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Había una vez una nube recién nacida. Era tan pequeña, tan pequeña, que
parecía un capullo de algodón perdido en el cielo. Por eso, cuando le tocó llover
por primera vez, penó que le convenía buscar un pueblo chiquito para poder mojar
bien todas las casas y las calles. De esta manera, su primer trabajo se notaría
suficientemente; si elegía, en cambio, una ciudad grande, sólo alcanzaría a
humedecer el centro o una insignificante colonia sin que nadie la tomara en
cuenta.
Entonces le pidió ayuda al viento, y éste la hizo viajar lentamente por el cielo;
desde la tierra se veía como un velerito perdido en el mar.
Al pasar por un pueblito a la medida de sus deseos, la nube recién nacida decidió
que había llegado su hora.