Por MARCELINO CEREIJIDO (Diario “Página 12”. Diciembre
2006)
A los científicos nacidos en la Argentina, pero que nos ganamos la
vida en el exterior, cada visita a la patria nos sume en reflexiones que duran semanas. Si andamos optimistas, la entrevemos como una masa viva, tachonada por un archipiélago de oscurantismo que la hiere pero no ha logrado matarla. En cambio, cuando andamos de mal humor la vemos como desde un avión nocturno: todo oscuro y con uno que otro islote iluminado por físicos, químicos, matemáticos, escritores, pintores de calibre internacional.
A principios de noviembre estuve unos días por allá y me amargó
que el analfabetismo científico endémico siga convirtiendo a los argentinos en esclavos del Primer Mundo.
Sólo el Primer Mundo (10/15% de la humanidad) tiene ciencia,
interpreta la realidad “a la científica”, y puede inventar, producir, vender, imponer. Pero la Argentina pertenece a un Tercero, donde la gente produce, viaja, se comunica, se cura y se viste con aparatos, vehículos, teléfonos, redes informáticas, medicamentos y ropas que inventaron los del Primero
Pero el analfabeto científico padece una desgracia adicional. Así,
cuando a un pueblo le faltan alimentos, agua, medicamentos, su gente es la primera en señalar el déficit con toda exactitud; en cambio cuando le falta ciencia no puede entenderlo ni imaginar de qué le serviría. En realidad es peor, pues el analfabeto científico cree que sabe muy bien qué es la ciencia, dado que una divulgación científica de excelente nivel, pero mal encaminada, acabó dándole la idea de que los científicos somos unos anteojudos de risa fácil que, en medio de una sociedad donde no todos llegan a fin de mes, pretendemos que el Estado solvente nuestros ocios con fósiles, dispersión de la luz y fotos de Saturno. Comprensiblemente, el gobernante analfabeto concluye que sería inmoral malgastar en extravagancias científicas. ¡Quién convence ahora a los argentinos de que los científicos no somos coleccionistas de rarezas sino que, por el contrario, buscamos regularidades de las que luego tratamos de deducir las leyes con que funciona la realidad! ¿Acaso la manera de interpretar la realidad puede cambiar la vida diaria del desempleado con la panza vacía? Yo creo que si. Y dado que un coche es tan parte de la realidad como Saturno y los fósiles, para hacer más accesible mi argumento, voy a suponer que se ha descompuesto un auto y hay dos mecánicos. El primero, con una manera de interpretar la realidad “mística” le pega una estampita de San Expedito, pone una vela sobre el capot, e invita al cliente a arrodillarse a su lado y rezarle al santo para que componga su vehículo. En cambio el segundo, con una manera de interpretar la realidad “a la científica”, invoca leyes de la mecánica, y se abstiene de apelar a variables místicas. Puesto que el ejemplo resulta demasiado irreal, reemplacemos al mecánico “místico” con obreros haciendo cola frente a la Iglesia de San Cayetano, para rogarle que les consiga trabajo, y en lugar del mecánico que interpreta la realidad “a la científica” imaginemos cámaras empresariales y sindicatos que recurren a centros de investigación, financian proyectos, y establecen sistemas de becas para que se desarrollen sustitutos locales avanzados y especialistas en disciplinas de las que dependen sus industrias y empleos.
Para nuestro analfabeto científico, el Japón basa su potencia en el
patriotismo, disciplina y habilidad mercantil de los nipones; pero el hecho de que por medio siglo uno no pudiera dar un paso por las universidades de Harvard o Princeton sin cruzarse con una nube de becarios japoneses –que luego fueron seleccionados, repatriados e instalados en centros del saber que Japón pudo crear gracias a ellos– les pasa inadvertido. Con esa óptica, Alemania hace ciencia porque es rica, y no que es rica porque desarrolla con primerísima prioridad su capacidad científico-técnica. Allí también el número de premios Nobel per cápita tampoco parece decirles nada a mis compatriotas, que seguramente creerán que el “milagro alemán” ocurrió en serio por milagro.
En cambio son muy dados al análisis economicista, pues para el
analfabeto científico la realidad es muy simple y tiene una única variable: la económica. Pero aun en dicho terreno, ¿tampoco les llama la atención que el empresariado nacional gaste muchísimo más dinero en patentes, licencias y asesorías extranjeras, que en establecer proyectos para que las universidades les desarrollen sustitutos tanto materiales como humanos? Hoy, hasta para dar de comer a sus gallinas y tratar a sus pacientes, los argentinos deben pagar patentes a empresas transnacionales de la alimentación y la industria farmacéutica .
