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Leo Yunger.

El gol a los agrónomos y otros cuentos – 1a ed.

Diseño de tapa y contratapa: Natalia Schumacher.

Ediciones independientes del altîllo, 2019.

Todos los derechos reservados.

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Leo Yunger

El gol a los agrónomos


y otros cuentos

del altîllo
Ediciones independientes, Olavarría, 2019

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Prólogo

Cuando Leo me convocó para escribir este prólogo


rememoró ciertas conversaciones de cuando él,
adolescente y siempre amigo de sus amigos, recordó que
yo le insistí con que escribiera. Quince años después me
sonó el teléfono para decirme “Alberto quiero que escribas
el prólogo de mi primer libro que ya está para ser
publicado”.
Costó reponerme de ese llamado.
Tomé conciencia de cómo a veces expresiones que
cualquiera le dice al otro en circunstancias variadas
pueden resultar influyentes, ya sea abriendo o cerrando
oportunidades. Todos tenemos alguno de esos
enunciados que alguien nos dijo en el pasado y que por
alguna razón nos marcó a fuego.
Me produce alegría este libro de Leo. He aceptado escribir
el prólogo como una continuidad de aquella conversación
que mantuve con él en su adolescencia y también porque
me gusta caminar la cancha al lado de quien sabe
caminarla. Leo Yunger sabe caminar la cancha.
¿Es posible encontrar un hilo conductor en un libro donde
se cuentan historias muy diferentes entre sí? No siempre
lo encuentro cuando leo un libro de cuentos, pero en este

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caso sí lo encontré. Yunger con su poética ha logrado
mantenerme en un tono emocional y una festividad de los
sentires mas básicos. Ese hilo invisible he podido percibirlo
desde el comienzo hasta el final, aunque con mas énfasis
en algunos de sus pasajes.
Todos tenemos esos objetos de la vida a los que amamos
y suponemos que además tienen vida propia. Yunger ahí
aparece con Cleta, esa bicicleta que simboliza todos las
cosas que nos han ido construyendo en la vida. Quién no
ha tenido su Cleta.
Hay expresiones que la academia no puede captar y que
los escritores populares sí. ¿El Gordo Soriano era
mentiroso o bolacero? No es lo mismo, hay en la palabra
bolacero algo de poesía que el término mentiroso no
puede alcanzar. Y Leo se vuelve magistral contándonos
sobre la lluvia de los sapos. Qué lindo bolacea Leo.
Siempre he admirado a los escritores que me hacen oler
cuando ellos describen el olor, me hacen tocar cuando
describen algo que están tocando, me hacen degustar
cuando cuentan que están tomando o comiendo. Ese
traslado de los sentidos y las emociones que logran
algunos escritores, siempre me subyuga. Yunger, al relatar
una espera en una panadería, me generó una feria de
sentires y un foco de tensión emocional que resulta la

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prueba de que Leo empezó a transitar a paso firme su
camino como escritor.
No tiene que gustarte el fútbol para que te guste este libro.
Pero si te gusta el fútbol es seguro que este libro te gustará
especialmente. Hay entre los futboleros una especie de
códigos no escritos en ningún lado y por eso quizás
respetados por todos. Un ejemplo claro es que en los
picados de fútbol siempre hay un ánimo colectivo de
renombrar. Y eso se pone en juego, sobre todo, con los
nuevos o con el que se suma a jugar de pasada. Casi nadie
pregunta al nuevo su nombre. Pero en un acto de creación
inesperado, alguien en un momento te bautiza del modo
mas imprevisto. Cuando vas desbordando escuchás el
grito “Ruso echalo” o, mientras volvés descansando:
“Narigón corré”. Y no se duda: sabés que te hablan a vos.
Entonces ya serás para siempre, entre esa gente, el Ruso
por mas que siempre te viste castaño o el Narigón por mas
que el espejo de tu casa te decía otra cosa. El fútbol de los
picados tiene necesidad de crear un personaje con nombre
propio acerca del recién llegado. Y ese nombre te
acompaña todo el partido y en posibles saludos callejeros
los días siguientes. Lo cuenta muy bien Yunger, quién me
hizo revivir oportunidades de cuando he sido renombrado
como cuando he puesto nombres a otros.

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Argentina es un país cabulero y quizás en el lugar que mas
se conserva esa costumbre es en el fútbol. Pero hay
jugadores que lo son especialmente. Y no solo
profesionales, sino también de potrero. Leo también nos
deleita con una cábala de un jugador y saca el aire en un
final inesperado.
Esta fiesta de emociones y sentires, que es el libro de Leo
Yunger, no está exenta de creaciones sutiles y
especialmente elegantes. Les da vida a las letras y se
permite jugar con muchas de ellas, en uno de los cuentos
en los que el lector encontrará la manera de descansar
entre los partidos de fútbol y con personajes que rodean al
fútbol que todo lo buscan explicar, incluido lo inexplicable.
¿Qué habrá querido decir Leo Yunger con que hay que
terminar con el Gobierno Racionalista? Este es un cuento
especialmente atractivo por lo ocurrente en que él se
imagina qué podría hacer un Gobierno Racionalista. Y es
cierto que la expresión Racionalista en esta Argentina
nuestra, generalmente connota el adormecimiento de las
emociones colectivas de felicidad que producen ciertos
avances de prosperidad y justicia. Hay cierta cosa plebeya
en el ADN argentino que los racionalistas combaten
siempre pero no logran nunca su cometido. ¿Será casual
que Leo Yunger esté publicando este libro hacia finales del
año 2019?

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Es claro para cualquier lector darse cuenta de que me
siento atraído por Leo Yunger. Leo tiene un don y estoy
seguro cuando digo que este no es el último libro suyo que
voy a leer.
Considero que hay que valorizar mas el hecho de contar y
el hecho de producir cuentos. No es cierto que las
personas, de la manera que mas aprenden, es a través de
conceptualizaciones o de grandes enunciados. El modo de
aprender mas popular y que surgió con la propia creación
del lenguaje humano es a través de contar. Es mas, hay
quienes sostienen que el lenguaje creció solo porque los
hombres necesitaban mas palabras para contar sobre
otras personas.
Contar es un hecho estético de enorme envergadura, pero
además es un hecho ético de no menos importancia y
desde ahí que necesita ser revindicado. También suele
decirse que si se quiere conocer a una persona hay que
hacerle contar una situación de su vida. Y allí, en ese
cuento, siempre cabe una vida entera.
Celebro este libro de Leo Yunger que en épocas de
Gobiernos Racionalistas se permitió dar vía libre a su
propia poética.

Alberto Hernández

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Crea un cuento.
Es gratis y lo será siempre.

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¡Qué estás pensando!

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El gol a los agrónomos

Hace mas de cuarenta años que mi cuñado Rubén


cuenta la misma anécdota. Mientras esperamos para
entrar a la fiesta de quince de Tamara, no encuentro
motivos para que hoy no lo haga. Podrá pasar por alto los
cuentos de la explosión de una rueda del tractor, las
avispas en una higuera o aquella fiesta en que repartieron
choripanes como suvenires. La historia que nunca omite
es la del gol a los agrónomos, allá en la cancha de ellos.
Ni bien logra la atención de alguien predispuesto
para la escucha, empieza su carrera al gol. Cualquier
situación le viene bien para comenzar con el relato. Sus
oyentes pueden estar acodados en un mostrador a media
mañana o tomando mates a la sombra después de la
siesta. Las reuniones familiares le resultan propicias para
asombrar a los mas pibes o a los recién incorporados a la
parentela. Los mayores le sirven como socios. No lo
interrumpen ni lo contradicen para no dilatar la inevitable y
difundida anécdota. Larga con un “¿te acordás del gol que

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le hice a los agrónomos, allá en la cancha de ellos?” y se
manda hasta llegar al festejo atrás del arco.
La escuché tantas veces y con tantas variaciones
que ya no sé si las imágenes que tengo son por haber
estado allí o porque logró grabármelas en la memoria con
sus repeticiones. Lo puedo ver a Rubén, aún atlético,
zaguero central mentado, marcando y saliendo con la pera
en alto. Como si fuese una mezcla de Perfumo y el Chacho
Peñaloza, encabeza a los suyos en un contragolpe.
Traslada la pelota hasta el círculo central y se la pasa al
win, que llega al fondo y tira el centro.
Rubén continúa con su carrera y cabecea a la
altura del punto del penal. De pique al piso. Imposible de
sacar para el arquero, que vuela para una foto que nunca
existió.
-¡Un golazo! Se me tiraron todos arriba para
festejar, hasta los borrachines que teníamos de hinchada-
suele rematar el relato, agitado como en aquel entonces.
Ni bien entramos al salón para el cumpleaños de quince
de Tamara, Rubén me señala a la nueva pareja de su
prima Franca.
-Al viejo ese lo conozco de algún lado, no sé de
dónde, pero le veo cara conocida- me comenta después
de pegarle el primer mordisco a un sanguche de miga.

