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El cuento de Atilio Sepúlveda

Y el cuento de Atilio Sepúlveda, ¿lo sabés? La Tita, mi abuela, lo contaba siempre.


Dice que criado a la usanza macha, Atilio Sepúlveda pasó sus primeros años sonriéndole a
camioncitos y soldaditos de plástico a los que obligaba a matarse entre ellos.
Cada vez que se le interrogó acerca de sus sueños de adultez, respondió que de grande
quería ser: policía, futbolista, astronauta y carpintero, y todo aquello estuvo muy bien.
Ya de adolescente, Atilio Sepúlveda tocó los senos de una señorita sin permiso y su padre le
aplaudió la astucia y su abuelo le prometió dinero por cada historia de mujercita manoseada que
Atilio le relatara.
Durante sus años maduros, Atilio Sepúlveda hizo muchas cosas: fumó cigarrillos colorados,
que son los cigarrillos de macho. Vistió bermudas hasta las rodillas en la playa y le sacó fotos a
dos señoritas que tomaban sol distraídas. Jugó a la pelota todos los miércoles, emborrachó una
compañera de trabajo y se la llevó a su casa, hizo el asado cada verano en la cabaña del Paso, le
dijo correte fea a una gorda parada delante de una promotora del TC y se juntó con tres amigos
para pegarle a un homosexual que cruzaba distraído Avenida 9 de Julio en la época que Avenida
9 de Julio era asfaltada hasta el hospital, nomás.
Un día, Atilio Sepúlveda se casó y tuvo una hija y a la niña la mandó a estudiar a un colegio de
monjas para que no hubiera compañeros de clase varones que la manosearan sin permiso.
A los cincuenta y cinco años, Sepúlveda cambió el fitito por el Ferrari, según supo expresar su
gran amigo, confidente y testaferro, Pepito Confettini, la tardecida que conoció a su novia nueva.
Podría decirse que Atilio Sepúlveda vivió la vida de quien no quiere sospechas sobre su
hombría y aquello siempre le valió de la admiración de su círculo íntimo y le confirió una
tranquilidad impensable.
Fulminado por un cáncer de próstata que no pudo detectar a tiempo, Atilio Sepúlveda murió el
primer día de mayo y fue enterrado bajo la llovizna con la camiseta del club y su rifle de caza
cruzado sobre el pecho, en un acto de conclusión de existencia digno de un hombre.
Fue su hija, Teresita, la que mandó a grabar el epitafio de la lápida:
"Aquí yace el pene sin vida de Atiliio Sepúlveda", hizo poner.
Cuando el fantasma de Atilio Sepúlveda vio la lápida desde la rama del árbol en la que se
había sentado a contemplar su entierro, entró en cólera:
¡Desgraciados! ¡Qué no saben que yo soy mucho más que un pene!, gritó Atilio Sepaúlveda,
pero ya era demasiado tarde.

Juan Solá

Escritor y periodista freelance

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