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La verdad que Dios creo al mundo a imagen no se sabe de qué y luego al hombre a imagen Suya, y
después le dio a éste la necesaria mujer y, concediéndole de antemano a la pareja toda la dicha y todo el
Amor, puso a sus componentes en el Edén para mirarse en ellos.
Hijos-niños de Dios y recortados sin sombras sobre la paz feliz de su condición, Adán y Eva vivieron allí
muchos días iguales de un tiempo que no estaba hecho de tiempos sino de eternidad… un tiempo que
algún neoplatónico alejandrino, supongamos, hubiera comprado a un trompo dormido.
Jehová no les perdía pisada, diría un nativista: los rondaba de cerca, los observaba desde las colinas,
desde la luz infantil de la luna, desde las densas columnas de un vapor que subían desde la tierra como
todavía leudando… Ni un día ni una noche cejaba el Padre en su paternal vigilancia y poco a poco fue
rindiéndose al ver lo que veía: sus hijos se amaban, sí, pero con un amor que, se diría, era sólo una copia
negligente y pálida, un remedo sin fervor, una parodia, casi del Amor con mayúscula que Él les había
previsto o que había soñado para ellos. Están fracasando… o he fracasado yo, se decía Dios, mientras
regresaba a su trono instalado en una pequeña nube muy blanca y baja, milagrosamente quieta entre las
nerviosas nubes de un cielo donde el caos, aunque vencido, conservaba aún restos de redomón.
Adán y Eva, muy lejos de advertir que algo no se cumplía como era debido en el Paraíso, seguían viviendo
indolentemente y con inocencia en el tiempo sin decurso ni destrucciones.
Cada vez más preocupado, Jehová meditaba en medio del respeto silencioso de los ángeles y arcángeles.
Es posible que la vida fácil y la simple felicidad conspiren contra mis hijos, conjeturaba en las noches
insomnes, paseándose en camisón por la terraza de su nube y contemplando las estrellas, que eran como
jovencitas impúberes. Lo mejor será, determinó una mañana, después del desayuno, que abandonen el
huerto y se enfrenten, juntos a los trabajos y las penas del mundo que tan irreflexivamente, ¡ay!, he
creado.
Grande fue la alarma de Adán y Eva cuando, al comparecer ante Dios en uno de los rincones más
dulcemente agrestes del Edén, notaron en la faz divina una penumbra que no conocían (era la sombra de
lo que pronto conocerían muy bien y bautizarían Tristeza). Jehová los tranquilizó con un gesto y los hizo
sentar frente a Él y les habló en un tono un tanto falseado por el esfuerzo de no ser solemne. Pausada y
minuciosamente, trató de explicarles lo que sucedía; después hizo un silencio, se mordió los labios, y el
rostro del todo velado por aquella penumbra extraña pero sin cambiar de voz, dejó caer su dictamen.
Aunque no podían representarse qué sería vivir en el mundo, Adán y Eva sintieron, por primera vez, un
sobresalto frío recorrer sus cuerpos fuertes, hermosos y desnudos. Jehová advirtió ese sobresalto y dijo
rápidamente:
- Yo sé que un día alcanzaréis el Amor que debe escribirse con mayúscula y os prometo, bajo palabra de
Dios, que ese día regresaréis siempre a mi huerto.
Adán y Eva, ya de pie, permanecían inmóviles y cabizbajos, tomados de la mano. Jehová los miró con
ternura y pena y se remontó en seguida, con dignidad de mongolfiera, hacia su nube blanca y baja y
prodigiosamente anclada.
Muchos ángeles descendieron en bandada casi de inmediato; algunos de ellos acompañaron a la pareja
emigrante al través de las colinas que delimitaban el Edén; los otros emprendieron la tarea nada fácil de
buscar por los vericuetos del Jardín y hacer salir de él a todos los animales.
Desde un ventanuco triangular de su nube, Dios no apartaba los ojos de sus criaturas. Los vio atravesar las
colinas e inaugurar el conocimiento de las plantas espinosas, vio cuando los ángeles les daban las últimas
instrucciones y los abandonaban a su suerte, vio que seguían caminando (siempre tomados de las manos)
y que cada no muchos pasos se detenían y miraban hacia atrás, vio que lloraban y que se perdían en lo
que se llama el mundo. U todo lo vio con la mirada empañada por las primeras (y únicas) lágrimas de su
existencia eterna.
