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LA CALANDRIA Y LA NIÑA

Enrique Bonfils

Lily se ha detenido en el sendero de lajas que atraviesa el


fondo de su casa para contemplar el vuelo de una pequeña
mariposa blanca.
Al avanzar unos pasos con la intención de aprehenderla,
una bandada de pájaros se levanta espantados por la irrupción de
la niña en el tranquilo banquete que se daban de semillas y
granitos.
Lily, sorprendida por el súbito batir de alas, dejó de se-
guir la mariposilla que, de la mano del viento, se perdía entre los
árboles y desaparecía por encima de las tapias divisorias.
Como arrepentida de haber echado a perder el festín de
los pájaros, quedó triste y preocupada. Luego entró en la casa y
regresó con un puñado de migas de pan en la mano. Levantó la
vista, advirtió a los decepcionados comensales posados en las
ramas de los árboles vecinos, desparramó lo que traía a lo largo
del sendero y se alejó para esconderse no lejos del lugar con el fin
de conocer el resultado de su proceder.
Uno tras otro se descolgaron los pajarillos y una vez
desaparecido el temor inicial se dedicaron a buscar la comida
picando aquí y allí con avidez y creciente confianza.
Lily acostumbraba acompañar a su padre cuando éste se
entretenía en tareas de jardinería. Mientras preparaba lenta y
minuciosamente los almácigos en el fondo de la casa, Lily, a su
lado, le hablaba sin descanso divirtiéndole con los pormenores de
la escuela, de sus amiguitas, contándole historias de su invención
sobre muñecas y animales.
No omitió lo ocurrido con los pájaros, hecho que refirió
con lujo de detalles, añadiendo, de paso, algo de su imaginación,
como acerca del colorido de los plumajes y de las voces
agradecidas de los nuevos amigos.
El padre escuchaba atentamente. Cambiaron ideas sobre
el sustento de las aves, los lugares de su residencia y de sus
costumbres y de los innumerables peligros a que estaban ex-
puestas.
Padre e hija recordaron que entre muchas cosas viejas y
arrumbadas en algún rincón de la casa había un receptáculo de
tierra cocida. De común acuerdo lo buscaron, lo limpiaron, lo
llevaron bajo un hermoso ciruelo y lo llenaron con agua para que
los pájaros pudieran calmar la sed.
Lily, además, pidió a su padre que comprara semillitas
para echarlas en el lugar donde fueron sorprendidos por ella.
Complaciendo a su hija, al día siguiente trajo bolsitas de mijo y
alpiste. Desde entonces, Lily, al filo del mediodía, de regreso de la
escuela, arrojaba puñados de granos al borde del sendero.
Para Lily, esta actividad era toda una fiesta. Salía de la
casa agitando un pequeño cencerro y llamando a sus huéspedes,
los que al cabo de un tiempo de escuchar la campanilla y la voz
musical de su protectora, al acercarse la hora, puntualmente ya
estaban posados en las ramas, listos para hacer honor a tan fina
recepción.
Al lugar acudieron otros visitantes. Aparecieron pequeñas
bandadas de monjitas con su agudo, monocorde y humilde
chillido; las corbatitas alegres y de vez en cuando un jilguero
errabundo separado de sus congéneres: los caseros de paso lento
y ceremonioso y las palomitas serias, graves y alertas.
¿ De dónde vendrían tantos pájaros?
Los glotones y bulliciosos gorriones moraban en cualquier
parte de la ciudad; las tacuaritas anidaban en los agujeros de las
paredes viejas y los cachilos entre las apretadas ramas de un seto
de tuya.
Los demás vendrían del parque, de las islas o tal vez desde
las arboledas circundantes de la ciudad, remanentes de antiguos
montes.
Los benteveos, como gente muy sociable, salían de su sede
habitual, las plazas o el parque, para dar una vuelta y saludar con
voces estridentes a sus amistades.
La gran reunión se hacía en casa de Lily porque era un
lugar tranquilo, con comida abundante y libre de acechanzas.
¿Quién los había invitado?
¿Qué misterioso mensaje había cruzado la vastedad del
cielo y comunicado la existencia de un oasis de paz y seguridad en
un rincón de la bulliciosa ciudad?
¿Quién les hizo saber que una niña graciosa y bella se
complacía en el juego inocente de acercarles alimento, de
hablarles con dulzura, de mimarles como si se tratara de muñecas
o de simples criaturas de su imaginación?
Lily no provocaba temor, nadie huía de ella.
Los pajarillos se habituaron a la hora y al lugar y cada vez
más confiados y menos ariscos, al poco tiempo se acercaban a
buscar las semillas hasta en las propias manos de su protectora.
Esta les hablaba, les llamaba por sus nombres a los que añadía
pintorescos y acertados motes; les reprendía cuando se peleaban
entre sí o se ponían demasiado voraces pero a todos quería por
igual, se divertía con ellos y no se disgustó ni menos se asustó la
vez que una de las corbatitas se posó sobre su cabeza.
Uno de los últimos en acudir a la cita de los pájaros fue
