distinguí una cama donde estaba otro grupo de viejos, medio echados de espaldas,
también con los pantalones abajo. Todos estaban masturbándose. Y todos miraban las
imágenes proyectadas sobre una sábana blanca tendida a modo de pantalla contra la
pared del fondo. Vi que sobre el haz de luz que salía del proyector y atravesaba la pieza
revoloteaba una nube de insectos. –El comisario hizo una pausa y se rascó la nuca–.
Las imágenes eran de unas adolescentes bañándose en el río. Desnudas, se acariciaban
entre ellas, se reían, se tiraban agua. –De pronto se calló, como si en su cabeza buscara
las palabras justas para continuar el relato–. Me quedé mirándolas yo también, como
imantado –volvió a callarse, y enseguida–: se trataba de una filmación casera, de mala
calidad, pero aun así pude ver que una de las chicas tenía una sombra que le cruzaba
la cara, como si fuera una mancha de nacimiento. –El comisario se inclinó de nuevo
sobre la mesa, acercándome ahora su cara–. En un momento ella se despegó de las
otras y sus ojos enfrentaron la cámara y se quedó quieta, como si estuviera observán-
dolo todo desde allá, viendo la forma en que sacaban a los viejos del lugar. Después
desvió la mirada hacia un costado, donde yo estaba. Pude notar que la mancha tenía
una forma familiar, pero al mismo tiempo irreconocible. Nuestras miradas se cruza-
ron. Estiró la mano y la dejó quieta, como esperando. Y ahí intuí, Ramón, algo que
todavía no sé qué es, que no puedo explicar, como si de repente yo empezara a formar
parte de la proyección, como si hubiera un espacio para mí como protagonista. Me di
PÁGINA 39

cuenta de que se trataba sólo de estirar mi mano y tomar la de ella, como si con ese
simple movimiento fuera posible entrar en la pantalla. Creo entonces que alcé la mano
o sólo tuve el impulso de hacerlo, porque justo ahí le vi ese brillo en los ojos: un brillo
maligno, un reflejo oscuro. Una luz mala. Fueron sólo unos segundos. De pronto la
pantalla se puso negra y tardé un rato en darme cuenta, ahí parado sin poder apartar
la vista, que alguien había apagado el proyector. –Se echó atrás en la silla y de nuevo
miró por la ventana. De nuevo se quedó un largo rato en silencio–. Sabés, Ramón
–dijo por fin–, la imagen de la mancha en la cara de esa chica, estas historias repeti-
das o siempre diferentes acechan mi memoria, la rodean, revoloteándome, una y otra
vez. Me han perseguido por años. Puedo estar haciendo cualquier cosa y de repente
aparecen, una tras otra, como si me obligaran a estar atento. Yo creo que, con la última
historia, estuve cerca de algo, no sé de qué. Pero entonces me agarra la duda y me
pregunto qué número tendrá la serie total de variaciones para que ese algo revele su
significado. Qué punto de extrañeza o de deformación debe alcanzar la serie para
cerrarse. –De pronto soltó una risita, como nervioso. Después me miró y dijo–: Capaz
que todo converge en un relato simple, no más de dos palabras, que terminen dándole
sentido a todo. –Entonces le hizo una seña al cantinero, pidiéndole la cuenta.

También podría gustarte