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ESCRITO FINAL

Staff de prácticas
Por
Robinson Marín Hernández

Conócete a ti mismo

“Gnóthi seautón”… “conócete a ti mismo”. Un viejo adagio griego inscrito en el templo de


Apolo en Delfos, hace más de 2.500 años, atribuido al filósofo Sócrates.

El autoconocimiento termina por ser el punto de partida, pero también, el punto de llegada
de la vida misma. Un camino que emprendemos sin tener plena consciencia de él y que solo
vamos haciendo consciente, paradójicamente, en la medida en que vamos terminando el
camino; al final de nuestra existencia humana tal y como la conocemos.

Pero podemos tomar un atajo frente al conocimiento de sí mismo, cuando logramos


articular la conciencia del mundo con nuestra propia consciencia; cuando nos permitimos
otorgarle valor a las pequeñas cosas y escudriñar en lo cotidiano; cuando invertimos el
viaje, que creemos que es hacía afuera, hacia lo externo, y lo reorientamos hacía nuestro
interior. Sólo allí, podemos comenzar a conocernos verdaderamente a nosotros mismos; en
la interiorización del mundo, en la reflexión propia, en la transformación consciente, en la
búsqueda del equilibrio, en el reflejo del otro, pero en todo caso, en nosotros mismos.

Cualquier camino que empremos, nos conduce, necesariamente, al conocimiento de


nosotros mismos, sin embargo nos pasamos la vida entera tratando de resolver el enigma de
la existencia, cuando siempre estuvo allí presente, en nuestro interior.

No elegir un camino, es ya, elegir. Siempre elegimos, pero también, siempre quedará la
incertidumbre frente a aquello que no elegimos, frente al camino no elegido. ¿Qué pudo
traer consigo? ¿Qué hubiera devenido en su ruta? ¿Qué nos hubiéramos encontrado en
medio de aquél bosque que no elegimos andar? Y nos encerramos obsesivamente en
aquello que pudo ser, que debió ser, pero que no fue, perdiendo de vista el inconmensurable
valor del instante que está siendo, que no es otra cosa, que la vida en su esencia más pura,
que la oportunidad de conocerse a sí mismo y de decidir aquello que dentro de poco
acaecerá.

La vida es un cúmulo de experiencias, de decisiones constantes (acertadas o no acertadas).


Es hilvanar momentos (buenos y no tan buenos) entre tramas y urdimbres, que, en todo
caso, nos llevan a ser quienes llegamos a ser. Nos permiten darle forma, a nuestro propio
ritmo y a nuestra propia prisa, al tejido de lo que somos nosotros mismos.

Elegir una carrera profesional cualquiera, no determina quién soy, o como soy, o qué tengo
o quién proyecto ser en el futuro, pero sí debería reflejar, de alguna manera, parte de
aquello que está contenido en mi existencia. Una carrera profesional termina por ser un
camino elegido entre el abanico de posibilidades que se despliega ante nuestros ojos, y con
la cual nos identificamos, no por algo diferente, a aquello de lo que somos, o que aspiramos
ser en nuestra proyección más natural.
A mayor nivel de coherencia, entre aquello que proyectamos ser y lo que elegimos ser,
mayor será el nivel de apasionamiento con que asumamos los retos que plantea tal elección,
aunque en el camino nos encontremos con las falacias propias del mundo exterior, aunque
la incertidumbre haga tambalear los ideales, aunque se presente como un fantasma el
imaginario de aquello que debió ser y no fue, es la elección que se hizo y la que va en la vía
de conocerse a ti mismo.

La vida no es una práctica, es in situ.

La vida no es un ensayo previo para salir a vivirla después, la vida es factum, es actum, es
aquí y ahora; no puede ser vivida dos veces. Se vive una sola vez con errores y todo.

Hacer prácticas como un ejercicio complementario a la carrera que elegí, la psicología,


terminó por configurarse en la posibilidad de vivir, de presenciar, de experimentar in situ,
aquellas cosas de las que no necesariamente nos hablan en la academia. Aquellas cosas para
las que no nos preparan en un aula de clase. Aquellas cosas que, tal vez, no se encuentran
en los libros de los grandes autores de la psicología como Freud, como Jung, como Erikson
o como Frankl, no porque ellos no hubieran vivido situaciones extremas o semejantes, sino
porque fue su experiencia y no la mía.

