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INDICE
El período que media entre 1848 y 1918 se encuentra caracterizado en el terreno cultural
y artístico por la fustración de las esperanzas depositadas en las revoluciones de 1848,
que generó un repliegue de los artistas sobre sí mismos, explicitado en la expresión de
el arte por el arte, y la apertura de la conciencia de crisis, que preludia el estallido de la
primera guerra mundial, verdadero cierre de un siglo que se había inaugurado con las
expectativas abiertas por la Revolución francesa y que finalizó, en el plano cultural, con
el decadentismo paradigmático de la Viena fin de siglo, acidamente denunciado por la
afilada pluma de Karl Kraus.
Pero comencemos por el principio. Hemos dicho que el arte contemporáneo no nació de
la evolución del arte del siglo XIX, sino de la ruptura con el mismo. Cabría preguntarse:
¿ruptura con qué?. Si contemplamos la cultura occidental como un todo, esto es, como
civilización, por encima de los diferentes brazos que surgiendo del caudal principal
desembocan en el amplio delta del fin de siècle, observaremos la amplia unidad que
media entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, como hemos intentado
analizar en el capítulo dedicado a la ciencia y al pensamiento del período. Cuando
hablamos de ruptura nos estamos refiriendo, por tanto, a algo más que a una simple
ruptura artística; cuando hablamos de Krisis nos referimos a una crisis civilizatoria, que
va a recorrer todos los órdenes de la cultura occidental surgida durante el Renacimiento
y configurada plenamente con la Ilustración. En este sentido, las rupturas que en el
plano artístico van a sucederse en el último tercio del XIX, y que dieron origen a las
vanguardias, pueden interpretarse como la manifestación más amplia de la Krisis que
atraviesa a la civilización occidental en su momento de máximo esplendor.
Fue en los años anteriores a 1848 cuando el programa del realismo quedó completado. A
partir de entonces el romanticismo fue contemplado como un movimiento superado y la
realidad apareció en el epicentro de la realización cultural. Goethe, en sus coloquios con
Eckermann, fue tajante al respecto: "Todas las épocas en retroceso y en disolución son
subjetivas, mientras que todas las épocas progresivas tienen una dirección objetiva".
Son los años en los que la Europa de la Santa Alianza pareció entrar en declive
definitivo, y la Europa contrarrevolucionaria de Metternich, surgida tras el Congreso de
Viena, se tambaleó. Incluso el conservador Balzac no pudo sustraerse a la nueva
situación, por lo que en su obra literaria se vio obligado a reflejar una realidad que entra
en contradicción con sus ideales políticos.
En los años que transcurrieron entre 1848 y 1871, el arte oficial si bien formalmente se
mantuvo bajo la apariencia del realismo, se encontraba a distancias abismales de lo que
hoy conocemos como tal: mientras un Courbet o un Flaubert retrataban la realidad en
toda su crudeza y miseria, el arte oficial no era sino una representación edulcorada y
amable de un mundo feliz en el que habían sido ya realizadas las aspiraciones de la
humanidad, donde el desvelamiento de la realidad, nudo del programa realista, se
transformó en ocultación de la misma.
En esos años, Richard Wagner se afirmó en su proyecto de crear una ópera alemana
frente al dominio ejercido por la ópera francesa. Las primeras óperas de Wagner, como
El buque fantasma, Tannhäuser e incluso Lohengrin, no escapaban todavía a la
estructura formal de la ópera cómica francesa, donde el tema de la redención aparece
por mor de la virtud y el sacrificio de la mujer. Wagner huyó pronto de los peligros de
resolver líricamente la trama, inherentes a dicha fórmula, dentro de los cánones
establecidos por el romanticismo, para situar en un primer plano la carga dramática de la
obra, mediante la integración de la voz, la orquestación y la escenografía al servicio del
ideal épico-dramático, tal como sucede en el ciclo de El anillo del nibelungo. Los
antecedentes inmediatos se encuentran en sus primeras óperas, en las que descubrió el
potencial de la leyenda para forjar la nueva ópera alemana en contraposición a la
francesa. La fuerza épica que le ofrecía la leyenda en la construcción de la musica
alemana del futuro engarzaba plenamente con el ideal de la nación alemana forjado en el
movimiento del Sturm und Drang, donde el concepto de redención adquirió plena
significación política. La madurez fue alcanzada por Wagner en el ciclo nibelúngico,
iniciado por La muerte de Sigfredo.
