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Arqueología y nación
Si, como Gupta y Ferguson (2008:242) señalaron, “los Estados nacionales
desempeñan un papel fundamental en las políticas populares de construcción de
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Las trayectorias diferentes de México y Perú fueron documentadas por Brading (1973).
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El contraste entre México y Estados Unidos ilumina el tema. En México el pasado indígena
prehispánico fue glorificado; Bonfil (1996:112-113) describió con estas palabras el funciona-
miento de la nación mestiza: “…la raíz profunda de nuestra nacionalidad está en el pasado indio,
de donde arranca nuestra historia. Es un pasado glorioso que se derrumba con la Conquista. A
partir de entonces surge el verdadero mexicano, el mestizo… La raíz india siempre se reconoce:
los murales glorifican al México precolombino y sus signos presiden todas las alegorías sobre la
historia y el destino de la patria… La arqueología se ve como una tarea patriótica y nacionalista
que debe concluir en la restauración de los grandes templos y en las vitrinas de los museos, nue-
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Estaba en juego la constitución de un nuevo ser —el individuo libre y racional, capaz de elegir
su propio destino— o la perpetuación del sujeto sumiso, cuyo destino estaba marcado por la re-
ligión. Sólo a finales del siglo XVIII, con las reformas borbónicas, el Estado pretendió intervenir
en el modelo de colonización religioso (colonización de la mente, del cuerpo, de la familia, de la
lengua) con éxito dispar; por ejemplo, las reformas escolares modernas fueron detenidas, en casi
todas partes, por el poder de intervención de la Iglesia.
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queología en casi todos los países latinoamericanos fue parte de la retórica del
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mestizaje, una ideología potentísima que creó una raza el mestizo, la suma de las
razas. A diferencia de los Estados-nación europeos el mestizo no fue una raza
histórica unitaria desenterrada de tiempos sin memoria sino una raza reciente, una
mezcla hecha sin ocultar la labor de construcción. Su creación fue una tarea retó-
rica sin precedentes que dejó un ignominioso rastro de violencia: el mestizaje no
fue un hecho biológico (el intercambio de genes) sino una violencia discursiva
que canibalizó las diferencias raciales (Ribeiro 2003:48). No fue un “proceso
inevitable” sino el resultado de una relación asimétrica de poder en la cual una
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elite moderna (descendiente de los criollos) estableció los términos del proceso:
la lucha por las diferencias raciales debería dar paso a la unidad democrática del
mestizaje.
El mestizaje fue parte fundacional y fundamental de las narrativas nacionales
latinoamericanas y funcionó de arriba hacia abajo. Sus ideólogos más prominen-
tes se consideraban blancos y miraron hacia abajo desde su lugar en la punta de la
pirámide social, hacia el foro donde el mestizo arquetípico debía ser creado. Pen-
sando países de otros para construir países para todos, imaginaron sociedades
armónicas basadas en contratos sociales incluyentes que permitirían el desarrollo
y la entrada concertada en la economía mundial. En la mayor parte de los países
latinoamericanos no hubo ni habría una conciencia mestiza entre los mestizos, ni
un discurso mestizo desde los mestizos, como ocurrió en México y Perú; no hubo
un proselitismo político por la identidad mestiza desde la base (el lugar del mesti-
zo), como habría de haber en el siglo XX por la identidad indígena y afrodescen-
diente. El mestizo, a pesar de las apologías integristas, siguió siendo un fantasma
de identidad promovido desde las alturas ilustradas, una mezcla de colores sin
color distintivo (aunque en su horizonte de realización el blanco siempre fue el
color deseado). Sin embargo, a pesar de estas ambigüedades ontológicas el mesti-
zo fue el lugar hacia el cual el discurso homogenista del nacionalismo condujo los
pasos de las alteridades. Hacia allá también se dirigió la historia contada por los
arqueólogos. Por eso casi todas las arqueologías latinoamericanas son tan atípicas
desde la visión europea y norteamericana: crearon una historia para Estados-
nación hechos alrededor de una raza sin historia. En nuestros países la arqueolo-
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Ideología como concepción de mundo convertida en un movimiento cultural que produce una
forma de actividad o voluntad práctica (Gramsci, en Hall 2010b).
