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en el INPI : En trámite

ISBN: En trámite

© Jorge A. Ricaldoni 2010~2019













La “caçadora”

Era un atardecer como tantos otros de julio en Las Ramblas. Barcelona, a pesar de los
nacionalistas radicales y el atentado terrorista, seguía recostada con todo su glamour a la
orilla del Mediterráneo. El sol se había puesto y los turistas le dieron sus espaldas al mar,
lanzándose en bandadas a las calles de toda la ciudad, pero el punto en donde todos se
encontraban eran Las Ramblas. La gente caminaba morosamente entre los puestos donde se
exhibían artesanías, baratijas, estatuas vivientes, mimos idénticos a sí mismos, adivinas que
no saben ni de su propia suerte, y menos si habría lo que comer mañana, así como todos los
demás buscavidas a los que se les dio por recalar, en cuerpo y alma, por Barcelona.

En medio de una aglomeración de alemanes y suecos borrachos, una muchacha caminaba


con paso ladeado, meneando las caderas. Tenía labios empulpados con plástico por demás.
Lo rubio del pelo ensortijado lo había obtenido por medio de la química, contenida de
alguna forma en una botella mágica. Dado que colgarse un cartel luminoso era imposible, se
conformó con una vincha roja con lunares blancos. Su maquillaje era sobradamente
cargado, casi teatral. La falda de jean era corta en demasía, y por el escote asomaban dos
pelotas, arrebatadas ambas por un sostén demasiado ajustado, que permitía que dos
semiesferas asomaran casi desde el cuello. La altura total, que era desproporcionadamente
breve, colaboraba eficientemente a la ausencia de elegancia de la muchacha.

Miraba a todos, y cada uno de los hombres que encontraba a su paso. No diferenciaba si
estaban solos, en pareja o un grupo. ¡Cuántos más, tanto mejor!

Varios holandeses rubicundos y borrachos se agregaron a la gritadera general. De tanto en


tanto ensayaba una guiñada lenta y torpe por culpa del enredo que le producían las
pestañas postizas chinas entre sí. Los grumos de rímel baratos hacían el resto. Corría el
riesgo de cerrar un ojo y no abrirlo más hasta recibir agua y jabón en abundancia.

La mujer cruzó de la rambla hacia la vereda de los bares donde los alemanes, de mejillas
escarlatas y pelo color bronce, tomaban cerveza y hablaban a los gritos. Ella les pasaba
cerca, casi rozándolos. Le sonreía mucho más descaradamente a todo hombre que fuera
rubio, o se le adivinara una mole oculta en el pantalón, pero no porque fuera anatómica sino
producido por una gruesa billetera. Ese atardecer caluroso todos le huían. “Aquesta tarda
tinc mala sort”, pensó quejándose de su mala sombra en aquel anochecer.

Aun así, siguió sonriendo y guiñando. Cuando no caminaba, se detenía en poses


cuidadosamente ensayadas para mostrar, como celada, su propio cuerpo. Estaba al acecho.
No dejó de cruzar miradas.

—¡Remei…! ¡Remei Puyol! —oyó que la llamaban desde un pequeño grupo.

Suponiendo que se trataba de un cliente, estiró su poca altura poniéndose en puntas de pie,
para buscar al dueño de la voz, al que pronto distinguió. Hizo un mohín asco indisimulado.
De entre los turistas alemanes brotó un hombre retacón, de piel cetrina, sonrisa boba,
dientes muy blancos con pelo corto y muy crespo. Él le hizo gestos para que lo esperase
hasta que llegara hasta donde ella estaba.

— ¡Eras tú Toño! ¡Vaya suerte la mía! ¡Buscando a un tío pa’ pelarlo y te me cruzas
na’menos que tú! ¿Qué hace un muerto de hambre como tú en Las Ramblas, tío?

—Me he enganchado con algunos turistas alemanes, y les estoy llevando de guía por la
ciudad.

—¿Tú haces de guía? ¡Mira…! ¡Cómo que no terminen ahogándose en el puente estrecho del
Moll de Ponent! ¡Segueix el teu camí, que jo seguiré el meu!

Remei se dio vuelta para irse mientras le sonreía a un norteamericano alto y flaco, que ni
siquiera advirtió su existencia. Toño la siguió, esquivando cuerpos en la multitud. Se puso a
dos pasos por detrás de ella.

—Remei, hace meses que tengo ganas de verte. ¿Cómo has estado? No asomas por el
pensionat desde la fiesta de Sant Jordi. ¿Tienes otro lugar para atender a tus clientes? No sé
si todavía te acuerdas, pero aquella vez, como estabas apurada, me gritaste, como siempre…
¡Y yo que tenía tantas ganas de verte! ¡Tenía ganas de abrazarte… Remei! Y ni siquiera me
has saludado cuando te ibas. ¿Cuándo vas a ir por el pensionat?

—¿Yo? ¿Para qué voy a ir yo al pensionat?

— Bueno… no sé. Pero allí hay gente que te quiere mucho y te recuerda con cariño. Estoy
yo… también… Tal vez podríamos… ¡No sé! ¿Hablar?

Toño le dedicó su mejor sonrisa, dentalmente inmaculada, a la breve Remei.

—¿Hablar?… ¿Yo contigo?… —le respondió Remei en tono sarcástico. Se cruza de brazos
como esperando que él prosiga con sus ruegos.

Toño se le acercó con una sonrisa tierna, e intentó asirle una mano. Ella hizo un giro casi
imperceptible, que, sin embargo, fue una negación evidente.

—¿Por qué no vienes, aunque sea una vez? No te pido mucho, tan solo una vez.

—¿Para qué? —Dijo Remei evitando mirarlo a los ojos. ¡Sabes de sobra cómo es mi carácter!
Además… ¿Qué te hace a ti con que vaya una vez? ¿Solo con eso vas a estar feliz? Tú sabes
bien que jamás dejaré este trabajo. Me gusta. ¡Me gusta que me follen y a veces hasta que me
peguen! ¡Si se propasan, sé cómo defenderme con mi pistola 22! ¡Si la policía me obligara a
salir de la calle, y tuviera que vivir contigo, le pegaría fuego al pensionat o me mataría con
esa pistola y delante de ti! Esto lo hago desde que tenía los doce años, porque no hay nada
en la vida que me guste más que estar echada en la cama con un chaval. Y si es con más de
un macho al mismo tiempo… ¡Tantísimo mejor!

—¿Dónde vives ahora? —sin darse por enterado.

—En un apartamento que me renta Manel, mi chulo. Yo le pago por su protección y porque
me mantenga lejos de los Mossos d'Esquadra. En el fondo, sé que él está enamorado de mí.

—Remei, esto que haces no es un trabajo, es un vicio, y es un pecado desagradable a los ojos
de Dios y haces llorar a Nuestra Señora de los Remedios.
—¡Però tu que saps, ignorant! —le replicó Remei furiosa, mientras miraba codiciosamente
de reojo a los turistas que pasaban— Una verge toledana, no té temps per plorar pel que fa
una puta catalana. Además, soy buena pa’esto. Tú jamás comprendiste la clase de mujer que
soy. Quién se acuesta conmigo jamás lo olvida… ¡Sueñan conmigo! ¡La fantasía les dura para
el resto de sus vidas, aunque duren cien años! Casi todos, cuando vuelven a Barcelona,
vienen a Las Ramblas a buscarme y tener la experiencia otra vez. Ninguna otra chica les
puede dar lo que yo les doy. No me pueden comparar con nadie, porque no existe. ¡No nació!
Es una vocación desde niña. Si no hay hombres, ha de haber mujeres, y si no hay mujeres
buscaré a un viejo para hacérselo con las manos. Trotar las Ramblas es estar en libertad, si
hasta me divierte huir de los Mossos. ¿Acaso tú me ves a mí haciendo de madre, de ama de
casa o de nana, limpiando los mocos a los críos? ¡Qué va! ¡Estáis bien lucido, sudaca, si os
creéis que alguna vez me has de ver así! Soy libre, como una hoja de estos árboles, que se la
lleva el viento. Pero un sudaca… no tiene por qué entenderlo. Habéis nacido negao. Lerdo y
tonto como un cargol moriréis.

—No te creas que es tan así Remei… Yo sí te entiendo.

—No creo que lo comprendáis, porque ya te siento prepararte para rogarme otra vez.

—No Remei… yo no le ruego nada a nadie —le respondió Toño bajando la mirada a la
acera— Pero es que ni siquiera los intentaste Remei. ¡Me poner tan triste que ni siquiera
desees venir a conversar conmigo! ¡Hace tres años que me casaron contigo y ni siquiera la
noche de luna de miel la pasamos juntos! ¡No… qué va! ¡Yo no ruego! ¡Si he de rogar, ha de
ser a Dios, o a María Santísima! ¡Pero nunca a ti…! ¡Pero que no hayas hecho el amor
conmigo nunca…! Si hasta lo indica la iglesia por amor.

—¿El amor? —Se asombró Remei mientras miraba de reojo a un chico morocho, bien
parecido y finamente vestido— ¿De qué amor me hablas, tío? ¿Porque estemos casados?
Pero nuestro casamiento, ¿es algo más que esa llibreta vermella que tan bien guardáis? ¿Yo
qué soy para ti? ¡Una puta de merda! Y tú ¿qué eres para mí? ¡Un sudaca simpson que no pot
entendre res! Porque eres sudaca, simplón y no entiendes si no te hablan en castellà. ¿Crees
que haríamos una buena pareja? Yo soy libre, antojadiza, me gusta caminar por la ciudad,
que me hagan regalos caros, tomar cava helado, comer exquisiteces… Tú no eres otra cosa
que un barrendero, vives entre papeles y la mugre que dejan caer los turistas… ¡Yo, en
cambio soy la mejor puta de Las Ramblas y quizás de toda Catalunya, i no obstant això, ets
tu, el que em té pietat a mi!

—Pero ¡estamos casados, Remei! —se lamentó Toño.

—¡No estamos casados por amor, eso es una mierda Toño! ¿Acaso lo olvidaste ya?
¡Agradécemelo a mí, a tu Amigo Bernat y a ti mismo! ¡Eras tú el que necesitaba la residencia
en España y eras tú el que huía de la Oficina de Migracions! ¡Yo necesitaba dinero! ¡Saps
també de la meva afició per les drogues! A una adicta necesitada, no solo la haces casar sino,
que necesitada, hasta se le podría hacer hinchar por los Merengues en lugar del Barça! ¿Qué
mal bicho te picó para casarte con una puta drogadicta…? ¡Eso! ¡Casar-te amb una puta de
merda que necessita cocaïna cada dia! Si tú sabías que yo era puta. ¿Por qué te casaste…?
¡Podrías haber buscado una lépera que fuera simple y cerril como tú! ¡Podrías haber dicho
que dure cinco años, hasta sacar el divorcio, y ya era demasiado tiempo para estar casado
con una puta! ¿En qué cabeza cabe? Ahora… ¡Ahora tú estarás en el banco de la paciencia!
¡Mientras Bernat se ríe, tú sufres! ¡Y te jodes!
Remei finalizó con su frenesí y permaneció en silencio.

Tres muchachos, que no llegaban a los veinte años, que pasaron rosándola, la miraron, le
dijeron algo en alemán. Se rieron a los gritos siguiendo de largo. Uno de ellos se dio vuelta y
le tiró un beso. Remei los vio irse. Siempre sonriendo. Los saludó descaradamente
levantando y sacudiéndose provocadoramente los pechos.

—¿Con quién follas? —le descerrajó a Toño, volviendo la vista de los alemanes.

—Me busco a alguna de tus colegas en la ciudad medieval, o en el puerto. Las de Las
Ramblas, como tú, cobran demasiado caro.

—¡Vaya! ¡No tendrías pasta ni para acostarte con tu propia esposa! — gritó en medio de
carcajadas.

De nuevo se hizo el silencio. Una chica con aspecto muy masculino, pasó cerca de Remei y le
clavó la mirada. Tenía puesta una campera de cuero. Hacía demasiado calor para tener
puesta una campera de cuero.

— Me dicen que Bernat va a dormir a tu apartamento.

Remei guardó un largo silencio y ensayó un reproche.

—¡No sé quién te ha dicho semejante majadería!

—¡Vaya suerte la mía! ¡Vaya destino! ¡A aguantarse el sudaca! A todas estas…, ya es tarde.
¡Adiós! Tengo que llevar a los alemanes a cenar. Son como los pollos, ni bien se esconde el
sol cenan y se van a dormir la merluza.

Remei se acomodó la cartera y comenzó a girar la cabeza, sonriéndole a los transeúntes.


Toño negaba lentamente con la cabeza.

—¿Cuándo vendrás por el pensionat? —insistió Toño.

—¿Para qué habría de ir? ¡Ni aunque haga diez días que no folle! ¡Ni aunque no consiga mis
polvos mágicos! Cuando estoy con mucho trabajo, no tengo tiempo y mucho menos tengo
las ganas de follar con alguien más y muchísimo menos, si ese alguien más, eres tú. ¡Adiós!

—¡Adiós, Remei Puyol!

Remei se estiró la camiseta para que se vieran mejor sus pechos morados por la prisión y la
presión.

Toño permaneció inmóvil en el mismo sitio, mirando la espalda de Remei, el movimiento de


su cadera prominente, los muslos prometedores, sus pasos sugestivos y cuidadosamente
ensayados. Sus ojos se llenaron de tristeza y suave ternura. La mirada, con la que recorría la
bella y cimbreante figura de su esposa, en realidad la acariciaba a la distancia. Como si
sintiera sobre sí esa caricia a la distancia, Remei volvió la cabeza. En silencio se mordió el
labio inferior, pero su rostro se tensó, su boca se entreabrió revelándole a Toño que quería
decirle algo. Tímidamente él se le acercó y la miró con ojos suplicantes.

—¡Toma! —le dijo ella— Gástalos en una buena puta, aunque nunca será tan buena como
yo. ¡Gástalos bien, que bastante he tenido que sudar el cul pa’ganarlos!
Diciendo esto le dio un colorido billete de cien euros, y volviéndole inmediatamente la
espalda, se alejó rápidamente.

— ¡Adiós, Remei! — dijo él, apretando con fuerza los cien euros.

Ella caminó con su andar escurridizo por la acera de los bares. Su mano izquierda tomaba la
correa del bolso que albergaba la pistola que la defendía de los locos, la derecha lista para
saludar o hacer alguna seña. Él la contempló desconsolado, con los ojos brillantes sin perder
ninguno de sus movimientos. Ella se hundió en una multitud vociferante, que la recibió con
gritos alborozados en algún idioma lleno de consonantes y gotas de saliva. Una mano se
apoyó en sus caderas. Ella sonrió consintiéndolo todo.

—¡Adiós, Remei Puyol! —murmuró Toño y se puso en puntas de pie para ver, aunque sólo
fuera, una vez más, la sonrisa de ella.

La crueldad

El guardia de seguridad observó la tarjeta del documento de identidad detenidamente, de


frente y reverso, pasó el dedo pulgar por el código de barras como si pudiera escanearlo.
Ella impaciente le preguntó:

—¿Encontró algo que le interese particularmente? Se me hace tarde, siendo que en realidad
llegué a horario…

El guardia le devolvió mirándola con cara de enojo:

—Es mi trabajo.

—Siempre me intrigó —continuó la mujer— qué otra mierda de cosas puede llegar a
encontrar en el documento que no sean el número, el nombre y la foto. ¿Va a encontrar un
cartelito que diga “cuidado con esta que es la que pone las bombas”?

—Yo tengo órdenes. Vaya por los ascensores de la derecha —dijo el guardia de modo
autoritario, indicándole un hall menor donde estaban dos grupos de puertas de ascensores
enfrentadas.

Segundos después un hombre se acercó al mismo lugar, luchando por volver a meter su
propio documento en una fundita de cuero.

—A mí también me lo pidió, lo abrió y lo leyó como si fuera a encontrar vaya a saber qué —
comentó la mujer— Son los dos minutos de poder que tienen estos pseudo policías de
mierda.

—Son nada más que resabios de pasados autoritarios, o si lo prefiere, el negocio del miedo ‒
comentó el hombre, circunstancialmente, por decir algo.

Las puertas del ascensor se abrieron. El hombre la invitó a pasar primero.

— ¿A qué piso va? —le preguntó ella frente a la botonera del elevador.

— Al 28.

— ¡Ah! —Dijo visiblemente incómoda— ¿Usted también va a la entrevista por la entrevista


de la gerencia de marketing?

—Sí. ¿Por qué? ¿Usted también? —inquirió el hombre sin siquiera mirarla.

— ¡Ajá! Voy a la entrevista final por el puesto de geren… ta.

El hombre se sonrió y comentó:

—Yo voy a la entrevista final por el puesto de geren… ¡te! — dijo recalcando el potencial
género del cargo. Las puertas del ascensor se cerraron.

—Lamentablemente no puedo desearle suerte —le aclaró la mujer.


—¿Por qué no? Yo sí puedo deseársela. Si el puesto es suyo, es porque es mejor que yo, o
porque se lo ha de merecer más que yo.

—¡Muy probable! —dijo ella displicente.

A los pocos segundos de ponerse en movimiento, la cabina del ascensor comenzó a chirriar.
Se oyeron ruidos agudos y desconcertantes que sonaron a hierros que se raspaban entre sí.

—¿Este ascensor no va demasiado lento? —preguntó la mujer.

—Sí, puede ser…

— ¡Ay! ¡Qué llegue rápido! Me da miedo.

—Ya va a llegar… —comentó el hombre que miraba con preocupación la vacilación de la


botonera que marcaba el número del piso.

—¡Quiero bajarme!

—Ahora no se puede, pero ni bien lleguemos usted salga corriendo así no tiene que
compartir su valioso aire conmigo y de paso la entrevistan primero.

La mujer lo miró ofuscada comenzando desde los pies y terminando en los ojos, y comentó:

—Al decir verdad… ¡Sí! Me resulta molesto hasta respirar el mismo aire que usted. Se hace
el vivo. Me parece que ejerce una típica y conocida presión patriarcal además de un acoso
machista y competitivo e insano. Si ese negro de mierda no hubiese curioseado tanto el
documento, yo hubiera subido sola, si necesidad de entablar este diálogo totalmente fuera
de lugar e innecesario con un machista desagradable, desconocido e ignoto. ¿Quiere que le
diga algo más…? ¡Me molesta tremendamente su sonrisita sobradora!

El hombre resopló. Elevó los tacos y volvió a caer sobre los mismos. Gruñó con otro
comentario:

—Si gana usted, desde ya, empiezo a compadecer a los que vayan a estar a sus órdenes.

—¡Ah! —Contestó ella— ¿Encima se hace el superado?

—No sé si seré sobrador, o un mal educado bárbaro, pero su nivel de paranoia es


asombroso. ¿Tan insegura se siente?

Inmediatamente que terminó de decir esto, el ascensor se detuvo. A los pocos segundos se
sintió un sacudón hacia abajo y dos fuertes ruidos metálicos.

—¿Qué es eso? —se asustó ella.

—Supongo que deben ser los paracaídas que se dispararon —respondió el hombre con un
gesto de preocupación.

—¡Por favor se lo pido! —gritó ella, trastornada— ¡Encima de estar en una situación así, lo
único que me falta es que me tome el pelo!

—¿Cómo se llama? —le preguntó el hombre sin prestarle demasiada atención.


—¡Qué le importa!

—Sí me importa, porque si no se lo tengo que decir así: ¡Oiga bien Imbécil…! Los paracaídas
de un ascensor son como dos frenos que evitan que la cabina se precipite al fondo, a toda
velocidad, si es que se cortan o se sueltan los cables…

—¿Quiere decir que se cortó el cable?

—No necesariamente, Imbécil…

—No es necesario que me diga imbécil, ya comprendí… Me llamo Mercedes.

—Bueno, entonces: mire Mercedes, si el aparato está frenado con las zapatas de los
paracaídas, hay un problema serio allí afuera y, por lo tanto, también lo tenemos usted y yo
que estamos aquí adentro.

El hombre extendió la mano derecha en un gesto amistoso. Ella bajo la cabeza y le dio la
mano.

—Yo me llamo Esteban. Le propongo que empecemos de nuevo… Mercedes… Creo que es
mejor llevarnos bien porque me parece que estamos en un problema mucho más grave que
conseguir o no el puesto.

—Sí, me parece mejor, pero ¿por qué no grita para que nos vengan a buscar?

—¿No le parece que sería mejor si en lugar de que yo tenga que gritar, se corre de adelante
de la botonera y me deja lugar para apretar el botón de la alarma?

—¡Ah! Si… si… claro…

Mercedes se corrió a un costado y Esteban apretó el botón de alarma. Afuera del ascensor se
escuchó una especie de alarma y una bocina en el exterior que, con una voz gangosa,
posiblemente en japonés, parecía alertar sobre algo que no se entendía. Mientras tanto en la
cabina, dentro del botón de emergencia, titilaba una luz roja. El hombre quiso quitar un
espejo que había en un rincón. No pudo. Se quitó un zapato y con el taco rompió el espejo
cuyos pedazos cayeron al suelo. La ausencia del espejo dejó a la vista una cámara de
vigilancia.

—¿No le da miedo? — le preguntó Mercedes.

—¿Qué cosa…? ¿El ascensor? No… Estos son muy seguros.

—Me refiero a romper el espejo.

—¿Por la mala suerte?

—Sí, son siete años…

—Buenos, si es cierto lo de la superstición, la gerente de marketing vas a ser usted —


contestó él sonriendo.

Se dio vuelta, se volvió a calzar el zapato y agregó:


—¿Sabe de dónde viene esa superstición? Los espejos de cristal se empezaron a fabricar en
el Siglo 15, únicamente en Venecia. Si se le llegaba a romper el que tuviera, entre que lo
pedía, se lo fabricaban y se lo enviaban, pasaban siete años, más o menos.

—¿Eso era todo?

—En realidad no. El mayor problema lo tenían los catroptomantes, que eran los que
adivinaban el futuro a través de la imagen de sus clientes que se reflejaban en los espejos
que eran casi mágicos por aquel entonces. Ellos fueron los que inventaron esta superstición
porque su profesión era muy lucrativa.

—¿Y usted como se ve en este espejo? —preguntó ella.

—Por lo que está a la vista… me veo todo roto —dijo el hombre riendo.

—¿Cómo sabía que allí había una cámara?

—Las mujeres intuyen, los hombres preferimos inferir.

El hombre pasó la mano frente a la cámara y gesticuló. En ese momento sintió que la cabina
cedía y que bajaban un poco, pero con violencia y con ruidos estridentes. El sacudón los tiró
al suelo. Otro sacudón más y a partir de allí sintieron el vértigo de la caída libre de la cabina,
en algunos tramos, apenas frenada por el sistema de emergencia que echaba chispas y
humo en los rieles exteriores. El humo entró en la cabina y se escuchó el ruido de los frenos.
Sonaban con una resonancia muy aguda. El propio sonido de por sí aterraba más allá de la
situación. La cabina pareció detenerse nuevamente, pero trepidando y con temblores
convulsivos.

Esteban se sentó en el suelo, en un rincón y de un tirón la sentó a Mercedes encima de sus


piernas agarrándola firmemente. La mujer se resistió a quedar en esa pose e intentó
liberarse.

—¿Qué hace? —Le preguntó ella— ¡Suélteme! ¿Se cree que porque estemos en una
emergencia se va a aprovechar de mí?

El hombre la agarró con más fuerza y la atrajo contra su cuerpo. Hubo vértigo y sacudones.
Finalmente, la cabina se estrelló contra algo, rebotó hacia arriba y volvió a caer golpeando
fuertemente por segunda vez. Los cuerpos de ambos saltaron como si fueran muñecos de
trapo desarticulados. El hombre no dejó en ningún momento de asir el cuerpo de Mercedes
con sus brazos amarrados como cabos marinos.

En el impacto, la cabina había dado contra los resortes en el fondo del foso, Esteban dio con
su cabeza contra el suelo de granito de la cabina, que se rajó en varias partes por el golpe.
Mercedes terminó desparramada sobre el cuerpo de su ocasional compañero de
desventuras. La luz parpadeó y todo quedó finalmente a oscuras.

Mercedes tanteó en la oscuridad y sintió que la puerta de la cabina se deslizaba para un


costado entreabriendo una de las hojas. Se soltó de las manos del hombre. Se incorporó y
trató de forzar la apertura de las puertas guillotina del ascensor. Algún mecanismo de
emergencia hizo que las hojas se abrieran sin más dificultad que la producida por la
deformación que tenía la cabina luego del terrible golpe. Mercedes usando la fuerza que da
el miedo la abrió un poco más. Entró una luz tenue de un nivel del estacionamiento que
estaba desierto. Delante de ella había una parte de cemento crudo que le llegaba hasta la
mitad del pecho.

—Escalón un poco elevado… —Comentó en voz alta. Se dio vuelta para ver al hombre.
Esteban no se movía. Miró con más cuidado y lo vio con los ojos abiertos, repantigado en el
suelo sobre un charco de sangre que, indudablemente, le brotaba de la cabeza. Se le acercó y
lo oyó susurrar:

—Vaya a buscar ayuda… Siento como si algo me hubiera estallado.

La sangre del hombre llegó a los zapatos de Mercedes que se apartó rápidamente.

—¡Sí! Voy a buscar ayuda. Enseguida vengo.

—Tenga cuidado cuando salte, se puede caer al foso…

—Quédese tranquilo, que más abajo ya no podemos estar.

Mercedes lanzó el bolso y los tacos fuera del ascensor, al piso del estacionamiento. Intentó
elevarse con los brazos únicamente. Se retiró y miró su blusa blanca que se había ensuciado
con la tierra acumulada de la pared. Se agachó y le dijo a Esteban.

— Lo voy a tener que acomodar un poco para poder saltar.

Esteban afirmó entrecerrando los ojos. Tiró del cuerpo por los tobillos, pero el cuerpo
enganchado en las rajaduras del granito del piso no se corrió. Puso la mano en la
entrepierna para poder desengancharlo y jalarlo hacia delante.

— ¡Ay dios santo! ¡Mire qué sorpresa me vengo a llevar en un momento así! —Dijo mientras
tomaba la entrepierna del pantalón —¡Qué desperdicio!

Finalmente logró que el hombre estuviera sentado contra la loza que se veía por la puerta a
medio abrir.

—¡Lástima no haberlo sabido antes, hubiera sido más amable!

Le acomodó los hombros para que estuvieran firmes contra la pared. Se trepo a los hombros
de Esteban, elevándose lo suficiente para salir de la cabina.

Se dio vuelta para mirarlo. Su competidor le había salvado la vida actuando como si hubiese
sido un airbag viviente.

—¡Ya voy por ayuda!

Los ojos de Esteban miraban fijamente el techo sin ningún movimiento.

Oyó una sirena y gente que gritaba. Vio el haz de una linterna sobre la cabina del ascensor
estrellado que venía de varios niveles más arriba. Se acercó a la puerta abierta del elevador
y se dirigió a Esteban:

—No sé si podrás oírme todavía, pero la verdad es que me hubiera gustado conocerte en
otras circunstancias… Con otra clase de enfrentamiento… No te muevas, quedate quietito en
este lugar. —Dijo mirándolo por sobre el hombro.
Se oían ruidos de más sirenas de policías o bomberos y un tremendo griterío. Mercedes
corrió hacia la escalera y subió al siguiente nivel de las cocheras.

— No siempre sobrevive el más fuerte, al parecer — musitó — ¿O sí?

Observó que en el nivel de cocheras al que había subido había un cartel que indicaba la
cercanía de los sanitarios. Cruzó el estacionamiento y se metió en el sanitario de mujeres.
Esperó hasta que oyó pasos. Entreabrió la puerta y vio que el guardia de seguridad y dos
policías estaban bajando al último nivel del garaje por las escaleras. Cerró la puerta para
que no la vieran.

Frente al espejo, con una toalla de papel, se limpió un par de gotas de sangre que le habían
quedado en la pequeña solapa de la blusa blanca. Afuera la confusión aumentaba. Se oían los
chillidos de los intercomunicadores de la policía. Ella se apuró a borronear los rastros de
sangre. Se soltó el pelo y dejó que cubriera la marca rosada de la humedad donde antes
había estado la sangre de su salvador. Se sacudió con energía el polvo de la blusa. Se
acomodó el pelo y se retocó los labios. Con otra toalla de papel húmeda quitó los restos de
sangre de sus zapatos. Tomó todas las toallas de papel que había usado y las tiró en el
retrete, accionando la descarga.

—¡Nadie vio nada! ¡Nadie sabe nada! ¡No hay nada que declarar! — Dijo mientras se
agregaba rímel —¡Pensar que nunca nadie se va a enterar que este pobre tipo fue un héroe!

Salió del baño como si nada le hubiera ocurrido y se acercó a la escalera para verificar que
no bajara nadie. Desde el nivel inferior se oían las radios de la policía y gente que hablaba a
los gritos a través del hueco del ascensor. Subió al nivel de la entrada por la escalera. Era la
parte de atrás del hall central. Se acercó a la misma batería de ascensores y apretó el botón
de llamada. Uno de los tipos de seguridad se asomó:

—¿Usted que hace ahí? —le dijo el guardia.

—Todavía estoy acá esperando el ascensor —se quejó Mercedes.

—¡Señora…! ¿No se da cuenta que hubo un accidente en un ascensor? Todos están


desconectados no se pueden usar.

—¿Y yo cómo hago? —insistió Mercedes.

—Suba por la escalera o vuelva otro día.

Mercedes, ofuscada, tomó su celular y digitó un número. Mientras esperaba que la


atendieran, vio pasar a un grupo de bomberos a pocos metros.

Del otro lado del celular alguien respondió la llamada.

—Hola… —le dijo a su interlocutor— ¡Habla María de las Mercedes Pérez Arriola! Estoy en
la planta baja. Yo estaba citada a las 19:15 horas por la entrevista final, pero debe haber
habido un accidente o algo con uno de los ascensores… Están desconectados, sí... Sí…
patrulleros y unas ambulancias, recién entraron los bomberos… Si usted quiere y me da un
ratito, yo subo al piso 28 por la escalera… ‒ se mantuvo en silencio afirmando con la cabeza
‒ ¡Ay sí! ¡Mejor lo espero que baje usted! ¿No? — contestó sonriente.

