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Reflexiones en torno a la cultura y la escuela


María Victoria Martin

CULTURA Y ESCUELA
Siempre ha sido controvertida, compleja y paradójica la relación
entre la cultura de la comunidad que se impone en los procesos de
socialización y el propósito educativo de favorecer en los individuos el
crecimiento y desarrollo de su identidad personal y su independencia
intelectual. “La cultura compleja y plural restrictiva y uniformadora que
ha construido cada comunidad humana a lo largo de su particular
experiencia histórica se constituye tanto en recurso como en contexto de
adaptación para los individuos que la habitan, es tanto trampolín
indispensable para la configuración humana de la existencia individual
como una atmósfera omnipresente que presiona en un sentido
determinado la formación de ideas, capacidades, valores, sensibilidades y
comportamientos” 2, señala Pérez Gómez. En este sentido, existen dos
modos principales de entender la relación entre cultura y escuela: el
primero, que ha imperado en la educación formal, vinculado a posiciones
de tipo esencialistas y dual respecto de la cultura y el segundo,
relacionado con modos de entender a los procesos culturales desde sus
dinámicas propias.

2.1.1. La posición etnocéntrica y binaria


Esta posición, derivada de la propuesta ilustrada de extensión del
conocimiento y la razón como elementos sustanciales para el desarrollo y
organización de comunidades, supone una línea ascendente de progreso
y perfección, que formarían estadios consecutivos de una progresiva
marcha triunfal hacia horizontes predeterminados únicos y universales, e
implican la exclusión de lo ajeno. Mientras se producían en las
metrópolis las transformaciones del pensamiento teórico especulativo
conocidas bajo los nombres de la Ilustración o el Iluminismo, en las
colonias españolas, reunidas estructuralmente por procesos históricos
similares, se iniciaba el tramado de un discurso dialógico caracterizado
por la aceptación de la voz y la mirada de los vencedores por parte de los
vencidos, situación fácil de ser verificada tanto en el plano fáctico como
en el imaginario. La idea de América como vacío cultural que manejaban
los europeos, y a la que adhirieron con posterioridad muchos argentinos
ilustres como Esteban Echeverría, se vio potenciada y enriquecida desde
el comienzo por los rasgos geográficos de su territorio; sus grandes
dimensiones y el escaso número de habitantes.

En este marco, la escuela moderna puso énfasis en la difusión de la


razón y el conocimiento racional para la construcción de un nuevo orden
social a partir del libro (en contraposición con una sociedad medieval

1
Este texto corresponde a un fragmento del artículo “El lugar de la escuela en la conformación de sujetos
mediáticos”, en el marco de la investigación “Los materiales educativos y la enseñanza de la comunicación:
perspectivas y abordajes”, del Programa Nacional de Incentivos (1/01/01 al 31/12/2002), bajo la dirección de la
Mg. Nancy Díaz Larrañaga. Facultad de Periodismo y Comunicación Social- Universidad Nacional de La Plata
2
Pérez Gómez: “Prólogo: El valor de la educación en el diálogo cultural, el legado de Lawrence Stenhouse” s/f.
basado en el orden divino), con lugares claros y definidos del saber y del
no saber, y se constituyó como el dispositivo fundamental de la
modernidad europeizante, ligada al capitalismo, la industrialización y el
Iluminismo.3 Siguiendo a Lundgren, la “educación emerge como una
tarea social característica, apareciendo, aún vagamente, cierta
institucionalización típica y especializada de los procesos educativos que
los separa de los procesos generales de la vida social que constituyen la
sociedad. Desde este momento, la socialización (aprendizaje de los
procesos de la sociedad mediante la participación en lo mismos) y la

