Lily se ha detenido en el sendero de lajas que atraviesa el
fondo de su casa para contemplar el vuelo de una pequeña mariposa blanca. Al avanzar unos pasos con la intención de aprehenderla, una bandada de pájaros se levanta espantados por la irrupción de la niña en el tranquilo banquete que se daban de semillas y granitos. Lily, sorprendida por el súbito batir de alas, dejó de se- guir la mariposilla que, de la mano del viento, se perdía entre los árboles y desaparecía por encima de las tapias divisorias. Como arrepentida de haber echado a perder el festín de los pájaros, quedó triste y preocupada. Luego entró en la casa y regresó con un puñado de migas de pan en la mano. Levantó la vista, advirtió a los decepcionados comensales posados en las ramas de los árboles vecinos, desparramó lo que traía a lo largo del sendero y se alejó para esconderse no lejos del lugar con el fin de conocer el resultado de su proceder. Uno tras otro se descolgaron los pajarillos y una vez desaparecido el temor inicial se dedicaron a buscar la comida picando aquí y allí con avidez y creciente confianza. Lily acostumbraba acompañar a su padre cuando éste se entretenía en tareas de jardinería. Mientras preparaba lenta y minuciosamente los almácigos en el fondo de la casa, Lily, a su lado, le hablaba sin descanso divirtiéndole con los pormenores de la escuela, de sus amiguitas, contándole historias de su invención sobre muñecas y animales. No omitió lo ocurrido con los pájaros, hecho que refirió con lujo de detalles, añadiendo, de paso, algo de su imaginación, como acerca del colorido de los plumajes y de las voces agradecidas de los nuevos amigos. El padre escuchaba atentamente. Cambiaron ideas sobre el sustento de las aves, los lugares de su residencia y de sus costumbres y de los innumerables peligros a que estaban ex- puestas. Padre e hija recordaron que entre muchas cosas viejas y arrumbadas en algún rincón de la casa había un receptáculo de tierra cocida. De común acuerdo lo buscaron, lo limpiaron, lo llevaron bajo un hermoso ciruelo y lo llenaron con agua para que los pájaros pudieran calmar la sed. Lily, además, pidió a su padre que comprara semillitas para echarlas en el lugar donde fueron sorprendidos por ella. Complaciendo a su hija, al día siguiente trajo bolsitas de mijo y alpiste. Desde entonces, Lily, al filo del mediodía, de regreso de la escuela, arrojaba puñados de granos al borde del sendero. Para Lily, esta actividad era toda una fiesta. Salía de la casa agitando un pequeño cencerro y llamando a sus huéspedes, los que al cabo de un tiempo de escuchar la campanilla y la voz musical de su protectora, al acercarse la hora, puntualmente ya estaban posados en las ramas, listos para hacer honor a tan fina recepción. Al lugar acudieron otros visitantes. Aparecieron pequeñas bandadas de monjitas con su agudo, monocorde y humilde chillido; las corbatitas alegres y de vez en cuando un jilguero errabundo separado de sus congéneres: los caseros de paso lento y ceremonioso y las palomitas serias, graves y alertas. ¿ De dónde vendrían tantos pájaros? Los glotones y bulliciosos gorriones moraban en cualquier parte de la ciudad; las tacuaritas anidaban en los agujeros de las paredes viejas y los cachilos entre las apretadas ramas de un seto de tuya. Los demás vendrían del parque, de las islas o tal vez desde las arboledas circundantes de la ciudad, remanentes de antiguos montes. Los benteveos, como gente muy sociable, salían de su sede habitual, las plazas o el parque, para dar una vuelta y saludar con voces estridentes a sus amistades. La gran reunión se hacía en casa de Lily porque era un lugar tranquilo, con comida abundante y libre de acechanzas. ¿Quién los había invitado? ¿Qué misterioso mensaje había cruzado la vastedad del cielo y comunicado la existencia de un oasis de paz y seguridad en un rincón de la bulliciosa ciudad? ¿Quién les hizo saber que una niña graciosa y bella se complacía en el juego inocente de acercarles alimento, de hablarles con dulzura, de mimarles como si se tratara de muñecas o de simples criaturas de su imaginación? Lily no provocaba temor, nadie huía de ella. Los pajarillos se habituaron a la hora y al lugar y cada vez más confiados y menos ariscos, al poco tiempo se acercaban a buscar las semillas hasta en las propias manos de su protectora. Esta les hablaba, les llamaba por sus nombres a los que añadía pintorescos y acertados motes; les reprendía cuando se peleaban entre sí o se ponían demasiado voraces pero a todos quería por igual, se divertía con ellos y no se disgustó ni menos se asustó la vez que una de las corbatitas se posó sobre su cabeza. Uno de los últimos en acudir a la cita de los pájaros fue una calandria. Apareció