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La mayoría de las veces, Rubén cuenta que el win era el
Ruso Ferreira. Durante las vacaciones en Arenas Verdes
dijo que era Puchero Galván, que años después puso una
remisería. Una Navidad, con un vaso de sidra en una mano
y un pedazo de Mantecol en la otra, Rubén contó que la
remisería era de Ferreira y el win era Galván.
Cada vez que relata el gol a los agrónomos, lo
vuelve a vivir. En el bautismo del Carli, le pegó un
manotazo al novio de Marilina cuando el flaco se levantó
para ir al baño y Rubén salía festejando el gol. A la Tía
Cristina le volcó la ensalada de frutas en el escote, cuando
saltó a cabecear a la altura del punto del penal. Años atrás,
había tirado el tarro de lombrices en la laguna al recibir el
centro de Galván o de Ferreira.
Antes de que entre la quinceañera, la prima Franca
nos presenta a su pareja. Se llama Alfredo y es de los
pagos nuestros, lo que habilita a Rubén para el repaso de
aquellos años. Irremediablemente, en algún momento de
la fiesta los agrónomos recibirían su gol de cabeza, allá en
la cancha de ellos.
Cuando se termina el helado, pide otra botella de
vino y ya corre con la pelota dominada y el pecho
hinchado. Alfredo, cumpliendo a la perfección con su papel
de recién llegado a la familia, lo escucha muy atento. Para
el momento del cotillón carioca Rubén pisa la medialuna

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en plena carrera. El win tira el centro y el arquero vuela
solamente para la foto.
-¡Sabe qué salto, Alfredo! ¡No sabe que cabezazo
le metí! ¡Un golazo! Allá en la cancha de ellos- dice Rubén,
con la cara rojiza de gol y vino tras el antifaz.
-Muy buen cabezazo, lo recuerdo. Yo estuve ese
día en la cancha- dice Alfredo. Rubén se sorprende. Lo
mira a Alfredo entre incrédulo y sobrador. Sacándose la
máscara que le deja brillosa la frente, busca una
explicación.
-¿Cómo que usted estaba ahí?, ¿qué hacía?
-Sí, yo estuve. Fui el árbitro de ese partido. Y fue
offside, ese gol estuvo mal cobrado - dice Alfredo y hace
sonar un diminuto silbato multicolor.
-¿Cómo offside?, si venía corriendo desde atrás,
les gané en el salto a los dos centrales y cabecié.
-Cuando el win le tira el centro, usted estaba
adelantado. Me lo confesó Pedales, el juez de línea, unos
años después. El arquero de ustedes lo sobornó con un
lechón y el pobre hombre se dejó tentar, por eso no levantó
la bandera. Al tiempo se arrepintió y me informó del offside-
le dice Alfredo.
-¡No puede ser! ¡El seis me habilitaba y vengo
corriendo desde mitad de cancha! ¡Usted está loco! – grita
Rubén y se para.

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Los invitados se dan vuelta para observar lo que pasa en
nuestra mesa. Los gritos de Rubén se hacen oír por
encima de la música ambiente que puso el disyóquey.
-Usted estaba en offside y no me falte el respeto-
dice Alfredo.
-¿Que no te falte el respeto? ¡Te voy a cagar a
trompadas! ¡Cómo vas a decir que fue offside!- continua
gritando Rubén. Con mi otro cuñado y mis sobrinos
tratamos de calmarlo y alejarlo de Alfredo.
-Ya está Rubén, se lo marcó el línea. Ya está,
déjate de joder- le decimos para tranquilizarlo.
El griterío en nuestra mesa se convierte en el
centro de atención de la fiesta y nadie presta atención a la
ceremonia del corte de la torta. De repente, Alfredo se
pone de pie. Mete la mano en el bolsillo de la camisa y
saca una tarjeta roja. Se la muestra en lo alto a Rubén y
sin mirarlo a la cara le señala la salida con el dedo índice.
-¿Qué hacés? ¿Por esto me vas a echar? ¡Vos
estás loco! ¡No fue offside, ladrón!- grita Rubén.
Lo agarramos entre cinco para que no le pegue a Alfredo.
-Ya está Rubén, vamos afuera, ya te echó, la vas a
hacer peor - le decimos mientras lo sacamos del salón a la
fuerza, agarrándolo de los brazos y el pecho.
-¡Sos un hijo de puta!, ¡te espero afuera, ladrón!-
se escuchan los gritos de Rubén mientras sirven la torta.

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El césped de la señora

Son solo veinte minutos. No puede existir un lugar


mas fresco para dormir la siesta. Uno puede sentir el
hormigón frío enderezándole el lomo, estirar las piernas y
mover los dedos de los pies por el espacio que les deja el
acero forrado con cuero en la punta de los zapatos. Veinte
minutos y luego habrá que volver al sol del césped
pisoteado y algunos charcos grises.
No puede haber lugar mas fresco que este. El
mejor destino para quien llega al viernes y es diciembre y
hay que terminar la platea para ayer. Otros tantos huecos
fríos por la oscuridad entre las placas de hormigón armado
tienen que empezar a levantarse desde el lunes. Las
puertas se pondrán todas juntas cuando estén listas.
Pesadas y listas. Al menos para nosotros. Después los
seres queridos elegirán palabras grabadas con sus
nombres debajo.

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Atrás quedaron las ocasiones que brindaban los
primeros días para hacer chistes sobre la tranquilidad de
los residentes y las escasas posibilidades de pleitos con
los vecinos. Ciertamente nunca se quejaron, como lo había
vaticinado el mas viejo de la cuadrilla a la hora del mate a
la sombra. El que se queja siempre es el administrador. La
gente que viene habla muy bien de todos los que aquí
permanecen con la mayor quietud posible. Lo mismo
hablarán bien de mí llegado el momento. Y lo mismo del
administrador y de los que se ríen y acomodan el alambre
que hace de antena a la radio.
Son solo veinte minutos. Si me duermo, alguno
vendrá a buscarme. Un grito o una carcajada me
regresarán al trajín. O una zamarreada de las patas. Si me
dejan aquí y se van al otro lado del parque a llenar la
platea, puede encontrarme el capataz que, simulando
complicidad, me dirá que no hay que tomar en la semana.
Si me encuentra así el administrador, llamará a la empresa
desde el teléfono de la oficina fresca. Se quejará ante el
jefe y luego saldrá sonriendo de lentes oscuros,
enfrentando el calor que pega la grafa a los hombros y las
piernas. Será como esa vez en que se molestó por el
volumen de la radio. Nos pidió ser mas respetuosos del
ánimo de los visitantes, con gesto de cansancio, como si
hubiese pasado la mañana descargando bloques y bolsas

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de cemento. O será como aquella vez que faltaron placas
y floreros y les explicó a unos familiares: “en las últimas
semanas ha circulado mucha gente extraña debido a la
obra de ampliación, la que llegará a cubrir la demanda de
plazas para la clientela de los próximos diez años”.
Ninguno de ellos me preocupa. La señora es quien
termina decidiendo. Si ella me sorprende aquí me sacarán
tirándome de las patas y me iré a dormir la siesta mas larga
en un lugar acorde para gente como yo: las filas mas
juntas y los yuyos crecidos, a la sombra de un paredón de
ladrillos a punto de caerse, hierros retorcidos y oxidados
sosteniendo pedazos de figuras de hormigón quebrado.
No se sabe de nadie a quien se le permita una sola
palabra tras la llegada de la señora. La gente mas
poderosa trabaja para ella y hacen los mejores negocios.
Estar bajo su voluntad, a la larga, emparda a los
administradores con los que toman el agua que se va
desprendiendo del cascote de hielo que cae sobre el pico
de una botella empinada.
Pasaron los veinte minutos. Ya tendría que haber
vuelto al sol.

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Cleta

La Cleta es tan vieja que debe haber venido de


Europa hace cincuenta o sesenta años. O quizás sea de
acá nomás, Industria Nacional, mas criolla que el mate
cocido. No sé, pero que es vieja, es vieja. Si no es así,
cómo llamarla. ¿Antigua, añeja? Que tiene muchos años,
eso. Muchas historias y muchas andanzas. Muchos
secretos también. Si hablara la vieja Cleta. Pero no habla,
anda. Y andando dice mucho mas.
Mi viejo la encontró arrinconada en uno de los
galpones de la barraca donde trabajaba de chico. Allí iban
a parar las cosas para las cuales no había lugar ni interés
inmediato. Además de la Cleta, había miles de tesoros que
sólo podían ser vistos por un pibe de diez años. Ella no
podía estar allí. La calle seguía afuera y siempre esperaba.
Mi viejo, que no era viejo ni tan niño como le hubiese

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gustado, la llevó a la bicicletería y el Turco le bajó el
asiento todo lo que pudo.
-Tiene el fideo roto- dijo tras corroborar con saliva
que perdía por la válvula. Le cambió el gomín a la rueda
de atrás y le ajustó el manubrio. Un poco de aceite en la
cadena y chau, mi viejo se fue a andar por todos lados con
cualquier excusa.
Con la Cleta llegó mas lejos de lo que nunca había
llegado solo. Podía recorrer y conocer el pueblo hasta allá
afuera, todo lo que se animara en horas en las que se
dormía la siesta o se hacía alguna hazaña. Por esos días,
los muchachitos del barrio se juntaban y maldecían a los
vecinos que miraban entre las persianas y luego
comentaban en el almacén sobre carreras de bicicleta en
la vuelta a la plaza. Una tarde, la Cleta resbaló con las
tosquillas en la curva mas rápida, que era la de la esquina
de la pescadería. El pantalón y los codos rotos delataron
que mi viejo se había rateado de la clase de catecismo y
como él, la Cleta quedó en penitencia por un mes.
Cuando mi viejo tuvo que irse a la colimba, mi tía
se quedó con la Cleta. Bien temprano pedaleaba hasta el
bazar. Así evitaba que mi abuelo la llevara en el auto y la
esperara puntualmente a la salida. Andaba chocha,
enarbolando los rulos en las mañanas secas. Mi abuela y
la Cleta guardaban el secreto de que la tía aprovechaba