3
Para ser más precisos, originados en la necesidad de regular poblaciones recientemente incorporadas a la vida
urbana, durante la transición entre la Edad Media y la Modernidad (siglos XV y XVI), los textos pedagógicos
eran los que enseñaban “a comer en la mesa, comportarse en público, saludar a los mayores e incluso conductas
más prosaicas como de qué manera limpiarse los mocos y disimular ventosidades. Ese uso todavía se extendió
hasta el siglo XX: muchos libros de texto argentinos de principios y mediados de siglo incluían todavía lecturas
sobre comportamientos ‘civilizados’ en la calles, en la casa y la comida”. En Caruso, M. y Dussel, I.: De
Sarmiento a los Simpsons. Buenos Aires, Kapeluzs, 1995; págs. 16/17
En nuestro país, la sanción de la Constitución nacional en 1853, ofreció el marco jurídico y político adecuado
para resolver algunas cuestiones fundamentales que ayudarían a consolidar al país. La educación era una de
ellas, habilitando tanto a la Nación como a las provincias para llevarla adelante. Así como en las naciones
europeas, educar, desterrar el analfabetismo, era sinónimo de civilizar. Civilización o barbarie, no era una
elección que debía realizar el Estado; sino más bien, una responsabilidad que no se podía ni debía relegar, en
tanto factor preponderante para el logro del progreso, del orden y de la consolidación democrática. Es por eso
que, la educación y la cultura fueron claves insustituibles en cualquiera de los programas de progreso que se
registraron durante el siglo XIX. En las Bases orgánicas del Instituto Histórico Geográfico del Río de la Plata,
esto escribió al respecto Mitre, en 1856: “¡Qué aplicación más útil, más vasta y más origina al mismo tiempo
podría darse a una sociedad científica y literaria, que el estudio de la historia, de la geografía y de la estadística
del Río de la Plata? (...) esa santa hermandad de las ciencias y de las letras, que identifica a todos en un mismo
pensamiento, gasta las preocupaciones, corrige las divisiones sociales, promueve la saludable agitación de las
ideas, dignifica a los seres racionales y salva a los pueblos de perturbaciones peligrosas en otro sentido.”
Esta misma postura que intenta la construcción y organización de una República con las características de
“nación civilizada”, superando la opresión política, fue seguida por Sarmiento y Avellaneda, dieron impulso a la
formación y expansión del sistema educativo en todo el país entre las décadas de 1860 y 1870. Estas gestiones
sentaron las bases de una acción estatal que completarían y reafirmarían los representantes de la generación del
’80. Esta concepción estatista de la educación generó desde sus comienzos una controversia que atravesaría toda
la historia escolar de nuestro país: la cuestión de la libertad de enseñar y aprender, ligada a la discusión sobre
qué hacer con los establecimientos privados. Es a partir de aquí que las escuelas particulares debieron
convalidar sus títulos por el Estado. Católicos y liberales se enfrentaron durante el siglo XIX en términos de
enseñanza religiosa versus enseñanza laica y educación privada versus educación pública. El Congreso
Pedagógico de 1882 plasmó las ideas de los hombres de la organización nacional en materia de educación.
Sobre la base del antiguo Colegio de Ciencias Morales porteño, se creó en 1863 el Colegio Nacional de Buenos
Aires, que serviría de modelo para el resto de los establecimientos de esa modalidad que se fundaron en las
distintas capitales provinciales. Hasta ese momento, solamente llevaban adelante la tarea educativa el Colegio
Montserrat, dependiente de la Universidad de Córdoba y el del Uruguay, en Entre Ríos (nacionalizados
alrededor de 1850). A ese rango de colegio se agregó, en 1870, la fundación de la Escuela Normal de Paraná,
dependiente de las autoridades nacionales, que abrió paso firme a la formación especializada de maestros e
impulsó la integración ampliada de la mujer al campo del magisterio profesional. En lo concerniente a las
universidades, la de Córdoba y la de Buenos Aires, renovaron su estructura funcional. Tras la nacionalización de
esta última en 1880, y recién en 1905, se fundaría la Universidad Nacional de La Plata.
Una de las realizaciones más importantes de los gobiernos del siglo XIX fue la expansión de la escuela pública,
con el fin de preparar a los ciudadanos para que el país pudiera insertarse en la revolución científico- técnica
que lideraban las potencias centrales. Precedida por el Congreso Pedagógico de 1882, es un hito fundamental la
Ley 1420 de Educación Común, sancionada en 1884. La misma estableció el carácter obligatorio, gratuito y
gradual de la instrucción primaria para todo niño o niña desde los seis a los catorce años de edad (aunque este
punto nunca se hizo efectivo hasta el siglo XX). El punto más discutido fue el que le quitaba la obligatoriedad a
la enseñanza religiosa en los establecimientos estatales: “Sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los
ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión, y antes o después de las
horas de clase...”.
educación (participación en determinadas actividades de aprendizaje
especializado) comienzan a distinguirse (en términos conceptuales)”.4

