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LEER = UNA CACERÍA FURTIVA

Tomar distancia de la imagen de los consumidores como masas a las que solo les queda
la libertad de rumiar a través de las praderas de los medios la ración de simulacros
distribuidos por el sistema. El entretenimiento es enajenante y convierte a los
ciudadanos en consumidores pasionales más que racionales => la gente no es idiota.

Importancia de la escritura: se permite leer, pero no escribir. Las protestas contra la


vulgaridad de los medios son muestra de una pretensión pedagógica: la élite postula que
el público está moldeado por los productos que se le imponen, suponiendo que
consumirlos significa necesariamente volverse parecido a ellos (lectura pasiva, informar
como dar forma, sometimiento a la ideología). Pero consumir implica una apropiación
de lo que se nos impone, volviéndolo parecido a lo que somos.

Se supone que consumir significa necesariamente volverse parecido a lo que se nos


impone (postulado de la pasividad con la que se asocia a la lectura, informar como dar
forma, sometimiento a la ideología). Pero consumir implica una apropiación de lo que
se nos impone, volviéndolo parecido a lo que somos.

Leer es peregrinar en un sistema impuesto (el del texto, análogo al orden construido de
una ciudad o de un supermercado) y modificar lo que se lee. Un sistema de signos
verbales o icónicos es una reserva de formas que esperan sus sentidos del lector, quien
inventa en los textos algo distinto de lo que era su intención.

De los análisis que siguen a la actividad lectora en sus recovecos, desviaciones a través
de la página, metamorfosis y anamorfosis del texto por parte del ojo viajero, vuelos
imaginarios o meditativos a partir de algunas palabras, encabalgamientos de espacios
sobre las superficies militarmente ordenadas de lo escrito, danzas efímeras, se destaca al
menos, una primera aproximación, que no sabría mantener la partición que separa la
lectura del texto legible (libro, imagen).

Pero la realidad es los textos solamente tienen significación por sus lectores, se
ordenan según códigos de percepción que se le escapan y a partir de los que se inventa
en ellos algo distinto de lo que era su intención “real” (la del autor empírico). Un
sistema de signos verbales o icónicos es una reserva de formas que esperan sus sentidos
del lector. El lector, como el cazador furtivo en el bosque, tiene el escrito a ojo,
despista, hace jugarretas, engaña, es un nómada en campos ajenos.

La operación codificadora, articulada por medio de significantes, hace el sentido, que no


está definido pues por un sedimento, por una “intención”, o por una actividad de autor.
¿De dónde nace entonces la muralla china que circunscribe lo “propio” del texto, que
aísla del resto su autonomía semántica, y que hace de ésta el orden secreto de una
“obra”? ¿Quién levanta esta barrera que constituye el texto en isla siempre más allá del
alcance del lector?
Esta ficción condena a los consumidores a ser sometidos, pues siempre han sido
culpados de infidelidad o de ignorancia ante la “riqueza” muda del tesoro oculto en la
obra, caja fuerte del sentido. De suyo ofrecido a una lectura plural, el texto se convierte
en un arma cultural, un coto de caza reservado. Es pues la jerarquización social que
oculta la realidad de la práctica lectora o la hace irreconocible, reduciendo sus
invenciones consideradas desdeñables al silencio.

Entre el texto y sus lectores hay una barrera, muralla china, frontera que circunscribe lo
propio del texto, su literalidad o literaturidad que lo organiza como espacio legible:
autonomía semántica, orden secreto de una obra, isla siempre más allá del alcance del
lector. Para esta frontera, los “verdaderos” intérpretes oficiales (élite intelectual,
profesionales privilegiados y socialmente autorizados) entregan solo pasaportes, al
transformar su lectura legitimada en una literalidad ortodoxa que somete y reduce a las
otras lecturas (igualmente legítimas) a solo ser heréticas (impertinentes, no conformes al
sentido del texto) o insignificantes (olvidables). Desde este punto de vista, el sentido
“literal” es el índice y el efecto de una jerarquización social, del poder de una élite.

De suyo ofrecido a una lectura plural, el texto se convierte en un arma cultural, un coto
de caza reservado: consumidores culpados de infidelidad o de ignorancia ante la
“riqueza” muda del tesoro oculto en la obra, caja fuerte del sentido. Es pues la
jerarquización social que oculta la realidad de la práctica lectora o la hace irreconocible,
reduciendo sus invenciones consideradas desdeñables al silencio.

Actividad silenciosa, transgresora, irónica o poética, de lectores (o televidentes,


practicantes) que conservan su actitud de reserva en privado y sin que sepan los
“maestros”. Los lectores no son autónomos porque no producen textos. Producen
lecturas, aunque sus operaciones son subrepticias y reprimidas.

El lector, como el cazador en el bosque, tiene el escrito a ojo, despista, ríe, da


“pasadas”, hace jugarretas, engaña, es un nómada que caza furtivamente a través de los
campos que no ha escrito, que roba los bienes de Egipto para disfrutarlos. El televidente
lee el paisaje de su infancia en el reportaje de actualidad.

La lectura es una actividad silenciosa, desconocida, transgresora, fugitiva,


impugnadora, irónica, de ardides poéticos, arte sutil, peregrinación/viaje y modificación
(metamorfosis y deformación), que se realiza infiltrándose en los recovecos de un
sistema impuesto (el del texto, la ley y el orden, ciudad o supermercado, escritura
autorizada que sirve de marco, tierras del prójimo), trabajo artesanal (arreglo o reajuste
con los medios a disposición, sobre las tierras del prójimo) que implica desvíos, tácticas
y juegos, por parte de lectores (televidentes, practicantes) que no son autónomos porque
no producen textos (no crean un lugar propio), sino que producen lecturas, aunque sus
operaciones son reprimidas y subrepticias (vuelos imaginarios, danzas efímeras sin
proyecto).

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