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aquellos ratos de libertad para verse con un novio que
tenía en el barrio de la Estación. Al año siguiente, el novio
también tuvo que irse a la colimba y ella siguió con la Cleta,
sin choferes ni guardianes por la ciudad.
Cuando los tíos se fueron a vivir a España, la Cleta
quedó en el garaje de la casa de los abuelos por unos
meses. El futuro prometido del dos mil le llegó a mi viejo
con la necesidad de vender el auto y salir con ella a buscar
laburo. Por esos días, fue que metí el talón entre los rayos
de la rueda de atrás cuando el viejo me llevaba a la
escuela. Tuvieron que ponerme una gasa con una venda
azul y la Cleta siguió siendo el medio de transporte de la
familia por un par de años.
Cuando el médico de cabecera le prohibió el
cigarrillo al abuelo y le recomendó hacer ejercicio, la Cleta
entró en su época de bienestar. Comenzó a ser su
compañera de escapadas a las tardecitas de mus y
vermús con sus amigos en el boliche de Salamanca. A
cambio, recibía un trato metódico y cronometrado cada
jornada. Por las mañanas hacían los mandados, siempre
por la orilla derecha, silbando. A la tarde iban a la quiniela:
a la nacional y la provincia, a la cabeza y a los premios.
Nunca la Cleta quedaba expuesta al sol o sin una bolsa de
nylon envolviéndole el asiento en caso de lluvia. Cuando
el abuelo se descompuso, fui a buscarla al Correo. Estaba

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en la vereda, apoyada con un pedal sobre el cordón,
brillando por el rocío y dispuesta a esperarlo para siempre.
Si hablara la vieja Cleta. Pero no habla. Andando
dice cosas. Ahora que encaramos la ciudad al medio,
pedaleando a puro bombazo del corazón, la Cleta dice
cosas. Vieja Cleta que anduvo todos los vientos, que sabe
mas que nadie sobre la paridad entre subidas y bajadas.
Dice que no me fíe del amarillo, ni del verde, ni del rojo.
Que siempre mire los dos lados en las esquinas de las
cosas y que en las rotondas espere mi vuelta y encare con
la pera en alto.
Dice que no reniegue del viento. Porque si ahora
nos sopla en contra, a la vuelta lo tenemos a favor.

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Llueven sapos

-¡Pero cómo van a llover sapos. No seas bolacero!


– me dijo anoche el Cabezón desde la otra punta de la
mesa. Aunque defendí convencido mis recuerdos, me
desveló un tropel de imágenes borrosas en la memoria.
Para el tercer mate de la mañana ya cargo con la
obsesión por ordenar posibles hipótesis. Mi costado
catedrático no puede cargar con las dudas sobre la
existencia o no de la multitud de sapos que me acompaña
en colectivo hasta el colegio. Ya ubicado en mi puesto de
profesor, los batracios se meten entre los apellidos de los
chicos obligados a reconocer cada país de la Unión
Europea con su capital correspondiente.
- No se preocupen, yo voy a ir ayudándolos- les
digo al ver que es inútil pasar lista y encolumnar las
negativas que, si no creyera que algunas exigencias son
estúpidas, tendría que oficializar como aplazos. Pobre de

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aquel al que hoy le prometa ayuda. Para eso tendrían que
corresponderse la localización de mi humanidad tangible
con la constancia de mi atención y alerta. Nada puede
aportar un profesor de geografía a las diez menos cuarto
de la mañana, si no puede dejar de ver sapitos saltando,
chocándose, inexplicables.
-Bueno, comience usted Alvarado– digo sin estar
seguro de que la lista que manipulo corresponde al curso
en el que estoy.
-Diga lo que sabe y después yo le ayudo con lo
demás– me aventuro a decirle a alguien que se acerca a
la tela negra y política que cubre el pizarrón.
-Esto es España, su capital es Madrid, ¿no?- De
manera intermitente me llega la realidad de Alvarado que
me incluye y me reclama al presentar como insinuaciones
aquello que debería afirmar convencido.
Es increíble la enorme cantidad, su movimiento
constante, como si fuera el pasto de la vereda el que se
desprende de la tierra a pequeños tumbos, sin quedarse
quieto, negando las raíces. Manchester, acá. Esto es Italia,
su capital es Milán y la de Francia...
Es como si el pasto, si fuese gris, se subiese a la
calle. Como si las veredas se rebelaran para derrocar a la
indestructible franja asfáltica saltándole encima. Bélgica,
Viena, Irlanda, Budapest.

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Tantos, tantos. Tan pequeños. Confundidos en
masa. De a uno son simpáticos, miniaturas de los
asquerosos y repugnantes. Me resulta inevitable
masacrarlos pasándoles encima con la bicicleta. Hay
tantos que no se distingue cuales están pegados y vacíos
sobre el asfalto. No se notan los que no saltan, no
disminuye la cantidad.
-Bulgaria, acá ¿no?
Provocadoramente insignificantes, indefensos ante
el rodado, van girando pegados a las ruedas, como una
atractiva y macabra experimentación.
- Acá ¿no?, ¿éste es?- me despabila Alvarado con
sus preguntas hacia mí, que soy quien debería estar
preguntando.
-Perdón, ¿dónde lo ubicaste?- simulo estar
presente insinuando una indicación poco precisa por parte
de Alvarado.
-¿A qué país?– me vuelve a atacar en ese juego de
roles invertidos del que no puedo salir.
- Al último que nombraste- resuelvo rápido. Por un
pelo de lucidez me saco de encima el inminente ridículo.
-Ah, Grecia ¿no es este?
-Sí, claro, Grecia. Con su capital Atenas. Muy bien,
sentate Alvarado– le respondo y me libero del examen de
concentración al que estoy siendo sometido.

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Les indico una tarea sencilla: ubicar países
asiáticos en sus planisferios. Necesito salir del brete de
tener un rol protagónico en un entorno tan extraño a los
sapitos que me abordaron como caídos del cielo.
Simulo leer alguna anotación en un cuaderno. El
bullicio del aula me aísla. El implícito pacto de indiferencia
que establezco con la muchachada me deja tranquilo
hasta el final de la hora.
Me resulta cruel, pobrecitos. Hay tantos que nadie
nota la falta de impulso para saltar de los que van
quedando en la huella de la bicicleta. A la vecina le dan
asco. Aunque no sean aún como los grandes y feos, igual
le dan asco. Evita pisarlos. Es imposible.
-¿De dónde salieron? ¿Habrán llovido? Para mí
que llovieron. Los sapos llovieron- dice asomada por
encima del ligustro.
Me repone el timbre. Me saludan los chicos
saliendo. Lamento tener que trabajar a la tarde. Una buena
siesta me hubiese devuelto a la cotidianeidad con menos
preguntas.
¿Los sapitos existieron?, sí. ¿Eran tanta cantidad
como parecía?, sí. ¿Diminutos, con sus formas
definitivas?, sí. Hasta ahí, bien. ¿Cómo se explica? ¿Cómo
hicieron para copar todo repentinamente? ¿Llovieron? Ese
día llovió, es verdad. Por la mañana llovió. A mediodía

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asomó el sol y con él el manso brillo de sus insignificantes
lomos. Sin dudas llegaron con la lluvia. Sin embargo, eso
no me dice nada sobre un arribo vertical.
En las horas sanguches que me quedan pienso que
le doy demasiada importancia a un problema que
indudablemente se tornará estúpido por la tarde. De la
misma manera que ocurre cuando uno se despierta por la
madrugada, horrorizado por una pesadilla y no logra
tranquilizarse. Siente que la secuencia es real, que puede
volver en cualquier momento la persecución o la caída al
vacío. Con la llegada de la mañana es cuando la confianza
que transmite la rutina vuelve ridículo el temor onírico. Lo
mismo estará ocurriendo en este momento con horas de
retraso. Debe ser fruto de la distorsión del pensamiento
lógico por culpa de la resaca.
Puedo entrar a la sala de profesores para
consultarle a algún colega si es posible que lluevan sapos.
Me detengo en la puerta porque temo que, como el Cabe,
salte Taverna o Benedetti con algún comentario filoso de
burla. Si no hubiesen prohibido fumar, podría quedarme
allí corrigiendo exámenes y aprovechar un momento en
que haya menos gente para sacarle el tema a Laura o al
suplente de Biología. La anulación de una de las mitades
de la verdad por parte de un catedrático podría expulsar a
los sapitos junto al sopor matutino. Sería una solución

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ilustrada para el mambo que me sigue acorralando por la
tarde haciendo pedazos la posible analogía con la
pesadilla.
Necesito ordenar un poco mis recuerdos. El
momento inicial y mas lejano sería la vecina diciendo que
llovieron, sacando otro broche del cordel que atraviesa el
patio y poniéndoselo en el vestido a la altura de la panza.
O no, en una primera instancia están los sapitos, ya en el
piso y saltando o vacíos. La próxima imagen es la del
Cabezón diciendo que no es verdad, casi cincuenta años
después. En el medio, solo imágenes desvanecidas por la
inundación de años y años. Mientras, los sapos saltan, o
no, en una memoria sumisa.
No puede ser tan difícil dilucidarlo por mi cuenta.
Conozco el ciclo vital de los sapos, sus estadios, sus
formas parciales, su simpatía inicial y su repulsiva
madurez. Lo aprendí en largas observaciones a través del
vidrio de niños dioses creadores que hacen un mundo, se
aburren de él al séptimo día y lo cambian por un barrilete.
Una vez descubrimos que podíamos rescatar algo mas
que barro y resfríos de las cunetas. Alguno de los del barrio
aportó la denominación de aquellos seres oscuros y
diminutos que nadaban desconocidos, inquietos,
multitudinarios en las aguas en las que podía caer algún
camioncito que recorría barrancas sobredimensionadas en