En otras palabras, estos procesos de enculturación apoyados en el


dualismo de la caracterización de la cultura letrada y la popular fue el
mecanismo por el cual se soslayaron las “otras ideas”. Por un lado, la
cultura letrada, entendida a partir de un saber único y lógico, escritural,
con uniformidad “racional” de costumbres, una nueva forma de entender
al poder - hombres letrados que endiosan la razón para producir mejor y
más rápido, una fuerte organización jerárquica caracterizada por la
competencia entre los hombres, lógica masculina en el saber,
principalmente en mano de nobles y burgueses. Del otro lado, la cultura
popular aparece ligada al medioevo, con multiplicidad de lógicas
provenientes de saberes particulares y territoriales de las tradiciones
locales, transmitidos por iniciación principalmente oral, la falta de
jerarquías y lógica en los conocimientos de las brujas, la seducción
femenina como arma del saber y vinculada a sectores populares. 5

Podemos decir, entonces que a la idea de vacío se opuso como


complemento, la imagen de opulencia y acumulación de saberes, propia
del universalismo metropolitano, de algún modo afectada por la crisis
“barroca” que sobrevino al descubrimiento y acompañó la conquista. En
esta interpretación bipolar no fueron considerados los matices de
algunas civilizaciones autóctonas, así como los fenómenos de hibridación
que se fueron desarrollando luego del descubrimiento, dando lugar a la
formación de una nueva cultura, entendida como sucesión
ininterrumpida de préstamos y mezclas. Podemos decir, entonces, que la
escuela se constituyó como el lugar privilegiado de la socialización a la
manera civilizada, europeizante, que posibilitaría las bases para la
construcción de un estado nacional.6

Los sectores clericales acostumbrados a la hegemonía se alzaron vivamente y fueron criticados con igual
apasionamiento por la fuerte corriente anticlerical. Asimismo, la ley preveía la enseñanza mixta en los grados
inferiores hasta los 10 años; establecía el mínimo de instrucción (lectura, escritura, aritmética, geografía e
historia, idioma nacional, moral y urbanidad, nociones de higiene, etc.). Es fácil advertir que no cualquier moral
era objeto de la enseñanza y que en las lecciones de urbanidad entraban las condiciones que resultaban
imprescindibles para la integración según una única lógica.
Además, se preveía crear jardines de infantes “en las ciudades donde sea posible dotarlos...”; escuelas para
adultos “en los cuarteles, guarniciones, buques de guerra, cárceles, fábricas y otros establecimientos donde
pueda encontrarse ordinariamente reunido en número cuando menos de cuarenta adultos inadecuados...”, de
escuelas ambulantes en las campañas. También en este caso puede observarse la función de la escuela como
elemento de unidad nacional: miles de niños, muchos con padres extranjeros, pudieron integrarse a la sociedad
con una base común. Quizás sea esta base en común la que resulta residual en un mundo en el que los
significados estallan con el avance de los medios masivos de comunicación, volviendo a las transformaciones
culturales más veloces que a las arcaicas formas de cambio de las instituciones, entre las que se incluyen las
educativas. En Historia Argentina. Desde la prehistoria hasta la actualidad. Buenos Aires, Colegio Nacional
Buenos Aires y Página/12, 1998/2000, pág 495; 374/375; 406.
4
Kemmis, S.: El curriculum: más allá de una teoría de la reproducción, Ed. Morata, Madrid, 1996
5
Martín-Barbero, J.: De los medios a las mediaciones, México, G. Gilli, 1987.
6
Para poder evaluar la magnitud y trascendencia de los cambios operados en la estructura social durante las
últimas décadas del siglo XIX en nuestro país, y que fueron objeto de este proceso de escolarización, resulta
importante tener en cuenta la información de los diferentes registros estadísticos, sobre todo de los censos de
1869 y 1895. El censo realizado por el gobierno sarmientino indicaba que la población rondaba en 1.800.000 de
habitantes, lo cual representaba un crecimiento de casi el 80% respecto de lo estimado en 1853. Los extranjeros
- entre los cuales predominaban los italianos, seguidos por los españoles y franceses - representaban alrededor
Uno de los principales autores que se enmarcan en esta línea de
análisis, fue el sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien denunció, junto
con Passeron, la violencia simbólica que ejerce la escuela sobre sus
alumnos, al inculcarles una arbitrariedad cultural como si fuera la
cultura legítima de toda la sociedad. Lo que transmite la escuela es lo
arbitrario, porque es la particular selección de la cultura que realizan los
grupos o clases dominantes, y porque se funda en un poder
arbitrariamente conferido a la escuela. En el proceso educativo,
entonces, está encerrada una violencia, no material, ni concreta sino
simbólica, hacia sectores que no comparten el canon cultural de la
escuela. Al mismo tiempo, la centralidad de la cultura legítima, es una
forma de reproducir las diferencias iniciales que trae cada alumno al
ingresar a la escuela, que son diferencias sociales. La escuela encubre,
oculta estas diferencias sociales y las reviste de una legitimidad distinta,
como es la escolar.

