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HOMILIAS PARA LOS DOMINGOS DEL CICLO A

TIEMPO ORDINARIO

REDACTADAS POR VON BALTHASAR EN 1995.

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CICLO A

SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 49,3.5-6; 1 Co 1,1-3; Jn 1,29-34

1. El testimonio. Del bautismo de Jesús (al que se referían también las dos
lecturas), se habló en el evangelio del domingo pasado, que es además el primero
del tiempo ordinario: Jesús es el siervo preferido de Dios (primera lectura) que ha
sido «ungido con la fuerza del Espíritu Santo» que descendió sobre él
(Crisma-Cristo-Mesías). El evangelio de hoy habla del Bautista como testigo que da
testimonio de este acontecimiento. La figura del Bautista está tan centrada en el
testimonio, que el evangelista Juan, para quien el «testimonio» es una noción central
(testimonio del Padre, de Moisés, del Bautista, testimonio que los discípulos dan de
Jesús, testimonio que Jesús da de sí mismo), ni siquiera menciona la acción
bautismal. El Bautista está tan centrado en su misión de dar testimonio del que es
mayor que él, que su acto personal ni siquiera es digno de mención: «A él le toca
crecer, a mí menguar» (Jn 3,30). Todo su ser y obrar remite al futuro, al ser y al obrar
de otro; él sólo es comprensible como una función al servicio de ese otro.

2. La situación del que da testimonio es extraña. Es muy probable que el


Bautista conociera personalmente a Jesús, con el que (según Lucas) estaba
emparentado como hombre. Por eso cuando dice: «Yo no lo conocía», en realidad
quiere decir: Yo no sabía que este hijo de un humilde carpintero era el esperado de
Israel. El no lo sabe, pero tiene una triple presciencia para su propia misión. En
primer lugar sabe que el que viene después de él es el importante, incluso el único
importante, pues «existía antes que él», es decir: procede de la eternidad de Dios.
Por eso es consciente también de la provisionalidad de su misión. (Que él, que es
anterior, ha recibido su misión, ya en el seno materno, del que viene detrás de él,
tampoco lo sabe). En segundo lugar conoce el contenido de su misión: dar a conocer
a Israel, mediante su bautismo con agua, al que viene detrás de él. Con lo que
conoce también el contenido de su tarea, aunque no conozca la meta y el
cumplimiento de la misma. Y en tercer lugar ha tenido un punto de referencia para
percibir el instante en que comienza dicho cumplimiento: cuando el Espíritu Santo en
forma de paloma descienda y se pose sobre el elegido. Gracias a estas tres
premoniciones puede Juan dar su testimonio total: si el que viene detrás de mí
«existía antes que yo», debe venir de arriba, debe proceder de Dios: «Doy testimonio
de que éste es el Hijo de Dios». Si él ha de bautizar con el Espíritu Santo, entonces
«éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Sacar semejantes
conclusiones de tales indicios es, junto con la gracia de Dios, la obra suprema del
Bautista. Juan retoma la profecía de Isaías: «Yo te hago luz de las naciones para que
mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».

3. El Bautista es el modelo del testimonio de los cristianos que, de otra


manera, deben ser también precursores y testigos del que viene detrás de ellos (cfr.
Lc 10,1). Por eso Pablo los bendice en la segunda lectura. Ellos saben más de Jesús
que lo que sabía el Bautista, pero también ellos tienen que conformarse con los
indicios que se les dan y que son al mismo tiempo promesas. Al principio también
ellos están lejos de conocer a aquel del que dan testimonio como lo conocerán en su
día gracias a la ejecución de su tarea: cuanto mejor cumplen su tarea, tanto más
descollará aquél sobre su pequeña acción como el semper maior. Entonces
reconocerán su insignificancia y provisionalidad, pero al mismo tiempo
experimentaran el gozo de haber podido cooperar por la gracia al cumplimiento de la
tarea principal del Cristo: «Por eso mi alegría ha llegado a su colmo,» (Jn 3,29).

TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 8,23b-9,3; 1 Co 1,10-13.17; Mt 4,12-23

I. La luz comienza a brillar. Nada es precipitado, la luz aparece poco a poco.


En el evangelio, Jesús, tras enterarse de que habían arrestado al Bautista, al lado del
cual estuvo y actuó (según Juan) en los primeros momentos de su vida pública, se
retira primero a Nazaret (Lc 4 y el episodio de Caná) y desde allí baja a Cafarnaún,
pues su predicación había enfurecido a la gente de Nazaret. Galilea era considerada
por Judea -muy celosa de la ley y de la que se esperaba que vendría la salvación -
como una región espiritualmente oscura y medio pagana. Pero es precisamente en
esta «región de los gentiles» (primera lectura) -«¿De Nazaret puede salir algo
bueno?» (Jn 1,46)-, y no en la ciudad santa, donde «brilla una luz grande» que
acrece la alegría y aumenta el gozo. (También los lugares donde actúan los santos o
se aparece la Madre de Dios son a menudo rincones ocultos, pueblos o regiones
apartados e insignificantes). El que Jesús sea oriundo de esta región medio judía y
medio pagana, y comience su actividad en ella, es como una profecía. Pero en el
fondo tanto los judíos como los paganos han habitado hasta ahora «en tierra y
sombras de muerte». Sólo Uno puede designarse como «la luz del mundo» y «la luz
de la vida» (Jn 8,12). El «¡levántate, brilla!» que se grita a Jerusalén (Is 60 1) es
escatológico, esta dirigido al Mesías, pues los que entonces volvían a casa
clamaban: «Esperamos la luz, y vienen tinieblas, claridad, y caminamos a oscuras»
(Is 59,9).

2. Pero Jesús, la luz que brilla, no quiere actuar solo; todo hombre, incluso el
Hombre-Dios, es hombre con otros hombres. Por eso Jesús busca enseguida
colaboradores: unos sencillos pescadores a los que promete desde el principio que
hará de ellos pescadores de hombres. Ellos le siguen inmediatamente. De momento
todavía no los vemos actuar; primero tienen que aprender a contemplar y a
comprender lo que hace y dice su maestro; sólo después podrán anunciar el mensaje
del reino de Dios (del «reino de los cielos») y (por medio de él) curar a los hombres
de sus enfermedades. Ahora son contemplativos, para poder ser enviados muy
pronto a realizar activamente los fines que Jesús se ha propuesto (cfr. Mc 3,14-15).

3. Las misiones que los discípulos reciben en seguida son tanto las mismas
para todos como las adecuadas para cada uno de ellos. En la comunidad en la que
Jesús elige a sus discípulos no hay ni colectivismo ni individualismo. Pablo inculca la
unidad en un mismo pensar y sentir dentro de la Iglesia (en la segunda lectura),
aunque en otros pasajes (Rm 12; 1 Co 12) pone de relieve la particularidad de la
tarea de cada cristiano. En la Iglesia quedan totalmente excluidas «las divisiones y
las discordias», los «partidos» que se designan según determinados jefes y se
oponen mutuamente: «¿Está dividido Cristo?». Los relatos vocacionales muestran
que los llamados dejan todo por amor del único Cristo (también sus opiniones
particulares anteriores) y, con la mirada puesta en él, única cabeza, tienen todos un
mismo espíritu. Seguir a Cristo significará en definitiva y necesariamente seguir el
camino que lleva a la cruz; si en este camino reinan las divisiones y las discordias,
«la cruz de Cristo pierde su eficacia» (1 Co 1,17).

CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

So 2,3; 3,12-13; 1 Co 1,26-31; Mt 5,1-12a

Las tres lecturas de la Escritura forman hoy más que nunca una unidad. En el
centro aparece el evangelio con las bienaventuranzas, que sólo son comprensibles a
partir de la figura y del destino de Jesús. La primera lectura muestra la historia
anterior, retomada y llevada a plenitud por Cristo; la segunda lectura muestra la
historia posterior en la Iglesia, que está formada por Dios muy enfáticamente según
el modelo de Cristo.

1. Cristo y las bienaventuranzas. La enseñanza de Jesús en el evangelio se


dirige expresamente a sus discípulos, es decir: a aquellos que están dispuestos no
sólo a oírle sino también a seguirle. La novena bienaventuranza (Mt 5,11-12a) se
refiere directamente a ellos. Lo que Jesús expone aquí a modo de programa no es
una moral universal, comprensible para todo el mundo, sino la pura expresión de su
misión y destino más personales. El es el que se ha hecho pobre por nosotros, el que
llora por Jerusalén, el no-violento contra el que se desencadena y estrella toda la
violencia del mundo, el que tiene hambre y sed de la justicia de Dios (hasta que,
muriendo de sed, la ha traído a este mundo). El es el que revela y realiza sobre la
tierra la misericordia del Padre; él es, como dice Pablo, «nuestra paz», porque mató
la hostilidad en su cuerpo crucificado (Ef 2,14-17). El es el perseguido por todo el
mundo porque encarna en sí mismo la justicia de Dios. En todas estas situaciones él
es el bienaventurado porque encarna perfectamente la salvación querida por Dios
para el mundo y la hace posible. Por eso se alegra ya en el mundo en medio de
todas las tribulaciones (Lc 10,21) y se alegrará eternamente como el que ha
cumplido su misión y vuelve al Padre. Jesús comienza su predicación con una
autopresentación que invita a seguirle.
2. Los pobres de Yahvé. Los discípulos no hubieran podido entender nada de
esto si no hubieran tenido una mínima precomprensión de todo ello. La Antigua
Alianza podía aceptar de Dios la pobreza y la riqueza: ambas tienen sus ventajas
relativas (Pr 30,8). Pero Israel no discurre a la manera estoica (en la primera lectura):
concibe la riqueza como un valor y la pobreza como un contravalor; pero entiende
cada vez mejor que el pobre puede tener la ventaja de poner su confianza en Dios y
esperarlo todo de él, mientras que el rico corre el riesgo de confiar en sus bienes, de
oprimir a los pobres en su codicia y (como Ajab) de robarles lo poco que éstos
tienen. Ya la Ley, pero sobre todo los Profetas condenan esta actitud como contraria
a la alianza de Dios; la Sabiduría y los últimos Salmos recuerdan la provisionalidad
de todos los bienes de este mundo, idea que Jesús reitera drásticamente en la
parábola del labrador rico (del rico necio). Pero la Antigua Alianza no conoce todavía
la pobreza voluntaria, como tampoco la tristeza voluntaria o la renuncia voluntaria a
toda violencia, etc. Sólo la misión nueva y particular de Cristo las justifica. El óbolo de
la viuda (a la que Jesús admira) no era una pobreza voluntaria (en el sentido del
consejo evangélico), sino amor espontáneo a Dios y al prójimo, vivido a partir de una
comprensión radical del primer mandamiento.

3. Los discípulos de Jesús. La segunda lectura describe exactamente lo que


es seguir a Jesús en la propia existencia según las bienaventuranzas. Pablo
enumera: lo necio (respecto a la riqueza espiritual de la sabiduría), lo débil (lo que no
puede defenderse contra el poder y la prepotencia), la gente baja (que no puede
producir nada distinguido ni digno de consideración); en resumen: lo que no es nada,
lo que se considera como algo o alguien sin valor en todos los sentidos: todo eso lo
ha elegido Dios para asimilarlo a la sabiduría de la cruz de Cristo, quien, en esta
fuerza de su debilidad, ha vencido a todos los poderes y autoridades de este mundo.
«Gloriarse en el Señor» (Jr 9,23) significa aquí exactamente «gloriarse en la cruz de
Cristo» (Ga 6,14). Los discípulos que escuchan tendrán que aprender esto
lentamente a través de la pasión, la resurrección y el envío del espíritu.

QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 58,6a.7-10; 1 Co 2,1-5; Mt 5,13-16

l. Las tres imágenes. En el evangelio aparecen tres imágenes, las tres


introducidas por un apóstrofe que Jesús dirige a sus discípulos:«Vosotros sois». En
este indicativo se encuentra también, como claramente muestra lo que sigue, un
optativo: «Debéis ser esto», tenéis que serlo aunque la amenaza que sigue («ser
arrojado fuera») no deba cumplirse. Estas imágenes son muy sencillas y evidentes
para todos. Las tres tienen algo en común. La sal no existe para sí misma, sino para
condimentar; la luz no existe para sí misma, sino para iluminar su entorno; la ciudad
está puesta en lo alto del monte para ser visible para otros e indicarles el camino. El
valor de cada una de ellas consiste en la posibilidad de prodigar algo a otros seres.
Esto, que para Jesús es evidente, se expresa de un modo muy peculiar en la primera
lectura donde se habla dos veces de la luz y una vez del mediodía: la luz brilla allí
donde alguien parte su pan con el hambriento; viste al desnudo y hospeda a los
pobres que no pueden dormir bajo techo. En la segunda lectura la fuerza de la luz y
de la sal se manifiesta en el hecho de que el apóstol «no quiere saber» ni anunciar
cosa alguna «sino a Jesucristo, y éste crucificado» Este es su don espiritual.

2. El desfallecimiento. Jesús lo explica en dos de las tres imágenes del


evangelio: el discípulo que debe ser sal puede volverse soso; entonces ya no puede
salar nada y toda la comida se vuelve insípida para la comunidad que le rodea. Jesús
dice «Vosotros sois»: se dirige tanto a la Iglesia o a la comunidad como a cada
cristiano en particular. El cristiano que no vive las bienaventuranzas, cada una de
ellas, ya no alumbra más; no debe extrañarse de que se le tire a la calle y de que le
pise la gente. En la parábola de la vid, el labrador poda las cepas, corta los
sarmientos estériles y los echa al fuego, los quema. A una comunidad, a la Iglesia de
un país, puede sucederle algo similar: quizá una cruel persecución sea el único
medio de devolverle su capacidad de alumbrar y de salar. Por esta razón Pablo (en
la segunda lectura) teme difundir, «con sublime elocuencia» o «con persuasiva
sabiduría humana» difundir una luz falsa, una luz que no remitiría la fe de la
comunidad a la fuerza y a la luz de Dios ni construiría sobre ellas. Entonces el
apóstol no sería una luz que alumbra en el sentido de Jesucristo, sino que se
colocaría sobre la luz y haría justamente lo que Jesús quiere decir con la imagen de
la vela que se mete debajo del celemín. Quien se pone sobre la luz de Dios, la apaga
inmediatamente por falta de aire.

3. Alumbrar, ¿para qué?. «Para que los hombres vean vuestras buenas obras
y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo». Aquí hay un peligro evidente: si
los hombres ven nuestras buenas obras podrían alabarnos como cristianos buenos y
santos, y entonces «ya habríamos cobrado nuestra paga» (Mt 6,2.5). El justo del
Antiguo Testamento está expuesto a este peligro porque todavía no conoce a Cristo:
«Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is 58,8). Pero Cristo
jamás ha irradiado su luz y su sabiduría a partir de sí mismo, sino siempre desde el
Padre. Y por eso el cristiano debe ser plenamente consciente de que todo lo que él
puede transmitir le ha sido dado por Dios para los demás: «Santificado sea te
nombre, hágase tu voluntad». El hombre que reza verdaderamente (no como el
fariseo sino como el publicano) aprende a experimentar más profundamente que
debe entregarse del todo porque Dios en sí mismo es el amor trinitario que se da, un
amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no conoce
ningún ser-para-sí.

SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Si 15,15-20; 1 Co 2,6-10; Mt 5,20-22a.27-28.33-34a.37

1. El sentido de la ley. Al comienzo del evangelio, Jesús subraya que no ha


venido a abolir la ley dada por Dios en la Antigua Alianza, sino a darle plenitud: a
cumplirla en su sentido original, tal y como Dios quiere. Y esto hasta en lo más
pequeño, es decir, hasta el sentido más íntimo que Dios le ha dado. Este sentido fue
indicado en el Sinaí: «Santificaos y sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,44).
Jesús lo reitera en el sermón de la montaña: «Sed buenos del todo, como es bueno
vuestro Padre del cielo» (Mt 5,48). Tal es el sentido de los mandamientos: quien
quiere estar en alianza con Dios, debe corresponder a su actitud y a sus
sentimientos; esto es lo que pretenden los mandamientos. Y Jesús nos mostrará que
este cumplimiento de la ley es posible: él vivirá ante nosotros, a lo largo de su vida, el
sentido último de la ley, hasta que «todo (lo que ha sido profetizado) se cumpla»,
hasta la cruz y la resurrección. No se nos pide nada imposible, la primera lectura lo
dice literalmente: «Si quieres, guardarás sus mandatos». «Cumplir la voluntad de
Dios» no es sino «fidelidad», es decir: nuestro deseo de corresponder a su oferta con
gratitud. «El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni
inalcanzable... El mandamiento está a tu alcance; en tu corazón y en tu boca.
Cúmplelo» (Dt 30,11.14).

2. «Pero yo os digo». Ciertamente parece que en todas estas antítesis


(«Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo») Jesús quiere reemplazar
la ley de la Antigua Alianza por una ley nueva. Pero la nueva no es más que la que
desvela las intenciones y las consecuencias últimas de la antigua. Jesús la purifica
de la herrumbre que se ha ido depositando sobre ella a causa de la negligencia y de
la comodidad minimalista de los hombres, y muestra el sentido límpido que Dios le
había dado desde siempre. Para Dios jamás hubo oposición entre la ley del Sinaí y la
fe de Abrahán: guardar los mandamientos de Dios es lo mismo que la obediencia de
la fe. Esto es lo que los «letrados y fariseos» no habían comprendido en su propia
justicia, y por eso su «justicia» debe ser superada en dirección a Abrahán y, más
profundamente aún, en dirección a Cristo. La alianza es la oferta de la reconciliación
de Dios con los hombres, por lo que el hombre debe reconciliarse primero con su
prójimo antes de presentarse ante Dios. Dios es eternamente fiel en su alianza, por
eso el matrimonio entre hombre y mujer debe ser una imagen de esta fidelidad. Dios
es veraz en su fidelidad, por lo que el hombre debe atenerse a un sí y a un no
verdaderos. En todo esto se trata de una decisión definitiva: o me busco a mí mismo
y mi propia promoción, o busco a Dios y me pongo enteramente a su servicio; es
decir, escojo la muerte o la vida: «Delante del hombre están muerte y vida: le darán
lo que él escoja» (primera lectura).

3. Cielo o infierno. El radicalismo con el que Jesús entiende la ley de Dios


conduce a la ganancia del reino de los cielos (Mt 5,20) o a su pérdida, el infierno, el
fuego (Mt 5,22.29.30). El que sigue a Dios, le encuentra y entra en su reino; quien
sólo busca en la ley su perfección personal, le pierde y, si persiste en su actitud, le
pierde definitivamente. El mundo (dice Pablo en la segunda lectura) no conoce este
radicalismo; sin el Espíritu revelador de Dios «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el
hombre puede pensar» lo que Dios da cuando se corresponde a su exigencia. Pero a
nosotros nos lo ha revelado el Espíritu Santo, «que penetra hasta la profundidad de
Dios», y con ello también hasta las profundidades de la gracia que nos ofrece en la
ley de su alianza: «ser como él» en su amor y en su abnegación.

SEPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lv 19,1-2.17-18; 1 Co 3,16-23; Mt 5,38-48

1. Lo católico en Dios. Si Dios es el amor, no puede odiar nada de lo que él ha


creado; eso es lo que dice ya el libro de la Sabiduría (Sb 1,6.13- I 5). Su amor no se
deja desconcertar por el odio, la aversión y la indiferencia del hombre; Dios derrama
su gracia sobre buenos y malos, ya aparezca esta gracia ante los hombres como sol
o como lluvia. Tolera que se le acuse, que se le insulte o que se le niegue sin más.
Pero no lo tolera en virtud de una indiferencia sublime, pues la adhesión o la aversión
humanas le afectan hasta lo más profundo. Cuando un hombre rechaza seriamente
el amor de Dios, no es Dios el que le condena sino que es el propio hombre el que se
condena a sí mismo, porque no quiere conocer y practicar lo que Dios es: el amor. La
justicia de Dios no es la del «ojo por ojo y diente por diente»; más bien hay que decir
que cuando el hombre no supera la justicia penal de este mundo (que es necesaria),
ni comprende a Dios ni quiere estar a su lado. Dios nunca ama parcialmente, sino
totalmente. Esto es lo que significa la palabra «católico».

2. Lo católico en Jesucristo. Jesús es el Hijo único de Dios que nos revela «lo
que ha visto y oído» junto al Padre (Jn 3,32): que Dios no ama parcialmente, ni es
justo sólo a medias, ni responde a la agresión de los pecadores privándoles de su
amor. El manifiesta esto humanamente no respondiendo a la violencia con más
violencia, sino ofreciendo, en la pasión, la otra mejilla, caminando dos millas con los
pecadores, e incluso todo el camino. Se deja quitar por los soldados no sólo el
manto, sino también la túnica. Contra él se desencadena toda la violencia del pecado
precisamente «porque pretendía ser Hijo de Dios» (Jn 19,7). Pero su no-violencia
tiene mayor proyección que toda la violencia del mundo. Sería un error querer
convertir la actitud de Jesús en un programa político, porque está claro (incluso para
él) que el orden público no puede renunciar al poder penal (Jesús habla incluso de
este poder en sus parábolas, por ejemplo: Mt 12,29; Lc 14,31; Mt 22,7.13, etc.).
Cristo representa, en este mundo de violencia, una forma divina de no -violencia que
él ha declarado bienaventurada para sus seguidores (Mt 5,5) y a la práctica de la
cual les invita encarecidamente aquí.

3. Lo católico de la alianza. El Antiguo Testamento conocía el amor


primariamente para los miembros de la propia tribu (primera lectura, w. 17-18): ellos
eran entonces «el prójimo». Pero para Cristo todo hombre por el que él ha vivido y
sufrido se convierte en «prójimo». Por eso los cristianos, a ejemplo de Cristo, tienen
que superar también la solidaridad humana limitada y amar a los «publicanos» y a
los «paganos». Pablo muestra (en la segunda lectura) la forma de la catolicidad de la
alianza. La sabiduría cristiana comprende que no debe ser parcial ni partidista,
porque, en virtud de la catolicidad de la redención, toda la humanidad, incluso el
mundo entero, pertenece al cristiano, pero en la medida en que éste ha hecho suya
la catolicidad de Cristo, que revela a su vez la del Padre. «Todo es vuestro, vosotros
de Cristo y Cristo de Dios». La verdadera forma de la catolicidad del cristiano no
consiste tanto en un dejar-hacer exterior cuanto en una actitud interior: «Amad
vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de
vuestro Padre que está en el cielo».

OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 49,14-15; 1 Co 4,1-5; Mt 6,24-34

l. Los dos amos. El evangelio de hoy puede parecernos difícil de comprender,


pues ¿cómo puede alguien no preocuparse del mañana? Eso significaría
probablemente condenarse a morir de hambre. ¿Cómo no preocuparse al menos del
porvenir de los hijos, de la propia familia? Más aún: si Dios alimenta a los pájaros y
viste a las flores, ¿por qué deja morir de hambre o vegetar en una miseria indecible a
tantos hombres? Si estas preguntas surgen en nosotros espontáneamente, entonces
hemos de tener en cuenta que todo este evangelio tiene el siguiente título: dos amos;
dos señores que en el fondo son incompatibles, y debemos elegir uno de ellos para
servirle. Uno es Dios, del que procede todo bien y, según la parábola de los talentos,
nos entrega sus bienes también para que los administremos y se los devolvamos
aumentados, con intereses. El otro es el bienestar entendido como valor supremo, y
ya se sabe que un bien supremo siempre es elevado al rango de una divinidad. Aquí
se indica que el hombre no puede tener al mismo tiempo dos bienes supremos, dos
fines últimos, sino que debe elegir. Debe jerarquizarlos, de modo que, en el caso de
una prueba decisiva, quede claro cuál de ellos prefiere.

2. «Me ha abandonado el Señor» . Así se lamenta Sión en la primera lectura,


así se lamentan también hoy centenares de miles de personas que sufren en la
indigencia o en desgracia. Así gritó también Jesús sobre la cruz, en el momento del
oscurecimiento de su espíritu. Se sentía abandonado por Dios, porque quería
experimentar y sufrir hasta el fondo nuestro auténtico abandono: no el de nuestra
indigencia terrena, sino el de nuestro rechazo de Dios, el de nuestro pecado. La
respuesta de Dios es la de una suprema solicitud amorosa que supera incluso a la
que una madre tiene por el hijo de sus entrañas. Por eso Jesús, antes de entrar en
las tinieblas de nuestro pecado, ya sabía esto: «Está para llegar la hora, mejor, ya ha
llegado, en que os dispersaréis cada cual por su lado y a mí me dejaréis solo. Pero
no estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn 16,32). El Padre estará a su lado
más que nunca cuando llegue la hora de la cruz, pero a Jesús ya no le estará
permitido saberlo. El está con los pobres, los oprimidos y los hambrientos más que
con los ricos y opulentos, está más con el pobre Lázaro que con el rico epulón, con
Job más que con sus amigos; pero pertenece a su servicio supremo, a imitación del
Crucificado, el que todos los pobres profieran su grito de angustia -por la salvación
del mundo- en el sentimiento del abandono.

3. Dejar todo en manos de Dios. La actitud decisiva en este sentido la describe


Pablo en la segunda lectura. «Ni siquiera yo me pido cuentas». Ni siquiera sobre la
situación que Dios me asigna: si soy reconocido como administrador de los misterios
de Dios o llevado ante el tribunal. Ni siquiera sobre si soy culpable ante Dios o no.
Incluso si no fuera consciente de ningún pecado, no por ello me consideraría justo,
«mi juez es el Señor» . Esto significa «buscar sobre todo el reino de Dios y su
justicia», y no el propio bienestar material o espiritual. Pablo ha trabajado para
ganarse el pan. Los siervos de la parábola tienen que esforzarse para acrecentar los
bienes que les ha confiado el Señor. La pereza no es precisamente «dejar todo en
manos de Dios». Pero los buenos siervos no trabajan para aumentar su bienestar
personal, sino para acrecentar las propiedades de su Señor. Y esto sin especular de
antemano con el salario, pues éste está escondido en el «dejarlo todo»: «lo demás
se os dará por añadidura».

NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dt 11,18.26-28; Rm 3,21-25a.28; Mt 7,21-27

1. Escuchar y actuar. La unidad de estos dos verbos constituye el punto álgido


del evangelio de hoy: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se
parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca». Los peligros a
evitar en este sentido son dos: simplemente escuchar y no actuar: después, cuando
vengan las lluvias torrenciales y los vientos, la casa se derrumbará estrepitosamente;
por mucho que entonces se diga «¡Señor, Señor!», la puerta del cielo no se abrirá. O
bien actuar sin haber escuchado primero, en cuyo caso se actuará según el propio
criterio y no como Dios manda. El que no está dispuesto a escuchar primero la
palabra de Dios, como María, será censurado como Marta a causa de su activismo.
No hay acción cristiana que valga sin contemplación previa (y siempre, de nuevo,
previa). El que no ha escuchado a Jesús cuando habló del Padre celeste, nunca
podrá rezar un verdadero «Padrenuestro». En la primera lectura aparece
exactamente la misma enseñanza. Israel recibirá la bendición de Dios «si escucha
los preceptos del Señor y los cumple» (v. 27.28.32). Se habla ciertamente de «todos
los preceptos»; no se trata, por tanto, de escuchar sólo un poco -por ejemplo,
«dichosos los pobres»- y marcharse como si ya se supiera todo, fabricándose una
teología reducida o sesgada del obrar cristiano.

2. ¿Qué hay que escuchar? Pablo nos lo dice en la segunda lectura, donde
habla ya desde la palabra de Dios cumplida, desde la cruz, Pascua y Pentecostés. Y
debemos escuchar toda esta palabra, una e indivisible, si queremos comprender
realmente lo que Dios nos dice. Y nos dice que deberíamos ante todo acoger su libre
gracia que nos ha merecido la obra expiatoria de Jesús con su sangre derramada;
fuera de ahí no hay ningún medio de ser justo ante Dios. Sólo Dios desbroza el
camino que conduce a él, el camino que nosotros podemos y debemos recorrer.
Pablo puede incluso decir que la propia Ley nos muestra la preeminencia de la libre
gracia de Dios (v. 21). Del evangelio se puede sacar la enseñanza complementaria
de que ningún carisma, por maravilloso que éste sea, puede sustituir a la obediencia
debida a la palabra de Dios o garantizarla sin más: ni profetizar en su nombre, ni
arrojar demonios en su nombre, ni hacer muchos milagros. Pablo lo confirmará con
bastante énfasis : «Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los
ángeles... Ya podría tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el
saber. . . Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si
no tengo amor -amor a Dios y al prójimo, que es la única respuesta que Dios espera
del que escucha su palabra-, de nada me sirve» (I Co 13,1-3). La respuesta a su
amor, cuya manifestación incluye en sí todo lo que él ha hecho en Cristo por
nosotros.