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la imaginación del piberío. Antes de que los encontráramos
nadando, estuvieron en racimos de huevitos rosados
prendidos a los yuyos gustosos del agua de la cuneta. Los
sapitos con cola llegan hasta ahora, trascienden las etapas
impuestas por la madurez. Vuelven los intentos iniciales
por atrapar alguno sin mojarse. El primer prisionero, su
análisis, el perfeccionamiento de la técnica, los reproches
al llegar a casa cubiertos de barro, el apresamiento masivo
y los frascos de mayonesa superpoblados.
La biblioteca es un refugio para los fumadores y los
pibes que se esconden de los preceptores. Acá puedo
liberarme de la autoridad escolar, pero no de los sapitos.
Ni corrección de trabajos prácticos, ni descanso, ni lectura.
Solo intentos y retrocesos al punto inicial. Caídas repetidas
en hipótesis que insisten regresando iguales y luego al
revés, en el café y en las palmeritas.
¿Llovieron? No puede ser, morirían al caer. El
golpe los dejaría tan rotos como los aplastados por las
ruedas de la bicicleta. Tampoco es posible que lleguen
hasta allí arriba, hasta donde comienza la trayectoria
vertical de las cosas que realmente llueven. Digamos las
gotas de agua, la nieve, el granizo. El granizo, ¡claro!
Podría ser algo así. ¿Podría ser? El granizo se forma en
las nubes, no se eleva en la forma en que luego cae.
Posible explicación análoga para los sapitos cayendo en

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picada. Aunque esto ya se me ocurrió y escurrió sin lograr
una respuesta metódica. Como el granizo, podrían los
sapos sobre el pasto y el asfalto ser el resultado de un
proceso en las alturas. Podría ser así: se evaporan los
huevos, nacen los sapitos y caen en chaparrón para
asquear a la vecina. Qué fácil, ¡já! Los renacuajos
nadarían en las nubes de igual manera que en las cunetas.
El aire húmedo haría de agua y el celeste del cielo sería el
barro. Allí retozarían como los que se crían en el
ecosistema acuático que tanto invadimos de chicos.
A esta altura, las alternativas del pensamiento
giran, regresan, no surgen novedosas ni utilitarias. Las
hipótesis ya no significan posibles respuestas, sino que se
repiten como preguntas a las preguntas. Vanamente me
siento frente al monitor. Cada tantos minutos aparece un
paisaje artificial frente a mi mirada boba, mi boba postura,
mi bobera de sapitos cuestionados.
Abro la ventana y prendo el cigarrillo que me dejó
la bibliotecaria del turno mañana. Me asomo para que me
pegue el aire de mayo en la cara. Llueven, cubren el pasto,
el asfalto, mis ocupaciones, repiquetean en millonésimas
partecitas del todo imposible, entonando la tarde con sus
lomos platinados por el sol.

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¡Personas que quizá conozcas!

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Flequillo como guillotina

Los vidrios empañados de la panadería crean una


sensación de hogar. Es un refugio en la mañana cruel.
Corto el número veinticinco y la mitad del que sigue.
Escucho al empleado decir diecinueve.
Una señora en pantuflas se lleva seis medialunas
saladas y treinta y cinco pesos de vuelto. Un hombre con
pinta de patrón de estancia abraza una bolsa de papel
madera llena de pan. El chiflete al abrirse la puerta anuncia
algún buen día murmurado, como a medio decir. Sigo
esperando, como siempre, viendo lo felices que son los
que llegaron antes.
Si ella no hubiese aparecido, seguiría esperando.
Pediría un cuarto de libritos cuando, por fin, llegase mi
turno. Pagaría con un billete en el que Manuel Belgrano
lleva gafas oscuras. Las mismas que luciría yo de haber

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conseguido un impulso mas para andar por ahí hasta el
mediodía o la tarde del domingo. De ser así, no hubiese
caído en la gula, ni me hubiese mojado las lonas al cortar
por atrás de los galpones abandonados del tren, huyendo
del territorio céntrico e iluminado. Al salir de la panadería
me subiría la chalina hasta las orejas. En la campera de
jean gastada, se lucirían los parches por el medio de la
calle. Enfrentando corajudo el frío, con pasos largos,
comería hasta las migas.
Ella salió de la cuadra con una bandeja de miñones
humeantes. La encandiló la primera luz que entró por el
ventanal. Una yunta de luceros alineados me llevaron a un
paisaje de mañana a campo abierto: el escenario típico del
suplicio final. Entonces comprendí que la mañana me
encontró sin dormir porque así es la última noche de todo
condenado. Por encima de sus ojos, se lució el flequillo
como guillotina que alternaba de azabache a platinado
cuando la luz de mi amanecer definitivo le pegaba de
refilón. Cuando volvió a entrar a la cuadra mi cabeza
rodaba por un piso de flores rojas desteñidas.
Veo mi descabezada presencia en el espejo que
está entre una canasta de marineras y una estampita de
San Cayetano clavada con una chinche sobre el marco de
madera.

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Rosario

Recuperás la pelota en la mitad de la cancha. Bah,


al armatoste de remera en la cabeza se le va larga y vos
la agarrás cuando el tipo ya renunció a semejante
sacrificio. Levantás la cabeza, sos todo corazón. Buscás
un compañero con quien compartir el juego.
Querés que esa recuperación, tan tuya y
polvorienta, de franja central sin pasto, sea una posesión
compartida y se pueda extender hasta allí donde todavía
reverdecen los espacios menos transitados de la cancha.
Buscás compinches con los que puedas maniobrar para
hacer renegar a los tipos en cueros resbalosos que tratan
de provocar la desconexión entre vos y los tuyos. Cuando
ves que no hay presión, inflas el pecho. Sos el conductor
estratégico de esta jugada. Los demás esperan tu
resolución al grito de ¡Rosario, Rosario!

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Insinuás una alianza con el puntero derecho. La
pisás y elegantemente enfocás hacia la izquierda. No te
sale nadie. Ellos son conscientes de que tu intención es
generosa y quieren cortar el pase. No van a lograrlo. Lo
mirás al tipo de casaca del San Lorenzo campeón del
noventa y cinco. La salida de un lateral te hizo saber que
es de buen pie y puede ser un buen socio para la primera
etapa de tu proyecto. Porque ya soñás con algo grosso:
una llegada al arco, una caricia con el interior del pie de
alguno de los pibes rapiditos o del viejo pescador que
espera ansioso gestos de tipos como vos, con ganas de
compartir, de hacer algo entre todos. El cuervo se abre
para tener mas espacio al momento de recibir. Intuye tu
intención. ¡Rosario! te grita. Se la das y picás a las
espaldas del armatoste que dejó la pelota boyando en
media cancha.
Estimás que el fútbol es eso, un idioma universal
con el que podés comunicarte en cualquier terreno donde
pueda rodar una pelota. Vas en búsqueda de un estrechón
de manos con un sanlorencista con pinta de volante
central, venido en años y en kilos, que no perdió la maña
y se tira a la izquierda para tener mas espacio.
Picás a toda velocidad, buscás una pared, una
devolución. Dejás todo en ese pique, no le querés fallar a
tu colega, al tipo sobre el que reposa ahora la manija de

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un proyecto de ocho o nueve tipos en el medio de un
parque en una tarde de sábado y de calorcito perezoso de
otoño. No vaya a ser cosa que te la tire un poco larga y no
llegues, que todo se termine en un zapatazo bananeado
del zaguero beneficiario de tu falta de velocidad. Quedaría
feo. Porque ese proyecto no es individual, hay gente que
está esperando que salga bien, que se quiere sumar, que
es de los tuyos. El pellizco del menisco izquierdo te
recuerda a mitad de camino que está allí, quisquilloso e
inoportuno. Igual seguís, te exigís al máximo, dejás el alma
en ese pique.
El cuervo la para. Acomoda el cuerpo de espaldas
al arco rival. Se la pasa atrás a un flaco que intenta un
pelotazo cruzado que supera la humilde estatura del viejo
pescador que salta inútilmente mientras la pelota se pierde
larga por la imaginaria línea del lateral.
Y qué le vas a hacer, si te prendiste en un picado en el que
no te conocen. Ya habían empezado y estuviste sentado
afuera, esperando que llegue algún otro para no alterar el
equilibrio de jugadores pares. Llegaron dos. Uno para cada
lado. Y que el flaco también entre, está esperando desde
hoy, se apiadó el veterano de medias a lo Houseman. Tu
remera, la que dice Rosario Santa Fé, es la única
referencia para tus compañeros. Y vos chuequeando al
trotecito con una rodillera delatora, ninguna pista acerca

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de quiénes son tus compañeros y el pateá para allá como
máximo instructivo. Tantos años encima y no te alcanzan
para saber que en un picado en el que no te conocen, no
te va a resultar fácil.
- ¡Rosario, Rosario!
La ilusión de hacer una pared empieza de nuevo.

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Inadaptados Forever

Ahí los tenés. Mirálos, con el frío que hace. Gente


grande ya. Cualquier lugar del parque les viene bien: entre
los árboles, los carteles, los juegos para los nenes. Se
pelean, gritan, se tiran al piso. La primera vez que los vi,
estaban del otro lado del arroyo. Ahora se han venido para
acá.
Un día me sumé a ellos. Todavía no me había dado
cuenta de que estos tipos son unos inadaptados. Al rato
de incorporarme al grupo, escucho que uno grita: ¡Tirale
un caño!, ¡Dale, tiraseló! Obviamente, salí corriendo del
susto. Mirá si revoleaban un fierrazo que me partía la
cabeza.
Otro día le gritaban a un veterano: ¡No te la comas!
¡pasala morfón! Como si estuvieran merendando, ¿viste?