Wagner descubrió la función sinfónica de la voz, que había sido anticipada por la
Novena Sinfonía de Beethoven, en la construcción del drama sinfónico, donde cada nota
es supeditada al complejo musical de la armonía, articulada en torno al motivo que
estructuraba el drama musical, sobre la base del dominio de la tonalidad. En Tristán la
voz pierde el valor gramatical del lenguaje para transformarse en valor fonético al
servicio de la estructura musical, pero aquí hace su irrupción la disonancia que amenaza
a la tonalidad, mediante el exacerbamiento del cromatismo. Sin embargo, Wagner no va
más allá, recupera la sucesión melódica en El crepúsculo a través de la potencia del
acorde. Fueron otros quiénes llevaron a sus últimas consecuencias el agotamiento del
lenguaje musical organizado sobre la base de la tonalidad, con la introducción de la
atonalidad.
Al otro lado de los Alpes, la figura de Verdi llevó a la cumbre a la ópera italiana,
siguiendo la senda abierta por Bellini y Donizetti. Con Verdi el romanticismo de sus
antecesores se elevó por encima de los temas legendarios, al encarnar el ideal nacional
frente a la opresión austríaca en la fuerza de sus coros, como ocurre en Nabucco o en I
Lombardi, convertidos en himnos del Risorgimiento. Con Rigoletto Verdi alcanzó su
madurez como compositor; a partir de ahí produjo Il trovatore, La Traviata, Un ballo in
maschera y La forza del destino. Frente a los caracteres heroicos de los personajes de
Wagner del ciclo nibelúngico, Verdi opuso la realidad de la vida, con sus grandezas y
sacrificios. No sintió la necesidad de construir un gran retablo épico en el cual fundar el
ideal de la nación: su gran fuerza en el tratamiento vocal sirvió para electrizar los
espíritus de los patriotas italianos. Para ello le bastaba el melodrama, capaz de llegar
más directamente a la sensibilidad común a través de las creaciones emblemáticas que
surgen de los recitativos del texto. La estructura fragmentada de sus óperas se puso al
servicio de su gran capacidad vocal, a la que quedaba subordinada la orquesta,
siguiendo la tradición operística italiana.
En sus dos últimas óperas, Otello y Falstaff, el drama se impuso definitivamente sobre el
melodrama. En Otello aparecieron las últimas huellas de las formas tradicionales, que
cedieron el paso al naturalismo vocal en la búsqueda de la caracterización trágica. En
Falstaff el naturalismo de la vocalidad es absoluto, y alcanza niveles de abstracción,
mediante la fuga, que marcan el final del teatro musical tradicional.
La publicación en 1860 por Wagner de su escrito La música del porvenir, cuando había
culminado la partitura de Tristán, provocó su ruptura con el núcleo de compositores
agrupados en torno a Brahms. Con Brahms nació el eclecticismo, que trataba de enlazar
con las grandes creaciones sinfónicas clásicas, frente a la liviandez de la música
romántica, y que encontró en la escuela de Leipzig, organizada en torno al magisterio de
Schumann, su más acabada expresión, frente a la escuela de Weimar, articulada por la
figura de Liszt y en la que se situó Wagner. La confrontación entre el sinfonismo
dramático de Wagner y el sinfonismo puro de Brahms polarizó toda la creación musical
alemana hasta la destrucción de la tonalidad por parte de Schönberg. Lo que en Wagner
fue superación del romanticismo, en Brahms fue ruptura, en su intento de enlazar con
los logros sinfónicos de los cuartetos de Beethoven. El sinfonismo puro de Brahms
aparece definitivamente afirmado con su tercer cuarteto de cuerda, opus 67, y en su
primera sinfonía, que le llevó veinte años componer, hasta su aparición en 1877, donde
ya no queda ningún rastro romántico provocado por la influencia inicial de Schumann.
Brahms recuperó así la tradición sinfónica de Beethoven y Schubert, que fue transitada
desde otros caminos por Anton Bruckner en Viena y César Franck en Francia. La obra de
Brahms persiguió la concentración conceptual huyendo de la carga expresiva y
dramática procedente del romanticismo.
