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Diario de un profesor en cuarentena

Clase 1

Dar clases de universidad durante una cuarentena como la que vivimos es difícil. Primero
hay que contener al vago interno que le dice a uno que no se bañe para dictar clase, que
ellos no lo van a notar y que seguramente ellos tampoco se habrán bañado.

Luego, uno tiene que enfrentarse a su inserio interno que no va a entender cómo adoptar
actitud de oficina desde la cama; son aquellos que solo se visten elegantes de la cintura
para arriba; es decir, la parte que se puede ver en las cámaras.

Incluso superados esos dos seres, todavía tiene que enfrentarse uno al reto que involucra
dar clases virtuales: el silencio incómodo cuando uno pide la opinión de los estudiantes; las
mismas peleas que se dan en el salón, pero, en este caso, por Zoom. El drama, pero virtual.

Por lo menos de frente uno puede defenderse. O romper el hielo. Pero, por Zoom, cabe la
posibilidad de que uno se sienta más ignorado que Beatriz Pinzón Solano en la fiesta que
mostraban cuando empezaba la novela.

La virtualidad, además, divide a los profesores entre aquellos que toleran la tecnología y
aquellos que tienen una mezcla de desconfianza y frustración respecto a ella. "Ustedes los
jóvenes no tienen problema", me decía una colega mayor que yo.

Así que podemos decir que, por lo menos, para la mitad del profesorado puede ser una
situación, por lo menos, disruptiva. Para mí no lo fue tanto, quizás porque ya estaba
acostumbrado a echar carreta por redes; iba en mí. Y, sin embargo, no pude evitar
situaciones conflictuantes, como se lo comenté a otra colega. "Nadie hablaba", le dije a otro
profesor. Me pasó lo mismo, respondió.

Pensaba todo esto cuando me puse a preparar mi primera clase real. Ya había habido
clases, pero estuvieron dedicadas a construir el plan a seguir. De tal forma que estas eran
las reales. La prueba de fuego, si me permiten el cliché.

Y yo estaba, no les miento, en mi cama, con la bata que compramos mi novia y yo, y
trabadísimo. Eran las 8:21 de la noche del 29 de marzo de 2020, día de cuarentena, y yo
fumaba por primera vez en 23 días.

Había dejado de hacerlo después de un asado con Juan Pablo y Emilia en mi apartamento
debido, dije yo, a que quería bajarle al consumo de marihuana; aunque también tenía
mucho que ver el hecho de que no tenía y no me abastecí antes de la cuarentena.

Sin embargo, un día conocí la música 3d u 8d, aún no entiendo la diferencia. La escuché
gracias a Jairo, lindísimo amigo de la universidad, que lo mandó al grupo de la Nacho. Fue
un hermoso descubrimiento de tío, uno de esos que hacen que uno se sienta orgulloso; de
hecho, le mandé música 3d a todos mis grupos de WA.
Escuchar esa música me hizo dar ganas de marihuana y, por cosas del destino, coincidimos
con Juan Pablo, Camilo y Miguel en que había que comprar. Y compramos, pese a las
dificultades que esto implicaba.

Era, entonces, mi primera traba en 23 días. Y yo preparaba mi primera clase de este


rarísimo semestre virtual. De hecho, en ese momento, hacía la tarea: había puesto a los
estudiantes de Introducción al Lenguaje Periodístico a ver la serie de Colmenares, para
discutir sobre el sistema judicial debido a que, para la clase de ese lunes 30 de marzo, les
iba a hablar sobre periodismo judicial.

Se trataba de un tema en el que me sentía, por lo menos, un conocedor, debido a que


había trabajado en la sección Judicial de El Espectador con un equipo de ensueño de
periodistas. Cada uno de ellos, un avanzado en su campo.

Entonces tuve la idea, para mí una epifanía, de dictarles la clase de Periodismo Judicial con
base en cuatro historias que tengo, relacionadas con el caso Colmenares.

Como todos saben, Luis Andrés Colmenares fue un universitario de Los Andes, costeño,
que murió en extrañas circunstancias en la noche de brujas del 2010. Su caso se volvió muy
famoso, hasta el hecho de que hicieran la ya mencionada serie de Netflix. Y así ocurrió por
tres razones secundarias y una principal.

Primero: el caso nunca se esclareció del todo, ni siquiera hay consenso sobre si a
Colmenares lo mataron o murió accidentalmente. Segundo: el caso era en sí mismo un
novelón que tenía de todo: regionalismo, clasismo, algo de misoginia. Y, finalmente, era un
crimen de clase alta; una historia así, pero en Bosa, no hubiera llamado tanto la atención.

Precisamente esta tercera razón se relaciona con la que creo fue la causa principal de la
notoriedad del caso Colmenares: el papel de la prensa. Los periodistas jugamos un papel
nefasto en el caso Colmenares: lo magnificamos, jugamos con el dolor de ambas familias y
nos olvidamos del mismo Luis Andrés. Puedo decir, no obstante, que no todos los
periodistas actuaron igual. De esto tratan estas cuatro historias que explican, a su vez,
experiencias distintas respecto al periodismo judicial.

