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REFLEXIONES SOBRE LA CLONACIÓN

Notas históricas

Los progresos del conocimiento y los consiguientes avances de la técnica en el campo


de la biología molecular, la genética y la fecundación artificial han hecho posibles,
desde hace tiempo, la experimentación y la realización de clonaciones en el ámbito
vegetal y animal.

Por lo que atañe al reino animal se ha tratado, desde los años treinta, de experimentos
de producción de individuos idénticos, obtenidos por escisión gemelas artificial,
modalidad que impropiamente se puede definir como clonación.

La práctica de la escisión gemelar en el campo zootécnico se fue difundiendo en las


granjas experimentales para incentivar la producción múltiple de ejemplares
escogidos.

En el año 1993 Jerry Hall y Robert Stilmann, de la universidad George Washington,


divulgaron datos relativos a experimentos de escisión gemelar (splitting) de embriones
humanos de 2, 4 y 8 embrioblastos, realizados por ellos mismos. Se trató de
experimentos llevados a cabo sin el consentimiento previo del Comité ético
competente y publicados -según los autores- para avivar la discusión ética.

Sin embargo, la noticia dada por la revista Nature -en su número del 27 de febrero de
1997- del nacimiento de la oveja Dolly llevado a cabo por los científicos escoceses Jan
Vilmut y K.H.S. Campbell con sus colaboradores del instituto Roslin de Edimburgo, ha
sacudido la opinión pública de modo excepcional y ha provocado declaraciones de
comités y de autoridades nacionales e internacionales, por ser un hecho nuevo
considerado desconcertante.

La novedad del hecho es doble. En primer lugar, porque no se trata de una escisión
gemelar, sino de una novedad radical definida como clonación, es decir, de una
reproducción asexual y ágama encacaminada a producir individuos biológicamente
iguales al individuo adulto que proporciona el patrimonio genético nuclear. En segundo
lugar, porque, hasta ahora., la clonación propiamente dicha se consideraba imposible.
Se creía que el DNA de la células somáticas de los animales superiores, al haber
sufrido ya el imprinting de la diferenciación, no podían en adelante recuperar su
completa potencialidad original y, por consiguiente, la capacidad de guiar el desarrollo
de un nuevo individuo.

Superada esta supuesta imposibilidad, parecía que se abría el camino a la clonación


humana, entendida como réplica de uno o varios individuos somáticamente idénticos
al donante.

El hecho ha provocado, con razón, agitación y alarma. Pero, después de un primer


momento de oposición general, algunas voces han querido llamar la atención sobre la
necesidad de garantizar la libertad de investigación y de no condenar el progreso;
incluso se ha llegado a hablar de una futura aceptación de la clonacion en el ámbito de
la Iglesia Católica.

Por eso, ahora que ha pasado cierto tiempo y que se esta en un periodo mas tranquilo,
conviene hacer un atento examen de este hecho, estimado como un acontecimiento
desconcertante.
 

El hecho biológico

La clonación, considerada en su dimensión biológica, en cuanto reproducción artificial,


se obtiene sin la aportación de los dos gametos; se trata, por tanto, de una
reproducción asexual y ágama. La fecundación propiamente dicha es sustituida por la
fusión bien de un núcleo tomado de una célula somática del individuo que se quiere
clonar o bien de la célula somática misma, con un ovocito desnucleado, es decir,
privado del genoma de origen materno. Dado que el núcleo de la célula somática
contiene todo el patrimonio genético, el individuo que se obtiene posee -salvo posibles
alteraciones- la misma identidad genética del donante del núcleo. Esta
correspondencia genética fundamental con el donante es la que convierte al nuevo
individuo en réplica somática o copia del donante.

El hecho de Edimburgo tuvo lugar después de 277 fusiones ovocito-núcleo donante.


Solo 8 tuvieron éxito, es decir, solo 8 de las 277 iniciaron el desarrollo embrional, y de
esos 8 embriones solo 1 llegó a nacer: la oveja que fue llamada Dolly.

Quedan muchas dudas e incertidumbres sobre numerosos aspectos de la


experimentación. Por ejemplo, la posibilidad de que entre las 277 células donantes
usadas hubiera algunas "estaminales", es decir, dotadas de un genoma no totalmente
diferenciado; el papel que puede haber tenido el DNA mitocondrial eventualmente
residuo en el óvulo materno; y muchas otras aun, a las que, desgraciadamente, los
investigadores ni siquiera han hecho referencia. De todos modos, se trata de un hecho
que supera las formas de fecundación artificial conocidas hasta ahora, las cuales se
realizan siempre utilizando don gametos.

Debe subrayarse que el desarrollo de los individuos obtenidos por clonación -salvo
eventuales mutaciones, que podrían no ser pocas- debería producir una estructura
corpórea muy semejante a la del donante del DNA: este es el resultado mas
preocupante, especialmente en el caso de que el experimento se aplicara también a la
especie humana.

Con todo conviene advertir que, en la hipótesis de que la clonación se quisiera


extender a la especie humana, de esta réplica de la estructura corpórea no se
derivaría necesariamente una perfecta indentidad de la persona, entendida tanto en su
realidad ontológica como psicológica. El alma espiritual, constitutivo esencial de cada
sujeto perteneciente a la especie humana, es creada directamente por Dios y no
puede ser engendrada por los padres, ni producida por la fecundación artificial, ni
clonada. Además, el desarrollo psicológico, la cultura y el ambiente conducen siempre
a personalidades diversas; se trata de un hecho bien conocido también entre los
gemelos, cuya semejanza no significa identidad. La imaginación popular y la aureola
de omnipotencia que acompaña a la clonación han de ser, al menos, relativizadas.

