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TIEMPO ORDINARIO
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CICLO A
1. El testimonio. Del bautismo de Jesús (al que se referían también las dos
lecturas), se habló en el evangelio del domingo pasado, que es además el primero
del tiempo ordinario: Jesús es el siervo preferido de Dios (primera lectura) que ha
sido «ungido con la fuerza del Espíritu Santo» que descendió sobre él
(Crisma-Cristo-Mesías). El evangelio de hoy habla del Bautista como testigo que da
testimonio de este acontecimiento. La figura del Bautista está tan centrada en el
testimonio, que el evangelista Juan, para quien el «testimonio» es una noción central
(testimonio del Padre, de Moisés, del Bautista, testimonio que los discípulos dan de
Jesús, testimonio que Jesús da de sí mismo), ni siquiera menciona la acción
bautismal. El Bautista está tan centrado en su misión de dar testimonio del que es
mayor que él, que su acto personal ni siquiera es digno de mención: «A él le toca
crecer, a mí menguar» (Jn 3,30). Todo su ser y obrar remite al futuro, al ser y al obrar
de otro; él sólo es comprensible como una función al servicio de ese otro.
2. Pero Jesús, la luz que brilla, no quiere actuar solo; todo hombre, incluso el
Hombre-Dios, es hombre con otros hombres. Por eso Jesús busca enseguida
colaboradores: unos sencillos pescadores a los que promete desde el principio que
hará de ellos pescadores de hombres. Ellos le siguen inmediatamente. De momento
todavía no los vemos actuar; primero tienen que aprender a contemplar y a
comprender lo que hace y dice su maestro; sólo después podrán anunciar el mensaje
del reino de Dios (del «reino de los cielos») y (por medio de él) curar a los hombres
de sus enfermedades. Ahora son contemplativos, para poder ser enviados muy
pronto a realizar activamente los fines que Jesús se ha propuesto (cfr. Mc 3,14-15).
3. Las misiones que los discípulos reciben en seguida son tanto las mismas
para todos como las adecuadas para cada uno de ellos. En la comunidad en la que
Jesús elige a sus discípulos no hay ni colectivismo ni individualismo. Pablo inculca la
unidad en un mismo pensar y sentir dentro de la Iglesia (en la segunda lectura),
aunque en otros pasajes (Rm 12; 1 Co 12) pone de relieve la particularidad de la
tarea de cada cristiano. En la Iglesia quedan totalmente excluidas «las divisiones y
las discordias», los «partidos» que se designan según determinados jefes y se
oponen mutuamente: «¿Está dividido Cristo?». Los relatos vocacionales muestran
que los llamados dejan todo por amor del único Cristo (también sus opiniones
particulares anteriores) y, con la mirada puesta en él, única cabeza, tienen todos un
mismo espíritu. Seguir a Cristo significará en definitiva y necesariamente seguir el
camino que lleva a la cruz; si en este camino reinan las divisiones y las discordias,
«la cruz de Cristo pierde su eficacia» (1 Co 1,17).
Las tres lecturas de la Escritura forman hoy más que nunca una unidad. En el
centro aparece el evangelio con las bienaventuranzas, que sólo son comprensibles a
partir de la figura y del destino de Jesús. La primera lectura muestra la historia
anterior, retomada y llevada a plenitud por Cristo; la segunda lectura muestra la
historia posterior en la Iglesia, que está formada por Dios muy enfáticamente según
el modelo de Cristo.
3. Alumbrar, ¿para qué?. «Para que los hombres vean vuestras buenas obras
y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo». Aquí hay un peligro evidente: si
los hombres ven nuestras buenas obras podrían alabarnos como cristianos buenos y
santos, y entonces «ya habríamos cobrado nuestra paga» (Mt 6,2.5). El justo del
Antiguo Testamento está expuesto a este peligro porque todavía no conoce a Cristo:
«Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is 58,8). Pero Cristo
jamás ha irradiado su luz y su sabiduría a partir de sí mismo, sino siempre desde el
Padre. Y por eso el cristiano debe ser plenamente consciente de que todo lo que él
puede transmitir le ha sido dado por Dios para los demás: «Santificado sea te
nombre, hágase tu voluntad». El hombre que reza verdaderamente (no como el
fariseo sino como el publicano) aprende a experimentar más profundamente que
debe entregarse del todo porque Dios en sí mismo es el amor trinitario que se da, un
amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no conoce
ningún ser-para-sí.
2. Lo católico en Jesucristo. Jesús es el Hijo único de Dios que nos revela «lo
que ha visto y oído» junto al Padre (Jn 3,32): que Dios no ama parcialmente, ni es
justo sólo a medias, ni responde a la agresión de los pecadores privándoles de su
amor. El manifiesta esto humanamente no respondiendo a la violencia con más
violencia, sino ofreciendo, en la pasión, la otra mejilla, caminando dos millas con los
pecadores, e incluso todo el camino. Se deja quitar por los soldados no sólo el
manto, sino también la túnica. Contra él se desencadena toda la violencia del pecado
precisamente «porque pretendía ser Hijo de Dios» (Jn 19,7). Pero su no-violencia
tiene mayor proyección que toda la violencia del mundo. Sería un error querer
convertir la actitud de Jesús en un programa político, porque está claro (incluso para
él) que el orden público no puede renunciar al poder penal (Jesús habla incluso de
este poder en sus parábolas, por ejemplo: Mt 12,29; Lc 14,31; Mt 22,7.13, etc.).