Ante otro comentario de su interlocutor, continuó:


—¿Otra persona…? No… ¡Aquí conmigo no había nadie!… No… yo no vi a ningún hombre…
Aparte de la policía y de los de seguridad, estoy sola… Y… no sé…. Bueno… perfecto…
Entonces ¿cómo hacemos…? Si… no hay problemas, lo espero abajo… en todo caso vamos a
tomar un café por acá y ya vamos charlando…

Mientras Mercedes esperaba a su entrevistador, los bomberos cruzaron el hall con una
camilla en la que llevaban una bolsa de nylon negro cerrada con una cremallera. El guardia
de seguridad se persignó disimuladamente. Ella miró para el lado contrario y hacia arriba.
La crueldad puede ser ejercida por las personas menos pensadas, solo tienen que tener la
suficiente pavura y la oportunidad para ponerla en práctica.
Moebius

El campo es así. O nos la pasamos mirando al cielo para ver si es posible ordeñarle unas
gotas de agua a las nubes, o llueve tanto que los chacareros se mueren de indigestión de
agua. 2012 fue uno de esos años en los en que se podía tomar agua de parado, en el medio
de la pampa, sin vaso ni cantimplora.

Los pocos campos que se salvaron de la inundación no tardaron mucho en llenarse de toda
clase de animales muertos de hambre. Las liebres se comían las semillas de soja, aunque
estuvieran verdes; los zorros se comían a las liebres y los hurones a los zorros. Por otro
lado, las isocas militares atacaban al maíz que había prometido un buen rendimiento gracias
al exuberante riego divino, que ahogó más de lo que regó. Todos los años lluviosos ocurría
lo mismo. Monótonamente se repetían los ciclos, de sequías y lluvias, inviernos y veranos,
fríos glaciales y calores bochornosos, siembras y cosechas; macolladas y floraciones;
abundancia y desesperanza. Lo dicho: el campo es imprevisible a pesar de su cadencia
estacional monótona desde hace cientos de millones de años. Mientras tanto, en las
capitales, los políticos discutían como sacarle algo más a los chacareros desesperados,
diciéndonos cuánto teníamos que aportar, porque entre tener casi nada y nada, ¡maldita la
diferencia!

Siempre que llegaban las lluvias furiosas de “El Niño” ocurría lo mismo, los eucaliptus que
evaporaban miles de litros de agua por día en las épocas de sequía, morían ahogados,
aunque permanecieran en pie durante las inundaciones. Mientras tanto, las isocas
marciales, encontraban en los bordes de las lagunas suficiente barro blando y el calor
necesario para reproducirse, con el imperioso empeño de ser más y con un hambre
insaciable para poder pasar de orugas a mariposas. Los mosquitos hacían su parte en forma
inexplicable. Dios parecía haberse equivocado poniendo a demasiadas hembras
hematófagas para tan pocos animales de sangre caliente, en aquel desierto de agua poco
profunda, insuficientes para alimentarlos a todos que, impotentes, se resignaban a ser
picados. A las isocas nada las interesaba, excepto el maíz.

Julio Barbagallo sabía que tendría que fumigar, o abocarse a la imposible tarea de encontrar
la forma de ganar dinero encontrándoles alguna utilidad a las malditas isocas militares, lo
que era bastante poco probable. Llamó y averiguó con los fumigadores. Todos estaban
ocupados, y los que no lo estaban era porque sus máquinas habían quedado aisladas en
algún establecimiento o un pueblo rodeadas de agua y la indiferencia de los funcionarios de
las capitales, que luego a pesar de todo, reclamarían su parte, como las despiadadas isocas.
Eran dos plagas, y no se podía terminar con ninguna de ambas.

—Vas a tener que rociarlas con el avión— le dijo Daniel, el agrónomo.

Julio recordaba que la última vez que habían fumigado ese campo desde un avión, él era
muy chico. Desde entonces su abuelo Pepe, el original dueño, había dado la orden tajante de
no hacerlo nunca más. No recordaba muy bien el por qué, ya que solo tenía ocho años de
edad en aquel momento.

Recordaba claramente al avión, que tuvo que hacer varias maniobras y algunas piruetas
muy arriesgadas para esquivar los árboles. Su impresión había sido que se trataba de un
avión muy extraño, parecido a los de la primera guerra mundial con ala doble. El recuerdo
era lo suficientemente fuerte como para que, de grande, cuando tuvo la oportunidad y el
efectivo, se comprara un biplano Stearman Boeing PT-17B. Siempre supuso que aquel avión
fumigador que le había gustado tanto era similar, sino tal vez idéntico, al que él había
logrado adquirir y restaurar. Era un avión de madera y tela.

Julio, también recordaba al piloto de aquel avión porque le había regalado la campera de
cuero que llevaba puesta mientras piloteaba durante la fumigación. Lo conoció cuando el
biplano aterrizó brevemente a recargar los tanques. Le resonaba la fascinación que le
produjo aquel aparato rojo, enorme, rugiente, que podía volar gambeteando árboles. Sus
abuelos lo sostenían de los hombros para que no saliera corriendo y se abalanzara sobre el
avión que podía guardar una enorme cantidad de peligros desconocidos, como escapes
calientes o goteos del insecticida.

Cuando el piloto terminó de llenar el tanque del avión con el plaguicida para fumigar, lo
llamó por su nombre. Julio recordó su sorpresa y cómo corrió a donde estaba aquel piloto
que lo subió de un solo envión al cockpit y le mostró los controles de la aeronave. Luego de
asegurarse que el avión estuviera frenado con tacos de madera en las ruedas, le indicó al
niño que tirara de un manillar de bronce muy brillante. Él, Julito cuando era niño, lo jaló y el
motor corcoveó y tosió para ponerse en marcha. El chico se asustó y lo soltó. El piloto se rio
y le dijo:

—Dale, ayúdame, ponelo en marcha. Algún día tenés que tener uno como este… Es mejor
que ser un pájaro… ¡Volás más rápido y más alto!

Julito, emocionado volvió a jalar una vez más del manillar e intentó otro arranque sin
resultados. El piloto le insistió:

—Dale hasta que arranque. Es como un caballo mañero: si no siente que vos lo dominás, no
te va a obedecer.

Julito miró fijamente al manillar y tiró con toda su fuerza. Se oyeron varias explosiones y
finalmente un rugido. La hélice comenzó a girar en una órbita perfecta. El niño se asombró
que fuera tan fácil desatar a la bestia. El piloto, lo bajó del cockpit y lo llevó con su abuelo. Se
sacó la campera de cuero y, dirigiéndose al niño, le dijo:

—Te la dejo, porque hoy hace mucho calor para andar con esta campera. Guardala hasta que
nos volvamos a ver. La vas a poder usar cuando sepas que realmente estés listo para volar.

El abuelo Pepe le preguntó al piloto cuánto le tenía que pagar por el servicio de fumigado, y
el piloto le contestó que no sabía, y que eso lo debía arreglar con el aeroclub, ya que no era
su trabajo habitual sino un favor y además por el placer de volar.

Quitaron las cuñas de madera a las ruedas. El piloto aceleró y el avión se movió un poco.
Probó el timón y los flaps. Aceleró y todos sintieron el vendaval del avión que salía al campo
para remontar vuelo en menos de cien metros.

Caminando de vuelta a la casona familiar, la abuela le comentó al abuelo que le parecía raro
que el piloto no se hubiera quitado en ningún momento las antiparras ni el casco de cuero y
que, además, le dejara nada menos que esa campera a Julito que la llevaba puesta, aunque le
quedaba enorme. Le preguntó también sobre qué habían conversado con el piloto.

Pepe masticó la boquilla del cigarrillo y comento entre dientes con voz disfónica:
—¡Sabes cómo son estos pilotos…! ¡Son todos unos locos! Ya me voy a encargar de
devolverle la campera en el aeroclub.

—¡Me la dio a mí, —protestó Julito!

—¡Bueno! Llevásela vos o guardala en tu ropero hasta que la venga a buscar.

Julito seguía con la campera puesta, y aunque estirara los brazos, no aparecían sus manos
por las mangas. Miraba las idas y vueltas de ese avión que parecía venido directamente de
una historieta de guerra de la revista El Tony. Se juró a sí mismo que algún día tendría un
avión igual… ¡No! ¡Mejor, idéntico a ese!

~ o ~

Julio recordó la campera que había sido un trofeo tan especial en su infancia y la fue a
buscar, porque el piloto no había vuelto jamás a reclamarla. Estaba guardada en el ropero
grande que había sido para la ropa sus abuelos, luego sus padres y ahora guardaba la
propia. Estaba cuidadosamente guardada en una bolsa de nylon con cierre. Alba, la mujer
del capataz, se encargaba todos los años de renovar una abundante ración de naftalina.

Cuando julio la sacó de la bolsa, el olor a naftalina le produjo un cierto rechazo. La puso al
sol y la sacudió para que se aireara. A la luz del sol, observó detalladamente las alas dobles
repujadas en el cuero de la espalda que todavía conservaban algunos de los colores con los
que debió haber sido teñida originalmente. Buscó etiquetas que identificaran al fabricante o
el país de origen de la manufactura. Absolutamente nada lo indicaba, aunque buscó hasta en
el forro de los puños. Cansado de escudriñar, se la colocó. Le quedaba como hecha a medida
para él. Sonrió imaginando lo que le diría aquel piloto de su niñez si lo viera con aquella
vieja campera.

Cuando llegó al aeroclub quiso averiguar por aquel piloto que tenía un biplano como el de
él, allá por los años 60. Los miembros más viejos se miraron entre sí. El presidente del
aeroclub le dijo,

—El único loco que se gastó una fortuna en comprar un Boeing Stearman PT-17B sos vos
Julio. Nunca hubo un biplano por acá. ¡Nada más que el tuyo!

Julio insistió:

—Recuerdo perfectamente a un fumigador que cuando yo tendría nos ocho años volaba un
doble ala y que hasta aterrizó en el campo para recargar insecticida. Me dejó arrancar el
motor y me dijo que cuando fuera grande tuviera uno como ese. ¡Por eso me compré este!

El presidente del club le preguntó:

—¿Y de qué color era?

—Rojo como este— contestó Julio.

—¡Y porque un fumigador te dejó arrancar el motor de su avión vos te compraste un


biplano de madera y tela, de 1945, con motor Lincoln, que debe consumir mil litros por
hora! ¡Para colmo lo arruinaste pintándolo de rojo cuando el original de la marina yanqui
era amarillo y celeste! Te ofrezco un negocio… Tengo un Boeing 727 triturbina de 1964, que
con unos arreglitos queda hecho una joya y ¡consume menos que el PT-17! ¡Te lo cambio
mano a mano por tu chacra!

Todos rieron a carcajadas, menos Julio, ocupado en cargar el combustible y el plaguicida.


Terminó las tareas en medio de las burlas en las que prosiguieron ofreciéndole, como una
ganga, el destartalado Boeing 757 presidencial identificado como Tango 01.

Julio se puso la campera que despertó admiración en todos los demás.

—¿Y esta de dónde lo sacaste? ¡Es una belleza!

—Me la regaló aquel piloto del fumigador que según ustedes nunca existió.

El presidente del club, ante tal evidencia terminó diciéndole:

—¡No te ofendas Julio! A lo mejor era de Pehuajó, o de 9 de Julio. De acá seguro que no era.

Julio se calzó las antiparras y un casquete de cuero de la misma época que el avión y
contestó:

—¡Era de acá! ¡Con mi abuelo vinimos a pagar acá la fumigada! Sin más palabras se subió al
cockpit y al tercer intento arrancó el viejísimo motor Lincoln del Stearman que rugió y lanzó
fuego por los escapes, para renovar las risas y las burlas de los otros pilotos.

El jefe del aeroclub le informó por la radio que había vientos con ráfagas muy fuertes a
partir de los quinientos metros así que debería navegar con precaución y que, si los vientos
superaban los 40 nudos por hora, debía volver de inmediato. Julio dio el comprendido y dijo
para sí mismo:

—¡El día más soñado para volar como nunca!

Julio inició el despegue con un fuerte viento de frente, por lo que el Stearman se levantó de
la pista en pocos metros y ascendió casi verticalmente. Los rostros, risas y burlas de los
socios del aeroclub se convirtieron en silbidos y exclamaciones de admiración al ver al
biplano en un ascenso vertiginoso.

Cuando Julio llegó a los 1200 pies de altura, sintió una ráfaga fuerte de costado. En lugar de
bajar o tratar de evitarla se dejó llevar, como hacen los cóndores y los albatros. Los 83
nudos de la velocidad crucero, siguiendo la corriente de aire, se convirtieron rápidamente
en 110 nudos por hora, cercanos a la velocidad máxima que soportaba el avión. Siguiendo
una corriente ascendente, Julio dejó que se llevara al avión, que prácticamente planeaba con
la nariz para abajo, pero que sin embargo era remontado por la térmica. Normalmente
tendría que haber llegado a los 10.000 pies de altura en unos 20 minutos, pero solo le tomó
15, y el Stearman seguía ascendiendo. Julio se puso la mascarilla y abrió apenas el botellón
de oxígeno.

—¡Menos mal que me traje la campera, hace un frio terrible aquí arriba!

Abrió una de las salidas de aire caliente del motor que ayudaba a que no se le congelara la
parte inferior del cuerpo. El Stearman seguía ascendiendo. Cuando llegó a los 4000 metros,
Julio redujo la potencia del motor y comenzó a planear en forma descendente mientras la
corriente térmica más caliente seguía empujándolo hacia arriba. ¡Aquello era volar! Se
sintió el hijo de Dédalo. De pronto comprendió lo que le había dicho aquel piloto cuando era
niño. También comprendió lo que debía sentir un surfista intentando cabalgar una
Pororoca, la ola gigante del estuario del Amazonas.

La velocidad y la altura seguían aumentando y Julio sabía en la teoría lo que eso significaba:
podía estar llegando a un techo donde la corriente térmica perdiera su mágico poder. Bajó
las revoluciones del motor. Una fuerte ráfaga de viento lo tomó de flanco y sintió que perdía
el control del avión. Respiró una fuerte bocanada de oxígeno para asegurarse la lucidez,
pero tuvo el efecto contrario. Se sintió mareado y perdió tanto el conocimiento como el
control.

Durante varios segundos todo fue negro y sin ruidos. Era como un sueño en el que él sabía
lo que estaba pasando, pero no podía hacer nada, hasta que abrió los ojos y tomó conciencia
de que el peligro era inminente.

El Stearman caía en picada como una llave inglesa. Sabía que, a pesar de todo, con ese avión
podía recuperar altura, aceleró el motor y tiró con fuerza del timón para enderezarlo.

Julio, como los pilotos de guerra, no sintió que se caía, sino que la tierra se le venía encima.
El medidor de la velocidad había llegado al máximo, el avión seguía acelerando y el ruido
era ensordecedor. Se sintió aplastado contra el respaldo del asiento y volvió a perder el
conocimiento por breves segundos. Cuando estaba a unos 300 metros de altura logró
finalmente enderezar el avión con un rugido y lenguas de fuego saliendo por los escapes. Se
sintió tan aliviado que volvió a marearse. Las dosis de adrenalina habían sido demasiado
altas. De pronto recordó que el hijo de Dédalo era Ícaro y que se había estrellado por querer
llegar al sol, que le había derretido la cera con la que se había pegado plumas de aves para
emularlas. “Estuve demasiado cerca”, se retó a sí mismo.

Pasó un rato hasta que se recobró del susto, repasó cada uno de los instantes, hasta los más
malos y los disfrutó con inmenso placer, pero dado lo que consumían los siete cilindros
radiales del motor, decidió que debía hacer la fumigación en la chacra, o tendría que volver
al aeroclub a repostar combustible.

Miró hacia abajo para ver donde estaba y no reconoció los lugares que había visto cientos de
veces en las horas de su entrenamiento. Sacó el GPS de la campera y lo encendió. El aparato
pasó varios minutos buscando los satélites, pero no los encontró. Se elevó para orientarse
por la figura cuadriculada de la ciudad de Carlos Casares. Vio la torre del agua corriente y
siguió con la vista el bulevar de eucaliptos que continuaba de la Avenida San Martín hasta el
cementerio. La ciudad le pareció más chica que de costumbre. Extrañamente no se veían las
antenas de comunicaciones ni la de televisión. ¿Qué estaba pasando?

Bajó la altura, siguió la avenida con eucaliptus, luego el cuadrado del cementerio y un poco
más en el campo y luego de una curva, el cementerio judío con sus monumentos de mármol
y cemento. No había duda. Siguió con la vista por el camino real en dirección al Norte
esperando encontrar el Canal Mercante. No lo vio porque… ¡Tampoco estaba! Tampoco
había torres de alta tensión, ni ningún otro poste que llevara electricidad. Aunque el canal
no existía pudo reconocer el molino de viento pintado con los colores de Boca Juniors que
estaba en lo que había sido el campo de los Rouco. Lo reconoció porque lo recordaba de
haberlo visto muchísimas veces, pero sabía que a ese molino lo había arrastrado la
inundación de 1997. Cruzó en línea recta hasta su chacra. Pudo reconocer la entrada y la
casa. Sin embargo, los eucaliptus no superaban los 15 o 20 metros de altura.
El parque desde lo alto se veía distinto. Había un auto gris parado frente a la casa, pero no
era el suyo, sino el Chevrolet ’38 de su abuelo. A la casa se la veía flamante, el pino bajo el
cual dormía y jugaba cuando era niño estaba allí de nuevo, aunque en la realidad se había
secado hacía años. Julio se sintió mareado y confundido, pensó que estaba alucinando por el
efecto de la bajada en picada. Subió a los tres mil pies y ya no tuvo dudas que aquella era su
chacra sembrada de maíz.

Hizo varias pasadas haciendo sonar la bocina eléctrica como la de un Ford A, para que los
que estuvieran abajo se pusieran a resguardo del insecticida. Alguien desde abajo le hizo
señas con un pañuelo blanco girando en redondo, que significaba que podía empezar a
fumigar.

Bajó e inició la pulverización contra las isocas. No había duda alguna, los árboles no eran tan
altos, o así le parecieron, lo que le permitió volar más bajo, pero no se privó de hacer
ninguna de las piruetas en el aire que tanto le gustaban. El viento del sudoeste era fuerte
por lo que en los lotes que daban al sur debió pasar más veces de las calculadas hasta que el
insecticida se acabó. Faltaban los cuadros que daban al oeste, así que decidió aterrizar para
recargar el pulverizador del avión. Lo hizo en un potrero chico, sin sembrar, frente a la casa.
Hizo varias pasadas para espantar a los terneros. Eran Aberdeen Angus negros, pero ¿dónde
estaban sus terneros Shorthorn colorados y blancos? ¿Qué estaba pasando? ¿Se había vuelto
loco? Finalmente aterrizó. Sin parar el motor dio vuelta y acercó el avión a la tranquera.
Había un montón de gente esperándolo, que al principio no reconoció. Todos levantaban los
brazos saludándolo. Cuando se acercó no pudo creer lo que vio. Allí estaban sus abuelos y
sus padres. Se destacaba su madre cuando era joven y hermosa como la había visto en las
fotos, pero no la recordaba así. Su padre era más parecido a sus recuerdos. Su hermana, una
niña de apenas tres años, en brazos de su madre. Sin embargo, lo más impactante fue
reconocerse a sí mismo con ocho años de la mano de su adorado abuelo Pepe.

Julio no detuvo el motor del avión. Tuvo el dejá vu fuera de su cuerpo de ahora. Eso lo había
vivido, pero del otro lado. Creyó haberse vuelto loco. Se puso a llorar desconsoladamente.
Las antiparras se le empañaban por las lágrimas. Aquello no podía ser, era imposible. Tal
vez, en realidad hubiera muerto, y estaba en el cielo o recordando partes de su vida. Tal vez
su alma se hubiera desprendido del cuerpo y hubiera encarnado en el piloto que él conoció
de chico. Allí cayó en la cuenta que esa escena ya la había vivido desde los ojos de Julito
niño.

¡Dios santo, ahora, “el piloto” era él!

No podía sacarse las antiparras para que no lo vieran llorar desconsoladamente. Hubiera
deseado saltar del cockpit y lanzarse en los brazos de sus padres y de sus abuelos, pero
¿cómo iba a explicárselos? ¿Qué pensarían si decía “soy ese mismo que está allí con ustedes,
pero con cincuenta y nueve años”? Se dio cuenta que él era, en su presente, tan viejo como
su abuelo en esa época. ¿Dónde había quedado su presente?

Paró el motor. Sin hablar se bajó del avión y puso las cuñas de maderas en las ruedas. Su
abuelo lo sostenía a Julito de los hombros para que no fuera corriendo y se abalanzara sobre
el avión que guardaba una enorme cantidad de peligros, como los escapes calientes por las
llamas que escupían o los goteos del insecticida desde el viejísimo fumigador, las aspas de la
hélice que todavía giraba lentamente.
El abuelo Pepe, luego de saludarlo, le ofreció el insecticida de un tanque metálico en el que
se leía la fatídica sigla “DDT”. Julio sin sacarse las antiparras le dijo al abuelo.

—Don Pepe, no use más esa porquería porque los va a matar a todos ustedes en lugar de a
los bichos. Créame, sé muy bien lo que le dijo. El DDT va a estar prohibido muy pronto.

—Entonces ¿Usted que usa? — Preguntó el abuelo curioso. Julio no le contestó y llenó los
tanques del avión con el insecticida que él transportaba en envases de plástico, pero que
nunca se los mostró. ¿Cómo podría explicar lo de un envase de plástico?

Cuando terminó se vio a sí mismo, pero con 8 años recién cumplidos.

—Julito, vení para acá— lo llamó al niño por su nombre. En realidad, se llamó a sí mismo
como recordaba que lo había hecho “aquel piloto”.

Sorprendido, el niño corrió a donde estaba Julio. Lo tomó en brazos. Julio se dio cuenta lo
flaco que era y lo poco que pesaba. Con poco esfuerzo lo subió al cockpit y le mostró los
controles. Se aseguró de que el avión siguiera frenado con las cuñas de madera en las
ruedas. Entonces le dijo a ese niño, que él había sido, que tirara del manillar de arranque.
Julito la jaló con debilidad y temor. El motor corcoveó y tosió como para ponerse en marcha.
El niño se asustó y la soltó. Julio se rio y le dijo:

—¡Dale Julito, vos podés, ayúdame, ponerlo en marcha!

Hizo una pausa y le dijo:

—Oíme bien y atendé muy bien lo que te digo. Cuando seas grande tenés que tener un avión
como este… Es mejor que ser un pájaro… ¡Te lo juro! ¡Tiene que ser como este! Acordate
para cuando seas grande. Un Stearman 17B”.

Julito, emocionado y confundido volvió a tirar del manillar e intentó otro arranque sin
resultados. Julio le insistió

—Dale hasta que arranque. Es como el caballo del abuelo, si no siente que vos lo dominás,
no te va a obedecer.

Julito miró fijamente al manillar y tiró con fuerza. Se oyeron varias explosiones y finalmente
el rugido de los siete cilindros del Continental R-670-5. La hélice comenzó a girar. El niño
estaba asombrado de lo que había logrado. Julio lo bajó del cockpit y lo llevó con su abuelo
nuevamente. No podía evitar mirar a sus padres, a su hermana y a sus abuelos.

De pronto Tarzán, el perro ovejero alemán al que él, de chico, consideraba como propio,
generalmente huraño, celoso y de mal carácter, se le acercó moviendo la cola. Se levantó en
dos patas y se apoyó en su pecho mientras le tiraba lengüetazos a la cara, gemía
agudamente y movía la cola con fuerza. Aquellos detalles no los recordaba. No habrían sido
importantes para él en aquellos momentos.

Dos pasos más atrás llegó el Buqui, un perro mestizo blanco que sonreía mostrando los
dientes únicamente cuando se lo pedía dos personas en el mundo: su padre y él. El Buqui se
deshacía moviendo la cola mocha y le mostro los dientes en su forma de sonrisa bizarra un
par de veces. Su padre y su abuela miraban la escena con asombro.

No se olvidó de sacarse la campera de cuero y dirigiéndose al Julito chico, le dijo:


—Te la dejo, porque hoy hace mucho calor para andar con esta campera, tampoco creo que
vuelva a volar tan alto. Guárdala hasta que nos volvamos a ver. Eso sí, úsala cuando sepas
que llegó el día en que estés realmente listo para volar en serio.

Don Pepe le preguntó al piloto cuánto costaba el servicio de fumigado, Julio no recordaba
cuáles eran los valores de 1960, por lo que le dijo que no sabía, que eso lo arreglara con el
aeroclub, que esa fumigada lo había hecho por placer de volar y no como parte del trabajo
habitual.

Su padre sacó las cuñas de madera a las ruedas y se los alcanzó. Su madre lo miraba
fijamente sin decir una palabra. Los dos perros lo seguían moviendo las colas y gimiendo
agudamente. Su abuela también lo miraba fijo como queriendo escrutarle los ojos detrás de
las antiparras que nunca se había quitado. Julio pensó en detener el avión, bajar y decirles a
todos quién era y de donde venía.

Volvió a ver que el GPS seguía buscando los satélites que todavía no habían sido puestos en
órbita. Aceleró el motor y el avión se movió un poco hacia el campo, mientras seguía viendo
a su madre y su abuela que lo miraban fijamente, como intuyendo algo demasiado extraño.
Probó el timón y los flaps. Aceleró y todos sintieron el vendaval de viento y polvo avión que
salía al campo para remontar vuelo en menos de cien metros. A lo lejos pudo ver a Julito
poniéndose la campera que le quedaba gigante y el grupo que se volvía a poner bajo techo
para evitar ser rociados con el insecticida. Terminó la fumigada. La anunció con la bocina
ronca. Dio vueltas hasta encontrar la térmica para que lo volviera a subir. La encontró y
ascendió. Se sintió un pájaro, el más afortunado y libre de todos los pájaros subiendo a toda
velocidad en una térmica, ya vería cómo podría bajar, ahora lo único que deseaba era volver
a dejarse llevar. Hizo un ocho con una vuelta completa, como si se deslizara en una cinta de
Moebius.

~ o ~

Esa noche del martes 22 de noviembre de 1960, Julito no se podía dormir pensando en el
avión Stearman PT-17B que se compraría cuando fuera grande. La noche del miércoles 23
de noviembre no se durmió pensando en lo poco que faltaba para armar el pino de Navidad.

~ o ~

En la edición del 24 de noviembre de 2012 del periódico “El Oeste” de Carlos Casares tituló
en su primera plana “Sigue sin aparecer el avión de Julio Barbagallo que se perdió el jueves
con su piloto”.

El perro

La separación para Roberto fue tan dolorosa como para cualquier varón que pasa por ese
trance, aunque lo niegue cuidando el machismo. Tuvo como agregado su carácter débil y
falsamente conciliador que lo llevó a entregarle la casa familiar a su mujer y a sus hijos, sin
reclamar su parte, pero sintiendo que no lo hacía por bondad, sino para tener que saber de
ellos lo menos posible en su borroso futuro. La casa familiar la había adquirido con su único
trabajo como ingeniero electricista empleado de la empresa distribuidora de electricidad.
Su ex esposa había aportado las tareas domésticas y el cuidado de los hijos con desgano y
una tan inexplicable como eterna flojera, sin entrar a particularizar su indeleble malhumor.

Ni su mujer ni sus tres hijos siquiera simularon un gesto de preocupación, o, aunque más no
fuera una pregunta, para saber cuál podría llegar a ser el nuevo domicilio de aquel hombre,
que, de todas formas, seguía siendo el sostén de la familia pese al quiebre y al alejamiento.
Roberto no había sido un buen padre, tampoco un buen marido, ni siquiera una buena
persona. No porque hubiese sido infiel, pero tampoco había sido un amante dedicado, o un
esposo y padre cariñoso. Simplemente era indiferente con los suyos. No tenía amigos que se
fueran a preocupar por él, de allí en adelante. Roberto, simplemente, nunca había sido un
tipo que cultivara amistades más profundas que un comentario de fútbol, el trasero de la
empleada nueva o los consabidos rezongos por los descuentos a fin de mes.

Hubiera sido ilógico que sus hijos hubieran aprendido cosas buenas de él, tanto como que
su mujer lo amara o que algún amigo le echara una mano en circunstancias tan adversas. Su
familia actuaba como sabía y podía. Nadie les había enseñado a ser generosos y a
preocuparse por los demás, lo que no podía aparecer ahora en sus almas por el dudoso
milagro de la generación espontánea.

Su ida de la casa familiar fue sin ayuda, despedidas, llantos ni promesas. Todo lo hizo a solas
cuando su mujer y los chicos estaban fuera del hogar. Adivinó que sus hijos lo espiaban
desde la oscuridad cuando él embalaba lo poquísimo que se llevaría. También presintió el
gesto de satisfacción y alivio de su mujer cuando se fue. Ni bien las valijas estuvieron en la
vereda, la puerta de entrada de su casa se cerró desde adentro con sonido a cerradura que
se asegura con doble vuelta. Aquel destrato no fue por causa del viento ni por la casualidad
sino por ese odio único que surge entre los que alguna vez se amaron, que es el más
dispuesto para separar a una pareja. La puerta golpeando su marco y el ampuloso cierre del
cerrojo fueron los últimos sonidos que se llevó de la casa familiar. Roberto no esperaba
llantos ni escenificaciones de simulada pena. Recibió un magro vuelto de lo que había dado
y era consciente de ello. Para empeorar la situación no tenía ningún arrepentimiento por no
haber sido un buen padre de familia o un marido cuidadoso. Simplemente eran virtudes a
las que él no les daba el mismo valor que el resto de la sociedad.

Cuando alguien de la clase media se desbarranca por cualquier circunstancia, pasa a ser
redondamente pobre. Es difícil acostumbrarse al nuevo estado que, para la absoluta
mayoría de la gente, es tan cotidiano que ni siquiera lo notan, en cambio para Roberto fue
muy doloroso. Con los últimos ascensos con que lo habían premiado en la distribuidora de
electricidad estatal SEGBA por su buen desempeño, Roberto se convenció que había logrado
por fin asir a Dios de la barba. Supuso que, mediante cualquier mínimo tirón, Dios haría lo
que él deseaba que hiciese, ni más ni menos. Sin embargo, Dios tiene una enorme
experiencia en sacarse las molestias de entre sus barbas, de su vista y de la existencia
misma. Sin penas, miramientos ni excepciones, por beatas que hayan sido sus existencias,
sabe cómo hacerles morder el polvo y terminar confundidas con él en el caos de los tiempos.

Roberto alquiló un departamento en el centro de La plata, cerca de su trabajo. Para darle


aspecto de hogar, pasó por una de las compraventas cercanas a la estación del ferrocarril y
por unos pesos se llevó unos cuadros alargados que mostraban a unos ciervos al borde de
lacónicos lagos planchados, pintados con óleo sobre terciopelos rojos y negros. Cuando
colgaba los cuadros, incrustó un clavo en la pared. Se alejó de la pared y dijo dirigiéndose al
clavo: “¡Pensar que vos dejaste de ser mío!”.

