Está en la página 1de 45

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

EN BUSCA DE UNA ÉTICA UNIVERSAL:


NUEVA PERSPECTIVA SOBRE LA LEY NATURAL[*]

Introducción

I. Convergencias

1.1. Las sabidurías y religiones del mundo


1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural
1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura
1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana
1.5. Evolución posterior
1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural

II. La percepción de los valores morales comunes

2.1. El papel de la sociedad y de la cultura


2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien»
2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural:
universalidad de la ley natural
2.4. Los preceptos de la ley natural
2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural
2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto

III. Los fundamentos teóricos de la ley natural

3.1. De la experiencia a la teoría


3.2. Naturaleza, persona y libertad
3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto
3.4. Caminos para una reconciliación

IV. La ley natural y la sociedad

4.1. La persona y el bien común


4.2. La ley natural, medida del orden político
4.3. De la ley natural al derecho natural
4.4. Derecho natural y derecho positivo
4.5. El orden político no es el orden escatológico
4.6. El orden político es un orden temporal y racional

V. Jesucristo, cumplimiento de la ley natural

5.1. El Logos encarnado, Ley viva


5.2. El Espíritu Santo y la Ley nueva de libertad

Conclusión
INTRODUCCIÓN

1. ¿Existen valores morales objetivos capaces de unir a los hombres y de proporcionales paz y
bienestar? ¿Qué valores son? ¿Cómo se pueden discernir? ¿Cómo se pueden poner en práctica en la
vida de las personas y de las comunidades? Estas cuestiones perennes acerca del bien y del mal son
hoy más urgentes que nunca en cuanto que los hombres han tomado conciencia de que forman una
única comunidad mundial. Los grandes problemas que se plantean hoy a los hombres tienen además
una dimensión internacional, planetaria, puesto que las posibilidades técnicas de comunicación
favorecen una interacción creciente entre las personas, las sociedades y las culturas. Un
acontecimiento local puede tener una repercusión casi inmediata en todo el planeta. De esta manera
surge la conciencia de una solidaridad global que encuentra su último fundamento en la unidad del
género humano. Esta solidaridad se traduce en un sentido de responsabilidad mundial. Asimismo, la
cuestión del equilibrio ecológico, de la protección del medio ambiente, de los recursos y del clima
se ha convertido en una preocupación importante que interpela a toda la humanidad y cuya solución
desborda ampliamente los marcos nacionales. También, las amenazas que el terrorismo, el crimen
organizado y las nuevas formas de violencia y de opresión infligen sobre las sociedades tienen una
dimensión mundial. Los acelerados desarrollos de la biotecnología, que con frecuencia amenazan la
identidad misma del hombre (manipulaciones genéticas, donación...) piden con urgencia una
reflexión ética y política de dimensiones universales... En este contexto, la búsqueda de valores
éticos comunes es un tema actual,

2. Gracias a su sabiduría, su generosidad y a veces incluso mediante su heroísmo, hombres y


mujeres dan testimonio real de estos valores éticos comunes. La admiración que suscitan en
nosotros es signo de una primera captación espontánea de valores morales. La reflexión de
académicos y científicos sobre las dimensiones culturales, políticas, económicas, morales y
religiosas de nuestra existencia social alimenta esta reflexión sobre el bien común de la humanidad.
También los artistas, mediante la manifestación de la belleza, actúan contra la pérdida del sentido y
a favor de la renovación de la esperanza de los hombres. Asimismo, hay políticos que trabajan con
energía y creatividad para poner en práctica programas para erradicar la pobreza y para proteger las
libertades fundamentales. Es muy importante también el testimonio perseverante de los
representantes de las religiones y de las tradiciones espirituales que quieren vivir a la luz de la
verdad última y del bien absoluto. Todos contribuyen, cada uno a su manera y mediante una
comunicación recíproca, a promover la paz, un orden político más justo, al reparto equitativo de la
riqueza, al respeto del medio ambiente, de la dignidad de la persona humana y de sus derechos
fundamentales. Sin embargo, estos esfuerzos solo pueden tener éxito si las buenas intenciones se
apoyan en un sólido acuerdo básico en cuanto a los bienes y a los valores que representan las más
profundas aspiraciones del hombre, tanto en su aspecto individual como comunitario. Solo el
reconocimiento y la promoción de estos valores éticos puede contribuir a la construcción de un
mundo más humano.

3. La búsqueda de este lenguaje ético común concierne a todos los hombres. Para los cristianos se
relaciona de una manera misteriosa con la actuación del Verbo de Dios «la luz verdadera, que
alumbra a todo hombre» (Jn 1,9) y con la actuación del Espíritu Santo que hace brotar en los
corazones «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Gál
5,22s). La comunidad cristiana que comparte «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de este tiempo» y «se reconoce real e íntimamente solidaria con el género
humano y su historia»[1] no puede sustraerse a esta responsabilidad común. Iluminados por el
Evangelio, comprometidos en un diálogo paciente y respetuoso con todos los hombres de buena
voluntad, los cristianos participan en la búsqueda común de valores humanos que se deben
promover: «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o
mérito, tenedlo en cuenta» (Flp 4,8). Saben que Jesucristo «nuestra paz» (Ef 2,14), que ha
reconciliado a todos los hombres con Dios mediante su cruz, es el principio de unidad más profundo
hacia el cual el género humano está llamado a confluir.

4. La búsqueda de un lenguaje ético común es inseparable de una experiencia de conversión,


mediante la que personas y comunidades se apartan de las fuerzas que tratan de aprisionar al
hombre en la indiferencia o le mueven a levantar barreras contra el otro o contra el extraño. El
corazón de piedra —frío, inerte e indiferente ante la suerte del prójimo y de la especie humana— se
debe transformar bajo la acción del Espíritu, en un corazón de carne[2], sensible a las invitaciones
de la sabiduría, a la compasión, al deseo de paz y a la esperanza para todos. Esta conversión es la
condición de un verdadero diálogo.

5. No faltan en nuestros días tentativas para determinar una ética universal. Poco después de la
Segunda Guerra Mundial, la comunidad de naciones, sacando consecuencias de la estrecha
complicidad que se había dado entre el totalitarismo y el positivismo jurídico, determinó en la
Declaración universal de los derechos del hombre (1948) derechos inalienables de la persona
humana que van más allá de las leyes positivas del Estado y que deben servir como referencia y
norma para esas leyes. Estos derechos no son simplemente concedidos por el legislador: son
declarados, es decir, su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador, simplemente se
hace patente. Nacen, en efecto, del «reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros
de la familia humana» (Preámbulo).

La Declaración universal de los derechos del hombre es una de las más hermosas adquisiciones de
la historia moderna. Es «una de las expresiones más importantes de la conciencia humana en
nuestros días»[3] y ofrece una base sólida para promover un mundo más justo. Sin embargo, los
resultados no siempre han estado a la altura de las expectativas. Algunos países han rechazado la
universalidad de estos derechos, considerados demasiado occidentales, lo que mueve a buscar una
formulación más amplia. Por otra parte, ha contribuido no poco a devaluarlos una cierta propensión
a multiplicar los derechos del hombre en función de deseos desordenados del individuo consumista
o en función de reivindicaciones sectoriales en lugar de tener en cuenta las exigencias objetivas del
bien común de la humanidad. La multiplicación de los procedimientos y regulaciones jurídicas, si
está desconectada del sentido moral de los valores que trasciende los intereses particulares, conduce
a su hundimiento, lo cual, en definitiva, solo favorece a los intereses de los más poderosos. Por
encima de todo se manifiesta una tendencia a reinterpretar los derechos del hombre separándolos de
su dimensión ética y racional, que constituye su Fundamento y su finalidad, en beneficio de un
mero legalismo utilitarista[4].

6. Para explicitar el fundamento ético de los derechos del hombre, algunos han tratado de elaborar
una «ética mundial» en el marco de un diálogo entre las culturas y las religiones. La «ética
mundial» designa el conjunto de valores obligatorios fundamentales que constituyen como fruto de
los siglos el tesoro de la experiencia humana, Se encuentra en todas las grandes tradiciones
religiosas y filosóficas[5]. Este proyecto, digno de consideración, es una significativa muestra de la
necesidad actual de una ética que tenga una validez universal y global. Sin embargo, la búsqueda
puramente inductiva, al modo de los parlamentos, de un consenso mínimo ya existente, ¿satisface
las exigencias de fundamentar el derecho en el absoluto? Por otra parte, esta ética mínima, ¿no lleva
a relativizar las fuertes exigencias éticas de cada religión o sabiduría particular?

7. Después de muchos decenios, la cuestión de los fundamentos éticos del derecho y de la política
ha sido prácticamente puesta entre paréntesis por algunos sectores de la cultura contemporánea. Con
la excusa de que toda pretensión de una verdad objetiva y universal sería una fuente de intolerancia
y de violencia, y de que solo el relativismo podría salvaguardar el pluralismo de los valores y la
democracia, se hace la apología del positivismo jurídico, que rechaza la referencia a un criterio
objetivo, ontológico, de lo que es justo. Bajo esta perspectiva, el horizonte último del derecho y de
la norma moral es la ley en vigor, que se considera justa por definición puesto que es la expresión
de la voluntad del legislador. Pero esto es abrir el camino a la arbitrariedad del poder, a la dictadura
de la mayoría numérica de la población y a la manipulación ideológica, en detrimento del bien
común. «En la ética y la filosofía actual del derecho, los postulados del positivismo jurídico están
ampliamente presentes. La consecuencia es que la legislación se convierte con frecuencia en un
compromiso entre diversos intereses; se intenta transformar en derechos, intereses o deseos
privados que se oponen a los deberes que nacen de la responsabilidad social»[6]. Pero el
positivismo jurídico es claramente insuficiente, pues el legislador solo puede actuar legítimamente
dentro de ciertos límites que nacen de la dignidad de la persona humana y está al servicio de lo que
es auténticamente humano. Así, el legislador no puede abandonar la determinación de lo que es
humano a criterios extrínsecos y superficiales, como lo haría, por ejemplo, si legitima de por sí todo
lo que es realizable en el campo de la biotecnología. En pocas palabras, debe actuar de una manera
éticamente responsable. La política no puede hacer abstracción de la ética, ni las leyes civiles ni el
orden jurídico de una ley moral superior.

8. En este contexto en el que la referencia a valores objetivos absolutos reconocidos universalmente


se ha hecho problemática, algunos, con el deseo de dar en cualquier caso una base racional a las
decisiones éticas comunes, proponen una «ética de la discusión» en línea con una comprensión
«dialógica» de la moral. La ética de la discusión consiste en no utilizar en el debate ético más que
aquellas normas a las cuales pueden dar su asentimiento todos los participantes a los que afectan,
renunciando a comportamientos «estratégicos» orientados a imponer el propio punto de vista. De
este modo se puede determinar si una regla de conducta y de acción o un comportamiento son
morales porque, poniendo entre paréntesis los condicionamientos culturales e históricos, el
principio de discusión ofrece una garantía de universalidad y racionalidad. La ética de la discusión
se interesa sobre todo en el método mediante el cual, gracias al debate, los principios y las normas
éticas se ponen a prueba y se convierten en obligatorias para todos los participantes. Es
esencialmente un procedimiento para comprobar el valor de las normas propuestas, pero no puede
producir nuevos contenidos sustanciales. La ética de la discusión es, pues, una ética puramente
formal que no se refiere a las orientaciones morales de fondo. También corre el riesgo de limitarse a
una búsqueda de compromisos. Ciertamente el diálogo y el debate siempre son necesarios para
lograr un acuerdo realizable sobre la aplicación concreta de las normas morales en una situación
dada, pero no debería marginar la conciencia moral. Un verdadero debate no reemplaza las
convicciones morales personales, sino que las supone y las enriquece.

9. Conscientes de lo que hoy en día está en juego respecto a esta cuestión, querríamos invitar en este
documento a todos los que se preguntan sobre los fundamentos últimos de la ética, así colijo del
orden moral y jurídico, a que consideren las posibilidades que encierra una presentación renovada
de la doctrina de la ley natural. Esta afirma, en sustancia, que las personas y las comunidades
humanas son capaces, a la luz de la razón, de discernir las orientaciones fundamentales de un actuar
moral conforme a la misma naturaleza del sujeto humano y de expresarlas de manera normativa en
forma de preceptos o mandamientos. Estos preceptos fundamentales, objetivos y universales, están
llamados a fundar e inspirar el conjunto de las determinaciones morales, jurídicas y políticas que
rigen la vida de los hombres y de las sociedades. Constituyen una instancia crítica permanente y
garantizan la dignidad de la persona humana frente a las fluctuaciones de las ideologías. A lo largo
de su historia, en la elaboración de su propia tradición ética, la comunidad cristiana, guiada por el
Espíritu de Jesucristo y en un diálogo crítico con las tradiciones sapienciales que ha encontrarlo en
su camino, ha asumido, purificado y desarrollarlo esta enseñanza sobre la ley natural como norma
ética fundamental. Pero el cristianismo no tiene el monopolio de la ley natural. En efecto, basada en
la razón común a todos los hombres, la ley natural es el fundamento de la colaboración entre todos
los hombres de buena voluntad, sean cuales fueran sus convicciones religiosas.

10. Es cierto que la expresión «ley natural» en el contexto actual es fuente de numerosos
malentendidos. A veces no hace sino evocar una sumisión resignada y totalmente pasiva a las leyes
físicas de la naturaleza, mientras que el hombre busca sobre todo, con razón, controlar y orientar
estos determinismos para su propio bien. A veces es presentada como un dato objetivo que se
impondría desde el exterior a la conciencia personal, independientemente de la labor de la razón y
de la subjetividad, y así es sospechosa de introducir una forma de heteronomía inaceptable para la
dignidad de la persona humana libre. A veces, también, a lo largo de la historia, la teología cristiana
ha justificarlo con mucha facilidad mediante la ley natural posiciones antropológicas que,
posteriormente, se han mostrado condicionadas por el contexto histórico y cultural. Pero una
comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto moral, la naturaleza y Dios, así como
una mayor conciencia de la historicidad que afecta a las aplicaciones concretas de la ley natural,
permite disipar estos malentendidos. También es importante hoy proponer la enseñanza tradicional
de la ley natural en términos que manifiesten mejor la dimensión personal y existencial de la vida
moral. Asimismo, hace falta insistir ante todo en el hecho de que la expresión de las exigencias de la
ley natural es inseparable del esfuerzo de toda la comunidad humana para superar las tendencias
egoístas y parciales y desarrollar una perspectiva global de «ecología de los valores», sin la cual la
vida humana corre el riesgo de perder su integridad y su sentido de responsabilidad para el bien de
todos.

11. La noción de ley natural asume muchos elementos comunes a las grandes corrientes sapienciales
religiosas y filosóficas de la humanidad. En el primer capítulo, nuestro documento comienza
evocando estas «convergencias». Sin pretender ser exhaustivo, indica que estas grandes corrientes
sapienciales religiosas y filosóficas atestiguan la existencia de un patrimonio moral en gran medida
común, que constituye la base para todo diálogo acerca de las cuestiones morales. Además,
sugieren, de una manera o de otra, que este patrimonio explicita un mensaje ético universal
inmanente a la naturaleza de las cosas y que los hombres son capaces de descifrar. El documento
recuerda a continuación algunos pasos esenciales en el desarrollo histórico de la noción de ley
natural y menciona ciertas interpretaciones modernas que están parcialmente en la raíz de las
dificultades que nuestros contemporáneos experimentan ante esta noción. En el capítulo segundo
(«La percepción de los valores morales comunes») nuestro documento describe cómo, a partir de
los datos más sencillos de la experiencia moral, la persona humana capta de manera inmediata
ciertos bienes morales fundamentales y formula consiguientemente los preceptos de la ley, natural.
Estos no constituyen, sin embargo, un código completo ya hecho de prescripciones intangibles, sino
un principio permanente y normativo de inspiración al servicio de la vida moral concreta de la
persona. El tercer capítulo («Los fundamentos de la ley natural»), al pasar de la experiencia común
a la teoría, profundiza en los fundamentos filosóficos, metafísicos y religiosos, de la ley natural.
Para responder a algunas objeciones contemporáneas precisa el papel de la ley natural en el actuar
personal y se pregunta sobre la posibilidad de que la naturaleza constituya una norma moral. El
cuarto capítulo («La ley natural y la sociedad») explicita la función reguladora de los preceptos de
la ley natural en la vida política. La doctrina de la ley natural tiene ya coherencia y validez en el
plano filosófico de la razón humana común a todos los hombres, pero en el quinto capítulo
(«Jesucristo, cumplimiento de la ley natural») muestra que alcanza todo su sentido dentro de la
historia de la salvación: enviado por el Padre, Jesucristo es, en efecto, por su Espíritu, la plenitud de
toda ley.

I
CONVERGENCIAS

1.1. Las sabidurías y religiones del mundo

12. En las diversas culturas los hombres han elaborado y desarrollado de manera progresiva
tradiciones sapienciales en las que expresan y transmiten su visión del mundo, así como su
percepción refleja del lugar que ocupa el hombre en la sociedad y en el cosmos. Antes de cualquier
teorización conceptual, estas sabidurías, que suelen ser de naturaleza religiosa, son el vehículo de
una experiencia que identifica lo que favorece o lo que impide el pleno desarrollo de la vida
personal y la buena marcha de la vida social. Constituyen una especie de «capital cultural»
disponible para la investigación de una sabiduría común necesaria para responder a los desafíos
éticos contemporáneos. Según la fe cristiana, estas tradiciones sapienciales, a pesar de sus límites e
incluso a pesar de sus errores, captan un reflejo de la sabiduría divina que actúa en el corazón de los
hombres. Requieren atención y respeto y pueden tener el valor de praeparatio evangelica.

La forma y extensión de estas tradiciones pueden variar considerablemente. Atestiguan nada menos
que la existencia de un patrimonio de valores morales comunes a todos los hombres, sea cual sea el
modo en que estos valores son justificados dentro de una particular visión del mundo. Por ejemplo,
la «regla de oro» («No hagas a otro lo que no quieras para ti»: Tob 4,15) se encuentra, bajo una
forma u otra, en la mayoría de las tradiciones sapienciales[7]. Por otra parte, coinciden de manera
general en reconocer que las grandes normas éticas no se imponen solamente a un grupo humano
determinado, sino que tienen valor de manera universal para cada individuo y para todos los
pueblos. Finalmente, muchas tradiciones reconocen que estos comportamientos morales universales
son requeridos por la naturaleza misma del hombre: expresa el modo en el que el hombre se debe
situar de forma creativa a la vez que armónica en un orden cósmico o metafísico que le supera y da
sentido a su vida. Este orden está impregnado de una sabiduría inmanente. Contiene un mensaje
moral que los hombres son capaces de descifrar.

13. En las tradiciones hindúes, el mundo —tanto el cosmos como las sociedades humanas— está
regido por un orden o ley fundamental (dharma) que es necesario respetar, pues lo contrario
comporta graves desequilibrios. El dharma define, pues, las obligaciones sociorreligiosas del
hombre. De una manera específica, la enseñanza moral del hinduismo se comprende a la luz de las
enseñanzas fundamentales de los Upanishads: la creencia en un ciclo indefinido de
transmigraciones (samsara), junto con la idea según la cual las acciones buenas o malas cometidas
durante la vida presente (karman) tienen una influencia sobre los sucesivos nacimientos. Estas
enseñanzas tienen consecuencias importantes respecto al comportamiento de las personas entre sí:
implican un alto grado de bondad y de tolerancia, el sentido de la acción desinteresada en beneficio
de otros, así como la práctica de la no violencia (ahimsa). La corriente principal del hinduismo
distingue dos grupos de textos: śruti (lo que es entendido, es decir, la revelación) y smrti (aquello de
donde se recuerda, es decir, la tradición). Las prescripciones éticas se encuentran sobre todo en la
smrti, de manera particular en los dharmaśastra (de los cuales los más importantes son los manava
dharmaśastra o leyes de Manu, h. 200-100 a.C.). Además del principio básico según el cual «la
costumbre inmemorial es la ley trascendente aprobada por la escritura santa y por los códigos de los
legisladores divinos; consiguientemente, todo hombre, de las tres clases principales, que respete el
espíritu supremo que está en él, debe conformarse siempre diligentemente con la costumbre
inmemorial»[8] encontramos aquí un equivalente práctico a la regla de oro: «Te diré lo que es la
esencia del mayor bien del ser humano. El hombre que practica la religión (dharma) de la no
violencia (ahimsa) universal adquiere el mayor bien. Este hombre que domina las tres pasiones: la
codicia, la ira y la avaricia, renunciando a ellas en relación a los seres, conseguirá el éxito [...] Este
hombre que considera todas las criaturas como su “yo-para-sí” y las trata como su propio “yo”,
deponiendo la vara del castigo y dominando completamente su ira, se asegurará la consecución de
la bondad. [...] No se hará a otro lo que considera dañino para sí. Esta es brevemente la regla de la
virtud [...] En el hecho de rehusar y de donar, en la abundancia y en la desgracia, en lo agradable y
en lo desagradable, juzgará todas las consecuencias considerando su propio “yo”»[9]. Muchos
preceptos de la tradición hindú pueden ponerse en paralelo con las exigencias del Decálogo[10].

