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EL MAL NO ES TODO (LITERALMENTE) 1

Se debería mostrar algo más de respeto por la Nada,


considerando cuántas cosas peores hay en el mundo

Laurence Sterne, Tristram Shandy

1.

En uno de los films de la estupenda Tetralogía del Poder de Alexander Sokhurov2,


Stalin visita a un Lenin ya casi agonizante en su dacha, y le entrega un bastón con el
puño exquisitamente labrado, que le envía de regalo el Comité Central.
Compungido (cínicamente, hay que entender: al ascendente Stalin no se le puede
escapar la simbología de regalarle un bastón al declinante Lenin), le informa que se
había pensado inscribir en él una dedicatoria: al más grande hombre de la URSS,
padre del socialismo, héroe titánico de la revolución, cosas por el (deplorable)
estilo. El problema es que una decisión tan importante (¿?) requiere el voto
unánime de todos los miembros del Comité, y ha habido un voto en contra. Lenin
lo interrumpe sin vacilar: “Ya me imagino: Trotsky”.
En uno de los tomos de sus memorias, La Fuerza de las Cosas3, Simone de Beauvoir
relata el súbito pasaje de la exaltación al espanto estremecido, por parte de los
soldados norteamericanos que liberan los primeros campos de concentración.
Transidos de generosidad y conmiseración, orgullosos del papel que la historia les
ha otorgado, reparten entre los hambrientos sobrevivientes carne enlatada,
chocolates, sardinas en conserva, huevos en polvo, leche. Los prisioneros –que
vienen de años de probar apenas pan duro y un agua sucia que pasa por caldo-
empiezan a morir como moscas: no se puede súbitamente alterar ese “régimen” sin
consecuencias feroces para la ecología interna de esos menos-que-cuerpos.
1
Publicado en Conjetural No. 57, septiembre 2012
2
Los cuatro “personajes” sobre los que pivotea la tetralogía son Lenin, Hitler, Hirohito y… Fausto: como
para dejar claro que el mal es siempre el efecto de un diabólico pacto (con el Poder, la Historia, etcétera).
Que buena parte de la filosofía política dominante en la modernidad sea contractualista no es aquí un
sarcasmo menor, sobre todo cuando todos sus creadores (Hobbes, Locke, Rousseau y así) empiezan por
admitir que la del contrato es una mera ficción (como los personajes de Fausto y Mefistófeles, digamos)
3
Buenos Aires, Sudamericana, 1968. Con toda (mala) intención hemos elegido un ejemplo que no proviene
de los relatos cuyo tema son los campos (Primo Levi, Semprún, Améry): es decir, donde uno espera este tipo
de “detalles”, que entonces, en tanto efectos , se integran sin fisuras a la totalidad del Horror previo. De
Beauvoir no está hablando de “el mal”: esos breves renglones son como una mancha cayendo “de la nada” en
la narración, un repentino “asalto de lo real”.
“El demonio está en los detalles”, se dice. Con lo cual no se quiere decir –
suponemos- que es un obsesivo “detallista”. Sino que lo que se llama “el mal” se
revela de pronto (¿se des-oculta?) con más pregnancia en las singularidades
“nimias” de sus efectos “colaterales” que en la espectacularidad abstracta, casi
siempre previsible, de las grandes fuerzas demoníacas. La diferencia (trivial en sí
misma) entre que el bastón de Lenin tenga o no tenga inscripción es el índice –
incluso en un sentido “peirciano”, por así decir- del conflicto trágico que ya
atraviesa a la revolución rusa. Los soldados norteamericanos –que hacen mal
queriendo hacer el bien (lo cual está lejos de ser una novedad)- actúan
impensadamente, en virtud de ese “detalle”, los designios malvados del enemigo
vencido: una suerte de retorno de lo reprimido, quizá, y alguien podría pensar que
también una involuntaria anticipación (ese ejército se hará responsable, en la
historia subsiguiente, de no pocos genocidios).
En fin, ya sabemos: lo de la banalidad del mal es una observación bien aguda de
Hannah Arendt. Sólo que el artículo tan definido –el mal- está todavía atrapado en
un voluntarismo universalizante, “ontológico”, y por esa vía abstracto. Solo el
ideologema del Bien –que pertenece al registro imaginario- puede aspirar a una
universalidad siempre fallida, a una completud siempre en falta pero no obstante
concebible. El mal –registro de lo real- no. Sea cual sea, se trata de un mal: de cada
uno cada vez; la suma de todos los males (el Mal, y vuelta al registro imaginario)
no podría producir ninguna Totalidad maléfica: para ello se requeriría alguna clase
de mediación dialéctica, cuando el mal sólo se manifiesta en su inmediatez
particular; en todo caso, como en el universal-singular de Kierkegäard, en cada
acción específica del mal están ya todas sus posibilidades, sin que por ello la
acción exprese nunca el Todo. Como las “estructuras” del Inconsciente –o las de la
Ideología en Althusser- el mal no está en ninguna otra parte que en sus efectos. Es
por eso que el mal no puede ser elevado a una Ética –Sade no es eso, como lo ha
mostrado Lacan mucho después de Adorno / Horkheimer 4-: a lo sumo, pero nada
menos, puede ser una práctica.
Una regocijante alegoría irónica sobre aquella pretensión es la conversación entre
Adrian Leverkühn y el Demonio en Doktor Faustus de Thomas Mann: Leverkühn
duda en dejarse “seducir”, por motivos éticos (los del Bien divino, claro), ante lo
cual el Demonio, muerto de risa, le explica que Dios es un invento suyo, porque
necesitaba un oponente5. ¿Por razones “dialécticas”, nuevamente? No: no hay
4
“Kant con Sade” es de 1963, el “Excursus sobre Juliette” de 1947. Va de suyo que no se trata de establecer
precedentes ni “angustias de las influencias” (no hay pruebas de que Lacan haya leído la Dialéctica de la
Ilustración), sino de consignar diferencias de las denominadas “contextuales”: cuando escriben eso, Adorno y
Horkheimer son intelectuales judíos alemanes a la salida del nazismo –salida que por supuesto celebran, pero
a la que no ven como una salida del “mal”, como los ingenuos soldados norteamericanos-.
5
Mann, Thomas: Doktor Faustus , Buenos Aires, Sudamericana, 1950
Aufhebung posible, el bien y el mal no son polos de una contradicción; pertenecen
a universos diferentes, inconmensurables –el de lo imaginario y lo real, hemos
dicho, para ir rápido-, cuyas siempre demostrables intersecciones no implican
homologación alguna. El mal, en esa (otra) escena de Mann, se ha fabricado un
Otro “especular” para fingir una posible inteligibilidad de lo que de otro modo
sería una imposibilidad simbólica6.