una calandria.
Apareció cuando bien entrada la primavera las avenidas
se vestían con el azul de los jacarandaes y el rosado de los
lapachos y en las barrancas palidecían los chañares.
Lily se percató de un canto distinto en el concierto de los
habituales concurrentes y trató de localizar su procedencia. No
tardó en lograrlo: en la espesura del follaje de una añosa morera
algo se movía al mismo tiempo que lanzaba dos o tres notas del
canto que la preocupaba.
Constató la presencia de un pájaro bastante más grande
que los otros, de plumaje gris oscuro en el dorso y blanco
Ceniciento en el pecho, que saltaba de rama en rama como si
quisiera ocultarse.
Lily, silbando, imitó lo mejor que pudo el trino de su
tímido visitante y con voz de ensueño le llamó repetidas veces
invitándole a descender y a compartir las últimas semillas que,
una vez saciado su apetito, abandonaba su asidua clientela.
No consiguió su propósito pues la avecilla emprendió
vuelo hacia otra parte, no sin antes emitir una sucesión de notas
que remedaban la voz de Lily.
Como lo hiciera en otra oportunidad, Lily contó lo
sucedido a su padre quien después de escuchar la descripción que
le hiciera del pájaro, dijo que posiblemente se tratara de una
calandria semidomesticada y escapada de su prisión, que tenía el
don de imitar el canto de las otras aves y hasta la voz humana y
que no sería raro que reapareciera.
Como se presumía, días después, la calandria anunció su
regreso llenando el aire de la mañana con su extraordinaria
melodía. Allí estaba medio oculta en la copa de la morera: allí se
quedó unos instantes y luego descendió con elegante planeo hasta
los pies de Lily.
Confiada, decidida, picoteaba las semillas esparcidas por
el suelo; rodeaba a la niña y respondía a las palabras cariñosas de
bienvenida con breves gorjeos.
Cuando Lily se retiró, la calandria la siguió a saltitos hasta
la casa y luego alzó vuelo hasta perderse en la arboleda desde
donde su canto triunfal parecía proclamar la dicha de una nueva
amistad.
Así siguieron las cosas.
La niña y los pájaros continuaron entregados a su
entretenimiento.
Los padres no intervenían directamente en él; alentaban,
sí, el afán de atraer a aquellos por medio del recurso sencillo y
honesto de brindarles alimento y protección y participaban de la
alegría de la hija a quien nada negaban temerosos de herir su fina
sensibilidad que hacía de su personalidad delicada caja de
resonancia de las más sutiles incidencias de la vida.
Diariamente la niña y la calandria se reunían al pie de los
árboles y mantenían un misterioso y singular diálogo: canto y voz;
candor y dulzura. En las manos y en los hombros Lily la calandria
hallaba calor y ternura y el corazón de niña rebosaba felicidad.
Las estaciones se sucedieron insensiblemente.
En la plenitud del verano otros pájaros, atraídos por los
insectos que pululaban alrededor de los frutos maduros y por
estos mismos, suculentos y dulces, se incorporaron a la fiesta
cotidiana.
Más adelante se acortaron los días y perdieron su
bochorno; las hojas comenzaron a languidecer y caer una tras otra
dando ridículas volteretas.
A veces el amanecer se envolvía en brumas perezosas
frías. La inminente presencia del Otoño trajo la dispersión de los
pájaros.
Los gorriones, las tacuaritas y los cachilos se quedaron
para compartir las inclemencias de la estación. En alguna medida
tenían un refugio asegurado, descontando el sustento que la niña
amiga no dejaría de hacerles llegar.
Muchas veces la lluvia o el frío motivaron el fracaso de la
cita acostumbrada. Pero con el buen tiempo los pajarillos
regresaban y encontraban su alimento.
Una mañana los pajaritos esperaron en vano, Lily no
concurrió al lugar y a la hora acostumbrados y se quedaron sin
comer.
Decepcionados alzaron vue1o y se fueron por el barrio a
desahogar sus pesares.
Al día siguiente la sensación de algo extraño en el
ambiente, embargó a los primeros en llegar. La casa, sumergida en
silencio, parecía deshabitada. Las personas entraban y salían
acallando sus voces y sus ruidos.
A la hora habitual fue el padre quien llevó la comida. En
silencio, lentamente, como si midiera los puñados, desparramó los
granos y todos al acercarse, advirtieron en su rostro los trazos
inequívocos de una pena muy grande.
Y así fue durante muchos días.
¿Qué acontecía en la casa?
Lily se había enfermado y guardaba cama. Prisionera de la
fiebre, divagaba constantemente, las palabras que musitaba en su
agitación se referían a sus amigos los pájaros.
El padre se encargó de suplantar a la hija y nunca más
faltó a su compromiso con la alada concurrencia.
Quien más sintió la ausencia de Lily fue la calandria.
Acentos melancólicos matizaban su canto; se retardaba volando
entre los árboles con la esperanza de ver a su buena y querida
amiga.
