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“Suéltela cuando quiera”.

De tanto en tanto, suelo saberme un poco perdido en esa música que emana de las entrañas
de mi papá. No sale seguido de la casa; dice que le duele en los dedos la calle, el sol, las
personas y hasta “siente en sus dedos la música”, susurra. Por estos días, la brisa helada y las
calles han congelado hasta el ánimo más predispuesto; tanto así, que hasta la trompeta triste
de don Leonardo ha dejado de sonar. Este tipo es un amigo de mi papá. Cuando les llega la
tarde, no con frecuencia, se sientan juntos en el balcón a caminar en el viento a punta de
cigarrillos y jazz, y se empapan en el hervor de “un buen” chocolate, o café con leche.

A mí me gustaría seguirlos en sus travesías, pero prefiero dejarlos, verlos desde una partecita
de la tierra esta que, en últimas, me parió. Entonces pienso, sorprendido por ver cómo vuelan
dos viejos (no tan viejos) al ritmo de los recuerdos que han compartido desde que empezó a
morírseles el alma por pensar de más, por oír de más y por sentir de más, aun creyendo
(aseguro), que no saben sentir lo suficiente, “pobres viejos, y cuánta fortuna cargan en los
hombros por lo vivido y pobres por lo perdido”.

Mi mamá es un árbol azul que está en el patio y que me habla cuando acudo a sus ramas en
busca de algo distinto a lo que le brinda el mundo a un niño que empieza a crecer. Crecer, sí,
quizá no como crecen las notas de un piano que se enoja, o como crecen las letras del poeta
que está cansado de añorar, y que nunca renuncia, pero sí como crecen los niños cuando el
mundo los ha visto o no, amanecer un par de décadas (qué importa cuántas); quizá así. Ella
es ese árbol que me mira, me abriga noche tras noche, con o sin frenos en este devenir
incierto.

El cielo ha sabido dejarse llover, inesperadamente, día tras día, y el sol ha repudiado con su
alma de sol la clandestinidad a que le someten nubes y noche casi por igual. Es extraño que
haya días en que llueve y el sol alumbra de manera tal, que pareciera que sus picos se
entierran en los pómulos de quien sea: del hombre con su niña de brazos, de la jovencita
sonriente con su saquito amarillo, del mechudo con su perro, del viejo sin su perro, y qué
más da; aun quemándose los rostros y los vellos, el frío no deja de callar trompetas, ni cesa
en la ardua tarea de estremecer el cuerpo de los niños en tumulto, que, vagamente, dibujan y
desdibujan un “futuro posible” a partir de lo que lograron en la tarde, en alguna sala del C.
Durante estos últimos diecinueve días, un pájaro de tamaño mediano y color marrón vive con
nosotros y ha repudiado, a viva voz, ciertas cosas que, dice, padece, a diario, gracias a la
manera de actuar de mi papá. Lo cierto es que yo también me sentí cansado por el exceso de
compañía, y por su ausencia, claro. También sucumbí ante las noches sucias y húmedas,
levitando entre sueños por las calles que alumbraban como alumbran las virutas encendidas
que bota el que pinta a lápiz. También me extrañé ante la sorpresa, y ante mi incapacidad de
reaccionar apropiadamente a los abrazos, aun amándolos. También quise sentir menos y ahí
fue cuando empezó a arribar el arrepentimiento. A mí también me pesa no ser lo
suficientemente música como para viajar en el viento a la nube más arte, o poeta, así sea una
hecha del más voraz de los humos. “Yo también siento, pajarito”, le dije. Nos abandonó.
Jamás supimos más de él.

Historias azules danzan por montones a través del viento, ritmo impuesto por las copas de
los árboles oscilando, flaqueantes, ante el voraz frío que todo lo doblega y domina. Hace un
tiempo, unos ojos se permitieron contarme un relato de algo que se parece al amor y no puedo
describir con total libertad, si se podría decir: tres jóvenes y una noche, y unas nubes que
proyectan, hablan, susurran, cantan, llueven música. Dos jóvenes hermanos y una mujer.
Vuela con “desespero” la mujer y uno de los hermanos corre a buscarla; la pierde, la espera,
nunca vuelve tras doblar la esquina, sí, volando, como permite volar la desesperación, o algo
similar, y las nubes se desmoronan de a pocos, en forma de melodía. La mujer daría a luz
pronto.

Cierto día, cuando el sol alumbró tanto que la ceniza bailó en la hendidura del sombrero viejo
de mi papá, salimos, en compañía de don Leonardo, a ver qué podría procurarnos el día, la
vida. Ha sido, a lo largo de mis días, y es fascinante escuchar las charlas de ensueño que
sostienen, hasta con los sutiles matices en que admiran los senos de cierta mujer, aunque lo
hagan con delicadeza, especial intención de mi papá. Le caminan a la vida con pasos
redondos, serenos, poco medidos, pues no les importa medirlos; pasos ingenuos, cuyo
desarrollo implica, parece, el hecho de que se marchite el paso inmediatamente anterior.

Puedo notar que a mi papá le ha atormentado la idea de una soledad que aparece recurrente
entre sus anhelos y que parece crecer con los días y con su música misma. Don Leonardo no
sabe qué decirle y, ni siquiera puedo percibir que se percate de mi presencia, mientras ambos
escuchamos al viejo (no tan viejo) desprender las palabritas como si fueran el agua caliente
con alcohol que pone una madre a la herida de su hijo predilecto, con un pedazo de tela tan
suave como intenso es el amor que le dispensa mediante el cuidado.

- ¿Sabes que me he doblado extrañándolas, Leo?


- No sé de quién es que hablas. No conozco a quiénes puedas extrañar con tu corazón
vagamente incontenible, salvo por aquella excepción de la vez esa, y por esa otra
situación que también me perjudica, pero ha pasado tanto tiempo, viejo…
- Me refiero a nuestras vidas de antes, en que ellas…
- Creo que te comprendo. Fueron días difíciles; ambos lo sabemos bien.
- Hoy Horacio estaría a unos cuantos meses de rondar por los veinte.
- El doble de esos tendría hoy Azucena, mi amigo.
- El tiempo y su putísima afinidad con la muerte. ¿Vas a querer más azúcar?
- Mejor, ¿quisieras decirme si desististe de esa tonta idea de dejarte papelitos por la
casa como si fueras Horacio?
- Déjame lejos de tus preguntas esta vez. Bastante lo hemos hablado ya. ¿Tendrás otro
cigarrillo?
- Quedan dos.
- Espérame, que no es justo con las mil formas del humo, ni con nuestros corazones,
que suene esa basura horrible mientras le damos fin al paquete.

Se acercó al mesero y le dijo -pidiendo-, casi mal dichas, las palabras referentes a la canción
que tanto les gustaba a los dos, de estos rockeritos de quién sabe cuándo.

- Aquí tienes la candela. Estos me gustaron.

Con impaciencia se hablaba a sí mismo -se notaba-, y, mirando al mesero, gritó como para
los dos, para él y para Leonardo (para este último como suplicando una ayuda espectral por
liberarle de las cadenas que le habían marchitado el alma y un poco de la cordura durante los
últimos veinte años): “suéltela cuando quiera. Ya casi estoy listo”. Y Horacio volvió a sus
cabellos para no salir jamás, como jamás saldría del árbol la madre.

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