Esa misma tarde una brigada de ángeles ingenieros cubrió el Paraíso baldío con una montaña hueca –una
modesta montaña falsa que hoy los geógrafos confunden con las verdaderas y que los ángeles zapadores
han de demoler en pocos minutos algún día- esa misma noche Jehová Dios hizo retirar su nube residencial
hasta un lugar del cielo a la altura de las nubes altas.
Comenzó para los inmortales Adán y Eva una vida semejante a la nuestra: prácticamente, en lo cotidiano,
nuestra vida. Exceptuando -¡nada menos!- la amenaza-promesa de la muerte y asimismo el advenimiento
de los hijos (hecho de lo más natural que si nos ponemos a pensar resulta el mayor de los milagros),
conocieron lo que todos conocemos, y sería vana tarea de novelista describir sus días y sus noches, dilatar
más de tres o cuatro líneas la relación de sus trabajos y sus penas. Baste decir que muchas lunas, muchos
años, quizá siglos de tiempo que giraba inmóvil como un trompo dormido, vivieron luchando cada uno
consigo mismo, y cada uno con el otro, y los dos con la tierra, los animales y el cielo.
En vano espoleaban sus corazones y sus cuerpos, sus cuerpos y sus corazones; en vano se miraban a los
ojos, se hablaban inventando un lenguaje para quererse, se acariciaban con todas las caricias posibles,
todavía ninguna prohibida, y hacían el amor hasta los últimos alientos en lechos de hojas, sobre hierbas
mansas y sobre hierbas ásperas, en el fondo de una caverna que encontraron prefabricada, en el lodo
tibio y fétido de unos pantanos próximos a las fuentes del Eufrates…: la mudez de Jehová, el no resonar
de la voz divina ordenándoles el regreso al Edén, les repetía con no alcanzaban el Amor.
Los trabajos, las luchas y los infortunios solían acercarlos; pero también, y más comúnmente, los alejaban,
los separaban. Y lo que sobre todo se interponía entre ellos era el recuerdo de la vida en el Paraíso, la
memoria viva y como herida del amor con minúscula allí habían vivido. Frecuentemente, se reprochaban
uno al otro el frasco y el exilio; a menudo, incluso, llegaron a odiarse.
Hasta que una tarde, en la hoya del desánimo, escalaron la montaña provisoria y rogaron a gritos a Dios
que los devolviera al barro y pusiera así término a sus fatigas. Jehová, que por algo es Dios, tenía la
respuesta preparada. Ellos no lo vieron, sólo oyeron Su voz. Desde algún lugar de la montaña de utilería,
la voz un tanto escénica y gangosa recitó con afectación:
- Os concedo lo que rogáis, o sea la muerte; pero como rectificarse y anular sus obras mal le
corresponde a Dios, os concederé también la facultad de desdoblaros en seres sin recuerdos que
anhelarán y buscarán, para vosotros, el Amor que un día os reintegrará a mi huerto, según la promesa
que mantengo.
Adán y Eva, muy perplejos, descendieron de la montaña; no menos perplejos, ángeles y arcángeles
cuchicheaban en los pasillos y los sótanos de la nube anclada a la altura de las nubes altas. Jehová Dios
Dobles o fantasmas de Adán y de Eva llenan el mundo: sombras que ignoran su condición de pálidos
fantasmas constituyen las razas, forman las naciones, devoran los animales y las plantas, se comen y
ensucian de mierda y residuos el planeta: espectros de espectros odian y sufren y luchan por la vida,
hacen las guerras y las máquinas, construyen las ciudades y las tumbas, se emborrachan con todas las
cosas transformables en alcoholes que en el mundo son, inventan el cristianismo y lo complementan con
la bomba atómica, descubren América –y con ella el tabaco- un 12 de octubre, ríen y lloran, se enferman
de vanidad y de ambiciones, estatuyen para el sacrificio dioses crueles y luego, para lo mismo, el dinero,
razonan y sueñan la metafísica, malsueñan la teología, se desdoblan en fantasmas de enésimo grado por
medio de un arte que llaman el séptimo, intentan –algunos, los más vanos- la literatura fantástica… Y
siempre, siempre, mientras hacen eso y mucho más, persiguen el Amor, hacen el amor.
Sombras que no se saben sombras, embelecos en servidumbre que se engañan sobre lo que son y hasta
hablan a menudo, con casi culpable ligereza, de almas individuales y de libre albedrío, procuran
ciegamente para los desterrados del Paraíso el Amor redentor (de ahí el hambre y la sed de perfección
que restallan siempre como látigos en los cuerpos y los corazones de los amantes) , fracasan, agregan al
mundo sombras niñas que sin asombro ven crecer, obtienen al fin su descanso en el regreso al polvo
donde Adán y Eva desde milenios están.