Este rechazo alimentó las dos grandes opciones de los artistas de fines del siglo XIX y
de las vanguardias del siglo XX: el compromiso social, en la biografía y en la obra, o la
reclusión interior, el alejamiento definitivo de una sociedad a la que se rechaza, mediante
una interpretación nihilista de el arte por el arte, como denuncia de una realidad de la
que no se quiere formar parte.
El realismo, que en la obra de Verdi encontró una vía de expresión, abrió el paso al
naturalismo en sus dos últimas óperas Otello y Falstaff, que halló continuidad en el
exacerbado naturalismo de la Carmen de Bizet, en las obras menores de Charpentier y
Bruneau (cuyos antecedentes inmediatos se sitúan en Francia en el naturalismo de la
ópera cómica), en el verismo italiano y en algunas zarzuelas de Bretón y Chapí. La ópera,
tras las cimas alcanzadas con Wagner y Verdi, si bien se prolongó todavía en Puccini,
inició su decadencia con la aparición de la opereta en las figuras de Offenbach y Johann
Strauss hijo. El racionalismo de la gand-opéra y de la opéra-comique fue sustituido por
el irracionalismo de la opereta de Offenbach, que rompió con la lógica de la acción y con
la estructura musical, en favor de una sátira despiadada del conformismo del Segundo
Imperio. La caída de éste arrastró a la opereta offenbachiana, abriéndose camino el
impresionismo de Debussy.
El impresionismo como
movimiento artístico nació en
París en el decenio de los años
Sesenta, y apareció
públicamente como tal en la
exposición de los
independientes realizada en el
estudio del fotógrafo Nadar en
1874. El precursor inmediato de
los impresionistas fue Ëdouard
Manet, hasta el punto de que
popularmente se le considera
como un integrante más del
grupo. Manet había llevado al
extremo las posibilidades
visuales del realismo. La
eliminación de los claroscuros
en su obra posterior a 1870 y la
revalorización del color, a
través de la creciente
importancia en su pintura del
cromatismo, le acercaron de tal forma a los impresionistas, que llegará pasar a la
historia como uno más de ellos.
La constante presión de la crítica oficial, junto con las nuevos problemas y corrientes
que recorrían a la ciencia de la segunda mitad del siglo XIX -especialmente los
relacionados con la naturaleza de la luz-, y el auge del sensacionismo en física, con la
revalorización del papel de los sentidos en la percepción de los fenómenos físicos
(ejemplificado en figuras como Ostwald o Mach), influyeron en la nueva orientación del
impresionismo respecto de la representación pictórica de la naturaleza, alejándose
progresivamente de los presupuestos estéticos del realismo hasta situarse en las
experiencias del divisionismo y la propia disolución de los impresionistas como
corriente en 1886.
En el campo de la poesía la
búsqueda de un nuevo lenguaje
que superase el parnasianismo
fue evidente en 1871, cuando
Verlaine participó en la
Comuna. Si en la novela fue el
naturalismo el que tomó el
relevo al realismo, en poesía la
claridad formal de las imágenes
de Baudelaire sería sustituida
por la preeminencia del reflejo
del estado anímico, a través de
la distorsión del lenguaje. Paul
Verlaine y Arthur Rimbaud
fueron los máximos exponentes
de los nuevos derroteros de la
poesía. Entre 1870 y 1873 se
produjo lo mejor de ambos
poetas, que en el caso de
Verlaine abrió la puerta al
decadentismo con su Ballade des décadents, anticipando el simbolismo de un Mallarmé,
en el que Baudelaire figuraba para los simbolistas como el gran precursor y Rimbaud
alcanzaba la categoría de auténtico mito. Verlaine introdujo el matiz y la ambigüedad de
la expresión, "donde lo Indeciso se une a lo Preciso", en paralelo a lo que en pintura
estaba sucediendo con los impresionistas. Frente a la simetría elevó la inestabilidad en
la composición como un valor en sí mismo, liberando las ataduras formales en las que la
poesía se encontraba constreñida, y que Mallarmé llevó hasta sus últimas
consecuencias. Rimbaud se constituyó, a pesar de la brevedad de su obra, en punto de
referencia imprescindible para la evolución de la literatura contemporánea. Rimbaud
dinamitó la composición poética, cual anarquista del lenguaje, sus versos fueron como
latigazos en los que la descripción de lo que se quería expresar ocupaba un lugar
secundario, anticipando la imposibilidad del lenguaje que en Mallarmé adquirió la
categoría de un grito agónico. En la poesía de Rimbaud el programa de la Modernidad
quedó agotado, el lenguaje no sobrepasa el balbuceo, la Razón es desintegrada y sólo
resta el silencio, materializado en el abandono de la literatura a la temprana edad de
diecinueve años.