A las pocas semanas no aguantaba los olores de los guisados de otros, los humos intrusos de
churrascos cocinados a las apuradas, los gritos de otras costumbres y rabietas que le eran
ajenas. Tampoco soportaba la combinación de televisores, radios y fonolas, con niños
subiendo y bajando como fantasmas por palieres siempre a oscuras o iluminados
lúgubremente con un foquito de 25 vatios que por lo general parpadeaban de puro débiles.
Los gritos de Pipo Mancera atronando desde el televisor del vecino los sábados a la tarde, lo
torturaban hasta lo indecible, recordándole que su mujer lo hacía callar la boca para
escuchar con atención lo que decía el pequeño conductor.

Un sábado por la mañana salió de consultas por las inmobiliarias para comprarse una casa.
Los martilleros le sonreían hasta que él les decía cuál era su presupuesto. Así lo fueron
corriendo de a poco. El Norte, fuera de dónde fuese, quedaba descartado. Descubrió de esa
forma que, hasta los barrios carenciados tenían lugares privilegiados que coincidían
indefectiblemente con el Norte, con la parada de colectivos, o la cercanía al pavimento.
Existían también los otros, los menos ambicionados que estaban desguarecidos o miraban
francamente al Sur. Tal vez una atracción como la de las brújulas, o algún estigma de lejanas
migraciones desde el hemisferio de arriba hacia el de abajo, impulsaba a las personas que
siempre quisieran ir hacia el Norte o hacia el Este, como si así pudieran estar más cerca y
más identificados con el lugar desde donde hubieran llegado, o de la ya lejana Europa de sus
mayores. Esos dos puntos cardinales, relativos a cada ciudad o barriada escapaban, por
mucho, a más del doble de sus modestos ahorros.

El Sur y el Oeste, en cambio, parecían reservados para los originarios de estas tierras.
Siempre, indefectiblemente, eran menos desarrollados, con calles olvidadas de barro
arcilloso y poca iluminación. Los pavimentos, el gas y el agua corriente siempre eran
promesas de los políticos una semana antes de las elecciones. El Sur, fuere de donde fuese,
era más accesible, con lugares más amplios y soleados, vecinos de piel más oscura y pelo
duro y crespo. Los hombres apenas llegarían a la altura del hombro de los del Norte, y a las
mujeres se les abultaban las caderas apenas parido el primer hijo. El Sur estaba habitado
por gente a la que le faltaban dientes y muelas, pero que tenían sonrisas más amplias y
francas. Las manos tendidas en señal de bienvenida, aunque con una amabilidad recelosa
hasta entrar en confianza.

Roberto, luego de mucho andar, compró una casita vieja, en los confines de Villa Elvira y
enfrente del Barrio El Carmen. Alguna vez tuvo buenos revoques, pero que hoy dejaba ver
su esqueleto de ladrillos y mortero de cal y conchilla. Era una de las pocas en esa cuadra.
Tenía el terreno delimitado por alambre artístico revirado de puro viejo. Al frente había un
jardín abandonado con malvones largos y flacos de hojas y los geranios entreverados con
ardorosas plantas de ruda. En el fondo, en cambio, la albahaca y la hierba buena habían
decidido volver a la libertad, así que, saltando canteros, volvieron a ser yuyos
intercambiando aromas cuando soplaba el viento del Norte. La casa estaba al centro de un
lote largo y angosto, surgido de la idea de urbanizadores mezquinos y especuladores de la
necesidad inmobiliaria ajena. La casa ocultaba su fealdad y la vejez, escondida detrás de una
santarrita y un jazmín de leche. Por lo menos la hojarasca le ahorraría el disgusto de tener
que pintar el frente.

Roberto viviría en un harapo alejado del Barrio Sur, obviamente al Sur de La Plata,
marcándoles el Norte a los campos poco fértiles del Sur, con sus suelos de greda y conchilla.
A los lados había pocos vecinos y frente a su casa solo había campo y un horizonte crispado
de penachos de montes de eucaliptos bastante lejanos interrumpidos por las siluetas
inconfundibles de algunos molinos de viento. No había otra orilla más bordona que aquella
donde él había ido a parar con su suerte.

Vivir en el Sur tenía una ventaja: Roberto, apenas salía al umbral de la casa, ya podía ver las
tormentas que llegaban ominosamente con los frentes fríos de mayo.

En la barriada había huellas de lo que alguna vez habrían sido calles y que los pastos
reclamaron para la pampa deprimida, justo antes que los humedales se conviertan en la
Selva Marginal sobre el río cercano. El abandono municipal y la obvia falta de tránsito
habían hecho que las cuadrículas fundacionales de cien por cien se fueran borrando y
volviendo a la caótica planicie de los bañados y las conchillares del Este. El paso del tiempo
había hecho girones al mapa optimista de aquella urbanización.

En las esquinas, simulando progreso, había postes de palmeras con las por aquel entonces
novedosas luces de mercurio. Los faroles estaban protegidos con entramados de alambres.
Probablemente el martillero, devenido en urbanista improvisado, habrá adivinado que por
allí habitarían vándalos que, con seguridad, harían puntería en tan maravilloso avance de la
civilización. De todas formas, las lámparas de mercurio de las esquinas, apenas brillaban
con una luz gris verdosa por las infinitas noches que iluminaron en vano, sirviendo
únicamente para el entretenimiento y carrusel de las polillas, mosquitos, chinches verdes y
cascarudos en los largos veranos del arrabal.

Roberto se mudó casi con lo puesto que tampoco era mucho. Compró una heladera Siam, la
de la manija con bolita, a la que multitud de manos habían abierto y cerrado. Era chiquita y
mal mantenida, pero enfriaba. El mobiliario consistió en una cama otomana con un colchón
de la lana un poco aplastado. Se prometió a si mismo que se encargaría personalmente de
cardarlo. La inversión más batallada fue en una buena almohada de espuma látex artificial.
La modestia en la que pasó a vivir Roberto fue el menos dañina de sus orgullos egoístas, ya
que se lastimaba solo a sí mismo en su frugalidad sobreactuada, aunque él estaba
convencido que aquella actitud era una puerta de oro a la sabiduría.

Una tarde, Roberto sacó de la que fuera su casa familiar, un par de juegos de sábanas de una
plaza con motivos de héroes de dibujos animados. Estaban desteñidas y zurcidas y por el
olor, se notaba que hacía años que no se usaban. De todas formas, aquel gesto le valió una
discusión a los gritos con su mujer y sus hijos, que defendían lo que consideraban suyo
como si Roberto se estuviera llevando un gobelino de seda lionesa del siglo 18. Sus hijos
reclamaban que las quería conservar con ellos pese a que ya no las usaran, pretextando que
les traían recuerdo de la infancia. Sus sueños, indudablemente, debían haber sido más
felices que el poco tiempo de vela que pasaban esperando a su padre. Roberto no se quedó
atrás y les dijo que aquellas sábanas era una paga ínfima por lo años de sacrificios que él
había hecho por ellos. La lógica y la razón se aburrieron de tanto griterío cruzado, así que
abandonaron a su suerte a ambas partes en pugna.

Días después, en la tienda de la Ruta 11, en la intersección con la Calle 90 compró un par de
frazadas a pagar en seis veces. Toda la garantía fue la de dar la dirección de su nuevo
domicilio y un apretón de manos. Los créditos en su nuevo barrio, se concedían así y se
respetaban más por la conveniencia que por el honor. Roberto, poco acostumbrado a esta
clase de tratos, lo respetó celosamente por el pudor que le producía que le fueran a golpear
la puerta de su casa para cobrarle, porque en realidad la obligación moral de cumplir con lo
pactado nunca hizo nido en su cabeza, en cambio el pudor, sí.

La cama, pero en especial la almohada, eran importantes para Roberto. Dormía todo lo que
le diera el cuerpo porque las pesadillas no se diferenciaban en mucho de su vida cuando
estaba despierto.

La calefacción en aquella casa del Sur era el simple hecho de encender el horno y abrir la
tapa de la cocina marca Orbis celeste y negra con patas. No mucho tiempo, porque los tubos
de gas no duraban nada y eran un gasto que se sentía muy duramente.

Un empleado de Roberto le ofreció una mesa y dos sillas que ya no le servían, con asientos
de paja desvencijados y pinchudos, con el cargo incierto de que alguna vez debería
devolvérselas. El almohadón para el asiento de una de las dos sillas fue la sección de los
avisos clasificados de un domingo cualquiera y un papel blanco para que la tinta no se
trasladara a los fundillos. A la otra silla no la volvió a usar nadie. Ni siquiera el empleado de
Gas del Estado que le traía los tubos y era la persona con la que Roberto más conversaba,
aunque más no sea una vez al mes y mates de por medio.

Aquellos muebles serían su comedor y su escritorio. Allí convivirían sus comidas frugales
con sus amados libros por los que los hijos, lógicamente, no le discutieron la pertenencia. Su
mujer, en cambio, le dijo a gritos, como era su costumbre, que le sacara toda esa basura
cuanto antes o que, en su defecto, simplemente los tiraría a la calle. Así fue como Borges,
Galeano, José Hernández, Benedetti, Julio Verne, Isaac Asimov, Osvaldo Bayer, Julio
Cortázar, Bioy Casares, la Ocampo, Jauretche, Marechal, Lugones, Oesterheld, Tomás Eloy
Martínez, Isidoro Blaisten, Miguel Unamuno, Alejandro Dumas, Ralph Emerson, Gabriel
García Márquez, Chesterton, y un joven llamado Fontanarrosa compartieron el apelativo de
basura. De todas formas, allá se mudaron con Roberto, todos ellos, apiñados dentro de tres
bolsas de arpillera en la caja de un Rastrojero ’57, azul y ocre, de la empresa SEGBA, que
había logrado distraer de sus tareas oficiales por algo menos de un par de horas.

Roberto les habló a las bolsas con libros como si les pidiera perdón: “Muchos de ustedes ya
han sufrido alguna la infamante categorización de “basura” sobre sus obras, pero apuesto
que por un ama de casa en pleno divorcio... ¡Jamás!”

Al tratar de acomodar uno de los libros encuadernado en rústica, para bajarlos de la


camioneta, uno de ellos se terminó cayendo al suelo y quedó abierto de par en par. Sus hojas
eran como una isoca: un par de alas amarillentas abiertas de par en par sobre el barro.
Roberto lo levantó y leyó una frase que alguien, tal vez él mismo, había subrayado: “El
hombre en soledad es una bestia, o un dios”. Cerró el libro con cuidado y miró quién era el
autor. Era una recopilación de escritos de Aristóteles. Su boca y su mentón se deformaron
en un interrogante. ¿Cuál de esos dos destinos posible sería el suyo?

~ o ~
Un pragmático vidrio remplazaba al mantel en la mesa. Abajo estaban las fotos de sus hijos
y su mujer. Muchas veces Roberto se sorprendía a sí mismo pasando la yema de los dedos
por el vidrio, añorando la piel cálida de aquellos seres que pese a ellos mismos él, a su
manera, todavía amaba y aun así lo habían olvidado en aquel arrabal austral. Algunas
lágrimas rodaron cara abajo cuando se culpó a sí mismo por no haber acariciado más la piel
de los verdaderos, en lugar de acariciar a aquellos fósiles a través de un vidrio y una foto.

~ o ~

Un día, a principios de otoño, cuando se bajó de un colectivo Bedford de la línea 20, a unas
diez cuadras de su casa, pasó por la vereda un bazar cuyo frente daba a la Ruta 11. En su
bolsillo derecho llevaba menos de la mitad de su sueldo. La mayor parte había quedad en el
bolso de su mujer, que le había puesto en dudas que aquello fuera el sesenta por ciento de
su salario que habían acordado de palabra. En la vidriera del tendejón, abarrotada de
floreros de cerámica, jarras pingüino y veladores con imágenes de locomotoras humeantes
móviles, vio una radio portátil Hitachi. Era de un modelo bastante antiguo, tenía un estuche
de cuero negro y una fundita para el auricular. Preguntó el precio. Pidió rebaja y se la
dieron. Decidió premiarse de esa forma por su cansancio, el hastío y la soledad. Ese aparato
sería su “matapenas”. La tendera le advirtió que las baterías no estaban incluidas. Juntó
algunas monedas más y compró cuatro pilas nuevas, de las comunes de carbón, porque no le
alcanzaba para más, o al día siguiente tendría que ir a trabajar a pie. La dueña del bazar le
dijo, mientras le guiñaba un ojo, que no se preocupara ya que esa radio japonesa era
maravillosa, y que consumía muy pocas pilas y que con seguridad le irían a durar
muchísimo tiempo.

Al mes siguiente, entrando el invierno y yéndose la luz del día, en el colmo del esfuerzo,
Roberto compró una lámpara de escritorio con brazo articulado. Era usada y no tenía el
enchufe. El ingeniero no soportaba la luz de las lamparitas peladas colgada del cielo raso.

Al día siguiente, como era el último en irse de la oficina, hurtó de su lugar de trabajo una
lámpara azul, luz día, casi sin uso. Ya en su casa reemplazó el enchufe por el extremo de los
cables prolijamente trenzados. No se podía dar el lujo de comprar un tomacorriente, y total,
eso iba a quedar allí para siempre sin moverse.

La radio pasó a estar prendida casi siempre. Era compañía, información, entretenimiento e
invitación al sueño. Cuando salía para el trabajo la dejaba a todo volumen para que
pensaran que había alguien en la casa. Roberto se ilusionaba con que algún caco, bastante
tonto y poco advertido, pudiera robarle algo de la nada en que vivía. Era un tic que le había
quedado de cuando era parte activa de la clase media. Nunca había entendido que los
ladrones tienen sentido práctico y que robaban donde había algo que robar.

Por las noches, en medio del silencio, cuando solamente escuchaba los persistentes
acufenos en sus oídos, trataba de sintonizar el relato de cualquier partido de fútbol. No
importaba si era argentino o uruguayo. Le daba lo mismo cualquiera, mientras fuesen en
castellano. Los relatores le daban clima de fiesta a la transmisión. Parecían eventos
importantes a los que Roberto se sentía invitado. Hablaban para él. Imaginaba las luces de
los estadios con las tribunas llenas de algarabía. A él se le daba siempre por hinchar por el
que estaba más abajo en la tabla de posiciones, por lo que no eran pocas las frustraciones al
final de cada partido perdido por quien fuese. Alguna vez había dicho de sí mismo que era
hincha de Huracán. En el boliche cercano a la ruta donde solía cenar los viernes y los
sábados, había un televisor blanco y negro. Sin embargo, no le gustaba ver los partidos
televisados por canal 7, ya que allí se notaba claramente la terrible verdad: tribunas vacías,
estadios mal iluminados, partidos aburridos y sin motivación. En cambio, los relatores
radiales le daban eterna emoción de presagio de gol casi inminente, aunque en realidad los
jugadores estuvieran jugando a los toques y pelotazos aéreos en el círculo central.

Cuando terminaba el partido escuchaba los comentarios y las explicaciones de lo obvio y


evidente, que al día siguiente repetiría metódicamente para tener algún tema del que hablar
con los compañeros de “la usina” de Avenida 44 y 4.

~ o ~

Los días pasaban, o en realidad las noches, porque eran pocas las veces que Roberto podía
ver su casa a la luz del sol. Algún domingo, cortando los yuyos con una cuchilla con
cualquier carrera automovilística o un partido relatado como sonido de fondo. Su gran lujo,
remanente de épocas mejores era comprar dos diarios los domingos.

Se fue acostumbrando a los ruidos suburbanos, a no visitar a nadie ni a ser visitado más que
por el distribuidor del gas o el cartero que perpetuamente le traía las malas noticias de las
cuentas a pagar. Para su infortunio, la compañía de electricidad para la que trabajaba, le
descontaba la mitad de la factura solo en una casa. Debía optar por la de su familia o donde
él vivía. Hizo los cálculos como buen ingeniero: le convenía que el descuento fuera en la casa
de su familia porque allí nadie apagaba las luces. A él con su luz azul le alcanzaba. La ropa la
lavaba a mano cada noche antes de cenar una sopa y la radio era a pilas. “¡Cuánto duran las
pilas!” se alegró.

Antes de una elección municipal le anunciaron, con un papelito debajo de la puerta, que el
recolector de residuos pasaría por aquella calle frente a la nada, los días miércoles en el
incierto horario de 18 a 22 horas. Roberto lo pegó con cinta adhesiva a la heladera porque
no debía olvidarse de ese fausto semanal.

~ o ~

Ni bien se insinuaba el verano o hacía un poco de calor, los zorzales insistían en despertarlo
demasiado temprano. Los domingos, apenas caía el sol, las peleas de los gorriones se
repetían monótonamente. Otras veces, luego de alguna lluvia se oía el gorgoteo del agua
corriendo por la zanja que cruzaba frente a su casa como una vena partida al medio. Los
sapos pulsaban su cuerda más aguda. Nadie más hacía ruido. A veces cuando soplaba el
pampero, se oían los mugidos apagados de las vacas de un tambo bastante alejado y la ronca
y rabiosa respuesta del toro que las reclamaba para sí. Aquel contrapunto le causaba risas a
Roberto recordando los griteríos con su mujer.

Roberto aprendió a soportar los inviernos que venían de frente por el Sur. Plegaba
cuidadosamente burletes de papel de diario para que no se le colara el viento pampa por su
ventana cuyas maderas se encogían ante la arremetida del frío. Las páginas de El Día eran
mejores que las de Clarín porque el tamaño sábana se adaptaba mejor, pero el papel se
degradaba y amarilleaba más rápido.

En los pocos y raros momentos en que se sentía bien, o no había fútbol disponible,
sintonizaba programas de tango y se ponía a escribir: poemas para sus hijos, de los que ellos
se burlarían con risotadas y muecas en su ausencia; cartas a su mujer, contando el dolor del
alejamiento, la nostalgia de tiempos mejores, que nunca se animaba a completar y mucho
menos a enviar; cuentos que no sabía cómo desenlazar. Roberto, en aquellas noches sin
fútbol miraba al reloj muchas veces, sin razón ni demasiadas esperanzas, con la sensación
de vacío que sienten las personas cuyo tiempo no vale. Los miércoles esperaba a los
recolectores de basura que pasaban en un camioncito Desoto viejo y desvencijado. Les
convidaba con mate a los dos recolectores y al camionero que lo agradecían de corazón. Le
pedían permiso para ir al baño o para cargar agua de pozo que estaba más fresca y tenía
mejor sabor. Las charlas eran sobre el estado de las calles y la eterna falta de presupuesto
para mantener los camiones municipales, amén, de lo mentirosos que eran el intendente y
todos sus concejales.

A veces, para concentrarse, bajaba el volumen de la radio. Era entonces cuando empezó a
prestar atención al ladrido de un perro. Sonaba a perro grande. También sonaba a perro
atado, ya que los ladridos graves se escuchaban sin interrupción. Era sonido a barrio, orilla
y letra de tango.

Aunque Villa Elvira queda en el Sur de La Plata, la ciudad que para los porteños está más
lejos que la propia Ushuaia, no por ello dejaba de ser un Sur orillero de campos que Buenos
Aires, por aquel entonces ya no tenía. Sin paredones, pero con alambrados, sin Riachuelo,
pero con arroyos que terminaban en el río, con manzanas baldías y solas, con mojones
perdidos entre los pastizales marcando terrenos que nadie quería, y faroles que se
empeñaban en iluminar inútilmente la nada misma que era el arrabal.

En una mañana, de un domingo de primavera, Roberto salió a caminar por el barrio. No eran
muchas las casas por donde podía pasar. Quería saber dónde estaba el perro atado que
chumbaba por las noches. Caminó, recorrió y espió detrás de las tullas, los alambrados y
algunos paredones bajos de bloques de conchilla. Encontró algunos perros en su paseo.
Todos eran cuzcos de poco porte y con gola demasiado fina para aquellos graves ladridos
nocturnos. Cuando pasó por el taller le preguntó por ese perro misterioso al mecánico de la
vuelta de su casa. Vaya a saber por qué, a todos los mecánicos les gustan los perros y saben
de ellos. El mecánico le dijo que él también hacía un tiempo que él también había empezado
a oírlo, pero no sabía ni de quién era, ni dónde podría estar.

Al anochecer, cuando los pájaros se guardaban a recolección, se oía el rezongo lejano e


ininterrumpido del perro. Noche tras noche, los ladridos que venían de alguna parte y de
ninguna, se repetían hasta que Roberto dejaba de oírlos vencido por el sueño y el cansancio.
Los gruñidos en la noche aumentaban la sensación de soledad frente al abismo de aquel
confín que bordeaba la llanura deprimida cercana al río. Los ladridos acompañaban bien a
los tangos de la radio y a su vez se perdían ante los gritos falsamente emotivos de José María
Muñoz y los relatores deportivos.

Roberto pensó varias veces en que él debería tener su propio perro que cuidara de la casa y
de él, pero desistió de la idea porque si, apenas podía con su alma que envejecía más rápido
que lo normal por sus culpas, nostalgias y tristezas, cómo haría para cargar con la
responsabilidad de otra vida inocente a la que arruinaría como derruyó la de sus hijos.
Pensó en uno de esos perros callejeros, mestizos, inteligentes de puro pícaros y por la
fuerza que les da la supervivencia cotidiana. No tenía necesidad de tenerlo atado ni
encerrado como al pobre ladrador nocturno, pero entonces no sería su perro, sino que sería
un perro que conviviría con él. Los perros son animales hábiles para tener amos a los que
esclavizan, lógicamente sin remordimientos. Él tendría la obligación de darle alimentos,
como cuando les pasaba la mensualidad a sus hijos, que en realidad dilapidaba su ex mujer
tratando inútilmente de parecer joven y bella. Decidió que estaba suficientemente protegido
con aquel desconocido guardián nocturno que sonaba severamente disuasivo. Empezó a
sentir que aquel mastín era cada vez más cercano a su existencia.

Una tarde de verano, cuando el sol se derribaba en la cuna del horizonte, agotado por su
propio calor, la intriga por conocer al perro lucharniego lo llevó a hablar con una vecina
gorda y con dentadura de tiburón, a la que apenas conocía y saludaba con un inentendible
“chau” porque no le quedaba otra salida. La mujer tenía los labios con las comisuras hacia
abajo que la hacían parecer perpetuamente enojada con la vida.

Roberto le preguntó con timidez y cuidado si ella sabía del perro misterioso. La vecina
señaló al Oeste y le dijo, con voz extrañamente aguda y gangosa para un garguero tan
grueso, que era de ahí nomás, de la otra cuadra, agregando de su coleto que era un perro
bravo y mañero. Roberto caminó hacia el poniente que relumbraba de rojo en el horizonte
pasando al azul oscuro sobre su cabeza, dejando frente a sus ojos una franja de melancólico
violeta. No encontró lo que buscaba. En los contrastes cárdenos del anochecer solo había
unos chicos jugando con una pelota de trapos. Les preguntó si sabían algo del perro que
ladraba por la noche.

Pararon el juego. Tenían las rodillas blancas del polvo de conchilla del suelo del potrero que
hacía de cancha. Se le acercaron para atrever posibilidades. Lo atribuyeron a cinco o seis
nombres que Roberto desconocía. Aquellos que no habían aportado el nombre citado, lo
refutaban con mil argumentos, burlas entre ellos y gritos para taparse entre sí o lanzarse
cascotes de conchilla en medio de risas divertidas. En definitiva, todos lo habían oído alguna
vez, pero ninguno sabía nada del animal. El sol cayó definitivamente por ese día y la
oscuridad se hizo dueña del suburbio al Sur, tragándose primero a los niños y luego a
Roberto que volvía descorazonado a su casa.

Aquella noche el perro comenzó a ladrar ininterrumpidamente. Parecía la banda de sonido


de una película, donde los perros no le dan respiro a sus ladridos y los pájaros pían y trinan
sin un instante de silencio. Al llegar a las últimas casas de la urbanización, el sonido parecía
venir del Norte. Giró a la derecha en una esquina que era el vértice con el campo y siguió
caminando. El ladrido parecía estar siempre a la misma distancia. En cada calle que doblaba,
sentía que lo estaba dejando atrás, pero no se perdía nunca.

Caminando casi a tientas se encontró con una pequeña despensa que extrañamente no
conocía. La iluminaban un tubo de luz fluorescente al que las moscas se habían empeñado
en volver asquerosamente pecoso.

Temiendo que lo tomaran por loco, Roberto preguntó por ese perro tan particular. El
almacenero guardó silencio cayendo en la cuenta que él también lo oía sin prestarle
atención y le dijo que casi con seguridad, era el perro de una casita que estaba en el medio
del loteo, ya en pleno campo, en dirección al Suroeste, allá por las calles 3 y la 85.

Roberto volvió sobre sus pasos y cruzó la orilla. Las calles se hicieron pastizales y en las
esquinas había faroles enlozados, verdes por afuera y blancos por dentro, con lámparas
incandescentes comunes. En el cielo se veían muchas más estrellas que en la ciudad y la
luna era una tímida línea amarilla que asomaba en el horizonte.

A pesar de haber caminado varias cuadras que nunca fueron otra cosa que campo
amojonado, no se veía casa alguna y al perro se lo oía ladrar siempre a la misma distancia,
pudiendo estar en cualquier dirección. Cada tanto se veía pasar un colectivo, muy a lo lejos
por Ruta 11 trayendo y llevando jadeos de gasoil que enfatizaban el silencio de la noche. No
había siquiera brisa, sin embargo, los faroles de cada esquina, inexplicablemente, se movían
con lentitud chirriando metales. Decidió volver a su casa cortando camino. Luego de
tropezar un par de veces, descubrió que en la oscuridad el campo no es tan liso como
suponía. De pronto un sonido de ramas rotas y una sombra a un costado lo espantaron. Se
quedó paralizado. Allí, a metros de él había alguien encubierto en las sombras. El farol de
una de las esquinas osciló, vaya a saber por qué, y una luz tenue le mostró apenas la silueta
de un caballo viejo que pastaba pacíficamente. Repuesto del susto justificado volvió a
prestar atención a los ladridos lejanos a los que seguía sin poder determinar de dónde
venían. Ya de vuelta en su casa, resignado, sudoroso e intrigado levantó el volumen de la
radio para oír algún programa de tangos y olvidarse del misterioso perro, que la curiosidad
lo empujaba a conocerlo porque no sabía nada de ese misterioso animal.

Escuchaba las letras con cuidado, se identificaba con lo que decían o tal vez reconocía que
su circunstancia no difería en absoluto de lo que los versos se quejaban con música. Cambió
la sintonía para escuchar la voz de Eladia Blázquez que terminaba con la última estrofa de
Corazón al Sur:

“La geografía de mi barrio llevo en mí, / será por eso que del todo no me fui: / la esquina, el
almacén, el piberío... / lo reconozco... son algo mío... / Ahora sé que la distancia no es real / y
me descubro en ese punto cardinal, / volviendo a la niñez desde la luz / teniendo siempre el
corazón mirando al Sur…

A pesar del tiempo que seguía pasando con su andar indiferente, el perro seguía ladrando a
esa distancia indeterminable, dando el necesario fondo de soledad y margen caído del mapa
al momento. A Roberto le pareció que realmente ambos sonidos se complementaban muy
bien con su exasperante soledad. Se negaba a ser bestia, pero le era muy difícil aspirar
siquiera a ser dios, cuando no podía determinar de dónde venía la existencia de algo que se
le negaba a la vista.

Mes a mes y año a año, Roberto terminó convencido que vivía atrapado en una metáfora, o
cuanto menos que su realidad era el estereotipo de un tango quejumbroso. Añoraba amores
y tiempos idos. Miraba a la purretada con tanto cariño como con envidia y nostalgia de lo
que él no había sido capaz de querer.

En el barrio, lo único que creció hacia el Sur fue un potrero con dos arcos de palos.

Roberto se encargó de darle las medidas reglamentarias a la canchita, el área chica y los
arcos hechos de palos y alambres. La purretada lo respetaba porque sabían que era
ingeniero y sabía mucho de electricidad, así que confiaban en las medidas y distancias
determinadas por Roberto sin entender muy bien la relación de una cosa con la otra.

Los pibes hacían goles de verdad con una pelota de cuero gastada, inflada con exactamente
el mismo aire con el que festejaban los goles. Un número cinco de Fulvence, de la que se
distinguí solo la “F”, llena de moretones de mil penales y cicatrices de pases y pisadas sobre
la tierra y la conchilla. Los partidos del dial dieron paso al fútbol del potrero. Más allá se
formó una laguna alimentada por el arroyo desbordado que explicaba a las claras por qué el
loteo había sido un fracaso. Después de la laguna, el horizonte y después del horizonte el
Sur… ¡Siempre mucho más Sur!

Pasaron los años, los yuyos siguieron creciendo, el pelo negro y tieso de Roberto se hizo
blanco y ralo. Roberto, el ingeniero, pasó a ser Don Roberto, el vecino jubilado de quien
pocos sabían alguna nimiedad de su vida anterior. La radio había perdido parte de su fuerza
y se la oía un poco gangosa. Roberto se prometía que ni bien tuviera unos mangos
compraría pilas nuevas ya que increíblemente todavía funcionaban las originales Eveready
de carbón. A sus hijos les había llegado la edad de la vergüenza y le pedían solo la mitad de
la jubilación para mantener a su madre que estaba lozana y fuerte, bien mantenida en los
más diversos odios que, como el vinagre, la alejaban de la putrefacción del tiempo.

Los años pesados de la dictadura pasaron de largo por la barriada. Cuando la jubilación no
alcanzaba, Roberto fantaseaba con esconder a algún perseguido, cobrándole lógicamente.
Fantaseaba tener alguien con quien hablar de sus libros leídos una y mil veces. Se prometía
en vano que, si alguien le pedía refugio, se lo daría. Más valía una eventual muerte
aventurera que una vida teñida de grises que le entraban a pesar.

A la noche el perro seguía ladrando en la oscuridad. En el barrio, donde Roberto había


contagiado la intriga, se comenzó a hablar del fantasma de un perro que llamaba a su dueño
muerto. Otros especulaban sobre el espíritu de un perro malo. Las viejas, mate y bizcochitos
Don Satur de por medio, tejieron, bordaron y zurcieron mitos, hilvanaron leyendas y
chismes sobre ese perro que todos oían y nadie había visto jamás. Seguía siendo un misterio
tan vacío como un ojal.

El micro 20, pasó a ser el 520 y luego Línea Este, aunque sus andadas fueran en el Sur y sin
embargo nadie había caído en la cuenta de que un perro no podía tener una vida tan larga
como la de aquel mastín espectral que llevaba casi treinta años ladrando
ininterrumpidamente cada noche. La gorda con cara de tiburón, ahora desdentada, creyó
encontrar el vértice de oro del misterio: aseguraba que el ladrido era una grabación que
propalaba algún vecino melindroso para asustar a potenciales malhechores que pudieran
venir del Barrio El Carmen, famoso por tener a los mejores rateros de la zona. La teoría,
perfectamente factible, se rompió en añicos cuando arreciaron los cortes de energía en una
de las tantas crisis de la resurgida democracia y la voz del perro seguía tronando aún más
fuerte durante los cortes de corriente. Más de una vieja se santiguó y otra salió a buscar a
tientas una cabeza de ajo a la lumbre de una vela.