2.

El Mal –con mayúscula- está del lado de la Nada, el Bien –idem- del lado del Ser.
Semejante fórmula adquiere todo su estatuto teológico en la Edad Media –que
pone al Demonio en el reino indeterminado del no-Ser 7-, pero es muy anterior al
cristianismo8. Las mayúsculas tanto como los artículos determinados (el / la)
producen la equivalencia –es decir la intercambiabilidad - lógica y retórica de esas
parejas: Bien / Mal:: Ser / Nada. De nuevo: totalidades abstractas en relación
especular. Pero hemos propuesto que no hay para esas dimensiones un registro
común compartido –lo cual no supone tampoco una recaída en el maniqueísmo-: la
“especularidad”, justamente, debería prevenirnos. ¿En qué sentido? El espejo no es
tan solo una inversión de la imagen: es una inversión productora de un imaginario.
O, si se quiere, de una ficción; que ella dé su estructura a alguna verdad, es lo que
está por verse.
Ficciones, pues. La relación entre la literatura y el mal ha sido por supuesto
tematizada –incluso desde un título explícito y famoso- por Georges Bataille. Los
autores implicados son más o menos (aunque no siempre) previsibles: Emily
Brontë, Baudelaire, Michelet, Blake, Sade, Proust, Kafka, Genet. No tenemos
tiempo aquí de analizar este opúsculo notable. Pero no podemos dejar escapar
algo: acabamos de mencionar a Genet, y venimos de la relación especular entre el
Ser y la Nada. ¿Hace falta decir con qué nos tropezamos? Es Sartre quien
probablemente haya destilado (es también una cuestión de estilo, como siempre con