3. La lluvia torrencial y la roca. Quien sólo escucha, y no actúa, construye


sobre arena, es decir, sobre sí mismo o sobre algo tan débil como pasajero. Quien
hace lo que oye de Dios, construye sobre roca, esto es, sobre Dios, al que en los
Salmos se le designa constantemente como la roca. El es la roca que, de forma
invisible, como fundamento, preserva a la casa del derrumbamiento. En la Nueva
Alianza, Jesucristo, el Verbo encarnado de Dios, puede también ser designado como
la roca: petra autem erat Cbristus (1 Co 10,4); y Jesús da este mismo nombre a la
piedra fundamental de su Iglesia: Pedro se ha convertido en esta piedra fundamental
en virtud de su confesión de fe (Mt 16,18), que se confirma en su acción de
apacentar el rebaño de Jesucristo y morir por él. Dios-Cristo-Pedro tienen esta
característica en común: ser roca que resiste a la lluvia torrencial. Esta tiene que
llegar -Jesús no se cansa de repetirlo- para poner a prueba la solidez de la
construcción. Se puede incluso añadir que la persecución no sólo pone a prueba al
cristiano, sino que aumenta su solidez (1 P 1,6-7).

DECIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Or 6,3-6; Rm 4,18-25; Mt 9,9-13

1. La fe incondicional. En el evangelio de hoy Mateo oye la voz de un


desconocido que le dice: «Sígueme». No pregunta quién es ese hombre, no vacila,
no pide un tiempo para reflexionar o para ocuparse de los negocios más importantes;
sólo hay llamada y respuesta. Y esto definitivamente, pues Mateo (Leví) no
abandonará ya el grupo de los doce. Es la fe pura e incondicional, como la fe de
Abrahán que Pablo alaba en la segunda lectura. Abrahán, cuyo cuerpo, como el de
su mujer, estaba «ya medio muerto», creyó sin vacilar en la promesa de Dios de que
llegaría a ser padre de muchas naciones, plenamente «persuadido de que Dios es
capaz de hacer lo que promete» (v. 21). La llamada de Dios y de Cristo ni obliga ni
condiciona al hombre, sino que le da tanto la libertad como la capacidad de seguirla
por propia iniciativa. La llamada tiene un tono que contiene ambas cosas al mismo
tiempo: que aquí habla alguien que me hace capaz de tomar la mejor decisión
posible, y que, en cuanto que me necesita, me da también el mejor contenido posible
de mi vida. Esto se encuentra en la llamada misma, y la respuesta no se produce
únicamente después de una larga reflexión sobre su carácter; las dos cosas se
incluyen mutuamente. En el caso de Abrahán se añade: esta obediencia de su fe «le
fue computada como justicia». No es el que obedece el que computa algo para sí, es
Dios en su libertad el que lleva la cuenta y computa.

2. Misericordia, no sacrificios. La frase que Jesús pronuncia en el evangelio:


«Misericordia quiero y no sacrificios», es una cita de Oseas (al final de la primera
lectura). Tanto la exigencia de Dios en el profeta como la llamada de Jesús en el
evangelio son pura misericordia. Pero en la Antigua Alianza Israel está tan ciego que
cree que puede contar con la gracia de Dios como si fuera un fenómeno natural y
ofrece sacrificios rituales de un modo puramente rutinario. Si Dios «hiere» es
únicamente para hacer sitio a su exigencia: el amor, no el ritualismo; conocimiento de
lo que Dios realmente es, no su sucedáneo mediante sacrificios. De este modo, en
boca de Jesús, las palabras del profeta se convierten en la explicación de su llamada
totalmente exigente al mundo: es pura misericordia para con los pecadores; y los
pecadores saben instintivamente que esta llamada es la del médico que sana; los
que creen tener buena salud, no tienen necesidad de médico, y por eso tampoco
oyen la llamada del que sana y salva. Ofrecen o sacrifican algo de lo suyo («el
diezmo de todo lo que gano»: Lc 18,12), pero no les cuesta nada, pues sus finanzas
están también más que saneadas. Estas, como ellos, no necesitan salvación. El
publicano, por el contrario, que es pecador, y se sabe «enfermo» oye esta llamada y
la percibe como la llamada de la misericordia.

3. La comunidad de mesa. No deja de ser extraño que la llamada dirigida a uno de


ellos (Mateo), ponga a otros «muchos publicanos y pecadores» en camino hacia
Jesús, que verifica en ellos lo que se acaba de decir a propósito de la misericordia:
Jesús permite que compartan la mesa con él, en una comensalidad prevista en
principio sólo para Mateo. La comensalidad tiene siempre en la Biblia también un
sentido religioso: relación de los miembros de la comunidad entre sí, pero en Dios.
Todas las comidas de Jesús tendrán algo de este carácter: comunidad de mesa
como expresión de la misericordia salvífica de Dios, que se explicita en Jesús como
médico y que se convertirá cada vez más en esa comida en la que Jesús se da a sí
mismo como medicina suprema, como medio de salvación por excelencia.

UNDECIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ex 19,2-6a; Rm 5,6-11; Mt 9,36-10,8

1. La elección de los doce. La muchedumbre que se congrega en torno a


Jesús con una exigencia inexpresada, no provoca en él la más mínima desazón de
no poder estar a la altura de su tarea, sino que suscita inmediatamente una profunda
compasión interior (la palabra griega expresa esta profundidad). Son varios los temas
que aquí entran en juego simultáneamente. Uno, todavía implícito en el evangelio
pero que aparece claramente en las lecturas, es que Jesús deberá cumplir solo su
desmesurada tarea en pro de la muchedumbre: por su muerte, como dirá Pablo,
hemos sido «reconciliados con Dios» (Rm 5,10). Pero esta acción no queda aislada;
en cuanto hombre que es, debía tener colaboradores, y éstos a su vez debían, para
poder ser realmente sus colaboradores, recibir algo de la naturaleza y del poder de
su misión. Y aquí se produce una reduplicación significativa: estos colaboradores, al
igual que él recibe su misión del Padre, deben ser pedidos también al Padre; una
oración que Jesús dirige indudablemente primero al Padre, y que es escuchada de
tal forma que Jesús recibe del Padre el poder de llamar él mismo a sus discípulos y
de conferirles los poderes que éstos necesitarán para su misión. Y sin embargo este
poder depende de la obediencia personal y total de Jesús hasta la muerte: sólo en
virtud de la fuerza de esta totalidad de su obediencia puede obtener auténticos
colaboradores.

2. La prioridad de la acción de Jesús. La dos lecturas muestran que la acción


divina se produce con anterioridad a la inclusión en ella de los colaboradores. En el
Exodo es Dios solo el que ha liberado a Israel de Egipto llevándole sobre alas de
águila. Él solo ha llevado a cabo la formación del pueblo. Y solamente después de
esta formación podrá Moisés anunciar al pueblo de Israel que ha sido elegido por
Dios para «ser su propiedad personal entre todos los pueblos» y para hacer de él
«un reino de sacerdotes y una nación santa». Sólo posteriormente actuará Dios junto
con Israel en la historia del mundo; aunque «suya es toda la tierra», ha elegido un
pueblo para que actúe junto con él en la historia del mundo. Pablo es aún más claro
en la segunda lectura: «Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros», algo realmente inconcebible, porque ya sería extraño de por sí que
alguien se atreviera a morir por un justo, y aquí muere alguien por impíos enemigos.
Y sólo en virtud de este acto incomprensible hemos sido asociados a él, nos hemos
convertido como «reconciliados» y «salvados» en «amigos» (Jn 15,13s) e incluso
«cooperadores» (1 Co 3,9; 3 Jn 8). Preguntarse: ¿si él lo ha hecho ya todo, qué falta
hacen los colaboradores?, carece de sentido, pues hemos sido introducidos en su
cruz y su resurrección, su obra capital.

3. Misión. El envío de los discípulos en el evangelio lo atestigua ya: Jesús


hace partícipes a sus discípulos de su poder misional. Pueden y deben anunciar la
llegada del reino de Dios, pero también curar enfermos, resucitar muertos y arrojar
demonios. En los Hechos de los Apóstoles se narran múltiples ejemplos en los que
esto sucede física y literalmente. Pero, ¿no es en realidad cada confesión y cada
absolución sacramental una curación de enfermos, y a menudo también una
resurrección de muertos y una expulsión de demonios? A la Iglesia en su totalidad
-también los laicos participan a su manera en estos dones y en estas tareas- se le
confía lo que constituye la misión más personal de Jesús. En esto el Padre, el
«Señor de la mies», ha escuchado la oración de su Hijo.

DUODECIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jr 20,10-13; Rm 5,12-15; Mt 10,26-33

1. Tres veces aparece en el evangelio de hoy el «No tengáis miedo», y una


vez se añade aquello de lo que realmente hay que tener miedo. No hay que tener
miedo de todo lo que acontece en el espíritu de la misión de Jesús. En primer lugar
los apóstoles no han de tener miedo a pregonar abiertamente desde las «azoteas» lo
que el Señor les ha «dicho al oído», porque eso está destinado a ser conocido por el
mundo entero y nada ni nadie impedirá que se conozca. Naturalmente el predicador
se pone con ello en peligro; es como oveja en medio de lobos, tiene que contar con
el martirio a causa de su predicación. Pero tampoco en ese caso debe tener miedo,
pues sus enemigos no pueden matar su alma. En realidad sólo habría que temer al
que puede destruir con fuego alma y cuerpo; pero esto no sucederá si el discípulo
permanece fiel a su misión. Y en tercer lugar el apóstol cristiano no debe tener miedo
porque en las manos del Padre está mucho más seguro de lo que él cree: el Padre,
que se ocupa hasta de los animales más pequeños y del cabello más insignificante,
se preocupa infinitamente más de sus hijos. Jesús habla aquí de «vuestro Padre».
Pero el contexto indica claramente que el hombre está seguro en tanto en cuanto
cumple su misión cristiana, aunque externamente pueda parecer un tanto temerario.

2. La amenaza. Jeremías expresa en la primera lectura la medida de la


amenaza. Se delibera con cuchicheos cómo se le podría denunciar. La peor
venganza sería que el profeta se dejará seducir por una palabra imprudente, y
entonces se le podría detener. Sus amigos más íntimos están entre sus adversarios,
aunque en realidad hay «pavor por todas partes». Esta situación puede llegar a ser
también la del cristiano, en cuyo caso éste tendrá que recordar el triple «No tengáis
miedo» de Jesús. El profeta sabe que está seguro en medio del terror: el Señor está
con él «como fuerte soldado»; «le ha encomendado su causa», y esto le basta para
estar seguro de que él, el «pobre», el indefenso, escapará de las manos de los
impíos. Su seguridad se expresa negativamente, con fórmulas típicamente
veterotestamentarias: sus enemigos «tropezarán», «no podrán con él», «se
avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno». Pero en la Nueva Alianza el terror
llega hasta la cruz; el canto de victoria, que Jeremías entona al final, es ahora
Pascua y la Ascensión.

3. La confianza. De ahí saca Pablo, en la segunda lectura, su confianza


inaudita. Por un lado no sólo hay algunos enemigos personales, sino que está el
mundo entero, sometido todo él al pecado y con ello a la muerte lejos de Dios.
Correlativamente, su canto de victoria adquiere dimensiones cósmicas. Por la acción
redentora de Jesús, la gracia ha conseguido definitivamente la supremacía sobre el
pecado y sus consecuencias, y con ello también la esperanza ha conseguido su
victoria sobre el temor. También Pablo experimentará más de una vez el mismo
sentimiento de abandono que experimentó Jeremías (2 Co 1,8-9; 2 Tm 4,9-16). Pero,
como el profeta, añade: «El Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas... Me librará de
toda acción malvada» (2 Tm 4,17-18). Y sabe aún más: que sus sufrimientos son
incorporados a los del Redentor y reciben en ellos una significación salvífica para su
comunidad.

DECIMOTERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

2 R 4,8-11.14-16a; Rm 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42

El evangelio de hoy tiene dos partes: 1. el riesgo de perder todo lo propio y ganar
la vida en Cristo (37-39,también la segunda lectura); 2. El riesgo de aceptar el más
mínimo don que nos sea ofrecido por Dios para recibir a Dios en él (40 -42,también la
primera lectura).

1. El riesgo de perder todo lo propio. En Cristo, Dios da todo al hombre; de ahí


la exigencia de renunciar a todo lo propio para dejar a este «Uno y Todo» el espacio
que necesita. La conciencia que el propio Jesús tiene de ser este «Uno y Todo» es
ciertamente sorprendente: «El que quiere a su padre o a su madre o a su hijo más
que a mí...,el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». La exigencia
incluye expresamente el camino de la cruz: el que no está dispuesto a acompañar a
Jesús en este camino es que no ha arriesgado todo. Porque es precisamente ahí
donde adquiere toda su seriedad la sentencia final, que habla de «perder la propia
vida», y esto no en el sentido de una ley natural de la vida (como el «muere y
realízate» -stirb und werde- de Goethe), sino que se añade expresamente «por mí
causa», lo que en el fondo significa: una morir y un perder tan definitivo que excluye
toda previsión tácita de recuperar lo que se ha perdido.

2. Morir; para vivir para Dios. Pablo muestra, en la segunda lectura, que este
morir y ser sepultado con Cristo incluye la esperanza de resucitar a una nueva vida
en Cristo para Dios; pero en esta esperanza queda excluido todo cálculo de
recuperar lo que se ha perdido. Sólo el «hombre viejo» podría permitirse semejante
cálculo; pero nosotros, al morir con Cristo, nos convertimos en hombres nuevos
sobre los que la muerte (y todo pensamiento egoísta pertenece a la muerte) no tiene
ya ningún poder. Cristo murió «al pecado» no solamente porque le quitó
definitivamente el poder que ejercía sobre el mundo, sino también porque así le privó
de todo poder sobre los hombres; él vive, pero «para Dios», en la entrega más
incondicional a Dios y a su voluntad de salvación con respecto al mundo. En el
mismo sentido se exige también de nosotros, como muertos al pecado, que
«vivamos para Dios en Cristo Jesús»; es decir, que, con los mismos sentimientos
que tuvo Cristo, procuremos ponernos a su disposición para la obra de salvación de
Dios en el mundo. En esta disponibilidad ganaremos nuestra vida en el sentido del
Señor, perdiendo todo egoísmo calculador.

3. La acogida de «uno de estos pobrecillos». Cuando alguien está dispuesto


-como se exige en la segunda parte del evangelio- a recibir a un enviado de Dios,
sea éste un «profeta», un «justo» o simplemente un «pobrecillo discípulo» de Cristo
(¿y quién no es uno de estos «pobrecillos»?), participa de su gracia. Esto debe
saberlo tanto el que acoge como el que es acogido. Este último irradia algo de la
gracia de su misión siempre que se le da la oportunidad de hacerlo. La primera
lectura nos ofrece un maravilloso ejemplo de ello: la mujer sunamita, que invita a su
casa al profeta Eliseo e incluso le prepara una habitación permanente en ella, recibe
de él lo que menos podía esperar: un hijo, aunque su marido era ya viejo. La
fecundidad de la misión profética se expresa aquí, veterotestamentariamente, en esa
fecundidad corporal de la mujer que acoge. En la Nueva Alianza el don puede ser el
de una fecundidad espiritual aún mayor.

DECIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Za 9,9-10; Rm 8,9.11-13; Mt 11,25-30

El evangelio contiene tres afirmaciones: 1. La revelación del Padre se dirige a


la «gente sencilla». 2. Las cosas del Padre únicamente son conocidas por el Hijo, por
Cristo, que se las comunica a quien quiere. 3. El propio Cristo transmite esta
revelación del Padre y del Hijo a todos los cansados y agobiados, remitiéndoles a su
propio ejemplo.

1. La revelación a la «gente rencilla». Todo procede del Padre: Jesús, el


revelador, da gracias al Padre por poder serlo. Y ya está previsto en el plan de Dios
que Jesús esconderá estas cosas a los «sabios y entendidos», pues éstos creen que
ya lo saben todo y que lo saben mejor que nadie, y se las revelará a la «gente
sencilla», es decir, a los que no son expertos en la doctrina de los doctores de la ley
y que son los mismos que los «pobres en el espíritu», los «enfermos» que tienen
necesidad de médico, los que están «maltrechos y derrengados» como ovejas sin
pastor. Estos pobres tienen un espíritu abierto, un espíritu que no está
completamente obstruido con mil teorías; aunque sean despreciados por los sabios y
entendidos, Dios los ha elegido como destinatarios de su revelación. Se demostrará
aún más profundamente que el Hijo, en su humildad y abajamiento, sólo puede ser
comprendido, tanto como mediador de las intenciones del Padre como en razón de
sus propios sentimientos, por la gente sencilla a la que se dirige.

2. Un solo revelador. Precisamente porque él -y nadie más que él- conoce las
intenciones del Padre, puede pronunciar esta frase solemne y soberana: «Todo me
lo ha entregado mi Padre». La consecuencia es que nadie sino el Hijo conoce a
fondo al Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre: esta declaración levanta el
velo del misterio trinitario; y la comunicación de los sentimientos del Hijo a los
hombres, que viene a continuación, remite al Espíritu Santo, que pone en nuestros
corazones los sentimientos de ambos, del Padre y del Hijo, algo que la segunda
lectura subrayará expresamente. Al poder contemplar esa íntima relación recíproca
que existe entre Padre e Hijo, descubrimos aún algo decisivo: que el Hijo no es un
mero ejecutor de las órdenes del Padre, sino que tiene, como Dios que es, su propia
voluntad soberana: él revela al Padre y se revela a sí mismo sólo a los que ha
elegido para ello. La parte final del evangelio nos dice quiénes son estos elegidos.

3. Los cansados y agobiados encontrarán alivio. Están invitados todos los


cansados, agobiados u oprimidos por la razón que sea; sólo a ellos se les promete
alivio, descanso (los que no están cansados no tienen necesidad de él). Y ahora
viene la paradoja: los que vienen a Jesús llevan «cargas pesadas», pero el «yugo»
de Jesús es «llevadero» y «su carga ligera». Sin embargo, su carga, la cruz, es la
más pesada que hay. Y no se puede decir que la cruz sólo sea pesada para él, y no
para los que la llevan con él. La solución se encuentra en la actitud de Jesús, que se
designa en el evangelio como «manso y humilde de corazón», que no gime bajo las
cargas que se le imponen, no se queja, no protesta, no mide ni compara sus fuerzas.
«Aprended de mí», y enseguida experimentaréis que vuestra pesada carga se torna
«ligera». No en vano, en la primera lectura, el Mesías viene cabalgando en un asno,
en una bestia de carga tan humilde como él. Y no en vano, en la segunda lectura, se
nos insta a tener en nosotros el «Espíritu de Dios» (el Padre) y el «Espíritu de
Cristo», y a dejarnos determinar por él. El hombre carnal gime bajo su carga;
nosotros, por el contrario, «estamos en deuda, pero no con la carne para vivir
carnalmente», pues la carne conduce a la muerte, sino que podemos alegrarnos, por
el Espíritu que habita en nosotros, el Espíritu del amor entre Padre e Hijo, de que el
Hijo nos permita llevar con él parte de su yugo, de su cruz. Así se nos concederá en
el Espíritu el descanso y la paz de Dios.

DECIMOQUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 55,10-11; Rm 8,18-23; Mt 13,1-23

1. La parábola del sembrador debería entenderse. En el evangelio, Jesús


(sentado en una barca) cuenta una parábola a la muchedumbre: sólo la cuarta parte
de la semilla sembrada brota y da un fruto sobreabundante. Los discípulos le
preguntan: «¿Por qué les hablas en parábolas?». La respuesta detallada del Señor
indica que en los corazones de los oyentes debe encontrarse al menos un principio
de compresión de las cosas divinas para que la «palabra del reino» produzca fruto en
ellos. «Porque al que tiene (este principio) se le dará» (v. 12). En el fondo, de Dios
sólo se puede hablar en imágenes; el que tiene el corazón duro como una piedra, o
no está dispuesto a comprender a causa de los afanes de la vida (v. 22) o de su
espíritu superficial, no puede penetrar en las imágenes hasta descubrir la realidad
divina significada en ellas; entonces la semilla se seca, el Maligno roba lo sembrado
en su corazón (v.19).
En los discípulos existe, gracias a Dios, ese principio de comprensión. Lo que
se presenta como una explicación dada por Jesús, es, en el fondo, la inteligencia, la
comprensión de los misterios divinos que el Espíritu Santo desarrolla en el corazón
de la Iglesia.

2. La dicha de comprender. Pero esta comprensión no se producirá hasta


después de la Pascua. Por el momento los discípulos preguntan por el sentido de los
discursos en parábolas; sólo el Espíritu les enseñará a pasar del símbolo a la
realidad. Y los que son capaces en este mundo de semejante conocimiento serán
siempre una minoría. La segunda lectura, de Pablo, nos dice que la creación entera
está sometida a la «frustración», a la «esclavitud de la corrupción», que toda ella
gime con dolores de parto, pero no produce nada, y que «también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la
redención de nuestro cuerpo». Nosotros, los cristianos, pertenecemos a ese grupo
privilegiado de hombres y mujeres en cuyo corazón se ha puesto un germen, un
principio de comprensión, a pesar de lo cual nos cuesta mucho trabajo encontrar la
verdad en la parábola. Sería ciertamente lamentable que también en nosotros, que
deberíamos ver y entender, un suelo pedregoso abrasara o secara la semilla que
Dios ha puesto en nuestros corazones.

3. La infalibilidad de la palabra. Y sin embargo existe la absoluta seguridad de


que la semilla sembrada en tierra buena dará fruto y producirá ciento, setenta o
treinta por uno: la cosecha será, pues, extraordinariamente buena. Dios recogerá el
fruto previsto incluso en la tierra yerma de este mundo; para él un solo santo vale
más que cien tibios o incrédulos. La primera lectura lo anuncia triunfalmente. La
gracia de Dios es como la lluvia que fecunda la tierra y la hace germinar, da semilla
al sembrador y pan al que come: «Así será mi palabra que sale de mi boca, no
volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad», y no sólo conseguirá una parte de lo
que se encontraba en el plan de Dios, sino que «cumplirá su encargo» totalmente. El
cristiano no puede oír este grito de victoria sin pensar en la cruz del Hijo: si la obra de
su vida pareció fracasar por la dureza del corazón de sus oyentes, la cruz vicaria fue
la lluvia que empapó la tierra reseca.

DECIMOSEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Sb 12,13.16-19; Rm 8,26-27; Mt 13,24-43

1. El reino de Dios se impone. En el evangelio de hoy Jesús anuncia el reino


de Dios en otras tres parábolas, y en esta ocasión se dice expresamente que elige
esta forma de discurso para anunciar lo secreto desde la fundación del mundo (v.
35). En este mundo sólo se puede hablar del cielo en imágenes, en parábolas.
Las tres imágenes que Jesús propone en esta ocasión muestran algo de la
paradoja del crecimiento del reino de Dios en este mundo tan indispuesto para lo
divino. En la primera, la semilla de Dios crece en medio de la cizaña, que no ha sido
sembrada por Dios, sino por su enemigo, y que Dios deja crecer para no poner en
peligro prematuramente la cosecha. En la segunda se podría entender lo contrario:
los judíos celebran la fiesta de los ázimos (unida a la Pascua), la levadura les parecía
podredumbre. Ahora la levadura de la fiesta cristiana penetra en la masa y hace que
todo fermente poco a poco. Y finalmente el reino de los cielos es la más pequeña de
todas las semillas, pero termina siendo más grande que todas las demás plantas.
Sólo se explica el significado de la primera parábola -de nuevo por la acción del
Espíritu Santo en la Iglesia-, la segunda y la tercera son tan claras que no necesitan
explicación.

2. El Espíritu Santo es por tanto el que penetra e interpreta allí donde la


comprensión del hombre natural no llega. Eso es lo que se dice expresamente en la
segunda lectura. El hombre, incluso el cristiano, puede a menudo quedarse perplejo
cuando se pregunta cómo debe dirigirse a Dios correctamente desde la tierra y sus
campos llenos de cizaña. Siente su oración como una mezcla impura de trigo y
cizaña que no se puede presentar así ante Dios. Entonces «el Espíritu viene en
ayuda de nuestra debilidad»; él sabe cómo debe ser nuestra oración al Padre y la
pronuncia en lo profundo de nuestros corazones. Por eso el Padre oye, cuando
escucha nuestra oración, no solamente a su propio Espíritu, sino una unidad
indisoluble de nuestro corazón con él. Y de esta unidad el Padre sólo oye lo que es
correcto, lo que nos conviene. Y nosotros estamos presentes en ello. Nosotros
rezamos en el Espíritu, pero al mismo tiempo también con nuestra inteligencia (cfr. 1
Co 14,15). No es verdad que el Espíritu sea el trigo y nosotros simplemente la
cizaña.

3. La separación y la indulgencia. Al final del evangelio de la cizaña mezclada


con el trigo se produce una separación inexorable: la cizaña se arranca, se ata en
gavillas y se quema; el trigo se almacena en el granero de Dios. La separación es
necesaria porque nada impuro puede entrar en el reino del Padre. ¿Hay hombres
que no son más que cizaña e impureza? El juicio al respecto le corresponde sólo a
Dios. En la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se nos dice que Dios, en
su «poder total», practica una justicia perfecta, pero que precisamente este poder
ilimitado le lleva a gobernar con «indulgencia», con «clemencia», con «moderación»;
y al mostrar esta su indulgencia a su pueblo, le enseña que «el justo debe ser
humano». Y no sólo esto, sino que «diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el
pecado, das lugar al arrepentimiento».

DECIMOSEPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R 3,5. 7-12; Rm 8,28-30; Mt 13,44-52

1. Poner todo en juego. En el evangelio de hoy Jesús expone de nuevo tres


parábolas muy claras sobre el reino de los cielos. Las dos primeras se asemejan en
lo que cuentan y en lo que exigen a los oyentes: el tesoro que el labrador encuentra
escondido en el campo y la perla de gran valor hallada por el comerciante en perlas
finas, exigen a sus respectivos descubridores, el labrador y el comerciante, ya por
cálculos y miras puramente terrenales, vender todo cuanto tienen para poder adquirir
algo que es mucho más valioso. Actuar así no es en el fondo un riesgo, es casi pura
astucia humana. El que comprende el valor de lo que le ofrece Jesús, no dudará en
desprenderse de todos sus bienes, en convertirse en un pobre en el espíritu y en la
fe pura para adquirir lo que se le ofrece. «Bienaventurados los pobres en el espíritu
(es decir, aquellos que están dispuestos a renunciar a todo), porque de ellos es el
reino de los cielos». Pero no todos los hombres encuentran el tesoro y la perla, no
todos los hombres se deciden a arriesgarlo todo. Por eso, como el domingo pasado,
aparece una tercera parábola que, de la decisión temporal, saca la consecuencia de
la separación escatológica: la red se saca sobre la playa y los peces malos se tiran.
Esto significa que tras la oferta de Dios, la posibilidad irrepetible, se encuentra la
seria advertencia de no desaprovecharla. Se trata de ganar o perder todo el sentido
de la existencia humana. Como el labrador y el mercader que, por pura astucia, no
dudan ni un momento, así también el cristiano que ha comprendido de qué se trata
aprovechará enseguida la ocasión.

2. ¿Habéis entendido todo esto? Los discípulos le respondieron: Sí, gracias


quizá a la plena inteligencia que han adquirido tras la Pascua. Pues en Pascua Jesús
les ha explicado el sentido pleno de la Escritura: «Todo lo escrito en la Ley de Moisés
y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí tenía que cumplirse» (Lc 24,44). A la
luz de lo nuevo comprenden la «parábola» de lo antiguo. Y de éste modo Jesús, al
final de su discurso en parábolas, puede compararse, para los «discípulos del reino»,
a un «padre de familia que va sacando de una arca lo nuevo y lo antiguo»: lo antiguo
aquí no es sin más lo anticuado, lo obsoleto, sino aquello que recibe, a la luz de lo
nuevo, un nuevo brillo y una significación más elevada.

3. Nuevo y antiguo. Las dos lecturas son apropiadas para simbolizar lo nuevo
y lo antiguo. Dios se aparece al joven y todavía inexperto rey Salomón y le dice que
le pida lo que quiera, que está dispuesto a concedérselo. Salomón le pide que le dé
«un corazón dócil para juzgar a su pueblo, para poder discernir el mal del bien». La
actitud del rey es la correcta: Salomón renuncia a todo por el tesoro escondido en el
campo y por la perla preciosa. Su petición agrada al Señor y Salomón obtiene lo que
realmente vale: todo lo demás se le dará por añadidura.

Esto «antiguo» se puede traducir íntegramente en lo «nuevo» donde se


ofrecen bienes mucho más preciosos. A los que «aman a Dios», a los que en virtud
de su impulso más íntimo se han decidido por Dios, se les dice que su decisión libre
estaba ya eternamente englobada y amparada en la decisión de Dios en su favor. Se
les dice también que, si realmente aman, son conformados a Cristo y que nada
puede apartarles del camino que conduce de la predeterminación a la vocación, a la
justificación y a la glorificación eterna. Esto no es la rueda del destino (cfr. St 3,6),
sino el círculo cerrado en sí mismo del amor.

DECIMOCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 55,1-3; Rm 8,35.37-39; Mt 14,13-21

El marco del evangelio de la multiplicación de los panes y los peces es


significativo. El Bautista ha sido decapitado; Jesús está también en peligro (Lc 13,31
ss) y se retira a un lugar tranquilo y apartado; la muchedumbre le sigue y a Jesús le
da lástima de nuevo de ella: enseña y cura a todos los enfermos. Se hace tarde y los
discípulos le recomiendan que despida ya a la multitud para que puedan ir a
comprarse de comer. Jesús les responde: «Dadles vosotros de comer». Y como ellos
replican que no pueden hacerlo, Jesús debe realizar otro prodigio. Las revelaciones
de Dios en Cristo se insertan en las necesidades de la humanidad.