A pesar de la imposibilidad de implicar al espíritu, que es la fuente de la personalidad,


la proyección de la clonación al hombre ha llevado a imaginar ya hipótesis inspiradas
en el deseo de omnipotencia: réplica de individuos dotados de ingenio y belleza
excepcionales; reproducción de la imagen de familiares difuntos; selección de
individuos sanos e inmunes a enfermedades genéticas; posibilidad de selección del
sexo; producción de embriones escogidos previamente y congelados para ser
transferidos posteriormente a un útero como reserva de órganos, etc.
Aun considerando estas hipótesis como ciencia ficción, pronto podrían aparecer
propuestas de clonación presentadas como "razonables" y "compasivas" —la
procreación de un hijo en una familia en la que el padre sufre de aspermia o el
reemplazo del hijo moribundo de un viuda—, las cuales, se diría, no tienen nada que
ver con las fantasías de la ciencia ficción.

Pero, ¿cuál sería el significado antropológico de esta operación en la deplorable


perspectiva de su aplicación al hombre?

  Problemas éticos relacionados con la clonación humana

La clonación humana se incluye en el proyecto del eugenismo y, por tanto, está


expuesta a todas las observaciones éticas y jurídicas que lo han condenado
ampliamente. Como ha escrito Hans Jonas, es "en el método la forma más despótica
y, a la vez, en el fin, la forma mas esclavizante de manipulación genética; su objetivo
no es una modificación arbitraria de la sustancia hereditaria, sino precisamente su
arbitraria fijación en oposición a la estrategia dominante en la naturaleza" (cf. Cloniano
un uomo: dall´eugenetica all´ingegneria genetica, en Tecnica, medicina de etica,
Einaudi, Turín 1997, pp. 122-154,136).

Es una manipulación radical de la relacionalidad y complementariedad constitutivas,


que están en la base de la procreación humana, tanto en su aspecto biológico como
en el propiamente personal. En efecto, tiende a considerar la bisexualidad como un
mero residuo funcional, puesto que se requiere un óvulo, privado de su núcleo, para
dar lugar al embrión-clon y, por ahora, es necesario un útero femenino para que su
desarrollo pueda llegar hasta el final. De este modo se aplican todas las técnicas que
se han experimentado en la zootecnia, reduciendo el significado específico de la
reproducción humana.

En esta perspectiva se adopta la lógica de la producción industrial: se deberá analizar


y favorecer la búsqueda de mercados, perfeccionar la experimentación y producir
siempre modelas nuevos.

Se produce una instrumentalización radical de la mujer, reducida a algunas de sus


funciones puramente biológicas (prestadora de óvulos y de útero), a la vez que se abre
la perspectiva de una investigación sobre la posibilidad de crear úteros artificiales,
último paso para la producción «en laboratorio» del ser humano.

En el proceso de clonación se pervierten las relaciones fundamentales de la persona


humana: la filiación, la consanguinidad, el parentesco y la paternidad o maternidad.
Una mujer puede ser hermana gemela de su madre, carecer de padre biológico y ser
hija de su abuelo. Ya con la FIVET se produjo una confusión en el parentesco, pero
con la clonación se llega a la ruptura total de estos vínculos.

Como en toda actividad artificial se «emula» e «imita» lo que acontece en la


naturaleza, pero a costa de olvidar que el hombre no se reduce a su componente
biológico, sobre todo cuando éste se limita a las modalidades reproductivas que han
caracterizado solo a los organismos más simples y menos evolucionados desde el
punto de vista biológico.

Se alimenta la idea de que algunos hombres pueden tener un dominio total sobre la
existencia de los demás, hasta el punto de programar su identidad biológica —
seleccionada sobre la base de criterios arbitrarios o puramente instrumentales—, la
cual, aunque no agota la identidad personal del hombre, caracterizada por el espíritu,
es parte constitutiva de la misma. Esta concepción selectiva del hombre tendrá, entre
otros efectos, un influjo negativo en la cultura, incluso fuera de la práctica —
numéricamente reducida— de la clonación, puesto que favorecerá la convicción de
que el valor del hombre y de la mujer no depende de su identidad personal, sino solo
de las cualidades biológicas que pueden apreciarse y, por tanto, ser seleccionadas.

La clonación humana merece un juicio negativo también en relación con la dignidad de


la persona clonada, que vendrá al mundo como «copia» (aunque sea sólo copia
biológica) de otro ser. En efecto, esta práctica propicia un íntimo malestar en el
clonado, cuya identidad psíquica corre serio peligro por la presencia real o incluso sólo
virtual de su "otro". Tampoco es imaginable que pueda valer un pacto de silencio, el
cual —como ya notaba Jonas— sería imposible y también inmoral, dado que el
clonado fue engendrado para que se asemejara a alguien que "valía la pena" clonar y,
por tanto, recaerán sobre él atenciones y expectativas no menos nefastas, que
constituirán un verdadero atentado contra su subjetividad personal.

Si el proyecto de clonación humana pretende detenerse «antes» de la implantación en


el útero, tratando de evitar al menos algunas de las consecuencias que acabamos de
señalar, resulta también injusto desde un punto de vista moral.

En efecto, limitar la prohibición de la clonación al hecho de impedir el nacimiento de un


niño clonado permitiría de todos modos la clonación del embrión-feto, implicando así la
experimentación sobre embriones y fetos, y exigiendo su supresión antes del
nacimiento, lo cual manifiesta un proceso instrumental y cruel respecto al ser humano.