6
Tiene razón –aunque por razones en parte equivocadas- Miguel Benasayag cuando señala que Occidente es
la única civilización que (no importando los “daños colaterales”) se ha propuesto erradicar el Mal –con
mayúsculas- en nombre del Bien (todas las otras culturas parecen tener un mayor grado de tolerancia para las
incrustaciones del mal en el reino divino del Bien). Pero, al no tomar en cuenta suficientemente el salto
lógico (de lo universal a lo singular) que hay entre ambos, se desliza de nuevo en el imaginario de una
posible “superación”. Pero es verdad que el maniqueísmo, al verse obligado a postular dos principios
originarios y paralelos (el Bien y el Mal) reconoce de facto la dificultad: la dualidad no es lo mismo que la
dialéctica, o siquiera que el binarismo á la Lévi-Strauss (Cfr. “Eliminación del Mal”, Página / 12 , 26 / 07 /
12)
7
Cfr. Burton Russell, Jeffrey: The Prince of Darkness. Radical Evil and the Power of Good in History ,
Ithaca, Cornell University Press, 1988
8
Givone, Sergio: Historia de la Nada , Bs As, Adriana Hidalgo, 2001
él), en su San Genet Comediante y Mártir, una de las reflexiones más ácidamente
hondas sobre el mal en la literatura. El propio Bataille percibe con astucia las
“motivaciones” de esa acidez: “Jamás (como en el San Genet, EG) Sartre se negó más
a esas exaltaciones discretas, que depara la fortuna, que atraviesan la vida y la
iluminan furtivamente: el deseo preconcebido de pintar el horror con complacencia
(…) Se trata, según me parece, de volver la espalda a lo posible, por parte de
Sartre, y abrirse a lo imposible sin placer alguno” 9 .
Estupendamente dicho. Pero todo lo anterior –de lo cual estas líneas fungen como
un cierto corolario- ha dejado en claro que Bataille lamenta , o mejor deplora , no sin
algún resentimiento socarrón, la elección “estilística” sartreana. Él hubiera tal vez
querido un Sartre más batailliano: más dispuesto a esas “exaltaciones discretas” que
operaran de coartada para “el deseo preconcebido de pintar el horror con
complacencia”; o sea: que el San Genet fuera –para abreviar- El Erotismo, texto
desbordante, cómo no, de “exaltaciones” expresivas del deseo de complacencia en
el horror, cualesquiera sean sus otros (muy apreciables) méritos. Pero es que
casualmente el deseo “preconcebido” –si preconcepción hay, o puede haber, para
el deseo- de Sartre, es el opuesto: él pretende mostrar que la búsqueda del Mal –
mayúscula- que emprende Genet es un necesario y constitutivo fracaso. No
simplemente, como es obvio, porque se pueda hacer el mal sin intención: Genet no
es un soldadito norteamericano; sino, justamente al revés, porque la absolutización
de las “malas acciones” intencionales –robar, matar, someter a otro a relaciones
homosexuales sadomasoquistas, lo que fuere- en un Mal genérico, eso conduce,
paradójica pero inevitablemente, a un contrasentido: el Mal querido y elevado a
máxima ética universal (ah, ¿Kant? ¿Sadekant?) es entonces… el Bien. Seamos
cargosos: sólo el uno-por-uno de cada uno de los “males” actuados puede ser
realmente “malvado”. La frontera entre esos dos campos (el Bien, los males) puede
desdibujarse únicamente en los bordes “pre-simbólicos” del imaginario especular:
una ilusión sin porvenir para la cual Sartre, en efecto, no guarda ninguna
complacencia. Imagina a Genet, por ejemplo, frente al mugriento espejo de su celda,
diciéndose: Heme ahí: soy el Mal. Sartre admira el gesto poético de Genet, faltaba
más, pero esta versión del Ecce Homo -que se hunde en una identificación con la
“santidad del Mal”- se le antoja asimismo ridícula, y aún patética: solo alguien
incapaz de reconocer su falta “ontológica” puede confundir el mal –minúscula-
con el orden del Ser , cuando en esa pasión identificatoria hay apenas –nada más,
nada menos- que un revoloteo espejeante (Sartre, sin asomo de kleinismo alguno,
lo llama “el Mal-Objeto” 10).