Al cura de la parroquia cercana le llegó el chisme y lo solucionó al modo típico de la iglesia


católica: proclamó en misa del domingo que quién creyera en esas brujerías estaría en
pecado mortal y se iría derecho al infierno sin redención posible. “Tendré que ir haciendo
acopio de amianto” dijo Roberto para sí mismo.

~ o ~

Un invierno, particularmente frío, les ganó a los burletes de papel de diario de Roberto. La
jubilación le había abierto las puertas de par en par a una intensa pobreza, indigna como
todas las pobrezas, pero empeorada por la vejez. La pobreza trajo consigo a las
enfermedades que no se podían curar, porque de viejo perdurar se vuelve muy caro. Por su
parte, la enfermedad nunca viene sin la peor compañía que son los abandonos. Gentes,
costumbres, higiene, cuidado, aspecto y salud, el viejo ingeniero los fue abandonando a
pesar de que lo habían acompañado desde la niñez.

Los tangos en la radio ajada y mugrienta seguían sonando una y mil veces, pero eran cada
vez más difíciles de encontrar. Roberto atendía con deleite a los que hablaban del Sur y del
arrabal y luego escuchaba a “su perro” ladrar en la oscuridad. Eso lo asía al mundo, era una
de las pocas anclas que le quedaban con la realidad, además de mirar al reloj no menos de
seis o siete veces cada hora. La ilusión de una visita de los hijos se fue diluyendo al mismo
tiempo que la razón se fue oscureciendo lenta e inexorablemente. Comía en los intervalos
lúcidos o cuando no se explicaba por qué se sentía mal del estómago que en realidad
rezongaba por un vacío que se había hecho habitual.

~ o ~

Una noche de viento helado y extremo, Roberto advirtió que el perro chumbaba con furia y
gruñía con desesperación. De pronto los ladridos cesaron. Todo fue un silencio pesado y
aciago. Hasta los sapos de la laguna callaron guardando bien hondo sus matracas de aire,
con respeto a lo que sabían que debería suceder.

Roberto, recién entonces, se dio cuenta de lo que significaba aquel silencio. Esperó a lo que
iba a ocurrir y se dejó llevar sin rencores y sin pedir perdón ni tener sinceros
arrepentimientos por los amores que no había sabido dar ni recibir. Un sueño lo invadió
pesadamente.

Estrellas, ranas, sapos, faroles, las espinas de la santarrita pelada vieron pasar su alma,
arrastrando años y penas, dejando andrajos, de una vida que no supo o no quiso vivir, en las
espinas del rosal. El perro de los ladridos eternos se había cansado de mantenerlo alerta y
tal vez se hubiera dormido.

~ o ~

El hijo menor de Roberto llegó a la casita, avisado por los vecinos. Tenía un evidente gesto
de molestia por los contratiempos que debería afrontar, más que por la muerte de su padre.

Entró a la casa. La puerta estaba sin llave. Roberto estaba tendido sobre la espalda con la
boca semiabierta en la cama, sobre lo que quedaba de las sabanas de los superhéroes de su
infancia, sobre el colchón de lana que nunca había sido cardado. El hijo hizo un gesto de
asombro al reconocer que detrás de ese viejo muerto estaba alguien, que alguna vez, había
sido su padre.

La radio seguía sonando. Cuando la quiso apagar, tomó el aparato y la mano se llenó de una
chorrera del líquido naranja y el acre olor del sulfato. Eran las pilas viejas, aquellas
Eveready comunes, las de carbón, con cubierta gris de cartón y un gato saltando por el hoyo
de un nueve, con cola de rayo, completamente cubiertas de espuma del sulfato. Debía hacer
más de veinte años que no se fabricaban más. Con el movimiento, la radio se desbarató en
un final de silencio, polvo y fibras del cuero del estuche.

~ o ~

Cerca de la Ruta 11, en Villa Elvira, camino a Magdalena y a la Bahía de Samborombón,


donde la orilla de la ciudad y el arrabal se hacen pampa y humedales, no se volvieron a oír
los tangos, añorando al Sur. Hoy suena la cumbia peruana de ritmo y melodía muy
elementales. Barrio de gente muy católica, respetuosa, sencilla, trabajadora, de sonrisa
amplia, en donde nadie sabe nada, ni oyeron jamás hablar del Ingeniero Roberto, y mucho
menos de Cerbero, el mastín de tres cabezas que ladran permanentemente a la entrada del
reino de los muertos. Una gruñe cuidando el pórtico, otra disuade a los que quieren escapar
mostrándoles los dientes y la tercera ladra llamando a las almas para que no olviden
cumplir su destino como hizo durante 34 años con la de Roberto. Orfeo, piadoso del viejo, lo
había puesto a dormir por segunda vez.

El prisionero

Enrique Bermúdez Jaena, nicaragüense de nacimiento, yanqui por no quedarle otra opción,
ni lugar en el mundo, enganchado como tropa de infantería, casi sin entrenamiento militar y
no muy dotado de razón por la naturaleza, estaba sentado sobre las palmas de sus manos
junto con sus compañeros del pelotón de avanzada de infantería que debían “limpiar” al
pueblo de Kozaki en Afganistán, como quien liquida cucarachas molestas.

Esa mañana habían sido recibidos alborozadamente por el pueblo y los policías de Kozaki.
Todos habían sido informados que Helmand era una zona peligrosa, casi un cuartel de
talibanes, sin embargo, el capitán del pelotón imaginó que el griterío de los pobladores,
cuando llegó el pelotón, era una bienvenida.

¿Cómo pudieron poner al frente de un pelotón de avanzada a un imbécil que hablaba árabe
y no darí? ¡Creyó que los vivaban! Los condujeron a la única fuente de agua del pueblo, al
lado de un pozo en medio del desierto.

Sin advertencia previa los policías de Kozaki abrieron fuego contra el pelotón, cuando casi
todos los soldados de la coalición tenían las armas en el suelo, luego de tomar agua y
refrescarse, con la misma confianza que si estuvieran en el patio central del Pentágono.

Salieron guerrilleros vestidos de negro de todas partes. Nadie sabrá jamás si era decenas,
cientos o miles. El ruido del repiqueteo de los fusiles AK-47, de largo alcance, y las balas que
se llevaban vidas como si no valieran nada, no permitió contarlos.

A los recién llegados que sobrevivieron, los hicieron arrodillar sobre las manos. El pelirrojo
baby's face O´Sheas hizo un gesto de dolor. En el apuro se arrodilló con una mano sobre una
piedra aguda. Aguantó todo lo que pudo. Sacó la mano de abajo de su rodilla y el brazo no
llegó a superar la altura de la cintura cuando dos balas de AK-47 le destrozaron la espalda,
la vida, los recuerdos, sus amores y las ilusiones.

¡No puede ser más absurdo que algo tan ínfimo como dos balas, puedan contra toda la
complejidad que implica la vida! ¡Qué fragilidad absurda la de la existencia! ¿Para qué sufrir,
anhelar, sacrificarse, creer y rezar? Dos balas.

El capitán estaba arrodillado a la derecha de Enrique, en la punta de la fila de prisioneros.

Los hicieron poner de pie y los llevaron frente a un largo muro y los hicieron sentar con las
manos debajo de las caderas. Cualquier movimiento sería lo suficientemente notable para
que las balas se hicieran cargo rápidamente del osado.

A los pocos minutos la mitad de los captores se pusieron a orar en dirección a la Meca y no
por casualidad de frente a los cautivos. La otra mitad de los guardias les seguían apuntando
atentamente. Cuando los que le suplicaron a Alá ser buenas personas terminaron con sus
ruegos, les tocó el turno a los que habían estado primero de guardia. La escena se repitió. Al
terminar la oración, y estando Alá plenamente satisfecho, llegó un viejo talibán que bien
podría haber sido un ser un pastor o un camellero. Su rostro era ideal para ilustrar la tapa
de la revista de la National Geographic. Alto, terroso, desgreñado, barba canosa, y con la cara
surcada de arrugas que bien se podrían haber sido cicatrices. No tenía mano derecha, lo
que no le impedía que en la izquierda tuviera una pistola Glock. Tal vez en otro tiempo haya
sido un combatiente o un ladrón al que le cortaron la mano.

Un adolescente, que no tendría más de doce o trece años, acompañaba al viejo. Su tarea era
quitar las chapas de identificación a los soldados, aunque por su torpeza parecía que debía
estrangularlos sin más, con la cadena que les pendía del cuello. El viejo se acercó al soldado
que estaba en el extremo opuesto al capitán y a Enrique.

El viejo hizo una invocación al cielo en idioma dari, el de los persas, apoyó la pistola en la
cabeza del soldado y disparó. Nuevamente hizo otra invocación en la que pedía perdón,
pedía por el alma del muerto o se disculpaba con Satanás. Se dirigió al que seguía en la fila.
El soldado comenzó a llorar. El adolescente le quitó la chapa a los tirones, y todo se repitió
exactamente igual.

Enrique recordó el terror de su infancia en Nicaragua cuando su padre era coronel de los
Contras, al mando de Daniel Ortega.

Enrique se preguntó si su padre también habría hecho cosas como estas. Luego sus
pensamientos saltaron a cuando con su padre, su madre y sus dos hermanos los metieron
en un avión de carga americano cuando las tropas yanquis evacuaban su país luego del
escándalo político. La llegada a Miami. Les hablaban en inglés, a los gritos como si de esa
forma fueran a entender. La cuarentena en los barracones de la marina. A Enrique le
sanaron los dientes, a su padre la sífilis y a su madre la gonorrea. El asombro del agua
limpia que se podía beber del grifo. La comida que tenía siempre el mismo sabor. Estaba
asegurada, se alegraba su madre. Es puntual, festejaba su padre. Luego los llevaron a vivir
en las afueras de Miami en un barrio de tráileres. Unas semanas después su padre les
anunció que si se enganchaba con las avanzadas apostadas en Arabia Saudita le pagarían
sueldo de teniente yanqui. Debía entrenar a unos aliados de Estados Unidos: los talibanes
que luchaban contra los soviéticos en Afganistán.

Enrique estuvo toda aquella noche abrazado a su padre llorando y rogándole que no los
dejara. Recordó las caricias ásperas de las manos encallecidas de su padre explicándole que
serían nada más que dos años y que la paga les permitiría vivir como los yanquis. A la
semana siguiente, luego de la despedida, fue la última vez que supo de él. Su madre vistió de
negro para siempre. Instalaron una mesita con la foto del padre sonriente en uniforme de
gala estadounidense con la bandera de las trece barras a la derecha. La madre mantenía
siempre una flor fresca. Nunca pudieron encontrar el cuerpo. Los chismes militares decían
que había muerto por descuido, enseñando a detectar una mina antipersonal soviética. A
Enrique no le importaba cómo había desaparecido de la faz de la tierra, también de sus
vidas, dejándolos huérfanos y viuda. Sabía por seguro que extrañaba mucho a su padre, que
en definitiva había visto pocas veces y jugado a la pelota con él, ninguna.

Estaba pensando en eso cuando oyó a uno de sus compañeros gritar una consigna patriótica
con la pronunciación típica de los de Alabama. En ese caso el viejo no hizo la segunda
oración luego de disparar en el cráneo del soldado.

Recordó los regaños de su madre por lo poco estudioso que era. En realidad, lo único que le
interesaba de la escuela era Lisa, la gordita rubia que fue la primera mujer a la que besó y
que tenía aliento a chicle.
Pensó en rezar, pero descartaba de antemano la posibilidad de un milagro. En Nicaragua
eran evangelistas, pero en Miami la iglesia quedaba muy lejos y terminaron yendo a una
escuela dominical adventista que era donde más los ayudaron y a veces les permitieron
llenar la olla hasta que su madre recibió primera pensión de su padre muerto. Sus
pensamientos se asociaron con los cumpleaños en los que su madre ahorraba monedas
desde mucho tiempo antes para hacerle un pastel con una vela y luego brindaban con
alguna chibola nicaragüense bien fría. Si las conseguían, brindaban con chipiones de uva
bien heladas y si no una Coca o una Pepsi eran igual de bienvenidas.

Oyó otra oración y el disparo que le seguía. En este caso de nuevo la oración que tal vez
encomendaría el alma.

Meditó sobre su mujer María Inés, en cómo la conoció en la Escuela Dominical, y la primera
vez que hicieron el amor. De pronto el rostro se le agrietó, ya que a partir de María Inés
había necesitado dinero para salir y lo más rápido fue enrolarse en el ejército. Tuvo dinero y
hasta un coche. Fue en el coche donde la dejó embarazada. ¡Cómo lo regañó su madre! “¡Vas
a repetir la historia de tu padre! ¡Para colmo con una salvadoreña!” le dijo. Él sin razón ni
asidero le aseguraba que no era así. Se casaron antes de su viaje al Asia central.

El verdugo ya estaba muy cerca. Era el turno del guía afgano traidor, que los había
conducido hasta la ratonera. Discutieron agriamente. Finalmente, el viejo le dio dos
monedas enormes que le encendieron la cara al muchacho, que, sin embargo, reclamaba por
los gestos otra moneda más. De pronto el hombre viejo se llamó a silencio y le hizo un gesto
para que se levantara y se fuera. Cuando se puso de pie, le entrego la tercera moneda y le
gritó algo que indudablemente significaba que se fuera bien pronto. El muchacho salió
corriendo lo más rápidamente posible. A no más de treinta o cuarenta metros de distancia
se sintió el primer tiro de la Glock del viejo, con lo que la muerte, rompiendo algunos
huesos, se le coló en el cuerpo del traidor. Las tres monedas volaron por el aire terminando
entre el polvo y la sangre del infeliz. El primer proyectil fue seguido por innumerables
disparos que alcanzaron al cuerpo del guía renegado a su raza, devolviéndolo a la arena y
las piedras entre sangre, entrañas, huesos astillados y girones de carnes, ropa y una poca de
materia gris. La muerte le había llegado en la forma más obscena e impúdica de la que es
capaz la violencia, castigado por doblemente traidor.

A María Inés le había dicho que la vería pronto, que las acciones serían rápidas que él
conocía a muy bien a los talibanes porque su padre era uno de los que los habían entrenado.

El talibán recargó el arma y la acercó a la cabeza de Bubba, su amigo negro que estaba a su
izquierda. Bubba lloraba como un niño. Le dio pena y a la vez fastidio. Los soldados no
deberían llorar. Los niños tampoco, o al menos eso le había dicho su padre. El viejo empezó
a rezar sus letanías antes del disparo. Recién entonces Enrique se dio cuenta que no
conocería a su hijo y que era cierto aquello de que se repetiría la historia de su padre. ¿Lo
lloraría su hijo sin haberlo conocido? Sonó el tiro muy cerca y la sangre de Bubba lo salpicó,
saliendo obscenamente de su cauce natural. Estaba tibia y eso lo asustó porque supo que lo
que ocurría no era apenas un mal sueño.

Le tocaba a él y se preguntaba por qué mala broma del destino estaba él allí. Por qué su
maldita suerte lo había llevado a ese nido de ratas color piedra. Pensó en decir algo
patriótico para que su hijo estuviera orgulloso de él. El adolescente le arrancó, a los tirones,
la placa de identificación. Enrique pensó en cuando iba a jugar al lago Managua, en el Puerto
Momotombo. Era un gran recuerdo para morir pensando en eso. ¡Todo era tan ridículo!
¡Tenía apenas 25 años!

Era su turno y mientras el talibán rezaba por él, Enrique lo interrumpió gritando a voz en
cuello y una furia incontenible en castellano:

“¡Yanquis asesinos chingados de mierda! ¡Viva Nicaragua, carajos!”

El talibán, se detuvo lo miró muy fijamente a los ojos y en un castellano lento y muy
quebrado le dijo en vos muy baja y grave

“¡Lo hubiera pensado antes! Siempre serás extranjero en la tierra de los infieles, y te
tratarán siempre como extranjero. ¡Nosotros no te llamamos a nuestra tierra, arrepiéntete
de tus pecados, conviértete y encomiéndale tu alma a Alá, que es justo!”

Apoyó la pistola en la cabeza de Enrique. Se escuchó el disparo. Sintió un golpe fuerte que
primero lo aturdió e inmediatamente nada más.

El Moncho

Lo despertó el habitual chasquido eléctrico y el olor a ratas chamuscadas. Los bichos se


subían al tercer riel electrificado del Metro, inmediatamente después que había pasado el
último tren cuando todavía no habían cortado la corriente de la alimentación. Los animalejos
quedaban carbonizados y quedaba en el túnel el olor a pelo chamuscado. Eran miles.

El Mocho, con sus 14 años dormía de día, cuando las estaciones estaban llenas de gente y
nadie le prestaba atención. Permanecía despierto toda la noche cuando nadie lo podía
proteger. Era el intervalo de tiempo que tenía para conseguir algo para engañar la panza y
sobrevivir — sin saber muy bien para qué — un día más… En realidad, una noche más.
Necesitaba obtener un cuchillo o un revólver.

Tanto para sobrevivir como conseguir algo para “irse”, o cualquier otra cosa que necesitara,
con un arma, sería mucho más fácil. Estaba harto de pedir y de rogar. Con un arma iba a
exigir. Le iban a temer.

Cuando el Moncho subía a la calle por las escaleras mecánicas detenidas, antes que cerraran
las rejas metálicas, sintió una mano en el hombro que lo detuvo con extrema violencia. Giró
la cabeza como pudo y vio al guardia de seguridad que le advertía una vez más que no lo
quería volver a ver en “su” estación. Lo arrastró hasta un recodo, al que no cubrían las
cámaras de seguridad. Le bajó con facilidad el pantalón deportivo y comenzó a violarlo.
Moncho no gritó, ya estaba demasiado acostumbrado a recibir ese abuso. Cuando el guardia
llegaba a la cumbre, apretó sus nalgas para que gozara más intensamente y no se diera
cuenta que él, con sus dedos adiestrados en el escamoteo, los deslizó sobre la pistolera del
uniformado para hurtarle su pequeña pistola calibre .22.

Cuando el guardia se estaba limpiando en la propia ropa de Moncho, el chico permaneció de


espalda al guardia. Luego confirmó que no hubiera cámaras a la vista, se dio vuelta y apretó
el gatillo apuntando a la cara de su abusador. Una sola bala. El hombre cayó muerto.
Fulminado. Se sintió aliviado e inmensamente fuerte.

Nadie podría culpar a Moncho, simplemente porque no existía en ningún registro. Ahora con
una pistola, las cosas serían más fáciles, tal como había sido su deseo al despertar diez
minutos atrás.

¡Ay los funcionarios!


¡Ay los políticos! ¡Y ay, ay, ay, cuando llegan a funcionarios! ¡Tan previsibles ellos! Toman el
cargo con rostro circunspecto. Juran lealtad a la Patria y a la constitución, con frases dichas a
los hachazos como si fueran militares, y de paso a los santos evangelios, aunque todas sus
vidas hayan confundido las epístolas con revólveres. ¿Y de misas…? ¡Mejor ni hablar! A poco
de jurar ascienden a las alturas celestiales. Aprenden dónde está el timbre para llamar al
ordenanza. Luego se estudian los botones del intercomunicador. Inmediatamente después
que alguien les obedezca, les empiezan a dar los vahídos que producen las alfombras rojas,
las puertas de roble y los pomos y picaportes de bronce lustrado. Miran por las ventanas de
sus flamantes despachos y ven al resto de los mortales desde lo alto, y muy desde arriba. Las
puertas se cierran para quienes los ayudaron a llegar, y fueron sus leales colaboradores. Si
bien nunca leyeron a Niccolò Machiavelli, se saben sus principios de “pe” a “pa”. En su lugar
abren esas mismas puertas, de par en par, para recibir a sus superiores, los adulones y los
mercaderes de quimeras, que cuando más fantasiosas son, compran con mayor entusiasmo y
a precio tanto más elevado.

Comienzan a emitir sus propias promesas. Suenan convincentes. Demuelen a sus


antecesores, que también las hicieron, pero nunca las cumplieron, como tampoco las
cumplirán ellos. ¡Válgame el cielo de llegar a hacerlo! Van a lugares olvidados para destacar,
a través de abundantes comunicados de prensa, que juran ser los primeros, entre sus pares,
en haber pisado ese villorrio desde que se aglutinó en un caserío del Siglo 18. Prometen.
Dicen tener en cuenta. Toman muchas notas. Mandan a hablar con sus secretarios, asesores,
abogados, técnicos, funcionarios de rango inferior, chupamedias y alcahuetes. Todos ellos
entienden algo distinto a lo que prometió el superior, y terminan creando un borrón
mefistofélico que, indefectiblemente, terminará en los cestos de reciclaje de papel.

Hacer creer que se hará, entusiasma más, por lo que es más importante que mandar hacer, y
cuesta menos. Siempre habrá a quien echarle la culpa sobre el por qué no se hizo.

Todas las llamadas a sus teléfonos celulares tienen tonos de espera interminables con
reclamos de santos, señas, contraseñas y guiños, luego de lo que, sigue la espera hasta el
hartazgo, o la transferencia a mensajes de voz que nunca se escucharán. Las llamadas a sus
teléfonos de línea fija corren peor suerte. Las más de las veces atienden los obsoletos pitidos
y ronqueras de un fax, que ya casi nadie sabe ni cómo se usa. En la otra línea atiende una
grabación que nos entretiene varios minutos apretando botones y menús sonoros. El premio
para el insistente, es que lo atienda una operadora, quien invariablemente estará de mal
humor, con problemas hormonales mensuales, o de medio término, la interrumpimos
tomando su undécima merienda en la mañana, el almuerzo tempranero o una infusión que le
quemó seriamente la lengua porque nunca se les entiende nada de lo que dicen. Más allá del
maltrato, sin alternativa posible, a continuación, vienen las excusas de que el funcionario está
en reunión salvando al país y no sabe cuándo ha de terminar porque eso lleva mucho
esfuerzo.

La lógica moderna indica que lo mejor es mandarle un mail, que nunca serán contestados, o,
si nuestro funcionario fue suficientemente inteligente para tener una secretaria de las que
odian trabajar, pero ama los trucos para no hacerlo, agregará al programa de correo
electrónico una opción de respuesta automática, que será lo único que se obtenga. No
interesa la importancia del mensaje. Suponiendo que un abnegado ayudante lea el recado,
conteniendo una denuncia, acusación o pedido de ayuda, tanto mayor será el atraso en el
reenvío. O, inversamente proporcional, la velocidad con la que terminará en la papelera de
reciclaje del ordenador. Los funcionarios, siempre son absolutamente iletrados en
tecnología, porque si no, no se hubieran empeñado a llegar a ser funcionarios. Ninguno de
ellos sabe que los mensajes enviados o recibidos, por diez años, quedarán en los grandes
servidores, donde nada es secreto.

A menos promesas cumplidas, más riquezas mal habidas. Por decir que sí, por decir que no o,
lo más común, por no decir ni hacer nada. El dinero en las manos de los políticos es como los
gases livianos. A la altura del despacho queda lo necesario y lo demás se eleva flotando hasta
el objetivo con absoluta precisión. El objetivo que lo recibirá, dará a cambio protección y
garantía de impunidad. Lástima que siempre tiene deficiencias. Lo que viene desde abajo de
ellos, a su vez también lo garantizan con la impunidad que sea posible, hasta que las cosas se
ponen feas y tendrán un desconocimiento absoluto ¡que riámonos de Simón-Pedro! Si la cosa
se pone peor, siempre es bueno arrepentirse, pero por la teoría de la incoherencia, no será de
corazón sino judicialmente a cambio de colaboración (bella manera de llamar a la traición y
la infidencia) reducción o absolución de penas.

El mundo pasa a dividirse entre amigos, que serán siempre rubios o canosos, sonrientes,
pero de traje y corbata; los enemigos son de pelo negro, crespo, pero siempre con overol o
chaquetilla de trabajo, un compendio de estatutos y leyes laborales en la mano y con gesto de
enojo o hartazgo.

Cuando deben dar explicaciones por las riquezas mal habidas, es dónde aparece un tío rico,
solterón, sin hijos reconocidos, ni que estén haciendo el reclamo de paternidad, que supo ser
hacendado o financista, dependiendo de los bienes investigados. Sus enseñanzas y consejos
le fueron de extremada utilidad al funcionario, pero nunca tanto como su muy oportuna
muerte, aunque haya terminado sus días en un asilo público de menesterosos. ¡Es que no
saben lo desaprensivo que era por lo material!

Si no es suficiente, buena también es una tía millonaria, muerta en Suiza. Jurará que, en
realidad, figura en esas cuentas porque Tía Querida estaba muy anciana y ya se siente morir.
La pobre mujer desea un sepelio acorde con su vida, y esos menesteres, en la Confederación
Helvética, son muy costosos, y si no, pregúntenle a Borges.

Tarde o temprano, en un chequeo médico cardiovascular, el doctor, con semblante


preocupado, le dará aviso de que solo habrá esperanzas durante una crisis, si le instalan
media docena de stents a razón de nueve mil dólares cada uno. Los médicos los compran por
mil, y le aplican solamente los dos que realmente necesita. El funcionario, desesperado
porque no podrá disfrutar lo que está embolsando, paga al contado, en efectivo, billetes
nuevos y con numeración correlativa, sin sacar de las cápsulas de la Reserva Federal del
Tesoro Estadounidense. Para que no haya dudas de su autenticidad.

Cuando los funcionarios se acuestan en la cama de la clínica privada, un doctor, siempre


calvo y de anteojos, le recomienda un chequeo general en el que le diagnosticarán hígado
graso por exceso de whisky; sedentarismo por las prolongadas reuniones; reuma por el
enmohecimiento de las articulaciones. Luego viene la infaltable recomendación de ir al
gimnasio dos horas por día o caminar por lo menos cuarenta cuadras diarias. La realidad es
que las caminatas se reducirán a las que se hagan desde el estacionamiento al casino, al
cabaret o al burdel. A los quince cafés expresos diarios, los cambian por infusiones naturistas
como el pálido té verde. Dicho cambio, que dura dos días, y luego volverá al café rabioso. Los
más discretos, que no fuman, son tabaquistas pasivos de por lo menos dos atados diarios. Los
más, fuman paquete y medio y hasta cuatro, más lo que les fuman alrededor terminan con
suficiente alquitrán en los pulmones para pavimentar el camino al cielo y plagarlo de buenas
y sanas intenciones. Una migraña es inaceptable, por lo que, ante su insolente aparición,
recurren a una o dos cápsulas de ibuprofeno 600 al que se hacen adictos.

La secretaria, que ya fue secretaria antes, precisamente por saber guardar los secretos está
preparada para defenderlo y excusarlo de lo que sea. Ella guarda, en secreto como
corresponde, el anhelo de ser su pareja oficial para ayudarle a gastar sus millones. Ella sabe
que, en el fondo, él está enamorado de ella. El funcionario, no tan en el fondo, desearían
regodearse en su generoso escote siliconado y atacar, artera y amañadamente, su trasero
respingón a fuerza de cientos de sentadillas hechas en casa durante los fines de semana. La
citada secretaria se entromete en todo, incluyendo en su matrimonio, cubriendo al
funcionario cuando sale con la amante, sin embargo, sufrirá y llorará en silencio por no haber
sido con ella.

El funcionario tiene un perro miniatura, al que solo le falta hablar, y agradece al cielo que no
lo haga, porque revelaría que conoce mejor a la amante y a sus hijos que a los legítimos del
señor funcionario.

Nuestro funcionario, cuando cargó la burra con dinero, se fue a vivir a los edificios de lujo
que miran al río, el mar, al lago o las montañas. ¡Ah la naturaleza! ¡Nada mejor que verla de
lejos, desde atrás de un vidrio en un piso alto! Pisos que son como barrios cerrados, pero en
propiedad horizontal y un ejército defendiendo el lobby de entrada. Para los fines de semana
se compró una casa en un club de campo, muy alejado de la ciudad. Tiene las luces y la
refrigeración permanentemente encendidas sin sentido. Allí interna a su mujer y a sus hijos
todos los fines de semana, cuando indefectiblemente lo llaman desde la oficina para
reuniones urgentes, que terminan en el apartamento alquilado al solo efecto de juntarse con
la amante, que obviamente es como mínimo, veinte años menor que él. Ella, quiere casarse,
pero él no soportaría jamás a los hijos pequeños de ella, dado que ni siquiera soporta a los
propios, por lo que, su amante, también llorará en silencio sus penas de amores no
suficientemente correspondidos.

Usa un Audi A4, que puede ser blanco o negro, y al que cambia por uno nuevo, en lugar de
mandarlo a lavar. Su ambición es llegar al Audi A5 cupé blindada, o tanto mejor al A6
Tiptronic Quattro, pero le teme a la ostentación en extremo, aunque se convence a sí mismo,
que al A5 en la calle, lo confunden con un Volkswagen.

Lleva el efectivo, en billetes de alta denominación, en el bolsillo derecho. En el izquierdo un


ínfimo sobrecito con el documento de identidad, la licencia de conducir y una tira de
electrocardiograma plagado de arritmias, que en realidad no le pertenecen, pero son
extremadamente útiles para usar como pretexto en caso de sea necesario. No usa tarjetas de
crédito de bancos nacionales. Sí, en cambio, una American Express Black, emitida en
Liechtenstein sin límite pre acordado. De todas formas, siempre sale sin ella.

En la oficina, en un cajón del lado derecho; en el bouillon de amor, debajo de la almohada de


su lado y en la casa del club de campo, en su mesa de luz, nuestro funcionario guarda sendas
pistolas Glock 26, livianas y confiables de las que solo sabe activar y desactivar el seguro,
pero nunca se preocupó en aprender a tirar ni jamás las limpió. No las tiene por valiente, sino
por cobarde, pero más, por culposo.

En los trajes siempre lleva un pin en el ojal con los colores nacionales, para que no se
confundan los de lengua larga. Él es el más patriota, aunque toma champagne francés, que no
le gusta y en realidad prefiere la cerveza holandesa. Se muestra apasionado por las trufas
negras de encina italianas, aunque si supiera lo que son realmente, es probable que se
descompusiera del asco. Le ocurre lo mismo con las ostras chilenas a las que traga enteras,
con repugnancia, pero con la afectación del que puede pagarlas.