Incontables como los granos de trigo de un trigal son las veces en que un hombre y una mujer ebrios de
quererse pusieron en peligro de muerte a la humanidad; pero siempre una imperfección última, un
delicado egoísmo sobrevenido no se sabe cómo cuando ya todo parecía alcanzarse, la terca, sorpresiva
persistencia de una tenue valla que se diría vencida pero que en realidad no lo estaba…. Permitieron la
continuación del gigantesco simulacro.
Muchos, muchos siglos así han pasado, y en ellos tantas generaciones han venido y se han ido que hasta
es dudoso que los propios ángeles tenedores de libros lleven bien las cuentas. Y cada vez hay más
fantasmas sobre la tierra más huesos y polvo de fantasmas debajo de la tierra. Pero cabe preguntarnos
¿Hasta cuándo?, porque sabemos (Jehová, que es Dios, lo aseguró bajo palabra) que el punto final ha de
llegar necesariamente algún día.
Sí: dos amantes que tocarán como tales la perfección consumarán un instantáneo apocalipsis sin
cataclismos ni mares de sangre, sin horribles caballos ni animales misteriosos con alas llenas de ojos, sin
espadas de fuego ni abismos homicidas ni lluvias incendiarias, sin ángeles trompeteros, sin siete tazas de
ira del Señor derramadas sobre la tierra… sin nada, para abreviar tanta insanía, de lo que complotó el
delirio destructivo, el cósmico y visionario resentimiento de aquel tremebundista Juan de Patmos.
Sí: un hombre y una mujer que quizá aún no han nacido pero que nacerán un día (o que quizá ya han
nacido, quizá ya caminan del brazo por una pradera estival o una playa llena de invierno, que quizá ya se
besan en una calle oscura o se desnudan el uno para el otro en un lugar cualquiera del orbe, que quizá ya
esperan turno, trémulos, en un rincón del patio de una casa de citas, que quizá sean los de esa pareja de
adolescentes que juega con un gato gris en ese banco, que quizá seas tú, lector, y aquella hembrita
vestida de verde que estuviste mirando el otro día en la parada del ómnibus y que no has olvidado, o tú
lectora, y ese compañero de oficina que te produce una incomodidad no del todo incómoda en la piel de
la espalda, en los pezones, en…) se borrarán a sí mismos y desvanecerán en una aire ya eterno esto que
se llama la Historia Universal.
Adán y Eva renacerán del polvo y, al unísono, preguntarán de acuerdo con la mejor tradición:
¿Dónde estamos?
¡A tierra!- ordenará Jehová a los ángeles maquinistas, y más fuerte gritará enseguida, ya sobre los
rugidos de los motores de su nube en apresurado descenso: ¡Podéis volver hijos míos!.
Y el grito jubiloso de Dios retumbará en las ciudades sin nadie, rodará por los campos desiertos y sobre las
despobladas aguas de los mares.
Y Adán y Eva –jóvenes, desnudos, hermosos, inmortales, habitantes para siempre del Amor- correrán
tomados de la mano al través de las colinas.
Y ángeles alegres acudirán a su encuentro para escoltarlos.
Y los ángeles zapadores arrojarán en algún valle los escombros de la montaña falsa.
Y Dios se apaerá de su nube y abrazará largamente a sus hijos.
Y recomenzará –infinita, feliz, infinitamente aburrida- la Historia Sagrada.
Y ni el más desocupado y curioso de los ángeles menores mirará los trajes y los vestidos caídos por todos
lados, los zapatos detenidos, los nudos de vehículos quietos en las calles, los sombreros irredimibles
juguetes del viento, los automóviles derrumbados a las orillas de las carreteras, los anónimos cigarrillos
humeantes, los aviones viniéndose al suelo como hojas otoñales, los relojes tictaqueando fuera del
tiempo como nadadores que nadaran en un río que alguien se llevó, las camas y las cunas y los ataúdes
saqueados, la dulce y fragante y tibia ropa interior de mujer derrumbada frente a los espejos
definitivamente ciegos, los lentes, las dentaduras postizas, los anillos de bodas y esas fruslerías que
llaman joyas sonando en el pavimento, o cayendo en el pasto o las alfombras, o quedando encima de las
mesas, o rodando a los rincones, debajo de los muebles eternamente inútiles, los muebles para nadie por
los siglos de los siglos. Amén.