Mi experiencia, mi vivencia, todo aquello que pude conocer por mí mismo, todo aquello
que se fue asentando en el acervo de mi conocimiento por la vía de mi propia reflexión y
por la vía de mi propio análisis, cobra mayor significado y mayor valor en tanto que es mío,
que es aquello que yo decidí vivir y aquello con lo que yo me enfrenté cara a cara en la
soledad de mis circunstancias para hacerme fuerte, para respaldar mis decisiones o para
refutármelas.

Se nombra como practica esta experiencia académica, pero en realidad fue la vida misma,
fue la desesperanza y la esperanza, fue el afecto, fue la humanidad, fue el sentido y el sin
sentido lo que pude mirar, por mí mismo, directamente a los ojos y darme cuenta que la
realidad no se encuentra en los diarios, ni en las novelas, ni en la televisión, ni en los libros
escritos por los grandes pensadores, la realidad se encuentra aquí mismo y la puedo
aprehender, en el momento en que decido hacerlo.

Nada será más fidedigno a la realidad de la existencia que la existencia misma, que la vida
del otro, que mi propia vida, que el tiempo y el espacio que transcurren en este mismo
momento y que a veces perdemos de vista por pretender ser otros, por pretender ser como
otros, o por aspirar a ser otros en un futuro, soportando la leve molestia que implica ser
nosotros mismos, ahora.

Aquellas acciones, aquellas funciones, aquellas intervenciones, aquel rol que asumimos,
aquél semblante que debimos mostrarle a alguien ajeno, aquellos aprendizajes importantes
o simplemente aquella “pérdida de tiempo” que nombramos como practicas académicas y
que cumplimos por puro protocolo y por obligación para aspirar al grado de psicólogos, no
fue en realidad una “practica”, fue la vida misma, fue nuestra vida escurriéndose en medio
de las decisiones afortunadas o desafortunadas que hemos debido asumir, pero en todo
caso, no fueron prácticas, fueron fácticas. Porque la vida se trata de vivirla aquí y ahora,
con errores y todo. A veces con la posibilidad de resarcirnos de las decisiones tomadas y a
veces teniendo que vivir con las acciones poco acertadas.

Nombrar este ejercicio académico como “practica”, desde mi modo de ver las cosas, es una
muestra más de que nuestra cultura está permeada por el positivismo científico. El
acercamiento con otros seres humanos no debería darse a partir de una relación de
“practica”, como si se tratara de un “ensayo- error”, como si se tratara de experimentar
reiteradas veces, una tras otra, para luego, una vez recibido el título de psicólogos, poder
hacerlo bien.

“Practica” suena a utilitarismo, a instrumentalismo, estaría mejor nombrarlo como


experiencia académica, o como acercamiento al entorno o como aprendizaje significativo
para la profesión, entre otros, pero la vida no se practica para salir a vivirla luego; se vive
una sola vez, con errores y todo.

Libertad de elección

En aquél contexto en el cual desempeñé mi ejercicio académico, nombrado para estos


efectos como “práctica”, creció mi espíritu, creció mi actitud crítica y autocrítica. Aprendí a
mirar de otra manera aquellos fenómenos que acontecen a mí alrededor y que antes me eran
indiferentes, porque simplemente no sabía mirar y porque no tenía las herramientas
necesarias para hacerlo.

Aprendí de la esperanza en medio de la miseria. Aprendí del sentido en medio de lo


absurdo. Aprendí del perdón y del olvido a pesar de la injusticia social. Aprendí a sonreír
con el otro a pesar de su indiferencia. Aprendí de la alegría en medio de la infelicidad.
Aprendí a saber vivir con lo poco que me queda, porque lo último que se pierde en la
existencia es el aliento de vida; siempre que haya aliento de vida, pareciera ser que hay
esperanza sin importar nada más allá de eso.