Le cuentan una verdad y mil mentiras, pero él toma a todo como confabulaciones ciertas, y
que sus fuentes no son unos miserables alcahuetes y lamebotas, sino fuentes de información
creíbles e incuestionables. Se entera “casualmente” de todo lo que no debiera o no le
conviene saber. Suele sacar de mentira verdad con leves insinuaciones con la densidad de
una varilla de acero. Hace lo mismo con las conclusiones apresuradas que, para no dar
marcha atrás, convierte en dogma. Cuando se equivoca no pide perdón. Cuando lo descubre
en falta manifiesta esgrime los pretextos más absurdos que improvisa con habilidad y lanza
con tal vehemencia que su familia se lo termina aceptando por tanto ímpetu o lo perdonan
realmente porque le creen o por mero hartazgo y rutina.

Sus tres grandes problemas son su familia a la que finalmente abandonará, ignorando que en
realidad los alivia, y reemplazará su ausencia con dinero. El segundo es su amante, a la que
no acepta con hijos y a la que también abandonará, pero consolándola con un coche pequeño
como puede ser un Mini Cooper, un Mercedes A o un Audi A1. La reemplaza por alguna
jovencita henchida de sustancias de la química del silicio. El tercero es el dinero que le trae
más problemas que felicidad, por lo que lo entierra en contenedores herméticos, luego de
termosellarlo al vacío, o compra múltiples propiedades a nombres prestados que ni siquiera
le pagan los impuestos, los muy ingratos.

Aunque muchas veces les echen el guante a estos funcionarios, a esta historia le falta
desenlace. Todo sigue igual, los abogados y los contadores se hacen más ricos, las amantes
jóvenes van cambiando tan rápido como se dan cuenta que no podrán echar mano a lo que
está guardado, y que él, hasta los nombres confunde. Puede ocurrir, que luego de puntear los
siete pecados capitales, termine cayendo en una boda costosa y tonta, que abochorne a los
suyos.

En otros casos, simplemente hay un final, pero son de esos que ya son definitivos.
Los silencios

El médico de las emergencias domiciliarias tomó del bolsillo superior de su ambo verde algo
parecido a una lapicera. Encendió una luz diamantina en algo que parecía un bolígrafo y la
acercó a los ojos de Ernesto, moviéndola de un lado a otro.

—¿Me podés seguir la lucecita, abuelo? —Le preguntó el médico.

Las pupilas del hombre viejo se contrajeron y siguieron la luz. El médico volvió a repetir el
procedimiento, pero esta vez en cada ojo individualmente y luego movió la luz de arriba
hacia abajo.

—A ver abuelo, sacame la lengüita… a ver… a ver… —Le dijo el emergencista mientras lo
tomaba del mentón casi con violencia.

Ernesto clausuró sus mandíbulas y los dientes fueron el cerrojo. Clausuró los párpados con
evidente muestra de fastidio. Siempre sin decir una palabra. La médica practicante que
acompañaba al clínico emergencista le pidió que le permitiera intentarlo a ella. El médico,
molesto y con indisimulado apuro, aceptó.

—Señor Ernesto, por favor —le dijo la chica en forma pausada y tranquila— necesito que
por favor saque la lengua y que la mueva de derecha a izquierda. Es solamente para saber si
ha tenido un accidente cerebro vascular. ¿Puede hacerme ese pequeño favor para que
nosotros podamos ponerlo en nuestro informe e irnos y dejarlo seguir en lo suyo?

Ernesto sacó la lengua cuanto pudo y la llevo primero a la comisura derecha haciendo
fuerza y luego a la izquierda del mismo modo.

—Si no le molesta, Señor Ernesto, ¿le puedo pedir algo más? Que me sonría… —continuó la
chica. Es para lo mismo que lo de la lengua.

Ernesto la miró a los ojos y lentamente se le fue formando una sonrisa que lindaba entre la
beatitud y el sarcasmo. La practicante lo miró al médico como para mantenerlo a raya y en
silencio. Por último, escribió “5 + 2” con grandes trazos en un papel.

—La última pregunta Señor Ernesto, y ya no lo molesto más. ¿Sabe la respuesta de esto?

Ernesto suspiró resignado y cerró los ojos con fuerza, se encogió de hombros y tuvo un
gesto de desprecio. Ya no contestó. La practicante se mostró frustrada por el fracaso luego
de los primeros dos pequeños éxitos.

El médico de emergencias y su joven ayudante, se alejaron de Ernesto y hablaron con Elvira,


la esposa de Ernesto, que los esperaba apoyada en el vano de la puerta de la sala. El médico
comenzó a darle explicaciones complejas sobre que el comportamiento de su marido se
debía a un accidente cerebro vascular o a una isquemia, y que lo mejor sería llevarlo a un
especialista para que le ordenara realizar las tomografías del cerebro que fueran necesarias.
Toda la explicación fue recibida con abundancia de llantos, moqueadas y toses por parte de
Elvira.

La practicante, en tanto, observaba disimuladamente a Ernesto, que desde su sillón tomó


sus anteojos de lectura, los miró al trasluz y los limpió con total naturalidad. Se los calzó en
la nariz y tomó un libro de la mesita que tenía a un lado. Prendió una segunda lámpara del
velador que tenía sobre la misma mesita. Buscó insistentemente una página, tomó una
lapicera que estaba junto a otros libros y se puso a leer tranquilamente, subrayando y
anotando sin prestar atención a la monserga del médico ni a las lágrimas sobreactuadas de
su mujer. Para mayor sorpresa, la practicante observó que el libro no parecía ser de ninguna
editorial iberoamericana y que su título era The Grand Design. El mayor asombro sobrevino
cuando alcanzó a leer el nombre de los autores: Leonard Mlodinow y Stephen Hawking.

La joven, extrañada, se separó de su jefe y la mujer para acercarse a Ernesto. Por lo bajo le
preguntó qué tan buena era esa obra del sucesor de Newton y si había leído Breve historia
del tiempo. Ernesto levantó la vista del libro, se bajó los anteojos y volvió a sonreír. Cerró los
ojos como en una afirmación. Cerró el libro y se lo dio a la joven. Se lo puso en las manos y le
dio un par de palmaditas significándole que ahora, ese libro, era para ella. La chica se dio
cuenta que se lo estaba regalando y la invadió una súbita sensación de vergüenza. Le dijo
que no, agitando la cabeza. Ernesto tomó el libro lo abrió en varias hojas y le mostró que
tenía anotaciones hechas con lápices, marcadores y estilográficas. Hizo un gesto agitando la
mano como que lo había leído muchas veces. Se lo volvió a poner en las manos a la joven y le
mostró otro libro que abrió. Era La teoría del todo: el origen y el destino del universo,
también de Stephen Hawkins. Se notaba que era un libro nuevo, con el lomo virgen y las
falsas carátulas todavía crujientes. Se lo puso en el pecho y cerro y abrió los ojos lentamente
con gesto de admiración y enarcando las cejas como en un gesto entre placer y admiración.
Tomó The Grand Design. Escribió algo que parecía una breve dedicatoria en la falsa carátula,
lo cerró y lo puso en las manos de la chica. Repitió el gesto con los ojos, pero con un dejo de
picardía. Parecía estar todo dicho. La joven le apretó las manos en señal de agradecimiento.
Ernesto entrecerró los ojos con la sonrisa más luminosa y devolvió el apretón. Ella se
levantó y se acercó al emergencista, que seguía aventurando teorías. Elvira repetía sin cesar
de llorar: “Hace todo, yo me doy cuenta que entiende todo… No hace pavadas, va al baño sin
problemas, pero no habla… ¡No habla…!” El emergencista se atrevió a preguntar:

—¿No estará disgustado con usted y por eso no le dirige la palabra?

Elvira se quedó en silencio repasando sus hechos y comportamientos:

—¡Mire…! ¡Es verdad que lo tengo al trote, pero desde que lo jubilaron está con sus libros y
sus anotaciones y cálculos! Ya no sé dónde guardarlos. Pero él me da un beso cuando nos
levantamos, otro antes de dormir y me abraza en la cama como cuando éramos jóvenes.
Pone la mesa, me ayuda. Cuando salimos a hacer las compras vamos de la mano como de
jóvenes…

—Y cuando el Señor Ernesto trabajaba, ¿Qué hacía señora? —preguntó la practicante.

—Lo mismo, leía, anotaba, hacía cuentas, pero era en la facultad ¿vio? —le contestó Elvira.

El medico arriesgó que se trataba de un ACV que le había afectado el centro del habla, o que
se trataba de mutismo histérico, o tal vez de ese nuevo mal al que habían comenzado a
llamar logofobia.

—No puede ser —lo contradijo la practicante. No hace la mímica como si quisiera hablar y
que no le salgan las palabras. Eso sería mutismo histérico.

El médico se sintió profundamente molesto por la exacta corrección de su ayudante y


cambió sobre la marcha su teoría.
— Podría ser también mutismo selectivo, que es de origen psicótico y que puede provenir
de factores hereditarios… ¿Algún pariente de su esposo sufría de este mal?

Elvira, apabullada por tanta ciencia incierta, dijo que no sabía de ningún antecedente
familiar. Entonces la joven se despachó:

—Los pacientes con mutismo selectivo rehúyen la mirada del interlocutor, y el Señor
Ernesto me miró a los ojos todo el tiempo cuando yo le hablaba. Esos pacientes no sonríen,
en cambio Don Ernesto tiene una sonrisa encantadora…

—¡Ay! ¡Era tan alegre! —Interrumpió Elvira— pero mírelo ahora… Ahí… Callado…

—…Tampoco tiene fotofobia, —continuó la practicante— inclusive prendió más luces, se


limpió los anteojos sin dificultad, no tiene movimientos rígidos o torpes, sino todo lo
contrario, son fluidos y cuidadosos.

El médico, arrinconado sacó a relucir lo que él también sabía.

—¡Sí! Pero… —comenzó— Es evidente que tiene una inteligencia de media a alta, para leer
un libro como el que te entregó. Es muy perceptivo, se dio cuenta que a vos te gustaba y por
eso te lo regaló… ¿O no? Estamos hablando de él y fíjense que ni se inmuta. Está
compenetrado en su lectura. Por lo que lee, no caben dudas que es tremendamente curioso
y eso sería muy típico de alguna psicopatía.

—Estamos empatados Doctor —dijo la chica— Y también empantanados, porque hablar de


psicopatía es como hablar de una inflamación. Hay miles y cada una tiene un origen
diferente.

—Abuela, —dijo el médico refiriéndose a Elvira— yo te sugiero que lleves al viejito a ver a
un especialista. Un psiquiatra, o mejor a un neurólogo.

Elvira les agradeció renovando el frenesí de su llanto y sonándose la nariz cada pocos
segundos.

La chica se acercó a Ernesto, le tomó la mano y le dijo muy por lo bajo:

—¡Perdónelo Don Ernesto! No hay peor idiota que el que se empeña en demostrar que no lo
es.

A Ernesto se le dibujó una sonrisa burlona y le apretó la mano a la joven practicante. Hubo
una risa queda y contenida. El chiste había existido y estaba compartido, el enlace con la
realidad seguía estando presente.

El médico y su ayudante salieron de la casa y subieron al coche de las emergencias.


Arrancaron y siguieron el recorrido pautado. El médico siguió diagnosticando en el
automóvil:

—Con la próxima no hay apuro, es un cólico vesicular, nosotros no podemos hacer nada.

—¿Y para que vamos?

—Porque paga y es clienta —hizo una pausa— Che, yo no me animé a decírselo a la vieja,
pero eso es un principio demencia senil que tiene una manifestación psicótica…
Continuó por un buen rato con una retahíla interminable de términos médicos con ejemplos
y anécdotas poco comprobables. De pronto detuvo su perorata y miró el libro que la joven
llevaba en su regazo:

—¡A ver nena! ¿Qué te regaló el vejete? ¡Mirá el admirador que te echaste! ¡Te miraba con
ojos de pillo el viejo de mierda! ¡Miralo vos! ¡Llamando la atención haciéndose el mudito!
¡Qué hijo de puta! ¡Qué le den sopa hirviendo y vas a ver como putea hasta en mongol!
Además, bien que se sonrió cuando te vio las tetas. ¡Viejo puto…!

—Las personas más tristes son las que tienen la sonrisa más luminosa y los más endebles
son los más sabios. ¿Sabe por qué?

—Ni idea —contestó el médico secamente.

—Porque no quieren ver en los demás el padecimiento que sufren ellos.

—El padecimiento del viejo es el inicio de un Alzheimer machazo.

—Lo dudo. El Señor Ernesto —recalcó ella— me regaló el libro que estaba leyendo: The
Great Design de Stephen Hawkings. Bastante difícil de conseguir y mucho más difícil de
comprender.

—¿De qué se trata?

—De una tontería tal como la creación del universo.

El médico lanzo una risotada boba.

—¿Y qué entendés vos de eso? ¡Decime…!

—Ahora nada —contestó ella—, pero cuando lo lea voy a entender más que usted con el Olé
Deportivo mañana, tarde y noche.

—Vos nena, no te olvides que el silencio es el patrimonio de los locos.

—¿En este mundo de locos…? Entonces, si eso es verdad, me demuestra que este hombre
está más cuerdo de lo que me suponía.

Hubo un silencio de varias cuadras de largo, y la chica continuó:

—La palabra es lo que nos mantiene unidos a la sociedad, pero mucho más al entorno.
Cuando no hay palabras no hay empalmes posibles. Yo creo que Don Ernesto se está
desprendiendo de los lazos de un entorno cultural que dejó de contenerlo y tampoco lo
comprende.

—¿Quién es el viejo este? ¿Einstein? ¿Qué descubrió? ¿Qué inventó? ¡Teorías que no las
puede probar ni él! Entonces… ¿Qué? ¡Está loco!

—¿Se da cuenta? Usted no lo entiende y le molesta el hecho de no entenderlo, pero no por


él, sino porque que lo pone en evidencia que le interesa más la delantera de Villa Dálmine
que la física cuántica.
—¡Obvio! Yo con la física cuántica no voy ni a la esquina, pero en cambio por Boquita mato.
El viejito es un psicopatón manipulador y se las está haciendo pagar a la vieja que tiene una
pinta de bruja chupa cirios que se cae.

El nuevo silencio duró cuadras y una prolongada espera en un cruce con la Avenida
Corrientes cerca del viaducto del ferrocarril San Martín.

—El pobre viejo se está preparando para morir. Como no se anima a matarse, lo que hizo es
llamarse a silencio —dijo la chica con la mirada perdida al frente, esperando la luz verde.

—No le veo la relación —contestó el médico.

—La palabra es la que nos hace humanos… ¿no?

—Es una de las tantas cosas… —contestó el médico desganadamente.

—¡Es la principal! Piense que cuando dejo de hablar dejo de ser humano.

—Un sordomudo no deja de ser humano.

—Cambia la forma de emitir palabras, pero sigue usándolas. ¿Qué tiene cuándo un
sordomudo no se expresa por lenguaje de señas? Es por eso que los curas y las monjas
eligen a los sordomudos que no saben expresarse por lenguaje de señas o por escrito para
abusarlos. ¿Lo sabía?

—Sí un asco.

—Entonces cambiemos “la palabra” por “comunicación”. Si no me comunico no puedo


demostrar que soy humano. De allí lo que usted dijo recién: el silencio es el principal
patrimonio de los locos. Porque se desconectan del entorno y quedan encerrados en sí
mismos. No sabemos lo que ocurre dentro de ellos, si es que sigue ocurriendo algo.

—Bueno, Lacan decía que el suicida rompe su relación con la palabra —hizo un silencio y
continuó— ¿Vos creés que el viejo este se vaya a suicidar?

—¿A su modo? ¡Sí!

—¿Cómo es “a su modo”?

—Dejarse morir porque el entorno dejó de contenerlo. Escuché que la mujer dijo que
Ernesto no tiene fe religiosa y que está seguro de saber qué es lo que le va a ocurrir después
de la muerte. ¿Se fijó en los apuntes y carpetas en cajas de cartón tiradas por todas partes?
Eso muestra que no tiene forma de canalizar orgánicamente todo lo que sabe, y lo que es
peor, que a nadie le debe interesar. ¿Cómo es que eso no lo dejaron en la Universidad? Esos
papeles desorganizados tienen teorías y cálculos de un genio, que tendrían que ser
estudiados y catalogados. Su cabeza debe ser el vivo reflejo de esos apuntes desparramados
por todas partes. En esas condiciones ¿quién va a seguir su camino?

—¿A vos te interesaría?

—Yo no terminé mi residencia de medicina como para ser una investigadora al nivel de este
hombre. Me faltaría mucho.

—Pero entonces ¿vos qué suponés que le va a pasar si no se suicida?


—Nada —contestó lacónicamente.

—No te entiendo.

—Entonces… ¡Nada es nada! Como era nada antes de que naciéramos.

—Antes que yo naciera estaba Boca campeón y cuando yo me muera me voy a llevar al cielo
la azul y oro y no van a alcanzar las estrellas para contar los campeonatos de Boca.

—¡No seas pelotudo! Estoy hablando en serio.

—¡Yo sé que no soy pelotudo! ¡Ña, ña ñaña! ¡Ña, ña ñaña!

—¿Por?

—Porque soy de Boca —continuó con risotadas y cánticos de cancha.

El entresijo sobre el enigmático personaje tomó carácter de misterio. Ella era una médica
joven, con poca experiencia, pero había quedado profundamente impactada por aquel
hombre que le recordaba a su abuelo. Había visto que Ernesto escribió el mensaje.
Amoscada por el tono de la charla del médico, abrió el libro para ver la dedicatoria, pero se
encontró con una breve frase, casi imposible de leer con la poca luz de la noche y que
tampoco parecía escrita en castellano.

~o~

Más o menos unos cinco años antes de aquel día, a Ernesto le avisaron del Consejo de
Rectores de la Universidad, que ya no podría ser el titular de la cátedra del posgrado de
Química Orgánica Molecular, por el burocrático hecho legal de haber cumplido los sesenta y
cinco años que marcaba la ley y que por esa causa no podía estar al frente de una clase. Lo
real es que había varios candidatos jóvenes y militantes para ese cargo que estaba muy bien
pago. El eminente profesor se sintió abrumado, ofendido y destratado. Luego, más tranquilo,
trató de hacer un análisis profundo de su nueva situación, y haciendo gala de su
racionalidad pensó en el tiempo que podría dedicarles a sus investigaciones, o a leer y
escuchar toda la música que no había podido oír en la Facultad, o darse el gusto de escribir
algunas de las ficciones que había imaginado en sus largas y frecuentes duermevelas.

En la Facultad le pidieron que les entregase la oficina y su escritorio limpio y sin objetos
personales a sus adjuntos. De los libros y las carpetas no dijeron nada. Casi todo estaba en
inglés, francés, alemán y algo en ruso, que Ernesto había aprendido de grande para no
perderles pisada a los europeos del Este. Para sus adjuntos aquella biblioteca era de ningún
interés ya que quienes lo iban a suceder apenas se llevaban con el inglés, y por cierto
bastante mal.

Lo primero que se le ocurrió fue juntar sus escritos y las carpetas con sus investigaciones.
De hecho, pertenecían a la Universidad, pero solo él conocía el mapa de los senderos que
había seguido para llegar a las conclusiones que allí expresaba. Si alguien seguía
investigando, él se comprometió a que, generosamente, lo guiaría para que no se metiera en
los numerosos “cul de sac” de cualquier proceso de indagación y que él ya los conocía de
sobra.
Elvira se horrorizaba cada vez que Ernesto llegaba con más cajas de cartón llenas de
papeles polvorientos, fotocopias arrugadas y papeles cuadriculados llenos de garabatos
escritos a lápiz.

—¡Ay, cielo! ¿Para qué te va a servir todo esto? ¡Ya está! Vos tendrías que rezarle todas las
noches la oración a María Santísima para saber envejecer —le reclamaba su mujer, sin
cambiar una sola de las palabras, cada vez que entraba con una caja con apuntes o libros.

Otro día llevo a su casa varias resmas de papel, de las que le entregaban en la Facultad. Eran
livianas, amarillentas y de mala calidad, pero en una cantidad proporcional al optimismo
que tenía en su futuro como escritor. No faltaron los clips, bolígrafos y los cartuchos de tinta
para impresora que era la misma que la suya particular. Parecía dispuesto a escribir la
Enciclopediæ Britannica teniendo en cuenta la cantidad de papel y tinta que acumuló.

Decidió comenzar con ficciones. Cuando se sintió que ya estaba preparado, se sentó a la
mesa del comedor frente a la notebook y se quedó mirando fijamente al monitor en blanco.
Pasaron segundos que se hicieron minutos y que terminaron convertidos en impaciencia y
rabia mal contenida culminando con un sonoro palmazo sobre la mesa.

¿Dónde se habían escondido los personajes que eran los figmentos de su imaginación
cuando no podía dormir? ¿Estaban todos en silencio, sin prestarle atención ni obedecerle?
¿Hacían huelga como sus adjuntos? ¿No le querían hablar? ¿También ellos lo ignoraban?
¿Estarían asombrados por haber tenido que salir a la luz, repentinamente y sin previo
aviso? ¿Padecían de un súbito pánico escénico y se negaban a hablarle y mucho menos a
obedecerle? No los oía siquiera cuchichear entre ellos. Con seguridad se escondían debajo
de las teclas, que los dedos de Ernesto se negaban a hundir en el ortográfico orden
necesario para producir las palabras que harían el sortilegio de obligar a aparecer a sus
protagonistas.

Su lógica científica se negó a aceptar la falta de entrenamiento en las tareas de la creatividad


y la ficción, por lo que su mente infería que ese papel en blanco era un hecho significante en
sí mismo. Estaba tan seguro de lo que sabía que no tenía vacilaciones.

¿Qué es la creatividad sino poner en palabras nuestras incertidumbres? Tal vez ese fuera el
principal problema: el exceso de seguridad de Ernesto en todo lo que hacía, y que el
frustrado escritor no tiraba por borda para aligerar peso y ser creativo. El silencio de la
blancura del monitor vació era al mismo tiempo una acción por omisión deliberada y artera
de sus personajes que se negaban entregarse a la vida efímera de la ficción. Ellos se
negaban, aunque más no fuera, a hacer una pirueta verbal para darle un pequeño gusto a su
autor. En medio de su enojo recordó que Umberto Eco dijo alguna vez que nada es más
nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración, y era obvio que eso le estaba
pasando a él.

“En la naturaleza —pensó Ernesto—, el silencio podía tener muchos significados como la
espera, la ausencia, el vacío, la vergüenza, el odio, el amor y el asombro”. “Casi cualquier
emoción se podía expresar con silencios, pero por lo visto, en un relato, al silencio, había
que describirlo como un hecho, por lo que dejaba de ser mutismo sino un mero hecho
circunstancial y anecdótico”. Por esa razón, no podía existir independientemente por sí, sino
por lo que se cuenta de él”. “El silencio relatado con silencio, perdía entonces la
trascendencia y la importancia que se le quería otorgar en un texto y obligaba a hurgar en lo
que sentían los personajes”. “No era como en la música que un silencio se representa con la
blanca o la nota vacía”. “Quien debía romper ese círculo vicioso, ese silencio de la página en
blanco, era el autor con su vox dei remplazando a la vox populi de los personajes que se
negaban tozudamente a expresarse”.

Si él hablaba era su propia visión hablando de los otros, aunque estuvieran mudos. Tenían
que ser ellos, los arteros personajes, los que le hablaran al lector del porqué del silencio, y
que pudieran acreditarse un alma propia como la que hoy tienen Don Quijote o Martín
Fierro.

Si no hablaban en sus páginas, no es que no hubiera personajes, sino que serían


incompletos, ya que el autor hablaría por ellos, por lo que pasarían a ser el personaje del
personaje por el mero hecho de que los imaginados no querían comunicarse.

El silencio es bueno para meditar o para dormir, sin embargo, nadie pudo aguantar más de
una hora encerrado dentro de una habitación en silencio absoluto. La ausencia total de
sonidos se hace más insoportable que ser aturdido por ruidos. Los acúfenos pasan a hacerse
presentes hasta ensordecernos con sus agudos silbos que vienen de ninguna parte que no
sean los ecos de nuestro propio sistema nervioso.

“¿Cómo hacen para sobrevivir los sordos absolutos? ¿Sufren de tinitis? ¿Sienten el rechinar
de sus dientes o el bombeo gorgoteante del corazón? El silencio del desierto en días de
calma y sin viento ¿era acaso lo que volvía sabios a los ermitaños o los monjes que hacían
extravagantes voto de mutismo? Ese silencio forzado ¿los hacía parecer sabios, como
escondiendo conocimientos que vedaban para los demás…?”

Ernesto comprendió a partir de sus dislates que el silencio podía ser útil para inferir y
divagar, pero el silencio blanco de una hoja de papel, por lo menos a él no le inspiraba más
que una inmensa frustración.

“¿Cuántos segundos aguantaría un lector hojeando un libro con páginas en blanco? Al no


haber palabras no había personajes que nos ilusionaran como que están vivos, aunque fuera
en su cárcel de papel y tinta”. “¿Acaso alguien compraría un libro así…? ¿Y qué otra cosa que
un libro en blanco son los cuadernos?”

Ernesto ansiaba que su obra, desde la primera frase, fuese inolvidable y se convirtiera en un
clásico aun antes de publicarla. Tenía que ser perfecta como cada una de sus
investigaciones. Dejó de lado la computadora y se lanzó a escribir con un bolígrafo sobre los
papeles cuadriculados, una línea cada tres cuadrados de por medio para dar lugar a las
seguras correcciones que vendrían en torrentes de tintas multicolores. Escribir con la
computadora personal era una forma de monólogo, al igual que con la máquina de escribir,
con la que también había intentado, el papel y el bolígrafo eran un diálogo interior que le
resultaba más amable.

Para darse coraje escribió un prólogo de algo que todavía no sabía qué iba a ser. Al menos el
papel manchado de garabatos no producía ese aterrador grito sin sonido ni sentido, del
papel yermo de signos y caracteres. Lo más terrible para Ernesto era el arcano del papel en
blanco que lo acechaba. No era que no tuviera nada que decir, sino todo lo contrario. ¡Era
tanto que no sabía cómo y con qué empezar!

Miró al papel y creyó adivinar que aquel había sido el dilema de Dios cuando todo el
universo estaba en una sola partícula. Esa partícula estaba en blanco y hasta que Dios no le
puso el Verbo, no hubo movimiento, luz, calor, tiempo, distancia y por último vida.
Ernesto comenzó a escribir cuentos breves, con bolígrafo y papel. Sus garabatos, difíciles de
interpretar, los corregía y volvía a corregir con distintos colores de tintas. Se sumaron
entrelíneas, notas al margen, al pie o en papeles pegados que surgían como pseudópodos de
sus escritos principales. Los cuentos se basaban en sus vivencias personales, en lo que
esperaba del futuro, en la actualización de mitos y leyendas. Ernesto era un escritor ubicuo.
En todo encontraba temas interesantes sobre los que, con el pretexto de un pequeño
entramado dramático, plasmar su posición filosófica.

Le costó casi un año tener el convencimiento acabado de que debía ir de menor a mayor, y
que no tenía los poderes aparentemente divinos, o una mística obsesión compulsiva como la
de Santo Tomás de Aquino, para escribir la Summa Teologiæ. Ernesto, obviamente, no tenía
a un Aristóteles ni a Agustín de Hipona, en quienes inspirarse o en los que pudiera tener un
punto de apoyo a partir del cual pudiera sacudir al mundo como él hubiera deseado.
¡Aunque sea hacerlo vibrar lo suficientemente fuerte como para que se cayeran como hojas
secas los dogmas, las ideas preconcebidas y los mitos seudocientíficos! Hubiera deseado
poder abrir cabezas, pero no a garrotazos, sino con la llave maestra de las ideas nuevas y la
curiosidad inagotable.

A poco de escribir sobre sus investigaciones se dio cuenta que, desde su postura de
investigador retirado de una universidad argentina, difícilmente pudiera estructurar una
obra apologética contra la afirmación religiosa de los principios del universo y los
desconocimientos de las verdades desmitificadas del todo que nos rodea.

Para horror de Elvira, su ortodoxa y reverente mujer, Ernesto en sus escritos, no dejó oculto
su agnosticismo religioso. No negaba la existencia de dios, pero no se trataba del dios al que
Elvira lo obligaba a adorar cada domingo en la misa de las diez de la mañana. Su mujer se
enteró de los pensamientos más íntimos de su marido revolviendo sus apuntes y sus
cuentos inacabados. Ernesto nunca se había negado a acompañarla a cualquier ceremonia
religiosa, aunque siempre parecía estar absorto, imbuido en profundas meditaciones, las
que a Elvira se le antojaban prácticas piadosamente místicas. Ernesto, por su parte, le daba
vía libre a su imaginación para que se escapara a un cielo tan lejano como las galaxias más
antiguas. Soñaba despierto, calculaba cuáles podían ser las leyes de la física de antes de la
creación del universo. Otras veces solía bajar, no a las negruras del infierno, sino a los
vericuetos perpetuamente oscuros de las partículas subatómicas que no sabían de la
claridad porque son más pequeñas que la frecuencia de las ondas que transportan los
fotones y producen la luz.

En la misa, durante la elevación, Ernesto analizaba las posibilidades químicas, físicas y hasta
cuánticas de la transmutación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Cristo, y su
mente científica se negaba a aceptar una idea tan poco verosímil: no era lógico que un
milagro se repita a demanda, tantas veces en tantos lugares distintos. Por ese solo hecho
dejaba de ser un milagro para convertirse en una norma o una cuestión ordinaria y
cotidiana. No había posibilidades que un gesto de las manos fuera suficiente para operar la
discordia de los elementos. Que el vino se convierta en sangre, y el pan sin levadura en
carne, y que por añadidura se los consuma para producir la unión era demasiado
disparatado. Decir que todo aquello era un simbolismo no le hubiera quitado ni pizca del
valor espiritual y moral y le hubiera dado mucho menos de qué hablar a los detractores.

~o~
Ernesto fue pasando sus cuentos a letra de molde en la notebook. Los corrigió mil veces y
siempre seguía encontrando errores, conejos como los llamaba él, donde nadie podía
suponerlos. Su escritura se hizo certera, pulida, acabada, brillante hasta lo esplendorosa.
Los pequeños entramados dramáticos del primer boceto de cada relato se fueron
convirtiendo en complejas posturas filosóficas que mostraban a la vida desnuda y sin
tapujos, a partir de los hechos cotidianos de los personajes que dejaba su mente en libertad
de acción.

La primera lectora, y tal vez la única, de sus cuentos era Elvira, que los leía sin apartarse de
sus dogmas de fe y su inamovible posición cultural del “deber ser”. Amaba lo
suficientemente mucho a su esposo como para no poder decirle cuanto detestaba a sus
cuentos y lo poco que entendía de ellos. Le repugnaban a su formación, su fe y sus
tradiciones. Cuando Ernesto le pedía una opinión, la respuesta invariable de Elvira era:
“¡Está muy lindo!”.