La poesía de
Mallarmé se
elevó,
siguiendo los
derroteros
iniciados por
Rimbaud,
como un grito
sobre la
imposibilidad
de
continuidad
de la
racionalidad
poética. La
ruptura
reflejaba algo
más que una
simple
investigación
de las
posibilidades
expresivas
del lenguaje. La anulación del poeta en el verso revelaba la imposibilidad comunicativa
del lenguaje, y con ello de la racionalidad instaurada por la civilización occidental, en
tanto que ésta se había articulado sobre las posibilidades comunicativas y
organizadoras del lenguaje. En este sentido, la poesía de Mallarmé encontró
paralelismos con la reflexión nietzschiana. Desde esta perspectiva, la obra de Mallarmé
fue más un punto de cierre que
de apertura, aunque su poesía
alentó los caminos del
simbolismo. La imposibilidad de
la escritura que representó su
poesía impidió, incluso, el
simbolismo.
La arquitectura del hierro logró unir el diseño arquitectónico con las técnicas de
ingeniería de los nuevos materiales: hierro, cemento y vidrio, para provocar una
profunda renovación formal de la arquitectura. De una parte, se alcanzó una
configuración dinámica del espacio, al descargar a la geometría volumétrica de las
servidumbres de la masa, revalorizando el desarrollo dimensional; de otra, consiguió
unir espacio interior y exterior, mediante la apertura del edificio hacia el exterior por
medio de la profusión del vidrio, gracias a la disminución de la masa por la aplicación de
las estructuras de hierro; y, finalmente, logró una volumetría liviana y transparente,
merced a la gran luminosidad interior, que permitió integrar el edificio con el exterior. La
arquitectura del hierro alcanzó una gran difusión representativa: así, en 1865 Giuseppe
Mengoni construyó las galerías Vittorio Emanuele de Milán, o H. Labrouste, en 1868, el
salón de la Biblioteca Nacional de París, aunque no faltó la resistencia de los defensores
de la tradicional arquitectura de estilos.
El
triunfo
definitivo de la arquitectura del hierro llegó con la construcción de la torre Eiffel para la
Exposición Universal celebrada en París en 1889. La funcionalidad de la Torre residía en
su propio carácter simbólico, donde el valor estético de la construcción estaba
determinado por su estructura, que se alzó como un verdadero canto al progreso de la
técnica. La victoria de la técnica sobre el pasado alcanzó en la torre Eiffel un carácter
plenamente paradigmático, en tanto que ésta consiguió sobreponerse a las torres de
Nôtre Dame y a la cúpula de los Invalides como símbolo representativo de la ciudad de la
luz, faro del progreso, que como tal no conmemoraba el pasado sino que celebraba el
presente y cantaba el futuro lleno de promesas de la racionalidad técnica triunfante.
Los nuevos materiales, en este
caso el cemento o el hormigón,
transformaron radicalmente la
arquitectura. Pero antes, al igual
que ocurrió con el hierro, tuvo que
afrontar la férrea resistencia de la
arquitectura tradicional, ante la
vulgaridad del hormigón frente a la
nobleza aristocrátizante de la
piedra. La ductilidad del nuevo
material iba a liberar de las
ataduras formales y constructivas
a los nuevos arquitectos. Fue
Gaudí quien explotó al máximo las
posibilidades del hormigón. La
arquitectura modernista moldeó
más que delineó, incorporando
plenamente a la estructura del
edificio los motivos formales del Art Nouveau. La edificación se convirtió en escultura
que rompió con todos los cánones conocidos, tal como ocurre con las casas Batlló y
Milá de Gaudí en Barcelona.