En todo caso, dicha experimentación es inmoral por la arbitraria concepción del cuerpo
humano (considerado definitivamente como una máquina compuesta de piezas),
reducido a simple instrumento de investigación. El cuerpo humano es elemento
integrante de la dignidad y de la identidad personal de cada uno, y no es lícito usar a la
mujer para que proporcione óvulos con los cuales realizar experimentos de clonación.

Es inmoral porque también el ser clonado es un «hombre», aunque sea en estado


embrional.

En contra de la clonación humana se pueden aducir, además, todas las razones


morales que han llevado a la condena de la fecundación in vitro en cuanto tal o al
rechazo radical de la fecundación in vitro destinada sólo a la experimentación.

El proyecto de la "clonación humana" es una terrible consecuencia a la que lleva una


ciencia sin valores y es signo del profundo malestar de nuestra civilización, que busca
en la ciencia, en la técnica y en la "calidad de vida" sucedáneos al sentido de la vida y
a la salvación de la existencia.

a proclamación de la "muerte de Dios", con la vana esperanza de un "superhombre",


conlleva un resultado claro: la "muerte del hombre". En efecto, no debe olvidarse que
el hombre, negando su condición de criatura, más que exaltar su libertad, genera
nuevas formas de esclavitud, nuevas discriminaciones, nuevos y profundos
sufrimientos. La clonación puede llegar a ser la trágica parodia de la omnipotencia de
Dios. El hombre, a quien Dios ha confiado todo lo creado dándole libertad e
inteligencia, no encuentra en su acción solamente los límites impuestos por la
imposibilidad práctica, sino que él mismo, en su discernimiento entre el bien y el mal,
debe saber trazar sus propios confines. Una vez más, el hombre debe elegir: tiene que
decidir entre transformar la tecnología en un instrumento de liberación o convertirse en
su esclavo introduciendo nuevas formas de violencia y sufrimiento.
Es preciso subrayar, una vez más, la diferencia que existe entre la concepción de la
vida como don de amor y la visión del ser humano considerado como producto
industrial.

Frenar el proyecto de la clonación humana es un compromiso moral que debe


traducirse también en términos culturales, sociales y legislativos. En efecto, el
progreso de la investigación científica es muy diferente de la aparición del despotismo
cientificista, que hoy parece ocupar el lugar de las antiguas ideologías. En un régimen
democrático y pluralista, la primera garantía con respecto a la libertad de cada uno se
realiza en el respeto incondicional de la dignidad del hombre, en todas las fases de su
vida y más allá de las dotes intelectuales o físicas de las que goza o de las que está
privado. En la clonación humana no se da la condición que es necesaria para una
verdadera convivencia: tratar al hombre siempre y en todos los casos como fin y como
valor, y nunca como un medio o simple objeto.

 Ante los derechos del hombre y la libertad de investigación

En el ámbito de los derechos humanos, la posible clonación humana significaría una


violación de los dos principios fundamentales en los que se basan todos los derechos
del hombre: el principio de igualdad entre los seres humanos y el principio de no
discriminación.

Contrariamente a cuanto pudiera parecer a primera vista, el principio de igualdad entre


los seres humanos es vulnerado por esta posible forma de dominación del hombre
sobre el hombre, al mismo tiempo que existe una discriminación en toda la perspectiva
selectiva-eugenista inherente a la lógica de la clonación. La Resolución del Parlamento
europeo del 12 de marzo de 1997 reafirma con energía el valor de la dignidad de la
persona humana y la prohibición de la clonación humana, declarando expresamente
que viola estos dos principios. El Parlamento europeo, ya desde 1983, así como todas
las leyes que han sido promulgadas para legalizar la procreación artificial, incluso las
más permisivas, siempre han prohibido la clonación. Es preciso recordar que el
Magisterio de la Iglesia, en la instrucción Donum vitae de 1987, ha condenado la
hipótesis de la clonación humana, de la fisión gemelar y de la partenogénesis. La
razones que fundamentan el carácter inhumano de la clonacion aplicada al hombre no
se deben al hecho de ser una forma excesiva de procreación artificial, respecto a otras
formas aprobadas por la ley como la FIVET y otras.

Como hemos dicho, la razón del rechazo radica en la negación de la dignidad de la


persona sujeta a clonación y en la negación misma de la dignidad de la procreación
humana.

Lo más urgente ahora es armonizar las exigencias de la investigación científica con los
valores humanos imprescindibles. El científico no puede considerar el rechazo moral
de la clonación humana como una ofensa; al contrario, esta prohibición devuelve la
dignidad a la investigación, evitando su degeneración demiúrgica. La dignidad de la
investigación científica consiste en ser uno de los recursos más ricos para el bien de la
humanidad.

Por lo demás, la investigación sobre la clonación tiene un espacio abierto en el reino


vegetal y animal, siempre que sea necesaria o verdaderamente útil para el hombre o
los demás seres vivos, observando las reglas de la conservación del animal mismo y
la obligación de respetar la biodiversidad específica.
La investigación científica en beneficio del hombre representa una esperanza para la
humanidad, encomendada al genio y al trabajo de los científicos, cuando tiende a
buscar remedio a las enfermedades, aliviar el sufrimiento, resolver los problemas
debidos a la insuficiencia de alimentos y a la mejor utilización de los recursos de la
tierra. Para hacer que la ciencia biomédica mantenga y refuerce su vínculo con el
verdadero bien del hombre y de la sociedad, es necesario fomentar como recuerda el
Santo Padre en la encíclica Evangelium vitae una mirada contemplativa sobre el
hombre mismo y sobre el mundo, como realidades creadas por Dios, y en el contexto
de la solidaridad entre la ciencia, el bien de la persona y de la sociedad.

«Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad percibiendo sus dimensiones de


gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien
no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don descubriendo
en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente»
(Evangelium vitae, 83).

11/07/97

LA CUESTIÓN DE LOS EMBRIONES CONGELADOS

P. Maurizio FAGGIONI, o.f.m.

Las modernas técnicas de fecundación artificial han planteado, desde sus comienzos,
delicados problemas morales; entre éstos están emergiendo con urgencia dramática
los relacionados con la crio-conservación de los embriones. La situación es tan grave
e insostenible que ha suscitado, el pasado 24 de mayo, un angustioso llamamiento del
Santo Padre para que se detenga la producción y congelación de embriones humanos.

 UNA LÓGICA DE MUERTE

Los embriones concebidos in vitro en número que excede la posibilidad de una


transferencia simultánea al cuerpo materno (los así llamados embriones
supernumerarios) se congelan con vistas a una repetición de la embryo transfer en el
caso, no infrecuente, de fracaso de la primera tentativa o de su postergación. Otras
veces son congelados en espera de poder transferirlos a una madre sustituta, que
llevará a término el embarazo por encargo de una pareja extraña, o bien para dar
tiempo de realizar exámenes genéticos sobre algunas células embrionales, y poder así
transferir solamente embriones de alta calidad, eliminando los defectuosos; o,
finalmente, para tener reservado un precioso material viviente, que pueda ser usado
en experimentos o para otros fines instrumentales.

Las técnicas de crio-conservación fueron elaboradas en los primeros años 70 con


animales, y sólo en la década siguiente se aplicaron al hombre: hasta entonces, los
embriones no transferidos se destruían o empleaban en investigaciones. Sin embargo,
estas técnicas implican aún hoy un notable riesgo para la integridad y la supervivencia
de los embriones, ya que la mayoría de ellos muere o sufre daños irreparables, tanto
en la fase de congelación como en la de descongelación. Además de estos efectos
inmediatos, recientes estudios sobre modelos animales han mostrado, en adultos
provenientes de embriones congelados, diferencias significativas en aspectos morfo-
funcionales y del comportamiento.

No obstante estos alarmantes datos bio-médicos, la mayor parte de las leyes


existentes no pone límites al número de embriones que se pueden producir en una
fecundación in vitro. Por lo tanto, la situación más común es que se tenga un surplus
de embriones, cuya crio-conservación es generalmente consentida para la transfer en
la misma madre genética, pero a veces también para donación o experimentación. A
este propósito conviene recordar que en Gran Bretaña, por ejemplo, no sólo se
admiten la investigación y los experimentos con embriones supernumerarios que
provienen de intervenciones de procreación artificial; también es posible la producción
y la conservación de embriones con exclusiva finalidad científica.

Por el contrario, la ley alemana, una de las más rigurosas y coherentes en la tutela del
embrión, prohíbe la extracción de más ovocitos de los necesarios, así como la
fecundación de más de tres de ellos cada vez. Los ovocitos fecundados deben ser
transferidos a la madre genética a fin de evitar el surplus de embriones mientras la
crio-conservación de embriones sólo se admite cuando es absolutamente necesario
diferir la transferencia a la madre.

El aspecto más inquietante del problema es el destino de los embriones. Las


legislaciones que admiten la crio-conservación de embriones, para evitar los
intrincados problemas jurídicos que podrían surgir en torno a estos hijos congelados y,
frente a la duda acerca de los efectos de la congelación, generalmente indican como
duración máxima de la crio-conservación —que varía según el país— de uno a cinco
años. Lo cual significa que, en adelante, cada año serán destruidas decenas de
millares de embriones que no se han utilizado; millares de existencias inocentes serán
truncadas por ley. Se trata de una catástrofe pre-natal, un homicidio no simplemente
tolerado, sino programado y ordenado por el legislador civil, transformado —como el
antiguo Faraón— en instrumento de una perversa lógica de violencia y de muerte.

LOS DERECHOS DEL EMBRIÓN

El punto ético-jurídico fundamental se encuentra en el reconocimiento de la cualidad


humana del embrión y, por ende, en la convicción de que «el fruto de la generación
humana desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la formación del
cigoto, exige el respeto incondicional que moralmente se debe al ser humano en su
totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como
persona desde su concepción y, por lo tanto, desde ese momento se le deben
reconocer los derechos de la persona, entre los cuales, ante todo, el derecho
inviolable a la vida que tiene todo ser humano inocente».

La praxis corriente, en cambio, se funda en la negación de la pertenencia de los


embriones, y sobre todo de los embriones precoces, al número de los seres humanos.
Esta negación ha sido subrayada en la ambigua noción de pre-embrión propuesta por
la conocida embrióloga A. McLaren en 1986, noción acogida triunfalmente por el
mundo para-científico, y que ahora se está abriendo camino también en el mundo
médico. El uso de la noción de pre-embrión es ideológico e instrumental y parece tener
como fin la justificación a posteriori, de una praxis manipuladora que de ningún modo
se quiere abandonar.