La primera es la de un colega, Rafael; Rafael es el mejor periodista que hay cuando la


coyuntura lo requiere: lo he visto escribir en el computador una nota para Internet, mientras
hace reportería por teléfono y ayuda colegas explicándoles algo a punta de gestos.

Rafael fue uno de los periodistas que mejor cubrió ese caso. De hecho, entrevistó varias
veces a Laura Moreno. En una de esas ocasiones, Rafael se perdió por el barrio donde
Moreno vivía. Llovía mucho, contó. Si no estoy mal, iba con otro colega.

Finalmente, lograron encontrar el lugar de la entrevista y, al llegar, les preguntaron qué les
había pasado, por lo que se habían demorado y, además, estaban empapados. Rafael, sin
pensarlo muy bien, les dijo que se habían perdido por el caño. Lo cual era cierto.

La frase no cayó muy bien donde Laura Moreno, quien, valga decirlo, fue absuelta y luego
se casó. Rafael tuvo que disculparse por lo dicho.
La segunda historia es la de Diana. Recuerdo que Diana, acuciosa como es, empezó a
dudar de dos de los testigos que el fiscal González presentó. Y resultó que tenía razón: los
testigos eran falsos. De hecho, son los únicos condenados en ese caso. Recuerdo el
nombre de Wilmer Ayola; era del que Diana más dudaba.

El caso es que Diana demostró que los testigos eran falsos y eso no le gustó a la fiscal de
aquel entonces: Martha Lucía Zamora, quien reemplazó a Viviane Morales. Por ello, Zamora
denunció a El Espectador, a Diana y a otros periodistas. El problema es que, al parecer
ignorante de cómo se rige el periodismo, los denunció ante el Círculo de Periodistas de
Bogotá. La pobre parecía desconocer que el CPB premia y no condena. Con lo que hizo,
nos sacó una sonrisa.

Las otras dos historias tienen que ver parcialmente conmigo. La primera es, quizás, la
historia más bochornosa de mi vida como periodista; aunque tengo varias.

Era abril de 2012. La fecha exacta no la recuerdo, pero recuerdo que fue ese mes porque
fue días después de que a mí me contrataran en El Espectador.

Me acuerdo que nos habíamos ido, con Diana y con Juan, a celebrar, pero yo andaba
dramático porque había perdido mi Blackberry. Calcule la viejera. Igual celebramos.

Al otro día yo llegué al periódico, a la sede de la 26, que ya no existe. Fui el primero en
llegar, minutos antes de que empezara uno de mis primeros consejos de redacción como
contratado. Juan y Diana, no obstante, no llegaban y no llegaban. Yo, acostumbrado a que
fueran ellos quienes me dieran los temas para presentar en el consejo de redacción, me
sentí desubicado. Y cuando eso me pasa, me pongo dramático; seguramente me quejé con
algún colega.

Finalmente opté por una de las decisiones más estúpidas que he tomado: iba a decir en
consejo de redacción que no teníamos temas. Creo que hasta quise justificarme diciendo
que no todos los días tenía que pasar algo judicial.

Y con eso en mente llegué al consejo de redacción. Todos dijeron sus temas y entonces fue
mi turno: nada, no tenemos tema. Los colegas empezaron a reírse entre incrédulos y
nerviosos. Y yo seguía empecinado en mi idiotez.

"Pero si Leonardo acaba de leer varios". Y entre esos, habla varios relacionados con el caso
Colmenares. Yo, arrogante y nervioso a la vez, respondí que no teníamos que cubrir
cualquier pendeja que se relacionara con el caso.

Mis colegas me salvaron de mí mismo, pero Elber y Jorge me dijeron: "¿Usted es


consciente de que en otro periódico ya lo hubieran echado". Yo entendí, de inmediato, que
la había cagado y salí corriendo hacia mi puesto, gritando sí, a ver si el humor me salvaba
de la echada. Esa fue una de las dos o tres veces que vi el panorama sombrío.

La última historia tiene lugar en Villanueva, La Guajira, cuna de la familia de Colmenares.


Yo estaba en Villanueva cubriendo un evento porque otro colega no había podido asistir a
este. Felipe, el colega, me había dicho que fuera, que él sabía que a mí me gustaban esos
viajes. Tenía razón.

A Villanueva había llegado tipo 7 de la noche y me habían recibido con Old Parr. Yo ya
estaba algo tomado para la hora del evento, pero pude ver, por todo el pueblo, afiches
alusivos al caso Colmenares.

Recuerdo que decían que lo habían matado y acusaban a los cachacos de haberlo hecho.
Ya antes había visto esa animadversión hacia la gente del interior; sin embargo, no pensé
que el caso Colmenares despertara tantas pasiones. Estaba equivocado.

No obstante, el resto de la noche la pasé de maravilla; incluso me excedí un poco con los
tragos, gracias a un señor que me dio de la mitad de su botella, porque su esposa no quería
tomar.