Todas las especies biológicas dependen crucialmente de
“interpretar” eficientemente la realidad que habitan. Biológicamente hablando, importa poco si esa interpretación es o no consciente. Nadie supera a una ameba ni a una polilla en interpretar sus realidades. El ser humano no es excepción. Su manera de interpretar la realidad ha ido evolucionando desde los ancestrales animismos, chamanismos, politeísmos y monoteísmos, hasta dar en los últimos tres o cuatro siglos con la manera que caracteriza la ciencia moderna, que consiste en hacer modelos dinámicos (para pre-decir el futuro y pos-decir el pasado) sin recurrir a milagros, revelaciones, dogmas ni al Principio de Autoridad, que se basa en que algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo dice.
No hay polillas ni amebas subdesarrolladas, pero con los pueblos
no sucede lo mismo: el subdesarrollo consiste en que haya otros (los del Primer Mundo) que no solamente nos interpretan mejor sino que están en condiciones de imponernos reglas de cómo debemos organizarnos y funcionar.
Sería muy dilatado bosquejar aquí las características de esa
imprescindible campaña contra el analfabetismo científico que la Argentina debería emprender, pues implica desde cambios en la orientación de la escuela primaria hasta convencer al Estado de que ya no quedan funciones sociales que no dependan de la ciencia y la tecnología. De modo que reemplazaré esa perorata por el recuerdo de una situación que se me presentó cuando mis dos hijos cursaban la escuela primaria.
Si quería que aprendieran a nadar, tocar la guitarra, hablar inglés,
podía mandarlos a clubes, conservatorios, academias particulares. Pero ¿dónde conseguiría formarlos en la manera de interpretar la realidad “a la científica”? Discutiendo con otros padres y expertos en educación, fuimos promoviendo escuelitas de ciencia, que funcionaron en taperas de Palermo Viejo, en las que jóvenes físicos, químicos y biólogos de la universidad venían los sábados por la mañana a enseñarles a armar circuitos con cablecitos y pilas que costaban dos pesos, los llevaban a los lagos cercanos a buscar agua barrosa con renacuajos, plantitas, gusanos y cascarudos; les enseñaban a observar nubes, porotos germinando en vasos, manchas de diversas sustancias expandiéndose por un papel secante. Cuando acababan las clases, los pibes no salían a buscarnos para ir a casa sino ¡para arrastrarnos adentro y explicarnos lo que habían estado haciendo! Y cuando por fin los maestros conseguían que nos marcháramos, seguían trenzados en discusiones apasionadas.
El drama no consiste en que el argentino de la calle siga tratando
de interpretar la realidad con variables místicas, pues en ese sentido está a la par de los ingleses, norteamericanos, franceses y japoneses. Consiste en que, a diferencia de dichas sociedades, el analfabetismo científico argentino hoy afecta gravemente a los sectores políticos, intelectuales, empresariales y buena parte de los universitarios que deberían hacer punta.
Alguna vez estudié medicina y me inculcaron: “Primum non
noscere” (“Antes que nada no hagas daño”). Por eso, cuando señalo estas adversidades, lo hago con espíritu médico, con la esperanza de que sirva de base para una solución. Se debe partir de un profundo respeto a quienes no tuvieron oportunidad de que se les enseñara a interpretar la realidad “a la científica”. Los intelectuales, empresarios y universitarios, que por fortuna la Argentina sigue teniendo a raudales, deben comenzar por bajarse de la higuera y aggiornarse; deberían escuchar y apoyar a tantos colegas brillantes de Ciencias Exactas de la UBA, del Instituto Leloir, periodistas científicos lúcidos.
La existencia de esta riqueza cognitiva casi refuta mi argumento de
que en este mundo no hay milagros, pues no es fácil explicar que, con tanta gente capaz, la Argentina siga aferrada al analfabetismo científico del Tercer Mundo.
Nota: Marcelino Cereijido es médico, profesor universitario e
investigador; su área de trabajo es la fisiología celular. En 1976 abandonó el país debido a la persecución llevada a cabo por la dictadura cívico-militar. Residió en México, EE UU y Venezuela.
CUESTIONARIO
1) ¿Cuáles son las definiciones de “principio de autoridad” y
“oscurantismo”?
2) Las personas que hacen cola para ingresar a la iglesia de San
Cayetano para pedir trabajo ¿están equivocadas? .Si alguna de ellas lo consigue ¿se debió a la acción del santo?
3) ¿Qué es la superstición?
4) ¿Cuáles son los principales postulados del método científico?
5) ¿Tiene razón el autor al sugerir que todas las respuestas para
superar nuestra mediocridad como país se basan en la aplicación de los principios científicos?