1. Demasiado poco, demasiado. El tema atraviesa los evangelios de principio


a fin: desde Caná, la primera revelación pública, el hombre tiene demasiado poco y
Dios le ofrece demasiado. En la boda de Caná no tenían más vino, y después, por
así decirlo demasiado tarde, hay vino en sobreabundancia. Ahora sólo hay cinco
panes, y, después de haber comido hasta saciarse miles de personas, los discípulos
recogen doce cestos llenos de sobras. Naturalmente la paradoja material no es más
que un «signo», una parábola de lo espiritual: el Todopoderoso es manso y humilde
de corazón; el revelador, rechazado por todos, obtiene el juicio total sobre el mundo;
no se trata simplemente de la oposición entre la pobreza del hombre y la riqueza de
Dios, sino de una paradoja mucho más profunda: Dios se hace pobre para que todos
nosotros seamos ricos (2 Co 8,9); él, el perseguido, precisamente en esta situación,
reparte entre nosotros su riqueza inconcebible.
2. Gratuitamente. Esto supera toda relación de control humano; entre Dios y el
hombre no hay más negocio que el descrito en la primera lectura: «Oíd también los
que no tenéis dinero: Venid, comprad trigo; comed sin pagar vino y leche de balde».
Y sólo donde tiene lugar esta gratuidad de lo dado y lo recibido, el hombre sale
ganando y queda satisfecho; Cuando hace cálculos y sus cuentas le cuadran de
alguna manera, sale perdiendo y queda insatisfecho: «¿Por qué gastáis dinero en lo
que no alimenta? ¿Y el salario en lo que no da hartura?», pregunta la primera
lectura. Esto significa simplemente que sólo la gratuidad del amor y de la gracia es
capaz de saciar el hambre insondable del alma, lo que ciertamente presupone en ella
la existencia de un sentido de esta gratuidad o al menos la obligación de
engendrarlo. Nadie podría saciarse con el amor impagable de Dios, si recibiera este
amor calculadamente para sí mismo y pretendiera acapararlo para sí. El hombre
debe descartar todo cálculo si quiere entrar en la «eterna alianza» ofrecida por Dios.

3. Definitivamente. El exuberante canto de victoria de Pablo en la segunda


lectura nos muestra lo que sucede cuando el hombre entra en la alianza. Dios nos da
absolutamente todo lo que tiene y por eso su alianza se convierte en «eterna». Y el
que entra realmente en esta sobreabundancia del don divino, penetra personalmente
en esta eternidad que está más allá de toda amenaza y agresión mundanas. «Nada
podrá apartarnos», no porque nosotros tengamos la fuerza para «vencer» en todo;
toda la fuerza requerida para esto proviene «del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús, nuestro Señor».

DECIMONOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R 19,8b-9a.11-13a; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33

1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece


caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad,
comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de
adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo:
Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su
superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que
Pedro baje de la barca y se acerque a él) y finalmente la revelación de su poder
soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que
sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que él está muy por encima de su pobre
humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: el es
un pobre hombre como ellos como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es
con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para
fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma
parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las
legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera (Mt 26,53). Y tanto esta
renuncia como el dolor asumido con ella demuestran su divinidad más
profundamente que sus milagros.

Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los
discípulos deben aprender a creer, por el simple «soy yo» del Señor, en la realidad
de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse,
se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo
que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que
le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre».

2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo


sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado
aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante
él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza,
que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta
de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un
signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo
sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó «un
susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto;
esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No
gritará, no clamará; no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el
pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3).

3. No sin los hermanos. Pablo lamenta en la segunda lectura que Israel no


haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios.
Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción
filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de
todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que
haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en él había de suave
y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos
esperaban de su Mesías. Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los
de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran
la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana,
que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de él que también los
débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus
hermanos.

VIGESIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 56,1.6-7; Rm 11,13-15.29-32; Mt 15,21-28

1. El pagano cree. El evangelio de la mujer cananea tiene un tono


extrañamente duro. En un primer momento Jesús parece no querer oír la fervorosa
súplica de la mujer; después dice que su misión concierne sólo a Israel, y una tercera
sentencia lo subraya: el pan que él ha de dar pertenece a los hijos y no a los perros.
Pero después viene la maravillosa respuesta de la mujer: «Tienes razón, Señor»; ella
lo ve y lo admite, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa
de su amos. Ante semejante respuesta el Señor no puede resistirse, como tampoco
pudo resistirse ante la respuesta del centurión pagano de Cafarnaún: la fe humilde y
confiada en su persona se clava en el corazón de Jesús y la súplica es escuchada.
En Cafarnaún se oyeron estas palabras: «Señor, no te molestes; yo no soy quién
para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); aquí se produce la humilde aceptación del
último lugar, bajo la mesa. En ambos casos se trata de la misma fe: «En ningún
israelita he encontrado tanta fe» (Mt 8,10).

2. Olvidamos fácilmente que la misión de Jesús concierne realmente a Israel:


él es el Mesías del pueblo elegido, en torno al cual -una vez que este pueblo elegido
ha sido salvado y ha llegado a la verdadera fe- debían congregarse los pueblos
paganos, como se dice muy claramente en la primera lectura. Jesús no puede actuar
al margen de su misión mesiánica, sino que ha de procurar su cumplimiento. Esta
misión se cumple en la cruz, donde, rechazado por Israel, sufre no sólo por Israel
sino por todos los pecadores. Y lo que sucede ya ahora es que Jesús encuentra una
perfecta confianza también fuera de Israel, y esta respuesta correcta a Dios le obliga
por así decirlo a considerar también en su actividad terrestre como Mesías, ya antes
de la cruz, la misión de Israel de ser luz de todos los pueblos -como lo hace
expresamente la primera lectura-.

3. Encerrados en la desobediencia. Si no se quiere ver aún hoy el papel de


Israel en el plan salvífico de Dios, no se puede comprender su plan universal de
salvación. Pablo nos lo explica en la segunda lectura. Pero este plan, al ser el plan
de Dios, sigue siendo bastante misterioso incluso en esta explicación de Pablo. Los
paganos parecían tener un motivo para estar celosos de Israel: ¿por qué dispensaba
Dios a este pueblo semejante trato de favor? Pero ahora que el Mesías ha sido
rechazado por Israel y los paganos han comprendido que Jesús ha muerto también
por ellos, la situación cambia y son los judíos los que pueden estar celosos. Estos
celos les hacen comprender que la salvación divina ha llegado ya, y Pablo cree que
esto hará que al menos «algunos de ellos» comprendan que su salvación procede
realmente del Mesías que ellos han rechazado. Además, la alianza que Dios ha
ofrecido a Israel es irrevocable, como se dice en otro pasaje: «Si nosotros somos
infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2,13). Si los
paganos pecadores han podido experimentar el amor misericordioso de Dios sin
mérito alguno por su parte, entonces también el Israel pecador, que reconoce
finalmente que es pecador y que su justicia legal no le sirve de nada, «alcanzará
misericordia» (v. 31). Misericordia es la última palabra: es, como en el evangelio, el
atributo más profundo de Dios, un atributo que sólo es comprendido por nosotros
pecadores cuando sabemos que no la merecemos y que el amor de Dios es un don
totalmente gratuito. De ahí las palabras finales sobre el plan divino de salvación:
«Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia» -judíos, paganos y cristianos-,
«para tener misericordia de todos».

VIGESIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 22,19-23; Rm 11,33-36; Mt 16,13-20

1. La roca. Dos imágenes dominan en el evangelio la respuesta de Jesús a la


confesión de fe de Simón Pedro: la imagen de la roca y la de las llaves. Ambas
tienen su origen en el Antiguo Testamento, se retoman en el Nuevo y finalmente,
como muestra el evangelio, se aplican a la fundación de Jesucristo. Primero la roca:
en los Salmos se designa a Dios constantemente como la roca, es decir, el
fundamento sobre el que puede uno apoyarse incondicionalmente: «Sólo él es mi
roca y mi salvación» (Sal 62,3). Su divina palabra es perfectamente fidedigna,
absolutamente segura, incluso cuando esa palabra se hace hombre y como tal se
convierte en salvador del pueblo: «Y la roca era Cristo» (1 Co 10,4). Sin renunciar a
esta su propiedad, Jesús hace partícipe de ella a Simón Pedro: «Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». También la Iglesia participará de esa
propiedad de la fiabilidad, de la seguridad total: «El poder del infierno no la
derrotará». La transmisión de esta propiedad sólo puede realizarse mediante la fe
perfecta, que se debe a la gracia del Padre celeste, y no mediante una buena
inspiración humana de Pedro. La fe en Dios y en Cristo, que nos lleva a apoyarnos
en ellos con la firmeza y la seguridad que da una roca, se convierte ella misma en
firme como la roca sólo gracias a Dios y a Cristo, un fundamento sobre el que Cristo,
y no el hombre, edifica su Iglesia.

2. La llave. En realidad la propiedad de ser roca y fundamento contiene ya la


segunda cosa: los plenos poderes, simbolizados en la entrega de las llaves a un
seguro servidor del rey y del pueblo; las llaves eran entonces muy grandes, por lo
que el Señor puede cargar sobre las espaldas de Eliacín «la llave del palacio de
David» casi como una cruz y en todo caso como una grave responsabilidad. Estos
son los plenos poderes: «Lo que él abra nadie lo cerrará, lo que el cierre nadie lo
abrirá» (Is 22,22). En la Nueva Alianza es Jesús «el que tiene la llave de David, el
que abre y nadie cierra, el que cierra y nadie abre» (Ap 3,7). Es la llave principal de
la vida eterna, a la que pertenecen también «las llaves de la muerte y del infierno»
(Ap 1,18). Y Ahora Cristo hace partícipe a un hombre, a Pedro, sobre el que se
edifica su Iglesia, de este poder de las llaves que llega hasta el más allá: lo que él ate
o desate en la tierra, quedará atado o desatado en el cielo. Adviértase que tanto en
la Antigua Alianza como en los casos de Jesús y de Pedro es siempre una persona
muy concreta la que recibe estas llaves. No se trata de una función impersonal como
ocurre por ejemplo en una presidencia, donde en lugar del titular de la misma puede
elegirse a otro. En la Iglesia fundada por Cristo es siempre una persona muy
determinada la que tiene la llave. Ninguna otra persona puede procurarse una
ganzúa o una copia de la llave que pudiera también abrir o cerrar. Esto vale
asimismo para todos aquellos que participan del ministerio sacerdotal derivado de los
apóstoles: en una comunidad o parroquia sólo el párroco (y sus colaboradores
sacerdotales) tiene la llave, una llave que no puede ceder a nadie ni compartir con
nadie. El párroco puede distribuir tareas y «ministerios», pero él no está edificado
sobre la roca de la comunidad, sino que la comunidad, una parte de la Iglesia, está
edificada sobre la roca de Pedro, del que participan todos los ministerios
sacerdotales.

3. Lo mejor posible. Ahora la alabanza de Dios en la segunda lectura puede


sonar a conclusión: ¡qué ricas y sin embargo insondables son las decisiones de Dios
también con respecto a la Iglesia! «¿Quién fue su consejero?». ¿Cómo hubiera
podido construirse mejor su Iglesia, de un modo más moderno, más adaptado al
mundo de hoy? La Iglesia edificada sobre la roca de Pedro y sobre su poder de las
llaves se manifiesta siempre, y también hoy, como la mejor posible.

VIGESIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jr 20,7-9; Rm 12,1-2; Mt 16,21-27


1. El programa. Cuando Jesús presenta en el evangelio el programa decisivo
de su misión, no es solamente el mundo el que se escandaliza de la cruz, sino
también y en primer lugar la Iglesia. Esta Iglesia se compone de hombres, todos los
cuales querrían huir lo más lejos posible y durante el mayor tiempo posible del
sufrimiento. Todas las religiones, excepto el cristianismo, responden a este
programa: ¿Cómo puede el hombre evitar el sufrimiento: mediante el estoicismo,
liberándose de la «rueda de las reencarnaciones», sumergiéndose en la meditación,
etc? Cristo, por el contrario, se ha hecho hombre para sufrir más de lo que nadie ha
sufrido nunca. El que quiere impedírselo es para él un adversario. Y éste no oirá
decir a Jesús: alégrate porque yo sufro por ti, sino esto otro: carga con tu cruz, por
amor a mí y a tus hermanos, por cuya salvación hay que sufrir necesariamente. No
hay más camino de salvación que yo mismo. Tu salvación no consiste en liberarte de
tu yo, sino en sacrificar constantemente tu yo por los demás, algo que no es posible
sin dolor y sin cruz.

Y la primera lectura nos muestra precisamente que, si nuestra pertenencia a


Dios es coherente, la cruz es inevitable.

2. El siervo como el amo. El anuncio de la palabra de Dios -sin edulcoraciones


ni reducciones de ningún tipo- es para el profeta Jeremías algo casi insoportable.
Tiene que reprender al pueblo por su injusticia e incluso tiene que «gritarle»:
«Violencia y destrucción» (dos palabras que aparecen a menudo en este profeta).
Pero con ello sólo consigue el oprobio y el desprecio de todos. En la palabra del
Señor que él debe proclamar, prevé la ruina del pueblo, pero nadie le cree. Se siente
como engañado por el mismo Dios: su misión es algo totalmente inútil. Se
comprende que quiera eludirla: ¡no pensar más en la palabra de Dios, no hablar más
de ella! Pero entonces su situación sí que es realmente insoportable: ahora la
palabra no dicha le quema en su interior, es como fuego ardiente en sus entrañas.
También el cristiano debe hablar y exponerse a ser el hazmerreír del pueblo; debe
exponerse al desprecio y a las burlas de los que le rodean, de la opinión pública, de
los periódicos, de los medios de comunicación. La tentación de callar, de no decir ya
más, de dejar que el mundo siga su curso, es ciertamente grande. El mundo camina
de todos modos hacia su ruina: ¿de qué sirven las palabras?, ¿para qué hablar más?
Pero este silencio debería quemar también las entrañas del cristiano como quemaba
las del profeta: no se debe callar, hay que proclamar la palabra de Dios. Y resistir en
medio del desprecio, de las injurias y de las burlas de los hombres no es más que
seguir a Cristo: «No es el siervo más que su amo» (Jn 15,20). Precisamente en la
cruz Jesús fue despreciado e injuriado como nadie había sido despreciado e
injuriado antes. Y fue precisamente así como tomó sobre sí el rechazo del mundo y
lo venció y superó desde lo más profundo de sí mismo.