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Yo me reía porque en realidad estaban corriendo atrás de
una pelota cubierta de barro. Hasta ahí me resultaban
graciosos. Me enojé bastante cuando no me quisieron
cobrar el gol de la chilena. Con lo que me había costado
convencer a una amiga de mi primo para que fuera a
patear al parque un martes a la noche. Les mostré el
documento para que vieran que la piba era nacida en
Valparaíso y nada. No pude hacerlos entrar en razón.
Bueno, se las dejé pasar. Otro día uno decía: ¡Esto
es un baile! ¿De qué baile hablaba? Si estaban todos en
pantalones cortos, transpirados y sucios. Otro le respondió
que tenía que poner un poco mas de huevos. Ahí me cansé
y me fui. Porque claro, ellos se comen cosas imaginarias
o dicen que pueden poner huevos, como si fuesen gallinas,
y a mí no me habían querido cobrar el gol de palomita. Es
verdad que el pajarraco salió de la jaula y voló hasta los
cables de luz. Lo que no podían negar es que pasó por
adentro del arco. Fue gol. Mirálos. Mirá cómo se ríen,
festejan, discuten. Qué locura.
Ya no quiero ni pasar por donde están estos
desquiciados. Me convencí de que estaban todos locos
cuando le corté la cola a una pichicha que andaba por ahí.
No sabés el escándalo que armaron. Todo porque quería
hacerle un gol de rabona al flaquito que labura en la
veterinaria.

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Extrañarse

Pone el ventilador a toda marcha. Lee una última


línea y levanta los codos permitiendo que los papeles se
dispersen. Sale dando un portazo. Intenta sellar la abertura
que vincula el sol redentor con el tedioso estudio de
características morfológicas y ventajas adaptativas.
Un sofocón liberador le porfía el sentido de las
asociaciones lógicas. Se lanza a andar. Envuelve en su
desatino a las calles, las direcciones, las metas por
alcanzar y los objetivos específicos. El calor pega duro y
extraña el ventilador. Es mejor así, en este momento su
zumbido haría de fondo a la lectura densa. El maltrato a la
hora de la siesta en la ciudad que hierve, le extirpa la
voluntad para desempeñarse como especialista a sueldo.
Planear volver le resulta una movilización demasiado
utilitaria, en sintonía con el paso de los días anteriores. En

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el hormigón de la avenida arden el caucho y los destinos.
No le estallan en la cara porque ya no le importa que le
estallen en la cara.
Se sube a un bondi cualquiera. Juega a no saber
hacia dónde va. Lo logra. Juega bien a este juego. De
chica, cuando se aburría, solía andar por el barrio
imaginando que no era de allí, que se encontraba perdida
o de paseo. Pretendía asombrarse de todo lo que saturaba
su cotidianeidad y se tornaba insoportable cuando pateaba
piedritas, creyendo que nada merecía un simple vistazo,
que la vida estaba hecha para los grandes: constante, sin
aventuras ni sorpresas. Se aburre como grande y juega
como niña a no saber a dónde va el colectivo al que se
subió.
El vistazo a los asientos marrones de cuerina
gastada no presenta a nadie con quien tener un fugaz
encuentro de dos eternos extraños que cruzan
entrecortadas miradas durante un rato de sus vidas sobre
un colectivo que los une en una esquina y los separa para
siempre en otra. Se pega al vidrio. Las casas se van
sucediendo una a una. Las grandes y sugerentes van
apretando a las pequeñas, las comprimen haciéndolas
desaparecer de la visión. La velocidad del colectivo las
ayuda en esta conquista de la ventanilla. Aparecen
inmediatamente detrás de la cortina del tácito pasajero de

-48-
adelante, se van abriendo y se fugan hacia atrás tratando
de evadir su mejilla. Si alguna fachada le llama demasiado
la atención, no la deja escapar tan fácilmente, gira y la
sigue hasta que choca con el respaldo.
El ruido de unos papeles que proviene del asiento
de adelante le trae la imagen de las hojas desparramadas
por toda la habitación. No siente la necesidad de verlas en
su posición tradicional, una encima de otra, con sus límites
coincidiendo prolijamente, aplastándose por el orden y las
formas. Al igual que los apuntes, se siente totalmente
desarticulada en tanto posible apilamiento funcional. Va
guiada por un despelote que la lleva en colectivo, que le
pasa por encima a toda velocidad, que frena en cada una
de sus esquinas, mirando por la ventanilla, sentándose
adelante y haciendo ruidos con unos papeles, perdiéndose
en una multitud de cosas que se pierden de igual manera
en otras multitudes.
En el vidrio, el tránsito de las viviendas se
descongestiona notablemente. Van quedando las mas
remolonas o quizás las que no aceptan la vertiginosa
procesión hacia el centro. Entra en su lógica o le resulta
inevitable inventarle alguna. Cada tanto pasan dos juntitas,
tres o ninguna. Cuando esto ocurre, constata que la lógica
del transcurrir de las casas es una mentira. Luego de la

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que simule ser la última, quedará a solas con el vértigo de
la interminable llanura.
Las imágenes precipitadas por su abstracción le
vuelven irremediablemente. En la ventanilla, un paisaje de
rica desolación, andar de indio libre y gaucho desertor.
Tierra bonachona, dueños mezquinos y socios miserables,
instalados de arrebato al igual que los alambrados. Las
varillas con los siete hilos pasando a la par de la ruta con
interrupciones cronométrica y espacialmente coordinadas
por un poste, un esquinero, una tranquera. Mas allá un
monte tranquilo, indiferente al paso de las varillas y sus
cálculos.
Al bajar del colectivo pega un salto exagerado. Se
queda con las ganas de subir de nuevo, tomar envión y
contando hasta tres saltar hacia la vereda. Y otra vez y
otra. Hasta ya no poder mas del cansancio. Luego del
primer y definitorio salto, el colectivo reanuda
ruidosamente la marcha y desaparece de su vista al doblar
en una esquina. Ya no aprieta tanto el calor y la infernal
tarde se ha ganado el tibio mote de tardecita. El sol
comienza a rendirse por hoy. La noche lo va sacando a
pechazos, mientras las copas de los árboles utilizan su
mas leve resplandor para simular ser de color naranja o
violeta.

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Ya de noche, volver le resulta tan preciso como
quemarse las pestañas, robar un banco o cualquiera de las
hazañas que aburren. Lo mismo que sentarse en la vereda
y prender un cigarrillo con destreza tal que no requiere
mas que un seco centelleo que dibuja en vano sus rasgos.
La oscuridad vuelve al instante para borrarlos. Como le
pasa a los relámpagos sobre los techos de chapas y a
cada uno de los chispazos como gotas de lluvia en su
cabeza.

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Las cábalas

No puede ser. Las pilchas con olorcito a jabón. Las


medias, el pantalón y la camiseta sobre la pila de ropa
planchada. Hace dos días cargaban con la mugre de
cuatro victorias consecutivas. No puedo enojarme con la
vieja. ¿Cómo le explico que no tenía que lavarlas mientras
continuara la racha ganadora?
El día antes de una nueva final, mi cábala se va por
el desagote del lavarropas. Mirá si nos pasara otra vez la
del Chiqui.
Hace cinco años nos vinimos a jugar para la
Cooperativa y entonces lo conocimos al Chiqui: un
grandote pachorriento, casado con el tinto y amante de la
cerveza. Nos habíamos peleado con el Tano cuando quiso
cobrarnos el asado de festejo del campeonato. Qué tipo
amarrete. Le llenábamos el boliche de trofeos de

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Campeón, de Valla menos vencida y hasta de Mejor
comportamiento deportivo. Y no era capaz de pagarse una
comida para los jugadores. Fernando, nuestro arquero de
siempre, quería sumar porotos con la hermana del Tano.
Por eso se quedó con él. No teníamos quién atajara y el
Urraca se acordó del Chiqui. Lo había conocido en sus
años en el Reformatorio. Según él, era un arquerazo.
En la primera ronda se comió un promedio de
cuatro goles por partido. Menos mal que lo teníamos al
Carli que volaba en esa época y las metía todas.
Clasificamos segundos en el grupo. Teníamos al goleador
del torneo y al arquero que mas goles había recibido.
Sabíamos que en la ronda de eliminatorias se nos
iba a poner fulera la cosa. Con equipos como Los
Correntinos o YPF no podíamos darnos el lujo de regalar
un gol. Teniendo al Chiqui abajo de los tres palos veíamos
alejarse las posibilidades de defender el título y gritárselo
en la cara al Tano.
El domingo del partido de octavos de final contra La
Chacra, empezamos a llegar a la cancha de a grupitos. El
Chiqui apareció con el Urraca y el hijo del Baldosa
Esmarte. Nos cambiamos a la sombra de los eucaliptos.
Yo lo relojeaba al número uno y veía con qué paciencia se
iba desenrollando una de las medias desde la punta del

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pié hasta el talón. La pesadez del arquero exageraba el
suplicio de cambiarse.
En todo el partido, los de La Chacra pudieron
acertarle al arco sólo un par de veces. Empatamos dos a
dos. Un gol del Carli y otro mío de cabeza. Para la
definición por penales podíamos tener algo de esperanza.
No es que le tuviésemos confianza al Chiqui, sino que los
rivales estaban en una de esas tardes en que no la metes
ni con el arco solo.
Nadie se esperaba que el Chiqui atajara los dos
primeros penales y nos clasificara a cuartos de final. En
ese momento pensamos que era pura casualidad y no nos
entusiasmamos demasiado. En la siguiente fase
empatamos cuatro a cuatro con los Correntinos. El Chiqui
se comió todos los goles en el tiempo reglamentario y
luego se volvió a lucir en la definición por penales. Era
increíble, parecía que se transformaba cuando terminaba
el partido. Se mantenía invicto en el definitorio duelo mano
a mano entre el arquero y el chutador.
Para la semifinal contra la Alianza se nos ocurrió
que, de aguantar el empate, el Chiqui podía hacernos
clasificar en los penales. Claro que también éramos
conscientes de que podía hacernos perder el partido en
cualquiera de los intentos rivales por quebrar el cero.