Es de gran importancia en el marco de esta teoría la noción de


capital cultural. Si bien todos poseemos un cierto tipo y cantidad de
capital cultural, incorporado en nuestras posturas corporales, formas de
hablar, referencias sociales y modos de ver el mundo, entre otros, el
mismo está desigualmente distribuido según los grupos y clases sociales.
La forma de adquisición del mismo es a través de la familia, los pares, la
escuela, y las demás instancias socializadoras a las que acceden los
sujetos. Explican Jorge Huergo y Belén Fernández que “la escuela se va
constituyendo como institución destinada a producir un determinado

de un 12%. También se registraba un crecimiento de la población urbana, que llegaba al 35%. Las cifras del
Censo Nacional de 1895 muestran que la población ascendía a 4 millones de habitantes y que los extranjeros
rondaban un 25% del total, con la mayoría proveniente de Italia. Las ciudades continuaban creciendo y
concentraban al 42% de la población del país.
A principios del siglo XX, continúan llegando a nuestro país importantes corrientes inmigratorias y ya se
percibía la existencia de una pujante clase media que buscará progresar en la estructura social. “Algunos
intelectuales se alarman por el cosmopolitismo que tiñe todo el tejido poblacional, sobre todo en las grandes
ciudades, y reclaman una educación más nacionalista y una mayor valorización de lo nativo”. (En Luna, F.:
“Argentina, un comienzo optimista”, en El gran libro del Siglo, Buenos Aires, Clarín, 1999.)
Como se dijo, a su vez, era necesario incorporar a las masas campesinas al proceso nacional. Algunos datos
indican que ya para 1914, año en que se realizó el tercer Censo Nacional, el país contaba con casi ocho millones
y medio de habitantes, de los cuales un 80% eran inmigrantes o hijos de inmigrantes. Además, el 48% de los
chicos no asistían a la escuela. La nacionalidad, entendida como el vínculo del individuo con un Estado
concreto, por el que queda adscrito a una nación concreta y por el que se generan derechos y deberes recíprocos,
era un factor decisivo para lograr la unidad, y no alcanzaba con lograr la unificación del Estado, en tanto
entidades jurídico-políticas soberanas sobre un denominado territorio, su conjunto de organizaciones de
gobierno y, por extensión, su propia extensión territorial, con una moneda, lenguaje y religión en común.
De esta manera, la cuestión nacional pasó a ocupar el lugar principal de todas las políticas culturales,
incluyendo las educativas. En 1908, se emprendió una “Cruzada patriótica” comandada por el Consejo Nacional
de Educación, “que convirtió a las escuelas en la punta de lanza de la argentinización de toda la población. Se
prescribió un conjunto de rituales ‘patrióticos’ para todas las escuelas, se pautaron las fiestas patrias, se
erigieron los héroes. Quizás el ejemplo más claro de este proceso es la ‘canonización’ de Martín Fierro: él, que
había sido un gaucho marginal y cercano a la delincuencia, pasó a ser el prototipo de la nacionalidad criolla. En
esta operación criollista confluyeron los escritores de la élite (como Leopoldo Lugones) y las asociaciones de
inmigrantes, que querían incluirse culturalmente en el país. La nación, también en nuestro caso, se definía por
una cultura común y por tradiciones donde todos debíamos reconocernos”. (En Caruso, M. y Dussel, I.: De
Sarmiento a los Simpsons. Op. cit; págs. 17/18.)
orden imaginario social y a reproducir las estructuras y organizaciones
sociales modernas existentes”7.