9
Bataille, Georges: La Literatura y el Mal , Madrid, Taurus, 1959, pág. 126
10
Sartre, Jean Paul: San Genet Comediante y Mártir , Bs As, Losada, 1967, pág. 104
Ahora bien: si el mal no es Ser, ¿es (la) Nada? ¿Hemos –ha Sartre- retrocedido a la
fórmula teológica? No necesariamente: aunque la sospecha pueda no carecer de
apoyo, ahí está el espejo (estamos cometiendo una metáfora apresurada, se
descuenta) para introducir la duda. Es la imagen del Mal (Sartre no vacila en
llamarla “narcisista”: no discutiremos esa nosografía) lo que fascina a Genet, y es
esa fascinación, ese “goce” de su mirar , lo que le impide ver que, cierto, a lo
“imposible” hay que abrirse “sin placer alguno” (como hace Sartre, para decepción
de Bataille): vale decir, admitiendo precisamente su imposibilidad antes de
zambullirse en el “sentimiento oceánico” del Mal  el Ser  el Todo. Y no estamos
hablando –vade retro- de “rasgos psicóticos” o similares: ¿a cuántas conciencias
perfectamente raciocinantes hemos visto caídas del barco, braceando en ese
océano, fascinadas por la mística de lo imposible (también se puede usar
“indecible”, “inarticulable”, y siguen las sinonimias) del Mal mayúsculo, radical,
sin por ello privarse de un grito escrito en cataratas de páginas sobre lagers, gulags
y otras serialidades asesinas elevadas a una Universalidad in-diferente?
Como sea: malgré Bataille, Sartre no le da la espalda a lo posible para abrazar
(aunque sea sin placer) lo imposible, sino para mostrar de este su inconsistencia. Se
pueden cometer los peores crímenes sin conseguir por eso “ser” el Criminal: una
suma de actos, aunque sean treinta mil o diez millones, no otorgan ninguna
esencia11; el que piensa habérsela constituido y cree reconocerse en ella –el que dice
“nosotros, los criminales agentes del Mal” 12 como quien dice “nosotros los
poetas”, lo que sea- ya es, por mucho poder que tenga, un esclavo. Sartre lo dice
con una expresión magnífica: “Ese nosotros es su yo, criatura que le chupa la sangre
(…) En lo que a mi respecta, me aparto de ellos si puedo: no me gustan las almas
habitadas”13. No obstante, es otra clase de posesión la que sufre Genet: el habitante
de su alma no es tanto su “yo” como esa imagen en el espejo, que superpone su
rostro al Mal absoluto, y a la que evidentemente no puede alcanzar: su “aventura
ontológica” –así la llama Sartre- es tan insensata como la de Aquiles corriendo muy
adelante de la tortuga, y por eso mismo impedido de alcanzarla14.

11
Es la posición de Sartre, y con matices, la nuestra. Pero admitimos que no se trata de una evidencia, sino de
un debate harto complejo. Sin salirnos del ámbito de la literatura, se puede ver la postura exactamente opuesta
en Brighton Rock , del católico Graham Greene, donde el personaje Pinky no es malvado porque asesina:
asesina porque es malvado. Genet no logra esa esencialidad a la que aspira.
12
Pero, ¿puede alguien imaginar a Hitler o a Videla diciendo eso? Es otra prueba de que no se pueden
cometer actos realmente malvados en nombre del Mal: para eso está el otro nombre, el Bien.
13
Sartre, op. cit., pág. 98
14
También aquí “Yo es Otro”. Sartre no se distrae de esa referencia: Genet asume como proyecto el destino
que los otros, o el Otro –la Ley, en última instancia- han diseñado para él; creyendo autorizarse por el Mal
absoluto, se limita a actuar un guión ajeno.
3.

Hay una cuestión enorme –aquí sólo podemos aludirla para no eludirla- que Sartre
apenas roza: el espejo produce un doble; la “identificación” de mi propio ser con el
Mal, dentro del azogue, es al precio del “sí-mismo-como-otro” (un título de
Ricoeur, pero el enunciado es del San Genet). Es otra de las dimensiones de su
“inalcanzabilidad”, e incluso de su inversión en lo contrario: si me empeño en ser la
imagen especular del Mal, el resultado aporético es que él me llega a mí desde el
Otro. La literatura rebosa de historias de esas: bastaría –al azar de los gustos- citar
el William Wilson de Poe, el Dorian Grey de Wilde o Los Duelistas de Conrad. Pero
el origen de la cuestión es –volvemos a asomarnos a esa ventana, aunque sin entrar
con convicción al recinto- teológico. Se nos dirá: es obvio, hablamos (ya lo hicimos,
al pasar) del Demonio, de lo “demoníaco”; hasta en el agnóstico Freud está la cosa:
no falta en su obra esa metáfora a propósito de la repetición, lo siniestro, la pulsión
de muerte, el masoquismo primario, el “padre terrible”, la neurosis de “posesión”,
y así. El problema (no recordamos que Freud lo aborde) es si la diferencia cristiana,
sea cual fuere en otros tópicos, no introduce una “novedad” de otro orden en esta
maraña (no la del judío Freud, sino toda ella).
Sabemos cuál es la pregunta –la duda desgarradora, para muchos- que plantea el
peor de los enigmas: ¿cómo pudo Dios, en su infinita perfección y bondad, no
digamos ya tolerar, sino crear el Mal, el Demonio? Las hipótesis de respuesta son
legión (valga el pobre chascarrillo): no podríamos siquiera enumerarlas ahora, aún
cuando tuviéramos la competencia para hacerlo. Podemos, sí, constatar, que en
todas las religiones conocidas –desde las llamadas “primitivas” hasta los tres
grandes monoteísmos- se contempla la existencia de alguna forma de “príncipe de
las tinieblas” jugando el imprescindible rol de portador del Mal. Al cristianismo
parece no haberle sido suficiente: su narrativa ha duplicado ese “actante” bajo la
figura del Anticristo. Aunque, “duplicado” no es la palabra más precisa; son en
verdad dos paradigmas distintos, si bien simétricamente inversos: el ángel caído y
el hombre “elevado” a categoría demoníaca. El primero es, claro, la encarnación
misma del Mal –pero, de nuevo estamos incurriendo en un error: un ángel no es
carne , aunque, quizá por ello mismo, se haya podido preguntar por su sexo; es, en
todo caso, una figura virtual, o un fantasma-; el segundo –ahora sí- actúa con su
cuerpo bien carnal los males del mundo, anticipando el reinado final, “ontológico”,
universal, del Príncipe: es el héroe del apocalipsis escatológico por excelencia 15. Y
no nos evitemos una facilidad: que se llame Anti-Cristo no es una sugerencia
menor, viniendo de los espejos y los dobles.