3. Sacrificio conforme al Logos. En la segunda lectura Pablo resume en pocas


palabras la tarea vital de los cristianos: éstos deben, por la misericordia de Dios,
ofrecer sus propios cuerpos como hostias vivas y santas, y en eso consiste el culto
verdadero, el culto conforme al Logos, Cristo. La entrega de toda la vida por la causa
de Dios y de Cristo hace de la existencia entera una única celebración litúrgica. Esta
se celebra ante el mundo, pero sin acomodarse, sin ajustarse al mundo. Por eso la
existencia cristiana, cuando es vivida conforme al Logos, en la imitación de Cristo, es
tanto una predicación al mundo como un sacrificio por el mundo, pues los cristianos
participan en la autoinmolación de Cristo por el mundo. Naturalmente, dice Pablo,
esto exige un examen de conciencia permanente en el que cada cristiano debe
preguntarse si realmente dice sí al escándalo de la cruz, si dice sí a la presencia de
la verdad de Cristo en el mundo que le rodea.

VIGESIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ez 33,7-9; Rm 13,8-10; Mt 18,15-20

1. Orden cristiano. Los textos de esta celebración dominical son


absolutamente decisivos para la figura de la Iglesia querida por Dios. En el centro
aparece la exhortación recíproca en un clima de amor mutuo, de corrección fraterna.
Todo cristiano está invitado y obligado a ello, pues somos miembros de un único
cuerpo y no es indiferente para el organismo entero que uno de sus miembros se
perjudique a sí mismo y dañe con ello la vida de toda la comunidad. Naturalmente la
exhortación, y si es necesario también la corrección, sólo puede producirse como
referencia a la autorrevelación divina y al orden eclesial establecido por Cristo, y el
que exhorta debe tener por su parte la humildad de remitir, prescindiendo totalmente
de sí mismo, a la gracia objetiva de Dios y a la exigencia que ella comporta. Esta
exigencia es enteramente transferida por Pablo, en la segunda lectura, al amor
cristiano, que integra en sí todos los mandamientos particulares y cumple así la ley,
la voluntad de Dios. El que peca replicará quizá con su concepción del amor, en cuyo
caso habrá que mostrarle que su concepción es demasiado estrecha y unilateral para
ser el cumplimiento querido por Dios de todos los mandamientos.

2. Las fronteras de la Iglesia. Pero el hombre es libre y lo será siempre;


incluso la mejor exhortación, la más fraterna de las correcciones -ya sea personal, de
tú a tú, o más oficial mediante el representante autorizado de la Iglesia - puede llegar
a un límite en el que al admonitor se le responda claramente con un no. La primera
lectura es significativa al respecto: cuando el que exhorta ha cumplido con su deber y
esto no obstante el culpable no quiere enmendar su yerro, entonces el admonitor
habrá cumplido con su obligación y, según se dice, habrá salvado su vida. El deber
de exhortar y corregir se inculca con gran seriedad, pero Dios no promete que el
éxito sea seguro. Por eso en el Nuevo Testamento hay también una frontera trazada
por Dios más allá de la cual el pecador o el alejado no puede considerarse como
perteneciente a la Iglesia de Dios. No es la Iglesia la que le excluye de su comunión,
es él mismo el que se excomulga; la Iglesia debe tomar buena nota de ello y
sancionarlo para que los demás lo comprendan. Así era ya en la Antigua Alianza,
como lo muestra la primera lectura, y así debe ser también y en mayor medida en la
Nueva Alianza, donde la pertenencia a la comunidad eclesial de Cristo es más
personal, más responsable y más nítida.

3. La promesa de Jesús. Gracias a las dos sentencias finales de Jesús,


tenemos la seguridad de que la oración eclesial que recemos en común será
escuchada por Dios. Las dos promesas son ciertamente grandiosas: lo que dos
personas pidan a Dios, en comunidad de amor, en la tierra, será escuchado en el
cielo. Cuando dos o tres se reúnen en nombre de Jesús, allí está él en medio de
ellos. En tiempos de Jesús existía esta sentencia rabínica: «Cuando dos están
sentados uno al lado del otro y las palabras de la tora están entre ellos, entonces la
schekina (presencia de Dios en el mundo) habita en medio de ellos». En lugar del
estar sentados, en el evangelio aparece la oración, en lugar de la ley, la nueva ley
viviente de Jesucristo y en lugar de la scbekina, la presencia eucarística encarnada.
Debemos intentar volver a situar en este misterio del centro eclesial a todos aquellos
que se quedan en los márgenes o que se han alejado más allá de ellos.

VIGESIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Si 27,30-28,7 (27,33-28,9); Rm 14,7-9; Mt 18,21-35

1. Perdona nuestras ofensas. Pocas parábolas hay en el evangelio con una


fuerza tan impresionante como la de hoy: no se la puede poner la menor objeción. Y
ninguna como ésta pone ante nuestros ojos de una manera más drástica las
auténticas dimensiones de nuestra falta de amor, de la culpabilidad de nuestro
desamor: continuamente exigimos a nuestros semejantes que nos paguen lo que en
nuestra opinión nos deben, sin pensar ni por un instante en la enorme culpa que Dios
nos ha perdonado a nosotros totalmente. Con frecuencia rezamos distraídos las
palabras del «Padrenuestro»: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros...»,
sin pararnos a pensar cuán poco renunciamos a nuestra justicia terrestre, aunque
Dios ha renunciado a la justicia celeste por nosotros.

La lectura de la Antigua Alianza sabe ya exactamente todo esto hasta el más


pequeño detalle: «No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus
pecados?». Para el sabio veterotestamentario esto es ya una imposibilidad que salta
a la vista. Y para demostrarlo remite no solamente a un sentimiento humanista
general, sino también a la alianza de Dios, que era una oferta de gracia a la vez que
una remisión de la culpa para el pueblo de Israel: «Recuerda la alianza del Señor y
perdona el error».

2. Libre para perdonar. La segunda lectura profundiza esta fundamentación


cristológicamente. Nosotros, que juzgamos sobre lo que es justo e injusto, no nos
pertenecemos en absoluto a nosotros mismos. En toda nuestra existencia somos ya
deudores de la bondad misericordiosa del que nos ha perdonado y ha llevado por
nosotros ya desde siempre nuestra culpa. Cuando se dice: «Ninguno de nosotros
vive para sí mismo», se quieren decir dos cosas: nadie debe su existencia a sí
mismo, sino que cada uno de nosotros como existente se debe a Dios; pero se dice
aún más: se debe más profundamente al que ha pagado ya por su culpa y del que
sigue siendo deudor en lo más profundo. Esto no significa en modo alguno que él
sería siervo o esclavo de un amigo, al contrario: el rey deja marchar en libertad al
empleado al que ha perdonado la deuda. Si nosotros nos debemos enteramente a
Cristo, entonces nos debemos al amor divino que llegó por nosotros «hasta el
extremo» (Jn 13,1); y deberse al amor significa poder y deber amar. Y esto es
precisamente la suprema libertad para el hombre.

3. Juzgarse y condenarse a si mismo. «El furor y la cólera son odiosos: el


pecador los posee», dice Jesús Ben Sirá. El evangelio, sin embargo, habla de la
cólera del rey, que mete en la cárcel al «siervo malvado», es decir, le entrega a la
justicia que él reclama para sí mismo. Pero entonces ¿qué es la cólera de Dios? Es
el efecto que el hombre que actúa sin amor produce en el amor infinito de Dios. O lo
que es lo mismo: el efecto que el amor de Dios produce en el hombre que obra sin
amor. El hombre sin amor, el que no practica el amor, el que no deja entrar en él la
misericordia divina porque entiende de un modo puramente egoísta la remisión de la
falta, se condena claramente a sí mismo. El amor de Dios no condena a nadie, el
juicio, dice Juan, consiste en que el hombre no acepta el amor de Dios (Jn 3,18- 20;
12,47-48). Santiago resume muy bien todo esto en pocas palabras: «El juicio será sin
corazón para el que no tuvo corazón: el buen corazón se ríe del juicio» (St 2,13). Y el
propio Señor también: «La medida que uséis la usarán con vosotros» (Lc 6,38).

VIGESIMO QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 55,6-9; Flp 1,20-24.27a; Mt 20,1-16a

l. Más allá de la justicia. El la parábola de los jornaleros de la viña hay que


tener muy en cuenta lo que realmente se quiere mostrar: que Dios en su libre bondad
puede muy bien superar la medida de la justicia distributiva y que de hecho lo hace
continuamente. Se pone de relieve su libertad: «¿Es que no tengo libertad para hacer
lo que quiera en mis asuntos?». Y también su bondad: «¿O vas a tener tú envidia
porque yo soy bueno?». Ciertamente se puede aplicar la parábola al judaísmo y al
paganismo: los judíos han trabajado en la viña desde el amanecer; los paganos, en
cambio, vinieron al caer la tarde. Pero de hecho los dos pueblos reciben su salario
conforme a una bondad libre y desmesurada de Dios, pues la alianza con Israel era
ya la expresión de un comportamiento libérrimo y desbordante de bondad por parte
de Dios. Mas la parábola es significativa para todos los tiempos y para todos los
pueblos que quieran comprender el pensamiento fundamental de Jesús. Dios ha
superado ya desde siempre el plano de la mera justicia distributiva y exige por ello
que se haga lo mismo en Cristo: «Si no sois mejores que los letrados y fariseos no
entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20).

2. La justicia del amor de Dios. Pero esto no significa precisamente que el


amor y la misericordia de Dios sean injustos. La justicia es un atributo de Dios tanto
como el amor y la misericordia. Por eso en el sermón de la montaña se insiste en
que Jesús no ha venido a derogar la Ley, sino a darle cumplimiento, y se dice
expresamente que ningún precepto de la Ley, en la medida en que procede de Dios,
puede abolirse (Mt 5,17-19). Toda interpretación del sermón de la montaña que
desconozca esto -también cuando se trata de la aplicación del amor a los enemigos y
del desarme en el ámbito de la sociedad- será siempre una interpretación sesgada.
El orden intramundano, tanto público como privado, no es abolido, simplemente es
superado mediante el comportamiento de Dios en Cristo y en el comportamiento de
los discípulos de Cristo. La primera lectura expresa drásticamente esta superioridad
de los pensamientos de Dios sobre la idea humana de la justicia y la equidad: los
caminos del Señor están tan por encima de los pensamientos humanos como lo está
el cielo de la tierra. Y el pensar y obrar divinos están caracterizados precisamente
como misericordia y perdón, que como gracia seguramente incluye en sí la exigencia
de la conversión; esto, considerado desde el punto de vista de la gracia, no es más
que lo justo.

3. El reflejo eclesial. Pablo nos ofrece en la segunda lectura una magnífica


confirmación de lo dicho. ¿En qué consiste para él la mejor imitación de la bondad de
Dios? Mientras que los hombres desean tener una larga vida, Pablo, por el contrario,
querría morir para estar con Cristo. Pero, más allá de este deseo ardiente, la
voluntad de Dios podría ser que Pablo permaneciera en esta vida por el bien de la
comunidad y que dé fruto en la tierra. El no elige, sino que deja a Dios elegir lo mejor.
Lo mejor no está, como muchos piensan, en el aumento constante de las buenas
obras y del compromiso apostólico, sino únicamente en la realización de la voluntad
de Dios, cuyos planes están tan por encima de los deseos y aspiraciones humanas
como lo está el cielo de la tierra. Del mismo modo los pensamientos del propietario
de la viña son muy superiores a los de los obreros que trabajan en ella poco o
mucho; en todo caso estos pensamientos son los mejores para cada hombre y con
ello también los más llenos de gracia.

VIGESIMO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ez 18,25-28; Flp 2,1-11; Mt 21;28-32

1. Decir y hacer. La parábola de los dos hijos -el primero de los cuales se
niega a obedecer a su padre, pero luego se arrepiente y cumple su voluntad,
mientras que el segundo promete obedecerle, pero no cumple su promesa - contiene
en el fondo, si se la contempla a la luz de todo el evangelio (con su conclusión sobre
los fariseos y los pecadores), dos enseñanzas. La primera es que una conversión
tardía es mejor que el fariseísmo que cree erróneamente no tener necesidad de
conversión: Jesús no ha venido a invitar y a curar a los que creen tener buena salud,
sino a los enfermos (Mt 9,12s). La segunda distingue claramente entre decir y hacer,
entre los piadosos deseos con respecto a Dios, con los que uno puede engañarse a
sí mismo porque piensa haber hecho ya bastante, y las obras efectivas que a
menudo realizan personas cuyo comportamiento externo no permitiría sospechar que
son capaces de realizar tales obras. Volvemos a encontrar aquí la enseñanza de
Jesús a propósito de los que dicen «Señor, Señor» (al final del sermón de la
montaña) y de la casa construida sobre arena y no sobre roca. Estas dos
enseñanzas del evangelio se explican muy bien en las lecturas.

2. Conversión tardía. La primera lectura, del profeta Ezequiel, se refiere a la


conversión tardía. Los caminos de la vida son confusos y no pocas veces
inextricables. El hombre puede perderse primero en los dominios del pecado, lejos
de Dios. Quizá dice, como el primer hijo del evangelio, un claro no al Padre. Pero
para poder pronunciar este no es preciso haber oído antes la exigencia divina, y
como ésta deja siempre un eco en el alma, el pecador se siente incómodo con su
conducta. La mala conciencia le persigue y por así decirlo le estropea el placer que
proporciona el pecado: murmura como Israel contra el Dios aguafiestas: «No es justo
el proceder del Señor» (Ez 18,25), pero sabe que Dios no puede ser injusto. Es lo
que le sucedió a la pecadora arrepentida que regó con sus lágrimas los pies de
Jesús en casa del fariseo (Lc 7). Una conversión, aunque sea tardía -piénsese por
ejemplo en la conversión del buen ladrón en la cruz-, es un acontecimiento tan
esencial para Dios que éste lava todos los pecados anteriores en silencio y comienza
una contabilidad totalmente nueva en la vida del pecador convertido. Los datos de
esta vida no son agregados o sumados al final, en el juicio, sino que, cuando
comienza la nueva vida, se produce un borrón y cuenta nueva. Por eso los
publicanos y las prostitutas pueden llegar al reino de los cielos antes que los fariseos.

3. Lo importante es hacer. La segunda lectura muestra que lo realmente


importante no es decir sino hacer. El ejemplo más eminente es el propio Jesucristo,
que se despojó de su rango, tomó la condición de esclavo y se hizo obediente a Dios
hasta la muerte de cruz. Aquí no se habla para nada de sus enseñanzas, sino
únicamente de su acción, aunque ciertamente Cristo pronunciara ya todas sus
palabras en obediencia al Padre. Y la gran exhortación de Pablo a la comunidad
pretende únicamente lograr que todos sus miembros tengan los sentimientos que
corresponden a una vida en Cristo Jesús. Al igual que Cristo no hizo alarde de su
categoría divina, sino que murió en la cruz por todos sus hermanos y hermanas, así
también el cristiano no debe pensar primero en sí mismo, sino considerar
«superiores a los demás», algo que sólo es posible teniendo la humildad de Cristo,
que se pone en último lugar y no hace nada por «envidia ni por ostentación». El sí
del segundo hijo del evangelio era pura ostentación: quería aparecer como el hijo
modelo, con lo que se convierte automáticamente en un falso miembro de la
comunidad de Cristo.