14. Se define generalmente el budismo por las cuatro «nobles verdades» enseñadas por Buda
después de su iluminación: 1) la realidad es sufrimiento e insatisfacción; 2) el origen del
sufrimiento es el deseo; 3) la desaparición del sufrimiento es posible (mediante la extinción del
deseo); 4) existe un camino que conduce hacia la desaparición del sufrimiento. Este camino es el
«noble sendero óctuple» que consiste en la práctica de la disciplina, de la concentración y de la
sabiduría. En el plano ético, las acciones favorables se pueden resumir en los cinco preceptos (śila,
sila): 1) no hacer daño a los seres vivientes ni eliminar la vida; 2) no tomar lo que no ha sido dado;
3) no tener una conducta sexual incorrecta; 4) no emplear palabras falsas o mentirosas; 5) no
consumir productos tóxicos que disminuyan el dominio de sí. El altruismo profundo de la tradición
budista, que se traduce en una deliberada actitud de no-violencia, mediante la benevolencia
amistosa y la compasión, llega así a la regla de oro.

15. La civilización china está profundamente marcada por el taoísmo de Laozi o Lao-Tse (siglo VI
a.C.). Según Lao-Tse, el Camino o Dao es el principio primordial, inmanente a todo el universo. Es
un principio inaferrable de cambio permanente bajo la acción de dos polos contrarios y
complementarios, el yin y el yang. Corresponde al hombre abrazarse a este proceso natural de
transformación, dejarse llevar por el flujo del tiempo, gracias a la actitud de no actuar (wú-wéi). La
búsqueda de la armonía con la naturaleza, indisociablemente material y espiritual, está en el corazón
de la ética taoísta. En cuanto a Confucio (551-479 a.C.), «Maestro Kong», intenta, con ocasión de
un período de crisis profunda, restaurar el orden respetando los ritos, apoyado en la piedad filial que
debe estar presente en el corazón de toda la vida social. En efecto, las relaciones sociales toman
como modelo las relaciones familiares. La armonía se consigue mediante una ética de la justa
medida, en que la relación ritualizada (el li), que inserta al hombre en el orden natural, es la medida
de todas las cosas. El ideal que se pretende en el ren, virtud perfecta de humanidad, constituida por
el dominio de sí y la benevolencia para con el otro. «Mansedumbre (shu), ¿no es acaso la palabra
clave? Lo que tú no quisieras que te hagan, no lo hagas tú a otros»[11]. La práctica de esta regla
indica el camino del Cielo (Tian Dao).

16. En las tradiciones africanas la realidad fundamental es la misma vida. Es el más precioso bien, y
el ideal del hombre consiste en vivir no solamente protegido de las preocupaciones hasta la vejez,
sino ante todo que permanezca, incluso después de la muerte, una fuerza vital continuamente
reforzada y vivificada en y mediante su descendencia. La vida es una experiencia dramática. El
hombre, microcosmos dentro de un macrocosmos, vive intensamente el drama del enfrentamiento
entre la vida y la muerte. La misión que se le encomienda de asegurar la victoria a la vida sobre la
muerte orienta y determina todo su actuar ético. De esta manera el hombre debe identificar, en un
horizonte ético consecuente, a los aliados de la vida, ganarles para su causa y asegurar de ese modo
su supervivencia, que es al mismo tiempo la victoria de la vida. Este es el significado profundo de
las religiones tradicionales africanas. La ética africana se muestra de este modo como una ética
antropocéntrica y vital: los actos considerados como susceptibles de favorecer la eclosión de la
vida, de protegerla, desarrollarla o aumentar el potencial vital de la comunidad, son, por ello,
tenidos por buenos; un acto que se presume perjudicial para la vida de los individuos y las
comunidades se considera malo. Así, las religiones tradicionales africanas aparecen esencialmente
como antropocéntricas, pero una observación atenta pone de manifiesto que ni el papel reconocido
al hombre viviente ni el culto a los ancestros es algo cerrado. Las religiones tradicionales africanas
alcanzan su culminación en Dios, fuente de vida, creador de todo lo que existe.

17. El islam se comprende a sí mismo como la restauración de la religión natural original. Ve a


Mahoma como el último profeta enviado por Dios para reconducir definitivamente a los hombres al
verdadero camino. Pero Mahoma ha sido precedido por otros: «No hay comunidad donde no haya
pasado un pregonero»[12]. El islam se atribuye una vocación universal y se dirige a todos los
hombres, que son considerados corno «naturalmente» musulmanes. La ley islámica, que resulta a la
vez y de manera inseparable comunitaria, moral y religiosa se entiende como una ley dada
directamente por Dios. La ética musulmana es fundamentalmente una moral de la obediencia. Hacer
el bien es obedecer los mandamientos; hacer el mal es desobedecerlos. La razón humana interviene
para reconocer el carácter revelado de la Ley y para deducir las implicaciones jurídicas concretas.
Ciertamente en el siglo IX la escuela mou’tazilita sostuvo la idea de que «el bien y el mal están en
las cosas», es decir, que determinados comportamientos son buenos o malos en si mismos antes de
la ley divina que los manda o los prohíbe. Los mou’tazilitas estimaban que el hombre podía
mediante su razón conocer lo que es bueno o malo. Según ellos, el hombre sabe espontáneamente
que la injusticia y la mentira son malas y que es obligatorio devolver un préstamo, alejar de sí un
daño o mostrar agradecimiento a los benefactores, de los cuales el primero es Dios. Pero los
ach’aritas, que dominan la ortodoxia sunnita, han mantenido una teoría contraria. Son partidarios de
un ocasionalismo que no reconoce consistencia alguna a la naturaleza y estima que solo la
revelación positiva de Dios define el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Entre las prescripciones de
esta ley divina positiva con frecuencia retoman los grandes elementos del patrimonio moral de la
humanidad y pueden ponerse en relación con el Decálogo[13].

1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural

18. La idea de que existe un derecho natural anterior a las determinaciones jurídicas positivas
aparece ya en la cultura griega clásica con la figura ejemplar de Antígona, la hija de Edipo. Sus dos
hermanos, Eteocles y Polinices, se han enfrentado por ocupar el poder y se han matado el uno al
otro. Polinices, el rebelde, ha sido condenado a permanecer sin sepultura y a ser quemado sobre la
hoguera. Pero, para cumplir con el deber de la piedad respecto al hermano muerto, Antígona apela,
contra la prohibición de la sepultura establecida por el rey Creonte, «a las leyes no escritas e
inmutables».

CREONTE: Y así pues, ¿te has atrevido a transgredir mis leyes?

ANTÍGONA: Sí, porque no ha sido Zeus quien las ha proclamado, ni la justicia que habita con los
dioses de regiones inferiores; ni él ni ella las han establecido entre los hombres.
Yo no creo que tus decretos sean tan poderosos para que tú, mortal, puedas transgredir las leyes no
escritas e inmutables de los dioses.
Ellas no existen desde hoy ni desde ayer, sino desde siempre; nadie sabe cuándo han aparecido.
Yo no debo por temor a la voluntad de un hombre arriesgarme a que los dioses me castiguen[14].

19. Platón y Aristóteles retoman la distinción realizada por los sofistas entre leyes que tienen su
origen en un acuerdo, es decir, en una pura decisión positiva (thesis), y las que tienen valor «por
naturaleza». Las primeras ni son eternas ni válidas de un modo general y no obligan a todos. Las
segundas obligan a todo el mundo, siempre y en todas partes[15]. Algunos sofistas, como Calicles
del Gorgias de Platón, recurrían a esta distinción para discutir la legitimidad de las leyes
establecidas por las sociedades humanas. A estas leyes les oponía su idea, estrecha y errónea, de
naturaleza, reducida al mero componente físico. De este modo, contra la igualdad política y jurídica
de los ciudadanos en la polis, preconizaban lo que les parecía como la más evidente de las «leyes
naturales»: el más fuerte debe dominar al más débil[16].

20. No hay nada de esto en Platón ni en Aristóteles. No oponen derecho natural y leyes positivas de
la polis. Están convencidos de que las leyes de la polis en general son buenas y constituyen la
realización, más o menos conseguida, de un derecho natural que es conforme a la naturaleza de las
cosas. Para Platón, el derecho natural es un derecho ideal, una norma para los legisladores y los
ciudadanos, una regla que permite fundamentar y valorar las leyes positivas[17]. Para Aristóteles,
esta norma suprema de la moralidad corresponde a la realización de la forma esencial de la
naturaleza. Es moral lo que es natural. El derecho natural es invariable; el derecho positivo cambia
según los pueblos y las diferentes épocas. Pero el derecho natural no se sitúa en un más allá del
derecho positivo. Se encarna en el derecho positivo, que es la aplicación de la idea general de la
justicia a la vida social en su diversidad.

21. En el estoicismo, la ley natural se convierte en el concepto clave de una ética universalista. Es
bueno y debe ser hecho lo que corresponde a la naturaleza, entendida en un sentido a la vez físico-
biológico y racional. Todo hombre, sea cual sea la nación a la que pertenezca, debe integrarse como
una parte en el Todo del universo. Debe vivir conforme a la naturaleza[18]. Este imperativo
presupone que existe una ley eterna, un Logos divino que está presente tanto en el cosmos, al que
impregna de racionalidad, como en la razón humana. Así, para Cicerón la ley es «la razón suprema
incluida en la naturaleza que nos manda lo que se debe hacer y nos prohíbe lo contrario»[19].
Naturaleza y razón constituyen las dos fuentes de nuestro conocimiento de la ley ética fundamental,
que es de origen divino.

1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura

22. El don de la Ley en el Sinaí, cuyo centro son las «Diez Palabras», es un elemento esencial de la
experiencia religiosa de Israel. Esta Ley de alianza conlleva preceptos éticos fundamentales.
Definen el modo en el que el pueblo elegido debe responder mediante la santidad de su vida a la
elección de Dios: «Di a la comunidad de los israelitas: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro
Dios, soy santo"» (Lev 19,2). Pero estos comportamientos éticos son también válidos para otros
pueblos, de manera que Dios pedirá cuentas a las naciones extranjeras que violan la justicia y el
derecho[20]. Dios ya había realizado en la persona de Noé una alianza con la totalidad del género
humano que implicaba de manera particular el respeto a la vida (Gén 9)[21]. De un modo más
fundamental, la misma creación se presenta como el acto mediante el que Dios estructura el
conjunto del universo al darle una ley: «Alaben [los astros] el nombre del Señor, / porque él lo
mandó, y existieron. / Les dio consistencia perpetua / y una ley que no pasará» (Sal 148, 5s). Esta
obediencia de las criaturas a la Ley de Dios es un modelo para los hombres.

23. Junto a los textos que se refieren a la historia de la salvación, con los temas teológicos
principales de la elección, de la promesa, de la Ley y de la alianza, la Biblia contiene también una
literatura sapiencial que no se ocupa directamente de la historia nacional de Israel, sino que trata del
lugar del hombre en el mundo. Desarrolla la convicción de que existe una manera correcta y
«sabia» de hacer las cosas y conducir la propia vida. El hombre se debe dedicar a buscarla y a
continuación debe esforzarse para ponerla en práctica.

Esta sabiduría no se encuentra tanto en la historia como en la naturaleza y en la vida cotidiana[22].


En esta literatura, la sabiduría se suele presentar como una perfección divina, a veces hipostasiada.
Se manifiesta de una manera sorprendente en la creación, de la que es «artífice» (Sab 7,21). La
armonía que reina entre las criaturas da testimonio de ella. De muchas maneras el hombre es hecho
partícipe de esta sabiduría que viene de Dios. Esta participación es un don de Dios que se debe
pedir en la oración: «Por eso, supliqué y me fue dada la prudencia, / invoqué y vino a mí el espíritu
de sabiduría» (Sab 7,7). También es fruto de la obediencia a la Ley revelada. En efecto, la Torá es
como la encarnación de la sabiduría. «Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, / y el Señor
te la concederá.» (Eclo 1,26s). Pero la sabiduría es también el resultado de una observación sagaz
de la naturaleza y de las costumbres humanas cuyo objetivo es descubrir su inteligibilidad
inmanente y su valor ejemplar[23].

24. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo ha predicado el acontecimiento del reino como
manifestación del amor misericordioso de Dios que se hace presente en medio de los hombres a
través de su propia persona y les invita a la conversión y a una respuesta libre de amor. Esta
predicación no puede dejar de tener consecuencias para la ética, respecto al modo de construir el
mundo y las relaciones humanas. En su enseñanza moral, de la cual el sermón de la montaña es un
compendio admirable, Jesús retoma la regla de oro: «Así, pues, todo lo que queráis que haga la
gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12)[24].
Este precepto positivo completa la formulación negativa de la misma regla en el Antiguo
Testamento: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15)[25].

25. Al comienzo de la Carta a los Romanos el apóstol Pablo, para manifestar la necesidad universal
de la salvación que trae Cristo, describe la situación religiosa y moral común a todos los hombres.
Afirma la posibilidad de un conocimiento natural de Dios: «Porque lo que de Dios puede conocerse
les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y
su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus
obras» (Rom 1,19s)[26]. Pero este conocimiento se ha pervertido, convirtiéndose en idolatría. Al
situar a judíos y gentiles en el mismo plano, san Pablo afirma la existencia de una ley moral no
escrita que se encuentra inscrita en los corazones[27]. Esta ley permite discernir por uno mismo el
bien y el mal: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de la
ley, ellos, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que tienen escrito en sus
corazones la exigencia de la ley; contando con el testimonio de la conciencia y con sus
razonamientos internos contrapuestos, unas veces de condena y otras de alabanza» (Rom 2,14s). Por
lo tanto, el conocimiento de la ley no basta por sí solo para mantenerse en un camino justo[28].
Estos textos de san Pablo tuvieron un influjo determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley
natural.

1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana

26. Para los Padres de la Iglesia, el seguir la naturaleza (sequi naturam) y el seguimiento de Cristo
(sequela Christi) no se oponen. Por el contrario, toman generalmente la idea estoica según la cual la
naturaleza y la razón nos indican cuales son nuestros deberes morales. Seguirlos es seguir al Logos
personal, al Verbo de Dios, La doctrina de la ley natural proporciona una base para completar la
moral bíblica. Además, permite explicar por qué los paganos, independientemente de la revelación
bíblica, poseen una concepción moral positiva. Esto les viene indicado por la naturaleza y se
corresponde con las enseñanzas de la Revelación: «De Dios proceden la ley de la naturaleza y la ley
de la revelación, que no son más que una»[29]. Sin embargo, los Padres de la Iglesia no adoptan sin
más pura y simplemente la doctrina estoica. La modifican y la desarrollan. Por una parte, la
antropología bíblica que considera al hombre como imago Dei, cuya verdad plena es manifestada
por Jesucristo, impide reducir la naturaleza humana a un simple elemento del cosmos: la persona
humana está llamada a la comunión con el Dios vivo, trasciende el cosmos en el que se integra. Por
otra parte, la armonía de la naturaleza y de la razón no se apoya sobre el planteamiento inmanentista
de un cosmos panteísta, sino sobre la referencia común a la sabiduría trascendente del Creador.
Comportarse de modo conforme a la razón conduce a seguir las orientaciones que Cristo, como
Logos divino, ha depositado mediante los logoi sparmatikoi en la razón humana. Es muy
significativa la definición de san Agustín: «La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios
que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»[30]. Más exactamente, para san
Agustín, las normas de la vida recta y de la justicia están expresadas en el Verbo de Dios, que las
imprime en el corazón del hombre «a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin
dejar el anillo»[31]. Por otra parte, según los Padres, la ley natural está incluida en el marco de una
historia de salvación que nos lleva a distinguir diferentes estados de la naturaleza (naturaleza
original, naturaleza caída, naturaleza restaurada), en los cuales la ley natural se realiza de modo
diferente. Esta doctrina patrística de la ley natural se transmitió a la Edad Media, así como la
noción, bastante parecida de «derecho de gentes» (ius gentium), según la cual, además del derecho
romano (ius civile), hay principios universales de derecho que regulan las relaciones entre los
pueblos y son obligatorios para todos[32].

27. En la Edad Media, la doctrina de la ley natural alcanza una cierta madurez y adquiere una forma
«clásica» que constituye el fondo de todas las discusiones posteriores. Se caracteriza por cuatro
rasgos. En primer lugar, conforme a la naturaleza del pensamiento escolástico que trata de descubrir
la verdad allí donde se encuentre, asume las reflexiones anteriores sobre la ley natural, paganas o
cristianas, y trata de proponer una síntesis de las mismas. En segundo lugar, de acuerdo con la
naturaleza sistemática del pensamiento escolástico, sitúa la ley natural en un marco metafísico y
teológico general. La ley natural se entiende como una participación de la criatura racional en la ley
divina eterna, gracias a la cual entra de manera consciente y libre en los designios de la Providencia.
No es un conjunto cerrado ni completo de normas morales, sino una fuente de inspiración constante,
presente y activa en las diferentes etapas de la economía de la salvación. En tercer lugar, al tomar
conciencia de que la naturaleza tiene una densidad propia, lo que en parte está ligado al
redescubrimiento del pensamiento aristotélico, la doctrina escolástica de la ley natural considera el
orden ético y político como un orden racional, obra de la inteligencia humana. Determina para
dicho orden un espacio de autonomía, una distinción sin separación, en relación con el orden de la
revelación religiosa[33]. Finalmente, a los ojos de los teólogos y juristas escolásticos, la ley natural
constituye un punto de referencia y un criterio a la luz del cual se valora la legitimidad de las leyes
positivas y de las costumbres particulares.

1.5. Evolución posterior

28. La historia moderna de la noción de ley natural se presenta en algunos aspectos como un
desarrollo legítimo de la enseñanza de la escolástica medieval en un contexto cultural más
complejo, marcada, sobre todo, por un sentido más vivo de la subjetividad moral. Entre estos
desarrollos señalamos la obra de los teólogos españoles del siglo XVI que, siguiendo los pasos del
dominico Francisco de Vitoria, recurrieron a la ley natural para oponerse a la ideología imperialista
de algunos estados cristianos de Europa y para defender los derechos de los pueblos no cristianos de
América. Estos derechos son inherentes a la naturaleza humana y no dependen de la situación
concreta respecto a la fe cristiana. La idea de ley natural permitió a los teólogos españoles sentar las
bases del derecho internacional, es decir, de una norma universal que rija las mutuas relaciones de
los pueblos y de los estados.

29. Sin embargo, en otros puntos, la noción de ley natural adquirió en la época moderna algunas
orientaciones y formas que contribuyeron a que en nuestros días resulte difícilmente aceptable.
Durante los últimos siglos de la Edad Media se desarrolló en la escolástica una corriente
voluntarista cuya hegemonía cultural modificó profundamente la noción de ley natural. El
voluntarismo se propuso valorar la trascendencia del sujeto libre respecto a todos sus
condicionamientos. Contra el naturalismo que tendía a someter a Dios a las leyes de la naturaleza,
subraya de modo unilateral la libertad absoluta de Dios, con el riesgo de poner en peligro su
sabiduría y convertir sus decisiones en algo arbitrario. Del mismo modo, en contra del
intelectualismo, sospechoso de someter la persona humana al orden del mundo, exalta una libertad
de indiferencia concebida como poder de elegir cosas contrarias, con el peligro de desligar a la
persona de sus inclinaciones naturales y del bien objetivo[34].

30. Son muchas las consecuencias del voluntarismo en la doctrina de la ley natural. Ante todo,
mientras que, para santo Tomás, la ley era concebida como fruto de la razón y expresión de una
sabiduría, el voluntarismo tiende a vincular la ley solo a la voluntad, y a una voluntad desligada de
su ordenación intrínseca al bien. Por consiguiente, toda la fuerza de la ley reside únicamente en la
voluntad del legislador. La ley queda así desposeída de su inteligibilidad intrínseca. En estas
condiciones la moral se reduce a la obediencia a los mandamientos que manifiestan la voluntad del
legislador. Thomas Hobbes llegará así a declarar: «Es la autoridad y no la verdad lo que causa la
ley» (auctoritas, non veritas, facit legem)[35]. El hombre moderno, fascinado por la autonomía, solo
podía rebelarse contra tal visión de la ley. Inmediatamente, con el pretexto de salvaguardar la
soberanía absoluta de Dios sobre la naturaleza, el voluntarismo la deja desprovista de toda
inteligibilidad interna. La tesis de la potentia Dei absoluta según la cual Dios podría actuar
independientemente de su sabiduría y de su bondad, relativiza todas las estructuras inteligibles que
existen y debilita el conocimiento natural que el hombre puede tener de las mismas. La naturaleza
deja de ser un criterio para conocer la sabia voluntad de Dios: el hombre solo puede esperar este
conocimiento mediante una revelación.