En cambio, desde nuestro punto de vista, se debe reconocer la auténtica humanidad


del embrión, aunque todavía no se vea plenamente desplegada su personalidad. Por
esto, la obtención con técnicas artificiales de un embarazo a término no justifica ni la
formación de un número excesivo de embriones ni su reducción mediante el aborto
cuando se hayan implantado en número demasiado grande ni la previa selección
eugenética ni su congelación.

Los defensores de la crio-conservación dicen que la congelación salva a los embriones


frescos de la destrucción, cuando no se los puede transferir por dificultades surgidas o
por exceso de número. Pero el salvamento sería auténtico si después se garantizara a
cada embrión la posibilidad de reiniciar su camino de diferenciación y
perfeccionamiento hacia la madurez y el nacimiento. Desgraciadamente, el limbo de
vida en suspenso al cual los sujeta la congelación frecuentemente se transforma en
antesala de la muerte. La misma pretendida inocuidad de la crio-conservación es
desmentida, como se ha visto, por la realidad clínica. No tiene valor para cambiar este
juicio la afirmación de que la pérdida de embriones es un hecho transitorio, ligado a las
actuales imperfecciones de las técnicas, pero que mejorarán con el tiempo: no se
pueden aplicar al hombre técnicas en fase experimental, antes de haberlas
perfeccionado con los animales, y en consecuencia, no se pueden lícitamente crear
surplus de embriones que ni siquiera se pueden conservar con suficiente margen de
seguridad.

Finalmente la congelación, prescindiendo de la peligrosidad de la metodología para la


integridad y la supervivencia del embrión, constituye en sí misma una lesión de la
dignidad de la criatura humana y del derecho del embrión a desarrollar su teleología
inmanente y de proceder con autonomía hacia su propio fin. La congelación bloquea el
devenir de esta existencia y podría ser justificada —entramos en el campo de lo
futurible— solamente si fuera el único medio para tutelar la subsistencia de una vida
naciente que se encontrara accidentalmente en peligro, pero no ciertamente si es
puesta directamente en peligro por nuestras insensatas manipulaciones. La
destrucción de criaturas inocentes, inherente a ciertos procedimientos (fecundación
extra-córporea y congelación, en particular), no puede ser el precio a pagar para hacer
nacer otros, si no es en una óptica teleológico-utilitarista que privilegia sobre todo la
obtención de un resultado; y que no atribuye al embrión precoz ningún valor, o un valor
inferior al de un feto llegado a término, según la inaceptable idea de una gradualidad
en el valor de las vidas humanas.

A la luz de estas reflexiones permanece dramática y actual la condena que la


instrucción Donum vitae hizo de la congelación de embriones porque «aunque se haga
para garantizar una conservación del embrión vivo —crio-conservación— constituye
una ofensa al respeto que se debe a los seres humanos, en cuanto los expone a
graves riesgos de muerte o de daño para su integridad física, los priva por lo menos
temporalmente de la acogida y de la gestación materna y los pone en una sitaución
susceptible de ulteriores ofensas y manipulaciones».

El Santo Padre, después de un llamamiento a la grave responsabilidad de los


científicos, en el mismo discurso se dirige así a los juristas y a los gobernantes: «Mi
voz se dirige también a todos los juristas para que se ocupen a fin de que los Estados
y las instituciones internacionales reconozcan jurídicamente los derechos naturales del
mismo surgir de la vida humana y además se hagan tutores de los derechos
inalienables que los millares de embriones congelados han adquirido, intrínsecamente,
desde el momento de la fecundación. Los mismos gobernantes no pueden substraerse
a este empeño, para que desde sus orígenes se tutele el valor de la democracia, la
cual hunde sus raíces en los derechos inviolables reconocidos a cada individuo
humano».

 ¿QUÉ HACER CON LOS EMBRIONES CONGELADOS?

Las actividades de manipulación de embriones y las aberrantes disposiciones


legislativas que las consienten se inscriben en la mentalidad distorsionada que preside
muchas prácticas de reproducción artificial. En particular, la fertilización in vitro,
violando la inseparable conexión entre los gestos del amor encarnado de los esposos
y la transmisión de la vida, oscurece el significado profundo del generar humano. No
es, por tanto, lícito producir embriones in vitro y muchos menos producirlos
voluntariamente en número excesivo, de modo que sea necesaria la crio-
conservación. Ésta parece ser la única respuesta razonable a la cuestión de la
congelación embrional y en tal sentido el Santo Padre ha interpelado a los hombres de
ciencia. Sin embargo, el modo antinatural en que estos embriones han sido
concebidos y la antinaturales condiciones en que se encuentran, no pueden hacernos
olvidar que se trata de criaturas humanas dones vivientes de la Bondad divina,
creados a imagen del mismo Hijo de Dios. Se nos pide entonces cómo intervenir para
salvar estas criaturas, resolviendo de modo éticamente aceptable el desagradable
dilema.

Una vez que los embriones son concebidos in vitro, existe por cierto la obligación de
transferirlos a la madre y solamente ante la imposibilidad de una transferencia
inmediata se podrían congelar, siempre con la intención de transferirlos apenas se
hayan presentado las condiciones. En efecto, el seno materno es el único lugar digno
de la persona, donde el embrión puede tener alguna esperanza de sobrevivir,
reanudando espontáneamente los procesos evolutivos artificialmente interrumpidos.
También aquellos que —en contraste con la moral católica— considerasen justo
recurrir a métodos extra-corpóreos no podrían eximirse de respetar ese mínimo ético
que está constituido por la tutela de la vida inocente. Ni siquiera en caso de divorcio el
marido podría oponerse a la petición de la esposa de recibir los embriones ya
concebidos pues, una vez que la vida humana ha comenzado, el progenitor no tiene
ningún derecho de oponerse a su existencia y desarrollo. El embrión, de hecho, no
obtiene su derecho a existir de la común acogida de sus progenitores, de la aceptación
de la madre o de una determinación legal, sino de su condición de ser humano. Hay
que poner de relieve, por otra parte, que en un embarazo diferido, el significado de la
procreación, en su compleja dinámica antropológica, es ulteriormente turbado y
trastornado: la escisión artificiosa entre unión sexual (cuando ha tenido lugar) y
concepción, ya drástica e inaceptable en las técnicas extra-corpóreas, se hace
máxima en el caso de la implantación de un embrión crio-conservado.