15
Cfr., para todo esto, McGinn, Bernard: Anti-Christ. Two Thousand Years of Human Fascination with Evil,
San Francisco, Harper, 1994.
En todo caso, el Anticristo –se nos permitirá esta pequeña audacia- es el que
origina un legado histórico persistente: la idea del mal –minúscula- como
“esencialmente” político (ya que, lo hemos visto, su dimensión plenamente “ética”
es un imposible, y la política es el límite particular a las aspiraciones universales
de la ética16). Dicho de otro modo: mediante el “reflejo” especular del Anticristo, la
teología (cristiana) da el “salto” a la política para resolver imaginariamente sus
propias encerronas17. Para empezar, él es humano: es hombre de la polis –más
apropiadamente: de la ekklesia -, y con la importante misión de corromperla desde
adentro. Por lo tanto, debe tener inmenso –si es que no pleno- poder : los cambios
de época han podido descubrirlo bajo la máscara de Nerón, de (lógicamente)
varios papas –para los protestantes-, de Lutero o Calvino –para los papistas-, de
Napoleón, de Hitler, y desde luego de toda clase de herejes, sectarios y brujas
cocinadas en hornos inquisitoriales –y nos abstenemos de ejemplos más locales-;
siempre, pues, en los pliegues heterodoxos, o “desviados”, de algún formato de
poder absoluto 18. Curioso origen teodiceico, dicho sea de paso, para la noción
típicamente “liberal” (laica y moderna, por lo tanto) de que el Mal por excelencia,
en política, es en efecto el poder absoluto; mientras que en buena parte de la
tradición “democrático-radical” (en Spinoza o en Rousseau), y no digamos ya en la
marxista (donde la “dictadura del proletariado” es la forma suprema de
democracia) la soberanía popular o es absoluta , o no es nada: su “absolutismo” es
el Bien. El Mal mayúsculo se hace aquí minúsculo: no depende de la naturaleza
absoluta del poder, sino de quién lo detente. El problema –que se plantea al menos
desde Kant y Hegel- es que la soberanía popular está fundada en la libertad, y la
libertad absoluta conduce a ese mal político definitivo, el Terror: nueva inversión en
lo contrario , ya que el Terror, nacido de la libertad, se vuelve contra ella: no hay
Bien que por mal no venga.