Hasta que un buen día siguió los pasos del padre de
regreso a la casa y desde lo alto de una rama alcanzó a ver, a
través de la ventana, a Lily dormida en su cama.
A partir de entonces, concurría todas las mañanas y
permanecía cantando durante horas.
Como en sueños, Lily escuchaba y solamente cuando cedió
la fiebre, pudo reconocer a la calandria.
La enferma comenzó su mejoría. La luz de sus pupilas y la
placidez de su sonrisa acusaban el ansiado restablecimiento.
El Invierno concedía esporádicas treguas de días
templados, de sol tibio y cielo despejado, durante las cuales se
abrían las ventanas para que entrara la luz y el aire puro.
Desde su cama, Lily veía el cielo azul contra el cual se
delineaba la silueta de las ramas desnudas.
La calandria, siempre en acecho, aprovechó la situación y
penetró en la habitación y se puso a saltar sobre la cama con la
consiguiente alegría de la enferma. Después de un rato emprendió
vuelo y desde lo alto de un árbol cercano cantó a desgañitarse.
La esperanza había vuelto a los familiares. La fiebre no
atormentó más a la enfermita. Lentamente volvió el apetito y era
inminente el inicio de una franca recuperación.
La presencia de la calandria estimulaba a la niña; renacía
la alegría y el optimismo brillaba en los ojos de todos.
Otras veces el Invierno se mostraba esquivo y duro. El frío
y la lluvia acentuaban la pesada tristeza de largas jornadas.
Lily a través de los cristales, en vano buscaba a su
pequeña y fiel compañera; solamente veía los árboles quietos y el
cielo gris y entonces escondía su cara en la almohada o cerraba los
ojos para no ver a nadie.
Si alguna vez el cielo se desgarraba y dejaba que los
nubarrones dieran paso al sol, aunque hiciera frío, reaparecía la
calandria, cantando y descendía hasta la ventana. Allí batía alas y
cuando lo conseguía, entraba, picoteaba las manos de la paciente y
se quedaba al pie de la cama y luego se retiraba, prudentemente.
Las breves visitas de la calandria bastaban para animar a
la enferma.
La evolución de la enfermedad presentaba elementos de
suficientes como para alimentar esperanzas, a pesar que nadie,
desde el comienzo del mal, se había hecho ilusiones.
La opinión de los médicos fue unánimemente mala; los
medicamentos utilizados respondieron satisfactoriamente, pero…
¿Por cuánto tiempo?
La enfermita de tanto en tanto se mostraba alegre. Su
aparente bienestar se veía en el deseo de jugar, de conversar, de
escuchar música, de interesarse por sus amigos los pajaros.
Episodios de corta duración. La sonrisa y la ternura de los
cuidados enmascaraban sabiamente la conciencia de lo
ineluctable.
El invierno llegaba a su fin.
Se lo advertía en pequeños detalles: la luz alargaba los
días, sutiles aromas impregnaban el aire de las mañanas, el sol
acariciaba la piel y el frío no mordía como meses atrás. Los enojos
del viento se habían calmado.
Se sentía la vibración de la savia. La tibieza del aire
invitaba a dejar los refugios y a desentumecer las alas.
A lo largo del día, en parejas, los pájaros se perseguían
chillando de gozo.
Sin embargo, el frío no se daba por vencido. Agazapado,
aprovechaba la serenidad de la noche y la ausencia del viento para
dejar sus manos heladas sobre los primeros brotes y apretarlos
hasta romperlos. Su aliento se metía por las hendijas de puertas y
ventanas y se echaba sin lástima sobre los cuerpos dormidos.
Una noche, un escalofrío sacudió a Lily. Cuando acudieron
los padres constataron la gravedad de la situación.
Nuevamente las horas y los días de lucha; de fiebre y
desasosiego en los que el cansancio desaparecía como aplastado
por las esperanzas.
Fueron los familiares quienes se dieron cuenta. Una
sensación de vacío flotaba en el ambiente.
La calandria dejó de venir, de golpear en la ventana y su
canto desapareció.
Su ausencia ahondó la tristeza de la casa.
La mañana luminosa y mansa sucedió a la noche y a las
ásperas ráfagas de llovizna fría.
La claridad del alba despertó a Lily.
Agotada por la fiebre, no coordinaba sus ideas. No sabía
donde estaba. Todo le era extraño: la cama, las paredes, las
ventanas y el tímido sol que la había despertado.
Con los ojos entrecerrados, miraba al exterior sin
distinguir otra cosa que una nube blanca como la espuma del mar
que silenciosamente avanzaba hasta sítuarse frente a la ventana.
-¿Quién eres? ¿, Qué quieres de mí?
-Soy una nube. Vengo a llevarte.
- ¿, A llevarme? ¿, A dónde?
- Lejos.
-¿, Estará allá mi calandria?
-Seguramente. Desde hace varios días te está esperando
-Bueno. Entonces, ¡ llévame !
De la nube blanca se desprendió una escalera de rosas
rosadas y por ella ascendió Lily y partió con la nube.

Enrique Bonfils. De la Vida Simple. Segunda edición. Ediciones


Comarca. Paraná, Entre Ríos (Argentina) 1981

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