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LO ÁRABE EN ESPAÑOL

Francisco Moreno Fernández


Director del Instituto Cervantes de Chicago
Catedrático de la Universidad de Alcalá

En la prensa diaria encontramos formas árabes que podrían llegar a ser elementos de pleno derecho
de la lengua española general: ayatolá, yihad, intifada, taliban. Dios (o Alá) dirá. Pero lo árabe no
es algo nuevo en español. Viene de lejos.
En el año 711, la Península Ibérica, de población mayoritariamente hispanogoda, fue
ocupada por árabes, sirios y berberiscos. Comienza en ese momento una historia de influencias, una
larga historia, cuyas huellas perduran hasta nuestros días. Hasta tal punto existió convivencia, que
durante los años de presencia árabe en la Península – todavía no existía España como tal – surgió
una variedad de lengua mixta a la que se dio el nombre de mozárabe. Lo árabe, lo mozárabe, lo
romance y lo judío convirtieron la Edad Media peninsular en un hervidero de intelectualidad y de
cultura que impulsó campos tan diversos como la medicina, la traducción, las matemáticas o la
astronomía
Para comprender la penetración del árabe en el castellano, no se puede olvidar que los
musulmanes contaban con una organización social avanzada y con unos conocimientos, teóricos y
prácticos, que se hallaban en la vanguardia de la época. Los árabes habían recogido multitud de
elementos de la cultura helenística y los transmitieron a la cultura occidental, en gran parte a través
de la Península Ibérica. Esos mismos árabes fueron capaces de construir en la Edad Media
maravillas arquitectónicas como la Alhambra de Granada o la mezquita de Córdoba, al mismo
tiempo que instalaban innovadores sistemas de alcantarillado en las ciudades.
Con estos antecedentes, podría creerse que lo árabe es algo remoto o elevado en el español.
Nada más lejos de realidad; de hecho hay centenares de palabras de origen árabe (tal vez cerca de
4000) que forman parte de la realidad cotidiana de los hispanohablantes en toda su geografía. En el
campo de la guerra, quedaron vocablos como zaga, tambor, alférez o albarda (la secuencia al-
corresponde al artículo árabe). En la agricultura se nos quedaron azafrán, azúcar, algodón, alubia o
zanahoria, entre otros productos. El comercio se sigue haciendo hoy con aranceles, aduanas y
almacenes, y hasta la cibernética arroba es palabra de origen árabe. En la construcción, los
albañiles todavía construyen zaguanes y tabiques, e incluso ponen azulejos en los cuartos de baño.
¡Qué sería de nuestros pies sin alfombras!, ¡qué harían muchos sin los juegos de azar! ¡cómo
prescindir del sesudo ajedrez! Y, sin duda, las matemáticas en español no serían lo mismo sin
algoritmos, guarismos o cifras ... ni podrían prescindir de los orondos ceros. Para no hacer la lista
interminable, baste con añadir estos pocos arabismos, integrantes de la esencia hispana: naranja,
azul, mezquino, alboroto. Hasta los deseos los expresamos con una voz de cuna árabe: ¡ojalá!
Quien quiera encontrar muchos más ejemplos puede acudir a los libros de Lapesa, Alatorre,
Baldinger o García Gómez, a quienes rendimos desde aquí un sincero homenaje. Otra posibilidad es
acudir a cualquier mapa de carreteras de España (y de América) para no parar de encontrar
resonancias árabes: Guadalajara, Alcalá, Gibraltar y ¡cómo no! La Mancha.
Hay quien piensa que la historia de España siempre ha estado orientada por una búsqueda
de la pureza – pureza de raza, pureza de religión, pureza de lengua – que la ha llevado a despreciar
lo ajeno y lo entreverado. Sea esto cierto o no, no es menos verdad que esa historia se ha ido
construyendo en las fronteras y sobre la base de los contactos entre pueblos y culturas muy
diversos. De esos contactos, uno de los más fructíferos culturalmente fue el establecido con los
pueblos del Norte de África, de lengua árabe y beréber, desde la lejana época medieval. Antes de
esos contactos hubo otros (pueblos romanos y prerromanos, pueblos bárbaros y cristianos) y
después llegaron muchos más (pueblos de Europa, pueblos de América), pero eso ya es otra
historia.
“Lo árabe en el español”, Éxito (Chicago), 10-3, 17 de enero de 2002, pág. 39.

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