16
Lo cual no implica, va de suyo, que no pueda haber una ética de la política.
17
Se piense lo que se piense de la denominada “teología política”, no se trata de una tontería fácilmente
despachable: por derecha o por izquierda, ella da cuenta de un “malestar en la cultura” que ni la teología ni
las políticas, por sí mismas, se han mostrado capaces de resolver. No puede ser mero azar que –repitamos:
por derecha o por izquierda (de Benjamin a Schmitt, digamos)- todas sus versiones pivoteen sobre esa
culminación final del Thanatos que es el apocalipsis escatológico (cfr., por ejemplo: Taubes, Jakob:
Escatología Occidental, Bs As, Miño y Dávila, 2010; Peterson, Erik: El Monoteísmo como Problema
Político, Madrid, Trotta, 1999). En la zona “de izquierdas”, tal vez el mejor síntoma sea la obsesión, en las
últimas dos décadas, por la figura de San Pablo (Badiou, Agamben, Zizek, el propio Taubes, etcétera). En el
siglo XX, la “primera ola” de auge de lo teológico-político se da en el contexto del nazismo; la segunda, en el
del derrumbe del “comunismo”: la contingencia no anula la necesidad.
18
La idea se remonta por lo menos a La Ciudad de Dios agustiniana: todo pensamiento herético o cismático
que se aleje de la “verdadera Iglesia” entra en el cono de sospecha, ya que aspira, irónicamente, a apropiarse
del poder absoluto de aquella.
¿Contradicción irresoluble? Sin duda, al menos en los términos en que está así
planteada, puesto que el razonamiento persiste en totalizar la especularidad Bien /
Mal. Pero no hay tal cosa: si la libertad es un Bien absoluto, el mal al que ella puede
conducir, el Terror, no lo es, pues está fundado en un momento de libertad que
siempre puede retornar de otra manera para impedir el terrorismo del Terror 19, es
decir: su absolutización hasta el punto de que se vuelva incluso –y sobre todo-
contra quien ha empezado por ejercerlo; es el caso de Robespierre y Saint-Just, o de
los líderes soviéticos que acompañaron el Terror estalinista hasta el extremo de
encontrarse ellos mismos con él: es que, como lo dice estupendamente Blanchot, el
auténtico “terrorista” es aquel que ejerce su libertad absoluta de matar hasta el
punto de morir él mismo por ejercerla, como única manera de realizarla totalmente
20
. Quizá, en este sentido preciso, se pueda decir que el terrorismo suicida (o
“autosacrificial”) llamado fundamentalista sea el primer “auténtico” terrorismo de
la historia: el que se hace un mal a sí mismo en el camino de hacérselo a los otros;
lo cual no deja de efectuar una enorme paradoja: al pagar en el acto mismo, y por
propia voluntad, el precio del “ojo por ojo”, se imagina anular el mal y
transformarlo en Bien. Pero es “puro” imaginario: lo que en verdad ha hecho es
multiplicar las acciones singulares del mal. En otras palabras: al igual que Genet –
claro que en una dimensión y con un significado incomparables- no logra nunca
realizar el Mal absoluto, no consigue completarlo. De allí que tenga que inventarse
males particulares infinitos. Y no estamos usando ese término, “invención”, a la
ligera.

4.

Permítasenos volver un momento a Sartre, esta vez a El Diablo y Dios:


“Goetz: Arrasaré la ciudad / Catherine: Pero, ¿por qué? / Goetz: Porque hacerlo está
mal / Catherine: ¿Y por qué hacer el Mal? / Goetz: Porque el Bien ya está hecho /
Catherine: ¿Quién lo ha hecho? / Goetz: Dios padre. Yo, invento”21.