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“El problema con estos conceptos no es de exactitud científica, de su supuesta relación referen-
cial con entidades existentes, allá afuera”. El meollo del asunto es el uso que se da a estas cate-
gorías, el propósito por el cual son movilizadas y las contiendas políticas que hacen necesaria
esa movilización” (Trouillot 2011:194).
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gía fue hecha para y por mestizos: una arqueología mestiza . Así nació la unión
temporal entre nacionalismo, modernidad, mestizaje y arqueología. Su temporali-
dad y sus condiciones de existencia variaron: mientras en Colombia y Perú co-
menzó en el siglo XIX, en Bolivia sólo comenzó un siglo después, con la llamada
revolución de 1952. En Argentina y Uruguay no fue dominante (o lo fue de otra
manera): la arqueología se edificó sobre un naturalismo de gabinete, complacido
con las riquezas de la nación (Haber 2004). Aunque las arqueologías argentina y
uruguaya fueron profundamente nacionalistas proclamaron la inexistencia retórica
de los indios. En Argentina el “problema” étnico fue resuelto con su eliminación:
el “desierto”, el lugar metafórico disputado a los indios en las guerras de extermi-
nio, se convirtió en la mejor imagen de su desaparición forzada. El desierto fue la
nada a la cual el nacionalismo argentino condenó a sus habitantes originales; la
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arqueología naturalista reforzó la ideología de un país sin indios.
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En estos países la arqueología fue burguesa, mestiza y nacional. (El único rechazo burgués a la
arqueología ocurrió en el México liberal de la segunda mitad del siglo XIX). No existió una ar-
queología por/para la aristocracia.
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Hubo pocas excepciones, como Florentino Ameghino y su exaltación de una civilización preco-
lonial (Nastri 2004).
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Las independencias latinoamericanas fueron cambios aristocráticos en el gobierno, no revolu-
ciones en el sentido de clase.
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zación y su herencia de sangre. Las elites se sentían distintas, sin saber bien qué
eran. Simón Bolívar (1969:34) lo escribió así en su Carta de Jamaica, el mani-
fiesto ejemplar de las naciones por venir:
…no somos ni indios ni europeos sino una especie media entre los legítimos propie-
tarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos
por nacimiento y nuestros derechos los de Europa tenemos que disputar éstos a los
del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos halla-
mos en el caso más extraordinario y complicado.
Para la mentalidad moderna de los apólogos del mestizaje era claro que en
América Latina, a diferencia de Europa y Estados Unidos, el individualismo bur-
gués (el lugar de la modernidad soñada) no surgió de un sector social positiva-
mente valorado sino de un grupo grandemente estigmatizado, segregado y
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discriminado desde épocas coloniales. El ascenso y el éxito de la ética burguesa
fueron producto del trabajo de los mestizos, no de los aristócratas criollos. Sin
embargo, no todo fue fiesta en el lugar acordado a los mestizos por la filosofía
liberal: hubo voces —desde varios sectores y con argumentos diferentes, pero
convergentes— que se pronunciaron contra su existencia social, política e, inclu-
so, racial. Esas voces fueron potentes donde quiera que prevalecieron las ideas
conservadoras, como en Colombia: la concepción del mestizaje como degenera-
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ción de los blancos como resultado de la mezcla con razas inferiores fue promi-
nente en la ideología segregacionista contra la cual lucharon, incesantemente, las
elites ilustradas.
Algunas de las declaraciones más explícitas sobre el mestizaje aparecieron en
los manifiesos vanguardistas. En el Manifiesto antropófago Oswald de Andrade
(2002:173, 179) presentó el mestizaje como antropofagia, el acto mediante el cual
la América india ingirió a la Europa civilizada: “Sólo la antropofagia nos une.
Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo... Antropo-
fagia. Absorción del enemigo sacro”. La arqueología también fue antropófaga,
pero al revés: la Europa civilizada (la de las elites criollas y burguesas) ingirió a la
América india y la contó en sus propios términos: la historia de todos. Pero esa
historia excluyó a los indígenas contemporáneos. Guillermo Bonfil (1987:23)
señaló:
Hay un orgullo circunstancial por un pasado que, de alguna manera, se asume glo-
rioso pero se vive como cosa muerta, asunto de especialistas imán irresistible para
atraer turistas. Y, sobre todo, se presume como algo ajeno, que ocurrió antes aquí,
en el mismo sitio donde hoy estamos nosotros, los mexicanos… El único nexo se
finca en el hecho de ocupar el mismo territorio en distintas épocas… Sólo quedarían
ruinas: unas en piedra y otras vivientes. Ese pasado lo aceptamos y lo usamos como
pasado del territorio pero nunca, a fondo, como nuestro pasado: son los indios, es lo
indio (cursivas en el texto original).
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En Argentina el desprecio a los mestizos no murió con el nacimiento la república: sobrevivió
como narrativa sólida en el imaginario nacional blanco/europeo.
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El presidente colombiano Laureano Gómez (1928:24) señaló: “...el mestizo no constituye un
elemento utilizable para la unidad política y económica de América Latina: conserva demasiado
los defectos indígenas: es falso, servil, abandonado y repugna todo esfuerzo y trabajo. Sólo en
cruces sucesivos de estos mestizos primarios con europeos se manifiesta la fuerza de caracteres
adquirida por el blanco... El elemento negro constituye una tara: en los países donde él ha desa-
parecido, como en la Argentina, Chile y Uruguay, se ha podido establecer una organización
económica y política con sólidas bases de estabilidad”.
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Este papel también fue desempeñado por los museos. Como Stavenhagen (2002:28) señaló
“…pronto los países latinoamericanos se volvieron modernos y los indios sólo reliquias de un
pasado pintoresco (de hecho, museos magníficos —como el de Ciudad de México— fueron
construidos para rendir homenaje a las grandes civilizaciones muertas del pasado y para simbo-
lizar las fuertes raíces de la nación mestiza contemporánea)”. Este papel también fue desempe-
ñado por los museos. Como Stavenhagen (2002:28) señaló “…pronto los países
latinoamericanos se volvieron modernos y los indios sólo reliquias de un pasado pintoresco (de
hecho, museos magníficos —como el de Ciudad de México— fueron construidos para rendir
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(1984:32), escritas hace más de 150 años, son eco poderoso en un archivo discur-
sivo aún vigente:
…esta ideología, definida desde el Estado y los círculos intelectuales más cercanos,
propuso que el pueblo mexicano era producto de la mezcla biológica de la raza indí-
gena y la raza hispánica y que había heredado las mejores cualidades de ambas. La
mezcla racial debía conducir a la homogeneización completa de la población mexi-
cana y a la desaparición de los grupos racialmente indígenas y de los europeos; sin
embargo, la cultura mestiza fue siempre definida como una cultura netamente occi-
dental y se afirmó que la mezcla racial debía llevar al elevamiento de la raza indíge-
na al nivel superior ocupado por la europea.
