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La Guerra Fría y

América Latina

Historia de
América Latina

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Impacto de la Revolución
Cubana y la Guerra Fría en la
Región
En un primer momento, las causas que impulsaron la Revolución comunista
en Cuba no salieron del estereotipo de los conflictos satélites que libraban
los dos bandos opositores que comandaban el orden internacional del
momento, EE.UU. y la URSS. No obstante, con el correr de los hechos,
Estados Unidos comenzó a considerar la expansión de este fenómeno dentro
del subcontinente como una amenaza real y potencial que podría afectar su
territorio de influencia.

La reacción latinoamericana frente al estancamiento económico y político


en que amenazaba hundirse el subcontinente venía a reforzar los anhelos
que la Revolución Cubana estaba suscitando entre quienes desde fuera
aspiraban a orientar el rumbo de América Latina. En lo que tocaba a estos
últimos, el vigor que la ola de prosperidad había infundido a las economías
y sociedades desde las cuales se disponían a orientar ese curso los animaba
a hacer pesar con mayor firmeza que nunca su influjo sobre el desorientado
subcontinente; cuando en Washington o en Moscú se afirmaba con tanta
seguridad que éste estaba entrando en una etapa decisiva, se quería decir
entre otras cosas que quienes formulaban esa profecía se juzgaban capaces
de hacer lo necesario para que así ocurriese (Halperin Donghi, 1998).

Durante la guerra de guerrillas contra el dictador Batista, Fidel Castro se


había presentado como un reformista demócrata que luchaba contra la
tiranía para restaurar la democracia representativa. Sin embargo, una vez en
La Habana, se deslizó firmemente hacia la izquierda. Sabía que cualquier
amenaza a la inversión estadounidense -o a su hegemonía política- en Cuba
provocaría la intervención de Estados Unidos. A comienzos de 1959, Fidel
hizo proposiciones a los soviéticos; a finales de año, Cuba ya recibía ayuda
económica de Moscú. Pasado un año más, había completado un cambio casi
total en las relaciones comerciales: de una dependencia comercial
aplastante de Estados Unidos a una dependencia comercial aplastante de la
Unión Soviética. La ayuda militar soviética también había comenzado a
derramarse en el país. Resultaba evidente que los soviéticos estaban
dispuestos a hacer una apuesta mucho mayor de lo que nunca habían
contemplado en Guatemala en 1954. (Skidmore & Smith, 1999)

Esto dio pie a reacción estadounidense prevista por Fidel. El intento de


desembarco en Bahía de Cochinos a comienzos de 1961 podría haber tenido

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resultados positivos si el presidente Kennedy hubiera ordenado a la marina
estadounidense proporcionara cobertura aérea, en cambio decidió no
hacerlo y la intervención fracasó. La dicotomía en las políticas generaba en
la administración estadounidense un dilema debido a que la administración
Kennedy bregaba por desarrollar un mayor acercamiento con los países de
la región y una mayor y mejor cooperación latinoamericana.

Estados Unidos se vio humillado y derrotado, en primer lugar por el fracaso


de la invasión anticastrista, segundo por la torpe cobertura utilizada para
esconder su participación. El fracaso fortaleció la revolución de Fidel, ya que
logro probar que Estados Unidos representaba efectivamente una amenaza
constante para la seguridad cubana, lo que le otorgaba vía libre para
intervenir en contra de la oposición interna. La invasión fallida también
confirmó la entrada de la otra superpotencia en el hemisferio. El temor de
la penetración soviética en las Américas se había convertido en algo real. “Si
los soviéticos estaban dispuestos a abastecer a los cubanos, ¿cuántos otros
movimientos guerrilleros latinoamericanos podrían esperar el mismo
respaldo? Esa preocupación acicateó a los responsables políticos de
Kennedy para apresurarse a formular su programa latinoamericano
(Skidmore & Smith, 1999).