19
Puesto que no podría ser a la inversa –la libertad no podría fundarse en el Terror, como este en aquélla-, se
ve que no hay reversibilidad posible entre esos dos términos: como no la hay entre el Bien y el mal.
20
Cfr. Blanchot, Maurice: “La literatura y el derecho a la muerte”, en De Kafka a Kafka, Mexico, FCE, 1991.
21
Sartre, Jean Paul: Le Diable et le Bon Dieu , Paris, Gallimard, 1951. Hemos traducido directamente del
francés, pero hemos conservado el título con el que la obra se publicó en castellano, para hacer ver la
supresión sintomática del adjetivo “buen” para Dios; con lo cual, otra vez, se establece –por ausencia- una
equivalencia entre el Bien y el Mal. Además, aunque “buen Dios” sea para el creyente un sintagma
congelado, ¿no implica acaso que podría haber uno malo (el Demonio)? Pero también, ¿no sonaría
irrisoriamente redundante decir: el mal Demonio (la connotación aquí es que el Demonio es el Mal absoluto
por antonomasia)? De todas maneras, Goetz es el hombre que se apresta a destruir la Ciudad: no es el
Demonio, sino el Anticristo.
Primera constatación, el mal no es: está, se hace; se dirá que el Bien también, pero él
ya está hecho. No tiene vuelta atrás, es una presencia inconmovible en el mundo: en
todo caso, nos limitamos a reiterarlo. El mal, en cambio, es algo siempre por hacer.
Por otra parte, Sartre no descuida su tipografía: Catherine enuncia el Mal con
mayúscula –como lo hace Goetz con el Bien-, Goetz no 22 . Es que el mal, como la
literatura (es una intuición de Blanchot que Bataille pasa por alto), si bien no es la
Nada, se hace a partir de ella, tiene que inventarse negando la negación en que se
apoya: como dice en alguna parte Faulkner, pone en el mundo cada vez algo que
no estaba. Por supuesto, Faulkner lo dice a propósito de la escritura. Pero
Blanchot, Bataille y Sartre –de muy diferentes maneras- homologan (sin igualarlos)
el acto de escribir al de hacer el mal: ambos son una suerte de protesta contra la
Nada (famosa frase de El Sonido y la Furia: “Entre el dolor y la Nada, elijo el
dolor”23). Bien, ¿pero qué clase de “protesta”? David Cooper hace –a propósito del
Genet de Sartre- una observación muy sugestiva: “A diferencia de los filósofos
contemporáneos, como Camus, que creen haber descubierto el absurdo en el
mundo y del hombre en el mundo, Genet encuentra que el mundo está demasiado
henchido de significación”24. O sea: lejos de abismarse en la abstracción del
“absurdo” (o del Mal, como lo cree él mismo), Genet hace el mal –y escribe- para
retirarle al mundo un poco de su excesivo sentido: introduce en ese Imaginario,
diríamos, una pizca de real; “un desgarrón en el orden espeso de las cosas”,
hubiera dicho Foucault25.
Como sea, decir que el mal se hace (a favor o en contra de la Nada), mientras que el
Bien ya está hecho, constituye, como no verlo, una cierta blasfemia: para la
tradición teológica, por supuesto, el Mal también ya está hecho de una vez para
siempre: es el pecado original. Sin embargo, esto nos retrotrae a un dilema: el de la
libertad. La tuvimos para hacer el primer mal (comer la manzana, etcétera), no para
hacer el Bien: eso ya había sido previamente elegido para nosotros. “En el principio
fue la acción”, en efecto, y la acción fue un acto de rebelión a partir del cual otros
fueron posibles: una vez más, el Bien es del orden del ser, el mal del orden del hacer
. También por ello es que ha podido asociarse el mal a la política: el Bien es hexis
-la inercia casi mineral de lo ya existente-, el mal es praxis , o mejor, cuando es
22
Ignoramos –Jorge Palant podría tal vez explicárnoslo- como se podría hacer escuchar esta diferencia en la
puesta en escena. De cualquier manera, la minúscula es de Sartre : Goetz, si hablara por sí mismo, lo haría
con mayúsculas.
23
Tampoco es tan evidente. Cuando Jean Seberg, en Sin Aliento de Godard, le cita esa frase a Belmondo,
este se indigna y califica a Faulkner de pequeño burgués cobarde: “Yo hubiera elegido la Nada sin vacilar”.
24
Laing, Ronald y David Cooper: Razón y Violencia. Una Década de Pensamiento Sartreano , Bs As,
Paidós, 1973, pág. 72
25
Foucault, Michel: Las Palabras y las Cosas , Mexico, Siglo XXI, 1972
realmente “mala”, es una praxis siempre particular que queda enredada en su
ilusión de fundar la Totalidad (Lacoue-Labarthe interpreta en este sentido el gesto
“malvado” de Heidegger: él cree estar empujando la Historia hacia la Aletheia , el
“desocultamiento del Ser”, cuando en verdad –lo ha postulado él mismo- sólo está
imaginando una imposible mímesis con los idealizados orígenes griegos; Hitler, en
cambio, sabe bien lo que hace 26). Roberto Esposito adjudica esta forma del mal
político a la primacía de lo filosófico sobre lo propiamente político –detectable al
menos desde La República de Platón-, que termina indefectiblemente politizando la
filosofía27. Entendemos lo que quiere decir, pero señalamos un peligro: la “mera”
política, sin una “filosofía” (un proyecto de communitas, para usar la jerga del
propio autor) se resuelve en puro pragmatismo del ejercicio del poder, al que no
cabe pedirle cuentas. Es otra forma del mal político -clásicamente señalada por
Max Weber-: la del oportunismo o el instrumentalismo sin valores; es otra cosa
decir que el político debería siempre tomar en cuenta que cada una de sus
decisiones particulares , hechas al margen de la Totalidad “ideal” o “filosófica”,
entraña el riesgo de producir un mal , tanto como, a la inversa –y quizá con mayor
certeza-, lo entraña la pura referencia a la Totalidad, o, como decíamos antes, la
creencia de que en cada particular se juega por entero la completud del “proyecto”:
es la falla de Genet o la de Goetz, cada uno en su terreno.

5.