Estaban todas las condiciones. Con decirles que en un momento vi a Carlos Vives y a
Leandro Díaz cantando juntos. Fue su último concierto. De hecho, ese fue el tema sobre el
que escribí: sobre el último concierto del juglar.

Pero a los pocos días, Felipe me llamó; recuerdo que yo estaba en el Estadio por lo que no
pude escucharlo muy bien. Lo que le entendí fue que la persona que lo había invitado
estaba muy molesta: yo había puesto que el evento había sido el Cuna de Acordeones y no:
lo que se celebraba eran los 350 años de Villanueva. Todo mal.

Las cuatro historias, de alguna forma, terminan mal. No obstante, todas ellas dan lecciones.

La historia de Rafael es la del periodismo esforzado. Rafael tenía una aversión enfermiza a
la oficina: amaba ir al lugar de la noticia; así fuera para quedarse al margen, como para no
llamar la atención.

Fue gracias a él, entre otros, que aprendí la importancia de salir a la calle, como aprendí a
aprovechar el Happy Hour del Corral Gourmet.
Baste un dato: apenas lo vi cuatro veces en la redacción del periódico.

La historia de Diana, por su parte, es un reflejo suyo. Fue por culpa de Diana que terminé
un sábado en la mañana en un juzgado de Paloquemao. Pero fue por una buena razón:
justo para ese día habían citado a una audiencia por el feminicidio de Rosa Elvira Cely.
Había que contar la historia.

Aunque en esta historia en particular, la de la denuncia que le puso Zamora, Diana mostró
otro de sus rasgos característicos: su valentía. No le tenía miedo a nadie. De hecho, uno le
tenía miedo a ella. ¡Cuántos aneurismas! ¡Cuántos aneurismas!

Han sido varias peleas y varios fiscales ya. Porque Diana no le tiene miedo a nada. Ni al
Brexit. Y su valentía es contagiosa.

En el periodismo hay que ser valientes. Diana se enfrentó a todo, incluso, a la


impopularidad: en ese momento, el caso Colmenares aún hacía que la gente se exaltara.
Mis historias, en cambio, son la muestra de lo que no se debe hacer. El verbo preferido de
Juan era: asuma. "Mijo, asuma", decía. Hay que ser independientes: no tanto como para
hackear el Twitter de tu jefe; pero sí, por lo menos, para saber qué decir cuando a uno le
pregunten qué temas lleva. Yo me quedé esperando una orden y dudé de mi criterio. Y en
eso me equivoqué.

No se trata, no obstante, de creer ciegamente en el criterio propio. No. Se trata de tener


información, de tener datos, de tener contexto.

Alexánder, citando a Fernando, diría que donde va un adjetivo falta un dato. Que uno no
debe decir que alguien es millonario, porque millonario puede ser cualquiera con más de un
millón; que uno debe informar exactamente cuánta plata tiene la persona.

Incluso para mentir, decía Gabo, hay que ser precisos. Uno no debe decir que vio elefantes
volando. Uno debe decir que vio 421 elefantes volando. La exactitud le da verosimilitud.
"Hay que saber vender un tema", diría la mesa redonda. No se trata, por supuesto, de una
incitación a la mentira, sino a informarse para informar. Básico. Lo contrario es, literalmente,
no tener temas.

La cuarta enseñanza, finalmente, es que hay que tener contexto. La palabra preferida de
Jorge: contexto. Sin contexto, los periodistas judiciales que no cubrimos cultura la cagamos
en eventos. Sin contexto, a un periodista cultural se le puede pasar una entrevista con
Messi.

No se trata de saberlo todo, se trata de saber lo suficiente para entender lo que ocurre
alrededor. Entre más se sabe, más se entiende y más completo se es. Eso lo enseñaba El
Espectador de una forma un poco atravesada: las invitaciones que llegaban al periódico
para cubrir eventos fuera de Bogotá, las iban rotando entre toda la redacción, de forma tal
que todos los trabajadores viajaran alguna vez.

El acuerdo, no obstante, era que uno escribiera un artículo sobre el evento que cumpliera
con los estándares de la sección. De esa forma, uno como practicante tenía la posibilidad
de viajar y de aprender a la vez y era una experiencia enriquecedora. Uno terminaba
escribiendo para todas las secciones; a mí sólo me faltó una: Deportes.

La historia tiene que ver con eso. Yo viajé porque había adquirido la fama de que me
encantaba viajar, salir de la redacción. Algo así como un perro hiperactivo.

Fue así que conocí el Magdalena Medio: recorriendo con la Iglesia los municipios de esa
región en los que había habido masacres.

Así viajé a Las Vegas y escuché hablar de Big Data antes de Cambridge Analytica. Así
conocí a Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo. O mejor digamos que lo vi
porque yo iba en pantaloneta y no creo mucho que me haya notado.

Pero esos viajes no sirven de nada si uno no tiene contexto. Hay que leer 100 páginas por
cada página escrita, diría Kapuzcinski; "¡Los papeles, los papeles!", diría Jorge.

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