Más de una vez, Ernesto les pidió a sus amigos que leyeran los cuentos de su autoría, no
todos, sino alguno, al azar, para medir la posibilidad de presentarlos a publicación. Ninguno
de sus amigos, ni sus colegas, que normalmente gastaban fortunas en las librerías, se tomó
la molestia de leer aquellos manuscritos mecanografiados que en realidad guardaban
tesoros de sabiduría, con gramática delicadamente ordenada. Así fue como nunca, ninguno
de ellos, supo que a través de un par de cuentos de ciencia ficción Ernesto sostenía la teoría
de Ernesto de la creación del universo seguía ocurriendo en forma permanente como si las
estrellas brotaran como burbujas de un manantial subterráneo y que se iban creando otros
universos nuevos, paralelos, no idénticos, separados por un incierto horizonte en expansión
permanente e infinita. Ninguno de sus colegas leyó otro cuento, de ficción especulativa, en el
que el bioquímico sostenía que en cada lugar que se acumulaba agua se seguía creando
nuevas formas de vida cada día, aun hasta en el presente.

Los editores le hacían dejar costosas copias semi encuadernadas que le devolvían sin una
marca de haber sido abiertas. Así Ernesto comenzó a mezclar las páginas aleatoriamente, y
cuando iba en busca de una devolución a su obra, le decían con desparpajo, que no era lo
que le interesaba al público que comparaba libros durante el verano.

—¿Y Señor Editor? ¿Qué opina usted de mis cuentos? —le preguntó al responsable de una
gran editorial donde había sido recomendado.

—Bueno… Mire… —intentó decir el Señor Editor alargando las palabras— No es


exactamente lo que buscamos. Hoy el público es muy exigente y necesitamos algo más
profundo.

—¿Más profundo? —Repitió Ernesto con cara de incredulidad— ¿Usted lo leyó todo?

—¡Sí por supuesto! —Afirmó el Señor Editor— ¡No dudará de mi palabra!

—En absoluto. Pero… ¿lo entendió?

—Sí, precisamente me pareció un poco superficial para lo que andamos buscando.

—¿Y no notó nada extraño al leerlo? —Insistió Ernesto.

—Sí Don Ernesto, que a usted le falta un poco de pulimento como escritor.
Ernesto se abalanzó al Señor Editor y le abrió el original en la cara.

—Yo en cambio diría que lo que a usted le falta es vergüenza, lo que le traje son hojas
impresas al azar de Un mundo feliz de Aldous Huxley. No hay ninguna que tenga que ver con
la siguiente, ni siquiera en la numeración y usted ni eso notó. Usted es un canalla mentiroso
como todos.

El Señor Editor intentó darle una explicación sobre lo ocupado que estaba.

—Yo también estoy ocupado —le contestó Ernesto.

—Pero si usted está jubilado — le respondió el Editor.

—Precisamente por eso estoy mucho más ocupado que usted. Me queda menos tiempo y
usted me lo roba descaradamente. Es lo peor que me podía hacer.

—Hágame el favor ¡váyase! —le dijo el Editor.

—¡Qué yo me vaya es el favor más grande que le pueda llegar a hacer yo a usted, sin
embargo, el papelón de este triste evento, usted no se lo va a olvidar jamás! Sea honesto:
diga que no lo publica porque le importa tres carajos lo que contenga adentro, si es que no
describe con lujos de detalles vaginas, penes, lenguas y culos intercambiando secreciones
entre sí aleatoriamente. Así, por lo menos, va a ser un comerciante digno, porque editor…
¡No es! No mienta. Nuestra sociedad está enferma de mentiras que para colmo son
aceptadas como buenas. ¡Dígame por lo menos que no me publica este bodoque porque la
gente ya no sabe leer! ¡Dígame que hemos remplazado una buena lectura, que activa
nuestra imaginación, por una sucesión rápida de imágenes que nos hace más y más adictos
a la adrenalina!

—No son cosas que yo pueda manejar —dijo el Señor Editor.

—¡Entonces dedíquese a otra cosa! ¡Pero no las puede ignorar! —Le respondió Ernesto—
Usted comercia con libros, no trabaja de clavarle herraduras a las mulas de la remonta. La
mentira se ha convertido en una moneda falsa que nuestra sociedad ha aceptado y que ha
terminado remplazando a la buena. El médico, que diagnostica infecciones virales porque
no se ven o son casi imposibles de comprobar. El ingeniero, que hace un camino de 100
kilómetros con un ancho de cinco centímetros de menos, porque nadie va a notar que puso
mil toneladas menos de asfalto y además se ahorró cien viajes de camión. El político, que
dice que se hizo rico con sus ahorros de joven o que fueron puestos a intereses
inverosímiles en el banco. El frutero, que le vende naranjas secas, pero barnizadas para que
parezcan frescas y buenas. La mentira es lo normal y decir la verdad es casi ridículo.

—¡Usted es un nihilista! —le espetó el Señor Editor.

—¡A mucha honra! Si no lo fuera me iría totalmente frustrado con “su crítica” a mis cuentos.

El editor respiró profundamente y trató de mostrarse amigable:

—¡A ver Ernesto! ¡Espere! Si usted paga la edición, nosotros se lo imprimimos y


distribuimos a consignación en las librerías…

—¡Ah…! ¡Por fin habla con la verdad! ¿Sabe lo que pasa? Soy un pobre profesor universitario
jubilado. Me falta el dinero y me sobra pudor para hacer algo así. Se terminaron las
palabras, así que… ¡Buenas tardes! Le agradezco que, aunque sea a último momento, haya
sido sincero.

El peregrinaje por las demás editoriales no fue distinto. En todas tenía que pagar la
autoedición. Le decían que los cuentos no eran un formato comercialmente aceptado. Sus
ensayos debían estar avalados por la Universidad y apadrinados por un científico, cuando él
mismo había sido el científico que había apadrinado y garantizado por años a sus discípulos,
pero ahora estaba jubilado.

Luego de sus andadas por las editoras, Ernesto se paraba en las vidrieras de las librerías y
se preguntaba cómo habrían hecho todos esos autores para llegar allí. Se preguntó si
habrían empezado desde más jóvenes, se habrían auto editado, o ganado concursos de los
que él no ni siquiera se enteraba. Meditó con más cuidado por qué su mujer le decía que
eran cuentos “lindos” y sus amigos ni se tomaban la molestia de ojearlos rápidamente.

Comprendía a su mujer, para quién los cuentos serían inentendibles y repugnantes a sus
creencias, pero por lo demás pasó a descreer de la amistad y de la lógica. Cuando se juntaba
en el café con sus amigos se llamaba a silencio o hacía comentarios breves con un feroz
cinismo que demudaban los rostros a sus ocasionales compañeros. Ernesto había dejado de
inclinarse por la diplomacia y la corrección y comenzó a decir lo que realmente sentía. Ser
diplomático, analizó, también era una forma elegante, pero no menos repugnante de mentir,
y él no quería hacerlo. Sus actitudes incomodaban y mucho. Acompañaba a su mujer a la
misa, pero permanecía sentado o parado apoyado contra una columna sin repetir ningún
gesto ni arrodillarse. Varias veces el Párroco lo miró de reojo durante la elevación. Ernesto
le mantenía la mirada en forma desafiante y por dentro hubiera deseado tener una
discusión cara a cara con el celebrante.

El Párroco, molesto por las miradas desafiantes de Ernesto que lo perturbaban en el


momento más sagrado de la transmutación, habló en el atrio de la iglesia con Elvira. Le
preguntó por qué Ernesto no atendía la misa como Dios mandaba. Elvira se lo transmitió a
Ernesto y Ernesto le contesto:

—¡No mi amor! ¡Que el pollerudo ese no te engañe! Dios no lo manda. A dios le importa un
cuerno si nos arrodillamos o nos revolcamos durante la misa. Dios no es una máquina
tragamonedas que hace favores de acuerdo a la cantidad de Padrenuestros que le reces. Ese
no es un dios, es un comerciante que no nos ama ni nada parecido, nos usa y es el producto
del ingenio de cuatro vivos: un cristiano, un judío, un musulmán y un budista.

Elvira horrorizada se lo contó al Párroco, que sin dudarlo y basado en sus dogmas dijo que
no había peor pecado que el de la falta de esperanza, que era aún peor que la falta de fe, que
tratara de hablar con su marido y que lo corrigiera en sus errores.

A Elvira no se le ocurrió mejor idea que iniciar un catequismo de entrecasa en el preciso


momento en que Ernesto trataba de comprender la teoría de las cuerdas y por qué una
misma partícula podía estar en dos lugares distintos al mismo tiempo o que el gato de
Schrodinger estaba vivo y muerto a la vez hasta que abríamos la caja. Ernesto se puso de
pie, tomó su libro y salió con un banquito al jardín, mientras Elvira le seguía hablando de las
loas que los ángeles le cantaban al Señor en el cielo. Ernesto la miró frunciendo el ceño, se
bajó los anteojos a la mitad de la nariz y le respondió con calma.

—¿En serio que en el cielo los ángeles están todo el tiempo cantándole loas a Dios?
—¡Sí…! — le confirmó Elvira entusiasmada y sonriente.

—Si yo fuera Dios, los mandaría a patadas en sus seráficos culitos a la tierra a laburar para
que haya menos hambre, enfermedades, odios y guerras en lugar de estar cantando loas
como unos pelotuditos… Aparte… ¡Qué aburrido! ¡Dejame de joder!

Esa frase fue la última que Elvira le oyó decir a Ernesto que había caído en la cuenta que no
valía la pena hablar, ni darse a entender por escrito, sino intentar, hasta su último aliento
entender cómo funcionaba algo de ese maravilloso universo que había creado dios, pero el
de verdad, no el de las religiones, el sabio, no el egoísta, el que nos había sacado del caos y
que al caos nos devolvía sin tener por qué darnos explicaciones del sentido de nuestra
existencia porque se explicaba en sí misma y éramos apenas el resultado de una cadena
curiosa de fenómenos estelares, físicos y químicos. “¡Tanta filosofía al pedo!” Se asombró
Ernesto.

El silencio, por el que había optado no era de enojo, sino el mutis por el que opta el asceta, el
monje contemplativo o el lama. El silencio necesario para que pueda existir la música. Como
la distancia vacía del arco entre dos columnas que sostienen un edificio. Su silencio era
como esas pausas, de meditación en medio de tanto bullicio, opiniones y críticas sin
fundamento. Su recogimiento, en cambio, era plenamente fundado: ya no tenía nada más
que decir porque nadie quería oír, ni leer, lo que él tenía para contarle y decirle al mundo.
Tampoco quería contradecir a su mujer en sus aquilatadas creencias. Ernesto la amaba
demasiado como para hacerla sufrir por discusiones religiosas y ella a su vez, amaba
demasiado al dios que le habían impuesto como cierto sus mayores. Ese entuerto se
solucionaba solamente con el silencio de una de las partes, y Ernesto sabía que era su
responsabilidad, porque el dios inventado seguiría divulgando su sonsonete a través de las
gargantas de sus “intermediarios”. El amor, los besos, las manos trenzadas y los abrazos al
dormir no faltaron en ningún momento. No fuera a confundirse el silencio con
malquerencia.

Todas las palabras que Ernesto había escrito, a las que otros las habían amordazado con la
indiferencia o la ignorancia, tomaban una nueva entidad al contraponer un silencio racional,
meditado y voluntario. No era que Ernesto no tuviera nada que decir, sino que de nada le
servía decirlo en las condiciones que la sociedad le imponía. Él se sentía más libre al
guardar para sí lo que otros se habían negado a oír y a entender.

Sentía que sus palabras habían comenzado a distanciarse de los hechos. Sus ficciones eran
creaciones de su mente donde hacía bailar a sus personajes al compás de su propia música y
no de tonadas ajenas. La puesta en escena de sus personajes la creaba él. Los entrampaba
como una araña en su tela, y desde un extremo los amenazaba como el artrópodo se
abalanza sobre los insectos enredados. Jugaba a ser dios. Un dios feo como una araña. Un
dios que tendía trampas de destino a sus propias criaturas. ¿Había alguna diferencia con
todos los dioses que los hombres adoraban en cualquier templo?

En sus ficciones hubiera alejado a los lectores de la realidad mediante el entablado de


palabras que construía como flexibles torres de bambú. Sus palabras formaban un figmento
que era solo de él y nadie parecía interesado en compartir, ni siquiera de curiosear. A
Ernesto le dolía por, sobre todo, que cada palabra había sido elegida con el cuidado que el
cirujano opta por un escalpelo en el quirófano. Ninguna había sido descuidada. La
construcción era sólida y exacta, sin que las hubiera de más ni de menos, dejándolas
perfectamente alineadas y ensambladas con la concisión del científico.
En sus investigaciones, las palabras se sumaban a los cálculos, y dando por sentado que la
matemática era perfecta. Ernesto demostraba que sus especulaciones teóricas eran
verdaderas porque los cálculos la confirmaban. ¿Y qué eran los cálculos sino palabras
codificadas que interactuaban de modo caprichoso para darle el gusto al fascinador de
turno? Las conclusiones también eran palabras. Palabras especulativas que no podrían ser
confirmadas empíricamente, sino por las cabriolas precisas en ecuaciones complejas de
números bien amaestrados.

Ernesto sabía de sobra que su obsceno silencio ontológico causaba molestias e irritaba a
Elvira, a sus cuñadas y a las tías de Elvira también. En cambio, su prole estaba
acostumbrada a “las locuras” de su progenitor, como con esa ridícula física cuántica y la
teoría de la creación permanente. “Si quiere estar callado, ¡mejor!” decían sus hijos. Ernesto,
que se había jurado a sí mismo mantener ese silencio monástico, sabía que sus hijos en
realidad deseaban que él sí se expresara, pero no libremente como lo había hecho siempre
sino como ellos pretendían que se pronunciara. Tal vez como un padre común y corriente,
hincha de un cuadro de fútbol, o que los domingos barbotara contra el gobierno de turno
por las barbaridades cometidas indefectiblemente todos los días hábiles de la semana. En
definitiva, ni su mujer ni sus hijos supieron absolutamente nada de él, pero con ese saber
íntimo y profundo del que conoce la identidad y la naturaleza y que mueve los
pensamientos. No era así.

Ernesto no esperaba que comprendieran sus silencios aquellos que no habían entendido ni
atendido a sus palabras. Sabía que en silencio no ofendería a nadie ni pelearía por cosas que
su mente tal vez demasiado lógica, sabía que eran inútiles abalorios o fuegos de artificio
gramaticales sin sentido ni base en la realidad.

~o~

Así, de a poco, Ernesto construyó una esfera indefinida llena de conocimiento y que no se
conectaba casi en nada con la sociedad que lo contenía. Su mente a veces se agigantaba para
flotar entre las estrellas y galaxias y otras veces se hacía tan pequeña como para imaginarse
palmeando con extremo cuidado la redonda barriga de un neutrón. Cuanto más lejos iba en
la distancia, en el tiempo, o en la pequeñez se terminaba topando con Dios. No el de Elvira,
sino el de verdad. La fuerza primigenia, la fuerza incausada o tal vez el causante de todo.
Estaba en todas partes. No atendía oraciones, ni hacía milagros, ni concedía de dones, bulas
ni indulgencias. Apenas se dedicaba a que todo, desde lo más grande a lo más pequeño
funcionara a la perfección. ¡Ah! Y ese Dios tampoco le hablaba a él, sino que era elusivo,
silencioso y lleno de misterios y para conocerlo solo estaba su obra, porque tampoco se
expresaba en palabras y allí cayó en la cuenta que las palabras del dios de Elvira como el de
cualquier otro dios charlatán, eran inventadas por otros que les hacían decir lo que querían
y no la verdad absoluta y mucho menos revelada. Los dioses de las religiones tenían autores
y eran el producto de la fantasía colectiva de autores confabulados en mantener una
ideología o un poder. A partir de ese día Ernesto se sintió más cerca del que él consideraba
el Dios verdadero, pero no tenían nada que decirse y todo lo que Ernesto sabía de ese ente
supremo era a fuerza de investigación, cálculo y especulación. Por su soledad faltaba la
confrontación.

Una mañana de fines de noviembre, mientras se afeitaba, sin estrépitos, ni molestar a nadie
Ernesto sintió que ya estaba todo cumplido. La luz del último sótano se había apagado. Se
terminó de convencer que nadie lo leería ni seguiría sus pasos. Era el hombre al que le
habían impuesto el silencio antes de que él lo adoptara por decisión propia. Se iba con su
cuerpo rumbo al caos. Volvería a ser unas cuantas moléculas sueltas vagando libremente y
algún día tal vez podría ser parte de una estrella y con suerte terminar siendo parte de un
agujero negro poderoso y masivo que lo transportara a los otros universos que él había
calculado que sí existen.

~o~

Enterada tardíamente del fallecimiento de Ernesto, la médica la practicante que lo había


atendido en los inicios de su mutismo, recordó la dedicatoria de su paciente en el libro que
le había regalado. Casi había olvidado aquel garabato. Le costó leerlo. La muchacha, de
pronto, comprendió cuál era el mal que lo había aquejado a Ernesto y que no era
precisamente, físico. ¿Qué sería de un escritor en silencio o frente a una página en blanco?
Simplemente sería la nada misma.

La despedida de Ernesto estaba resumida en la dedicatoria del libro: “Libera me ab mei


verba. Libera me ab anima.” (*)

(*) Líbrame de mis palabras. Líbrame de la vida.



La vieja

Ni bien se supo en Tucumán, que en Lules vivía la mujer más vieja del mundo, a los dos o tres
días llegaron todos los móviles satelitales de la televisión.

La familia sentó a la anciana en una silla plástica en el patio de tierra recién barrida que
estaba frente al horno de barro del rancho de adobe blanqueado.

La mujer miraba extrañada al periodista que se le acercó con un micrófono mientras otro
sostenía a un extraño cíclope lleno de cables. Cuando todo estuvo en orden, el periodista se le
acercó para hacer la nota.

— ¿Cómo se llama usted Abuela?

— ¡Yo no soy su abuela! — contestó la vieja con claridad y contundencia.

El periodista se rio condescendiente con la anciana.

— ¡Sí Claro! ¿Cómo se llama usted?

— Catalina.

— ¿Y cuántos años tiene usted?

— 135.

— Eso quiere decir que nació en 1882…

— Si la matemática y el calendario no han cambiado estos últimos tiempos, sí — volvió a


ridiculizarlo la anciana.

— Me dijo un pajarito que usted todavía fuma.

— Ningún pajarito. La bocona de mi bisnieta María. Sí. Gitanes, porque ya no se consiguen los
Particulares negros sin filtro. No tienen gusto a nada, parecen pasto.

— ¡Pero Catalina!  — Continuó el notero, haciéndose el simpático — ¿Qué come? ¿Algún


traguito de vez en cuando?

— Un vaso de caña de durazno, con un chorrito de ginebra o si no de vodka, pero siempre


una hora después de comer.

— ¡O sea que toma y fuma!

— ¿Y qué mierda le estoy diciendo? ¿O me toma por una vieja idiota?

— ¿Y a qué atribuye su longevidad?  — preguntó el periodista tratando de encontrar la


fórmula de la piedra filosofal o el secreto de Matusalén.

— ¡A que nunca me rasqué la cabeza!  — contestó la mujer sin dudarlo.


— ¿Cómo?  — Hesitó el periodista — ¿Nunca? ¿Es posible eso? ¿Está segura? ¿Ni de chica?

— A ver…  — dudó la mujer, acercándose una mano al parietal, entrecerrando los ojos hizo
fuerza por recordar si aquello era así, rascándose la cabeza en un gesto natural.

Cayó fulminada, como por un rayo.


El Teatro

Eugenia cantaba. Cuando el sol se levantaba en pantuflas por el Este, cuando se nublaba y
cuando el sol se iba a dormir abochornado por el Oeste. Le cantaba también a la luna, no
importando si estaba creciente, llena o menguante. Tenía una canción distinta para cada
estrella. Las nubes y la niebla también la inspiraban.

En su casa tenía una hamaca pendiendo de un alero, que estaba frente al gallinero. Cuando
Eugenia terminaba aturdiendo a sus mayores, la mandaban a hamacarse de frente a las
gallinas. Allí cantaba, y en más de una oportunidad, sin saber por qué, un gallo rojo con
aspecto mandón, la acompañaba, especialmente las tardes de verano de mucho calor.

María Eugenia cantaba con voz dulce y melodiosa mirando al sol, cuando lo había, contando
nubes o estrellas cuando atardecía. Estaba convencida de que la luna llena era un reflector
que había puesto el Creador para iluminarla a ella en su arte, y tan solo a ella.

Como todo lo que se practica con empeño, el arte de Eugenia fue perfeccionándose.
Seguramente hasta las gallinas ya se supieran las letras de sus canciones repetidas hasta el
hartazgo.

Una tarde de verano, Luisa llamó a un conciliábulo de mayores en la galería. El piso de


cerámicas rojas, que de tanto pasarle kerosene reflejaban los batones negros de las tías, que
llevaban luto permanente por los padres muertos hacía más de veinte años; por una prima
segunda a la que quisieron mucho, fallecida en Bilbao, de lo que se enteraron a seis años de
ocurrido, y por si acaso también. Fue allí que recibieron la decisión, nunca democrática, de
Luisa: ¡Eugenia debía estudiar canto! Lo que era un placer para la niña se convertiría en un
deber impuesto, porque simplemente así debía ser. “Si ha de cantar, ¡qué lo haga bien!”, dijo
la severa y siempre ceñuda tía Luisa, madrina de Eugenia. “¿A vos te parece que tenga una
obligación así desde tan chiquita?” preguntó la tía Mary, que era la única alegre de las
hermanas solteronas. “A mí me parece que canta bien,” balbuceó la tía Bernarda, cuyo luto no
se notaba porque su ropa estaba siempre cubierta de nubes de harina. “¡Callate Berna! ¿Qué
sabés? ¡Si vos sos más sorda que un ladrillo?” concluyó la pequeña y frágil tía Balbina.

Para bien o para mal, al día siguiente, la tía Luisa se pintó de rojo, y con forma de corazón, los
labios, esos que nunca habían besado a un hombre, y partió rauda a lo del maestro di Chiara.

El maestro era todo un misterio para el pueblo. A los pueblos les encantan los misterios, y
cuanto más inverosímiles, mejor. Era un italiano, compositor de música académica,
arreglador, director de orquesta, director coral y un tenor de voz trémula. Demasiado para
un pueblo perdido en el medio de la llanura pampeana, demasiado lejos de Buenos Aires
para estar cerca pero demasiado cerca para crecer con vida propia. Algunos decían que en
realidad era un prófugo escapando de la “Cossa Nostra”. Otros, no menos imaginativos, le
endilgaban que en realidad el mismísimo di Chiara era un miembro de la “’ndrghetta” y de
quien realmente escapaba era de los carabineros italianos. No faltó el que supusiera que era
un “camisa negra” que había huido de Catanzaro, cuando la invadieron los aliados y se
precipitó la caída de Benito Mussolini. Fuera como fuese, el maestro calabrés estaba allí y
regalaba su arte desde el Teatro Florencio Constantino a todo el pueblo de Bragado. Nadie se
molestó jamás en averiguar la verdad: di Chiara había sido el más brillante director del
Politeama y tenía una familia pequeña compuesta por su mujer —que, según dicen, era
bellísima— y su hija de pelo negro y ojos verdes. Cuando la guerra se llevó la paz del Sur de
Italia, a su paso también arrasó con los dos amores del maestro di Chiara, que entonces
buscó en la planicie del otro lado del Atlántico, la paz que le habían arrancado en el istmo de
Marcellinata. Dejó de derramar lágrimas en el mar Jónico y decidió echarlas en los
atardeceres, sentado en las barrancas del Río Salado, mirando al Noreste, para ver si veía
pasar a sus ángeles perdidos.

La tía Luisa encaró a di Chiara con su ceño fruncido, como si lo fuera a retar, aun antes de
saludarlo. Le pidió que educara la voz de su sobrina, ahijada y pupila, cargos que llevaba la
pobre Eugenia sobre sus pequeños hombros. El maestro sonrió bonachonamente y pasó una
cifra de dinero que no fue mayor problema para los padres de Eugenia, que vivían en un
pueblo cercano, Gobernador Carlos Casares, donde la educación no alcanzaba para lo que se
esperaba que llegara a ser la niña de los ojos verdes. Luego vino la prueba. Di Chiara quedó
maravillado con la voz de la pequeña, pero se cuidó mucho de decirlo. Sabía que Doña Luisa
exigiría siempre más.

Pasó el tiempo y en lugar de clases, hubo apenas un tutelaje. La armonía surgía de María
Eugenia como el agua de la montaña: fresca, cristalina e imparable. Tenía un don natural.
Elegían temas. Ensayaron. Probaron. Todo salía maravillosamente e in crescendo.

No tardó mucho tiempo en hacerse pública la preferencia del maestro di Chiara por la
prodigiosa Eugenia. Los mitos, creados por los secreteos de las viejas apoyadas en las
escobas, mientras barrían sus respectivas veredas, arreciaron como olas en la tormenta.
Como muchas no sabían quiénes eran los verdaderos padres de la niña, primero la dieron
por huérfana expósita, criada por las hermanas Roteta. Cuando se enteraron de sus
increíbles dotes con el canto, supusieron que en realidad se trataba de una hija sacrílega del
maestro di Chiara. Aquellas habladurías le cayeron peor que mal a la severa tía Luisa. Así
como decidió que Eugenia fuera a estudiar canto, también dispuso inconsulta y
terminantemente que dejara de hacerlo. ¡El honor de la familia estaba primero! ¡Qué
embromar!

Muchos sufrieron por la decisión de la guardiana de la moralidad de aquella casa de gente


tan bien nacida, con misa y comunión diaria. Sufrió Eugenia que se había acostumbrado a
hacer un tremendo despliegue de sus dones frente a alguien que la comprendía a la
perfección. Sufrió la tía Mary, de verdadero nombre María Asunción, que gozaba con la
alegría ajena como consuelo de la falta de una propia. Sufrió el maestro di Chiara que tuvo
que volver a las clases desafinadas de los niñitos de la escuela primaria. Es probable que
hayan sufrido el sol, la luna, las estrellas, las nubes y hasta el mismísimo Dios. El único que
gozó fue el gallo colorado y mandón, que recibía frente a su reino alambrado y salpicado de
maíz, las tonadas de Eugenia.

Nadie más habló de una paternidad pecaminosa y todos en paz.

Eugenia, por su parte, cerró su garganta y en su rostro creció el pánico escénico. No cantaba
más que en voz muy queda, debajo de la flor de la ducha o de las del ceibo. En la misa se
llamó a silencio para que las miradas no se posaran en ella. Cantaba el Himno Nacional casi
en secreto para que no la oyeran y recordaran la estúpida habladuría. Solamente se animaba
un poco con la Marcha de San Lorenzo.
El tiempo, como es su costumbre, pasó.

Las notas y el recuerdo de las canciones se fueron apagando. Di Chiara hacía todo cuanto las
fuerzas le permitían en el Constantino. Todo se desenvolvía con relativa calma hasta una
tarde le llegó una carta al teatro, anunciándole que el 9 de abril de 1959 debía preparar una
función de gala conmemorando el septuagenario de la llegada a la Argentina de Florencio
Constantino, el fundador de la sala lírica, pero también de despedida, porque ya no había
dinero en las arcas del municipio para mantenerlo. Asistiría el agotado y envejecido
intendente del pueblo, en lo que sería uno de sus últimos actos oficiales. Como un pedido
especial, y por las preferencias del Señor Alcalde, le pidieron que en esa velada “se cantara
algo” de Giacomo Puccini, como ser fragmentos de Madama Butterfly. Allí no terminaba todo,
sino que se “sugería” que dicho fragmento fuera nada menos que “Un bel di vedremo”, en el
cual Cio-Cio-San, la joven geisha, se despide de su amor pasajero con el marino Pinkerton
que retornaba a su país, y con tan triste canción el pueblo se despediría del Teatro
Constantino que se cerraría por mera pobreza.

Di Chiara se quedó con la boca abierta. No podía creerlo. Necesitaría a una experimentada
soprano para interpretar algo tan difícil como “Un bel di vedremo” y conmover a la multitud
que iría a aquella función postrera. El maestro sabía que el intendente quería escuchar esa
canción como propia despedida, conjuntamente con el viejo y desvencijado teatro.

Desesperado por la responsabilidad fue a la casa de las tías Roteta. Eugenia había crecido
mucho y era una bellísima muchacha, cuyos ojos encandilaban y su sonrisa era radiante.
Cuando el maestro di Chiara le pidió que cantara “Un bel di vedremo” para el intendente y la
clausura definitiva del teatro, Eugenia se ruborizó y dijo que a ella le daba pánico cantar para
el público luego de haber sufrido tantas maledicencias pasadas. Los ruegos del maestro di
Chiara se multiplicaron, hasta que la tía Luisa dio la orden: “¡Lo hacés y se sanseacabó!” La
pequeña tía Balbina, tan lógica siempre, le dijo “¡Pero Luisa! ¿Desde cuándo a vos te importa
el intendente? ¡Si ni siquiera lo votaste porque es radical!” No hubo razón que modificara una
voluntad tan vasca y conservadora como la de la Tía Luisa.

Eugenia y el maestro ensayaron a solas durante días y semanas. Cada vez que Eugenia estaba
en un ensayo y alguien entraba a la sala, se callaba a la espera de estar nuevamente a solas
frente al maestro.

Mil veces Eugenia le dijo que la responsabilidad era demasiada para su tan poca experiencia,
que no podría, que sería un desastre, que esa canción la acongojaba y tanto más sabiendo
que sería la última que se oiría en ese teatro. Finalmente di Chiara logró convencerla
proponiéndole un plan. El iría al palco central que estaba por encima de la cazuela donde se
ubicaría el intendente. Allí estaba el potente seguidor que la iluminaría. Le sugirió que mirara
a esa luz como si fuera el sol cuando ella se hamacaba. Qué él la dirigiría desde allí. La orden
era terminante lo tenía que mirar únicamente a él, y debía cantar desde el alma, para que su
música fuera la última que se imprimiera en los muros del teatro.

La noche del 9 de abril llegó. A Eugenia la maquillaron como si fuera Cio-Cio-San. Le


recogieron su caballera negra con dos agujetas como si fuera una japonesa verdadera. Sus
ojos verdes y sus pestañas increíbles no necesitaron demasiado maquillaje, aunque tuvo que
soportar el blanco del polvo de arroz en su bellísimo rostro.

A Eugenia le tocaba interpretar el número final. Hasta entonces los aplausos habían sido
tibios y por compromiso, muestra del ánimo menguante de los presentes, que era
proporcional a la decadencia del teatro. Eugenia entró sola al escenario. El telón estaba
cerrado. Sabía que el reflector seguidor la estaría esperando para encandilarla y así no ver al
público.