En cuanto a nuestro eje de análisis, y considerando estas


dimensiones, nos preguntamos acerca de los tipos de saberes y
experiencias respecto de los medios masivos de comunicación que son
recuperadas y valoradas en la escuela desde la enseñanza. Seguramente,
para cumplir con la tarea de reproducción del sistema en el momento de
la fundación, resultaron fundamentales el disciplinamiento social, la
racionalización de las prácticas culturales cotidianas, la construcción e
identificación de un estatuto de la infancia, la instalación de una lógica
escritural, la denostación de otros modos de educación, la configuración
del maestro moderno como el encargado legítimo de la distribución
escolarizada de saberes, prácticas y representaciones y la definición de
un espacio público nacional para el cual educar ciudadanos. Estos
elementos continúan, en mayor o menor medida, actuando de manera
residual al momento de pensar en la institución educativa, en la práctica
docente, en la valoración de los contenidos, etc. Los que critican esta
posición binaria y etnocéntrica postulan que “la escuela ha ejercido y
sigue ejerciendo un poderoso influjo etnocéntrico. Tanto de la
delimitación de los contenidos y los valores del curriculum que reflejan la
historia de la ciencia y de la cultura de la propia comunidad, como en la
manera de considerarlos productos acabados, así como en la forma
unilateral y teórica de transmitirlos y en el modo repetitivo y mecánico
de exigir su aprendizaje...”8

2.1.2. La posición relativista


Habiendo recorrido la noción etnocéntrica- binaria de la cultura, es
momento de abordar concepciones que den cuenta de la pluralidad y
multiplicidad de culturas que conviven en las sociedades
contemporáneas. Fundamentalmente, resulta difícil pensar sobre los
medios de comunicación de masas desde las limitaciones del dualismo
cultural. Si bien para muchos lo masivo les daría el carácter de popular,
no es posible seguir pensando desde estos límites que hoy se vuelven
difusos. Pensemos dónde clasificaríamos, desde estas posturas binarias,
por ejemplo, a los tres tenores cantando ópera en la inauguración de un
Mundial, retransmitido por los satélites a todo el mundo. Lo cierto es que
desde la aparición de la prensa de masas, pero más aún desde la
invención de la radio y la televisión, la sociedad ha cambiado
vertiginosamente. Ya no es necesario tener una gran formación para
tener acceso a lo que estos medios electrónicos proponen.

Cornelius Castoriadis supone que cualquier forma de existencia


individual o colectiva es el resultado contingente de un complejo proceso
de construcción social a lo largo de un período histórico concreto, en un
espacio también singular. Cada cultura aparece como “una red de
significados, símbolos y comportamientos con sentido en sí misma,

7
Huergo, J. y Fernández, M.B.: Cultura mediática y cultura escolar. Instersecciones, Bogotá, Universidad
Pedagógica Nacional, 1999.
8
Pérez Gómez, Op. cit
generada como respuesta a las peculiares circunstancias que han
rodeado a la comunidad. Los criterios y normas que rigen los
comportamientos y expectativas colectivas encuentran su legitimidad en
el sentido que adquieren para mantener la cohesión de dicha comunidad
y garantizar las aspiraciones individuales en las singulares condiciones
de vida que definen su contexto.” Y sostiene que “el sentido de las
prácticas culturales sólo puede extraerse de la comprensión radical de
las mismas, es decir de la vivencia interna, de la experiencia compartida
que genera los significados comunes y las diferencias individuales”.
Además, señala que en esta sociedad por la que nos toca transitar, todos
los valores y las normas, son prácticamente reemplazados por el nivel de
vida, el bienestar, el confort y el consumo. “No cuentan la religión, ni las
ideas políticas, ni la solidaridad social con una comunidad local o de
trabajo con compañeros de clase.”

En este sentido, agrega que “la crisis de las sociedades


occidentales contemporáneas puede ser captada, por excelencia, en
relación con esta dimensión: el derrumbe de la autorrepresentación de la
sociedad, el hecho de que estas sociedades ya no pueden representarse
como “esto” (de un modo que no sea meramente exterior y descriptivo),
no sin ese esto como lo que se presenta se derrumbe, se aplaste, se
vacíe, se contradiga. Esta es una manera de decir que hay crisis de las
significaciones imaginarias sociales, y que éstas ya no proveen a los
individuos las normas, los valores, las referencias, las motivaciones que
les permiten, a la vez, hacer funcionar a la sociedad, y seguir siendo ellos
mismo, más o menos bien, en un “equilibrio” vivible”, concluye9.