cuando bien entrada la primavera las avenidas se vestían con el azul de los jacarandaes y el rosado de los lapachos y en las barrancas palidecían los chañares. Lily se percató de un canto distinto en el concierto de los habituales concurrentes y trató de localizar su procedencia. No tardó en lograrlo: en la espesura del follaje de una añosa morera algo se movía al mismo tiempo que lanzaba dos o tres notas del canto que la preocupaba. Constató la presencia de un pájaro bastante más grande que los otros, de plumaje gris oscuro en el dorso y blanco Ceniciento en el pecho, que saltaba de rama en rama como si quisiera ocultarse. Lily, silbando, imitó lo mejor que pudo el trino de su tímido visitante y con voz de ensueño le llamó repetidas veces invitándole a descender y a compartir las últimas semillas que, una vez saciado su apetito, abandonaba su asidua clientela. No consiguió su propósito pues la avecilla emprendió vuelo hacia otra parte, no sin antes emitir una sucesión de notas que remedaban la voz de Lily. Como lo hiciera en otra oportunidad, Lily contó lo sucedido a su padre quien después de escuchar la descripción que le hiciera del pájaro, dijo que posiblemente se tratara de una calandria semidomesticada y escapada de su prisión, que tenía el don de imitar el canto de las otras aves y hasta la voz humana y que no sería raro que reapareciera. Como se presumía, días después, la calandria anunció su regreso llenando el aire de la mañana con su extraordinaria melodía. Allí estaba medio oculta en la copa de la morera: allí se quedó unos instantes y luego descendió con elegante planeo hasta los pies de Lily. Confiada, decidida, picoteaba las semillas esparcidas por el suelo; rodeaba a la niña y respondía a las palabras cariñosas de bienvenida con breves gorjeos. Cuando Lily se retiró, la calandria la siguió a saltitos hasta la casa y luego alzó vuelo hasta perderse en la arboleda desde donde su canto triunfal parecía proclamar la dicha de una nueva amistad. Así siguieron las cosas. La niña y los pájaros continuaron entregados a su entretenimiento. Los padres no intervenían directamente en él; alentaban, sí, el afán de atraer a aquellos por medio del recurso sencillo y honesto de brindarles alimento y protección y participaban de la alegría de la hija a quien nada negaban temerosos de herir su fina sensibilidad que hacía de su personalidad delicada caja de resonancia de las más sutiles incidencias de la vida. Diariamente la niña y la calandria se reunían al pie de los árboles y mantenían un misterioso y singular diálogo: canto y voz; candor y dulzura. En las manos y en los hombros Lily la calandria hallaba calor y ternura y el corazón de niña rebosaba felicidad. Las estaciones se sucedieron insensiblemente. En la plenitud del verano otros pájaros, atraídos por los insectos que pululaban alrededor de los frutos maduros y por estos mismos, suculentos y dulces, se incorporaron a la fiesta cotidiana. Más adelante se acortaron los días y perdieron su bochorno; las hojas comenzaron a languidecer y caer una tras otra dando ridículas volteretas. A veces el amanecer se envolvía en brumas perezosas frías. La inminente presencia del Otoño trajo la dispersión de los pájaros. Los gorriones, las tacuaritas y los cachilos se quedaron para compartir las inclemencias de la estación. En alguna medida tenían un refugio asegurado, descontando el sustento que la niña amiga no dejaría de hacerles llegar. Muchas veces la lluvia o el frío motivaron el fracaso de la cita acostumbrada. Pero con el buen tiempo los pajarillos regresaban y encontraban su alimento. Una mañana los pajaritos esperaron en vano, Lily no concurrió al lugar y a la hora acostumbrados y se quedaron sin comer. Decepcionados alzaron vue1o y se fueron por el barrio a desahogar sus pesares. Al día siguiente la sensación de algo extraño en el ambiente, embargó a los primeros en llegar. La casa, sumergida en silencio, parecía deshabitada. Las personas entraban y salían acallando sus voces y sus ruidos. A la hora habitual fue el padre quien llevó la comida. En silencio, lentamente, como si midiera los puñados, desparramó los granos y todos al acercarse, advirtieron en su rostro los trazos inequívocos de una pena muy grande. Y así fue durante muchos días. ¿Qué acontecía en la casa? Lily se había enfermado y guardaba cama. Prisionera de la fiebre, divagaba constantemente, las palabras que musitaba en su agitación se referían a sus amigos los pájaros. El padre se encargó de suplantar a la hija y nunca más faltó a su compromiso con la alada concurrencia. Quien más sintió la ausencia de Lily fue la calandria. Acentos melancólicos matizaban su canto; se retardaba volando entre los árboles con la esperanza de ver