VIGESIMO SEPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 5,1-7; Flp 4,6-9; Mt 21,33-43

1. Rechazo del enviado de Dios. Indudablemente la parábola de los


«viñadores perversos» se refiere en primer lugar al comportamiento de Israel en la
historia de la salvación: los criados enviados por el propietario de la viña para percibir
los frutos que le correspondían son ciertamente los profetas, que son asesinados por
los labradores egoístas por exigir lo que corresponde a Dios. Pero la parábola no
estaría en el Nuevo Testamento si no afectara de alguna manera a la Iglesia. Esta
Iglesia, como se dice al final del evangelio de hoy, es precisamente el pueblo al que
se ha dado el reino de los cielos quitado a Israel para que Dios pueda recoger por fin
los frutos esperados. Preguntémonos si los recoge realmente de la Iglesia tal y como
nosotros la representamos. Ciertamente los percibe de los criados enviados en la
Iglesia, sobre todo de los santos (canonizados o no), pero la cuestión que acabamos
de plantearnos sigue en pie: ¿cómo los ha recibido la Iglesia y como los recibe
todavía? En la mayoría de los casos mal, muy a menudo no los recibe en absoluto;
muchos de ellos (también papas, obispos y sacerdotes) experimentan una especie
de martirio dentro de la misma Iglesia: rechazo, sospecha, burla, desprecio. Y si se
les canoniza después de su muerte, su imagen se falsifica no pocas veces según los
deseos de la gente: así, por ejemplo Agustín se convierte en el promotor de la lucha
contra la herejía, Francisco en un entusiasta de la naturaleza, Ignacio en un astuto
estratega, etc. Estas palabras de Jesús siguen siendo verdaderas: «No desprecian a
un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6,4). Y todo
miembro de la Iglesia tendrá que preguntarse también si y en qué medida la
decepción de Dios a causa de la viña que él ha plantado con tanto cariño -«esperaba
que diera uvas y dio agrazones»- le afecta a él personalmente, a él que está
habituado a criticar a la Iglesia como tal.

2. La decepción de Dios. ¡Sí, la decepción de Dios! A causa de la Sinagoga y


de la Iglesia, que tiende siempre a alejarse de él, y hoy quizá más que nunca, porque
cree saber --en las cuestiones de la fe de la liturgia, de la moral- todo mejor que Dios
con su revelación anticuada. Esa Iglesia que, en vez de alabarle y adorarle, corre
constantemente tras dioses extraños -la misa como autosatisfacción de la comunidad
(al final, si la representación ha gustado, se aplaude), la oración como higiene del
alma, el dogma como arquetipo psíquico, etc.- y da pábulo a la preocupación de
Pablo: «Me temo que, igual que la serpiente sedujo a Eva con astucia, se pervierta
vuestro modo de pensar y abandone la entrega y fidelidad al Mesías» (2 Co 11,3). Lo
mismo que de la Sinagoga quedó un «residuo» fiel y santo (Rm 11,5), así también
subsistirá siempre -y en este caso ciertamente mucho mayor- ese «resto santo»
formado por María, los santos y la Iglesia de los verdaderos cristianos.

3. El resto. Pablo, que se considera parte de ese resto, nos da en la segunda


lectura una descripción de los sentimientos que reinan o deberían reinar en él. Y si
en la Iglesia infiel predomina una inquietud permanente, una búsqueda de lo nuevo o
de lo novedoso, de lo más aprovechable temporalmente, de lo que asegura la mejor
propaganda, en el resto fiel, a pesar de la persecución, o precisamente en la
persecución, domina «la paz de Dios que sobrepasa todo juicio». Y si Pablo promete
a la comunidad: «El Dios de la paz estará con vosotros», entonces se reconocerá al
verdadero cristiano por esa paz que reina en él, aunque lamente la actual situación
del cristianismo y pertenezca a los que tienen hambre y sed, que son llamados
bienaventurados.

VIGESIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 25,6-l0a; FIp 4,12-14.19-20; Mt 22,1-14

1. La invitación del rey. El rey del evangelio es Dios Padre, que prepara un
banquete para celebrar la boda de su Hijo. Esta comida es descrita en la primera
lectura como un festín del tiempo mesiánico, porque a él están convidados no
solamente Israel sino todos los pueblos. El velo del duelo que cubría a los paganos
ha sido arrancado, han desaparecido todos los motivos de tristeza, incluso la muerte.
Sobre la imagen veterotestamentaria no planea sombra alguna. La imagen
neotestamentaria, por el contrario, está cubierta con múltiples sombras.
Preguntémonos primero qué tipo de comida prepara Dios Padre para su Hijo: un
banquete de bodas; el Apocalipsis lo llama las bodas del Cordero (Ap 19,7; 21,9ss).
El Cordero es el Hijo que, por su entrega perfecta, consuma no solamente como
Esposo sino también en la Eucaristía su unión nupcial con la Iglesia-Esposa. El
Padre es el anfitrión en la celebración eucarística: «Tengo preparado el banquete», y
encarga a sus criados que digan a los invitados: «Venid a la boda». En la plegaria
eucarística, la Iglesia da las gracias al Padre por su don supremo y más precioso: el
Hijo como pan y vino. Y el agradecimiento viene de la Iglesia, que precisamente
mediante este banquete se convierte en Esposa. El Padre da lo más precioso, lo
mejor que tiene, no tiene nada más; por eso el que menosprecia este don
preciosísimo no puede ya esperar nada más: se juzga a sí mismo y se condena.

2. Formas de rechazar la invitación son el desprecio de la invitación a la boda


y la participación indigna en ella. Mateo une estas dos formas de ser indigno del don
supremo del Padre. La primera es la indiferencia: los invitados no se preocupan de la
gracia que se les ofrece, tienen cosas más importantes que hacer, sus tareas
terrestres son más urgentes. Pero Dios, que ha pactado una alianza de gracia con el
hombre, no puede permitir semejante desprecio de su invitación. Al igual que
Jeremías tuvo que anunciar en la Antigua Alianza el fin de Jerusalén, así también el
evangelista predice aquí el fin definitivo de la ciudad santa: los romanos «prendieron
fuego» a la ciudad. La segunda forma de indignidad es, contrariamente a la
indiferencia de los invitados, la indiferencia totalmente distinta del hombre que entra
en la fiesta, en la celebración eucarística, como si entrara en un bar. ¿Para qué
molestarse en llevar traje de fiesta?: el rey debería estar contento de que yo venga,
de que todavía participe, de que me tome la molestia de salir de mi banco para
meterme en la boca el trocito de pan. A éste ciertamente se le pedirán cuentas: ¿No
te das cuenta de que estás participando en la fiesta suprema del rey del mundo y
comiendo el más exquisito de los manjares, un manjar que sólo Dios puede ofrecer?
«El otro no abrió la boca». Quizá sólo después de su expulsión del banquete se dé
cuenta de lo que ha despreciado con su grosería.

3. Comprender el espíritu de la invitación. Dios nos da dones inmensos. Pero


nos los da en el fondo para que aprendamos de él a dar sin ser tacaños y
calculadores. Pablo se alegra en la segunda lectura de que su comunidad lo haya
comprendido. Se regocija no tanto por los dones que él ha recibido de ella cuanto
porque la comunidad ha aprendido a dar. En este nuestro dar de todo aquello que
nos ha sido regalado por el rey, se cumple plenamente el sentido de la Eucaristía.
Ciertamente jamás podremos agradecer lo bastante a Dios los dones con que nos
colma, pero la mejor forma de agradecérselo, la que a él más le gusta y alegra, es
que aprendamos algo de su espíritu de entrega: que lo comprendamos y que lo
pongamos en práctica.

VIGESIMO NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDlNARIO

Is 45,1.4-6; 1 Ts 1,1-5b; Mt 22,15-21

1. Jesús elude la trampa. Cuando se pregunta a Jesús en el evangelio si es


lícito o no pagar los impuestos al emperador, se le está tendiendo una trampa. En el
universo espiritual en que se mueven los que le hacen la pregunta, parece imposible
escapar a este ardid. Si Jesús responde que sí, se pronuncia contra la relación
directa e inmediata del pueblo santo con Dios y condena automáticamente los
esfuerzos de este pueblo por liberarse políticamente. Si responde que no, se declara
partidario de los celotes y de su teología política de la liberación, con lo que se
convierte tácita o abiertamente en un rebelde contra la autoridad romana. En el plano
político, que es en el que se sitúan los que le plantean la cuestión, no hay tercera vía,
no existe una solución intermedia. Pero Jesús no se deja encerrar en este plano,
cuya legitimidad sólo reconoce en la medida en que se lo supera y relativiza. Los
judíos como «pueblo carnal» se han adherido firmemente a este plano, aunque esto
ciertamente no hubiera sido necesario; los cristianos, siguiendo el ejemplo de Cristo,
se elevarán por encima de este plano y, desde un plano superior, se sentirán
corresponsables de la política de este mundo. La segunda lectura, en la que Pablo
anuncia a los Tesalonicenses la palabra de Dios con el poder (pero no político) y la
fuerza del Espíritu Santo, es el preludio de una teología de la liberación totalmente
diferente.

2. El emperador desacralizado. Jesús pide que le enseñen la moneda del


impuesto y, cuando le presentan un denario con la efigie y la inscripción del César,
da una primera respuesta a la pregunta de sus interlocutores: «Pagadle al César lo
que es del César». El poder del soberano antiguo se extiende hasta donde llega su
moneda. Pero este poder es limitado, está muy por debajo del poder de Dios. La
primera lectura es significativa al respecto: Dios ha encomendado al rey Ciro, a la
vez que una tarea política, una misión religiosa: la misión de dejar volver a casa a los
israelitas exiliados. Pero la relación puede también invertirse: Dios encomienda al
profeta Jeremías la misión de hacer comprender al rey Joaquín que debe someterse
al rey de Babilonia en vez de hacer «teología» política contra él. La respuesta que da
Jesús en el evangelio de hoy parece una respuesta política, pero él habla desde un
plano más elevado, como muestra claramente lo que sigue.

3. A Dios le debemos todo. «Pagad a Dios lo que es de Dios». A Dios se le


debe todo porque el hombre ha sido creado no a imagen del César sino a imagen de
Dios, y Dios es el soberano de todos los reyes de este mundo. Los reyes de la tierra
consideran que tienen poderes sagrados y reivindican para sí atributos divinos. Pero
Dios desencanta esta sacralidad. Dios es el único Señor, y en el mejor de los casos a
los reyes de la tierra sólo se les confiere una tarea divina, la de velar por encargo de
Dios del orden en el Estado. Por defender esta idea, los cristianos tendrán que
derramar su sangre. Pero Jesús no se detiene en esta cuestión de la legitimidad o
ilegitimidad de las pretensiones de la autoridad mundana. Lo único que a él le
importa es que Dios reciba todo lo que se le debe, y lo que se le debe es realmente
todo, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. Y allí donde un poder
mundano se rebela contra este todo -que supera ampliamente lo político- y lo
reclama para sí, Jesús opondrá resistencia, y los suyos con él. Jesús reconoce que
Pilato tiene el poder de crucificarlo, pero le dice que no tendría tal poder si no lo
hubiera recibido de lo alto: tal es -algo que Pilato ni siquiera sospecha- la voluntad
del Padre.

TRIGESIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ex 22,20-26 (21-27); 1 Ts 1,5c-10; Mt 22,34-40

1. El orden en la Ley. Los judíos, que tenían que observar 615 leyes, dividían
los mandamientos en grandes y pequeños. A Jesús le preguntan en el evangelio cuál
es el más grande, el primero, el «principal» mandamiento de la Ley. En realidad los
judíos sabían muy bien que el mandamiento del amor a Dios era el primero de todos,
y sabían también que el mandamiento del amor al prójimo había sido inculcado
insistentemente por la Ley. Pero como habían perdido el norte en el inmenso
laberinto de sus innumerables mandamientos, Jesús establece de nuevo el orden de
la manera más clara: ante todo está el amor a Dios como respuesta del hombre
entero -pensamiento, pero más profundamente aún: corazón, y englobando a ambos:
«toda el alma»- a la entrega total de Dios en la alianza. Y porque Dios es Dios y
Hombre a la vez, puede unir definitiva e inseparablemente amor a Dios y amor al
prójimo, y puede también -y esto es lo más significativo de su respuesta- hacer
depender todas las demás leyes, y la interpretación de las mismas mediante los
profetas, de este doble mandamiento como norma y regla de toda moralidad. De este
modo Jesús, retomando el saber anterior de los hombres, pero ordenándolo y
clarificándolo, establece el fundamento de toda ética cristiana.

2. La realización eclesial. Si desde aquí se mira a Pablo (segunda lectura), se


ve que la «fe en Dios» como «volver a Dios abandonando los ídolos» se encuentra
también en el centro de su discurso a la comunidad de Tesalónica. Pero con ello la
comunidad se ha convertido inmediatamente en un modelo moral «para todos los
creyentes»; ha seguido el ejemplo de Pablo, que ha acentuado la inseparabilidad del
amor a Dios y al prójimo más que ningún otro apóstol. En su «himno a la caridad» (1
Co 13), Pablo describe la caridad cristiana de tal forma que se ve en cada frase que
el amor a Dios y a Cristo se traduce en el comportamiento con respecto al prójimo:
como Dios en Cristo con respecto a los hombres, así también el amor del cristiano es
indulgente, benévolo, desinteresado, disculpa y soporta todo. Es cristiano en un
doble sentido: por una parte Cristo nos revela el amor del Padre y por otra nosotros
podemos regular todo nuestro comportamiento moral a ejemplo de Cristo. Ninguna
ética es más simple y transparente que la cristiana.

3. Amor al prójimo como agradecimiento a Dios. Pero ahora es el Antiguo


Testamento el que nos inculca, en la primera lectura, el peso del amor al prójimo, y lo
hace recordando no que Israel ha cumplido su mandamiento primero y principal, el
de amar a Dios por encima de todo, sino recordando que Israel se debe enteramente
a Dios, que le sacó de Egipto. Dios les ha tratado, a ellos que eran extranjeros, con
un amor como el que se dispensa a los propios hijos, y haciendo memoria de este
hecho, Israel debe ahora tratar también a los extranjeros, a los pobres, a los
huérfanos y a las viudas con el mismo amor y la misma indulgencia. Este antiguo
texto, sacado del «libro de la alianza» de Israel, nos hace pensar por adelantado en
el texto que cierra la Nueva Alianza: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis
humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». El primer amor que Dios me ha
demostrado: la gracia de haber sido creado por él, de ser hijo suyo, me obliga no
sólo a proclamar esta prueba del amor divino, no solamente a «decir» este amor al
más humilde de mis hermanos, sino también, en la medida de lo posible, a
demostrárselo.

TRIGESIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ml 1,14b-2,2b.8-10; 1 Ts 2,7b-9.13; Mt 23,l-12

1. Sacerdocio, ministerio de servicio. Todos los textos de la liturgia de hoy se


refieren a la posición del clero en el pueblo de Dios. En el evangelio se critica ante
todo el ejemplo falso y pernicioso que dan los letrados y fariseos, que ciertamente
enseñan la ley de Dios, pero no la cumplen, cargan sobre las espaldas de los
hombres fardos pesados e insoportables, pero ellos no mueven un dedo para
empujar, y su ambición y vanagloria les llevan a buscar los primeros puestos y los
lugares de honor en todo tiempo y lugar. La Iglesia de Dios, por el contrario, es un
pueblo de hermanos, una comunión en Dios, el único Padre y Señor, en Cristo, el
único Maestro. Y cuando Jesús funda su Iglesia sobre Pedro y los demás apóstoles,
y les confiere unos poderes del todo extraordinarios, unos poderes que no todo el
mundo tiene -como Jesús inculca constantemente y demuestra con su propio
ejemplo (Lc 22,26-27)-, es para ponerlos al servicio de sus hermanos. El ministerio
instituido por Cristo es por su más íntima esencia servicio, «servicio de mesa». Se
puede decir que el clero es hoy más consciente de esto que en tiempos pretéritos, y
que los reproches que se esgrimen contra él de servirse del ministerio para dominar
proceden de un democratismo nada cristiano. Pero también hoy hay algunos que
acceden al ministerio sacerdotal con ansia de poder y codicia de mando, como los
fariseos, como si el ministerio les garantizara una posición superior, privilegiada, algo
que ciertamente no se corresponde ni con el evangelio ni con la conciencia de la
mayoría del clero.

2. Los reproches de Dios. En la primera lectura se censura un falso


clericalismo en Israel, y esto no sólo en los tiempos de Jesús, sino 450 años antes.
Lo que Dios reprocha aquí a los sacerdotes está lejos de haberse superado hoy.
También aquí se aduce como fundamento que «todos tenemos el mismo Padre» y
por lo tanto todos somos hermanos. Y como esto no se tiene en cuenta, se
reprochan tres cosas al clero:
1. «No os proponéis dar la gloria a mi nombre». No se pone la mayor gloria de
Dios en primer lugar, sino que se predica una ética psicológica y sociológica
puramente intramundana, al gusto del pueblo.
2. Con semejante enseñanza «han hecho tropezar a muchos en la ley»; no
comprenden la religión de la alianza, se distancian de ella o reniegan abiertamente
de Dios. Los Salmos tardíos muestran claramente esta situación.
3. Hay favoritismo en la instrucción del pueblo: se prefiere a ciertos individuos,
se trabaja con pequeños grupos de gente selecta, se practica con ellos dinámica de
grupos y cosas por el estilo, y se olvida al resto del pueblo de Dios. Las amenazas de
Dios contra tales métodos son severas: estos sacerdotes «profanan» la alianza, Dios
lanza su «maldición» contra ellos.

3. El verdadero sacerdote. Pablo, por el contrario, nos da en la segunda


lectura una imagen ideal del ministerio cristiano; el apóstol trata a la comunidad que
le ha sido confiada con tanto cariño y delicadeza como una madre cuida al hijo de
sus entrañas, y se comporta en ella no como un funcionario, sino de una manera
personal: hace participar a los hermanos en su vida, como hizo Cristo. Además no
quiere ser gravoso para la comunidad, su servicio no debe ser una carga material
para ella, y por eso trabaja. Y su mayor alegría consiste en que la gente le reconozca
realmente como un servidor: en que comprendan su predicación como una pura
transmisión de la palabra de Dios, «cual es en verdad», y no como la palabra de un
hombre, aunque sea un santo. El no quiere conseguir una mayor influencia en la
comunidad, sino que únicamente busca que la palabra de Dios «permanezca
operante en vosotros los creyentes». También él será objeto de calumnias: será
acusado de ambición, de presunción etc. Pero sabe que tales cosas forman parte de
su servicio sacerdotal. «Nos difaman y respondemos con buenos modos; se diría que
somos basura del mundo, desecho de la humanidad» (1 Co 4,13).

TRIGESIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Sb 6,12-16 (13-17); 1 Ts 4,13-18 (12-17); Mt 25,1-13

Cuando el Año Litúrgico está a punto de llegar a su fin, la mirada se vuelve


hacia la conclusión de la historia y el retorno de Cristo.

1. Con la mirada puesta en la otra vida. Ante todo se trata de mantener


despierta esta fe en nosotros. Pablo la despierta (segunda lectura) en aquellos que
se afligen por sus difuntos como «los hombres sin esperanza», y les hace ver que no
se trata de una aniquilación ni de una transmigración de las almas, sino de la
participación en la resurrección de Cristo, que ha superado la aparente definitividad
de la muerte. Y esta resurrección de los muertos es para el apóstol tan cierta y
apremiante que tendrá lugar según él antes incluso de que lleguen al cielo los que
aún están vivos. Lo más importante no es, desde luego, esta indicación cronológica,
sino la certeza de que todos los que pertenecen a Cristo «estarán siempre con el
Señor»; se trata, por tanto (como se recomienda incansablemente en todo el Nuevo
Testamento), de velar y de estar preparado para el día y la hora en que vuelva el
Señor.

2. La sabiduría como vigilancia. En este estado de vela permanente consiste


precisamente para los cristianos la sabiduría de la que se habla en la primera lectura.
El hombre no tiene necesidad de buscar lejos esta sabiduría o prudencia: la hallará
sentada a su puerta, no tiene más que dejarla entrar. Pero debe «velar por ella» (Sb
6,15), y al velar por ella pronto se verá «sin afanes», sobre todo se verá libre de la
preocupación por lo que le espera después de la muerte. La sabiduría o prudencia
dada por Dios es, en todo el libro de la Sabiduría, lo que consuela, lo que reanima, lo
que transmite la bondad de Dios. Ella promete que «los justos vivirán eternamente»
(5,15), que obtendrán «la incorruptibilidad» al lado de Dios y «reinarán eternamente»
junto a él (6,18.21). «Esperan de lleno la inmortalidad» (3,4).

3. La parábola de la disponibilidad. Con lo dicho se ha introducido ya la


enseñanza fundamental de la parábola de las diez vírgenes, cinco de las cuales eran
necias y cinco prudentes. Velar y perseverar en la esperanza, aunque sea de noche,
es prudencia; no estar dispuesto para cuando llegue la hora, es necedad. A la hora
de la muerte el hombre debe tener consigo, en su alcuza, el aceite de su
disponibilidad, y esta vez ya no se puede volver atrás para procurarse en algún sitio
la disponibilidad necesaria. En el evangelio se reconoce expresamente que las horas
de la noche y de la incertidumbre pueden ser largas, que en el tiempo de la vida
puede haber algo así como una cierta «flexibilidad», incluso para los prudentes, pero
en el Cantar de los Cantares se dice: «Estaba durmiendo, pero mi corazón vela»
(5,2). La disponibilidad para Dios puede estar viva en todo momento, incluso en
medio de los asuntos mundanos. La imposibilidad de repartir entre diez el aceite de
las cinco vírgenes prudentes no tiene nada que ver con la comunión de los santos,
donde cada uno de los santos está dispuesto a compartir con los demás todo lo
suyo. Se trata dé la obtención de la santidad misma, que como tal no se puede
compartir; con las santidades a medias, el Esposo no puede hacer nada: sólo la
santidad total es por su esencia comunicable. Sólo el Hijo de Dios totalmente santo
podía llevar sobre sí el pecado del mundo. Pero la parábola de las vírgenes necias,
que llegan tarde y son rechazadas por el Esposo como desconocidas, no indica que
Dios tenga el corazón duro como el pedernal y no quiera perdonar a los pecadores;
simplemente indica que debido a nuestra tibieza e indiferencia podría ocurrir que
llegáramos «tarde» a nuestra cita con él. Se nos sugiere esta posibilidad para que
tomemos en serio la advertencia final: «Velad, porque no sabéis el día ni la hora».

TRIGESIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Pr 31,10-13.19-20.30-31; 1 Ts 5,1-6; Mt 25,14-30

1. Los talentos. En el evangelio se habla de las cuentas que el hombre ha de


rendir ante Dios. El Creador ha confiado «sus bienes» a las criaturas -y el Redentor a
los redimidos-: «a cada cual según su capacidad», de una forma, por lo tanto,
estrictamente personal. Los talentos son importantes cantidades de dinero, pero
nosotros hablamos de talentos espirituales, que se dan también a cada cual
personalmente: se nos han entregado en calidad de administradores y por eso
mismo debemos trabajar con ellos no para nosotros mismos (en «beneficio propio»),
sino para Dios. Pues nosotros mismos, con todo lo que tenemos, nos debemos a
Dios. En la parábola el amo se va de viaje al extranjero y nosotros, sus empleados,
nos quedamos con toda su hacienda; pero naturalmente los talentos deben producir
algo de ganancia. El empleado negligente y holgazán no quiere ver en esto la
bondad, sino la severidad del amo, y se embrolla en las contradicciones: «Siegas
donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu
talento bajo tierra». Si realmente veía en el talento que se le había confiado una
prueba de la severidad del amo, debería haber trabajado con mayor motivo; pero su
supuesto miedo le hizo olvidar que en la misma naturaleza de los dones confiados
está el que éstos produzcan su fruto. Dios nos ofrece, a nosotros los vivientes, algo
que está vivo y que debe crecer. No tiene sentido enterrarlo bajo tierra como si fuera
algo muerto, porque entonces ya no podremos devolvérselo a Dios como el don
viviente que nos ha sido confiado. A los empleados fieles, por el contrario, a los que
le devuelven el don que se les ha confiado junto con sus frutos, Dios les da como
recompensa una fecundidad incalculable, eterna.

2. Trabajo durante el día. Pablo nos advierte en la segunda lectura que no


debemos demorar nuestras buenas obras, porque no sabemos cuándo llegará el día
en que infaliblemente hemos de dar cuentas a Dios de nuestros actos. Nosotros no
vivimos en las tinieblas, sino que somos «hijos del día», del tiempo en que se debe
trabajar. Los «demás», los que prefieren dormir, pretenden fabricarse un mundo en
el que haya «paz y seguridad», en el que se pueda tranquilamente holgar y dormir;
pero nuestra vida temporal, privada o pública, no está configurada de ese modo.
Precisamente cuando los hombres se han instalado cómodamente en la seguridad,
sobreviene de improviso la ruina, «como los dolores de parto a la que está encinta».
La paz no viene por sí misma: ésta sólo se puede conseguir, en caso de que pueda
lograrse en la tierra, mediante un esfuerzo «sobrio» y claro como la luz del día. Pero
el que realiza este esfuerzo con un espíritu auténticamente cristiano está siempre
preparado para dar cuentas a Dios y el día del Señor no puede sorprenderle «como
un ladrón».

3. El modelo de la mujer. El Antiguo Testamento pone ante nuestros ojos en la


primera lectura el modelo de este compromiso genuinamente cristiano en la mujer
hacendosa. El cristiano, ante esta trabajadora ejemplar, piensa enseguida en María:
«Su marido se fía de ella»; Cristo puede confiarle todos sus bienes, pues «le trae
ganancias y no pérdidas». Gracias a su sí, a su perfecta disponibilidad para todo,
para la encarnación, para el abandono, para la cruz, para su incorporación a la
Iglesia: gracias a todo lo que ella es y hace, puede él construir lo mejor de lo que
Dios ha proyectado con esta creación y redención. En medio de los múltiples
pecadores que dicen no y fracasan ella es la inmaculada, la Iglesia sin mancha ni
arruga. «Cantadle por el éxito de su trabajo». E incluso desde el cielo se ve que a
ella se le encomienda la «gran tarea» de la parábola: «Abre sus manos al necesitado
y extiende el brazo al pobre».

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Ez 34,11-12.15-17; 1 Co 15,20-26.28 (20-26a.28); Mt 25,31-46

1. «Tuve hambre y me disteis de comer». El Año Litúrgico termina con la gran


descripción del juicio final. Cristo aparece en el evangelio como «rey» de la
humanidad, sentado en «el trono de su gloria». Dos motivos configuran este
imponente cuadro: el primero y central es que todo lo que hacemos o no hacemos
con el más humilde de nuestros hermanos, lo hacemos o lo dejamos de hacer con
Cristo. Esto contiene ya el segundo motivo: si el primero vale como criterio absoluto,
debe producirse también una separación absoluta de los que son juzgados, debe
haber una derecha y una izquierda, una recompensa eterna y un castigo eterno. El
segundo motivo depende, pues, del primero, que constituye la enseñanza decisiva
de toda la escena dramática: el rey glorioso, que es el que juzga, se siente solidario
de los más humildes (que no por ello son menos respetables): de los hambrientos,
los sedientos, los forasteros y los sin techo, de los desnudos, los enfermos y los
presos. El es rey sólo en esta solidaridad, como el que realmente ha descendido a
las situaciones humanas más bajas y humillantes, y las conoce perfectamente. Al
final de su vida todo hombre será examinado de esto y por este juez, por lo que cada
uno de nosotros tendrá que meditar muy seriamente sobre esto: cuando se
encuentra con los hombres más miserables, se está encontrando ya con el propio
juez. Todos nosotros somos como hombres miembros de un mismo cuerpo, que son
esencialmente solidarios, y por ello debemos serlo también consciente y moralmente.
Tú debes «partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al
que va desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,7).

2. «Tiene que reinar hasta que Dios `haga de sus enemigos estrado de sus
pies'». La imagen final de la segunda lectura no sólo muestra la soberanía universal
que el Hijo ejerce a lo largo de la historia del mundo, sino que ofrece además la
esperanza de que también se conseguirá el sometimiento de todos los enemigos,
«de todo principado, poder y fuerza», por lo que cuando el Hijo devuelva al Padre la
obra realizada por él, para que «Dios» pueda ser «todo para todos», no le llevará
ningún enemigo que pueda rebelarse contra Dios.

3. Pero no podemos excluir alegremente el motivo de la separación. «Buscaré


las ovejas perdidas», dice Dios como pastor de la humanidad en la primera lectura, y
«vendará a las heridas, curará a las enfermas», las apacentará «debidamente» a
todas. A pesar de ello el juicio divino no será una amnistía general, sino que Dios
«juzgará entre oveja y oveja», o (como se dice poco después): «Yo mismo juzgaré el
pleito de las reses gordas y las flacas. Porque embestís de soslayo, con la espaldilla,
y acorneáis a las débiles» (Ez 34,20s). El amor con el que Dios apacienta a su
rebaño no puede ser ajeno a la justicia, pero el Antiguo Testamento tampoco dice
que Dios ejerza su justicia sin amor.

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