Se abrió el telón ante la muchacha. La luz blanca del reflector se le antojó el sol. Eugenia se
esforzó por ver los movimientos de los brazos del maestro di Chiara. Apeló a su memoria
emotiva, entrecerró los ojos y cantó desde adentro. Recordó que por mucho tiempo no había
podido cantar y sintió la misma tristeza que debe haber sentido Cio-Cio-San al despedir a
Pinkerton. Lo hizo profundamente, con sentimiento y una dulzura indescriptibles. Sus
lágrimas de emoción propia arrastraron parte del polvo de arroz del maquillaje.

El director de la orquesta —que era la Teatro Argentino de La Plata, para honrar aún más, a
tan magno como triste homenaje— hizo acallar los instrumentos. Todos se guardaron a
silencio para admirar a Eugenia que no se percató que había quedado cantando a capella. Su
voz llenó el teatro. Un concejal lloró con Eugenia. El dueño del almacén de ramos generales
bajaba la cabeza porque no quería que lo vieran moquear. El dueño de la fundición de
chatarra puso cara de asombro por primera vez en su acerada vida, que no haya sido delante
de una fragua candente de metales derritiéndose. El intendente no podía cerrar la boca.
Solamente María Callas había llegado a algo similar en 1954.

Cuando concluyó la ovacionaron. Muchos se pararon en las butacas arriesgándose a casi


seguros porrazos. La gente gritaba y la idolatraba. Eugenia miró para un costado, como
pidiendo que por favor cerraran el telón de una vez. Allí lo vio al maestro di Chiara
aplaudiendo a los manotazos con los ojos empapados en lágrimas. Eugenia giró la cabeza y
miró al palco donde estaba el seguidor. Di Chiara no estaba allá. Incrédula miró para el
costado nuevamente y vio al calabrés que esforzadamente cerraba el telón. Eugenia no
saludó en ningún momento pese a que las ovaciones siguieron a telón cerrado.

La jovencita corrió hasta el maestro preguntándole si él la había dirigido desde el palco. La


respuesta del maestro fue desoladora:

—No mi pequeña, los matones que cuidan al alcalde no me dejaron que me quedara en ese
lugar, porque estaba sobre la cazuela del intendente, y sabiendo que soy conservador, temían
que le escupiera en la pelada como hice en la fiesta del 9 de julio. Lo hiciste vos sola: desde
este montículo de piedra, en el medio de la nada, has hecho llorar a todo un pueblo…

—No entiendo profesor, ¿cómo que a un pueblo?”. Le contestó ella. “Mi pequeña, como
mirabas nada más que a la luz del seguidor, no te diste cuenta que te estaba tomando el
micrófono de la propaladora. Lo pasó por todos los parlantes del pueblo y además pusieron
bocinas en la plaza. Están diciendo que la gente lloró con tu interpretación en todas partes.

—¿La mía profesor? ‒ Insistió ella.

—Vos y tu alma Eugenia, porque tuviste ganas y sentimientos. Lo hicieron tu voluntad y


vos— Concluyó di Chiara.

Afuera, en la plaza, las ovaciones y los pedidos de bises duraron cinco minutos más. Eugenia,
temblando, no pudo hacerlo.

El intendente radical se arregló el ponchito de alpaca sobre el traje príncipe de gales, pidió
otro pañuelo de hilo a su mujer, se secó las lágrimas. Lo estrujó dentro de su boina blanca, en
la palma de la mano para que no lo vieran secándose el llanto con un pañuelo con puntillas.
Cuando se compuso, salió tarareando la melodía del aria para sí mismo.

Al día siguiente, la gente de obras públicas del municipio, le entregaron al Señor Intendente
Don Bernardo, las tres copias de las llaves de acceso al teatro Constantino. El intendente lo
llamó por teléfono a di Chiara y le pidió que se diera una vuelta por su despacho que quería
dejarle un recuerdo del paso de su gestión.

Al día siguiente di Chiara, asistió al público despacho del señor intendente, con las mejores
galas como si fuera a ver a alguien realmente importante. Los primeros minutos fueran de
pompa, protocolo y té oscuro porque no había plata ni para café, ni limón. Los terrones de
azúcar Hileret eran un préstamo del bar de enfrente, sin obligación de devolverlos.

Di Chiara, con respeto, tomó su sombrero cuando creyó extinguida la conversación, entonces
Don Bernardo sacó un llavero y le dijo:

—Son las llaves del Constantino. Yo dejo una aquí, en el tesoro municipal, pero le doy las
otras dos a usted, para que de tanto en tanto se dé una vueltita y compruebe que todo esté
bien. Disculpe, pero sé que nadie se va a ocupar de ese mamotreto si no es alguien que lo
ame, y ese es usted.

Al maestro di Chiara le molestó mucho que nada menos que el intendente tratara de
“mamotreto” al teatro, pero mucho no se podía esperar de un radical. El Constantino había
sido la caja de resonancia de la más celestial música y la linterna mágica de algo de teatro y
mucho de cine en las matinés de los sábados. Debió haber alguien que los sábados por la
noche barriera las montañas de balas que dejaba John Wayne y otros “cowboys” que
mataban indios a mansalva, para que, al día siguiente, domingo por la tarde, se subiera la
modesta orquesta municipal a hacer chirriar, como mejor podían, los bronces y maderas de
sus modestos instrumentos.

Con tal encomienda el maestro di Chiara iba, de cuerpo presente, cada sábado a recorrer el
teatro. En el pueblo, siempre presto a las habladurías, se decía que di Chiara entraba al teatro
y se sentaba en una butaca de la segunda fila a la espera de un fantasma. En realidad, de una
fantasma de quien decían había sido su único y pasajero amor luego de la muerte de su mujer
y su hija. Se aseguraba que había sido una cupletista española, y como todo el mundo sabe,
todas las cupletistas son ligeras de cascos, se abalanzaban sobre cualquier músico que se les
cruzara, enamorándolo y volviéndolo un irremediable tarambana en sus ausencias, que
cuando no borrachos perdidos y letristas de tango. Explicado de otra forma, eran sirenas de
tierra firme que les sorbían el seso a músicos, iluminadores y hasta a los humildes teloneros.
Mucho peor si eran españolas, y si de andaluzas se trataba, eran capaces de cualquier cosa.

Como tantas otras veces, el pueblo estaba equivocado. Di Chiara no iba de tertulia con el
fantasma de la cupletista — que a la sazón estaba viva y gozaba de buena salud en Cádiz,
lidiando con doce críos— sino que desde su memoria convocaba a los músicos y repetía
mentalmente las partituras que más había amado. Cada sábado sólo para él.

Pasaron los meses y di Chiara enfermó. Su mal podía ser cualquiera de los que acontecen
cuando el alma decae: vejez, nostalgia, añoranza, soledad, corazón cansado, o esas ganas
irrefrenables de juntarse, en algún lugar si es que existe, con la que más amó. Al menos sería
lo justo. Lo cierto es que di Chiara agonizaba y alguien le avisó a Eugenia, que salió corriendo,
rosario en mano, al que consideraba la máquina más simple para pedirle milagros a Dios,
aunque el Altísimo jamás le hubiera prestado la más mínima atención a ninguno de sus
ruegos desesperados. Ella insistía, suponiendo que alguna vez se compadecería y le daría la
gracia solicitada.

Llegó al Hospital Municipal San Luis. Bragado no podía tener un hospital municipal que
tuviera un nombre de un plebeyo, sino por lo menos el de un rey al que por añadidura se lo
había reputado de santo por haber sido muerto en una cruel e injusta Cruzada de saqueo.

Di Chiara estaba en una habitación a solas, con unas ventanas altísimas que daban al parque.
Eugenia se inclinó sobre la frente de su viejo maestro y le dio un beso tenue. El maestro abrió
los ojos.

—Te esperaba para no morir tan solo hija. — dijo di Chiara — Cada vez que te veo me imagino
que mi pequeña María que tendría que ser como tú. Pedí que por favor me pusieran en esta
habitación con ventana al jardín porque cuando muera, no quiero andar perdiendo tiempo
por los pasillos. Siempre me confundo. Me voy a ir por allí… — señalando la ventana — Directo
a donde sea, a juntarme con mi Nazarena y la pequeña María. Para siempre…

Eugenia ensayó varias mentiras piadosas sobre que los médicos habían dicho que se iba a
poner bien y que pronto iba a estar tocando el piano nuevamente. El viejo maestro la miró,
entrecerró los ojos y le dijo:

—¡Es que no entendés vos, Eugenia! No quiero tocar más el piano sino el pelo rubio de mi
Nazarena. Cuando yo tocaba el piano imaginaba que se lo acariciaba a ella. Por eso las notas
me salían así, porque tenían el amor a mi adorada. Cuando te escuché cantar me imaginé que
María, de haber crecido y tener tu edad, también hubiese cantado con tu misma dulzura.
Cuando te oía, imaginaba que la estaba escuchando a ella. ¡Las dos tienen hasta el mismo
color de ojos!

Eugenia sollozaba. El maestro continuó:

—¿Por qué llorás Eugenia, si yo estoy feliz? Ridere e godere! Solo necesito que cumplas con
un pedido que me hicieron y que hay que cumplir.

—¿Cuál Maestro? —  preguntó Eugenia.

—Yo iba los sábados por las mañanas al Constantino, para ver cómo estaban las cosas, me
sentaba un rato y recordaba alguna música. Si las goteras eran muy grandes le avisaba a los
de obras públicas de la municipalidad. El viejo teatro está muy deteriorado. ¿Lo seguirás
haciendo vos por mí?

—¡Tengo miedo de entrar sola Maestro!  — le contestó Eugenia.

—¿Por qué? — se asombró el maestro.

—Porque dicen que está lleno de fantasmas — concluyó Eugenia.

El maestro sonrió:

—¡Ah! ¡Es verdad! ¡Los hay por cientos! Sono così cordiali! Adoran la música. Son todos los
melómanos que vivieron en Bragado y en los pueblos cercanos también. Hay algunos de
Chivilcoy y otros que vienen de tan lejos como General Pico. Todos vienen en el tren. ¡Che ti
adore! Hazlo por ellos y hazlo por mí…
Un largo silencio. La respiración se volvió ronca. Cerró los ojos y dijo en voz clara, pero muy
queda:

—Adiós hija…— Diciendo esto le puso en las manos de Eugenia un par de enormes llaves de
hierro, que no costaba adivinar que eran las del Constantino.

Eugenia se apuró a abrir las ventanas de para en par.

El maestro cumplió, y las cosas deben haber salido como él deseaba, porque su cuerpo
sonreía mientras, tal como lo había prometido, su alma se escapaba por el jardín.
Seguramente Nazarena y María lo estaban esperando por allí nomás.

Eugenia lloró arroyos, ríos, cataratas y mares de lágrimas. No se podía regar el jardín de la
casa de las tías porque su llanto era salado, como todas las lágrimas, y no hacen juego con el
dulce néctar de las flores.

~o~

Pasaron los meses, pero no los recelos de Eugenia. Temía entrar al teatro vacío, pero debía
cumplir con la promesa hecha al viejo y querido maestro. Dios, el que no cumplía con sus
pedidos, sin embargo, oficiaba de testigo de aquella promesa.

Una mañana de domingo en verano, se puso un vestido bonito y diciendo que iba a misa la
emprendió al teatro. Entró por la puerta de la calle Belgrano que se sabía la contraseña de la
llave que Eugenia tenía. Cerró detrás de ella porque no quería sorpresas. Cuando llegó al hall
central, el encargado de la taquilla la saludo con amabilidad:

—La están esperando Señorita, están todos muy ansiosos.

Eugenia no entendía lo que ocurría hasta que entró a la sala. La orquesta municipal afinaba
sus modestos instrumentos. El director cuando la vio entrar dio un par de toque en el atril
con la batuta y todos se silenciaron. Todas las butacas estaban ocupadas. Las luces a medio
prender. Cuando el público la vio, la ovacionaron. El director se puso la batuta bajo la axila
para poder aplaudirla mejor. El reflector seguidor apuntaba al centro del escenario. Eugenia
caminó por el pasillo central. Tal vez era una sorpresa que le había dejado preparada el
maestro di Chiara. Allí estaba el teatro con sus mejores galas. Subió al escenario, como
siguiendo una orden divina y se plantó frente al haz de luz. Con las primeras notas, Eugenia
supo que debería repetir “Un bel di vedremo” de la ópera Madame Butterfly de Giacomo
Puccini. Eugenia no supo de dónde le salió la voz. Supuso que era del alma directamente,
porque sus entrañas le hubieran quedado chicas. Fueron 284 segundos en que todos los
presentes no pudieron contener las lágrimas. El teatro vibraba y la orquesta, en un quedado
segundo plano, apenas la acompañaba, casi humillada por aquella voz que los borroneaba de
la escena.

Cuando terminó hubo una ovación cerrada. Todos se pusieron de pie incluyendo a los
músicos. El aplauso fue más largo que el aria misma. Cuando se fueron apagando, Eugenia
cerró los ojos en señal de agradecimiento y se inclinó ante aquel público de entusiastas.
Cuando se volvió a erguir siguió oyendo algunos aplausos. Abrió los ojos y allí estaban varias
palomas batiendo sus alas como si fueran palmadas. El sol entraba por un hueco en la pared
con tal suerte que la iluminaban en el medio del escenario. El estrado de los músicos estaba
tan vacío y polvoriento como las butacas de la sala.
Eugenia espantada, se llevó una mano a la boca y salió corriendo por el pasillo central. Abrió
la puerta por la que había entrado, la cerró y le echó llave y corrió en dirección a la iglesia
Santa Rosa. Tal vez llegara antes de la lectura del evangelio. Se tapó con la mantilla y entró.

Todos los vascos estaban de blanco. En la fila de la derecha y en los bancos más cercanos a la
entrada estaban todos los que tenían boinas rojas en la mano. En el lado izquierdo y también
atrás, los que tenían boinas blancas. Las mujeres, todas de negro, en las filas de adelante.
Había un grupo de paisanos que llevaban chambergos o boinas negros que no se juntaban
con los vascos. Decían que esos eran los peronistas proscriptos de todas partes menos de la
misa dominical. Más de uno los hubiera mandado excomulgar por apoyar al tirano prófugo
incendiario de iglesias. Eugenia, ajena a esas cuestiones, bajó la cabeza para que no la vieran
derramar emoción, miedo, alegría, felicidad y recuerdos en forma de un llanto quedo y
profundo.

Terminada la misa, los vascos de boina roja cruzaban al bar, los de boina blanca fueron al
Club Alem y los de boina negra se desperdigaban en la plaza especulando si Perón volvería
en un avión negro o en un submarino de ese mismo color alguna vez. Las mujeres, en el atrio,
cometían el mismo pecado que habían prometido no volver a cometer hacía una hora:
despellejar al prójimo con chismes y calumnias, pero que esas, las de los domingos por la
mañana eran las más sabrosas porque tenían el regusto de la hostia en la boca. Eugenia, con
la cabeza casi envuelta en la mantilla, se escabulló a través de los corrillos rumbo a la casa de
las tías.

Son cuentos de pueblo, pero dicen que cada domingo Eugenia volvía al teatro a cantar sola, o
tal vez para las palomas que entraban por los agujeros que habían quedado de las chapas
faltantes del techo. Hubo quienes dijeron que en realidad Eugenia estaba rematadamente
chiflada en sus delirios musicales, pero que su voz se oía mejor que nunca, cualquier cosa
fuera la que entonara. Un viejo, muy viejo, de sombrero gris, de alas inmensas, más osado
que el resto, cantor de tangos, y al que todos lo tenían por loco perdido, arriesgó a decir que
en realidad cantaba para los fantasmas de los melómanos y que hasta el mismísimo fantasma
del Maestro di Chiara, su mujer Nazarena y la pequeña María iban puntualmente a
escucharla. El lustrabotas de la plaza que tenía apenas 11 años, atestiguaba con toda
seriedad, que lo que decía el viejo era estrictamente cierto porque él la espiaba por el agujero
de la cerradura del Constantino.

Todos se burlaban de ellos, sin recordar que los locos y los niños dicen siempre la verdad.


Para Aída Bortnik
Un cuentito para volver a empezar.

El Fabricante de Historias daba incontables vueltas por su estudio. Miraba por la ventana y
podía ver la calle llena de gente. Todos vestían de gris, blanco, negro, marrón y azul.
Hombres, mujeres, jóvenes y niños. Viéndolos tan apagados pensó: “¡Qué triste está la
gente! Casi tanto como yo… Caminan sin rumbo, pero con apuro. No saben dónde van, pero
quieren llegar antes que los demás. Esperan ganar la lotería sin molestarse en comprar el
billete. ¿Qué nos está pasando?”

El Fabricante de Historias tomó su cuaderno de notas, la cámara fotográfica de capturar


historias, un lápiz 2B enorme y una goma de borrar. Salió a la calle con pasos cuidadosos y
en silencio.

Vio de cerca a los hombres mujeres y niños. Todos vestidos de color Buenos Aires: gris,
marrón, negro, blanco y azul. ¡Carajo! ¡Ninguno sonreía! Todos gruñían fastidiados. Los que
estaban desabrigados por el calor y los que estaban muy abrigados, por el frío. Se quejaban
porque era demasiado tarde o demasiado temprano. Simultáneamente, todos eran
impuntuales. El reloj de cada uno marcaba horas distintas. Los almanaques indicaban otras
fechas y estaciones. Ninguno vivía en el mismo meridiano y todos se amontonaban en los
paralelos, para no tener necesidad de tocarse jamás, y al mismo tiempo tener la
oportunidad de mirar mejor hacia el Norte.

El Fabricante de Historias caminó entre ellos tratando de encontrar a gente roja, verde o
amarilla, pero no. Todos vestían color Buenos Aires.

Sacó fotos a los viejos con la esperanza perdida, previendo cuántos días les quedaba por
contar en el almanaque.

Retrató para disgustos de ellas, a las muchachas lindas, pero siempre enojadas. ¿Supondrían
que les robaría el alma, que la cámara tenía la capacidad de desnudarlas y que luego se
amaría sí mismo con sus retratos? ¿Temerían realmente a la nunca probada existencia de
una cópula aérea? Tal vez todo se resumía en el miedo a la violación fotográfica y tanto más
si de un zoom se trataba.

Se asombró que, solo en Buenos Aires, la inmensa mayoría de los niños pequeños era
llorones. Solo los consolaba el consumo de golosinas, que no les gustarían ni bien las
probaran o de alguna chuchería de la que se aburrirían y les molestaría cargarla apenas
recorridas un par de cuadras, en las que se pondrían a llorar nuevamente.

Pasó por una plaza y vio algunos perros jugando. Los había de raza, todos pequeños y
ladradores. Los había grandes con mestizajes que siempre terminaban en el amarillo o el
naranja, como tendiendo a volver a ser los coyotes de donde salieron tantas razas.
Las mañanas de otoño soleado, gastando veredas por los barrios, también les tomó fotos y
plasmó en su cámara a los gatos que dormían sus siestas, o simplemente cerraban los ojos
agradeciendo al sol que los regenerara después de una noche de parranda. El Fabricante de
historias se preguntó cuál sería la vida real de un gato, si la de sus largos sueños o cuando se
desperezaban entre siesta y siesta para salir a gritar preparándose a perpetuar la especie.

El Fabricante de Historias miró hacia arriba y vio que Buenos Aires era una ciudad con diez
mil sombreros coquetos. Cada edificio, de los de antes, tenían cúpula o mansardas, pero su
desasosiego no tuvo límites. Las cúpulas y mansardas tan de Buenos Aires, tenían su mismo
color: gris, marrón, blanco y negro. Muy pocas conservaban algún resto de azul y ninguna de
rojo ni de dorado.

“La ciudad aplasta —pensó El Fabricante de Historias— La gente se mimetiza para pasar
desapercibida, para que no la vean y poder seguir en lo suyo.

Caminó por el Centro, por Palermo y por Once. Paró a algunas mujeres, que caminaban
mesmerizadas mirando las pantallas de sus celulares y Él las interrumpía mostrándoles una
estatua, un árbol florecido, un balcón de otros tiempos o simplemente que panzonas que
eran las nubes que pasaban. A otras las atajó para que vieran lo azul del cielo. No hubo una
— ¡Ni una sola! — que le sonriera, mucho menos que le agradeciera, y sí muchas que lo
insultaran o se llevaran un terrible susto. Vio mujeres con la vista fija en la pantallita,
torcerse horriblemente un tobillo al bajar distraídamente del cordón de las veredas a la
calzada. Se asombró con una que cayó de mala forma en una zanja por donde reparaban un
cable de alta tensión por mirar la pantalla maldita. A esa no se animó a fotografiarla. A otra
le advirtió que un auto estacionado que un auto retrocedía, mientras ella mandaba, se
adivinaba por el gesto, rabiosamente un mensaje. La mujer, en vez de ponerse a resguardo
lo insultó suponiendo que la estaba abordando. El golpe fue bastante fuerte y el teléfono
terminó destrozado. Rabia, sobre rabia, sobre rabia. ¿Lo tendría merecido? ¿Habría sido un
castigo del Designio, o apenas una advertencia?

¡Qué pena que todo sea tan monocromo y que la gente, a pesar de ser parte de la
muchedumbre, esté tan sola!

La gente es color Buenos Aires, y Buenos Aires está pintada de color melancolía, soledad en
la multitud, estar siempre en otro lado merced a un artefacto que nos dio el poder,
adquirido tecnológicamente, de la telepatía. Únicamente los semáforos tienen color, pero se
vuelven esquizofrénicos cada pocos segundos.

Los taxis son amarillos y negros. El color de la locura y del luto.

La música típica de Buenos Aires no es el tango, sino los bocinazos de impotencia, el rugir de
los motores gasoleros de los bondis, las cumbias predigeridas y de doble sentido, repetidas
un millón de veces por Lavalle peatonal o en la Avenida Pueyrredón, llamando, con poco
éxito, a una alegría que no existe. Nada más porteño como la llamada de los “arbolitos”,
ofreciendo por lo bajo el cambio de divisas, que conllevará por seguro, una pequeña estafa.
No menos porteños los hombres y mujeres de la peatonal Florida que ofrecen a los turistas,
productos de cuero, siempre disparatadamente caros.

El Fabricante de Historias volvió a su estudio. Desistió del cuaderno en blanco sobre su


escritorio. El lápiz negro y la goma gris y marrón corrieron la misma suerte y le hicieron
compañía.
Imprimió las fotos, porque ya no se revelan. Las introdujo en un sobre de papel marrón.
Luego se enfundó en su campera azul para protegerse de las plomizas nubes grises que se
avecinaban prometiendo lluvia y pisos brillantes de agua, y con un humor bien ennegrecido
salió para ir a ver a la Maestra.

Ella lo recibió con sus imposibilidades, pero a la inversa del gato de Cheshire, primero
apareció su sonrisa amplia, llena de perlas y luego ella, como una reina mágica, que creaba
mundos desde la quietud de sus alturas. Su trono estaba en un cuarto de grandes ventanales
que miraban al Oeste, cuando un sol anaranjado amarillento bajaba, entre nubes celestes y
algunos que otros reflejos rojos. Ella juraba haber visto el rayo verde en más de una
oportunidad. Desde su mirador, en aquellos atardeceres, los techos de Buenos Aires se
teñían de un colorido que no tenían en ningún otro momento del día.

Los árboles de la Plaza Once de Septiembre, con las luces del crepúsculo, ganaban muchos
verdes distintos y sus troncos eran negros y no marrones, con un contraste restallante. Las
prematuras luces de sodio, hacían lo su parte sobre el follaje que pasaba a emitir luz, en vez
de conformarse con reflejarla.

El Fabricante de Historias miraba extrañado aquel espectáculo que solamente se veía desde
el minarete hebreo de la Maestra.

Ella lo hizo sentar a su lado, bien cerca. Él se sintió honrado. Sacó las fotos del sobre marrón
y se las entregó. La Maestra fue pasando las fotos, lentamente, una a una, con cuidado,
gesticulando graciosamente en silencio como para que interpretara sus pensamientos.

Vio en aquellas imágenes cuantas historias le quedaban por contar y los famosos
“Cuentitos” que podría haber contado, en caso de haber tenido al reloj a su favor. Las fotos
estaban en un solo tono que iba del negro al blanco pasando por infinitos grises y ningún
color. La Maestra siguió recorriendo las fotos y pudo observar a perros amarillos, otros de
color blanco perlado, algunos pelirrojos, otro de lanas largas color caramelo. Luego les tocó
a los gatos perezosos con sus tonos, pardos, rojizos, anaranjados y ocres.

La Maestra puso sus ojos, siempre húmedos, en los del Fabricante. Luego clavó su mirada en
el techo. Suspiró delicadamente resignada. Entrecerró los ojos y volvió su rostro a donde
estaba el Fabricante de Historias. Intentó hablar un par de veces, pero antes de arrancar se
arrepintió un par de veces, buscando las palabras precisas como las de cada uno de sus
conjuros.

— ¡Las fotos! —Exclamó la Maestra— ¡Están bien! ¡Las fotos de las historias están muy
bien!

El Fabricante de Historias bajó la mirada y respondió:

—Sin embargo, yo siento que “algo” está mal.


—¿De las fotos…? ¡No! —Respondió Ella con la voz que parecía un secreto, pero se volvía
aguda para darle más énfasis— ¡Son impecables, técnicamente perfectas! Sin embargo, hay
algo que no tienen…

—¡Color! —se apresuró a contestar El Fabricante de Historias.

—¡Puede ser! ¡Eso es lo que se ve!

—¡Me extraña que las de la gente no tengan color y las de los animales sí! ¿Acaso les falta la
alegría Maestra?

Redondeando la boca, con media sonrisa y entornando los ojos, la Maestra dijo con
firmeza:

—¡No…! Por ejemplo, cuando los niños tienen un plato de comida y están sanos están
alegres. Te diría que son alegres hasta cuando la comida escasea.

El Fabricante de Historias seguía revisando las fotos y el rostro se le iluminó por lo


que creía que era un descubrimiento:

—A ver… —lo desafió Ella— Los animales tienen color y la gente no… Entonces… ¿Qué
tienen los animales que no tiene la gente?

Los engranajes del cerebro del hombre hacían ruido y se recalentaban: El Fabricante
de Historias trataba de encontrar una solución a la charada.

—¡Ya lo sé! —Exclamó como un descubridor hallando una nueva isla en el mar— ¡La
inocencia!

—¿La inocencia? —Le preguntó la Maestra incrédula mientras abría los ojos asombrada y
enarcaba las cejas con un mohín de enojo— ¿Acaso piensas que los niños no son inocentes?
¿O te has creído realmente esa pavada del pecado original? En estas fotos los niños tampoco

El Fabricante de Historias bajó la cabeza mientras veía los rayos amarillos, naranjas
y rojos, recortándose del cielo cerúleo con nubes violetas. La miró a la Maestra extrañada y
le preguntó:

—¿Por qué acá se ve la ciudad plena de colores, y cuando bajo a la calle, todo es tan
melancólico?


La Maestra desde su sillón lo invitó a que saliera al balcón y mirara a la calle. El
Fabricante salió. Se apoyó en la baranda y observó cuidadosamente. En la calle todo seguía
siendo monocromo. A medida que iba levantando la mirada, el gris se volvía azul mientras
que la luz reflejada del sol del ocaso se pintaba de rojo. Las nubes que eran grises en el zenit
se tornaban celestes, azules o violetas en el horizonte. Volvió sobre sus pasos y miró a la
Maestra con la intriga pegada al rostro.

—¿Todavía no lo entendiste? —le preguntó con la infinita dulzura de una hermana mayor.

—¡Realmente no! —Se preocupó él.

La Maestra negó con la cabeza, pero con gesto tierno y con voz teatralmente queda,
le contó su secreto:

—A mi mundo lo coloreo yo. Yo soy la que le doy el color a Buenos Aires, a las cúpulas, las
nubes y su gente. Coloreo sus dramas y sus comedias. Pinté de sepia a los inmigrantes. De
rojo a los viejos anarquistas. De verde oliva al bochorno. Demostré que la tregua puede ser
verde como la esperanza o blanca como la inocencia. Le puse negro al humor de los
ahorristas. Mil colores a los caballos y celeste verdoso al mar. Cada cuentito era una de mis
queridas rosas de mi jardín. Cada personaje salía de mi imaginación con sus colores, sus
defectos, pero especialmente… ¡Y he aquí mi secreto mejor guardado! ¡Con su alma! ¡El alma
es la que da el color! La suma de muchas almas le da color a una ciudad y a un pueblo. La
tenés que ver con pureza, con la sencillez del observador y sin cinismo. Dejarás de ser
Fabricante de Historias para ser un Escribidor de Historias. ¡Hay una diferencia inmensa!
Tus animales tienen color, porque además de inocentes, transparentes, sinceros y alegres,
sos vos el que los ve así. Hasta que no mires a la gente del mismo modo, seguirán siendo
grises, marrones, blancos, azules y negros. El que les tiene que pintar el alma de colores sos
vos. Vas a ser una especie de Gepetto poniendo corazones de fantasía. Un pequeño dios
pagano de mundos de papel o celuloide.

La Maestra lo hizo acercar. Le dio un beso muy tierno y lo desafió:

—Andá a poner almas en estos cuerpos, que no pueden andar así, desnudos de espíritu por
tu imaginación. Se van a morir de tristeza. Pueden ser dramas, comedias, parodias o
tragedias, pero cada uno tiene su color, porque simplemente cada uno tiene alma. Alguien
tiene que pintarla ¡Pintalas vos!

El Fabricante de Historias, durante seis meses y un día, observó y pensó a la gente


real de carne y hueso. Vio y aprendió que la realidad podía ser más rica que la más febril de
las fantasías. De a poco las fotos que tomaba de los personajes reales o inventados fueron
tomando color. Algunos con una gama cromática extraña, casi insólita y a medida que iba
aprendiendo, la paleta se ampliaba y hasta variaba en el tiempo para cada personaje.

El Fabricante de Historias ahora es Escribidor, porque a las historias, ya sabe que se


las cuenta en monocromo por técnicamente perfectas que sean.

Para Aída Bortnik, con el infinito agradecimiento de Jorge Alejandro Ricaldoni en 2010.



Todo por 10 centavos

Aquella mañana de verano, Josep salió de su casa muy temprano, cuando el sol apenas
mostraba su rubia melena en el horizonte la que se peinaba mirándose en unas pocas nubes.
Pese al calor, Josep vestía un traje de franela gris, con una gorra del mismo color y llevaba
un morral de lona verde, bastante gastado, colgado del hombro.