31. Por otra parte, muchos factores llevaron a secularizar la noción de ley natural. Entre ellos se
puede mencionar la separación creciente entre la fe y la razón que caracteriza el final de la Edad
Media, o también algunos aspectos de la Reforma[36], pero sobre todo la voluntad de superar los
violentos conflictos religiosos que habían ensangrentado Europa al comienzo de los tiempos
modernos. Se llegó a querer fundamentar la unidad política de las comunidades humanas poniendo
entre paréntesis la confesión religiosa. Además, la doctrina de la ley natural hacía abstracción de
toda revelación religiosa particular, y por ello de cualquier teología confesional. Pretendía apoyarse
solo en la luz de la razón común a todos los hombres y se presenta como la norma última en el
ámbito secular.

32. Por otra parte, el racionalismo moderno propuso la existencia de un orden absoluto y normativo
de esencias inteligibles accesibles a la razón, y relativizó por ello la referencia a Dios como
fundamento último de la ley natural. El orden necesario, eterno e inmutable de las esencias debía,
ciertamente, ser actualizado por el Creador, pero se creía que en sí mismo posee su coherencia y su
racionalidad. La referencia a Dios se convertía en algo opinable. La ley natural se impondría a todos
«incluso aunque Dios no existiera (etsi Deus non daretur)[37]».

33. El modelo racionalista moderno de la ley natural se caracteriza por: 1) creencia esencialista en
una naturaleza humana inmutable y a-histórica, respecto a la cual la razón puede perfectamente
captar la definición y las propiedades esenciales; 2) se pone entre paréntesis la situación concreta de
las personas humanas y la historia de la salvación, marcada por el pecado y la gracia, cuya
influencia sobre el conocimiento y la práctica de la ley natural son, sin embargo, determinantes; 3)
la idea de que es posible que la razón deduzca a priori los preceptos de la ley natural a partir de la
definición de la esencia del, hombre; 4) la extensión máxima de los preceptos deducidos así, de
modo que la ley natural aparece como un código de leyes completas que regula casi todos los
comportamientos. Esta tendencia a extender el campo de las determinaciones de la ley natural ha
sido el origen de una grave crisis, en particular debido a que con el desarrollo de las ciencias
humanas, el pensamiento occidental ha tomado conciencia de la historicidad de las instituciones
humanas y del carácter relativo y cultural de muchos comportamientos que se justificaban con
frecuencia recurriendo a la ley natural. Este desfase entre una teoría abstracta maximalista y la
complejidad de los datos empíricos explica en parte la desafección respecto a la idea misma de ley
natural. Para que la noción de ley natural pueda servir para elaborar una noción de ética universal en
una sociedad secularizada y pluralista como la nuestra hay que evitar presentarla en la forma rígida
que ha adquirido en particular en el contexto del racionalismo moderno,

1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural

34. Antes del siglo XIII, dado que la distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural no
había sido todavía claramente elaborada, la ley natural se solía asimilar a la moral cristiana. Así, el
decreto de Graciano que proporcionó la normativa canónica básica en el siglo XII comienza de este
modo: «La ley natural es lo que está contenido en la Ley y el Evangelio». A continuación identifica
el contenido de la ley natural con la regla de oro y precisa que las leyes divinas responden a la
naturaleza[38]. Los Padres de la Iglesia recurrieron a la ley natural así como a la Sagrada Escritura
para fundamentar el comportamiento moral de los cristianos, pero el Magisterio de la Iglesia, en un
primer momento, debió intervenir poco para zanjar las discusiones sobre el contenido de la ley
moral.
Cuando el Magisterio de la Iglesia se vio obligado no solo a resolver discusiones morales
particulares, sino también a justificar su posición en medio de un mundo secularizado, apeló más
explícitamente a la noción de ley natural. Fue en el siglo XIX, y muy especialmente durante el
pontificado de León XIII, cuando el recurso a la ley natural se impuso en las actuaciones del
Magisterio. La presentación más explícita se encuentra en la encíclica Libertas praestantissimum
(1888). León XIII hace referencia a la ley natural para identificar la fuente de la autoridad civil y
fijar sus límites. Recuerda con fuerza que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres cuando
las autoridades civiles mandan o reconocen alguna cosa que es contraria a la ley divina o a la ley
natural. Pero recurre también a la ley natural para defender la propiedad privada contra el
socialismo, o incluso para defender el derecho de los trabajadores a obtener mediante su trabajo lo
necesario para sus necesidades vitales. En esta misma línea, Juan XXIII se refiere a la ley natural
para fundamentar los derechos y deberes del hombre (encíclica Pacem in terris, 1963). Con Pío XI
(encíclica Casti connubii, 1930) y Pablo VI (encíclica Humanae vitae, 1968), la ley natural aparece
como un criterio decisivo para las cuestiones relativas a la moral conyugal. Ciertamente, la ley
natural es de por sí accesible a la razón humana común a creyentes y no creyentes y la Iglesia no
tiene su exclusiva, pero, como la Revelación asume las exigencias de la ley natural, el Magisterio de
la Iglesia ha sido constituido su garante e intérprete[39]. El Catecismo de la Iglesia Católica (1992)
y la encíclica Veritatis splendor (1993) otorgan un papel determinante a la ley natural en la
exposición de la moral cristiana[40].

35. Hoy en día, la Iglesia Católica recurre con frecuencia a la ley natural en cuatro contextos
principales. En primer lugar, ante el crecimiento de una cultura que limita la racionalidad a las
ciencias más rigurosas y abandona al relativismo la vida moral, insiste en la capacidad natural que
tienen los hombres de captar mediante su razón «el mensaje ético contenido en el ser»[41] y la
capacidad para conocer en sus líneas principales las normas fundamentales de un actuar justo
conforme a su naturaleza y a su dignidad. La ley natural responde así a la exigencia de fundamentar
en la razón los derechos humanos[42] y hace posible un diálogo intercultural e interreligioso capaz
de favorecer la paz universal y de evitar el «choque de civilizaciones». En segundo lugar, ante un
individualismo relativista que considera que cada individuo es fuente de sus propios valores y que
la sociedad es el resultado de un mero contrato establecido entre individuos que eligen constituir
por sí mismos todas las normas, recuerda el carácter natural y objetivo, no fruto de un mero
acuerdo, de las normas fundamentales que rigen la vida social y política. En particular, la forma
democrática de gobierno está intrínsecamente vinculada a valores éticos estables cuya fuente se
encuentra en las exigencias de la ley natural y no dependen de las fluctuaciones de los consensos de
una mayoría aritmética. En tercer lugar, frente a un laicismo agresivo que quiere excluir a los
creyentes del debate público, la Iglesia insiste en que las intervenciones de los cristianos en la vida
pública sobre temas que se refieren a la ley natural (defensa de los derechos de los oprimidos,
justicia en las relaciones internacionales, defensa de la vida y de la familia, libertad religiosa y
libertad de educación...) no son de por sí de naturaleza confesional, sino que indican la
preocupación que cada ciudadano debe tener por el bien común de la sociedad. En cuarto lugar, ante
las amenazas del abuso de poder, es decir, del totalitarismo, que esconde el positivismo jurídico y
que difunden ciertas ideologías, la Iglesia recuerda que las leyes civiles no obligan en conciencia
cuando están en contradicción con la ley natural y propone el reconocimiento del derecho a la
objeción de conciencia, así como el deber de desobedecer, en nombre de la obediencia a una ley
más importante[43] La referencia a la ley natural, lejos de dar lugar al conformismo, garantiza la
libertad personal y defiende a los desfavorecidos y a los oprimidos por estructuras sociales que
olvidan el bien común.

II
LA PERCEPCIÓN DE LOS VALORES MORALES COMUNES

36. El examen de las grandes tradiciones de sabiduría moral realizado desarrollado en el capítulo
primero muestra que algunas clases de comportamientos humanos se reconocen, en la mayor parte
de las culturas, como algo que expresa cierta excelencia en la manera que tiene el hombre de vivir y
realizar su humanidad: actos de valentía, paciencia ante las pruebas y dificultades de la vida,
compasión con los débiles, moderación en el uso de los bienes materiales, actitud responsable frente
al medio ambiente, dedicación al bien común… Estos comportamientos éticos definen a grandes
rasgos un ideal propiamente moral de una vida «según la naturaleza», es decir, conforme al ser
profundo del sujeto humano. Por otra parte, ciertos comportamientos son universalmente percibidos
como reprobables: asesinato, robo, mentira, ira, envidia, avaricia… Aparecen como atentados a la
dignidad de la persona humana y a las justas exigencias de la vida en sociedad. Está justificado ver
en este consenso una manifestación de lo que, más allá de la diversidad de las culturas, es lo
humano en el ser humano, es decir, la «naturaleza humana». Pero, al mismo tiempo, también es
necesario constatar que este acuerdo sobre la cualidad moral de algunos comportamientos coexiste
con una gran variedad de teorías que lo explican. Sean las doctrinas fundamentales de los
Upanishads para el hinduismo o las cuatro «nobles verdades» para el budismo, sea el Dao de Lao-
Tsé, o la «naturaleza» de los estoicos, cada sabiduría o cada sistema filosófico entiende el actuar
moral dentro de un marco explicativo general que viene a legitimar la distinción entre lo que está
bien y lo que está mal. Tenemos que afrontar la cuestión de una diversidad de justificaciones que
dificulta el diálogo y la fundamentación de normas morales.

37. Por lo tanto, independientemente de las justificaciones teóricas del concepto de ley natural, es
posible actualizar los datos inmediatos de la conciencia de los que se quiere dar cuenta. El objeto
del presente capítulo es, precisamente, mostrar cómo son captados los valores morales comunes que
constituyen la ley natural. Sólo después veremos cómo la noción de ley natural se apoya sobre un
marco explicativo que fundamenta y legitima los valores morales de un modo tal que pueda ser
compartido por muchos. Para esto, la presentación de la ley natural de santo Tomás de Aquino,
resulta especialmente oportuna, entre otras cosas porque sitúa la ley natural en una moral que hace
justicia a la dignidad de la persona humana y reconoce su capacidad de discernir[44].

2.1. El papel de la sociedad y de la cultura

38. Solo progresivamente la persona humana accede a la experiencia moral y se hace capaz de
decirse a sí misma los preceptos que deben determinar su actuación. Llega a este punto en cuanto
que, desde su nacimiento, está situada en un conjunto de relaciones humanas, comenzando por la
familia, que le permiten poco a poco tomar conciencia de sí misma y de la realidad en torno a ella.
Particularmente mediante el aprendizaje de una lengua —lengua materna— aprende a nombrar las
cosas y puede llegar a ser un sujeto consciente de sí mismo. Orientada por las personas de su
entorno, impregnada de la cultura en la que se encuentra, la persona percibe ciertos modos de
comportarse y de pensar como valores que se deben seguir, leyes que se deben cumplir, ejemplos
dignos de imitar y visiones del mundo que se pueden aceptar. El contexto social y cultural juega un
papel decisivo en la educación de los valores morales. No se deben oponer estos condicionamientos
a la libertad humana. Más bien la hacen posible puesto que a través de ellos la persona puede
acceder a la experiencia moral, que eventualmente le permitirá revisar algunas de las «evidencias»
que había interiorizado en el curso de su aprendizaje moral. Por otra parte, en el contexto de la
globalización actual, las sociedades y las culturas mismas deben inevitablemente practicar un
diálogo y un intercambio sinceros, fundados sobre la corresponsabilidad de todos frente al bien
común del planeta: deben dejar de lado los intereses particulares para acceder a los valores morales
que todos están llamados a compartir.

2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien»

39. Todo ser humano que llega a alcanzar la conciencia y la responsabilidad tiene la experiencia de
una llamada interior a realizar el bien. Descubre que es fundamentalmente un ser moral, capaz de
percibir y expresar la invitación que, como se ha visto, se encuentra en todas las culturas: «Hay que
hacer el bien y evitar el mal». Sobre este precepto se apoyan todos los otros preceptos de la ley
natural[45]. Este primer precepto es conocido de manera natural e inmediata por la razón práctica,
al igual que el principio de no contradicción (el entendimiento no puede simultáneamente y en el
mismo sentido afirmar y negar algo de un sujeto), que es el fundamento de todo razonamiento
especulativo, es percibido intuitiva y naturalmente por la razón teórica, una vez que el sujeto
comprende el sentido de los términos empleados. Tradicionalmente, este conocimiento del primer
principio de la vida moral se atribuye a una disposición intelectual innata que se llama la
sindéresis[46].

40. Con este principio entramos de lleno en el campo de la moral. El bien que se impone de esta
manera a la persona es el bien moral, es decir, un comportamiento que, superando las categorías de
lo útil, se orienta a la realización auténtica de este ser, a la vez uno y diverso, que es la persona
humana. La actividad humana es irreductible a una simple cuestión de adaptación al «ecosistema»:
ser humano consiste en existir y en situarse dentro de un marco más amplio que define un sentido,
unos valores y unas responsabilidades. Al buscar el bien moral la persona contribuye a la
realización de su naturaleza, más allá de los impulsos del instinto o de la búsqueda de un placer
particular. Este bien da testimonio da testimonio a uno mismo y s entiende a partir de uno
mismo[47].

41. El bien moral corresponde al deseo profundo de la persona humana que —como todo ser—
tiende espontánea y naturalmente hacia la propia perfección, la bondad. Desgraciadamente, el sujeto
puede dejarse arrastrar por deseos particulares y elegir bienes o realizar actos que se oponen al bien
moral que percibe. Puede rechazar el superarse a sí mismo. Es el precio de una libertad limitada en
sí misma y debilitada por el pecado, una libertad que encuentra únicamente bienes particulares,
ninguno de los cuales puede satisfacer plenamente el corazón del ser humano. Corresponde a la
razón del sujeto examinar si estos bienes particulares pueden integrarse en la realización auténtica
de la persona: en tal caso, serán juzgados moralmente buenos, y en caso contrario, moralmente
malos.

42. Esta última afirmación es capital. Establece la posibilidad de un diálogo con personas que tienen
otros horizontes culturales o religiosos. Valora la eminente dignidad de toda persona humana al
subrayar su aptitud natural para conocer el bien moral que debe realizar. Como toda criatura, la
persona humana se define por un conjunto de dinamismos y de finalidades anteriores a las
elecciones libres de la voluntad. Pero, a diferencia de los entes que carecen de razón, es capaz de
conocer e interiorizar estas finalidades y, por ello, de apreciar, en función de las mismas, lo que es
bueno o malo para ella. De este modo percibe la ley eterna, es decir, el plan de Dios para la
creación, y participa de la providencia de Dios de una manera particularmente excelente al dirigirse
a sí mismo y dirigir a otros[48]. Esta insistencia en la dignidad del sujeto moral y en su relativa
autonomía tiene su raíz en el reconocimiento de la autonomía de las realidades creadas y confirma
un dato fundamental de la cultura contemporánea[49].

43. La obligación moral que percibe el sujeto no viene, pues, de una ley que le sería exterior
(heteronomía pura), sino que se afirma a partir de él mismo. Como indica el axioma que antes
hemos citado: «Hay que hacer el bien y evitar el mal», el bien moral que la razón determina «se
impone» al sujeto. «Debe» ser realizado. Reviste un carácter de obligación y de ley. Pero el término
«ley» no remite aquí a las leyes científicas que se limitan a describir las constantes de hecho del
mundo físico o social, ni a un imperativo impuesto de manera arbitraria desde el exterior del sujeto
moral. La ley designa aquí una orientación de la razón práctica que indica al sujeto moral el tipo de
actuación que es conforme con el dinamismo innato y necesario de su ser que tiende a su plena
realización. Esta ley es normativa en virtud de una exigencia interior del espíritu. Surge del corazón
mismo de nuestro ser como una invitación a la realización y a la superación de uno mismo. Se trata,
pues, no tanto de someterse a la ley de otro, cuanto de acoger la ley del propio ser.

2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: universalidad de la ley natural

44. A partir de la afirmación básica que nos introduce en el orden moral — «hay que hacer el bien y
evitar el mal» —veamos cómo se realiza en el sujeto el reconocimiento de las leyes fundamentales
que deben dirigir el actuar humano. No es una cuestión de consideración abstracta sobre la
naturaleza humana ni del esfuerzo de conceptualización propio de las elaboraciones teóricas de la
filosofía y la teología. La percepción de los bienes morales fundamentales es inmediata, vital,
fundada en la connaturalidad del espíritu con los valores, y comprende tanto la afectividad como la
inteligencia, el corazón y el espíritu. Se trata de una captación con frecuencia imperfecta, todavía
oscura y borrosa, pero que tiene la profundidad de lo inmediato. Se trata aquí de los datos de la más
simple experiencia y la más conocida, que están implícitos en el actuar concreto de las personas.

45. Al buscar el bien moral, la persona humana se pone a la escucha de lo que es y toma conciencia
de las inclinaciones fundamentales de su naturaleza, que son algo completamente distinto de
simples impulsos ciegos del deseo. Cuando percibe que los bienes hacia los que tiende por
naturaleza son necesarios para su realización moral, formula para sí en forma de mandatos prácticos
el deber moral de llevarlos a la práctica en su vida. Se presenta a sí misma un cierto número de
preceptos muy generales que comparte con el resto de los seres humanos y que constituyen el
contenido de lo que se llama ley natural.

46. Se distingue tradicionalmente entre tres grandes grupos de dinamismos naturales que actúan en
la persona humana[50]. El primero, que es común con cualquier otro ser sustancial, incluye
esencialmente la inclinación a conservar y desarrollar la existencia. El segundo, que es común con
todos los seres vivos, incluye la inclinación a reproducirse para perpetuar la especie. El tercero, que
le es propio como ser racional, conlleva la inclinación a conocer la verdad acerca de Dios, así como
la inclinación a vivir en sociedad. A partir de estas inclinaciones se pueden formular los primeros
preceptos de la ley natural. Estos preceptos son de un nivel muy genérico, pero forman como un
sustrato primero, que es la base de toda reflexión posterior sobre el bien que se debe hacer y el mal
que evitar.

47. Para salir de este nivel de generalidad e iluminar las elecciones concretas, hace falta recurrir a la
razón discursiva, que determinará los bienes morales concretos que puede realizar la persona –y la
humanidad– y formular preceptos más concretos capaces de guiar su actuación. En esta nueva etapa
el conocimiento del bien moral procede mediante el razonamiento. Este razonamiento resulta
todavía bastante simple al principio: una experiencia de vida limitada es suficiente y se encuentra
dentro de las posibilidades intelectuales de cada persona. Se habla aquí de «preceptos segundos» de
la ley natural descubiertos gracias a una consideración de la razón práctica, más o menos
prolongada, a diferencia de los preceptos generales fundamentales que la razón capta de manera
espontánea y que se denominan «preceptos primeros»[51].

2.4. Los preceptos de la ley natural

48. Hemos señalado en la persona humana una primera inclinación que comparte con todos los
entes: la inclinación a conservar y a desarrollar la su existencia. Habitualmente se da en los seres
vivos una reacción espontánea ante la amenaza inminente de muerte: se huye, se defiende la
integridad de la existencia, se lucha para sobrevivir. La vida física aparece de manera natural como
un bien fundamental, esencial, primordial, y de ahí el precepto de proteger su vida. Bajo este
enunciado referido a la conservación de la vida se perfilan las inclinaciones hacia todo lo que
contribuye, de una manera propia del hombre, a la conservación y a la calidad de la vida biológica:
integridad del cuerpo; uso de los bienes exteriores que garantizan la subsistencia y la integridad de
la vida, como la alimentación, el vestido, la casa, el trabajo; la calidad del medio ambiente
biológico... A partir de estas inclinaciones el ser humano se formula fines que debe realizar y que
contribuyen al desarrollo responsable y armónico de su propio ser y que, por esta razón, se le
presentan como bienes morales, valores que hay que lograr alcanzar, obligaciones que debe cumplir
o derechos que debe hacer valer. En efecto, el deber de preservar la propia vida tiene como
correlativo el derecho de reclamar lo que es necesario para su conservación en un entorno favorable
[52].