Enrique Krauze (1998:57) escribió que “México tiene muchos problemas pero,
también, muchos no problemas. Uno de ellos es el étnico... La zona maya es la
excepción principal (si no la única) que confirma una regla de la historia mexica-
na: el mestizaje fue una bendición”. Vale la pena repetir esta afirmación extraor-
dinaria: el mestizaje fue una bendición. Captura la verdad del Estado-nación, la
verdad de la raza cósmica, la verdad de las democracias latinoamericanas, la ver-
dad de la superación del conflicto racial —ejemplificada en la democracia racial
brasileña creada por ideólogos como Gilberto Freyre (1964), Sérgio Buarque
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(2007) y Darcy Ribeiro (1999). Esa oración también captura el silencio de esa
retórica: el mestizaje fue genocida.
homenaje a las grandes civilizaciones muertas del pasado y para simbolizar las fuertes raíces de
la nación mestiza contemporánea)”.
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Como académico y político nacionalista Ribeiro fue un constructor de la ideología homogenista
del proyecto republicano de Brasil. Sus afirmaciones fueron lapidarias: “Al contrario de lo que
sucede con otros países, que guardan dentro de su cuerpo contingentes claramente opuestos a la
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El trabajo propagandístico internacional del arqueólogo peruano Luis Guillermo Lumbreras
(e.g., 1981) es el mejor ejemplo en este sentido.
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Este asunto cambió con el multiculturalismo: la promoción de las diferencias condujo a una
nueva racialización, incluyendo la del mestizaje.
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Como señaló Trouillot (2011:168-169) “La ficción de las entidades homogéneas nunca prevale-
ció en el Sur o en Europa Oriental. El Estado periférico nunca produjo un efecto de identifica-
ción de manera tan competente como lo hizo el Estado en Francia, Gran Bretaña, Alemania o
Estados Unidos. Esta gran disyunción entre el Estado y la nación, como la dependencia, antece-
de a la independencia política”.
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No se reconocieron, aunque algunos ahora se relacionen con la arqueología. Sin embargo, el
posicionamiento de los pueblos indígenas frente a la disciplina no es consensual. Algunos valo-
ran los procesos y resultados arqueológicos si son parte de sus agendas, considerando que los
objetos y los rasgos vueltos arqueológicos por los discursos académicos o apropiados por las
comunidades pueden servir para fortalecer la reflexión histórica, central para la movilización so-
cial y la vida. Otros confrontan la arqueología abiertamente y rechazan cualquier posibilidad de
transacción. Una revisión, incluso rápida, de la distribución geográfica de esas dos posiciones
antitéticas muestra que la primera es más frecuente en grupos indígenas en democracias indus-
trializadas mientras la segunda caracteriza a los grupos del viejo Tercer Mundo. Esa distribución
no es aberrante; responde a la efectividad diferencial de las políticas multiculturales, a qué tan
exitosas han sido en la construcción de hegemonías fuertes —alcanzadas más completamente en
los países donde el nacionalismo fue más agresivo y triunfante.
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indios). Sus temporalidades siguieron vivas, aunque para vivir debieron ejercer
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las artes del ocultamiento.
La temporalidad arqueológica fue exitosa en otro sentido. El uso simbólico de
referentes indígenas por la ideología nacional-mestiza tuvo éxito en neutralizar,
acaso en impedir, los reclamos nativos sobre parte de su relación con los ances-
tros. Habría que reconocer, sin embargo, que se trató de un éxito fácil, ganado
con el trabajo ajeno, sobre todo de la iglesia católica, que creó una perversidad
colonial: la invención de otro dentro del otro, una doble alteridad funcional a la
hechura del yo civilizado. El otro bueno, que aceptó la dominación colonial y la
conversión religiosa, y el otro malo, rebelde y sin domesticar, fueron los polos
dinámicos de una moralidad permanente que sirvió funciones gubernativas. El
catolicismo influyó en la clasificación de los seres humanos y no humanos,
creando dos eras principales: el tiempo anterior a su advenimiento, dominado por
los espíritus y el peligro, y el tiempo del yo convertido y civilizado. Los ances-
tros formaron parte del otro malo y se hicieron habitar en el tiempo de la oscuri-
dad.
La presencia de la arqueología en el nacionalismo no sólo estuvo enmarcada
en la creación de una temporalidad. También el espacio fue motivo de su trabajo.