Todo esto hace pensar que la cultura, sobre todo en las condiciones
de vida contemporáneas, debe pensarse en términos plurales. Las
distinciones entre colecciones cultas, populares y masivas, las
separaciones territoriales y/o nacionales, ya no presentan límites tan
claros como antes. Los grupos culturales, étnicos, sexuales, o de
consumo atraviesan las fronteras mediante las redes de comunicación,
estableciendo nuevos y difusos territorios simbólicos. En la línea que
venimos sosteniendo, si entendemos a la cultura como “intercambio de
significados”, sólo describiéndola en profundidad, podremos captar los
significados que ciertos comportamiento o rituales tienen lugar dentro de
ella, buscando en torno al significado de esas prácticas en esa particular
constelación de sentidos. En definitiva, la cultura es entendida como el
“conjunto de procesos sociales de producción, circulación y consumo de
significaciones en la vida social”. Más allá del hecho material y concreto,
pensemos en la tradicional fiesta de 15 años: en sus comienzos,
implicaba el momento en el cual la señorita de la familia era presentada
en sociedad para encontrar un marido; en la actualidad, y más allá que
muchos grupos la siguen realizando, cobra otro significado (vinculado a
la diversión y al compartir, ya que, frente al aumento de la expectativa de
vida, no es necesario contraer matrimonio próximo a esa edad).

9
Castoriadis, C.: El avance de la insignificancia, s/f
La cultura escolar, desde esta perspectiva, sería este “intercambio
de significados” particular que estructura la institución escolar. Aunque
generalmente se señala que la “escuela transmite cultura”, casi nunca se
enuncia que la “escuela produce cultura”. Claro está que, como toda
forma cultural, la producción escolar constituye una cultura particular,
con sus códigos, categorías, lenguaje, etc.

Como quedó expresado con anterioridad, Raymond Williams señala


que en toda cultura hay elementos residuales, dominantes o emergentes,
que la formación cultural hegemónica articula en forma diferenciada.
Esta heterogeneidad implica también reconocer la multitemporalidad
que constituye la cultura: el ayer, el hoy y el mañana se entrecruzan en
tradiciones heredadas y actuadas, en las perspectivas de futuro que nos
alientan a cada uno de nosotros. García Canclini resume estas mezclas y
convivencia entre lo tradicional, lo moderno y lo posmoderno en la
noción de culturas híbridas. Si analizamos esto en virtud de la cultura
escolar, encontramos que casi todos los docentes han sido formados bajo
planes de estudio similares, excepto por algunos contenidos;
generalmente, los libros de texto recuperan propuestas anteriores, si
bien es cierto que las presentan de modos más novedosos. El peso de la
tradición parece ser bastante fuerte, a punto tal que las modificaciones
en el sistema escolar resultan algo muy complejo y lento, a pesar de los
cambios de legislación.

2. De la cultura mediática a las culturas mediáticas


Una última noción interesante, propiciada desde una perspectiva
de dinámica cultural y la incorporación de la noción de hegemonía a
través de los estudios culturales (complejizando las miradas
funcionalistas e instrumentalistas de la comunicación y la cultura),
entenderemos a la cultura mediática como un proceso por el cual las
lógicas de los medios masivos de comunicación se amplían y extienden
por sobre la vida cotidiana. La misma constituiría “un nuevo modo en el
diseño de las interacciones, una nueva forma de estructuración de las
prácticas sociales, marcada por la existencia de los medios” y las nuevas
tecnologías, como una matriz donde se tejen modos de interacción con
formas expresivas, lógicas de producción con estrategias de recepción 10.
Se pasa de ver cómo influyen los medios sobre los públicos, a reconocer
que su centralidad es la marca desde la cual los procesos de producción,
circulación y consumo de las significaciones sociales, esto es, la cultura,
deben ser entendidos. Por tanto, se instaura como un campo de lucha por
el significado.

Más aún, ya que la experiencia cultural se constituye en la


intersección de ofertas y expectativas, “como modo particular de
reconocerse y actuar en el campo de la producción y el consumo de
bienes simbólicos dentro del cual los medios masivos de comunicación
han ido adquiriendo creciente capacidad articulatoria”11, proponemos
10
Mata, M.C. (1999) "De la cultura masiva a la cultura mediática", mimeo, 1999, p. 6
11
Mata, M.C. (1997): Públicos y consumos culturales en Córdoba, CEA- UNC, pp. 14/15
pluralizar la noción y referirnos a culturas mediáticas, para resaltar el
carácter heterogéneo, fragmentario y desigual de apropiación de los
bienes simbólicos, su capacidad articulatoria, resaltando que no estamos
frente a "un" eje articulador que define "el" conflicto central que
posiciona a los actores colectivos en función de "intereses comunes" para
que actúen bajo "una" lógica única.

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