En cuanto a los Estados Unidos, sin duda su disposición a gravitar más


decididamente en los conflictos satelizados en Latinoamérica quedaba
evidentemente explicada por el desafío de la revolución de Cuba y el
patrocinio soviético que le aseguró la continuidad, pero ninguno de los casos
explicaban el rumbo que la administración Kennedy decidiría tomar hacia
una política más activa. El escenario principal del combate contra la amenaza
revolucionaria se trasladaba así al continente americano, éstas eran las
verdaderas razones que orientaban las propuestas de política de la
administración Kennedy, que se inspiraban por una parte, en la misma raíz
que estimulaban los procesos revolucionarios y por otra en las
consecuencias de los procesos de cambio socioeconómicos llevados a cabo
en Asia y África a partir de la Segunda Guerra Mundial, que en algunos casos
habían elegido las vías revolucionarias y en otros no, lo cual ofrecía
enseñanzas útiles sobre experiencias de cómo soslayar las primeras y
alcanzar las del segundo tipo a través de transformaciones menos
incompletas que las latinoamericanas.

Expresión de esta nueva política latinoamericana fue la Alianza para el


Progreso, cuyas propuestas (que retomaban otras de origen
latinoamericano, a partir de la Operación Panamericana lanzada por el
presidente brasileño Kubitschek y la aún más grandiosa propuesta por Fidel
Castro) ponían en primer plano los aspectos de esa nueva línea que podían
resultar más gratos a la opinión latinoamericana. Ella propugnaba a la vez el
recurso a la reforma agraria, cada vez que –como ocurría en casi toda

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Latinoamérica– éste se revelaba necesario para romper el estancamiento
rural, y una industrialización más rápida y menos limitada que en el pasado.
Esos objetivos debían lograrse mediante la transferencia de veinte mil
millones de dólares a lo largo de diez años, la mitad de los cuales provendría
del tesoro de los Estados Unidos y el resto de inversiones productivas
privadas, y que debía ser complementada por inversiones de igual monto y
de origen latinoamericano, aquí a cargo sobre todo del Estado; el objetivo
era asegurar una tasa de crecimiento del producto bruto per cápita del
orden del 2,5 por 100 anual (Halperin Donghi, 1998).

Ello requería además la expansión de las funciones y los recursos del Estado,
que figuraban también entre los objetivos declarados de la Alianza; ésta
preveía en efecto una reforma impositiva que aumentase y redistribuyese la
carga fiscal, complementada por un sistema de percepción más eficaz, y
capaz por lo tanto de hacer pagar su parte a los más ricos. Pero la creación
de una base financiera más robusta para el Estado no tenía tan sólo por
objetivo facilitar el desarrollo económico y contribuir a una transformación
de la sociedad en sentido más igualitario; servía a la vez a ese otro objetivo
menos insistentemente pregonado de la nueva política latinoamericana de
los Estados Unidos que era la consolidación acelerada de estructuras
políticas y sociales capaces de encuadrar sólidamente a las masas; si los
nuevos dirigentes de Washington advertían muy bien que un estado capaz
de hacerse presente de modo decisivo en todas las esferas de la vida
colectiva no era suficiente para asegurar ese encuadramiento, no se
equivocaban al considerar que su ausencia lo hacía extremadamente difícil
(Halperin Donghi, 1998).

Para esa tarea de encuadramiento y canalización de las masas


latinoamericanas el gobierno de Kennedy confiaba en las corrientes de
reforma moderada cuya fidelidad a la posición norteamericana en la guerra
fría no había vacilado ni aun ante la sistemática ingratitud de Eisenhower, y
esa confianza se traducía en la preferencia por las soluciones políticas
encuadradas en el marco de la democracia representativa, frente a las
dictatoriales, que sin duda era exhibida con particular insistencia en función
de la nunca extinguida polémica anticubana, pero que se apoyaba sobre
todo en la convicción de que los partidos de masas, tanto en un marco de
democracia competitiva como en uno de monopolio político de hecho sino
de derecho, podían cumplir mejor esa función de control que el
autoritarismo de base militar (Halperin Donghi, 1998).