Caminó por una calle de tierra en dirección a la estación del Ferrocarril Central Norte. Cruzó
las vías y se paró en el andén de bajada a Buenos Aires. Revisó sus bolsillos y comprobó que
tenía la libretita de cuero rojo con el abono ferroviario mensual. Observó impaciente al reloj
de la estación que marcaba las seis menos diez de la mañana. Miró en dirección al Norte, y
por sobre el cartel que indicaba el nombre de la estación “Don Torcuato”, vio la columna de
humo de la locomotora que traía al convoy desde Villa Rosa.

A las seis menos cinco minutos, la locomotora se fue deteniendo frente al andén. Todos los
pasajeros se alejaron de las vías porque las nubes de vapor que se producían en la frenada
del convoy, lo envolvían todo en el olor incisivo del carbón de piedra quemado.

Bajó poca gente. Generalmente eran trabajadores que iban a las quintas de la zona.

A la mayoría se los adivinaba italianos. Josep los distinguía por la forma de los bigotes y
porque siempre gesticulaban y gritaban cuando hablaban. No esperaron a que el tren se
detuviera totalmente para lanzarse al andén con sus herramientas. Cuando todos bajaron,
los pasajeros que esperaban en la estación, subieron al tren. Josep subió al primer vagón de
pasajeros que era el de tercera clase. Lo ponían inmediatamente después de los dos
furgones de carga porque era el que soportaba el humo, vapor, y a veces, hasta chispas
encendidas de las locomotoras Baldwin inglesas.

Cargaron varios tarros de leche y canastas. Ni bien todo estuvo sobre el furgón, el jefe de la
estación hizo sonar la campana y el maquinista anunció la partida con un pitido muy agudo,
de doble tono, característico de las locomotoras suizas de trocha angosta que motorizaban a
aquella línea suburbana.

La velocidad se incrementó y Josep miraba el paisaje por la ventanilla abierta. Prefería


aguantar el humo antes que el calor de la mañana. Su rostro se veía nostálgico. Se atusó los
bigotes manubrio cuando se vio reflejado en el vidrio de la puerta del vagón.

Unos golpecitos nerviosos del guarda en la manija de bronce del asiento de madera, lo
sacaron de sus pensamientos. Metió la mano en el bolsillo y le entregó la libretita con el
abono. El guarda lo saludó como todos los días, miró la fecha del abono como si fuera la
primera vez, picó en el espacio correspondiente al viernes 19 de diciembre de 1930, en el
lado que decía IDA, y se lo devolvió agradeciéndole con un leve toque en la visera de la
gorra.

Josep volvió a mirar hacia afuera cuando el tren cruzaba el interminable puente sobre el río
Reconquista y que continuaba sobre la línea ferroviaria del Central Argentino. A partir de
allí, las vías del tren se alejaban un poco de la Ruta Nacional 9. A poco de superar el puente,
el convoy se detuvo en la estación Boulogne Sour Mer. Subió poca gente y no había ninguna
carga. El tren partió rápidamente. Luego vinieron las restantes paradas en la provincia y el
cruce sobre la Avenida Gral. Paz. En la Capital Federal se detuvo varias veces. La Parada
Balneario, era la que más le gustaba a Josep porque se veía el río abierto. Finalmente, el tren
llegó a la bella estación terminal de Retiro.

Salió con toda la gente vestida de gris y con gorras hacia la Plaza de los Ingleses. Caminó por
Maipú hasta el Paseo de Julio. En una plazoleta esperó que pasara alguno de los tranvías que
lo llevarían hasta el Correo Central. El primero en llegar fue el 25. Subió por la parte de atrás
y el guarda italiano le vendió el boleto obrero de 10 centavos. El tranvía estaba repleto así
que tuvo que viajar parado. Cuando se estaban acercando al Correo Central se corrió hacia
la parte de adelante del coche y le pidió al motorman que parara en la Avenida Corrientes.
Como era el único pasajero que bajaba en ese lugar, y el “varita” de mangas blancas le daba
paso al tránsito que iba por el Paseo de Julio, el conductor lo único que hizo fue aminorar la
marcha y Josep se tuvo que bajar corriendo siguiendo el sentido de marcha del tranvía.

Cruzó por la calle Sarmiento hasta la entrada al puerto. A pocos metros de allí estaba la grúa
guinche donde tenía que tomar el turno. Las radas eran un hervidero de estibadores,
marineros, mendigos, braceros buscando trabajo, carros tirados por caballos que bosteaban
permanentemente. Vaya a saber por qué, los camiones siempre se negaban a arrancar hasta
el cuarto o quinto intento. Se subió por la escalerilla lateral sintiendo la vibración del
gigantesco motor eléctrico Ganz que era el corazón de aquel brazo mecánico.

Entró a la cabina y su compañero del turno anterior, un criollo morochazo, lo recibió con
una sonrisa blanca y un fuerte apretón de manos.

—¡Gracias por llegar siempre a tiempo! —le dijo su compañero.

—Mientras el tren llegue en hora… —se atajó Josep.

—Los trenes siempre llegan a tiempo —dijo el hombre.

—El Central Argentino puede ser, pero no se olvide que yo vengo en el trocha angosta del
Ferrocarril Central Norte —le explicó Josep.

—Lo mío es peor, que lo suyo, amigo mío. A mi barrio, en la Chacarita, no llega ni el tren ni
el tranvía, así que tengo que venir desde Primera Junta en el colectivo 7. Son una porquería.
Esos artefactos no van a funcionar nunca. ¡Tardan mucho! Además, se descomponen a cada
rato. Son Ford o Chevrolet… norteamericanos… ¡Una porquería!

—¿Qué tenemos hoy? —Le preguntó Josep cambiando abruptamente de tema.

—Hay que embarcar latas de corned beef y de carne de cordero para Alemania —le contestó
su compañero.

—¿A Alemania? ¿Quién manda eso? —preguntó Josep sin disimular su disgusto.

—Los ingleses de Swift.

—¡Qué raro! ¿Por qué salen de este dique y no del puerto que ellos tienen en La Plata? —Se
extrañó Josep.

—Para mí que no quieren que se sepa que cargan alimentos en un vapor para Alemania —
supuso el criollo.
—Los ingleses, algún día se van a arrepentir de darles de comer a los alemanes. Mis padres
en Varsovia, dicen que, desde Alemania y Rusia, amenazan a Polonia por radio todos los días
—contó Josep.

—¡Ah…! ¡Perro que ladra no muerde! Los polacos tienen los tratados de no agresión y la
alianza con Francia —comentó el compañero de Josep mientras salía de la cabina de la grúa
guinche— Aparte, este gobierno de Weimar es muy débil.

—Me preocupa ese Adolph Hitler que vi en el noticiero del biógrafo.

—¡No joda con ese, che! Parece Carlitos Chaplin después de haber pasado una mala noche.

—Dios lo oiga… —Contestó Josep mientras le daba otro apretón de manos a su compañero
que salía. —¡Suerte con el colectivo!

—¡Hasta mañana, si Dios quiere! —terminó el hombre.

—¡Querrá…! ¡Seguro que querrá!

Josep empujó una palanca y el cable de acero, con una red en la punta, bajó hasta el muelle y
se abrió como una medusa. Los estibadores colocaron cajas de cartón con un contenido que
se adivinaba pesado. Cuando la pila llegó hasta los dos metros, más o menos, un capataz
hizo sonar un silbato. Josep se dio por enterado. Hizo sonar una bocina eléctrica. Los
estibadores se retiraron. Tiró de una palanca y el cable se enrolló en su bobina. La red
aprisionó las cajas y las elevó. Josep, a medida que las levantaba, movía la cabina con el
guinche en dirección al barco amarrado. Llevó el guinche sobre una compuerta en la
cubierta del vapor alemán. Hizo bajar la carga lentamente haciendo sonar la bocina eléctrica
insistentemente hasta que oyó la sirena del barco. Allí detuvo la máquina y la frenó. Sabía lo
que pasaba, aunque no lo viera. Él decía que su grúa tenía tacto.

Al mediodía, en su hora de almuerzo, cruzó hasta un galpón enorme que tenía unos ochenta
metros de largo. La Nación Argentina había armado allí un comedor gigantesco. Los
trabajadores del puerto pasaban con un plato y, por apenas dos pesos, les servían guisos o
sopa de fideos. A los que no tenían el dinero para pagar, les servían igual. El lugar estaba
lleno de obreros portuarios, marineros de todas las razas, estibadores, lisiados de la guerra
europea, turcos escapados del Imperio Otomano cubiertos con sus tarbush rojos, lúmpenes,
mendigos, prostitutas y desahuciados... Nadie se iba sin consolar, al menos, las oquedades
en la barriga.

A las seis de la tarde, Josep bajó por la escalerilla de su grúa. Se cruzó con su reemplazante.
Se dieron las manos y Josep terminó de bajar. Salió por la puerta de Sarmiento. Pasó por el
frente del Correo cuando vio que venía el tranvía 46 que se solía vaciar en la Avenida
Corrientes. Muchos combinaban allí con el Subte Lacroze. Cuando subió al tramway estaba
casi vacío. Llegó a Retiro y se bajó en el Paseo de Julio y Florida, en la esquina del Parque
Japonés. En lugar de cruzar por la plaza de los ingleses en línea recta a la estación, fue
caminando por Florida para pasar por frente a la entrada del parque de diversiones. Allí
había un gigantesco galpón de chapas pintadas de blanco que tenía un cartel que decía
“Circo Parque Japonés”. Al costado, a la izquierda, estaba la entrada al parque que era un
semicírculo de hierro. Josep se paró mirando hacia adentro. Había mucha gente, se oía
música, hacía calor y era viernes. Dos o tres veces amagó a entrar y se detuvo.
Apoyado en la base del semicírculo de la entrada, había un hombre, modestamente vestido,
rubio y de ojos muy celestes, extendiendo su gorra en señal de pedir limosna. Lo vio a Josep
y se le acercó:

—¿Me podría dar diez guitas? — pidió el mendicante.

Josep lo miró fijamente y le preguntó en polaco:

—¿De dónde es? ¿Polaco o lituano?

—¡Ambos! Soy de Kaliningrado, como usted. Se le nota en la voz —contestó el pordiosero—


Jozef Pildsuski se encargó personalmente de deportarme de Danzig cuando dio el golpe de
estado en el ‘25.

—¿Necesita los diez centavos para comer? No le van a alcanzar—se preocupó Josep
contemplando el aspecto deplorable de su paisano.

— ¡No! necesito nada más que diez centavos para ver a mi familia. A Ewa, mi mujer, y a los
niños que quedaron en Danzig.

Josep lo miró extrañado. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un puñadito de


monedas. El pedigüeño le indicó una moneda de níquel de 10 centavos. Josep se la dio. El
hombre le agradeció con exageradas reverencias.

—¡Espere! —Lo detuvo Josep— ¿Cómo hace para ver a su familia?

—Hay una máquina de Edison allí adentro. Echo una moneda de 10 guitas por la ranura, se
enciende una luz y van pasando las fotos de ellos —contestó el refugiado.

El hombre, apurado, se dio media vuelta y se metió en el parque de diversiones. Josep


asombrado, dudó un poco. Agachó la cabeza y cuando la levantó nuevamente, el hombre
había desaparecido en medio de la multitud. Josep dudó nuevamente, pero finalmente
entró.

Un marinero con uniforme de la Armada Argentina, lo interceptó de mal modo para pedirle
dinero por el solo hecho de que era conscripto. Josep le dijo en polaco que no le entendía. El
marinero lo mandó a la mierda en castellano. Josep apretó los puños, pero se contuvo. No
estaba para pelearse con un conscripto, sino para averiguar si era cierto lo que decía ver su
paisano o había terminado loco como tantos otros que habían nacido y crecido en una
guerra sin fin ni sentido.

El parque era un extraño territorio. Los sueños se superponían a las fantasías, y en otros
casos a las pesadillas y lo marginal. Todo tenía un leve toque de cierto surrealismo oriental
mezclado con pacotilla teatral de cartón piedra, maderas y chapas de hierro abolladas de
puro viejas.

A la izquierda de la entrada principal, estaba la carpa de los enanos y el puesto en el que se


suponían que actuaban estos mismos hombres bajitos. El lugar estaba lleno de enanos que
andaban de un lado para el otro sin ningún quehacer más que exhibir su estatura. Los niños
los veían maravillados por tenerlos a su altura y que sin embargo tuvieran barbas y bigotes.
No hacían nada, ellos eran un fenómeno en sí mismos y listo. Algunos estaban disfrazados
de ayudantes de Papá Noel. Además de los enanitos había una enorme cantidad de gitanas
deambulando por el parque, ofreciendo tirar las cartas o leer las líneas de las manos por un
níquel de 10 guitas.

Todo estaba iluminado por guirnaldas de foquitos de colores. Al edificio del Coliseo Romano
lo perfilaban con pequeñas lamparitas blancas.

El ruido se volvió ensordecedor. Cada sonido correspondía a una de las fantasías


representadas en aquel parque de diversiones. Había un trencito a vapor que recorría todo
el parque llevando a los niños y sus padres. Para el maquinista, debía ser como una especie
de obligación ir tocando el silbato permanentemente. De esa forma avisaba a los caminantes
distraídos y de paso magnetizaba a los niños.

En una jaula de acero había dos motociclistas, que daban vueltas y vueltas en lo que habían
llamado “El círculo de la muerte”. Los motores de ambas motocicletas roncaban
ensordecedoramente. Josep se distrajo viendo esas dos poderosas máquinas e imaginó la
maravilla que serían esos motores que seguían funcionando cuando estaban invertidos.

Todo era color blanco crema con fileteados de fina líneas azules y rojas, con algunos dibujos
que, en la fantasía del fileteador, supuso que eran japoneses.

En el fondo del lote alguien cantaba con más virtud de la que se necesitaba tener para ser
artista en la carpa de un parque de atracciones. Un polichinela intentaba dar volteretas con
sus manos, lo que erraba una y otra vez. El olor de las manzanas acarameladas y del algodón
de azúcar invadían el aire de por sí ya pesado de la tarde veraniega.

Había montones de gente por todas partes, monjas con huérfanos pidiendo limosna por la
proximidad de la Navidad. Radicales que no salían de su asombro por el reciente golpe del 6
de septiembre. Socialistas de encendida verba que discurseaban a ínfimos auditorios.
Anarquistas permanentemente indignados por la iniquidad de todo lo que ocurría en el
mundo. Por otro lado, tres Reyes Magos con barbas de crin, sudaban la gota gorda.

La montaña rusa era de madera y rodeaba a un falso volcán de cartón piedra. Los carros se
metían por un túnel que tenía un cartel en la entrada que advertía “Cuidado con los
sombreros”. Más atrás estaba el falso volcán que humeaba y chisporroteaba en la cima,
iluminando un cartel que decía “Parque Japonés” y que se veía desde el Paseo de Julio y
también desde las grúas guinche de los diques del puerto.

En un puesto de lata, un hombre sin brazos tiraba al blanco con un rifle de aire comprimido
que manejaba con los pies. En otro puesto, casi idéntico al anterior, un prestidigitador hacía
maravillas con los naipes teniendo un solo brazo. En su rutina, decía a los gritos: “A pesar
del accidente de moto en que perdí el brazo, me superé y aprendí a manejar las cartas”. La
explicación a Josep le sonó a confesión de un pecado. Cuando el prestidigitador decía que el
accidente había sido en una moto, todo el público hacía comentarios o se asombraba en un
“¡Oooooh!” generalizado. El hombre sabía cómo imprimirle un sentido trágico a su discurso,
para preparar al público a maravillarse mucho más con sus dotes de manco. Josep, mecánico
experto y alma curiosa, le dio vuelta al retablo del prestidigitador, para verlo de espaldas.
Así pudo notar que el hombre escondía un brazo, que no mostraba. Quedaba oculto en el
saco del smoking gastado y brillante de tantas planchadas en seco. Era un brazo que se
notaba subdesarrollado y deformado, con una mano como la de un bebé. Tal vez la
deformidad fuera una situación más trágica para su vida que el supuesto accidente de moto,
pero para el público ávido de morbo no hubiera sido tan atractivo. El casi manco era un
buen administrador de su desgracia.
Las señoras con polleras largas y ajustadas caminaban con pasitos cortos y a Josep le daba
vértigo cuando intentaban capturar a los niños díscolos que se les escapaban en la multitud.
Los gritos llamando a los niños competían con los de los encargados de los puestos. Cada
pocos metros las señoras abrían sus abanicos y se quejaban del calor y la humedad de
Buenos Aires.

Josep reconoció a parte del lumpenaje que durante el día recorría el puerto. Al anochecer,
indudablemente, se juntaban en el parque de diversiones a tirar la manga, tratar de
conseguir un trago gratis o llevarse algo ajeno olvidado en un descuido. Un conocido
prostituto del puerto era el que hacía de tragasables en un puesto de lata. El hombre
lanzallamas era un estibador sindicalista anarquista.

— ¡Qué coherentes! — musitó Josep para sí mismo.

Le llamó la atención la carpa de alguien que se hacía llamar “Sabú el magnífico”. Era una
especie de atleta musculoso que se untaba glicerina por todo el cuerpo y movía
espasmódicamente los músculos, especialmente los del abdomen. Las mujeres hacían gestos
de repugnancia, pero no le sacaban los ojos de encima. Los niños trataban de imitarlo. Las
moscas lo sobrevolaban por cientos atraídas por el aroma dulzón del ungüento para
obtener el lustre de la piel.

Desde los altoparlantes se oía la voz de Alberto Morán, entonando “Me da pena verte
barriada de Flores...”, que parecía que era el único tango de finales del año 30.

Finalmente, en una carpa, al lado del volcán, Josep distinguió al polaco que le había
mangueado el níquel.

Adentro de esa carpa había unas cincuenta viejísimas máquinas de Edison en las que, la
gente, ponía una moneda en una ranura y miraban a través de un vidrio de aumento.
Mientras tanto, se encendía una lámpara de filamento. Se hacían girar las manivelas de cada
máquina para que las fotos pasaran delante de sus ojos. El paso de las fotos sucesivas daba
la ilusión de movimiento. Se veían brevísimas películas de cow-boys que duraban un par de
minutos cada una, dependiendo de la velocidad con la que se girara la manivela.

Cuando las fotos se acababan, la luz se apagaba y la manivela se inmovilizaba. Tenían que
poner otra moneda de 10 centavos en la siguiente máquina donde continuaba el episodio.
Había cow-boys, escenas eróticas de una mujer en ropa interior con medias y viso de seda.
Lo que más atraía a los hombres eran las secuencias de terribles crímenes con inmensos
cuchillos entre sombras y contraluces.

En el fondo de la carpa había una máquina solitaria, descascarada, tenía un cartel pintado
del que se veía solo la mitad final. Al inicio de la frase se la había llevado un remiendo en la
lona. Incomprensiblemente, tan solo se podía leer “…más queridos, por 10 centavos”. En esa
máquina estaba el polaco, haciendo girar la manivela muy lentamente y sonriendo. Josep se
le acercó y le preguntó en su idioma natal, qué era lo que miraba con tanto entusiasmo. El
hombre se dio vuelta, lo miró de arriba abajo y le contestó.

—Este es mi hermano Carol con mi hijo Ladislav. ¿Quiere verlos?

Josep se acercó al vidrio de aumento y vio una foto coloreada de Charles Chaplin con Jackie
Coogan tomada de un fotograma de “El pibe”. Se alejó contrariado, lo miró al polaco y le
dijo:
—Son Chaplin y Coogan.

—No, son Carol y Ladislav… ¡Cómo ha crecido este chico! —continuó haciendo girar la
manivela— ¡Esta es Ewa, mi mujer! ¿No es hermosa?

Josep se acercó al visor y vio una foto prolijamente retocada a pluma de la diva Greta Garbo.

—Sin embargo, a mí me parece que es Greta Garbo… —comentó Josep.

El polaco no le prestó atención y giró la manija.

—¡Mire! ¡Aquí esta Ewa con Doda! Doda tenía apenas un año cuando me exiliaron. Está
hermosa… ¡Mírela!

Resignado, Josep volvió a mirar por el visor y se encontró una foto de Carol Lombard y
Shirley Temple. Josep hizo un gesto de negación con la cabeza. El polaco volvió a mirar por
el visor y dijo a los gritos:

—¡Son Ewa y Doda en el jardín de mi casa de Danzig! ¡Lo que pasa es que usted no las
conoce!

La luz de la máquina se apagó y la manija quedó frenada. El polaco hizo un gesto de


resignación al notar que ya no le quedaban monedas. Lo miró suplicante a Josep, que
revolvió en el bolsillo y le dio dos de los tres níqueles que le quedaban.

—¿La otra no? —Le preguntó el polaco con gesto de inocencia.

—La necesito para sacar el boleto de vuelta— mintió Josep.

Esperó que su coterráneo viera dos vueltas de fotos. Cuando la luz se apagó por segunda
vez, el polaco se golpeó resignado el muslo con la gorra y se fue. Cuando estaba por salir de
la carpa se dio vuelta, lo miró a Josep y le dijo:

—Para mí, esto es más importante que comer. ¡Gracias amigo, que Dios lo bendiga!

El hombre se fue casi arrastrando los pies. Su figura delgada y el pelo desprolijamente largo
lo igualaban con otros que, como él, deambulaban como fantasmas en la noche del Parque
Japonés. Cuando se perdió de vista, Josep se acercó a la máquina e introdujo el último
níquel de 10 que le quedaba. Se acercó al visor y para su desconcierto había una foto de él
mismo con una chica muy bella a su lado.

—¡Catarina…! —dijo con asombro.

—¿Quién es Catarina? —le preguntó desde atrás la voz en polaco. Josep se dio vuelta y vio al
hombre que había regresado con otro níquel en la mano.

—La tanita que conocí en el conventillo de La Boca ni bien llegué a Buenos Aires hace cinco
años.

—¡Siga girando la manivela entonces! —Le dijo el polaco— ¿Vio que no le mentí?

En la siguiente foto se vio nuevamente a sí mismo, también a Catarina que llevaba a un bebé
en brazos. Se alejó del visor espantado, con lágrimas en los ojos.
—¿Y esto? —le preguntó al polaco.

—Usted tiene que meter su moneda por la ranura para ver la vida color de rosa. ¡Siga!

Josep volvió a girar la manivela y en la foto siguiente estaba una vez más él mismo. Catarina
también, pero esta vez con dos niñas. Atrás estaban sus propios padres que habían quedado
en Kaliningrado. Todos estaban en la quinta de Don Torcuato. Sus padres se veían muy
viejos, pero todos sonreían. En las siguientes fotos se vio a sí mismo, adulto, con dos
muchachas que tenían rasgos que le resultaban familiares. El resto de las fotos parecían
haber sido tomadas en un extraño futuro. Una de ellas lo mostraba a él y a su padre
arreglando el motor de un automóvil rarísimo con números pintados, por lo que debía ser
de carrera como los que había en Europa.

Siguió dando vueltas la manivela hasta que la luz se apagó. Se alejó de la máquina. El polaco
puso su propio níquel. Josep se fue caminando lentamente, tenía una larga espera hasta que
saliera el último tren que paraba en Don Torcuato.

El lunes 22 y el martes 23 de diciembre de 1930, la rutina de su viaje y su trabajo se


repitieron. Al atardecer pasaba por el Parque Japonés e iba directamente a la carpa de las
máquinas de Edison, y en particular a aquella a la que nadie le prestaba atención, porque
prometía nada menos que ver la vida color de rosa. Vio las fotos de Catarina y aquellas
niñas, que por ahora le eran desconocidas. Repetía el proceso muchísimas veces.

El miércoles 24 al mediodía vio de lejos al polaco menesteroso pidiendo su plato de


alimento en el comedor del puerto. Por ser 24 de diciembre les sirvieron pollo guisado.

Esa tarde el Parque Japonés no abrió, así que cruzó directamente a la estación del
Ferrocarril Central del Norte. Llegó a su casa, se cambió y se fue a pasar su solitaria
Nochebuena en la capillita del pueblo.

El viernes 26 de diciembre marcó la vuelta a la rutina, pero con un calor agobiante. Hizo el
cambio de turno como todos los días a las nueve de la mañana. Se sacó la camisa para
aguantar mejor el calor adentro de la cabina de la grúa guinche. Vio sus músculos brillantes
por el sudor e intentó, sin suerte, repetir el movimiento de músculos que hacía el
envaselinado “Sabú el magnífico”.

Ese día debía seguir en su puesto hasta las dos de la tarde. Al mediodía vio, desde su
posición privilegiada, entre la arboladura de los barcos, que de la montaña rusa del Parque
Japonés salía una humareda demasiado densa y oscura. A los pocos minutos oyó pasar a los
carros de los bomberos que se desplazaban a toda velocidad por el adoquinado del Paseo de
Julio tocando la campana con desesperación. Adelantó la grúa para tener una vista más
despejada. Salió a la portezuela de la cabina para ver mejor y ya no había dudas. La montaña
del Parque Japonés estaba prendida fuego, pero esta vez de verdad. Se desesperó y bajó por
la escalerilla de hierro que le quemó las manos por estar expuesta al sol del mediodía.

El capataz lo increpó recordándole que no podía dejar la grúa hasta las dos de la tarde.

—Hay un incendio enorme en el Retiro. ¡Tengo que ir! —Le gritó Josep.

—¡Vuelva a su lugar! —Lo interrumpió el capataz, mientras Josep sin oírlo corría
desesperadamente en dirección al Norte.
—¡Soy bombero voluntario! ¡Mi obligación es ir! —mintió mientras corría.

Cruzó las cuadras que lo separaban de Retiro en pocos minutos. Cortó camino por los
campos de Catalinas Norte y llegó al Parque Japonés por la parte de atrás. Los bomberos
estaban atacando al fuego que se había iniciado en la montaña rusa. Los cuidadores sacaban
a los animales del Circo de Berlín que funcionaba en el galpón blanco, y también los mansos
leones del Coliseo Romano. Los llevaban a los campos de Catalinas. Una madera encendida
cayó sobre la carpa de las máquinas de Edison prendiendo fuego a las lonas como si fueran
papel viejo. Josep, desesperado, quiso avanzar en el momento que salía el cuidador alemán
con los elefantes que se veían muy nerviosos. Josep retrocedió. La carpa ardía, llevándose en
las lenguas de fuego las ilusiones y la vida color de rosa.

Esa tarde, en el camino de vuelta para su casa, el Parque estaba cerrado. Vio al polaco entre
los cientos de curiosos que se reunían sobre Florida para ver los restos humeantes de la
estructura de madera, que había quedado desnuda del cartón piedra quemado. Tenía el
rostro desencajado. Estaba perdido. No le pedía nada a nadie. En un instante se mezcló en la
multitud y ya nunca más lo volvió a ver.

El lunes 29 de diciembre, cuando terminó su horario de trabajo, Josep se lavó


cuidadosamente, se cambió la ropa, se perfumó con Colonia de La Franco-Inglesa y salió en
dirección al Paseo de Julio. En lugar de tomar el 25 o el 46, en dirección a Retiro, tomó el
tranvía 12 que lo llevaría a unas pocas cuadras del conventillo donde había vivido en La
Boca. El tranvía lo llevó por Paseo de Julio y luego por Paseo Colón. Josep se estiró cuanto
pudo cuando el tranvía giró a la izquierda en la Avenida Brasil para ver por las ventanillas el
Parque Lezama que se le antojaba el más bello del mundo, o al menos de la parte que él
conocía. Lo que más le gustaba del viaje era cuando el vagón eléctrico recorría, a los
sacudones y frenadas, los amarraderos, fábricas, talleres y saladeros de la Avenida Pedro de
Mendoza frente al Riachuelo.

Se bajó en la intersección con la calle Necochea. Los nervios lo carcomían. ¿Caterina seguiría
viviendo en el conventillo? Dobló a la derecha en la calle Suárez, pensando en que lo que
estaba haciendo podría terminar en un papelón. ¿Y si Caterina se había comprometido? O
tanto peor… ¡Si se hubiera casado! Cinco años era mucho tiempo, pero lo que vio en la
máquina de Edison parecía tan real. ¿Se acordaría de él? Tres veces se detuvo como Jafas
negando a Jesús. Tres veces quiso salir corriendo. Hizo un esfuerzo de su voluntad, y se
obligó a seguir caminando hasta que llegó al conventillo de la calle Suárez con más
vergüenza que ansiedad.

Entró tímidamente, con la gorra en la mano y con el torso ligeramente inclinado, como
pidiendo perdón por su atrevimiento. Algunos vecinos lo reconocieron y lo saludaron con
grandes muestras de afecto. La mayoría eran italianos. Casi todos parecían alegrarse
sinceramente. Josep, poco afecto a las demostraciones y a los intercambios sociales, se
acercó a la puerta de la habitación de Catarina. Una vieja portuguesa, desdentada y gritona,
que había estado allí desde siempre, sentada en vigilia frente a la puerta de la habitación
contigua a la de Catarina, le dijo en tono de reprimenda y a los gritos con voz chillona y
arrastrando las eses:

- ¡Polaquito! ¿Vos por acá? Yo no pensé que fueras a volver… Te anduvieron buscando
porque te necesitaban, y vos que desapareciste… ¿Para onde merda você foi?
La mujer siguió gritando de los muchos que lo habían extrañado y de lo que lo necesitaban
cada vez que se rompía el bombeador del agua. De pronto Josep ya no entendió lo que decía
la vieja. Le sonrió por compromiso y golpeó a la puerta de la habitación de la Tanita. Esperó
y vio que la puerta se abría.

Lo atendió un muchacho rubio de bigotes caídos como todos los italianos. Primero lo miro
escrutadoramente. Josep imaginó lo peor. Ese muchacho debía ser el marido de Catarina.
Todavía podía salir corriendo.

—Disculpe —dijo Josep arrebatado de apocamiento— creo que me equivoqué…

La cara del muchacho se iluminó con una inmensa sonrisa llena de dientes blanquísimos, se
le fue encima y Josep no alcanzó a retroceder los suficiente y terminó recibiendo un abrazo
como solo los italianos los saben dar.

—¡Polaco! ¡Loco de mierda! ¿Dónde carajo te metiste? ¡La puta que te parió! ¡Siempre más
para adentro que ombligo de gordo!

Josep miró cuidadosamente al muchacho y le preguntó casi con miedo y en voz muy queda:

—¿Gianni? ¿Gianni Rossi?

—¡Pero claro Polaco! ¿O te crees que siempre voy a tener 13 años? ¡Sabés cómo te
buscamos! Estamos armando un taller de coches y camiones acá a la vuelta. Ya no apostaba
ni diez guitas por verte de nuevo.

La tanita Catarina, más linda que una luna llena en una noche de verano, desde adentro
continuó la frase de su hermano menor:

—En cambio yo sí los hubiera apostado. Sabía que ibas a volver…

Ya nadie más pudo volver a ver la vida color de rosa por un níquel en el Parque Japonés,
pero Josep supo que podría vivirla de ese color, y todo por 10 guitas.

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