Si no se puede encontrar a la madre, o ésta rechaza la transfer, algunos autores,


incluso católicos, han considerado la posibilidad de transferir los embriones a otra
mujer. Se trataría de una adopción prenatal diferente de la maternidad sucedánea y de
la fecundación heteróloga con donación de ovocitos: aquí no se daría una lesión de la
unidad matrimonial ni un desequilibrio de las relaciones de parentesco pues el embrión
se encontraría, desde el punto de vista genético, en una misma relación con ambos
padres adoptivos. Los vínculos más intensos y profundos establecidos entre quien es
adoptado antes de nacer y los padres adoptivos, tendrían que atenuar algunos
problemas psicológicos que se observan en las adopciones tradicionales, mientras se
exaltaría el sentido de la adopción como expresión de la fecundidad del amor conyugal
y fruto de una generosa apertura a la vida, que lleva a la acogida en el seno de una
familia de hijos privados de padres o abandonados, y sobre todo de los abandonados
a causa de minusvalía o enfermedad.

La solución, sugerida como extrema ratio para salvar los embriones abandonados a
una muerte segura, tiene el mérito de tomar en serio el valor de la vida, si bien frágil,
de los embriones y de aceptar con valentía el desafío de la crio-conservación
buscando limitar los nefastos efectos de una situación desordenada. Sin embargo, el
desorden dentro del cual discurre la razón ética marca profundamente las tentativas
mismas de solución. En efecto, no se pueden silenciar los graves interrogantes que
provoca está solución y, de modo particular, el temor a que esta singular adopción no
logre substraerse a los criterios eficientistas y deshumanizantes que regulan la técnica
de la reproducción artificial: ¿será posible excluir toda forma de selección, o evitar que
se produzcan embriones en vista de la adopción? ¿Es imaginable una relación
transparente entre los Centros que producen ilícitamente embriones y los Centros
donde éstos serían y los Centros donde éstos serían lícitamente transferidos a madres
adoptivas? ¿No se corre el riesgo de legitimar e incluso promover, inconsciente y
paradójicamente, una nueva forma de cosificación y manipulación del embrión y, más
en general, de la persona humana?

En el caso de los embriones congelados tenemos un ejemplo impresionante de los


inextricables laberintos en los que se aprisiona una ciencia cuando se pone la servicio
de intereses particulares y no del bien auténtico del hombre, únicamente al servicio del
deseo y no de la razón. Por ello, frente al alcance de las cuestiones en juego —
cuestiones de vida o de muerte— el pueblo cristiano siente con más fuerza que nunca
la misión, que el Señor le confió, de anunciar el evangelio de la vida y se compromete,
junto con todos los hombres de buena voluntad, a responder a las problemáticas
emergentes con soluciones incluso audaces, pero siempre respetuosas de los valores
de las personas y de sus derechos nativos, sobre todo cuando se trata de los
derechos de los débiles y de los últimos.

LOS FUNDAMENTOS DE LA BIOÉTICA EN LA ENCÍCLICA

EVANGELIUM VITAE

Mons. Elio Sgreccia


Secretario del Consejo pontificio para la Familia

 Llamamiento profético

En el período de espera de esta encíclica, desde abril de 1991, cuando en el


consistorio extraordinario los cardenales la solicitaron al Santo Padre, los medios de
comunicación social anunciaban una encíclica sobre la bioética y muchos la
esperaban como un documento de esta índole.

Si con el término bioética se entiende un tratado en los confines entre la ciencia y la


reflexión moral, de índole esencialmente filosófica en el vasto ámbito de la
biomedicina, es preciso reconocer inmediatamente que la encíclica no se presenta
como un tratado de bioética, porque es mucho más. En realidad, tiene un matiz
principalmente profético y pastoral: ilumina con la palabra de Dios el valor de la vida
humana, valor que brota del hecho de estar insertada en el don de la vida divina, fruto
de la Redención. Partiendo de esta visión sobrenatural del hombre creado a imagen
de Dios y redimido por Cristo, la encíclica señala las dimensiones de la dignidad de la
vida humana, también en su fase terrena. Esa dignidad se extiende a su origen y a la
procreación. La encíclica deduce de estas afirmaciones el carácter sagrado e
inviolable de la vida corporal e impulsa la reflexión dentro de la verdad profunda de la
persona, cuya perfección se realiza en la entrega de sí.

Ciertamente, la encíclica subraya también la convergencia de la reflexión de la razón


humana con las afirmaciones de la Revelación sobre el carácter sagrado e inviolable
de la vida humana y, por eso, funda en la ley moral natural el precepto de no matar al
inocente. Con todo, la Evangelium Vitae sigue siendo un documento pastoral y
esencialmente teológico.