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Por eso elaboramos una estrategia basada en
derribar a todo adversario que mostrara intenciones de
rematar al arco. Mantuvimos la valla invicta a fuerza de
metódicos fulles dentro del área y las atajadas de nuestro
arquero. Los dos goles del Chino Radinovich nos dieron la
victoria y el pase a la final.
En los festejos, lo llevamos al Chiqui en andas
hasta la cantina. Esa noche, conocimos el secreto de su
invicto. En la intimidad que parecía brindarle el vino, el
arquero contó que para los penales se metía un naipe
entre la media derecha a la altura del gemelo. Según dijo,
gracias al ancho de espadas en su poder había atajado
todos los penales.
El día de la final nos juntamos como siempre
debajo de los eucaliptos alineados al costado de la cancha.
La gente colmaba toda la vuelta del alambrado,
panceándolo entre las columnas. El partido fue áspero. No
podíamos controlar los efervescentes ataques de los del
Kiosco. Estaban decididos a ganarnos sin tener que llegar
a una definición por penales en la que se veían perdidos y
nosotros campeones. Ya habíamos usado la maniobra de
los agarrones y patadas a todo jugador que pretendiese
patear a nuestro arco. El Milico Izaurralde nos tenía
fichados de la semifinal. No iba a dejar pasar una jugada
de último recurso sin el revoleo de una roja.

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Con el gol del Loco Torries, faltando tres minutos,
se nos pusieron dos a dos. De aguantar el empate hasta
el silbato final, éramos la fija para la definición por penales.
Cumplido ese trámite, daríamos la vuelta olímpica con el
Chiqui en andas. Tras un pelotazo en el travesaño
nuestro, el silbato de Izaurralde decretó el final del partido.
La gente empezó a amontonarse atrás del arco elegido por
el milico para definir al campeón.
El primer penal lo patié yo. Acomodé la pelota y no
sé que pavada le dije a Izaurralde. Estaba confiado, no
sentía la presión de estar pateando para definir una final.
Le di suave con la parte interna del pie, como para
colocarla pegada a un palo. La pelota se fue afuera
mansita, sin intenciones de acariciar la red. Haber fallado
no me resultó una tragedia. Mucho menos después de que
el dos de ellos volviera a pegarle al travesaño, como en el
final del partido.
- No pasa nada, el Chiqui sigue invicto. Tenemos
que meter uno y chau. Una vamos a meter- me dijo el
Urraca.
El Carli erró nuestro segundo penal y el Chiqui atajó
con la canilla el tiro del Cantoná Benítez.
Estábamos cero a cero y nos quedaba un penal a
cada equipo. Víctor fue muy serio, mas por la situación
que por su carácter, desde mitad de cancha hasta la zona

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del arco para ejecutar el tercero. Tras la orden de
Izaurralde pateó fuerte, como para desenterrar el arco.
Clemente, el arquero de ellos, se tiró hacia la derecha
cerrando los ojos. La pelota le rebotó en las piernas y se
fue por encima del travesaño.
Habíamos errado los tres penales. La única
esperanza era que el Chiqui mantuviera su invicto y
pasáramos al uno y uno hasta definir al campeón.
El Petiso Castelli se disponía a patear el último
penal de la serie cuando el Chiqui se le acercó y le
acomodó la pelota mas atrás. El Petiso la volvió a
adelantar e intervino Izaurralde para que la ubicación del
balón coincidiera con la mancha de cal desparramada.
Cuando el arquero se dio vuelta para regresar al
arco, no se percató de que la falta de elasticidad en su
media derecha había dejado caer sobre la tierra pelada un
transpirado naipe. Ya ubicado bajo los tres palos, el Chiqui
escupió sus guantes, refregándolos entre sí, levantó la
vista y lo vió a Castelli con el ancho de espadas pegado en
la frente.

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¿Tienes recuerdos para rememorar?

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Versiones sobre el blanco

DEL ESTRICTO DRAMATURGO

Noche a noche cae en un insomnio definitorio.


Nada puede hacer mas que intentar justificar su desvelo
por medio de una literatura torpe. En un duelo con el
blanco se bate hasta desangrarse en la amargura.
Ninguna palabra se pone de su lado. Su oponente se
mantiene inquebrantable. El blanco del papel, ¿verdugo o
héroe?, resplandece victorioso sobre la mesa.

DEL COMENTARISTA

Trata de escribir un escrito. Intenta caminar el


camino del que escribe sin que le importe el importe de su

-61-
escritura. Quiere contar unos cuantos cuentos, narrar
alguna narración, rimar unas rimas que versen un verso.
Intenta en cada intento elevar su imaginación bien alto
para arriba e imaginarse una historia. En las altas alturas
dura apenas unos instantes a duras penas. Cae para abajo
hasta la hoja blanca de toda blancura.
Se para y separa los papeles o los junta juntos. No logra
logro alguno. En su vida en subida, su aliento no lo alienta.
Su espíritu se cae de espaldas para atrás en cada nueva
novedad tachada, en cada nueva hoja ojeada sin ver una
sola línea alineada con su ideada idea.

DEL ENCOMPLEJADOR

Está encurbado sobre un papel que tiene una


mesa aviejada y enmugrecida como apoyante. La hoja
acuestada provocantemente lo enmartiriza con su
blanquedad intocada. La noche ha sido enlarguecida por
fallisticos intentos, en los que ha escribido poco y ha
desescribido muchosísimo mas. Cuántas horas
envanidadas, matesiando y lapicereando
desproligicamente, cargando con el imposibilismo para
crear un par de oraciones que embellecezcan la habitación
entristeciada. Ha perdido su cualidad creativista, la
imaginidad que ha supido tener.

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La inderrotable nada del papel le deja la cara
envolvida por una mueca imprimida sobre el inánimo y la
desapetencia por seguir vivencionando tal rutinidad.
Se endormece despacitamente sobre la permanecencia
del blanco.

DEL CONOCIDO CERCANO

Lo que pasa es que el loco está metido en el


mambo de esos tipos que se imaginan y escriben historias,
cuentos, poemas y todas esas cosas. Y se cree que es
sentarse y escribir. Como si todo saliera solo, como en el
inodoro ¿viste? Pero, bueno, qué se yo, el loco quiere
hacer eso. Quiere escribir. Algo, cualquier cosa, quiere
escribir. Escribe lo primero que se le viene a la cabeza. Y
tacha, viste, tacha el loco. Claro, no le sale como a esos
tipos que la saben lunga. Tipos que el loco ni siquiera
conoce. Tendría que leer mas. No sé si sabe leer el loco.
Es mas, no sé si sabe escribir. Hace bollitos de papel y se
entretiene tratando de embocarlos en el tacho de la
basura.

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DEL PESCADOR

Está hace como mil días y dos mil noches tratando


de escribir una sola oración que valga la pena. Sin dormir
está. Y nada, no le sale nada. La barba ya casi le tapa la
hoja donde tiene que escribir. Las ojeras se le salen unos
centímetros por debajo de la cara. La tinta de la lapicera
se desliza por la pata de la mesa. Hace tanto tiempo que
le está transmitiendo el calor humano, que se le derrite en
la mano.
Una mañana saca los papeles escritos y tachados
a la calle. El cartonero que se los lleva, se compra una
casa en Punta del Este con la guita que le dan.

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Tiempo conversado

-Usted todo el tiempo con el tiempo en la cabeza.


¿No se le ocurrió alguna vez que las cosas podrían ser de
otra manera? Como si las manzanas fueran redondas y
rojas o verdes, por ejemplo ¿Cómo sería su cuadra?
-¿Y por qué no? Lo dice remarcando que podría
haber sido así pero se eligió otra manera y no nos damos
cuenta que no es la única que existe esa que se eligió sino
una entre tantas posibles. Creo que esa reflexión está de
mas frente a mí.
- Puede ser. Es triste ahora.
-Es que siempre se está esperando algo imprevisto
en estos momentos. No es el fin, pero tampoco existe la
necesidad de comenzar de nuevo. Quizás sea mejor no
estar.

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-Tiene razón. Después de lo que me acaba de decir
tal vez no use mas el triste para estos ahora. Quizás lo
reemplace por intranquilizante, si se dijera así. Fuera del
tiempo podría ser.
-Ah, eso es otra cosa. Si me lo plantea con
fronteras tales como el tiempo. O cómo podrían ser los
renglones. O la verdad. Tendríamos que pensarlo de otra
manera ¿Usted cree en el tiempo?
-No sé, creo que nunca me lo pregunté. Quizás
alguna vez creí. O no. No lo recuerdo ahora.
-Claro, no lo recuerda por culpa del tiempo que gira
y gira. Preguntarle si creyó o no es como preguntarle si va
a creer en el tiempo que viene.
-Puede ser. Esas cosas se me empezaron a ocurrir
en momentos como este, ya lejanos, justo después del
almuerzo. Creo que ese es un tiempo fuera del tiempo.
-Si se tiene un almuerzo claro, no siempre es así.
Es triste cuando no se lo tiene.
-Ahí sí usaría el triste. Injusto también usaría.
Aunque ya no lo utilizo tanto como antes.
-¿Resignación? Todo se termina, ya se van a caer
esas paredes, esas verdades, normalidades de hoy.
-¿Resentimiento?
-Puede ser, a veces me pasa ¿a quién le importa?