a su buena y querida amiga. Hasta que un buen día siguió los pasos del padre de regreso a la casa y desde lo alto de una rama alcanzó a ver, a través de la ventana, a Lily dormida en su cama. A partir de entonces, concurría todas las mañanas y permanecía cantando durante horas. Como en sueños, Lily escuchaba y solamente cuando cedió la fiebre, pudo reconocer a la calandria. La enferma comenzó su mejoría. La luz de sus pupilas y la placidez de su sonrisa acusaban el ansiado restablecimiento. El Invierno concedía esporádicas treguas de días templados, de sol tibio y cielo despejado, durante las cuales se abrían las ventanas para que entrara la luz y el aire puro. Desde su cama, Lily veía el cielo azul contra el cual se delineaba la silueta de las ramas desnudas. La calandria, siempre en acecho, aprovechó la situación y penetró en la habitación y se puso a saltar sobre la cama con la consiguiente alegría de la enferma. Después de un rato emprendió vuelo y desde lo alto de un árbol cercano cantó a desgañitarse. La esperanza había vuelto a los familiares. La fiebre no atormentó más a la enfermita. Lentamente volvió el apetito y era inminente el inicio de una franca recuperación. La presencia de la calandria estimulaba a la niña; renacía la alegría y el optimismo brillaba en los ojos de todos. Otras veces el Invierno se mostraba esquivo y duro. El frío y la lluvia acentuaban la pesada tristeza de largas jornadas. Lily a través de los cristales, en vano buscaba a su pequeña y fiel compañera; solamente veía los árboles quietos y el cielo gris y entonces escondía su cara en la almohada o cerraba los ojos para no ver a nadie. Si alguna vez el cielo se desgarraba y dejaba que los nubarrones dieran paso al sol, aunque hiciera frío, reaparecía la calandria, cantando y descendía hasta la ventana. Allí batía alas y cuando lo conseguía, entraba, picoteaba las manos de la paciente y se quedaba al pie de la cama y luego se retiraba, prudentemente. Las breves visitas de la calandria bastaban para animar a la enferma. La evolución de la enfermedad presentaba elementos de suficientes como para alimentar esperanzas, a pesar que nadie, desde el comienzo del mal, se había hecho ilusiones. La opinión de los médicos fue unánimemente mala; los medicamentos utilizados respondieron satisfactoriamente, pero… ¿Por cuánto tiempo? La enfermita de tanto en tanto se mostraba alegre. Su aparente bienestar se veía en el deseo de jugar, de conversar, de escuchar música, de interesarse por sus amigos los pajaros. Episodios de corta duración. La sonrisa y la ternura de los cuidados enmascaraban sabiamente la conciencia de lo ineluctable. El invierno llegaba a su fin. Se lo advertía en pequeños detalles: la luz alargaba los días, sutiles aromas impregnaban el aire de las mañanas, el sol acariciaba la piel y el frío no mordía como meses atrás. Los enojos del viento se habían calmado. Se sentía la vibración de la savia. La tibieza del aire invitaba a dejar los refugios y a desentumecer las alas. A lo largo del día, en parejas, los pájaros se perseguían chillando de gozo. Sin embargo, el frío no se daba por vencido. Agazapado, aprovechaba la serenidad de la noche y la ausencia del viento para dejar sus manos heladas sobre los primeros brotes y apretarlos hasta romperlos. Su aliento se metía por las hendijas de puertas y ventanas y se echaba sin lástima sobre los cuerpos dormidos. Una noche, un escalofrío sacudió a Lily. Cuando acudieron los padres constataron la gravedad de la situación. Nuevamente las horas y los días de lucha; de fiebre y desasosiego en los que el cansancio desaparecía como aplastado por las esperanzas. Fueron los familiares quienes se dieron cuenta. Una sensación de vacío flotaba en el ambiente. La calandria dejó de venir, de golpear en la ventana y su canto desapareció. Su ausencia ahondó la tristeza de la casa. La mañana luminosa y mansa sucedió a la noche y a las ásperas ráfagas de llovizna fría. La claridad del alba despertó a Lily. Agotada por la fiebre, no coordinaba sus ideas. No sabía donde estaba. Todo le era extraño: la cama, las paredes, las ventanas y el tímido sol que la había despertado. Con los ojos entrecerrados, miraba al exterior sin distinguir otra cosa que una nube blanca como la espuma del mar que silenciosamente avanzaba hasta sítuarse frente a la ventana. -¿Quién eres? ¿, Qué quieres de mí? -Soy una nube. Vengo a llevarte. - ¿, A llevarme? ¿, A dónde? - Lejos. -¿, Estará allá mi calandria? -Seguramente. Desde hace varios días te está esperando -Bueno. Entonces, ¡ llévame ! De la nube blanca se desprendió una escalera de rosas rosadas y por ella ascendió Lily y partió con la nube.
Enrique Bonfils. De la Vida Simple. Segunda edición. Ediciones