49. La segunda inclinación, que es común a todos los seres vivos, se refiere a la supervivencia de la
especie, que tiene lugar mediante la procreación. La generación se sitúa en la prolongación de la
tendencia a preservar el propio ser. Si la perpetuidad de la existencia biológica es imposible al
individuo en sí mismo, es posible para la especie, y de esta manera, en cierto modo, resulta
superada la limitación inherente a todo ente físico. El bien de la especie aparece como una de las
aspiraciones fundamentales que hay en la persona. Tomamos conciencia de nuestra limitación
cuando determinadas perspectivas, como el cambio climático avivan nuestro sentido de la
responsabilidad ante el planeta en cuanto tal y de la especie humana en particular. Esta apertura a un
cierto bien común de la especie anuncia ya algunas aspiraciones propias del hombre. El dinamismo
hacia la procreación está intrínsecamente ligado a la inclinación natural que hay en el varón hacia la
mujer y de la mujer hacia el varón, dato universalmente reconocido en todas las sociedades. Lo
mismo se puede decir de la inclinación a cuidar a los niños y educarles. Estas inclinaciones
conllevan que la estabilidad de la pareja del hombre y la mujer, así como su mutua fidelidad, son ya
valores a los que se debe aspirar, aunque solo se pueden desarrollar plenamente en el orden
espiritual de la comunión interpersonal[53].

50. El tercer grupo de inclinaciones es específico del ser humano como ser espiritual dotado de
razón, capaz de conocer la verdad, de dialogar con los otros y de establecer relaciones de amistad.
Por ello se le debe otorgar una importancia muy especial. La inclinación a vivir en sociedad procede
ante todo de que el ser humano necesita de los otros para superar sus límites individuales intrínsecos
y alcanzar su madurez en los diversos campos de su existencia. Pero, para desplegar plenamente su
naturaleza espiritual, necesita establecer con sus semejantes relaciones de generosa amistad y
desarrollar una cooperación intensa en la búsqueda de la verdad. Su bien integral está tan
íntimamente ligado a la vida en comunidad que se organiza en sociedad en virtud de esta
inclinación, y no de una mera convención[54]. El carácter relacional de la persona se expresa así
mediante la tendencia a vivir en comunión con Dios o el Absoluto. Esto se manifiesta en el
sentimiento religioso y en el deseo de conocer a Dios. Ciertamente puede ser negado por los que
rechazan admitir la existencia de un Dios personal, peto no está menos presente de modo implícito
en la búsqueda que hay en todo ser humano de la verdad y del sentido.

51. A estas tendencias específicas al hombre corresponde la exigencia percibida por la razón de
realizar de manera concreta esta vida de relaciones y de construir la vida en sociedad sobre el
fundamento justo que corresponde al derecho natural. Esto implica el reconocimiento de la idéntica
dignidad de todo individuo de la especie humana, más allá de diferencias de raza o de cultura, y un
gran respeto por la humanidad allá donde se encuentre, incluido el más pequeño y olvidado de sus
miembros. «No hagas a los otros lo que no quisieras que te hicieran a ti». Encontramos de nuevo la
regla de oro que se pone hoy en el mismo comienzo de una moral de la reciprocidad. El capítulo
primero nos ha permitido localizar esta regla en la mayor parte de las sabidurías, así como en el
mismo Evangelio. Al referirse a una formulación negativa de la regla de oro san Jerónimo
manifiesta la universalidad de muchos preceptos morales: «Esta es la razón por la que es justo el
juicio de Dios escrito en el corazón del género humano: “lo que no quieres que te hagan, no lo
hagas tú a otros”. ¿Quién no sabe que el homicidio, el adulterio, los robos y toda clase de codicia
son malos por el simple hecho de que nosotros no querríamos que nos lo hicieran a nosotros
mismos? Si no se supiera que estas cosas son malas, jamás se quejaría nadie cuando las
padecemos»[55]. Con la regla de oro se relacionan muchos mandamientos del Decálogo, así como
numerosos preceptos budistas, reglas de Confucio, e incluso la mayor parte de las Cartas que
enuncian los derechos de la persona.

52. Al final de esta rápida explicitación de los principios morales que brotan cuando la razón toma
conciencia de las inclinaciones fundamentales de la persona humana, nos encontramos ante un
conjunto de preceptos y de valores que, al menos en su formulación general, pueden ser
considerados como universales, pues se aplican a toda la humanidad. Tienen un carácter de
inmutabilidad en la medida en que brotan de una naturaleza humana cuyos componentes esenciales
permanecen idénticos a lo largo de la historia. A veces puede suceder que estén oscurecidos, o
incluso hayan sido borrados del corazón humano por el pecado y por condicionamientos culturales e
históricos que pueden influir de manera negativa en la vida moral personal: ideologías y
propagandas engañosas, relativismo generalizado, estructuras de pecado[56]. Es necesario ser
modesto y prudente cuando se invoca la «evidencia» de los preceptos de la ley natural. Pero no está
menos justificado reconocer en estos preceptos el fondo común sobre el cual se puede apoyar un
diálogo para una ética universal. Los protagonistas de este diálogo deben, sin embargo, aprender a
hacer abstracción de sus intereses particulares para abrirse a las necesidades de los otros y dejarse
cuestionar por los valores morales comunes. En una sociedad pluralista, donde es difícil entenderse
respecto a los fundamentos filosóficos, este tipo de diálogo es absolutamente necesario. La doctrina
de la ley natural puede aportar su contribución a este diálogo.

2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural

53. No es posible quedarse en el nivel de generalidad propio de los primeros principios de la ley
natural. La reflexión moral debe descender a la acción concreta para iluminarla. Pero cuanto más se
ocupa de situaciones concretas y contingentes, tanto más se ven afectadas sus conclusiones por la
nota de variabilidad e incertidumbre. Por ello no es sorprendente que la realización concreta de los
preceptos de la ley natural pueda adquirir formas diferentes en las diversas culturas o incluso en
diferentes épocas dentro de una misma cultura. Basta señalar la evolución de la reflexión moral
sobre cuestiones como la esclavitud, el préstamo con interés, el duelo o la pena de muerte. A veces
esta evolución lleva a una mejor comprensión de la cuestión moral. A veces, también, la evolución
de una situación política o económica induce a una nueva evaluación de normas particulares que
habían sido establecidas antes. La moral se ocupa, en efecto, de realidades contingentes que
evolucionan con el tiempo. A pesar de haber vivido en una época de cristiandad, un teólogo como
santo Tomás de Aquino percibía esto con claridad: «La razón práctica, escribía en la Suma teológica
se ocupa de realidades contingentes, en medio de las cuales se dan las acciones humanas. Por ello,
aunque en los principios generales hay cierta necesidad, cuanto más se tratan las cosas particulares,
tanto más aparece la falta [de determinación]»[57].

54. Este planteamiento da cuenta de la historicidad de la ley natural, cuyas aplicaciones concretas
pueden variar con el tiempo. A la vez permite la reflexión de los moralistas e invita al diálogo y a la
discusión. Esto es más necesario en moral, donde la mera deducción por silogismo no es adecuada.
Cuanto más trata el moralista las situaciones concretas, más debe recurrir a la sabiduría de la
experiencia, una experiencia que integra las aportaciones de otras ciencias y que se nutre del
contacto con las mujeres y los hombres en su actuar. Solo esta sabiduría de la experiencia permite
tener en cuenta la multiplicidad de las circunstancias y de llegar a una orientación sobre la manera
de cumplir lo que es bueno hic et nunc. El moralista también debe (y esta es la dificultad de su
oficio) emplear los recursos combinados de la teología, de la filosofía y de las ciencias humanas,
económicas y biológicas para delimitar bien los datos de la situación e identificar correctamente las
exigencias concretas de la dignidad humana. Al mismo tiempo, debe estar particularmente atento
para salvaguardar los datos básicos expresados en los preceptos de la ley natural que permanecen
más allá de las variaciones culturales.
2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto

55. Para poder evaluar justamente lo que se debe hacer, el sujeto moral debe estar dotado de un
cierto número de disposiciones interiores que le permitan a la vez estar abierto a las instancias de la
ley natural y bien informado de los datos de la situación concreta. En el contexto pluralista, que es
el nuestro, cada vez hay mayor conciencia de que no se puede elaborar una moral fundamentada
sobre la ley natural sin añadir una reflexión sobre las disposiciones interiores o virtudes que hacen
apto al moralista para elaborar una norma de actuación adecuada. Esto es todavía una verdad mayor
para el sujeto mismo implicado en la actuación y cuya conciencia debe emitir un juicio. Por ello no
es sorprendente que se asista hoy a un nuevo auge de una «moral de virtudes» inspirada en la
tradición aristotélica. Al insistir de este modo en las cualidades morales requeridas para una
reflexión moral adecuada, se entiende el papel que las diversas culturas han reservado a la figura del
sabio. Este posee una especial capacidad para discernir en la medida en que posee las disposiciones
morales interiores que le permiten emitir un juicio ético adecuado. Un discernimiento de este tipo
debe caracterizar al moralista cuando se esfuerza en concretar los preceptos de la ley natural, al
igual que todo sujeto autónomo ante la necesidad de formar un juicio en su conciencia y de
formular la norma inmediata v concreta de su acción.

56. La moral no se puede contentar con producir normas. También debe favorecer la formación del
sujeto para que se implique en su acción y sea capaz de adaptar los preceptos universales de la ley
natural a las condiciones concretas de la existencia en contextos culturales diversos. Esta capacidad
queda asegurada por las virtudes morales, en particular por la prudencia, que integra la singularidad
para dirigir la acción concreta. El hombre prudente debe conocer no solo lo universal, sino también
lo particular. Para subrayar el carácter propio de esta virtud, santo Tomás de Aquino no temía en
afirmar: «Si se llega a no tener más que uno de los dos conocimientos, es preferible que sea el de las
realidades particulares que están más cerca de la operación»[58]. Con la prudencia se trata de
penetrar en algo contingente que permanece siempre misterioso para la razón, de ceñirse a la
realidad del modo más exacto posible, de asimilar la multiplicidad de las circunstancias, de captar
con la mayor fidelidad posible una situación original e inefable. Este objetivo requiere numerosas
operaciones y capacidades que la prudencia debe poner en juego.

57. No obstante, el sujeto no se debe perder en lo concreto ni en lo individual, como se ha


reprochado a la «ética de situación». Debe descubrir la «correcta regla del actuar» y establecer una
norma de acción adecuada. Esta regla recta brota de principios previos. Se puede pensar en los
primeros principios de la razón práctica, pero hay que recurrir también a las virtudes morales para
abrir y connaturalizar la voluntad y la afectividad sensible con los diferentes bienes humanos, e
indicar así al hombre prudente cuáles son los fines que debe perseguir en medio del flujo de lo
cotidiano. Hasta este momento no se podrá formular una norma concreta que se imponga ni se
podrá influir en la acción con sus circunstancias mediante un rayo de justicia, fortaleza o templanza.
No sería incorrecto hablar aquí de una «inteligencia emocional»: las potencias racionales sin perder
su especificidad, se ejercitan dentro del campo afectivo, de manera que la totalidad de la persona
queda implicada en la acción moral.

58. La prudencia es indispensable para el sujeto moral a causa de la flexibilidad que requiere la
adaptación de los principios morales generales a la diversidad de las situaciones. Pero esta
flexibilidad no autoriza a ver en la prudencia una especie de fácil compromiso respecto a los valores
morales. Al contrario, mediante las decisiones de la prudencia se experimentan para un sujeto las
exigencias concretas de la verdad moral. La prudencia es un paso necesario para la obligación moral
auténtica.

59. Hay en esto una orientación que, dentro de una sociedad pluralista como la nuestra, tiene
especial importancia y que no se debería subestimar sin sufrir un daño considerable. En efecto, tiene
presente el hecho de que la ciencia moral no puede proporcionar al sujeto que actúa una norma que
se aplicaría de manera adecuada y como automática a la situación concreta: solo la conciencia del
sujeto, el juicio de su razón práctica, puede formular la norma inmediata de la acción. Pero al
mismo tiempo no abandona la conciencia a su mera subjetividad: se orienta a que el sujeto adquiera
las disposiciones intelectuales y afectivas que le permitan abrirse a la verdad moral y que de esa
manera su juicio resulte adecuado. La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya
constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de
inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión.

III
LOS FUNDAMENTOS TEÓRICOS
DE LA LEY NATURAL

3,1. De la experiencia a las teorías

60. La captación espontánea de los valores éticos fundamentales que se expresan en los preceptos
de la ley natural constituye el punto de partida del proceso que lleva al sujeto moral hasta el juicio
de conciencia en el que enuncia cuáles son las exigencias morales que se le imponen en su situación
concreta. Corresponde al filósofo y al teólogo volver sobre esta experiencia de la captación de los
primeros principios de la ética para poner a prueba su valor y fundamentarlo mediante la razón. El
reconocimiento de estos fundamentos filosóficos o teológicos no condiciona en todo caso la
adhesión espontánea a los valores comunes. En efecto, el sujeto moral puede poner en práctica las
orientaciones de la ley natural sin ser capaz de discernir explícitamente los últimos fundamentos
teóricos, debido a particulares condicionamientos intelectuales.

61. La justificación filosófica de la ley natural tiene dos niveles de coherencia y profundidad. La
noción de una ley natural se justifica ante todo en el plano de la observación refleja de las
constantes antropológicas que caracterizan una humanización conseguida de la persona y una vida
social armoniosa. La experiencia refleja, transmitida por las sabidurías tradicionales, las filosofías o
las ciencias humanas, permite determinar algunas condiciones requeridas para que cada uno
despliegue de la mejor manera sus capacidades humanas en la vida personal y comunitaria[59]. De
esta manera se reconocen ciertos comportamientos como la expresión de una excelencia ejemplar
por el modo de vivir y de realizar su humanidad. Definen las grandes líneas de un ideal propiamente
moral de una vida virtuosa «según la naturaleza», es decir, conforma a la naturaleza profunda del
sujeto humano[60].

62. Sin embargo, solo al tener en cuenta la dimensión metafísica de lo real se puede dar a la ley
natural su justificación filosófica plena. La metafísica permite comprender que el universo no tiene
en sí mismo su última razón de ser y nos presenta la estructura fundamental de lo real: la distinción
entre Dios, el mismo Ser subsistente, y los otros seres puestos en la existencia por él. Dios es el
Creador, la fuente, libre y trascendente, de todos los otros seres. Estos reciben de él «con peso,
número y medida» (Sab 11,20) la existencia según la naturaleza que los define. Las criaturas son la
manifestación de una sabiduría creadora personal, de un Logos fundador que se expresa y
manifiesta en ellas: «Toda criatura es verbo divino, porque habla de Dios», escribe san
Buenaventura[61].

63. El creador no es solamente el principio de las criaturas, sino también su fin trascendente hacia el
que tienden por naturaleza. También las criaturas están animadas por un dinamismo que les lleva a
realizarse, cada una a su manera, en la unión con Dios. Este dinamismo es trascendente, en cuanto
procede de la ley eterna, es decir, del plan de la providencia divina que existe en el espíritu del
Creador[62]. Pero también es inmanente, porque no se impone a las criaturas desde fuera, sino que
está inscrito en su misma naturaleza. Las criaturas puramente materiales realizan de forma
espontánea la ley de su ser, mientras que las criaturas espirituales la realizan de manera personal. En
efecto, interiorizan los dinamismos que las definen y las orientan libremente hacia su plena
realización. Se formulan para sí dichos dinamismos como normas fundamentales de su actuación
moral —esta es la ley natural propiamente dicha— y se esfuerzan libremente para realizadas. La ley
natural de define entonces como una participación de la ley eterna[63]. Está medida, en un sentido,
por las inclinaciones de la naturaleza, expresiones de la sabiduría creadora, y, en otro sentido, por la
luz de la razón humana que las interpreta y que es, ella misma, una participación creada de la luz de
la inteligencia divina. La ética se presenta así como una «teonomía participada»[64].

3.2. Naturaleza, persona y libertad

64. La noción de naturaleza es especialmente compleja y no es en modo alguno unívoca. En


filosofía, el pensamiento griego de la physis es la matriz de la misma. La naturaleza designa en ese
pensamiento el principio de identidad específica de un sujeto, es decir, su esencia que se define por
un conjunto de características inteligibles estables. Esta esencia recibe el nombre de naturaleza
sobre todo cuando se toma como principio interno del movimiento que orienta al sujeto hacia su
realización. Lejos de remitir a algo estático, la noción de naturaleza significa el principio de
dinamismo real del desarrollo homogéneo del sujeto y de sus actividades específicas. La noción de
naturaleza, si por una parte se ha formado para pensar las realidades materiales y sensibles, no se
limita a este campo «físico», y se aplica análogamente a realidades espirituales.

65. La idea según la cual los entes poseen una naturaleza se impone al espíritu en cuanto se quiere
dar razón de la finalidad inmanente a los entes y de la regularidad que percibe en su modo de actuar
y reaccionar [65]. Considerar los entes como naturalezas conduce a reconocerles una consistencia
propia y a afirmar que son centros relativamente autónomos en el orden del ser y del actuar, y no
simples ilusiones o construcciones temporales de la conciencia. Estas «naturalezas» no son sin
embargo unidades antológicamente cerradas, clausuradas en sí mismas y meramente yuxtapuestas
unas a otras. Actúan unas sobre otras y establecen entre ellas relaciones complejas de causalidad. En
el orden espiritual las personas tejen relaciones intersubjetivas. Las naturalezas forman una red y, en
última instancia, un orden, es decir, una serie unificada por la referencia a un principio[66].

66. Con el cristianismo, la physis de los Antiguos viene repensada e integrada en una visión más
amplia y profunda de la realidad. Por una parte, el Dios de la revelación cristiana no es un
componente más del universo, un elemento del gran Todo de la naturaleza. Por el contrario, es el
Creador, trascendente y libre, del universo. En efecto, el universo finito no puede fundamentarse
únicamente en sí mismo, sino que apunta hacia el misterio de un Dios infinito, que, por amor, lo ha
creado ex nihilo y permanece libre para intervenir en el curso de la naturaleza cuando quiere. Por
otra parte, el misterio trascendente de Dios se refleja en el misterio de la persona humana como
imagen de Dios. La persona humana es capaz de conocimiento y de amor; está dotada de libertad,
capaz de entrar en comunión con los otros y llamada por Dios a un destino que trasciende las
finalidades de la naturaleza física. Se realiza en una relación libre y gratuita de amor con Dios, que
tiene lugar dentro de una historia.

67. Debido a la insistencia en la libertad como condición de la respuesta del hombre a la iniciativa
del amor de Dios, el cristianismo ha contribuido de manera determinante a que la noción de persona
tenga el papel que le corresponde en el discurso filosófico, de un modo tal que su influjo ha sido
decisivo en las enseñanzas éticas. Además, la investigación teológica del misterio cristiano ha
contribuido a profundizar significativamente en el tema filosófico de la persona. Por una parte, la
noción de persona sirve para designar en su distinción al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el
misterio infinito de la única naturaleza divina. Por otra parte, la persona es el punto donde,
respetando la distinción y la distancia entre las dos naturalezas, divina y humana, se establece la
unidad ontológica del Hombre-Dios, Jesucristo. En la tradición teológica cristiana la persona
presenta dos aspectos complementarios. Por una parte, según la definición de Boecio, retomada por
la teología escolástica, la persona es una «sustancia (subsistente) individual de naturaleza
racional»[67]. Remite a la unicidad de un sujeto ontológico que, siendo de naturaleza espiritual,
goza de una dignidad y autonomía que se manifiesta en la conciencia de sí y en el dominio libre de
su actuar. Por otra parte, la persona se manifiesta en su capacidad de entrar en relación: despliega su
acción en el orden de la intersubjetividad y de la comunión en el amor.

68. La persona no se opone a la naturaleza. Por el contrario, naturaleza y persona son dos nociones
que se complementan. Por una parte, toda persona humana es una realización única de la naturaleza
humana entendida en sentido metafísico. Por otra parte, la persona humana, en las elecciones libres
mediante las que responde en concreto, aquí y ahora, a su vocación única y trascendente, asume las
orientaciones que vienen dadas por la naturaleza. La naturaleza pone las condiciones de ejercicio de
la libertad e indica una orientación para las elecciones que debe efectuar la persona. Al escrutar la
inteligibilidad de su naturaleza, la persona descubre así los caminos de su realización.

3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto

69. El concepto de ley natural supone la idea de que la naturaleza es portadora de un mensaje ético
para el hombre y constituye una norma moral implícita que la razón humana actualiza. La visión del
mundo en la que se ha desarrollado esta enseñanza de la ley natural y todavía hoy encuentra su
sentido, implica la convicción racional de que existe una armonía entre estas tres instancias: Dios, el
hombre y la naturaleza. Según esta perspectiva, el mundo es percibido como un todo inteligible,
unificado por la común referencia de los entes que la componen a un principio divino que la
fundamenta, a un Logos. Más allá del Logos impersonal e inmanente descubierto por el estoicismo
y presupuesto por las modernas ciencias de la naturaleza, el cristianismo afirma que hay un Logos
personal, trascendente y creador. «No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que
en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las
estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución,
sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona»[68]. El Logos divino personal —Sabiduría y
Palabra de Dios— no es solamente el Origen y el Modelo inteligible trascendente del universo, sino
que es también el que lo mantiene en una unidad armoniosa y lo conduce hacia su fin[69]. Mediante
los dinamismos que el Verbo creador ha inscrito en lo profundo de los entes, les orienta hacia su
plena realización. Esta orientación dinámica no es otra cosa que el gobierno divino, que consiste en
poner en práctica en el tiempo el plan de la Providencia, es decir, la ley eterna.