Cristo representa, en este mundo de violencia, una forma divina de no -violencia que
él ha declarado bienaventurada para sus seguidores (Mt 5,5) y a la práctica de la
cual les invita encarecidamente aquí.
2. ¿Qué hay que escuchar? Pablo nos lo dice en la segunda lectura, donde
habla ya desde la palabra de Dios cumplida, desde la cruz, Pascua y Pentecostés. Y
debemos escuchar toda esta palabra, una e indivisible, si queremos comprender
realmente lo que Dios nos dice. Y nos dice que deberíamos ante todo acoger su libre
gracia que nos ha merecido la obra expiatoria de Jesús con su sangre derramada;
fuera de ahí no hay ningún medio de ser justo ante Dios. Sólo Dios desbroza el
camino que conduce a él, el camino que nosotros podemos y debemos recorrer.
Pablo puede incluso decir que la propia Ley nos muestra la preeminencia de la libre
gracia de Dios (v. 21). Del evangelio se puede sacar la enseñanza complementaria
de que ningún carisma, por maravilloso que éste sea, puede sustituir a la obediencia
debida a la palabra de Dios o garantizarla sin más: ni profetizar en su nombre, ni
arrojar demonios en su nombre, ni hacer muchos milagros. Pablo lo confirmará con
bastante énfasis : «Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los
ángeles... Ya podría tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el
saber. . . Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si
no tengo amor -amor a Dios y al prójimo, que es la única respuesta que Dios espera
del que escucha su palabra-, de nada me sirve» (I Co 13,1-3). La respuesta a su
amor, cuya manifestación incluye en sí todo lo que él ha hecho en Cristo por
nosotros.
El evangelio de hoy tiene dos partes: 1. el riesgo de perder todo lo propio y ganar
la vida en Cristo (37-39,también la segunda lectura); 2. El riesgo de aceptar el más
mínimo don que nos sea ofrecido por Dios para recibir a Dios en él (40 -42,también la
primera lectura).
2. Morir; para vivir para Dios. Pablo muestra, en la segunda lectura, que este
morir y ser sepultado con Cristo incluye la esperanza de resucitar a una nueva vida
en Cristo para Dios; pero en esta esperanza queda excluido todo cálculo de
recuperar lo que se ha perdido. Sólo el «hombre viejo» podría permitirse semejante
cálculo; pero nosotros, al morir con Cristo, nos convertimos en hombres nuevos
sobre los que la muerte (y todo pensamiento egoísta pertenece a la muerte) no tiene
ya ningún poder. Cristo murió «al pecado» no solamente porque le quitó
definitivamente el poder que ejercía sobre el mundo, sino también porque así le privó
de todo poder sobre los hombres; él vive, pero «para Dios», en la entrega más
incondicional a Dios y a su voluntad de salvación con respecto al mundo. En el
mismo sentido se exige también de nosotros, como muertos al pecado, que
«vivamos para Dios en Cristo Jesús»; es decir, que, con los mismos sentimientos
que tuvo Cristo, procuremos ponernos a su disposición para la obra de salvación de
Dios en el mundo. En esta disponibilidad ganaremos nuestra vida en el sentido del
Señor, perdiendo todo egoísmo calculador.
2. Un solo revelador. Precisamente porque él -y nadie más que él- conoce las
intenciones del Padre, puede pronunciar esta frase solemne y soberana: «Todo me
lo ha entregado mi Padre». La consecuencia es que nadie sino el Hijo conoce a
fondo al Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre: esta declaración levanta el
velo del misterio trinitario; y la comunicación de los sentimientos del Hijo a los
hombres, que viene a continuación, remite al Espíritu Santo, que pone en nuestros
corazones los sentimientos de ambos, del Padre y del Hijo, algo que la segunda
lectura subrayará expresamente. Al poder contemplar esa íntima relación recíproca
que existe entre Padre e Hijo, descubrimos aún algo decisivo: que el Hijo no es un
mero ejecutor de las órdenes del Padre, sino que tiene, como Dios que es, su propia
voluntad soberana: él revela al Padre y se revela a sí mismo sólo a los que ha
elegido para ello. La parte final del evangelio nos dice quiénes son estos elegidos.
3. Nuevo y antiguo. Las dos lecturas son apropiadas para simbolizar lo nuevo
y lo antiguo. Dios se aparece al joven y todavía inexperto rey Salomón y le dice que
le pida lo que quiera, que está dispuesto a concedérselo. Salomón le pide que le dé
«un corazón dócil para juzgar a su pueblo, para poder discernir el mal del bien». La
actitud del rey es la correcta: Salomón renuncia a todo por el tesoro escondido en el
campo y por la perla preciosa. Su petición agrada al Señor y Salomón obtiene lo que
realmente vale: todo lo demás se le dará por añadidura.
Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los
discípulos deben aprender a creer, por el simple «soy yo» del Señor, en la realidad
de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse,
se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo
que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que
le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre».
1. Decir y hacer. La parábola de los dos hijos -el primero de los cuales se
niega a obedecer a su padre, pero luego se arrepiente y cumple su voluntad,
mientras que el segundo promete obedecerle, pero no cumple su promesa - contiene
en el fondo, si se la contempla a la luz de todo el evangelio (con su conclusión sobre
los fariseos y los pecadores), dos enseñanzas. La primera es que una conversión
tardía es mejor que el fariseísmo que cree erróneamente no tener necesidad de
conversión: Jesús no ha venido a invitar y a curar a los que creen tener buena salud,
sino a los enfermos (Mt 9,12s). La segunda distingue claramente entre decir y hacer,
entre los piadosos deseos con respecto a Dios, con los que uno puede engañarse a
sí mismo porque piensa haber hecho ya bastante, y las obras efectivas que a
menudo realizan personas cuyo comportamiento externo no permitiría sospechar que
son capaces de realizar tales obras. Volvemos a encontrar aquí la enseñanza de
Jesús a propósito de los que dicen «Señor, Señor» (al final del sermón de la
montaña) y de la casa construida sobre arena y no sobre roca. Estas dos
enseñanzas del evangelio se explican muy bien en las lecturas.
1. La invitación del rey. El rey del evangelio es Dios Padre, que prepara un
banquete para celebrar la boda de su Hijo. Esta comida es descrita en la primera
lectura como un festín del tiempo mesiánico, porque a él están convidados no
solamente Israel sino todos los pueblos. El velo del duelo que cubría a los paganos
ha sido arrancado, han desaparecido todos los motivos de tristeza, incluso la muerte.
Sobre la imagen veterotestamentaria no planea sombra alguna. La imagen
neotestamentaria, por el contrario, está cubierta con múltiples sombras.
Preguntémonos primero qué tipo de comida prepara Dios Padre para su Hijo: un
banquete de bodas; el Apocalipsis lo llama las bodas del Cordero (Ap 19,7; 21,9ss).
El Cordero es el Hijo que, por su entrega perfecta, consuma no solamente como
Esposo sino también en la Eucaristía su unión nupcial con la Iglesia-Esposa. El
Padre es el anfitrión en la celebración eucarística: «Tengo preparado el banquete», y
encarga a sus criados que digan a los invitados: «Venid a la boda». En la plegaria
eucarística, la Iglesia da las gracias al Padre por su don supremo y más precioso: el
Hijo como pan y vino. Y el agradecimiento viene de la Iglesia, que precisamente
mediante este banquete se convierte en Esposa. El Padre da lo más precioso, lo
mejor que tiene, no tiene nada más; por eso el que menosprecia este don
preciosísimo no puede ya esperar nada más: se juzga a sí mismo y se condena.
1. El orden en la Ley. Los judíos, que tenían que observar 615 leyes, dividían
los mandamientos en grandes y pequeños. A Jesús le preguntan en el evangelio cuál
es el más grande, el primero, el «principal» mandamiento de la Ley. En realidad los
judíos sabían muy bien que el mandamiento del amor a Dios era el primero de todos,
y sabían también que el mandamiento del amor al prójimo había sido inculcado
insistentemente por la Ley. Pero como habían perdido el norte en el inmenso
laberinto de sus innumerables mandamientos, Jesús establece de nuevo el orden de
la manera más clara: ante todo está el amor a Dios como respuesta del hombre
entero -pensamiento, pero más profundamente aún: corazón, y englobando a ambos:
«toda el alma»- a la entrega total de Dios en la alianza. Y porque Dios es Dios y
Hombre a la vez, puede unir definitiva e inseparablemente amor a Dios y amor al
prójimo, y puede también -y esto es lo más significativo de su respuesta- hacer
depender todas las demás leyes, y la interpretación de las mismas mediante los
profetas, de este doble mandamiento como norma y regla de toda moralidad. De este
modo Jesús, retomando el saber anterior de los hombres, pero ordenándolo y
clarificándolo, establece el fundamento de toda ética cristiana.
2. «Tiene que reinar hasta que Dios `haga de sus enemigos estrado de sus
pies'». La imagen final de la segunda lectura no sólo muestra la soberanía universal
que el Hijo ejerce a lo largo de la historia del mundo, sino que ofrece además la
esperanza de que también se conseguirá el sometimiento de todos los enemigos,
«de todo principado, poder y fuerza», por lo que cuando el Hijo devuelva al Padre la
obra realizada por él, para que «Dios» pueda ser «todo para todos», no le llevará
ningún enemigo que pueda rebelarse contra Dios.