-66-
-Resentimiento, claramente. Resentimiento. Es lo
que nos toca. A mí, últimamente, no me desvela si se cae
o no se cae la luz.
-¿Resentimiento? Parece que aunque intentemos
ignorarlo, no lo podemos evadir.
- Puede ser.
-Nos están llamando.
-Y bueno, así es.
-Así es ¿Mañana será jueves?
-¿La verdad? no planeo tan lejos. Quizás antes del
jueves nos invada un imperio.
-No creo que sea necesario.
-Claro, mucho cuerdo suelto.
-Mucho cuerdo suelto.

-67-
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Las letras pueden escaparse

Resulta cada vez mas difícil mantener a las letras


en el papel. Hace años que tomé resguardos. Antes de que
se me escapara la A usaba hojas blancas, sin renglones,
agujereadas y abrochadas a discreción. Ubicaba las letras
en el papel alineadas en forma horizontal o en declive.
También solía pasarles por encima con una línea de ida y
vuelta y sobre ellas metía otras letras que podían ser
tachadas una y otra vez. Las formaba en palabras y
oraciones. Las dividía o las agrupaba con puntos y comas,
formando aglomeraciones a las que les llamaba párrafos.
Todo estaba bajo mi mas estricto control.
Aquella mañana, antes de que se me enfriara el mate,
volqué la mirada sobre un grupo de letras en el último
tramo del párrafo tercero. Analicé lo que parecía ser un
punto y descubrí que se trataba de una mancha dejada

-69-
sobre el blanco de la hoja por alguna letra ausente. Una S
minúscula y sumisa fingía encabezar el siguiente párrafo.
De las tildes no desconfié porque pudiendo sobrar o
escasear en el manuscrito, estarían presentes luego de la
revisión del Director.
Entonces descubrí que faltaba la A. La encontré en
la hoja de abajo, orgullosa de haber desarticulado en
dominó mis palabras y oraciones. Con su postura solitaria
sobre el blanco total del papel, incitaba a todas las letras a
escapar.
Un análisis metódico de los hechos me llevó a
deducir que había desertado por uno de los agujeritos de
la hoja: seguramente por el de arriba, por ser el mas
próximo. Temí que se declarara un motín de letras y se
sublevaran párrafos enteros al verme enclenque tras a la
A fugitiva. Podían comenzar a fugarse oraciones y hasta
los puntos y comas por el agujerito de arriba. El de abajo
se podía convertir en un túnel de escapatoria para una efe
lúcida o una pareja de erres. Sin la A en la hoja, cualquier
ve corta podía degollar a la be larga y tomar de golpe el
cargo de segundona. Hasta la hache tendría la posibilidad
de que se la escuchara incitando al caos. Antes de que se
iniciara el desbande definitivo, guardé las hojas en el cajón
mas oscuro del mueble menos usado y no las leí nunca
mas.

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Desde entonces uso cuadernos con las hojas
pegadas o cosidas, sin perforaciones. No me fío de la
seguridad que pueden brindar los anillados. Si bien los
agujeros son pequeños, se encuentran demasiado
próximos y cualquier letra puede advertir las posibilidades
de escapar con el solo hecho de que una eme introduzca
una pata por donde pasa el alambre en espiral.
Al mediodía me enteré de otro caso: una pe
decapitada en un intento de fuga de una libreta de
almacenero.

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Usted me entiende

Usted tiene que ir un domingo y verlo. Es un


excelente equipo el del Ciclón de Perito Moreno, tiene un
equilibrio perfecto entre tipos rústicos y de los de buen pie.
Lo que se dice líricos puros. Este torneo no se les dio. No
tuvieron suerte o no lo dispusieron los designios de los
referís. Uno ve que se pueden medir con los mejores. Este
nivel lo exceden. Se lucen los pibes.
Escúcheme. En serio se lo digo. No le estoy
metiendo un verso. Le recito los once como si yo fuese el
técnico. Rubén Méndez, el Jere Peuché, Miguél López,
Quinteros de seis y Gómez de tres. En el medio, el Loco
Pérez, de cinco Funes y el hijo menor del Mencho Pontó,
el verdulero de Perón y Pellegrini. De diez, el pibe éste,
cómo es… Budelert o Goudelert. El rubio que siempre

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viene con el Rulo. Y de punteros, el otro Pontó, el segundo,
y el Cohete Estévez.
¡Qué equipo! ¡Unos nenes! Méndez es un muro, no
le metés un gol ni que le tires un misil. Peuché: lo que
mete el pibe es increíble. De López y Quinteros qué decir.
Dos señores. Esmoquin se tienen que poner. Se lucen. Y
del otro sector, el chiquito Gómez. Medio bruto con el fulbo
pero metedor. Puede venir un tren que se le mete en el
cruce. En el medio tiene tres líricos, tres virtuosos del
fútbol. Correctísimos los tipos. Uno no quiere que se
termine el tiempo de juego. Es un show verlos. El Rusito
Budelert es el mejor. Le es poco el nivel de estos torneos.
No corre, le mete con medio motor y descose el fulbo. Yo
siempre le digo: Vos nene tenés que meterte en River
como mínimo y después que te compre el Inter o el
Liverpool. Y de los dos punteros, qué le puedo decir. El
nueve Pontó y el siete Estévez. No le quiero mentir, pero
creo que entre los dos metieron ciento seis o siete goles
en el último torneo. Unos monstruos. Increíble.
Pero bueno, vio como es el fútbol de injusto. Estos
siguen en el torneo B, no pueden subir. El domingo es el
encuentro definitivo con Independiente de Beriso. Espero
que logren el triunfo y se queden. Si pierden descienden.
El C es menos competitivo. Qué se yo, es difícil, pero que
se lo merecen, se lo merecen. Es jodido ser un buen

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equipo e ir último. No consiguen los números, tienen muy
pocos puntos. Todos dicen que se hunden en el descenso.
Yo les tengo fe, creo que pueden meterse entre los
mejores y el próximo torneo ser… bueno, eso que no se
puede decir si uno quiere tener suerte en el fútbol. Usted
me entiende.

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¡Estás seguro que querés salir!

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Costumbre y revolución

Siempre fue una tradición en el pueblo agasajar a


los cumpleañeros con una fiesta sorpresa. Con la llegada
al gobierno de la Revolución Racionalista, la antigua
usanza cayó fuera de los límites de la razón y lo legal.
Los considerandos del nuevo gobierno para
decretar la prohibición de las fiestas sorpresa establecían
que: “Si es tradicional la organización de celebraciones sin
que el celebrado se entere previamente, este ya tiene
suficiente información para sospechar que será
sorprendido en el día de su cumpleaños. Si es costumbre,
lo que se pretende inesperado se vuelve previsible.”
Pese a la prohibición, continuaron los festejos
imprevistos y las tortas decoradas en secreto. En cualquier
momento del día de su cumpleaños una persona podía ser
arrebatada de su rutina y arrojada a una celebración ilegal

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que se extendía por largas horas excitantemente rebeldes.
El agasajado entraba con la luz apagada o creyendo
regresar cotidianamente a su hogar luego de un ordinario
y laborioso día, cuando se encontraba con parientes,
compañeros del trabajo o algún compinche de la
secundaria. Todos confabulados a través de cuchicheos.
Poco habían logrado en la conciencia del pueblo
las campañas que el Gobierno Racionalista había
desplegado en los barrios, las escuelas y los hospitales
para concientizar sobre la irracionalidad de tener como
costumbre las fiestas sorpresa.
Se reforzó el control público, se ajustaron los
engranajes de las fuerzas represivas y se ampliaron las
condenas por crímenes festivos. Se declararon a estas
celebraciones como eventos subversivos y los diarios y
radios locales colaboraron para erradicar esta costumbre:
“Todos somos sospechosos. Todos podemos ser víctimas
de nuestros allegados y a la vez cómplices si es que no
tenemos especial cuidado y dejamos que a nuestro
alrededor se geste este tipo de festejos perturbadores de
la razón y el orden”, informaba un aviso oficial.
La policía irrumpía en reuniones familiares, cenas
íntimas y todo tipo de conmemoración sospechosa de
ausencia de previo aviso al protagonista. Globos, tortas y

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guirnaldas se convertían en pruebas del delito y eran
motivo para derribar puertas o pedir refuerzos.
Para burlar a la policía y festejar a sus espaldas se
recurría a estrategias que se aplicaban en fincas
periféricas en horarios impensados. Comenzaron a
utilizarse distracciones lingüísticas para referirse a los
cumpleaños, como “aniversario del natalicio” o “vuelta al
sol”. Con este fin también surgió la idea de aguardar a la
medianoche y en los primeros instantes del día sorprender
al cumpleañero. En aquel momento, los vigilantes llegaban
a sus puestos a las seis de la mañana y sus primeras
acciones consistían en revisar los registros y perseguir
atentamente a los nacidos en esa fecha. La maniobra de
la cuenta regresiva en los segundos previos a la hora cero,
tal como se festeja el cumpleaños de Jesús, permitía a los
sorpresistas terminar con los festejos antes de que se
produjera el cambio de guardia.
Los altos mandos se convirtieron en figuritas
fácilmente intercambiables por su inoperancia para
normalizar la situación y mantenerse en sus cargos.
La incapacidad para reprimir la antigua usanza, el
descontento popular y la emergencia de una nueva
generación de jóvenes sorpresistas, determinaron la caída
del Régimen Racionalista. También fueron definitorios los
aportes a la causa de una incipiente clase de nuevos

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poderosos: profesionales en la organización de eventos
sorpresa, disk jockey, decoradores, proveedores de
catering y animadores. El nuevo gobierno legalizó los
agasajos a cumpleañeros desconcertados, indultó a los
presos por eventos imprevistos y homenajeó
sorpresivamente a los mártires en sus tumbas.