Pero, como contracara a esta política de cooperación, había un trasfondo


que llevaba impresa una estrategia para combatir el avance del comunismo
en la región, ya que Estados Unidos apoyaba a los gobiernos de anti
comunistas, entrenando y ayudando a poner a los ejércitos
latinoamericanos al servicio de ese ambicioso programa de transformación

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con propósitos de conservación del statu quo. Una parte considerable de los
fondos del plan se orientaron a financiar esos ejércitos, que a la vez eran
incitados a tomar a su cargo, a través de los “programas de acción cívica”,
funciones de los lineamientos de desarrollo económico-social que los
introdujesen en el horizonte de experiencias cotidianas de las masas rurales,
para que luego tuvieran que apoyarse en ellos en busca de orientación en
los momentos de crisis, en parte supliendo la insuficiente llegada del Estado
y la de los partidos en esos rincones inhóspitos, lugares propicios para el
crecimiento de la semilla de la revolución, ante la amenazante promesa
cubana de hacer de la cordillera de los Andes una “Sierra Maestra” a escala
regional.

El resultado fue la implantación de la presencia norteamericana más


compleja y diferenciada hasta el momento y por esa razón capaz de gravitar
eficazmente en una Latinoamérica que estaba transitando el camino de
entrada en la era de masas. Esa estrategia respondía a un doble propósito
de transformación y conservación a la vez, o siguiendo más las teorías de
seguridad, de “seguridad y desarrollo”.

Algunos casos…

Los forjadores de la Alianza para el Progreso confiaron en una combinación


improbable de factores favorables: gobiernos electos que fomentarían el
crecimiento económico al tiempo que lograban la reforma social. Si América
Latina tenía todos los problemas que sus analistas describían con tanta
frecuencia, ¿cómo podían de repente los políticos producir el consenso
necesario para llevar a cabo estos programas tan ambiciosos? ¿Por qué iban
a apoyarlos los ricos y privilegiados? ¿Podía lograrse el crecimiento
económico si las reformas sociales del gobierno amenazaban a los
productores establecidos? (Skidmore & Smith, 1999).

Se ha mencionado previamente que el destino desdichado de los reformistas


demócratas de Chile, Brasil, Argentina y Perú.

En Chile, Frei (1964-1970) se quedó muy lejos de sus objetivos en ámbitos


clave como la reforma agraria y la redistribución. Luego el poder pasó a un
reformista más radical, Salvador Allende (1970-1973), bajo quien la política
se polarizó de forma muy peligrosa y la economía escapó del control, debido
en parte a la guerra económica de Estados Unidos contra Chile. El
reformismo -del que Allende seguía siendo representante- había fracasado
estrepitosamente. El régimen militar represivo que siguió a partir de 1973
fue en parte lo que la Alianza para el Progreso debía haber evitado.
(Skidmore & Smith, 1999)

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En Brasil, Janio Quadros (1961) pareció al principio ser el dinámico
reformista muy votado que necesitaba el país. Pero renunció tras sólo siete
meses en el cargo, con lo que inició tres años de crisis política que
culminaron en un golpe contra su ineficiente sucesor, Joao Goulart (1961-
1964). Los gobiernos dominados por los militares a partir de 1964 hicieron
hincapié en el crecimiento económico, pero se ocuparon poco de la reforma
social. El resultado fue el aumento de la desigualdad social, combinado con
un alejamiento constante en los años sesenta de las elecciones directas,
camino que los artífices de la Alianza para el Progreso debían haber pensado
que constituiría una invitación a las dificultades (Skidmore & Smith, 1999).

En Argentina, la mayor esperanza de los reformistas demócratas fue el


gobierno de Arturo Frondizi (1958-1962), pero pronto fue puesto en peligro
por su impopular programa antiinflacionario y cayó víctima de la antigua
confrontación entre peronistas y militares. Ninguno de los gobiernos que
siguieron se aproximó al modelo hipotético de la Alianza para el Progreso
(Skidmore & Smith, 1999).

Venezuela, uno de los pocos países que mantuvieron un gobierno civil


continuo, era un lugar privilegiado para la política reformista patrocinada
por Estados Unidos. No obstante, produjo una reforma social insignificante
y su importancia siempre se vio comprometida por sus ingresos petroleros
llovidos del cielo (Skidmore & Smith, 1999).

