El hijo de Saúl es una de las películas más humanas que se hayan
hecho sobre el genocidio judío, precisamente porque renuncia tajantemente a recurrir a la típica narrativa del sobreviviente.
Hay hechos que escapan enteramente al entendimiento humano y quizá la
ú nica forma de acercarnos a ellos es renunciando a la aproximació n directa, porque de otro modo nos perderíamos en ellos. La poesía ha tratado de conjurar este dilema. Frente a estos casos en que la realidad nos abisma, la ú nica opció n que queda es rodear el objeto . Esto lo sabía a la perfecció n el director hú ngaro Lá sló Nesmes, al decidir cuá l debía ser su posicionamiento al enfrentarse, una vez má s, a la herida má s profunda de la cultura occidental en el siglo XX: La Shoá . Y por ello La fuerza poética de su película debut, El hijo de Saú l, está precisamente en renunciar a toda representació n directa. Nesmes, durante 90 minutos intensísimos, nos cuenta la historia de un sonderkommnader de Auschwitz, llamado Saú l (Reza Rö hrig). Los sonderkommandos, eran una especie de guardianes involuntarios, a los que, en un acto de crueldad má xima, se les permitía atestiguar el exterminio de primera mano, para luego, meses má s tarde, darles muerte. Su tarea consistía en dirigir a otros prisioneros a las cá maras de gas y luego despojarlos de cualquier cosa de valor que conservaran. Segú n se muestra en la película, los nazis también dieron una guerra de rapiñ as. Saú l, interpretado como un ser desafectado cuyo interior permanece inescrutable, encuentra en una de las “duchas”, entre las montañ as de cadá veres, a un niñ o que logra sobrevivir un par de minutos a la cá mara de gas Saú l afirma (¿inventa?) que ese niñ o que tanto resisitó a la muerte es su hijo y en consecuencia decide darle sepultura. Para ello, no solo debe ocultar su cadá ver, sino que, ademá s, debe iniciar la bú squeda, casi imposible, de un rabino que pueda ayudarle a enterrar a su hijo como corresponde, segú n los ritos judíos. Todo esto, ademá s, se da en el contexto de un levantamiento armado judío al interior Auschwitz, derribando también aquel lugar comú n del cine de ficció n que insiste en obturar los movimientos de resistencia en los campos. Nesmes sabe que son las limitaciones las que expanden el cine, y con economía logra hacer un recorrido por Auschwitz para enseñ arnos el interior de uno de los mecanismo má s siniestros que la razó n haya podido crear. Un encuadre 4:3, una cá mara mó vil que hace largos planos en los que la mayor parte del tiempo solo vemos la cara o la espalda de Saul, y sobre todo un fuera de campo (sonoro)que nos permite entender que todo lo que vemos es solo un pedacito de un infierno infinito. Pero es la motivació n de ese recorrido que hace Saú l el elemento má s desconcertante. Ese acto gratuito, casi absurdo, de quererle dar sepultura a otro ser humano en el medio de un entorno donde los cuerpos sin vida son desperdicios, y los vivos reducidos a sombras, es el modo en que la película opone, a la má quina de exterminio engendrada por la razó n, la irracionalidad contradictoria que define la experiencia humana. El hijo de Saú l afirma que lo que nos define como seres humanos, no es la ciega persistencia en la vida (todo lo contrario a El renacido). Lo que nos hace humanos son los actos simbó licos. Saú l, frente a un entorno que lo reduce a un puro sobreviviente, prefiere arriesgar la vida a través de un acto simbó lico, que, dadas las circunstancias, es puro lujo: un entierro en un lugar donde ni siquiera hay espacio para los vivos. Se ha dicho que la película de Nesmes es una representació n de la Shoá en primera persona, de ahí su diferencia con todas las demá s películas sobre el mismo tema. Creo que esto es un gran malentendido. La revolució n que esta película significa en términos de representació n se mantiene en el á mbito de la irrepresentabilidad. Existe, en el cine, una pulsió n por representar el holocausto judío. Paradó jicamente esa pulsió n pareciera tener causa en la propia imposibilidad de hacerlo. Por eso todas las representaciones de la shoá parecen condenada al fracaso. Pero no porque ellas sean insuficientes, pues por definició n toda representació n es insuficiente, sino má s bien porque dejan la sensació n de haberse extraviado en el camino. La mayoría de películas al representar la shoá parecen perder, una y otra vez, lo perturbadoramente humano de esta gran tragedia y terminan por claudicar con un serie de mistificaciones y lugares comunes melodramá ticos. En la historia del cine al menos dos películas han dado respuesta satisfactoria al asunto. Las dos son partes que se necesitan mutuamente pues parten de asumir la escisió n radical entre lo humano y el campo de extermino (como imagen de lo inhumano). La primera de estas películas es Noche y Niebla de Alain Resnais. Ella logra dar una mirada a Auschwitz porque entiende que lo ú nico que hay para ver allí son las ruinas de la humanidad; por eso en ella no hay má s que imá genes de soledad y muerte. La segunda película es el enorme documental de Claude Lanzmann, Shoá . Esta película procede de modo contrario. En ella solo hay humanidad, rostros, historias, y por eso renuncia a mostrar imá genes de los campos de concentració n. El Hijo de Saú l, por su parte, parece aprender de la experiencia de ambas y logra una síntesis al concentrarse en la cara de su protagonista, dejando lo inhumano como algo a lo que solo se puede aludir. Por ello El hijo de Saú l má s que una primera persona (subjetiva) es un retrato, y en consecuencia conserva la perspectiva de un observador que má s que proponerse ver el horror, observa a quien lo ve. Esta película es pues el cinemató grafo, asumiendo una posició n ética, y abrazando sus propias limitaciones para recuperar algo má s valioso que aquello a lo que renuncia: la humanidad en un rostro humano.