70. Cada criatura participa a su manera del Logos. El hombre, porque se define a sí mismo por la
razón o logos, participa de ella de una manera eminente. En efecto, mediante su razón, es capaz de
interiorizar libremente las intenciones divinas manifestadas en la naturaleza de las cosas. Las
formula para sí en forma de una ley moral que inspira y orienta su propia acción. Bajo esta
perspectiva, el hombre no es el otro respecto a la naturaleza. Por el contrario, establece con el
cosmos un lazo de familiaridad fundado sobre una participación común en el Logos divino.

71. Por diversas razones históricas y culturales, que se remontan en particular a la evolución de las
ideas en la baja Edad Media, esta visión del mundo ha perdido su predominio cultural. La
naturaleza de las cosas ha dejado de ser ley para el hombre moderno. No es ya una referencia para
la ética. En el plano metafísico la sustitución de la analogía del ser por la univocidad después del
nominalismo ha minado los fundamentos de la doctrina de la creación corno participación en el
Logos que da razón de una cierta unidad entre el hombre y la naturaleza. El universo nominalista de
Guillermo de Ockham se reduce así a una yuxtaposición de realidades individuales sin profundidad,
puesto que todo el universo real, es decir, todo principio de comunión entre los seres, es denunciado
como una ilusión del lenguaje. En el plano antropológico, los desarrollos del voluntarismo y la
correlativa exaltación de la subjetividad, definida por la libertad de indiferencia frente a toda
inclinación natural, han cavado un foso entre el sujeto humano y la naturaleza. Además, algunos
piensan que la libertad humana es esencialmente el poder hacer que no cuente nada lo que el
hombre es por naturaleza. El sujeto debería entonces negar cualquier sentido a lo que no ha elegido
personalmente y decidir por sí mismo lo que es ser hombre. El hombre se ha comprendido cada vez
más como un «animal desnaturalizado», un ser antinatural que se afirma mejor cuanto más se opone
a la naturaleza. La cultura, propia del hombre, se ha definido no como una humanización o
transfiguración de la naturaleza por el espíritu, sino como una negación pura y simple de la
naturaleza. El principal resultado de esta serie de evoluciones ha sido la ruptura de lo real en tres
esferas separadas opuestas: la naturaleza, la subjetividad humana y Dios.

72. Con el eclipse de la metafísica del ser, la única capaz de fundamentar racionalmente la unidad
diferenciada del espíritu y de la realidad material, y con el crecimiento del voluntarismo, el reino
del espíritu ha sido opuesto radicalmente al reino de la naturaleza. La naturaleza ya no se considera
como una manifestación del Logos, sino como «lo otro» respecto al espíritu. Se reduce al dominio
de la corporeidad y de la estricta necesidad, y de una corporeidad sin profundidad puesto que el
mundo de los cuerpos se ha identificado con lo entendido, ciertamente regido por leyes
matemáticas, pero despojado de toda teleología o finalidad inmanente. La física cartesiana y
después la física newtoniana han difundido esta imagen de una materia inerte, que obedece
pasivamente a las leyes del determinismo universal que le impone el Espíritu divino y que la razón
humana puede conocer y dominar perfectamente[70]. Solo el hombre puede introducir un sentido y
un proyecto en esta masa amorfa y carente de significado que manipula para sus propios fines
mediante la técnica. La naturaleza deja de ser maestra de vida y de sabiduría para convertirse en el
lugar donde se afirma la potencia prometeica del hombre. Esta visión parece valorar la libertad
humana, pero, de hecho, al oponer libertad y naturaleza, priva a la libertad humana de toda norma
objetiva para su conducta. Conduce a una idea de creación humana de valores completamente
arbitraria, y al puro y simple nihilismo.

73. En este contexto donde la naturaleza no encierra ninguna racionalidad teleológica inmanente y
parece haber perdido toda afinidad o parentesco con el mundo del espíritu, el paso del conocimiento
de las estructuras del ser al deber moral que parece que debería derivar de ahí se convierte en algo
efectivamente imposible y es objeto de la crítica como «sofisma» o paralogismo naturalista
(naturalistic fallacy) denunciada por David Hume y después por George Edward Moore en sus
Pincipia Ethica (1903). El bien, en efecto, queda desconectado del ser y de lo verdadero. La ética
queda separada de la metafísica.

74. La evolución de la comprensión del hombre respecto a la naturaleza se traduce también en el


resurgimiento de un dualismo antropológico radical que opone el espíritu al cuerpo, puesto que el
cuerpo es en cierto modo la «naturaleza» en cada uno de nosotros[71]. Este dualismo se manifiesta
en el rechazo a reconocer algún significado humano y ético a las inclinaciones naturales que
preceden las elecciones de la razón individual. El cuerpo, realidad considerada extraña a la
subjetividad, se convierte en un puro «tener», un objeto manipulado por la técnica en función de los
intereses de la subjetividad individual[72].

75. Además, por la aparición de una concepción metafísica donde la acción humana y la acción
divina entran en concurrencia porque están pensadas de manera unívoca y situadas erróneamente en
el mismo plano, la afirmación legítima de la autonomía del sujeto humano conlleva que Dios sea
expulsado de la esfera de la subjetividad humana. Toda referencia a una normatividad procedente de
Dios o de la naturaleza como expresión de la sabiduría de Dios, es decir, toda «heteronomía» es
percibida como una amenaza para la autonomía del sujeto. La noción de ley natural aparece
entonces como algo incompatible con la auténtica dignidad del sujeto.

3.4. Caminos para una reconciliación

76. Para devolver todo su sentido y toda su fuerza a la noción de ley natural como fundamento de
una ética universal, es importante promover una mirada de sabiduría de orden propiamente
metafísico, capaz de abarcar simultáneamente a Dios, al cosmos y a la persona humana para
reconciliarles en la unidad analógica del ser, gracias a la idea de creación entendida como
participación.

77. Ante todo es esencial desarrollar una concepción de la articulación entre la causalidad divina y
la actividad libre del hombre, de modo que no se contrapongan. El sujeto humano se realiza a sí
mismo al entrar libremente en la acción providencial de Dios y no al oponérsele. Le corresponde
descubrir mediante su razón y después asumir y conducir libremente hacia su realización los
dinamismos profundos que definen su naturaleza. En efecto, la naturaleza humana se define por
todo un conjunto de dinamismos profundos, de tendencias, de orientaciones dentro de las cuales
surge la libertad. La libertad supone que la voluntad humana sea «puesta en tensión» por el deseo
natural del bien y del fin último. El libre arbitrio se ejercita entonces en la elección de los objetos
finitos que permiten alcanzar este fin. En relación a estos bienes, que ejercen sobre ella un atractivo
que no es determinante, la persona conserva el dominio de su elección en razón de su apertura
congénita hacia el Bien absoluto. La libertad no es, pues, un absoluto autocreador de sí mismo, sino
una propiedad eminente de todo sujeto humano.

78. Una filosofía de la naturaleza que toma en serio la profundidad inteligible del mundo sensible, y
sobre todo una metafísica de la creación, permiten superar la tentación dualista y gnóstica de
abandonar la naturaleza a una falta de significación moral. Desde este punto de vista es importante
superar la mirada reductiva que la cultura técnica dominante lleva a dirigir sobre la naturaleza, para
redescubrir el mensaje moral del cual es portadora como obra del Logos.

79. No obstante, la rehabilitación de la naturaleza y de la corporeidad en ética no debería equivaler


a cierta especie de «fisicismo». En efecto, algunas presentaciones modernas de la ley natural han
dejado de lado la necesaria integración de las inclinaciones naturales en la unidad de la persona. Al
descuidar la consideración de la unidad de la persona humana, absolutizan las inclinaciones
naturales de las diversas «partes» de la naturaleza humana y las yuxtaponen sin jerarquizadas, y de
este modo omiten su integración en la unidad del proyecto personal global del sujeto. Así, explica
Juan Pablo II: «Las inclinaciones naturales tienen una importancia moral solo cuando se refieren a
la persona humana y a su realización auténtica»[73]. Hoy es importante mantener a la vez dos
aspectos. Por una parte, el sujeto humano no es un agregado o una yuxtaposición de inclinaciones
naturales diversas y autónomas, sino un todo sustancial personal que tiene por vocación responder
al amor de Dios y unificarse mediante la orientación deliberada hacia un fin último que jerarquiza
los bienes parciales manifestarlos por las diversas tendencias naturales. Esta unificación de las
inclinaciones naturales en función de los fines superiores del espíritu, es decir, esta humanización
de los dinamismos inscritos en la naturaleza humana, no supone en modo alguno hacerle violencia.
Por el contrario, es la realización de una promesa que está ya inscrita en ellos[74]. Por ejemplo, el
alto valor espiritual que supone el don de sí en el amor mutuo de los esposos está ya inscrito en la
misma naturaleza de su cuerpo sexuado, que halla en esta realización espiritual su razón de ser
última. Por otra parte, en este todo orgánico, cada parte tiene un significado propio e irreductible
que debe ser tenido en cuenta por la razón en su elaboración del proyecto global para la persona. La
doctrina de la ley moral natural debe, pues, tener en cuenta a la vez el papel central de la razón al
presentar un proyecto de vida propiamente humano y la consistencia y significado propio de los
dinamismos naturales prerracionales[75].
80. La significación moral de los dinamismos naturales prerracionales aparece con claridad en la
enseñanza acerca de los pecados contra natura. Ciertamente todo pecado es contrario a la naturaleza
en cuanto que se opone a la recta razón y obstaculiza el auténtico desarrollo de la persona humana.
Sin embargo, algunos comportamientos se califican de una manera especial como pecados contra
natura en la medida en que se oponen más directamente al sentido objetivo de los dinamismos
naturales que la persona debe asumir en la unidad de su vida moral[76]. Así, el suicidio deliberado y
elegido contradicen la inclinación natural a conservar y a producir fruto en la existencia. Así,
determinadas prácticas sexuales se oponen directamente a las finalidades reproductoras inscritas en
el cuerpo sexuado del hombre. Por la misma razón, también contradicen los valores interpersonales
que debe promover una vida sexual responsable y plenamente humana.

81. El riesgo de absolutizar la naturaleza, reducida a su puro nivel físico o biológico, y dejar de lado
su vocación intrínseca a ser integrada en un proyecto espiritual amenaza hoy a determinadas
tendencias radicales del movimiento ecologista. La explotación irresponsable de la naturaleza por
agentes humanos que solo buscan el beneficio económico y los peligros que esa explotación
conlleva para la biosfera interpelan con razón a la conciencia. Sin embargo, la «ecología profunda»
(deep ecology) supone una reacción excesiva. Preconiza una supuesta igualdad de las especies de
seres vivos hasta el punto de no reconocer ningún puesto especial al hombre, quien,
paradójicamente, conoce su propia responsabilidad respecto a la biosfera de la que forma parte. De
un modo todavía más radical, algunos han llegado a considerar al hombre como un virus destructor
que produciría daño a la integridad de la naturaleza y le niegan cualquier sentido y valor en la
biosfera. De este modo se llega a una nueva especie de totalitarismo, que excluye la existencia
humana en su especificidad y condena el progreso humano legítimo.

82. Solo puede responderse de manera adecuada a las complejas cuestiones de la ecología en el
marco de una comprensión más profunda de la ley natural que subraye el vínculo entre la persona
humana, la sociedad, la cultura y el equilibrio del ámbito biofísico en que se sitúa la persona
humana. Una ecología integral debe promover lo que es específicamente humano, valorando el
mundo de naturaleza en su integridad física y biológica. En efecto, aunque el hombre como ser
moral que busca la verdad y el bien último trasciende su entorno inmediato, esto lo hace aceptando
la misión especial de vigilar el mundo natural y de vivir en armonía con él, con la misión de
defender los valores vitales sin los cuales ni la vida humana ni la biosfera de este planeta pueden
mantenerse[77]. Esta ecología integral interpela a cada ser humano y a cada comunidad para que
asuma una nueva responsabilidad. Es inseparable de una orientación política global respetuosa de
las exigencias de la ley natural.

IV
LA LEY NATURAL Y LA SOCIEDAD

4.1. La persona y el bien común

83. Al tratar el orden político de la sociedad entramos en el espacio regido por el derecho. En
efecto, el derecho aparece en cuanto las personas se relacionan entre sí. El paso de la persona a la
sociedad esclarece la distinción esencial entre ley natural y derecho natural.

84. La persona está en el centro del orden político y social porque es un fin y no un medio. La
persona es un ser social por naturaleza, no por elección o en virtud de una mera convención
contractual. Para realizarse en cuanto persona necesita una red de relaciones que establece con otras
personas. Se encuentra así en el centro de un tejido formado por círculos concéntricos: la familia, el
medio de vida y de trabajo, la comunidad de vecinos, la nación, y finalmente la humanidad[78]. La
persona saca, de cada uno de estos círculos, medios que necesita para crecer, y al mismo tiempo
contribuye a perfeccionarlos.
85. Por el hecho de que los hombres están llamados a vivir en sociedad con otros, poseen en común
un conjunto de bienes que deben procurar y de valores que deben defender. Por esto se le denomina
«bien común». Si la persona es un fin en sí misma, la sociedad tiene como fin consolidar y
desarrollar el bien común. La búsqueda del bien común permite a la sociedad movilizar las energías
de todos sus miembros. En un primer nivel el bien común se puede comprender como el conjunto
de condiciones que permiten a la persona ser más persona humana[79]. Aunque se formula en sus
aspectos exteriores: economía, seguridad, justicia social, educación, acceso al trabajo, búsqueda
espiritual, y otros, el bien común es siempre un bien humano[80]. En un segundo nivel, el bien
común es lo que constituye la finalidad del orden político y de la misma ciudad. Bien de todos y de
cada uno en particular expresa la dimensión comunitaria del bien humano. Las sociedades pueden
definirse por el tipo de bien común que quieren promover. En efecto, si se trata de las exigencias del
bien común de toda sociedad, la visión del bien común evoluciona con las mismas sociedades, en
función del concepto de persona, de justicia y del papel del poder político.

4.2. La ley natural, medida del orden político

86. Que la sociedad esté organizada en razón del bien común de sus miembros responde a una
exigencia de la naturaleza social de la persona. La ley natural aparece entonces como el horizonte
normativo dentro del cual el orden político está llamado a situarse. Define el conjunto de valores
que aparecen como humanizadores para una sociedad. Al situarse en el ámbito social y político, los
valores no pueden ser ya de naturaleza privada, ideológica o confesional: se refieren a todos los
ciudadanos. Expresan no un vago consenso entre ellos, sino que se fundamentan en las exigencias
de su común humanidad. Para que la sociedad cumpla correctamente su misión al servicio de la
persona, debe promover la realización de sus inclinaciones naturales. La persona, pues, es anterior a
la sociedad, y la sociedad no humaniza si no responde a las expectativas inscritas en la persona en
cuanto ser social.

87. Este orden natural de la sociedad al servicio de la persona se caracteriza, según la doctrina
social de la Iglesia, por cuatro valores que brotan de las inclinaciones naturales del hombre y que
trazan las grandes líneas del bien común que debe perseguir la sociedad: la libertad, la verdad, la
justicia y la solidaridad[81]. Estos cuatro valores corresponden a las exigencias de un orden ético
conforme a la ley natural. Si alguna de ellas falta, la sociedad tiende a la anarquía o al dominio del
más fuerte. La libertad es la primera condición de un orden político humanizador aceptable. Sin
libertad de seguir la conciencia, de expresar sus opiniones y de desarrollar sus proyectos, no hay
sociedad humana, aunque la búsqueda de los bienes privados debe siempre articularse en torno a la
promoción del bien común de la sociedad. Sin la búsqueda y el respeto a la verdad, no hay
sociedad, sino dictadura del más fuerte. La verdad, que no es propiedad de nadie, es la única capaz
de hacer que los hombres converjan hacia objetivos comunes. Si no es la verdad la que se impone
por sí misma, entonces el más hábil será quien imponga «su» verdad. Sin justicia no hay sociedad,
sino el reino de la violencia. La justicia es el bien más alto que puede procurar la sociedad. Supone
que siempre se busca lo que es más justo y que el derecho se aplica teniendo cuidado del caso
particular, pues la equidad es la culminación de la justicia. Finalmente, es preciso que la sociedad
esté regida de una manera solidaria, de tal modo que haya derecho a contar con la ayuda mutua y a
la responsabilidad respecto al destino de los otros, y que los bienes con los que cuenta la sociedad
puedan responder a las necesidades de todos.

4.3. De la ley natural al derecho natural

88. La ley natural (lex naturalis) se enuncia en el derecho natural (ius naturalis) desde el momento
en que se consideran las relaciones de justicia entre los hombres: relaciones entre las personas
físicas y morales, entre las personas y los poderes públicos, relaciones de todos con la ley positiva.
Pasamos de la categoría antropológica de ley natural a la categoría jurídica y política de la
organización de la sociedad. El derecho natural es la medida inherente a la correlación y proporción
entre los miembros de la sociedad. Es la regla y la medida inmanente de las relaciones humanas
interpersonales y sociales.

89. El derecho no es arbitrario: la exigencia de justicia, que brota de la ley natural, es anterior a la
formulación y a la promulgación del derecho. No es el derecho quien decide lo que es justo. La
política no es entonces algo arbitrario: las normas de la justicia no derivan simplemente de un
contrato establecido entre los hombres, sino que provienen ante todo de la naturaleza misma de los
seres humanos. Mediante el derecho natural quedan ancladas las leyes humanas en la ley natural. Es
el horizonte en función del cual el legislador humano debe determinarse cuando promulga normas
como misión propia al servicio del bien común. Cuando actúa de esa manera hace honor a la ley
natural inherente a la humanidad del hombre. Por el contrario, cuando se niega el derecho natural,
solo la voluntad del legislador es lo que haría la ley. El legislador entonces no es ya intérprete de lo
que es justo y bueno, sino que se arroga la prerrogativa de ser el criterio último de lo justo.

90. El derecho natural no es nunca una medida establecida de una vez para siempre. Es el resultado
de una apreciación de las situaciones cambiantes en las que viven los hombres. Enuncia el juicio de
la razón práctica que estima lo que es justo. El derecho natural, expresión jurídica de la ley natural
en el orden político, aparece así como la medida de las relaciones justas entre los miembros de la
comunidad,

4.4. Derecho natural y derecho positivo

91. El derecho positivo debe esforzarse en llevar a la práctica las exigencias del derecho natural.
Esto lo lleva a cabo a modo de conclusión (el derecho natural prohíbe el homicidio, el derecho
positivo prohíbe el aborto), y a modo de determinación (el derecho natural prescribe que se debe
castigar a los culpables, el derecho penal positivo determina las penas que se deben aplicar a cada
tipo de crímenes)[82]. En cuanto que derivan verdaderamente del derecho natural y por ello de la
ley eterna, las leyes humanas positivas obligan en conciencia. En caso contrario no obligan. «Si la
ley humana no es justa, ni siquiera es una ley»[83]. Las leyes positivas incluso pueden y deben
variar para permanecer fieles a su propia misión. En efecto, por una parte, hay un progreso de la
razón humana que, poco a poco, toma conciencia mejor de lo que se adapta mejor al bien de la
comunidad, y, por otra parte, las condiciones históricas de la vida de las sociedades se modifican
(para bien y para mal) y las leyes deben adaptarse[84]. De este modo el legislador debe determinar
lo que es justo en la concreción de las situaciones históricas[85].

92. Los derechos naturales son medida de las relaciones humanas anteriores a la voluntad del
legislador. Están dados desde el momento en que los hombres viven en sociedad. El derecho natural
es lo que naturalmente es justo antes de cualquier formulación legal. Se expresa de manera
particular en los derechos subjetivos de la persona, como el derecho al respeto de la propia vida, a la
integridad de su persona, a la libertad religiosa, a la libertad de pensamiento, al derecho de fundar
una familia y educar a los hijos según las propias convicciones, al derecho de asociarse con otros,
de participar en la vida de la colectividad, etc. Estos derechos, a los que el pensamiento
contemporáneo concede una gran importancia, tienen su fuente no en los deseos fluctuantes de los
individuos, sino en la estructura misma de los seres humanos y de sus relaciones humanizadoras.
Los derechos de la persona humana brotan del orden justo que debe reinar en las relaciones entre
los hombres. Reconocer estos derechos naturales del hombre lleva a reconocer el orden objetivo de
las relaciones humanas fundado sobre la ley natural.