Durante sus años de vida en Holanda, anteriores a su viaje a París en 1886, Van Gogh
convivió con los trabajadores holandeses, lo que marcó su evolución como artista. No
resulta extraño, pues, que sus pinturas se sitúen en esta etapa dentro de la corriente
realista, con un fuerte contenido social. Para Van Gogh, "la mano de un trabajador es
mejor que el Apolo de Belvedere". Es lógico, por tanto, que se sintiera atraído por las
pinturas de Courbet, Daumier o Millet, en las que éstos representaban a campesinos,
obreros y artesanos. Sin embargo, Van Gogh iba ya en esos años más lejos del realismo,
al valorizar el tratamiento del color de los maestros franceses; en los colores de los
artistas mencionados el pintor holandés veía el camino para avanzar más allá del simple
naturalismo. Su tratamiento del color le sitúa incluso más lejos del impresionismo, al
abrir el camino hacia el expresionismo.
En efecto, para Van Gogh el color era capaz de expresar la realidad de una manera más
profunda que la apariencia externa de lo que se quería reflejar. En el año 1884 escribía a
este propósito: "El color expresa algo por sí mismo". Se trataba de expresar esa realidad
profunda que subyace, o puede pasar desapercibida, bajo la apariencia; con ello Van
Gogh no renegó del realismo, sino al contrario, se propuso ofrecer una dimensión más
profunda y verdadera de la realidad, mediante la valorización de la expresión por medio
del color, para hacer aflorar la verdad interna de lo real. Para Van Gogh "un retrato de
Courbet es un valor más alto; es enérgico, libre, pintado con todas las gamas de bellos
tonos profundos, de rojo-oscuro, dorados, violetas, más fríos en la sombra, con el
negro...es más bello que el retrato de quien tú quieras, el cual habría imitado el color del
rostro con una horrenda exactitud".
Cuando Van Gogh llegó a París en 1886
el impresionismo como movimiento
homogéneo había desaparecido, la
división imperante y el alejamiento de
los postulados iniciales era señalado
por Zola, amigo de Manet y Cézanne, en
su novela L'Oeuvre, publicada ese
mismo año. Fue, sin embargo, en ese
momento cuando Van Gogh descubrió
para su obra el color, poniendo fin a su
etapa oscura, impactado por la luz de
los impresionistas. Pero también
significó el desengaño respecto de lo
que esperaba encontrar en París, y su
adhesión a los presupuestos del
realismo no halló eco en la ciudad de la
luz: la derrota de la Comuna había
dejado su huella indeleble en los
artistas parisinos, que, desilusionados,
habían abandonado la realidad de la
sociedad en la que vivían. En estas
circunstancias, fue Gauguin quien más
le interesó, un Gauguin que ya se había
separado de los impresionistas, a los
que acusó algo más tarde en los
siguientes términos: "Los
impresionistas miran a su alrededor
con el ojo, y no al centro misterioso del pensamiento... Cuando hablan de su arte, ¿de
qué se trata? De un arte puramente superficial, hecho de coquetería, meramente
material, en el que no hay un solo pensamiento".
Unas palabras que Van Gogh suscribiría plenamente, si tomamos en consideración los
derroteros por los que discurrió su pintura a partir de entonces. Van Gogh profundizó en
la reafirmación de la expresión, para lo que utilizó con profusión las posibilidades
expresivas del color: "Mi gran deseo es aprender a hacer deformaciones o inexactitudes
o mutaciones de lo verdadero; mi deseo es que salgan, si es necesario, hasta mentiras,
pero mentiras que sean más verdaderas que la verdad literal".
Paralelamente a Van Gogh, esta ruptura se manifestó en el pintor belga James Ensor y
en el noruego Edvard Munch, quienes al igual que Van Gogh participaron en sus inicios
de los postulados realistas y de la influencia de Courbet. Ensor, como Van Gogh, pintó
durante su primera etapa a los miembros de las clases populares de Ostende
-pescadores, lavanderas, vendedores ambulantes, mineros-, para ir evolucionando con
el tiempo hacia formas expresivas cada vez más distorsionadas, hasta alcanzar la fuerte
carga satírico-grotesca de la Entrada de Cristo en Bruselas, pintado en 1888, obra en la
que la búsqueda de la expresión más extrema perseguía aquí con absoluta claridad la
deformación de una realidad de la cual se renegaba. No debe extrañar, pues, que la obra
de Ensor inspirase al más radical de los expresionistas alemanes, Nolde.
Cuando Munch viajó a París en 1885,
con veintidós años, las líneas de su
obra estaban ya definidas. Formado
en el realismo naturalista de
Christian Krohg y de Hans
Heyerbdahl, había entrado en
relación con el entorno de Ibsen,
mediante su asistencia a las tertulias
del Café del Gran Hotel de Oslo.