Aprendí que lo importante es saber elegir, en todo momento, la actitud con la cual debo
enfrentar los temores, las circunstancias y las adversidades. Lo importante entonces es la
libertad última que nos queda como humanos, a pesar de todo o a pesar de nada; la libertad
de elegir cómo comportarnos y qué respuestas dar a la existencia, pese a no recibir del
universo lo que en nuestro más profundo imaginario deseamos.

A veces, aparentemente, nos corresponde vivir situaciones que no pedimos vivir. Se


presentan situaciones accidentadas que no son negociables vivir o no, pero nos queda la
posibilidad de la libertad; de la libertad para elegir cómo soportarlas, cómo afrontarlas,
cómo resolverlas, cómo superarlas. De eso se trata la vida; es dinámica, nos lleva, nos trae,
nos enseña, nos da, nos quita, pero perder no necesariamente es el desapego obligado o el
desarraigo de algo, perder es también la posibilidad de vaciarnos para poder llenarnos de
nuevo y aquellos seres humanos con los que me encontré en el contexto del
desplazamiento, de la vulneración de derechos, de la violencia, lo saben, han aprendido,
obligados o por la propia voluntad, a desapegarse para volver a llenarse, perder para volver
a ganar, cerrar ciclos para volver a comenzar otros nuevos.
Todo esto he aprendido, por que decidí abrirme a la posibilidad de aprender a partir de sus
experiencias y de sus relatos de vida. Tal vez ellos, conscientemente no me enseñaron. Es
más, probablemente veían en mí la posibilidad de aprender algo nuevo. Sin embargo, no les
enseñé nada, fueron ellos quienes me enseñaron una pequeña parte de todo lo que tienen
por enseñarle al mundo. Yo elegí vaciarme, como físicamente lo estaban ellos, para poder
ser lleno por ellos.

Sentido de vida

Nos pasamos la vida entera tratando de encontrar su sentido como si lo hubiésemos


extraviado en algún momento, pero el sentido está en las cosas pequeñas, en los detalles, en
lo cotidiano, en el otro, en lo que el otro me refleja y en mi reflejo en los ojos del otro.
Somos los demás de los demás, pero antes que nada, somos quienes somos, somos nosotros
mismos y allí radica el sentido, en nosotros mismos.

El sentido de la existencia no se puede poner en lo que tenemos, en lo que nos falta, en lo


que nos sobra, en la pareja, en la familia, en los hijos, en el empleo, o en la carrera
profesional de nuestra elección. Allí no se encuentra el sentido, todo ello solo es el reflejo
ilusorio del sentido, porque el sentido se encuentra en lo que todo esto tiene en común, en
mí mismo.

Obtener un título universitario no me determina como ser humano. Me podrá otorgar un


estatus determinado, me podrá abrir la posibilidad de un empleo, y podrá constituirse en un
medio para resolver temporalmente mis necesidades más inmediatas, pero no me determina
como ser humano.

Mi ser está determinado por aquello en lo que transformo mis experiencias, por la actitud
que asumo ante los retos de la vida, por el aprendizaje continuo, por mi relación con los
otros, por mi obrar ante determinadas circunstancias, por la coherencia entre lo que digo, lo
que pienso y lo que hago.

Haber pasado por la academia y haber tenido la oportunidad de realizar un ejercicio


práctico de aquella profesión que proyecto ejercer en algún momento de mi vida, me han
nutrido enormemente, hacen fuerte mi intelecto, pero sobre todo, me fortalecen como ser
humano y aportan al sentido que le doy a mi existencia.

Fue una experiencia más. Pero la vida es eso, es un cúmulo de experiencias. Tejer y tejer
experiencias nuevas cada día para fortalecer el espíritu es una elección, ante todo, personal.
La vida es devenir. La vida no es reposo, tampoco es la quietud paradójica en la que nos ha
sumido la tecnología y el “desarrollo”, donde aparentemente nos movemos aceleradamente,
pero la verdad es que llevamos una postura estática dejándonos llevar por la marea. La vida
tiene un sentido diferente al que estamos acostumbrados. La vida tiene un sentido superior.

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