4.5. El orden político no es el orden escatológico


93. En la historia de las sociedades humanas el orden político ha sido concebido frecuentemente
como el reflejo de un orden trascendente y divino. Así, las antiguas cosmologías fundamentaban y
justificaban teologías políticas en las que el soberano asumía el vínculo entre el cosmos y el
universo humano. Se trataba de hacer entrar el universo de los hombres en la armonía
preestablecida del mundo. Con la aparición del monoteísmo bíblico se entiende que el universo
obedece a las leyes que el Creador le ha dado. El orden de la sociedad queda afectado si no se
respetan las leyes de Dios, que, por otra parte, están inscritas en los corazones. Durante mucho
tiempo formas de teocracia han podido prevalecer donde las sociedades se han organizado
conforme a los valores tomados de sus libros santos. No había distinción entre la esfera de la
revelación religiosa y la esfera de la organización de la sociedad. Pero la Biblia ha desacralizado el
poder humano, aunque siglos de ósmosis teocrática, incluido el ámbito cristiano, han oscurecido
esta distinción esencial entre el orden político y el orden religioso. A este respecto es preciso
distinguir bien la situación de la primera alianza, donde la ley divina dada por Dios era también la
ley del pueblo de Israel, y la de la nueva alianza, que es portadora de la distinción y de la autonomía
relativa de los órdenes religioso y político.

94. La revelación bíblica invita a la humanidad a considerar que el orden de la creación es un orden
universal del que participa toda la humanidad, y que este orden es accesible a la razón. Cuando
hablamos de la ley natural, se trata de este orden querido por Dios y captado por la razón humana.
La Biblia presenta la distinción entre este orden de la creación y el orden de la gracia al que da
acceso la fe en Cristo. Ahora bien, el orden de la sociedad no es el orden definitivo o escatológico.
El campo de lo político no es el de la ciudad celeste, don gratuito de Dios. Esto pone de manifiesto
el orden imperfecto y transitorio en el que viven los hombres, avanzando hacia su cumplimiento
más allá de la historia. Lo propio de la ciudad terrena, según san Agustín, es estar mezclada: los
justos y los injustos, los creyentes y los no creyentes están unos al lado de otros[86].
Temporalmente deben vivir juntos, según las exigencias de su naturaleza y las capacidades de su
razón.

95. El estado no puede erigirse en el portador del sentido último. No puede imponer ni una
ideología global, ni una religión (ni siquiera secular), ni un pensamiento único. El campo del
sentido último es algo que corresponde, en la sociedad civil, a las organizaciones religiosas, las
filosofías y las espiritualidades, que tienen la misión de contribuir al bien común, de reforzar los
vínculos sociales y promover los valores universales que fundamentan el mismo orden político. El
orden político no está llamado a trasponer a este mundo el reino de Dios que debe llegar. Puede
anticiparlo por sus anticipaciones en el campo de la justicia, de la solidaridad y de la paz. No podría
querer instaurarlo mediante la coacción.

4.6. El orden político es un orden temporal y racional

96. Si el orden político no es el campo de la verdad última, debe sin embargo permanecer abierto a
la búsqueda permanente de Dios, de la verdad y de la justicia. La «legítima y sana laicidad del
Estado»[87] consiste en la distinción del orden sobrenatural de la fe teologal y del orden político.
Este último no puede nunca confundirse con el orden de la gracia al cual los hombres están
llamados a unirse libremente. Está más bien vinculado a la ética humana universal inscrita en la
naturaleza humana. La sociedad debe también procurar a las personas que la componen lo que es
necesario para la plena realización de su vida humana, lo que incluye determinados valores
espirituales y religiosos, así como la libertad para que los ciudadanos se determinen ante el
Absoluto y los bienes supremos. Pero la sociedad, cuyo bien común es de naturaleza temporal, no
puede proporcionar los bienes propiamente sobrenaturales, que son de otro orden.

97. Si Dios y toda trascendencia deben ser desterrados del horizonte de lo político, no quedaría más
que el poder del hombre sobre el hombre. De hecho, el orden político con frecuencia se ha puesto a
sí mismo como el último horizonte de sentido para la humanidad. Las ideologías y los regímenes
totalitarios han demostrado que este tipo de orden político, sin un horizonte de trascendencia, no es
humanamente aceptable. Esta trascendencia está vinculada a lo que nosotros llamamos ley natural.

98. Las ósmosis político-religiosas del pasado como las experiencias totalitarias del siglo XX han
conducido, gracias a una sana reacción, a subrayar hoy el valor de la razón en política, haciendo que
resulte de nuevo pertinente el discurso aristotélico-tomista sobre la ley natural. La política, es decir,
la organización de la sociedad y la elaboración de sus proyectos colectivos, pone de relieve el orden
natural y debe llevar a un debate racional abierto sobre la trascendencia.

99. La ley natural, que es la base del orden social y político, no pide una adhesión de fe, sino de
razón. Ciertamente la razón con frecuencia está oscurecida por las pasiones, los intereses contrarios,
los prejuicios. Pero la referencia constante a la ley natural impulsa a una continua purificación de la
razón. Solamente así el orden político evita la plaga de la arbitrariedad, de los intereses particulares,
de la mentira organizada, de la manipulación de las conciencias. Las referencias a la ley natural
impiden que el Estado ceda a la tentación de absorber a la sociedad civil y someta a los hombres a
una ideología. Evita también que se desarrolle un Estado providencia que priva a las personas y a
las comunidades de toda iniciativa y les arranca la responsabilidad. La ley natural contiene la idea
del Estado de derecho que se estructura conforme al principio de subsidiariedad, respetando a las
personas y a los cuerpos intermedios y regulando sus mutuas actuaciones[88].

100. Los grandes mitos políticos solo han podido ser desenmascarados mediante la regla de la
racionalidad y teniendo en cuenta la trascendencia del Dios de amor que prohíbe adorar el orden
político establecido sobre la tierra. El Dios de la Biblia ha querido el orden de la creación para que
todos los hombres, al conformarse con la ley inherente a ellos mismos, puedan buscarle libremente
y, una vez que le hayan encontrado, proyectar sobre el mundo la luz de la gracia, que es su plena
realización.

V
JESUCRISTO, CUMPLIMIENTO DE LA LEY NATURAL

101. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana, la conforta y la lleva a su plena
realización. Consiguientemente, aunque la ley natural es una expresión de la razón común a todos
los hombres y puede ser presentada de manera coherente y verdadera en el plano filosófico, no es
extraña al orden de la gracia. Sus exigencias permanecen presentes y activas en los diferentes
estados teológicos por los que pasa la humanidad en la historia de la salvación.

102. El designio de salvación cuya iniciativa procede del Padre eterno se lleva a cabo mediante la
misión del Hijo que da a los hombres la Ley nueva, la Ley del Evangelio, que consiste
principalmente en la gracia del Espíritu Santo que actúa en el corazón de los creyentes para
santificarles. La Ley nueva ante todo se orienta a procurar a los hombres la participación en la
comunión trinitaria de las Personas divinas, pero, al mismo tiempo, asume y realiza de modo
eminente la ley natural. Por una parte, recoge claramente las exigencias que pueden estar
oscurecidas por el pecado y por la ignorancia. Por otra parte, al liberar a los hombres de la ley del
pecado que da lugar a que «querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no» (Rom 7,18), da la
capacidad efectiva de superar su egoísmo para poner plenamente en práctica las exigencias
humanizadoras de la ley natural.

5.1. El Logos encarnado, Ley viva

103. Gracias a la luz natural de la razón, que es una participación de la Luz divina, los hombres son
capaces de escrutar el orden inteligible del universo para descubrir allí la expresión de la sabiduría,
de la belleza y de la bondad del Creador. A partir de este conocimiento, les corresponde
incorporarse a este orden mediante su actuar moral. Ahora bien, en fuerza de una mirada más
profunda sobre el designio de Dios, cuyo acto creador es el preludio, la Sagrada Escritura enseña a
los creyentes que este mundo ha sido creado en, para y por el Logos, el Verbo de Dios, el Hijo muy
amado del Padre, la Sabiduría increada, y que tiene en Él su vida y su subsistencia. En efecto, el
Hijo es «imagen de Dios invisible, / primogénito de toda criatura; / porque en él (en auto) fueron
crearlas todas las cosas: / celestes y terrestres, / visibles e invisibles [...] todo fue creado por él
(di’autou) y para él (eis auton). / El es anterior a todo, / y todo se mantiene en él (en auto)» (Col
1,15-17)[89]. El Logos es, pues, la clave de la creación. El hombre, creado a imagen de Dios, lleva
en sí una impronta especial de este Logos personal. También tiene como vocación el ser
conformado y asimilado al Hijo, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).

104. Pero, por el pecado, el hombre hizo un mal uso de su libertad y se apartó de la fuente de la
sabiduría. Al hacer esto ha quedado falseada la percepción que había podido tener del orden
objetivo de las cosas, incluso en el plano natural. Los hombres, sabiendo que sus obras son malas,
aborrecen la luz y elaboran falsas teorías para justificar sus pecados[90]. También la imagen de
Dios en el hombre ha quedado gravemente oscurecida. Aunque su naturaleza les remite todavía a
una realización en Dios más allá de sí mismos (la criatura no puede pervertirse hasta el punto de que
no perciba los testimonios que el Creador deja de sí en la creación), los hombres de hecho están tan
gravemente afectados por el pecado que ignoran el sentido profundo del mundo y lo interpretan en
función del placer, del dinero o del poder.

105. Mediante su encarnación salvadora, el Logos, al asumir una naturaleza humana, ha restaurado
la imagen de Dios y ha devuelto al hombre a sí mismo. Así, Jesucristo, Nuevo Adán, lleva a su
culminación el designio original del Padre respecto al hombre y, por el mismo hecho, revela al
hombre a sí mismo: «En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo
nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación [...]
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la
descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza
humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual»[91]. En
su persona, Jesucristo deja ver una vida humana ejemplar, plenamente conforme a la ley natural. Es
así el criterio último para descifrar correctamente cuáles son los deseos naturales auténticos del
hombre, cuando no están ocultados por las distorsiones introducidas por el pecado y las pasiones
desordenadas.

106. La encarnación del Hijo ha sido preparada en la economía de la Ley antigua, signo del. amor
de Dios por su pueblo, Israel. Para algunos Padres, una de las razones por las cuales Dios da una ley
escrita a Moisés fue para recordar a los hombres las exigencias de la ley naturalmente escrita en su
corazón, pero que el pecado había oscurecido y eclipsado[92]. Esa Ley, con la cual el judaísmo ha
identificado la Sabiduría preexistente que preside los destinos del universo[93] ponía así a
disposición de los hombres marcados por el pecado la práctica concreta de la verdadera sabiduría
que consiste en el amor a Dios y al prójimo. Contenía preceptos litúrgicos y jurídicos positivos,
pero también prescripciones morales, resumidas en el Decálogo, que se correspondían con las
implicaciones esenciales de la ley natural. También la tradición cristiana ha visto en el Decálogo
una expresión privilegiada y siempre valida de la ley natural[94].

107. Jesucristo no ha «venido a abolir, sino a dar plenitud» a la Ley (Mt 5,17)[95]. Como destacan
los textos evangélicos, Jesús «enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc
1,22) y no dudaba en relativizar, incluso en abrogar, algunas disposiciones positivas particulares y
temporales de la Ley. Pero de esta manera también ha confirmado el contenido esencial, y, en su
persona, ha llevado la práctica de la Ley a su perfección al asumir por amor los diferentes tipos de
preceptos —morales, cultuales y judiciales— de la Ley mosaica que corresponden a las tres
funciones de profeta, sacerdote y rey. San Pablo afirma que Cristo es el fin (telos) de la Ley (Rom
10,4). Telos tiene aquí un doble sentido. Cristo es el «objetivo» de la Ley, en el sentido de que la
Ley es un medio pedagógico que tenía la misión de conducir a los hombres hasta Cristo. Pero
también, para todos aquellos que por la fe viven en él del Espíritu de amor, Cristo «pone fin» a las
obligaciones positivas de la Ley sobreañadidas a las exigencias de la ley natural[96].

108. Jesús, en efecto, ha subrayado de muchas maneras la primacía ética de la caridad, que une
inseparablemente amor de Dios y amor del prójimo[97]. La caridad es el «mandamiento nuevo» (Jn
13,34) que recapitula toda la Ley y le da la clave de interpretación: «En estos dos mandamientos se
sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40). Nos comunica también el sentido profundo de la
regla de oro: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15) se convierte en Cristo en el
mandamiento de amar sin límite. El contexto en el que Jesús cita la regla de oro determina en
profundidad su comprensión. Está en el centro de una sección que comienza por el mandamiento:
«amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian» y que culmina con la exhortación: «sed
misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso»[98]. Más allá de una regla de
justicia conmutativa, adquiere la forma de un reto: invita a tomar la iniciativa del amor y del don de
sí. La parábola del buen samaritano es característica de esta aplicación cristiana de la regla de oro:
el centro de interés pasa de la preocupación por uno mismo a la preocupación por el otro[99]. Las
bienaventuranzas y el sermón de la montaña explicitan la manera en que debe ser vivido el
mandamiento del amor, en la gratuidad y el sentido del otro, elementos propios de la nueva
perspectiva que asume el amor cristiano. Así, la práctica del amor supera toda cerrazón y todo
límite. Adquiere una dimensión universal y una fuerza inigualable, puesto que hace que la persona
sea capaz de llevar a cabo lo que sería imposible sin el amor.

109. Pero sobre todo es en el misterio de su santa Pasión donde Jesús lleva a su cumplimiento la ley
de amor. Allí, como Amor encamado, revela de una manera plenamente humana lo que es el amor y
lo que implica: dar la vida por aquellos a quienes se ama[100]. «Habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó basta el extremo» (Jn 13,1). Por obediencia de amor al Padre y por el
deseo de su gloria que consiste en la salvación de los hombres, Jesús acepta el sufrimiento y la
muerte de Cruz en favor de los pecadores. La persona misma de Cristo, Logos y Sabiduría
encarnada, se convierte así en la Ley viva, la norma suprema de toda ética cristiana. La sequela
Christi, la imitatio Christi, son los caminos concretos para realizar la Ley en todas sus dimensiones.

5.2. El Espíritu Santo y la Ley nueva de libertad

110. Jesucristo no es solamente un modelo ético que se deba imitar, sino, por y en su misterio
pascual, es el Salvador que da a los hombres la posibilidad real de llevar a la práctica la ley del
amor. En efecto, el misterio pascual culmina en el don del Espíritu Santo, Espíritu de amor común
al Padre y al Hijo, que une a los discípulos entre ellos, a Cristo, y finalmente al Padre. Al haber sido
derramado el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5,5), el Espíritu Santo se convierte en el
principio interior y en la regla suprema de la actuación de los creyentes. Les concede cumplir
espontáneamente y con justicia todas las exigencias del amor. «Caminad según el Espíritu y no
realizaréis los deseos de la carne» (Gál 5,16). Así se cumplió la promesa: «Os daré un corazón
nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré
un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que
guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26s)[101].

111. La gracia del Espíritu Santo constituye el elemento principal de la Ley nueva o Ley del
Evangelio[102]. La predicación de la Iglesia, la celebración de los sacramentos, las disposiciones
tomadas por la Iglesia para favorecer que sus miembros desarrollen la vida en el Espíritu están
totalmente ordenadas al crecimiento personal de cada creyente en la santidad del amor. Con la Ley
nueva que es una ley esencialmente interior, «una ley perfecta, la de la libertad» (Sant 1,25), el
deseo de autonomía y de libertad en la verdad que habita en el corazón del hombre alcanza en este
mundo su más perfecta realización. De lo más íntimo de la persona, habitada por Cristo y
transformada por el Espíritu, brota su actuación moral[103]. Pero esta libertad esta completamente
al servicio del amor: «Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no
utilicéis la libertad como estímulo para la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor»
(Gál 5,13).

112. La Ley nueva del Evangelio incluye, asume y cumple las exigencias de la ley natural. Las
orientaciones de la ley natural no son, pues, instancias normativas exteriores respecto a la Ley
nueva. Son una parte constitutiva de la misma, aunque secundaria y ordenada al elemento principal,
que es la gracia de Cristo[104]. Así pues, a la luz de la razón iluminada por la fe viva, el hombre
capta mejor las orientaciones de la ley natural que le indican el camino de una plena realización de
su humanidad. De este modo la ley natural, por una parte crea «un vínculo fundamental con la ley
nueva del Espíritu de vida en Cristo Jesús, y, por otra, permite también una amplia base de diálogo
con personas de otra orientación o formación, para la búsqueda del bien común»[105].

CONCLUSIÓN

113, La Iglesia Católica, consciente de la necesidad que tienen los hombres de buscar en común las
reglas para convivir con justicia y paz, desea compartir con las religiones, las sabidurías y las
filosofías de nuestro tiempo los recursos de la noción de ley natural. Llamamos ley natural al
fundamento de una ética universal que tratamos de obtener a partir de la observación y de la
reflexión acerca de nuestra común condición humana. Es la ley moral inscrita en el corazón de los
hombres y de la cual la humanidad toma conciencia cada vez más a medida que avanza en la
historia. Esta ley natural no tiene nada de estático en su expresión. No consiste en una lista de
preceptos definitivos e inmutables. Es una fuente de inspiración que siempre mana al buscar un
fundamento objetivo a una ética universal.

114. Nuestra convicción de fe es que Cristo revela la plenitud de lo humano al darle cumplimiento
en su persona. Pero esta revelación, a pesar de su especificidad, reúne y confirma elementos ya
presentes en el pensamiento racional de las sabidurías de la humanidad. El concepto de ley natural
es ante todo filosófico y como tal permite un diálogo que, respetando las convicciones religiosas de
cada uno, apele a lo que hay de universalmente humano en cada ser humano. Es posible este
intercambio en el plano de la razón puesto que se trata de experimentar y de decir lo que tienen en
común todos los hombres dotados de razón y de obtener las exigencias para la vida en sociedad.

115. El descubrimiento de la ley natural responde a la pregunta de una humanidad que, desde
siempre, busca darse reglas para la vida moral y la vida en sociedad. Esta vida en sociedad abarca
todo un abanico de relaciones que va desde la célula familiar hasta las relaciones internacionales,
pasando por la vida económica, la sociedad civil, la comunidad política. Para poder ser reconocidas
por todos los hombres en todas las culturas, las normas de comportamiento deben tener su fuente en
la misma persona humana, en sus necesidades, sus inclinaciones. Estas normas, elaborarlas por la
reflexión y reafirmadas por el derecho, pueden así ser interiorizadas por todos. Después de la
Segunda Guerra Mundial, las naciones de todo el mundo supieron dotarse de una Declaración
universal de los derechos del hombre que indica implícitamente que la fuente de los derechos
humanos inalienables se sitúa en la dignidad de toda persona humana. La presente contribución no
ha tenido otro fin que ayudar a reflexionar sobre esta fuente de la moralidad personal y colectiva.
116. Al aportar nuestra propia contribución a la búsqueda de una ética universal, y proponiendo un
fundamento racional justificable, deseamos invitar a los expertos y portavoces de las grandes
tradiciones religiosas, sapienciales y filosóficas de la humanidad a un trabajo análogo a partir de sus
propias fuentes para llegar al reconocimiento común de normas morales universales fundamentadas
sobre un acercamiento racional a la realidad. Este trabajo es necesario y urgente. Debemos llegar a
decirnos, más allá de las divergencias de nuestras convicciones religiosas y de la diversidad de
nuestros presupuestos culturales, cuáles son los valores fundamentales para nuestra común
humanidad, de manera que podamos trabajar juntos para promover la comprensión, el mutuo
reconocimiento y la cooperación pacífica de todos los miembros de la familia humana.

[*] Nota preliminar: El tema «En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley
natural» fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional para su estudio. Se formó una
Subcomisión para preparar esta materia, compuesta por el Excmo. Mons..Roland Minnerath, los
.Revmos. profesores: P. Serge-Thomas Bonino, OP (presidente de la Subcomisión), Geraldo Luis
Borges Hackmann, Pierre Gaudette, Tony Kelly, CssR, Jean Liesen, John Michael McDermort, SI,
los Ilmos. profesores Dr. Johannes Reiter y Dra. Barbara Hallensleben, con la colaboración de S.E.
Mons. Luis Ladaria, SI, secretario general, junto con las aportaciones de otros miembros. La
discusión general tuvo lugar con ocasión de las sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica
Internacional en Roma, en octubre de 2006 y 2007 y en diciembre de 2008. El documento fue
aprobado por unanimidad y fue presentado a su presidente, el cardenal William J. Levada, que dio
su aprobación para que se publique.

[1] Conc.Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, Proemio, 1.


[2] Cf. Ez 36,26.

[3] Juan Pablo II, Discurso del 5 de octubre de 1995 a la Asamblea general de las Naciones Unidas
para la celebración del cincuentenario de su fundación.

[4] Cf. Benedicto XVI, Discurso del 18 de abril de 2008 ante la Asamblea general de la ONU: «La
Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de
valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos
institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para
reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad,
facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros
intereses, con frecuencia particulares […] La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad
prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como
resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas
agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad,
los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión
ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal ha
reforzado la convicción de que el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en
la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones
internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando se intenta privar a los
derechos de su verdadera función en nombre ele una mísera perspectiva utilitarista».