¿Puede haber, pues, en definitiva, una filosofía, una ontología, una metafísica, un
pensamiento primero y último sobre el mal? Paul Ricoeur (en la huella de tantos
otros, claro: lo tomamos como exemplum por ser de los más recientes) parece creer
que sí: a tal punto, que justamente lo postula como un desafío imposible a la
filosofía y la teología –y ya sabemos: hacerle la pregunta “desafiante” a esos
discursos, por más que se la califique de “imposible”, es empezar por constituirlos
como territorio que legítimamente deberían albergar la respuesta-.
Previsiblemente, la filosofía -¡y el psicoanálisis!- quedan prontamente en el camino,
y el final es a toda orquesta teológica: sólo resta el recurso a Dios a pesar de el mal
que el mundo hace: es la manera de –hay que hacer la cita textual para que se nos
crea- “integrar la aporía especulativa en el trabajo del duelo” (las azoradas
bastardillas son desde luego nuestras) 28. El problema es, aquí, el movimiento
26
Lacoue- Labarthe, Philippe: La Fiction du Politique , Paris, Klinsieck, 1987. Desde luego, esto no es
ninguna disculpa para Heidegger: tan luego él, no tenía derecho a no saber .
27
Esposito, Roberto: “Mal”, en Confines de lo Político , Madrid, Trotta, 1996
28
Ricoeur, Paul: El Mal. Un Desafío a la Filosofía y la Teología , Buenos Aires, Amorrortu, 2007, pág 65.
Para que no se nos acuse de ser injustos ateniéndonos a esta conferencia mínima, enviamos al lector a la
mucho más interesante y elaborada “Simbólica del Mal”, del mismo autor, incluída en Finitud y Culpabilidad
sustractivo de ese “a pesar de”, que rápidamente se saca de encima el dilema, a
pesar de que pretende una profundidad “desgarrada”.
Terry Eagleton, en cambio (además de tomarse la cosa con un grano de típica
ironía irlandesa aprendida en Swift, y dedicarle su libro sobre el mal a… Henry
Kissinger) parte, como Sartre, Blanchot y Bataille, de la literatura -de William
Golding, Graham Greene, Flann O’Brien, Conan Doyle, el mismísimo Joyce-,
precisamente para mostrar su pertenencia al orden de lo particular 29. No es que se
(y nos) prive de Duns Scoto o Tomás de Aquino –e incidentalmente, de Freud-.
Pero son puntos de llegada, cuya estrategia es desimplicar el mal de la dimensión
del ser (no hace falta mencionar que Eagleton siempre escribe esas palabras con
minúsculas). Tampoco falta la teología. Pero, consistentemente, se trata de una
anti- teología aproximadamente “spinoziana”: si Dios, por definición, es causa sui,
el mal nunca podría serlo. Y si puede serlo, entonces está en Dios y en ninguna otra
parte. Y sanseacabó. No hay ninguna “aporía”: si se persiste en las mayúsculas, si
el Mal es del orden universal del Ser, entonces Dios y el Mal son equivalentes. Al
revés de lo que sucede con Ricoeur, no hay aquí “desafío” alguno a la teología y la
filosofía: el problema –el del salto que hace la diferencia irreductible entre el Bien y
el mal- no las compete. A la literatura y a la política sí, evidentemente –la
dedicatoria a Kissinger no es solamente un chiste-: en ellas, no diremos que es
indecidible (la lingüistería post ha vuelto demasiado fastidiosa esa palabra), sino al
contrario, que es siempre una vacilación en la que hay que decidir -y hacerse cargo
de las consecuencias 30-. Eagleton tiene la valentía de no facilitarnos, a los más o
menos bienpensantes, la cuestión: “No podemos formular ningún juicio confiable
sobre la especie humana porque nunca hemos podido observarla de otra manera
que en condiciones desesperadamente deformadas” 31. ¿Y cuáles serían unas
condiciones “no-deformadas”? No tenemos manera de saberlo: el marxista
Eagleton apenas se atreve a imaginarlo: pero eso, como en literatura, es ya una
decisión, e implica una responsabilidad, si no una “culpa”.

(Madrid, Trotta, 2002), donde sin embargo no encontrará una conclusión cualitativamente diferente.
29
Eagleton, Terry: On Evil , New Haven / Londres, Yale University Press, 2010.
30
Dos ejemplos: en la ya citada Doktor Faustus, Thomas Mann transforma la célebre secuencia de Marx en
una alternativa ante la que hay que decidir: “Yo me permití hacer observar que tragedia y comedia eran ramas
de un mismo tronco y que bastaba un cambio de luz para pasar de una a otra” (pág. 447). En Elizabeth
Costello de J. M. Coetzee (Barcelona, Mondadori, 2004) la protagonista, una escritora, dicta una conferencia
en la cual compara los campos de exterminio nazis con un matadero de pollos, ante la indignación de los
oyentes. La indignación es comprensible; pero ¿se le puede negar el coraje de –luego de mucho deliberar
consigo mismo- asumir el riesgo de esa elección “retórica”? ¿Es tan fácil condenar esa comparación entre
distintos “males”, ciertamente bien diferente a la famosa de Heidegger con la “mecanización de la
agricultura”?
31
Ibid., pág, 153, traducción nuestra.

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