En Perú, el presidente Fernando Belaúnde Terry (1963-1968) parecía un


reformista demócrata y apostó por el desarrollo económico, sobre todo
mediante la apertura de la Amazonia peruana. Pero no pudo controlar a los
militares nacionalistas y también se topó con severas dificultades
económicas. Fue depuesto por un golpe militar encabezado por el general
Juan Velasco Alvarado, cuyo régimen militar puso en práctica una reforma
agraria más radical que cualquiera de las contempladas por Belaúnde. A su
vez, Velasco fue reemplazado por un régimen militar más a favor del sector
privado, que permitió la celebración de nuevas elecciones en 1980, y
Belaúnde, exiliado desde hacía mucho tiempo en Estados Unidos, fue
reelegido para la presidencia. Pero las dificultades económicas se
amontonaron contra su gobierno reformista. (Skidmore & Smith, 1999)

Colombia fue otro país en el que los planificadores estadounidenses


pusieron grandes esperanzas. El presidente de 1958 a 1962, Alberto Lleras
Ca-margo, era un elocuente y atractivo político del Partido Liberal,
procedente de una importante familia colombiana. Su cuadro de
economistas y tecnócratas preparó los detallados planes económicos y
sociales que pedía la Alianza para el Progreso. Obtuvieron grandes
préstamos del gobierno estadounidense y los organismos multilaterales, y
los entusiastas observadores estadounidenses pronto calificaron a ese país

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de «escaparate» del reformismo demócrata. Desafortunadamente, las
esperanzas resultaron prematuras, ya que el gobierno colombiano logró una
escasa reforma en ámbitos cruciales como la redistribución de la tierra.
Aunque el crecimiento económico estaba en ciernes, muy poco de él
benefició al sector rural de los poblados de chabolas que se multiplicaban
como hongos alrededor de las ciudades. A mediados de los años sesenta,
Colombia se había convertido en un ejemplo primordial de las críticas del
Congreso estadounidense, como las del senador J. William Fulbright, que
encontraba muy pocos de los objetivos de la Alianza cumplidos en ese país
«escaparate» (Skidmore & Smith, 1999).

Los acontecimientos de la República Dominicana expusieron de modo brutal


las contradicciones de la política estadounidense. El asesinato en 1961 de
Rafael Trujillo, uno de los dictadores caribeños más famosos, abrió el camino
para unas elecciones presidenciales libres, ganadas por Juan Bosch,
reformista popular cuyas ideas se adecuaban sin duda al molde de la Alianza
para el Progreso. A pesar del apoyo estadounidense, fue depuesto por un
golpe militar en 1963. Otra revuelta armada en 1965 desató los temores en
la administración de Lyndon Johnson de que surgiera un régimen semejante
al castrista, lo que sería un desastre tanto para su política exterior, como
para su posición en la opinión interna estadounidense. Johnson escuchó a
todos sus consejeros y luego envió 20.000 soldados. Se les unieron tropas de
Brasil, ahora regido por un gobierno militar ansioso por mostrar su celo en
la guerra fría (Skidmore & Smith, 1999).

En 1966 fue elegido presidente otro civil, Joaquín Balaguer, y las tropas
estadounidenses y brasileñas se marcharon. Pero Estados Unidos había
suscitado resentimiento en gran parte de América Latina por la manera tan
dura con la que la administración Johnson había demandado (y apenas había
conseguido) la bendición de la OEA para su intervención. No es que se
hubiera vuelto a los años veinte, pero tampoco se estaba en la nueva era
reluciente que John Kennedy había soñado en 1961 (Skidmore & Smith,
1999).

En 1970 resultaba evidente que la Alianza para el Progreso había fracasado.


Las expectativas habían sido demasiadas, teniendo en cuenta las realidades
políticas, económicas y sociales de la década. Además, el objetivo de
fomentar la democracia chocó de inmediato con la de impedir más “Cubas”.
En Brasil, por ejemplo, Estados Unidos se convenció de que el presidente
Joáo Goulart dirigía a su país hacia la izquierda de forma peligrosa y de
inmediato apoyó a la conspiración de civiles y militares que finalmente
terminaron por derrocarlo. A finales de la década, el régimen militar se había
convertido en uno de los más represivos, muy alejado de las pretensiones

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reforma social buscadas por la Alianza; no obstante, siguió recibiendo la
mayor cantidad de ayuda estadounidense.

En Argentina, entre 1963 y 1966, Estados Unidos se encontró tratando con


el débil gobierno civil de Arturo Illia, a quien sucedió el régimen represivo
del general Onganía. Pero aquí también un general tenía sus atractivos para
Washington, al igual que sus sucesores militares, ya que coartaban todo tipo
de iniciativa de los movimientos peronistas, devenidos en guerrilleros.