[5] En 1993, representantes del Parlamento de religiones del mundo hicieron pública una
Declaración en favor de una ética planetaria en la que se afirma que «existe ya un consenso entre la
religiones capaz de fundamentar una ética planetaria: un consenso mínimo referido a valores
obligatorios, normas irrevocables y actitudes morales esenciales». Esta Declaración contiene cuatro
principios. En primer lugar, «no puede haber un nuevo orden mundial sin una nueva ética mundial».
En segundo lugar, «que toda persona sea tratada humanamente». El tener en cuenta la dignidad de
la persona se considera como un fin en sí mismo. Este principio retoma la «regla de oro que se
encuentra en muchas tradiciones religiosas. En tercer lugar, la Declaración enuncia cuatro
directrices morales irrevocables (no violencia y respeto a la vida; solidaridad; tolerancia y verdad;
igualdad del hombre y la mujer). En cuarto lugar, respecto a los problemas de la humanidad es
necesario cambiar las mentalidades para que cada uno tome conciencia de su responsabilidad
urgente. Las religiones tienen el deber de cultivar esta responsabilidad, profundizar en ella y
transmitirla a las siguientes generaciones.

[6] Benedicto XVI, Discurso del 12 de febrero de 2007 al Congreso internacional sobre la ley moral
natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense: AAS 99 (2007) 244.

[7] San Agustín, De doctrina christiana, III, XIV, 22 (CChL 32,91) : «El mandamiento: “No hagas a
otro lo que no quieras que te hagan a ti” no puede en modo alguno variar según la diversidad de los
pueblos (“Quod tibi fieri non vis, alii ne feceris”, nullo modo posse ulla eorum gentili diversitate
variari)». Cf. L. J. Philippidis, Die «Goldene Regel» religionsgeschichtlich Untersucht (Leipzig
1929); A. Dihle, Die Goldene Regel. Eine Einführung in die Geschichte der antiken und
frühchristlichen Vulgarethik, (Gotinga 1962); J. Wattles, The Golden Rule (Nueva York-Oxford
1996)

[8] Mānava dharmaśāstra, 1, 108 (G. C. Haugton, Mānava Dharma Śāstra or The Institutes of
Manu. Comprising the Indian System of Duties, Religious and Civil, ed. by P. Percival [Nueva
Delhi 41982] 14).

[9] Mahābhārata, Anusasana parva, 113, 3-9 (ed. Ishwar Chundra Sharma – O. N. Bimail; transl.
according to M. N. Dutt, IX [Parimal Publications, Delhi] 469).

[10] Por ejemplo: «Decir la verdad, decir cosas agradables, no declarar desagradable a la verdad y
no decir mentiras piadosas: esta es la ley eterna» (Mānava dharmaśāstra, 4, 138, p.101); «Que
considere siempre que la acción de golpear, la de injuriar y la de perjudicar el bien del prójimo
como las tres cosas más perniciosas en la serie de vicios que produce la ira» (Mānava dharmaśāstra,
7, 51. p.156).

[11] Confucius, Entretiens 15, 23, traducción de A. Cheng (París 1981) 125.

[12] Corán, Sura 35, 24; cf. 13, 7.

[13] Corán, Sura 17, 22-38: «Tu Señor ha establecido que no le adoréis mas que a él. Ha prescrito
actuar con bondad con el padre y la madre. Si uno de los dos, o los dos, han llegado a la vejez junto
a ti, no les dirás: “Quita de en medio”, ni les responderás, dirigiéndoles palabras sin respeto. Y
extiende sobre ellos con humildad las alas de tu benevolencia, y di: “¡Oh, Señor mío! ¡Apiádate de
ellos, como ellos cuidaron de mí y me educaron siendo niño!” Vuestro Señor es plenamente
consciente de lo que hay en vuestros corazones, Si sois rectos, [os perdonará vuestras faltas]: pues,
ciertamente, él es indulgente con los que se vuelven a él una y otra vez. Y da a los parientes lo que
es suyo por derecho, así como al necesitado y al viajero, pero no derroches sin sentido. Ciertamente,
quienes derrochan son hermanos de los demonios, ya que Satán se ha mostrado en verdad muy
ingrato con su Señor. Y si tuvieras que apartarte de esos que están necesitados, porque tú también
estás buscando una gracia de tu Señor que esperas conseguir, al menos háblales con amabilidad. Y
no dejes que tu mano quede atada a tu cuello, ni la extiendas hasta el límite de tu capacidad, para
que no te veas censurado por los tuyos, o en la indigencia. Ciertamente, tu Señor da el sustento en
abundancia, o en medida escasa, a quien él quiere: en verdad, él es plenamente consciente de las
necesidades de sus servidores, y los ve perfectamente. Así pues, no matéis a vuestros hijos por
miedo a la pobreza: Nosotros les daremos el sustento a ellos y también a vosotros. En verdad,
matarles es un gran pecado. Y no cometáis adulterio, pues, ciertamente, es una abominación y un
mal camino. Y no quitéis la vida, que Dios ha declarado sagrada, a ningún ser humano, si no es por
una razón justa […] Y no toquéis los bienes del huérfano sino para mejorarlos antes de que este
alcance la mayoría de edad. ¡Y cumplid todos los compromisos, pues, ciertamente, en el Día del
Juicio habréis de dar cuenta de cada promesa que hayáis hecho! Y dad la medida completa cuando
midáis, y pesad con una balanza justa: esto será por vuestro propio bien, y lo mejor en definitiva. Y
no te ocupes de aquello de lo que no tienes conocimiento: ¡en verdad, el oído, la vista y el corazón,
todos ellos, habrán de responder por ello en el Día del Juicio! Y no camines por la tierra con
arrogante presunción: pues, ¡ciertamente, nunca podrás hender la tierra, ni crecer tan alto como las
montañas! La maldad de todo esto es detestable a los ojos de Dios».

[14] Sófocles, Antígona, v. 449-460 (ed. Pléiade, p. 584)

[15] Cf. Aristóteles, Retórica, 1, XIII, 2 (1373 b 4-11): «La ley particular (nomos idios) es la que
determina cada grupo de hombres con respecto a sus miembros, y esta ley se divide en: ley no
escrita y ley escrita. La ley común (nomos koinos) es la que existe Como conforme a la naturaleza
(kata physin). En efecto, hay cosas justas e injustas, en la naturaleza, que todo el mundo reconoce
por una especie de intuición, sin que se explique ni sea por un acuerdo mutuo. Así lo vio la
Antígona de Sócrates al declarar que es justo sepultar a Polinices, cuyo enterramiento había sido
prohibido, alegando que tal inhumación es justa al ser conforme a la naturaleza»; cf. también Ética a
Nicómaco, V, 10.

[16] Platón, Gorgias (483c-484b), Discurso de Calicles: «La naturaleza misma demuestra que es
justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que
es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho
de que de este modo se determine lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en
qué clase de justicia se fundó Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas, e
igualmente, otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio, estos obran con
arreglo a la naturaleza de lo justo, y también, por Zeus, con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin
duda, no con arreglo a esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y
más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y
hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es
lo bello y lo justo. Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría,
quebraría y esquivaría todo esto, y pisoteando nuestros escritos, engaños, encantamientos y todas
las leyes contrarias a la naturaleza, se sublevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y
entonces resplandecería la justicia de la naturaleza».

[17] En el Teleto (172a-b), Sócrates lamenta las consecuencias políticas nefastas de la tesis
relativista atribuida a Protágoras, según la cual cada hombre es la medida de la verdad: «Pues
también en cuestiones políticas, lo honesto y lo deshonesto, lo justo y lo injusto, lo piadoso y lo
impío, y cuanto cada ciudad determine y considere legal es así en verdad para ella [...] Pero en el
ámbito al que yo me refiero, tanto en lo justo y en lo injusto, como en lo piadoso y lo impío, están
dispuestos a afirmar que nada de esto tiene por naturaleza una realidad propia, sino simplemente
que la opinión de una comunidad se hace verdadera en el momento en que a esta se lo parece y
durante el tiempo que se lo parece».

[18] Cf., por ejemplo, Séneca, De vita beata, VIII, 1: «Hay que servirse de la naturaleza como guía:
a ella se atiene la razón, a ella consulta. Es entonces lo mismo vivir felizmente que conforme a la
naturaleza (natura enim duce utendum est: hanc ratio observat, hanc consulit. Idem est ergo beate
viviere et secundum naturam)».

[19] Cicerón, De legibus, I, VI, 18: «Lex est ratio summa insita in natura quae iubet ea quae
facienda sunt prohibetque contraria».
[20] Cf. Am 1-2.

[21] El judaísmo rabínico hace referencia a siete imperativos morales que Dios ha establecido para
todos los hombres. Están enumerados en el Talmud (Sanhedrin 56), 1) No te harás ídolos; 2) No
matarás; 3) No robarás; 4) No cometerás adulterio; 5) No blasfemarás; 6) No comerás la carne de
un animal vivo; 7) Establecerás tribunales de justicia para que se respeten los seis mandamientos
anteriores. Aunque las 613 mitzot de la Torá escrita y su interpretación en la Torá oral no afectan
más que a los judíos, las leyes de Noé se dirigen a todos los hombres.

[22] La literatura sapiencial se ocupa de la historia especialmente en cuanto que muestra


determinadas constantes acerca del camino que conduce al hombre hacia Dios. Los sabios no
subestiman las lecciones de la historia ni su valor de revelación divina (cf. Eclo 44-51), pero tienen
viva conciencia de que los vínculos entre los diversos acontecimientos dependen de una coherencia
que no es un acontecimiento histórico. Para comprender esta identidad en el corazón de la
mutabilidad y actuar de manera responsable en función de la misma, la sabiduría busca los
principios y leyes estructurales más que las perspectivas históricas concretas. Al proceder así, la
literatura sapiencial se centra en la protologia, es decir, en la creación al comienzo con todo lo que
ella implica. La protología trata de describir la coherencia que se encuentra tras los acontecimientos
históricos. Es una condición a priori que permite poner orden en todos los acontecimientos
históricos posibles. La literatura sapiencial intenta subrayar las condiciones que hacen posible la
vida cotidiana. La historia describe estos elementos de manera sucesiva, la sabiduría va más allá de
la historia, hacia una descripción atemporal de lo que constituye la realidad en el momento de la
creación, «en el comienzo», cuando los seres humanos fueron creados a imagen de Dios.

[23] Cf. Prov 6,6-9: «Ve a observar a la hormiga, perezoso, / fíjate en sus costumbres y aprende. /
No tiene capataz, / jefe ni inspector; / pero reúne su alimento en verano, / recopila su comida en la
cosecha. / ¿Hasta cuándo dormirás, perezoso?, / ,cuándo te sacudirás la modorra?».

[24] Cf. también Lc 6,31: «Y como queráis que la gente se porte con vosotros, de igual manera
portaos con ella».

[25] Cf. San Buenaventura, Commentarius in Evangelium Lucae, c.6, m.76 (Opera omnia, VII, ed.
Quaracchi, p.156): «In hoc mandato [Lc 6,31] est consummatio legis naturalis, cuius una pars
negativa ponitur Tobiae quarto et implicatur hic: “Quod ab alio oderis tibi fieri, vide ne tu aliquando
alteri facias”»; (Psudo-)Buenaventura, Expositio in Psalterium, Ps 57, 2 (Opera omnia, IX, ed.
Vivès, p.227): «Duo sunt mandata naturalia: unum prohibitivum, unde hoc “Quod tibi non vis fieri,
alteri ne feceris”; aliud affirmativum, unde in Evangelio “Omnia quaecumque vultis ut faciant vobis
homines, eadem facite illis”. Primum de malis removendis, secundum de bonis adipiscendis».

[26] Cf. Conc. Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, cap. 2. Cf. también Hch 14,16s: «En
las generaciones pasadas, permitió que cada pueblo anduviera por su camino; aunque no ha dejado
de dar testimonio de sí mismo con sus beneficios, mandándoos desde el ciclo la lluvia y las
cosechas a sus tiempos, dándoos comida y alegría en abundancia»,

[27] En Filón de Alejandría encontramos la idea de que Abrahán, sin la ley escrita, llevaba ya «por
naturaleza» una vida conforme a la Ley. Cf. Filón de Alejandría, De Abrhamo, § 275-276
(Introduction, traduction et notes par J. Gorez), en Les oeuvres de Philon d’Alexandrie, XX (París
1966) 132-135: «Moisés dice: “Este hombre [=Abrahán] cumple la ley divina y todos los mandatos
divinos” (Gén 26,5). Y no había recibido una enseñanza de textos escritos. Pero, impulsado por la
naturaleza —no escrita— se reforzó celosamente en secundar impulsos santos y de manera
intachable».
[28] Cf. Rom 7,22s: «En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero
percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón (tô nomô tou noos mou), y me
hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros».

[29] Clemente de Alejandría, Stromates, I, c.29, 182, 1: SCh 30,176.

[30] San Agustín, Contra Faustum XXII, c.27 (PL 42, col. 415): «Lex vero artena est, ratio divina
vel voluntas Dei, ordinem naturalem conservari iubens, perturbari vetans». Por ejemplo, san
Agustín rechaza la mentira porque se opone directamente a la naturaleza del lenguaje y a su
finalidad de ser signo del pensamiento, cf. Enchiridion, VII, 22 (CChL 46,62): «No se ha dado la
palabra a los hombres para engañarse mutuamente, sino para llevar sus pensamientos al
conocimiento de otro. Por ello, emplear las palabras para engañar, y no para lo que han sido
establecidas, es pecado (Et utique verba propterea sunt instituta non per quae invicem se homines
fallant sed per quae in alterius quisque notitiam cogitationes suas perferat. Verbis ergo uti ad
fallaciam, non ad quod instituta sunt, peccatum est)».

[31] San Agustín, De Trinitate, XIV, XV, 21 (CChL 50,451); «¿Dónde están escritas estas reglas?
¿De dónde se conoce lo que es justo, dónde mira para tener lo que el mismo no tiene? ¿Dónde están
escritas si no es en el libro de aquella luz que se dice que es la verdad en que está escrita roda ley
justa y en el corazón del hombre que realiza la justicia está presente no por un desplazamiento, sino
como la imagen pasa del anillo a la cera sin dejar el anillo? (Ubinam sunt istae regulae scriptae, ubi
quid sit iustum et iniustus agnoscit, ubi cernit habendum esse quod ipse non habet? Ubi ergo
scriptae sunt, nisi in libro lucis illius quae veritas dicitur unde omnis lex justa describitur et in cor
hominis qui operatur iustitiam non migrando sed tamquam imprimendo transfertur, sicut imago ex
anulo et in ceram transit et anulum non relinquit?)».

[32] Cf. Gaius, Institutes,1,1 (siglo II d.C.) ed. f. Reinach (Collection des universités de France;
París 1950) 1: «Quod vero naturalis ratio inter omnes homines constituit, id apud omnes populos
peraeque custoditur vocaturque ius gentium, quasi quo iure omnes gentes utuntur. Populus itaque
romanus partim suo proprio, partim communi omnium hominum iure utitur».

[33] Santo Tomás de Aquino distingue claramente entre el orden político natural fundado en la
razón y el orden religioso sobrenatural, fundado en la gracia de la revelación. Se opone a los
filósofos musulmanes y judíos de la Edad Media que atribuían a la revelación religiosa un papel
esencialmente político. Cf. Quaestiones disputatae de veritate, q.12 a.3 ad 11: «La sociedad humana
en cuanto que se ordena al fin de la vida eterna solo puede conservarse mediante la justicia de la fe,
cuyo principio es la profecía [..] Pero como este fin es sobrenatural, tanto la justicia ordenada a este
fin, como la profecía, que es su principio, resultará también sobrenatural. En cambio, la justicia
mediante la que se gobierna la sociedad humana en orden al bien civil se puede alcanzar de manera
suficiente mediante los principios de derecho natural inscritos en el hombre (societas hominum
secundurn quod ordinatur ad finem vitae aeternae, non potest conservari nisi per iustitiam fidei,
cuius principium est prophetia [...] Sed cum hic finis sic supernaturalis, et iustitia ad hunc finem
ordinata, et prophetia, quae est eius principium, erit supernaturalis. Iustitia vero per quam
gubernatur societas humana in ordine ad bonum civile, sufficienter potest haberi per principia iuris
naturalis homini indita)».

[34] Cf. Benedicto XVI, Discurso pronunciado en Ratisbona en el encuentro con el mundo de la
cultura, 12-9-2006 (AAS 98 [2006] 733): «En la Baja Edad Media hubo en la teología tendencias
que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado
intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista
que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que solo conocemos de Dios la voluntas
ordinata. Mas allá de esta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y
hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho, Aquí se perfilan posiciones que
pueden [...] llevar incluso a una imagen de un Dios arbitrario, que no está vinculado ni siquiera con
la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan
exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un
auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente
inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas».

[35] Thomas Hobbes, Léviathan, Segunda parte, cap. 26 (París 1971) 295, nota 81: «En una ciudad
adecuadamente constituida, la interpretación de las leyes de la naturaleza no depende ni de los
doctores, ni de autores que se han ocupado de la filosofía moral, sino de la autoridad de la ciudad.
En efecto, las doctrinas pueden ser verdaderas, pero es la autoridad, no la verdad la que causa la
ley».

[36] La actitud de los Reformadores ante la ley natural no es algo monolítico. Más que Martín
Lutero, Calvino, apoyándose en san Pablo reconocía la existencia de la ley natural como norma
ética, aunque resultara radicalmente incapaz de justificar al hombre: «Es bien sabido que el hombre
se encuentra suficientemente instruido respecto a la recta regla de una vida buena mediante esta ley
natural de la que habla el Apóstol [...] El fin de la ley natural es hacer al hombre inexcusable; por
ello la podemos definir propiamente como: un sentimiento de la conciencia mediante el cual
discierne de manera suficiente entre el bien y el mal; para quitar al hombre la excusa de la
ignorancia, pues está acusado por su mismo testimonio» (Institutio religionis christianae, lib. II,
cap. 2,22). Durante los tres siglos posteriores a la Reforma la ley natural sirvió de fundamento a la
jurisprudencia entre los protestantes. Solo con la secularización de la ley natural, la teología
protestante del siglo XIX marcó sus distancias. Por ello, solamente a partir de esta época se
manifiesta la oposición entre las opiniones católica y protestante respecto a la cuestión de la ley
natural. Sin embargo, en nuestros días la ética protestante parece manifestar un nuevo interés por
esta noción.

[37] Esta expresión tiene su origen en Hugo Grotius, De jure belli et pacis, Prolegomena: «Haec
quidem quae iam diximus locum aliquem haberent, etsi daremus, quod sine summo scelere dari
nequit, non esse Deum».

[38] Graciano, Concordantia discordantium canonum, pars 1, dist. 1 (PL 187, col. 29): «Humanum
genus duobus regitur, naturali videlicet jure et moribus. Jus naturale est quod in lege et Evangelio
continetur, quo quisque jubetur alii facere quod sibi vult fieri, et prohibetur alii inferre quod sibi
nolit fieri. […] Onmes leges aut divinae sunt aut humanae. Divinae natura, humanae moribus
constant, ideoque hae discrepant, quoniam aliae gentibus placent».

[39] Pablo VI, Encíclica Humanae vitae, 4: AAS 60 (1968) 483.

[40] Catecismo de la Iglesia Católica, 1954-1960; Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 40-53.

[41] Benedicto XVI, Discurso del 12 de febrero de 2007 al Congreso internacional sobre la ley
moral natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense: AAS 90 (2007) 243.

[42] Cf. Benedicto XV, Discurso del 18 de abril de 2008 ante la Asamblea general de la ONU:
«Estos derechos [los derechos humanos] se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre
y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos de este contento
significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la
interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes
contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos».
[43] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, 73-74.

[44] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 44: «La Iglesia se ha referido a menudo a la
doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral».

[45] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2: «Este es […]el primer precepto
de la ley: hacer el bien y evitar el mal. Y sobre este se fundamentan todos los otros preceptos de la
ley natural, de manera que todas aquellas cosas que se deben hacer o evitar pertenecen a los
preceptos de la ley natural, que la razón práctica, de manera natural, aprehende que son bienes
humanos (Hoc est […] primum praeceptum legis, quod bonum est faciendum et prosequendum, et
malum vitandum. Et super hoc fundantur omnia alia praecepta legis naturae, ut scilicet omnia illa
facienda vel vitanda pertineant ad praecepta legis naturae, quae ratio practica naturaliter apprehendit
esse bona humana)».

[46] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 79, a. 12; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1780.