Aunque Munch mantenía una
posición crítica hacia los postulados
ibsenianos, compartía con ellos su
rechazo hacia la moral convencional
y los prejuicios de la sociedad
burguesa de la época, una sociedad
agotada en la que el ser humano
queda condenado al horror del vacío
en el que se desenvolvía. Fue esta
mirada frontal del horror, expresado
en el abandono y la soledad radical,
la que atravesó la obra de Munch. Si
durante su primer viaje a París
Munch descubrió el color de Van
Gogh, Gauguin y Toulouse-Lautrec,
en su segundo viaje en 1889 su
paleta se ensombreció de manera
definitiva y los colores adoptaron la
expresión oscura en justa
correspondencia con la deformación
que experimentaron la figuras humanas, convertidas ahora en desolados espectros del
horror, más cercanos a los fantasmas de Poe que a los personajes de Zola. Es aquí
donde el cuadro El grito, pintado en 1893, alcanza todo su valor simbólico e
iconográfico.
La visión de Edvard Munch del horror de la realidad le llevó a trabar amistad con August
Strindberg, cuya obra literaria, desde caminos similares a los recorridos por el pintor
noruego, acabó desembocando en un profundo nihilismo; su profundo pesimismo moral
partía de una despiadada crítica de los valores y las instituciones burguesas.
Sin embargo, desde el universo del decadentismo surgió también una reacción de
marcado carácter vitalista, donde el irracionalismo encontró una nueva vía expresiva en
el más exacerbado nacionalismo, tal como ocurre con la obra de Maurice Barrès y
Gabriele D'Annunzio, al que se unirá el nihilismo de inspiración nietzschiana y la
particular interpretación que de la obra de Nietzsche realizará el nacionalismo alemán
durante el primer tercio de siglo XX, alrededor de la teoría del superhombre. Fue del
decadentismo desde donde partió Filippo Tommaso Marinetti para desembocar en la
exaltación del mundo tecnológico que representaba el futurismo, espejo en el que se
reflejó, si se nos permite emplear una figura retórica, la reflexión heideggeriana sobre el
mundo de la técnica y la desaparición del Ser.
El positivismo traspasó en los decenios finales del siglo XIX los límites de una simple
corriente de pensamiento en la sociedad occidental, para transformarse en la ideología
hegemónica de la cultura dominante. El culto al Progreso, ahora meramente técnico,
encontró en el positivismo el instrumento legitimador adecuado para el orden vigente.
Auguste Comte, en su Discurso sobre el espíritu positivo, había señalado ya en 1849 la
funcionalidad del discurso positivista como garante de la estabilidad del orden
instituido, en contraposición a la postura adoptada por Marx en sus Tesis sobre
Feuerbach. Sin embargo, en el momento del apogeo del positivismo como ideología
aparecieron las primeras fisuras, que aventuraron la crisis de fines de siglo. Fisuras que
en el pensamiento de Nietzsche y en el teatro de Wedekind adquirieron el carácter de
una crítica radical, aunque de distinto signo que la de Marx, de la cultura positivista. Si
bien la reflexión nietzschiana ocupó una posición marginal en vida del genial filósofo, su
influjo se dejó sentir en la crisis del cambio de siglo.
En un
plano
diferente se situaría la obra de Georg Trakl, que ante la mediocridad reinante buscó
refugio en las cumbres inalcanzables del espíritu. Finalmente, el expresionismo alemán
encontró una tercera fuente de inspiración en la obra de Heinrich Mann El súbdito, feroz
alegato satírico contra la sociedad y las instituciones del régimen del kaiser Guillermo II.
Por otra parte, el teatro de August Strindberg desplegó su poderosa sombra sobre el
expresionismo alemán, mientras en el campo de la pintura ejerció una influencia directa
la obra de Edvard Munch, Van Gogh y de Ensor. Por último, ya tuvimos ocasión de
señalar con anterioridad la influencia ejercida por Nietzsche en el movimiento
expresionista, a lo que habría que añadir la difusión en estos círculos de las teorías
psicoanalíticas de Sigmund Freud.
Der Blaue Reiter compartía con Die Brücke el rechazo al impresionismo, al positivismo y
a la sociedad en la que vivían, aunque la expresión violenta de éstos no era compartida.