A pesar de que la ideología de la Alianza para el Progreso fue establecida por


Kennedy y los «nuevos hombres de la frontera», luego de su asesinato, el
presidente Lyndon B. Johnson, ex vice, prometió continuar con las medidas
básicas cuando tomó posesión del cargo en noviembre de 1963, lo cual se
vio dificultado por el nuevo contexto que comenzaría a vivir el pueblo
norteamericano a partir de la intervención en Vietnam. La elección de
Richard Nixon en 1968 produjo un cambio en la política, aunque mantuvo
un compromiso retórico con la democracia y la reforma social, en esencia
Nixon y sus consejeros estaban a favor del retorno a la postura republicana
más conservadora de dejar el desarrollo económico en manos del sector
privado. En consecuencia con el segundo objetivo de la Alianza, su
administración aumentó la ayuda militar, cuya misión presidencial en 1969
a América Latina señaló de forma contundente que «un nuevo tipo de militar
está destacando y convirtiéndose con frecuencia en una fuerza importante
para la acción social constructiva en las repúblicas latinoamericanas». Las
implicaciones resultaban obvias y terribles a largo plazo...

Nixon fue el primer presidente estadounidense que tuvo que tratar con un
jefe de Estado marxista electo en América Latina. La victoria de Salvador
Allende en 1970 fue una prueba para Estados Unidos, comprometido
públicamente con la reforma social, pero muy contrario a los movimientos
de izquierdas. Aunque el régimen de Allende nunca alcanzó un estadio
revolucionario, la administración Nixon estuvo determinada desde el día de
su elección a usar cualquier medio («hacer chillar la economía» fue una de
las sugerencias de Nixon al director de la CIA, Richard Helms) para impedir
que tomara posesión o, si fallaba esto, para acelerar su caída. (Skidmore &
Smith, 1999).

Estados Unidos desactivó la inversión privada en Chile y obstruyó, cuando


fue posible, su acceso a la financiación de los organismos multilaterales
como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco de
Desarrollo Interamericano. Al mismo tiempo, el presidente Nixon ordenó a
la CIA desarrollar y poner en práctica un plan secreto para acosar al gobierno
chileno. Se gastaron al menos 10 millones de dólares en subsidios a la prensa
opositora chilena (en especial en El Mercurio, anti-Allende militante) y a
grupos de oposición, incluidos muchos huelguistas que ayudaron a paralizar

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la economía del país en 1972-1973. Considerado en el contexto de todos los
problemas que afrontaba Allende, el esfuerzo estadounidense es muy
probable que tuviera una importancia marginal.

Fueron los militares y las clases medias y altas quienes se levantaron contra
el gobierno de Unidad Popular. (Skidmore & Smith, 1999). No necesitaban el
adoctrinamiento de Estados Unidos sobre qué hacer y cómo, pero
ciertamente éste aumentó la sensación de asedio sentida por el gobierno de
Allende y alentó a la oposición para que creyera que les esperaba su
generosa ayuda tras el golpe, que incluso dio muerte al entonces Presidente.

De este periodo, no careció de importancia la amplia publicidad que se


otorgó a las actividades ocultas de Estados Unidos. La documentación oficial
recogida por un comité específico del Senado en 1975 y las revelaciones
periodísticas que siguieron confirmaron que seguía estando dispuesto a
intervenir del modo que hacía tanto tiempo venían sosteniendo los
latinoamericanos. Esta misma tendencia reaparecería durante los años
ochenta, cuando el presidente Ronald Reagan autorizó una invasión militar
de Granada y una constante campaña de operaciones encubiertas contra
Nicaragua (Skidmore & Smith, 1999) y demás países latinoamericanos.

En el módulo siguiente se analizarán más exhaustivamente los procesos


militares y el cambio de modelo económico que terminó de marcar el
destino del subcontinente latinoamericano para los siguientes treinta años…

1. ¿Qué entiende por Populismo?

2. ¿Cuáles fueron los objetivos de Estados Unidos a través de la


implementación de
la Alianza para el Progreso?

Auge y Crisis de los Estados Autoritarios.


Decaimiento del Modelo de Industrialización por sustitución de
Importaciones (ISI) y de los Estados Autoritarios.

A fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta las economías


latinoamericanas se encontraban en pleno proceso de industrialización y
urbanización, acompañado de un rápido crecimiento económico y una
expansión de las importaciones, junto con la recuperación del modelo

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basado en las exportaciones, lo cual permitió abrir un espacio a la ideología
industrializante que recién estaba surgiendo.

Al contrario de la ideología liberal, la defensa del desarrollo mediante la


industrialización tenía el inconveniente del “vacío teórico” y del
escepticismo a causa de la falta de teorías que pudieran adaptarse a la
realidad económica y social a entender y transformar.

Como ya se comentó previamente, el desarrollo de la Escuela Estructuralista


Latinoamericana y la CEPAL vinieron a cumplir ese papel en esta región, de
la mano de los “Manifiestos”4 de Prebisch y personalidades como Celso
Furtado, Aníbal Pinto, Osvaldo Sunkel y muchos otros pensadores.

El análisis cepalino tiene como uno de sus ejes la dinámica del contraste
entre el modo en que el crecimiento, el progreso técnico y el comercio
internacional se dan en las estructuras económicas y sociales de los países
periféricos y centrales (Sistema Centro – Periferia). Otro de los ejes es el
proceso de industrialización, que aunque no atenuaría la vulnerabilidad
externa de la región (sostenimiento del rol de periferia exportadora de
productos primarios) que siempre tendía hacia el desequilibrio de balanza
de pagos, aliviaría la demanda de importaciones a través del proceso
sustitutivo, pero imponía nuevas exigencias, derivadas de la nueva
estructura productiva y del crecimiento del ingreso, por lo que sólo alteraba
la composición de las importaciones, renovándose el problema de
insuficiencia de divisas.

La preocupación por este desequilibrio llevó a que se destacara la


importancia de estimular las exportaciones, razón por la cual la CEPAL se
embarcó en la elaboración de dos iniciativas institucionales importantes
para la región: participó en la creación del ALALC (Asociación
Latinoamericana de Libre Comercio) y varios años después Prebisch se
destacaría en la creación de la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas
sobre Comercio y Desarrollo). La primera conllevaba la idea de ampliar el
comercio intrarregional, que facilitaría la expansión del sector industrial y la
profundización del proceso sustitutivo. La segunda, llevaba implícita la idea
de atenuar la vulnerabilidad de los países periféricos aplicando mecanismos
de intervención internacional concertados con los países centrales,
diversificar las exportaciones y reforzar la cooperación internacional para el
desarrollo de la periferia.

4 En 1949 Prebisch redactó para la CEPAL “El Desarrollo Económico de la América Latina y
algunos de sus principales problemas” al que luego Hirschman denominaría “Manifiesto
Latinoamericano”.

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Más allá de todas estas iniciativas, la región continuaría siendo vulnerable
por la insuficiencia de ahorro y divisas y la imposibilidad de esquivar los
estrangulamientos externos, además de los problemas inherentes a su
estructura productiva y a la incapacidad de los gobiernos de conocer las
tendencias básicas de sus economías.

A fines de la década del ´50 y principios de los sesenta hubo ciertos


elementos que incidieron en la evolución del modelo de desarrollo
económico latinoamericano.

En primer lugar el crecimiento de los países en un contexto de inestabilidad


macroeconómica y de presiones inflacionarias. Segundo, mientras el
proceso de industrialización continuaba, el de urbanización se traducía en la
pauperización del estilo de vida de los obreros, especialmente los rurales
que se trasladaban a las ciudades en busca de trabajo. Paralelamente, a
pesar de que la democracia se consolidaba, las presiones sociales políticas y
sindicales se incrementaban. Y tercero, la repercusión de la Revolución
Cubana de 1959 en la región y en la actitud del gobierno de Estados Unidos
frente al movimiento político que se propagaba por América Latina,
expresado en el Programa de la Alianza para el Progreso dirigido por la OEA
(Organización de Estados Americanos).

A mediados de la década del sesenta muchas de estas situaciones se


envilecieron, resultando una polarización política e ideológica, que llegó en
muchos casos hasta el enfrentamiento entre las dictaduras de derecha y las
organizaciones revolucionarias de izquierda.