[47] Cf. R. Guardini, Liberté, grâce et destinée (Paris, 1960), 46s: «Llevar a la práctica el bien
significa llevar a al práctica lo que hace fecunda y rica a la existencia. Así, el bien es lo que preserva
la vida y la lleva a su plenitud, pero solo cuando se realiza por él mismo».

[48] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2: «Entre todos los seres la
criatura racional se somete a la providencia divina de un modo más excelente por el hecho de que
participa ella misma de esta providencia, al proveer para sí y para otros. Por ello la razón eterna está
participada en ella, mediante la cual tiene una inclinación natural al acto y al fin debido. Y esta
participación de la ley eterna en la criatura racional se denomina ley natural (Inter cetera autem
rationalis creatura excellentiori quodam modo divinae providentiae subiacet, inquantum et ipsa fit
providentiae particeps, sibi ipsi et aliis providens. Unde et in ipsa participatur ratio aeterna, per
quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeternae
in rationali creatura lex naturalis dicitur)». Este texto es citado por Juan Pablo II, Encíclica Veritatis
splendor, n. 43. Cf. también Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, n. 3: «La norma
suprema de la vida humana es la misma ley divina eterna, objetiva y universal, por la que Dios
ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su
sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta ley, de manera que el hombre, por
suave disposición de la divina Providencia, puede conocer más y más la verdad inmutable».

[49] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 36

[50] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2.

[51] Ibíd., a.6.

[52] Cf. Declaración universal de los derechos humanos, artículos 3, 5, 17 y 22.

[53] Cf. Declaración universal de los derechos humanos, artículos 3, 5, 17 y 22.

[54] Cf. Aristóteles, Política, I,2 (1253 a 2-3); Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium
et spes, n. 12, § 4.

[55] San Jerónimo, Epistulae 121, 8: PL 22, col. 1024.


[56] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q.94, a.6: «En cuanto a los otros
preceptos secundarios, la ley natural puede ser borrada del corazón de los hombres, sea por
engañosas propagandas, del mismo modo que en lo especulativo se producen errores acerca de
conclusiones necesarias, sea por malas costumbres y hábitos corrompidos, como entre algunos no se
consideraban pecado los robos, o los vicios contra la naturaleza, como explica también el Apóstol
(Rom 1,24) (Quantum vero ad alia praecepta secundaria, potest lex naturalis deleri de cordibus
hominum, vel propter malas persuasiones, eo modo quo etiam in speculativis errores contingunt
circa conclusiones necessarias; vel etiam propter pravas consuetudines et habitus corruptos; sicut
apud quosdam non reputabantur latrocinia peccata, vel etiam vitia contra naturam, ut etiam
apostolus dicit, ad Rom. I)».

[57] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 4: «Ratio practica negotiatur circa
contingentia, in quibus sunt operationes humanae, et ideo, etsi in communibus sit aliqua necessitas,
quanto magis ad propria descenditur, tanto magis invenitur defectus [...]. In operativis autem non est
eadem veritas vel rectitudo practica apud omnes quantum ad propria, sed solum quantum ad
communia, et apud illos apud quod est eadem recititudo in propriis, non est aequaliter omnibus
nota. [...]. Et hoc tanto magis invenitur deficere, quanto magis ad particularia descenditur».

[58] Cf. Santo Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, lib. VI, 6 (ed. Leonina, t. XLVII, 353s):
«La prudencia no considera solo lo universal, en lo cual no se realiza la acción, sino que es preciso
que conozca los singulares, pues es activa [la prudencia], es decir, el principio del actuar, La acción
se ocupa de lo singular. Por ello, algunos que no tienen conocimiento de lo universal son más
activos respecto a lo particular que los que tienen un conocimiento universal, pues tienen
experiencia de las realidades particulares […] Puesto que la prudencia es razón activa, es preciso
que el prudente tenga ambos conocimientos, es decir, de lo universal y de lo particular; y, si
resultara que solo puede tener uno, debe tener más el de las cosas particulares, que están más
cercanas a la operación (Prudentia enim non considerat solum universalia, in quibus non est actio;
sed oportet quod cognoscat singularia, eo quod est activa, idest principium agendi. Actio autem est
circa singularia. Et inde est, quod quidam non habentes scientiam universalium sunt magis activi
circa aliqua particularia, quam illi qui habent universalem scientiam, eo quod sunt in aliis
particularibus experti. [...] Quia igitur prudentia est ratio activa, oportet quod prudens habeat
utramque notitiam, scilicet et universalium et particularium; vel, si alteram solum contingat ipsum
habere, magis debet habere hanc, scilicet notitiam particularium quae sunt propinquiora
operationi)»

[59] Por ejemplo, la psicología experimental subraya la importancia de la presencia activa de los
padres de uno y otro sexo para el desarrollo armonioso de la personalidad del niño, e incluso el
papel decisivo de la autoridad paterna para construir su identidad. La historia política sugiere que la
participación de todos en decisiones que conciernen al conjunto de la comunidad es por lo general
un factor de paz social y de estabilidad política.

[60] En este primer nivel la expresión de la ley natural suele hacer abstracción de una referencia
explícita a Dios. Ciertamente la apertura a la trascendencia forma parte de los comportamientos
virtuosos que deben esperarse del hombre realizado, pero Dios todavía no aparece necesariamente
reconocido como el fundamento y la fuente de la ley natural ni como el fin último que pone en
movimiento y ordena los diversos comportamientos virtuosos. Este no reconocimiento explícito de
Dios Como norma moral última parece impedir que este acercamiento «empírico» a la ley natural se
constituya propiamente en una doctrina moral.

[61] S. Buenaventura, Commentarius in Ecclesiasten, cap. 1 (Opera omnia, VI, ed. Quaracchi, p.
16): «Verbum divinum est omnis creatura, quia Deum loquitur».
[62] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 1: «La ley no es otra cosa que un
cierto dictamen de la razón práctica en el que gobierna alguna comunidad perfecta. Es claro que,
supuesto que el mundo es gobernado por la providencia divina [...] toda la comunidad del universo
es regida por la razón divina. Y por ello la misma razón del gobierno de las cosas en Dios, como la
que se da en el que gobierna la comunidad, tiene razón de ley. Y porque la razón divina no concibe
nada a partir del tiempo, sino que posee un concepto eterno […] de ahí se sigue que este tipo de ley
debe denominarse eterna (Nihil est aliud lex quam quoddam dictamen practicae rationis in principe
qui gubernat aliquam communitatem perfectam. Manifestum est autem, supposito quod mundus
divina providentia regatur [...] quod tota communitas universi gubernatur ratione divina. Et ideo
ipsa ratio gubernationis rerum in Deo sicut in principe universitatis existens, legis habet rationem.
Et quia divina ratio nihil concipit ex tempore, sed habet aeternum conceptum [...] inde est quod
huiusmodi legem oportet dicere aeternam)»

[63]Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2: «Unde patet quod lex naturalis
nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura».

[64] Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 4. La enseñanza sobre la ley natural como
fundamento de la ética es de por sí accesible a la razón natural. La historia, sin embargo, muestra
que, de hecho, esta enseñanza no ha alcanzado su madurez plena si no es bajo el influjo de la
revelación cristiana. Ante todo porque la comprensión de la ley natural corno participación de la ley
eterna esta estrechamente ligada a una metafísica de la creación. Ahora bien, esta enseñanza, de por
sí accesible a la razón filosófica, solo ha sido propuesta con claridad y explicitada bajo el influjo del
monoteísmo bíblico. Además, como la Revelación, por ejemplo a través del Decálogo, explicita,
confirma, purifica y cumple los principios fundamentales de la ley natural.

[65] La teoría de la evolución, que tiende a reducir la especie a un equilibrio precario y provisional
en el flujo del devenir, ¿no pone en cuestión radicalmente el concepto mismo de naturaleza? En
realidad, sin entrar en el valor que pueda tener en el plano de la descripción biológica empírica, la
noción de especie responde a una exigencia permanente de la explicación filosófica del ser vivo.
Solo el recurso a una especificidad formal, irreductible a la suma de las partes materiales, permite
dar razón de la inteligibilidad del funcionamiento interno de un organismo vivo considerado como
un todo coherente.

[66] La doctrina teológica del pecado original subraya fuertemente la unidad real de la naturaleza
humana. Esta no se puede reducir ni a una simple abstracción ni a la suma de realidades
individuales. Designa más bien una totalidad que abraza a todos los hombres que participan de un
mismo destino. El simple hecho de nacer (nasci, ser nacido) nos sitúa en un conjunto de relaciones
estables de solidaridad con todos los hombres.

[67] Boecio, Contra Eutychen et Nestorium, c. 3 (PL 64, col. 1344): «Persona est rationalis naturae
individua substantia». Cf. San Buenaventura, Commentaria in librum I Sentantiarum, d.25, a.1, q. 2;
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a.1.

[68] Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, n. 5.

[69] Cf. San Atanasio de Alejandría, Tratado contra los paganos, 42 (SCh 18,195): «Como un
músico que armoniza en su lira mediante su arte las notas graves con las agudas y las notas medias
con el resto, para interpretar una única melodía, así la sabiduría de Dios, el Verbo, empleando el
universo como una lira, une los seres del aire con los de la tierra, los del cielo con los del aire;
combina el conjunto con las partes; guía todo mediante su mandato y su voluntad; produce, así, en
la verdad y la armonía, un solo mundo y un solo orden del mundo».
[70] La physis de los antiguos, al tener en cuenta la existencia de un cierto no-ser (la materia),
preservaba la contingencia de las realidades terrestres y se resistía a las pretensiones de la razón
humana de imponer al conjunto de la realidad un orden determinista puramente racional. Por la
misma razón, dejaba abierta la posibilidad de una acción electiva de la libertad humana en el
mundo.

[71] Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, 19: «El filósofo que formuló el principio Cogito, ergo
sum: “Pienso, luego existo”, ha marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter
dualista que la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical en el hombre el
espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es persona en la unidad de cuerpo
espíritu, El cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo “espiritualizado”, así como
el espirito está tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un espíritu
“corporeizado”».

[72] La ideología de género, que niega toda significación antropológica y moral a la diferencia
natural de los sexos, se sitúa en esta perspectiva dualista. Cf. Congregación para la Doctrina de la
Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer en la
Iglesia y en el mundo, 2-3: «Para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a
cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-
cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la
dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada
primaria [...] Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto de la cuestión
femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el intento de la persona humana de
liberarse de sus condicionamientos biológicos. Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza
humana no lleva en sí misma características que se impondrían de manera absoluta: toda persona
podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería libre de toda predeterminación
vinculada a su constitución esencial».

[73] Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 50.

[74] El deber de humanizar la naturaleza en el hombre es inseparable del deber de humanizar su


naturaleza exterior. Esto justifica moralmente el inmenso esfuerzo realizado por los hombres para
liberarse de las constricciones de la naturaleza física en la medida en que impiden el desarrollo de
los valores propiamente humanos. La lucha contra las enfermedades, la prevención de fenómenos
naturales hostiles, la mejora de las condiciones de vida son de por sí obras que atestiguan la
grandeza del hombre llamado a llenar y someter la tierra (cf. Gén 1,28). Cf. Conc. Vaticano II,
Constitución pastoral Gaudium et spes, 57.

[75] Al reaccionar contra el peligro del fisicismo y al insistir con razón en el papel decisivo de la
razón en la elaboración de la ley natural, algunas teorías contemporáneas de la ley natural han
minusvalorado, o negado incluso, el significado moral de los dinamismos morales prerracionales.
La ley natural no se podría denominar «natural» si no fuera por referirse a la razón, que definiría
completamente la naturaleza del hombre. Obedecer a la ley natural se reducirla entonces a actuar de
manera razonable, es decir, a aplicar al conjunto de los comportamientos un ideal unívoco de
racionalidad engendrado únicamente por la razón práctica. Esto es identificar erróneamente la
racionalidad de la ley natural con la sola racionalidad de la razón humana, sin tener presente la
racionalidad inmanente a la naturaleza.

[76] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q.154, a. 11. El juicio moral de los
pecados contra la naturaleza debe tener en cuenta no solo su gravedad objetiva, sino también las
disposiciones subjetivas, con frecuencia atenuantes, de aquellos que los cometen.
[77] Cf. Gén 2,15.

[78] Cf. Conc. Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 73s. El Catecismo de la Iglesia
Católica, en el n.1882, precisa que «algunas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden
más inmediatamente a la naturaleza del hombre».

[79] Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 65; Conc. Vaticano II, Constitución pastoral
Gaudium et spes, n. 26,1; Declaración Dignitatis humanae, n. 6.

[80] Cf. Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, n. 55.

[81] Cf Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, n. 37; Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, nn. 192-203.

[82] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.95, a.2.

[83] San Agustín, De libero arbitrio, I,V, 11 (CChL 29,217): «Nam lex mihi esse non videtur, quae
iusta non fuerit»; Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II q.93 a.3 ad 2: «La ley humana
tiene razón de ley en la medida en que es conforme a la recta razón; en este sentido es claro que
procede de la ley eterna. En la medida en que se aparta de la razón se denomina ley inicua, y en este
sentido no tiene razón de ley (lex humana intantum habet rationem legis, inquantum est secundum
rationem rectam, et secundum hoc manifestum est quod a lege aeterna derivatur. Inquantum vero a
ratione recedit, sic dicitur lex iniqua, et sic non habet rationem legis, sed magis violentiae
cuiusdam)»; I-II q.95 a.2 «Toda ley establecida por los hombres tiene razón de ley en cuanto se
deriva de la ley de la naturaleza. Si en algo está en desacuerdo con la ley natural, ya no será una ley,
sino la corrupción de una ley (Unde omnis lex humanitus posita intatum habet de ratione legis,
inquantum a lege naturae derivatur. Si vero in aliquo a lege naturali discordet, aim non erit lex sed
legis corruptio)».

[84] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 97, a.1.

[85] Para san Agustín, el legislador debe, para hacer algo bueno, tener presente la ley eterna; cf. San
Agustín, De vera religione, XXXI, 58 (CChL 32, 225): «El legislador temporal, si es sabio y
hombre de bien, tiene presente la ley eterna, que a nadie se le ha concedido juzgar, para que, según
las normas inmutables, discierna lo que se debe ordenar y prohibir en un determinado tiempo
(Conditor tamen legum temporalium, si vir bonus est et sapiens, illam ipsam consulit aeternam, de
qua nulli animae iudicare datum est; ut secundum eius immutabiles regulas, quid sit pro tempore
iubendum vetandumque discernat)». En una sociedad secularizada, donde no todos reconocen la
presencia de esta ley eterna, la búsqueda, la salvaguarda y la expresión del derecho natural por la
ley positiva garantizan la legitimidad ele la misma.

[86] Cf. San Agustín, De Civitate Dei, I, 35 (CChL, 47, 34s).

[87] Cf. Pío XII, Discurso del 23 de marzo de 1958: AAS 25 (1958) 220.

[88] Cf. Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, nn. 79s.

[89] Cf. también Jn 1,3s; 1 Cor 8,6; Eb 1,2s.

[90] Cf. Jn 3,19s; Rm 1,24s.

[91] GS 22. Cf. San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, V, 16, 2 (SCh 153,216s): «En los tiempos
antiguos se decía con razón que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero esto no aparecía
porque el Verbo todavía era invisible, aquel a imagen del cual el hombre había sido hecho: este es,
por lo dermis, el motivo por el cual la semejanza también se había perdido fácilmente. Pero una vez
que el Verbo se ha hecho carne, confirma una y otra: hace que aparezca la imagen en toda su
verdad, al hacerse él mismo aquello que era su imagen, y restablece la semejanza de manera estable,
al hacer al hombre semejante al Padre invisible mediante el Verbo que en adelante es visible».

[92] Cf. San Agustín, Enarrationes in Psalmos, LVII, 1 (CChL 39,708): «En cieno momento por la
mano de nuestro creador la Verdad escribió en nuestros corazones: “Lo que no quieres que te
suceda, no lo hagas a otro”. Esto, y antes ya de que se diera la ley, a nadie era lícito ignorarlo, de
manera que también podían ser juzgarlos aquellos a los que no se había dado la ley. Sin embargo,
para que los hombres no se quejaran de que les faltaba algo, fue escrito, y en tablas, lo que no leían
en los corazones. No es que no lo tuvieran escrito, es que no querían leerlo. Se puso ante sus ojos lo
que en conciencia estaban obligados a captar; y el hombre, como movido desde fuera por la voz de
Dios, estaba impulsado a dirigirse a su interior (Quandoquidem manu formatoris nostri in ipsis
cordibus nostris scripsit: “Quod tibi non vis fieri, ne facias alteri”. Hoc et antequam lex daretur
nemo ignorare permissus est, ut esset unde iudicarentur et quibus lex non esset data. Sed ne sibi
homines aliquid defuisse quaererentur, scriptum est et in tabulis quod in cordibus non legebant. Non
enim scriptum non habebant, sed legere nolebant. Oppositum est oculis eorum quod in conscientia
videre cogerentur; et quasi forinsecus admota voce Dei, ad interiora sua homo compulsus est) ». Cf.
Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d.37 q.1 a.1: «Necessarium fuit ea quae naturalis ratio dictat,
quae dicuntur ad legem naturae pertinere, populo in praeceptum dari, et in scriptum redigi [...] quia
per contrariam consuetudinem, qua multi in peccato praecipitabantur, iam apud multos ratio
naturalis, in qua scripta erant, obtenebrata erat»; Summa theologiae, I-II q.98 a.6.

[93] Cf. Eclo 24,23 (Vulgata 24,32s).

[94] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 100

[95] La liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo expresa bien la convicción cristiana cuando pone
en boca del sacerdote que, en la acción de gracias después de la comunión, bendice al diácono:
«Cristo, nuestro Dios, que eres por ti mismo el cumplimiento de la Ley y los Profetas, y que has
cumplido toda la misión encomendada por el Padre, llena nuestros corazones de gozo y alegría, en
todo momento, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, Amén».

[96] Cf. Gál 3,24-26: «La ley fue así nuestro ayo, hasta que llegara Cristo, a fin de ser justificados
por fe; pero una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos al ayo. Pues todos sois hijos de Dios por
la fe en Cristo Jesús». Sobre la noción teológica de cumplimiento, cf. Pontificia Comisión Bíblica,
El pueblo judío y sus Escrituras Santas en la Biblia cristiana, especialmente n.21.

[97] Cf. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,27.

[98] Cf. Lc 6,27-36.

[99] Cf. Lc 10,25-37.

[100] Cf. Jn 15,13.

[101] Cf. también Jer 31,33s.

[102] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.106 a.1: «Lo principal en la ley del
Nuevo Testamento y en lo que está toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que se da
mediante la fe en Cristo. Y por eso principalmente la ley nueva es la misma gracia del Espíritu
Santo que se da a los fieles de Cristo (Id autem quod est potissimum in lege novi testamenti, et in
quo tota virtus eius consistit, est gratia Spiritus sancti, quae datur per fidem Christi. Et ideo
principaliter lex nova est ipsa gratia Spiritus sancti, quae datur Christi fidelibus)».

[103] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.108 a.1 ad 2: «Puesto que la gracia del
Espíritu Santo es como un hábito interior infundido en nosotros que nos mueve a obrar rectamente,
hace que realicemos libremente aquellas cosas que son convenientes a la gracia, y que evitemos lo
que repugna a la gracia. Así pues, se llama a la ley nueva ley de libertad de dos maneras. En un
sentido, porque solo nos obliga a realizar o evitar aquellas cosas que de por sí son necesarias, o
respectivamente opuestas a la salvación, que caen bajo el precepto o la prohibición de la ley. En
segundo lugar porque nos hace cumplir libremente este tipo de preceptos y prohibiciones, en cuanto
que las realizamos por el impulso interior de la gracia. Y por estos dos motivos se denomina “ley de
perfecta libertad” (Sant:1,25) (Quia igitur gratia Spiritus sancti est Sicut interior habitus nobis
infusus inclinans nos ad recte operandum, facit nos libere operari ea quae conveniunt gratiae, et
vitare ea quae gratiae repugnant. Sic igitur lex nova dicitur lex libertatis dupliciter. Uno modo, quia
non arctat nos ad facienda vel vitanda aliqua, nisi quae de se sunt vel necessaria vel repugnantia
saluti, quae cadunt sub praecepto vel prohibitione legis. Secundo, quia huiusmodi etiam praecepta
vel prohibitiones facit nos libere implere, inquantum ex interiori instinctu gratiae ea implemus. Et
propter haec duo lex nova dicitur lex perfectae libertatis, Iac I, 25)».

[104] Santo Tomás de Aquino, Quodlibeta, IV, q.8, a.2: «La ley nueva, ley de libertad, está
contenida en los preceptos de la ley natural, en los artículos de fe y en los sacramentos de la gracia
(Lex nova, quae est lex libertatis [...] est contenta praeceptis moralibus naturalis legis, et articulis
fidei, et sacramentis gratiae)».

[105] Juan Pablo II, Discurso del 18 de enero de 2002: AAS 94 (2002) 334.

También podría gustarte