Der Blaue Reiter se decantó por una formulación mucho más abstracta y especulativa,
cuya estética quedaba condensada en las palabras de Kandinsky: "Hablar de lo
recóndito a través de lo recóndito", donde el color rompe cualquier atadura con la
representación figurativa. La vida del grupo encabezado por Kandinsky fue corta, de
1911 a 1914; el estallido de la guerra terminó con él y con la vida de alguno de sus
miembros, como Macke y Marc; a pesar de ello su influencia en el arte contemporáneo
fue de hondo calado, al abrir el camino hacia la abstracción.
La propuesta estética de Der Blaue Reiter
encuentra su formulación más completa en la
obra de Kandinsky De lo espiritual en el arte,
publicada en 1911. El antipositivismo de
Kandinsky enlazó con las corrientes
neokantianas que cobraron nueva vida en los
primeros decenios del siglo XX, así como con
el pensamiento de Bergson. El
abstraccionismo de Kandinsky se desarrolló
plenamente en su obra Pintura como arte
puro, publicada en 1913. En ella sostuvo que
"la obra de arte se convierte en sujeto", la
obra de arte se desembaraza de toda
restricción formal respecto de la realidad
exterior. Esta liberación formal no significaba
en Kandinsky la ausencia de estructura
formal, sino su desplazamiento desde la
representación, más o menos fiel, del mundo
exterior hacia el color; de esta forma, la obra
pictórica se hacía autónoma, con leyes
propias, basadas en la jerarquización y las
gradaciones del color, mediante el cual el
artista generaba una nueva realidad,
contenida en la propia obra de arte. El
antipositivismo de Kandinsky se deslizó así hacía un racionalismo cientifista
impregnado de una fuerte carga idealista, que enlazó con la obra de Mondrian. En estos
mismos años el cubismo y el futurismo hicieron su aparición, mientras en Rusia
Malévich y Lariónov estaban a punto de desarrollar el suprematismo y el rayonismo, y,
en el plano literario, Kafka había escrito algunos de sus principales relatos.
Según Hermann Broch "el transfondo cultural de la vida y la obra de Freud era Viena y
los años decisivos para él fueron los del cambio de siglo. La idea del psicoanálisis nació
en esta atmósfera austríaca, o mejor contra esta atmósfera". En efecto, el ambiente de la
Viena fin de siècle desempeñó un papel de primer orden en las preocupaciones y en los
derroteros de la obra de Freud, que dieron lugar al nacimiento de la teoría psicoanalítica.
La crisis del liberalismo austríaco, sometido al acoso de los nuevos movimientos
políticos de masas -antisemitismo y socialismo- y la crisis civilizatoria que en Viena se
desarrolló, afectó a la escala de valores desde la crisis de las estructuras patriarcales y
familiares, a los roles sociales, profesionales y sexuales, pasando por los valores éticos,
llegó incluso a cuestionar el principio de realidad y al estatus del Yo, debido al estallido
de la relación problemática entre sujeto y objeto,
contribuyeron a gestar la teoría freudiana.
De esta forma, Freud pretendió salvar el orden moral y, por tanto, racional, desplazando
desde la figura del padre, representante de ese orden, hacia las pulsiones sexuales del
individuo en su infancia los orígenes de la neurosis, culpables del desorden psicológico
que ponía en peligro el orden moral. En la interpretación freudiana del complejo de
Edipo las agresiones proceden siempre del niño.
En más allá del principio del placer, aparecido en 1920, Freud no pudo ignorar los
efectos de la Primera Guerra Mundial en la aparición cuadros neuróticos, por lo que tuvo
que recuperar con mayor vigor la pulsión entre amor y muerte. De esta manera, para
Freud Eros y Thanatos se constituyeron en "las fuerzas primordiales cuyo conflicto
domina todo misterio del mundo". Después de la Gran Guerra ya no era posible seguir
manteniendo que todos los sueños representaban una satisfacción de los deseos
reprimidos; que todo estaba, por tanto, sometido al principio del placer. Lo social, el
orden moral volvía a reaparecer con fuerza a la hora de explicar el desorden del sujeto, a
través de la relación entre inconsciente y consciente. La solución a la crisis civilizatoria
mediante la culpabilización de la sexualidad infantil -como origen de la neurosis- se
tornaba enormemente problemática tras la hecatombe de la Gran Guerra.