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Huelga en Palacio

Ya fue azafata, secretaria, policía. Ahora es el turno


de ser princesa.
Todo será perfecto. La consagración no costará
ningún esfuerzo. La tarde rebasada de sol que se irá
fundiendo en un inolvidable rojizo para ser tragada por un
paisaje de horizonte y montañas pintadas por el mejor de
los artistas que jamás existió. Luego, la noche cálida, sin
sudor, impecable. Las estrellas competirán por mostrarse
en la infinita extensión del cielo que se lucirá con la luna
mas llena y mas grande de todas las lunas vistas. El aroma
a tilos húmedos. El suave rocío de la noche por la que se
sacrificarían todas las demás noches.
En el palacio sólo se habla de la ansiedad de la
princesa, su lindura, su encantador perfume y todo lo que
hace a su onírico mundo: los jardines multicolores, el largo

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sendero que divide el mas verde de los verdes, la alcoba
de sedas y brillantes paramentos, los blancos corceles.
Todo listo para que su imagen se refleje por
siempre en cada rincón del universo, para que su color y
su brillo inunden las fantasías de quienes se encandilan
con las pantallas
¡Ultimo momento! Faltando pocas horas para la
ceremonia, se declara la huelga de magia en todo el
palacio. Los heraldos piden que no trascienda. Las hadas
madrinas se niegan a trabajar por motivos que seres
semejantes a ellas, como los duendes, los unicornios y las
sirenas, comprenden. El Rey manda el destierro del
personal mágico.
La Corte dicta la solución para que la princesa
brille: “Se designan hadas sustitutas: niñas de países
lejanos. Trabajarán en galpones sucios y oscuros.
Coserán los vestidos. Harán relucir los zapatos de la
princesa. Sin descanso. Ya no serán azafatas, secretarias
ni policías”.

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Para ver un
superhéroe volando

PUNTO UNO
Deje cualquier actividad que esté realizando. Excepto que
se encuentre viendo un superhéroe volando.

PUNTO DOS
Ubíquese en un lugar desde donde pueda observar el
cielo.

PUNTO TRES
Incline su cabeza en un ángulo de ciento ochenta grados
contados desde la posición en que normalmente se mira
los pies.

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PUNTO CUATRO
Si no llega a observar el cielo, vuelva a leer el punto dos.

PUNTO CINCO
En caso de no poder comprobar si está cumpliendo con lo
requerido por el punto dos, ejecute el punto tres
nuevamente, esta vez en un lugar diferente.

PUNTO SEIS
Aguarde, esté atento. Tenga en cuenta que un pestañeo
puede hacerle perder el momento en el que el superhéroe
volando pase frente a sus ojos.

PUNTO SIETE
Utilice todos sus sentidos. El oído le puede ser útil para
percibir las diferencias entre el inminente arribo de un
pájaro, un avión o un camión por la avenida en que se
encuentra usted parado. El tacto le es de utilidad para
saber si está dentro o fuera de su pellejo. El olfato o el
gusto le permiten predecir que el momento se acerca.

PUNTO OCHO
Recuerde que quien debe estar volando para ser visto es
el superhéroe, no usted.

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PUNTO NUEVE
En caso de encontrarse usted volando, puede consultar las
instrucciones para recargar combustible o saber por qué el
perro mueve la cola.

PUNTO DIEZ
En caso de emergencia salte desde el punto dos. Salte
todo lo que pueda. Si cae sobre el punto seis, aguarde. Si
llega hasta el punto nueve, siga volando.

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Excesos de carnaval

Después de la primera noche de carnaval


recibimos la queja de los vecinos frentistas. Les molestó el
despliegue de tarros de espuma vacíos sobre sus veredas.
Los integrantes de la Comisión Organizadora
consideramos legítimo el reclamo de una prolijidad acorde
con el amanecer de un día lunes.
Con el asesoramiento de expertos en cuestiones
organizativas, comenzamos a delinear una estrategia para
cumplir con los requisitos de seguridad, control e higiene.
Pusimos el plan en marcha en la siguiente noche de
carnaval. Sabíamos que la maniobra comunicativa era
fundamental. Contábamos con la voz optimista y
festivalera del locutor para hacer llegar a los oídos de la
multitud los auspicios, anuncios, risas y ¡vamos, vamos,
arriba la gente, carnaval y alegría!

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Un simple comunicado funcionó como encendido
de la maquinaria. Lo mandamos al locutor a decir bien
fuerte: a ver, los pequeñines, si me escuchan. Les
contamos que si nos acercan sus tarritos vacíos de
espuma, les vamos a regalar un numerito para el sorteo de
una bicicleta espectacular.
El piberío comenzó a amontonarse para canjear
tarros vacíos por la esperanza de la bicicleta espectacular.
La propuesta consiguió despertar el mayor entusiasmo en
quienes se dedicaron a recolectar envases abandonados
por otros, buscando acumular mas chances de quedarse
con el reluciente rodado que el locutor exhibía cada vez
que repetía el slogan: ¡un pomo de espuma vacío es un
numerito lleno de ilusión y arriba, arriba, vamos la gente,
que viva el carnaval!
Al finalizar la segunda noche, las veredas lucieron
impecables. Desde la Comisión Organizadora, evaluamos
que la iniciativa superó las expectativas. Por eso, en las
noches siguientes incorporamos sorteos de todo tipo. Con
bicicletas, pelotas, muñecas y camioncitos premiamos la
prolijidad de los chicos. Para la cuarta noche de carnaval
canjeamos numeritos por envases de golosinas, servilletas
que envolvían los choripanes, vasitos descartables y todo
tipo de despojos que pudieran salpicar la fiesta. Así
resolvimos muchos inconvenientes resultantes de la

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asistencia masiva de los vecinos. Además de canjear
cupones por residuos, comenzamos a utilizar la modalidad
para recuperar objetos perdidos entre la multitud. El locutor
fue perdiendo espacio para moverse por un palco que se
iba llenando de monopatines, peluches, cajas con
muñecos desarticulados y otros premios para quienes
encontrasen un juego de llaves, un carnet de habilitación
o una ínfima anotación en un papel.
Los objetos extraviados aparecían rápidamente
sobre el escenario y los pibes sonreían con una Pulpo bajo
el brazo o montados en un caballito de hule, premiados por
haber recuperado una tarjeta de débito o un papel usado.
En la última noche, la multitud desbordaba las
veredas. De pronto un hombre se acercó al escenario
pidiendo ayuda para ubicar a su hijo de nueve años. Desde
la Comisión Organizadora se lo comunicamos al locutor,
quien no dudó en anunciar que todo aquel que colaborase
para encontrar a Fermín, de nueve años, remera verde y
naranja, participaría del sorteo de una consola de
videojuegos. La respuesta del público fue inmediata. Se
nos fue de las manos. Los muchachitos vestidos con esos
colores comenzaron a ser subidos al escenario de a
decenas. Se los arrancaban de las manos a madres o tíos
que corrían para recuperarlos. El locutor, arrinconado con
su micrófono, pedía a gritos que pararan con semejante

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tráfico de niños. Le exigimos que dijera que Fermín ya se
encontraba con sus padres.
La policía formó un cordón para que los adultos no
subieran al escenario. Comenzaron los empujones con los
padres que veían llorar a sus hijos sobre el palco y
pretendían rescatarlos. El animador luchaba con los niños
para evitar el saqueo de juguetes destinados al sorteo
final. Una mujer tomó entre sus brazos a un pequeño
integrante de Los Bullangueros del Terraplén y lo subió al
escenario. La agrupación vestida de verde y naranja
interrumpió su actuación en el corsódromo y embistió
contra el cordón policial. Estaban dispuestos a subir al
escenario para recuperar a su compañero. Los policías
resistieron durante pocos minutos. Con sus uniformes
brillantes, cubiertos de mostacillas, emprendieron su
retirada. Los Bullangueros continuaron con su actuación
sobre el palco hasta que se asomó el sol. Los presuntos
Fermínes, hasta dormirse, corrieron en bicicleta o
monopatín, patearon pelotas y golpearon al animador con
raquetas de tenis y espadas luminosas.
Los vecinos frentistas se quejaron por los ruidos
molestos al amanecer de un día lunes.

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¡Te han invitado a indicar que te gusta!

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Índice
Prólogo ............................................................................ 5
El gol a los agrónomos ............................................. 15
El césped de la señora .............................................. 21
Cleta ............................................................................... 25
Llueven sapos ............................................................. 29
Flequillo como guillotina .......................................... 39
Rosario .......................................................................... 41
Inadaptados Forever.................................................. 45
Extrañarse .................................................................... 47
Las cábalas .................................................................. 53
Versiones sobre el blanco ....................................... 61
Tiempo conversado ................................................... 65
Las letras pueden escaparse .................................. 69
Usted me entiende ..................................................... 73
Costumbre y revolución ........................................... 79
Huelga en Palacio ....................................................... 83
Para ver un superhéroe volando ............................ 85
Excesos de carnaval.................................................. 89

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Otros títulos de Ediciones del altillo

Pequeño ABC del derrumbado ilustrado,


microficciones, Guillermo Del Zotto (dibujos Daniel Fitte)
Memorata, Gloria Salas.
Vestida de Negro y otros cuentos, Gloria Salas.
Jaque Mate, Fabricio Lucio.
El espectador inmortal, microficciones, Guillermo
Del Zotto (dibujos Daniel Fitte)
El áspero crepitar de la luz, Edgardo Zouza.
Las Moras, María Marta Malianni.
Historias de magia, María Angélica Fidalgo.
Escala de grises, Alica Zanusso.
M+L, Del curso Literatura y Matemática – Introducción al
Ou.Li.Po0. Compilador Guillermo Del Zotto.

Consultas
delaltilloediciones@gmail.com

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