Por lo demás, el texto de la introducción define muy bien la fisonomía de la encíclica:


«La presente encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los países del
mundo quiere ser, pues, una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana
y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada
uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida
humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad
verdadera, paz y felicidad! ¡Qué estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la
Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien
de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!» (n.5). El texto, a
continuación, indica el espíritu, el estado de ánimo con que el Santo Padre lo escribió:
«En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y
animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el
Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana
que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar
los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino» (n.6). Ese
evangelio de la vida «puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos
esenciales» (n.29).

sí pues, la encíclica tiene el tono del llamamiento evangélico y de la caridad pastoral,


un llamamiento hecho al creyente y a todo hombre, con un impulso de humanidad que
impregna todo el desarrollo en sus diversas partes.

Por consiguiente, no se debe buscar en la encíclica el planteamiento de un tratado o


de un manual de bioética.

Lo confirma el hecho de que la encíclica no afronta algunos temas de bioética de los


que hoy se discute mucho, como por ejemplo el conocimiento y el seguimiento del
genoma humano, los límites de la geneterapia o las aplicaciones de las biotecnologías
sobre los animales y sobre las plantas, o la cuestión de las patentes de los
descubrimientos relativos a la biología humana, de los que se ha ocupado
recientemente el Parlamento europeo. La encíclica sólo toca indirectamente el
problema de las intervenciones en el campo de la genética, y lo hace donde pide que
todo lo que la medicina busca en el ámbito del diagnóstico o la experimentación sobre
el embrión y el feto debe tener como única finalidad el bien del ser humano sobre el
que se interviene, basándose en la convicción de que el embrión humano es digno del
respeto que se debe a la persona humana, como veremos más adelante (cf. n. 63).

 Dimensiones bioéticas

Con todo, afirmar que la encíclica carece de autoridad en campo bioético y que se
podría reducir a catequesis para los fieles, sería ciertamente emitir un juicio superficial,
que no responde a la verdad, por varias razones.

Ante todo, por una razón epistemológica, a la que ya aludimos: la defensa de la vida
humana desde su inicio hasta la muerte natural y especialmente en las dos fases más
frágiles, como son precisamente la fase prenatal y la de la enfermedad grave y la
muerte, es abordada sobre la base de un principio no sólo de fe revelada, sino también
de razón. El punto esencial de esa fundamentación racional está en la afirmación
según la cual la vida corporal del ser humano, incluso en sus primeras fases, al igual
que en todo momento de la existencia, constituye un momento fundamental, una
condición y dimensión sustancial de toda la persona, por lo que en ningún momento se
puede separar la persona de su corporeidad. «En la biología de la generación está
inscrita la genealogía de la persona» (n.43).

Repitiendo lo que afirmó la Declaración sobre el aborto provocado de 1974, la


encíclica reafirma como conclusión de un dato objetivo y científicamente fundado que
«con la fecundación se inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales
capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar» (n.60).
Y, citando también la instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe, de 1987,
recuerda que «las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano
ofrecen "una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal
desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser
persona humana?"» (ib.; cf. instrucción Donum vitae, sobre le respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación, nn. 87, 78-79).

También es de ética racional el principio del tuciorismo al que alude la encíclica, según
el cual, cuando está en juego un valor de suma importancia, como el valor
fundamental de la vida humana, «bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante
una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención
destinada a eliminar un embrión humano» (n.60).

No sólo estamos ante una de las cuestiones de bioética más vivamente discutidas y
decisivas en estos años; también podemos observar el respeto de la metodología
racional, de mediación entre la ciencia y la ética, que es también la metodología propia
de la bioética.

  La relación entre naturaleza y persona

Otro tema de bioética fundamental, que en cierto modo resume todos los problemas
especiales de bioética, es el de la relación entre naturaleza y persona. Entendemos
por naturaleza la interna y propia de la persona humana, y también la naturaleza
biológica externa a la persona, la bioesfera en la que se desarrolla la vida de los
hombres.

Al hacer el análisis de las raíces de la cultura de la muerte, la encíclica toca a fondo e


ilumina esta delicada relación que está en el centro de la reflexión bioética.

A este respecto, un filósofo contemporáneo, Robert Spaeman, ha escrito, pensando en


la crisis de la modernidad: «Cuando el hombre quiere ser sólo sujeto y olvida su
vínculo simbiótico con la naturaleza, vuelve a caer prisionero de un destino primitivo...
Para sobrevivir y para vivir bien, es necesario que los hombres actúen de manera
correcta no sólo los unos con respecto a los otros, sino también con respecto a su
propia naturaleza y a la naturaleza externa» (Per la critica dell´utopía politica, Franco
Angeli Editore 1994, p.20).

Se trata del equilibrio decisivo de índole bioética, es decir, precisamente el equilibrio


entre el bios y el ethos del sujeto.

La encíclica, hablando de las causas de la mentalidad de muerte, recuerda la pérdida


del sentido de Dios, como consecuencia de la secularización, y la violencia que se
desencadena en las sociedades complejas; recuerda la rotura del vínculo entre verdad
y libertad, ya expuesto en la Veritatis splendor, pero denuncia ante todo este punto
etiológico, que consiste en la rotura de la armonía entre la naturaleza y la persona
como consecuencia de una hiperexaltación de la subjetividad.

El mismo autor, Spaeman, recuerda que, como consecuencia de esa emancipación de


la subjetividad, la naturaleza se convierte en objeto, mecanismo que se pueda poseer
y explotar incluyendo la naturaleza corporal.