Frente a estas situaciones, la CEPAL se mantuvo en una posición moderada,


sirviendo de foro para debatir ideas del proceso de desarrollo en curso,
haciendo hincapié en la necesidad de alterar la estructura social y
redistribuir el ingreso, específicamente a través de la reforma agraria, sin
esto no sería posible superar la “insuficiencia dinámica” de las economías de
la región.

En este período también nacen dos vertientes de pensamiento analítico


representativas de la institución. Por un lado la tesis de la “dependencia” y
por el otro la de la “heterogeneidad estructural”.

En cuanto a la Teoría de la Dependencia, el análisis político fue hecho por


Cardoso y Faletto en “Dependencia y Desarrollo en América Latina” (1969),
y su tesis principal es la vinculación de los procesos de crecimiento de los
distintos países con el comportamiento de las clases sociales y las
estructuras de poder. Esta vinculación debe hacerse considerando las
relaciones entre esas estructuras internas y el poder económico y político en
el resto del mundo. La especificidad histórica del subdesarrollo reside en la

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relación entre las sociedades periféricas y centrales, por lo que hay que
analizar la forma como las economías subdesarrolladas se vincularon
históricamente con el mercado mundial y cómo se constituyeron los grupos
sociales internos que definieron las relaciones internacionales intrínsecas al
subdesarrollo.

Desde el punto de vista económico, el análisis estuvo vinculado con André


Gunder Frank, de tradición marxista, cuya idea era que la industrialización
que ocurría en América Latina correspondía a una nueva modalidad de
explotación secular que el imperialismo imponía a los trabajadores de la
región subdesarrollada en alianza con la elite local. Según esta concepción,
el proceso de acumulación era indisociable de la expansión capitalista
internacional y del imperialismo y constituía parte de un proceso que sólo
enriquecía a los países desarrollados y a la pequeña elite dominante local
que los representaba.

El sistema capitalista mundial funciona basado en la formación y explotación


de un conjunto de satélites y subsatélites, que se reproducen dentro de cada
país, que forman subsistemas de explotación internos ligados al sistema
mundial (Frank, 1976). La conclusión de esta teoría es la necesidad de una
ruptura radical con la economía mundial capitalista, lo que ciertamente no
coincide con las ideas cepalinas ni estructuralistas.

La CEPAL consideraba que la “condición periférica” no significaba


necesariamente una fuente de explotación insuperable que implicara
romper con el capitalismo, sino que los problemas debían superarse
mediante políticas económicas y sociales bien elaboradas a nivel nacional e
internacional. Paralelamente también se desarrollaba la tesis de
“heterogeneidad estructural” de Pinto, que partió de la constatación de que
los frutos del progreso técnico tendían a concentrarse tanto respecto a la
distribución del ingreso entre las clases como a la distribución entre sectores
(estratos) y entre regiones dentro de un mismo país - Enclaves productivos -
(Pinto, 1965). Posteriormente, pulió dicho análisis con el argumento de que
el proceso de crecimiento en América Latina tendía a reproducir en forma
renovada la vieja heterogeneidad estructural imperante en el período
agrario-exportador (Pinto, 1970).

Como reflexión de estas tres tesis se puede decir que para alcanzar las
reformas y una mejora en la distribución del ingreso se precisaba una
profunda transformación política que tuviera como centro prioritario la
recuperación de la Democracia en los países que estaban bajo la égida de las
dictaduras militares5, para luego llevar a cabo las transformaciones el
campo económico y social.

5 Muchos países latinoamericanos se encontraban en esta situación, a saber: Brasil


(1964-1985), Argentina (1960-1963), Chile, entre otros tantos.

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Referencias
Del Pozo José, (2002) Historia de América Latina 1825-2001, Santiago de
Chile, Editorial LOM.

Halperin Donghi Tulio, (1985) Crisis del orden neocolonial en Historia


Contemporánea de América Latina, Buenos Aires, Alianza Editorial, 11°
edición, capítulo 6, ap. II.

Skidmore T.; Smith P. (1999) La transformación contemporánea de América


Latina 1880-1990 en Historia Contemporánea de América Latina, Barcelona,
Critica.

Skidmore T.; Smith P. (1999) Los cimientos coloniales -1492-década de 1880


en Historia Contemporánea de América Latina, Barcelona, Critica.

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