En Brasil y Argentina la disciplina proveyó argumentos de primitivismo pasado a
la imaginación del territorio y de civilización a las políticas de conquista, durante
la época colonial, y de afirmación de soberanía, durante la República. Mientras en
la mayor parte de América Latina la arqueología participó de la conquista nacio-
nal del tiempo, en esos dos países (y, quizás, también en Chile) participó más
agudamente del dominio del espacio. Las representaciones geo-arqueológicas
—Lúcio Ferreira (2010) señaló, sobre todo, la expedición a la costa de Guyana
organizada por Emílio Goeldi a finales de la década de 1890— llaman la atención
sobre la marca simbólica que significó el ejercicio de la soberanía desde la im-
pronta arqueológica. La relación entre investigaciones arqueológicas y cartografía
del territorio (un doble acto de soberanía nacional) quizás haya sido más clara en
el Cono Sur que en otras partes pero no fue su única instancia de operación; tam-
bién se puede ver, de otras maneras, en todos los países que hicieron participar las
búsquedas arqueológicas de la presencia nacional en las fronteras (internas o ex-
ternas, agrícolas o geográficas). El estadista argentino Juan Bautista Alberdi es-
cribió que gobernar es poblar:
En otro tiempo nos poblaba España; hoy nos poblamos nosotros mismos. A este
fin capital deben dirigirse todas nuestras constituciones. Necesitamos constitucio-
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Desde hace unas pocas décadas han salido a plena luz y han mostrado su fuerza, impensable si
la hegemonía arqueológica hubiera sido triunfante.
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El hecho es que, desde años atrás, en algunos arqueólogos estaba presente cierto
sentimiento de irrealidad en sus actividades profesionales, a la vez que, cada día con
mayor vigor, destacaba la incongruencia de nuestra posición progresista frente a una
teoría y una práctica neocolonialista (Lumbreras 1981:5).
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¿Por qué el nacionalismo mexicano fue tan triunfante? Porque estuvo ligado a algo más que la
retórica: lo acompañaron profundas transformaciones sociales (entre ellas el laicismo y una re-
forma agraria sin parangón en América) que hicieron que ser mexicano fuera, además de parti-
cipar de una historia singular, ser incluido en cambios que modificaron el país. Por eso la
historia contada por los arqueólogos tuvo y tiene tanta fuerza: fue parte de un nacionalismo real
puesto en marcha por los gobiernos post-revolucionarios. Eso no sucedió en ningún otro país del
continente.
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…[la misión de la arqueología es] proveer las raíces antiguas de la cultura nacional.
En el caso de la gente que testimonia el pasado, por lo tanto, la arqueología descu-
bre la alienación de la conciencia nacional y retoma la posesión legítima de los an-
tecedentes prehispánicos… A pesar de la intensa introducción de patrones
extranjeros permanece un núcleo cultural precolombino como continuidad tradicio-
nal. Por esa razón los arqueólogos en aquellos países que tienen ancestro indígena
deben descifrar, incluso, las raíces más profundas de la nación y los cimientos de la
nacionalidad.
Podemos escoger lamentar ese proyecto y silenciar el daño que trajeron sus prome-
sas. Podemos pretender que el proyecto todavía está vivo como conjunto pero que se
ha vuelto cada vez más irrelevante. O podemos decidir analizar el conjunto, su his-
toria, su atractivo y su caída para reimaginar el futuro en términos distintos.
Agradezco
Que unos amigos tomen de su tiempo para comentar el trabajo de otros es una
expresión de generosidad y afecto. Estoy agradecido con Gustavo Verdesio, Ale-
jandro Haber y Herinaldy Gómez porque sus comentarios a los borradores de este
trabajo me llevaron a modificar algunas de sus partes, profundizando argumentos,
cambiándolos o condenándolos al olvido, acaso merecido.
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Fuente: http://www.luxuriousmexico.com