La encíclica precisamente confirma esta afirmación cuando recuerda también, entre


las complejas razones de orden cultural que han favorecido el desarrollo de la
violencia «aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de
subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o,
al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los
demás (...). También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad
personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso,
experimentable». (n.19)

Después de haber hablado también de la pérdida del sentido de la verdad integral de


la persona, la encíclica subraya que como consecuencia «el cuerpo ya no se
considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los
demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente
compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de
mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e
instrumentaliza» (n.22).

A la luz de esta relación entre persona y naturaleza, el Santo Padre ilumina también el
problema de la bioecología. «El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del
mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida,
o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida:
no sólo respecto al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión
ecológica —desde la preservación del "hábitat" natural de las diversas especies
animales y formas de vida, hasta la "ecología humana" propiamente dicha— que
encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución
respetuosa del gran bien de la vida de toda vida» (n.42). El Santo Padre recuerda aquí
un concepto que ya aparece en la carta encíclica Centesimus annus, pero trata un
tema eminentemente bioético (Cf. Centesimus annus, 1 de mayo de 1991, n. 38).

  ¿Qué novedad en bioética?

Como confirmación del interés bioético de la encíclica, es preciso añadir que se


abordan varios e importantes temas propios de esta materia.

No sólo trata del aborto y la eutanasia, los dos puntos más destacados de la encíclica,
sobre los que se pronuncian condenas formales y comprometedoras para los fieles,
incluso desde el punto de vista de la fe.

Se recogen, aunque sea en forma sintética, las valoraciones morales con respecto a la
procreación artificial, el diagnóstico prenatal, la experimentación y, en general, con
respecto a las intervenciones sobre embriones humano; si se reafirma el valor y la
situación ético-jurídica del embrión; se condena el suicidio específicamente en la
forma, recientemente propuesta, del suicidio asistido; se recuerdan las valoraciones
éticas sobre la anticoncepción, la esterilización, la pena de muerte y la legítima
defensa.

Estos temas se hallan en el capítulo primero, que describe los delitos que se realizan
contra la vida, y luego vuelven a aparecer en el capítulo tercero, que es de índole
doctrinal y moral, donde, por consiguiente, se pronuncian los juicios morales. Así pues,
se trata una amplia gama de problemas de bioética.

Pero tras una primera lectura, puede parecer que sobre los temas de bioética la
encíclica, en definitiva, no ha dicho nada sustancialmente nuevo con respecto a los
documentos anteriores de índole ética. La originalidad de la encíclica consistiría sólo
en el hecho de haber dado unidad orgánica a todas las enseñanzas propuestas con
anterioridad.
En realidad, si se hace un análisis más atento, se descubre que hay novedades, tal
vez no con respecto a la doctrina moral, pero sí con respecto al carácter oficial que
brota del hecho de que son tratadas en una encíclica. Bajo este aspecto, me parece
una novedad el amplio pasaje dedicado a la amenaza contra la vida que se realiza en
el ámbito demográfico, sobre todo con políticas impuestas a los países pobres, pero
que producen daños también en los países ricos. El Santo Padre compara esas
políticas a las de antiguo faraón. «Del mismo modo se comportan hoy no pocos
poderosos de la tierra. Éstos consideran también una pesadilla el crecimiento
demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen
una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus países» (n. 16).

Aquí, en la encíclica, el Papa reafirma el discurso de Denver y lo inserta como un juicio


moral con respecto a las políticas de planificación familiar: «Se trata de amenazas
programadas de manera científica y sistemática» (n.17).

El mandamiento no matarás tiene así un alcance planetario, de acuerdo con la


extensión mundial de los delitos y de las políticas contra la vida.

Otro punto que, a mi parecer, constituye una novedad, no en sentido absoluto, sino en
la enseñanza oficial del Magisterio, es el relativo a la conexión que existe entre
anticoncepción y aborto.

Se recuerda que los dos hechos tienen una calificación diversa desde un punto de
vista ético, porque tienen un objeto moral diferente. Pero se subraya que están
vinculados entre sí, no sólo desde el punto de la mentalidad que une esos dos hechos
como factores contrarios a la acogida de la vida, sino también desde el punto de vista
objetivo, y lo demuestra el hecho de que «la preparación de productos químicos,
dispositivos intrauterinos y "vacunas" que, distribuidos con la misma facilidad que los
anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de
desarrollo de la vida del nuevo ser humano» (n. 13).

Así, es nueva la consideración dentro de la defensa de la vida humana, la conexión


con la conservación del ambiente, a la que ya aludimos a propósito de la relación entre
naturaleza y persona.

Deseo terminar destacando una novedad muy alentadora para quien se dedica al
estudio de la bioética. Entre los signos de esperanza la encíclica incluye también el
desarrollo del estudio de la bioética. «Con el nacimiento y desarrollo cada vez más
extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y no
creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas éticos,
incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre» (n. 27).

Los que cultivan la bioética deben dar gracias a Juan Pablo II por las muchas
contribuciones de su magisterio y ahora por esta encíclica, con la que ilumina los
fundamentos mismos de la bioética: la dignidad de la persona humana, también en sus
fases frágiles, la relación entre naturaleza y persona, la fundamentación del juicio
moral, y la relación entre ley moral y ley civil.

En definitiva, la encíclica, que concluye con una oración a María, recuerda a un mundo
centrado en su horizonte terreno que el hombre no es, como los demás seres vivos, un
simple momento del devenir universal, porque es capaz de devolver al mundo más de
lo que recibe del mundo, y de elevarse a lo eterno.

25/08/95
 

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