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TRABAJO Y PROFESIÓN.
LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA TAREA EDUCATIVA
Los seres humanos necesitan ser educados para poder adquirir el lenguaje, los conocimientos,
habilidades, actitudes, destrezas y la visión del mundo de su grupo social. Durante siglos esta
transmisión cultural de unas generaciones a otras se realizó a través de cauces no formales, en el
seno de la familia o la tribu y posteriormente en las grandes civilizaciones surgieron las
instituciones educativas, aunque sólo unos pocos tuvieran acceso a ellas.
Desde entonces algunas personas han dedicado sus esfuerzos y gran parte de su tiempo a la
tarea de educar.
La profesionalización de las tareas educativas se considera actualmente uno de los requisitos
necesarios para conseguir una educación de calidad, y se vincula a conceptos tales como
preparación específica, competencia, responsabilidad…
Toda profesión supone el desarrollo de un trabajo, pero no todo trabajo se considera una
ocupación “profesional”.
El trabajo es una actividad específicamente humana, constituye un atributo propio del ser
humano en su dimensión de ser-en-el-mundo.
En un sentido objetivo, el trabajo es poiesis (producción) que contribuye al
perfeccionamiento del universo físico por parte del ser humano, a su dominio y
transformación y eleva los niveles de calidad de vida.
En su dimensión subjetiva, el trabajo constituye una praxis (acción) que perfecciona y
cultiva interiormente a quien trabaja bien.
Estas dos dimensiones son complementarias.
Pero no todo trabajo humano se considera una profesión. ´
El concepto de profesión tiene sus antecedentes en los gremios medievales y se suele afirmar
que el concepto moderno de profesión no aparece hasta el siglo XVII, y está vinculado al
desarrollo de la ciencia, la incipiente tecnología, la necesidad de especialización y la división
del trabajo. El concepto de profesión está pues construido socialmente, y es resultado de un
marco cultural, ideológico y epocal que debe ser tenido siempre en cuenta, porque la identidad
profesional no se forja en el vacío sino en contextos concretos de experiencia y relación.
En el caso de las profesiones educativas las dimensiones cognoscitiva y deontológica que las
integran están entrelazadas de manera intrínseca.
Todo educador, en lo que atañe a la dimensión cognoscitiva del ejercicio de su profesión, debe
ocuparse de adquirir una serie de conocimientos relacionados con los contenidos (saber qué y
para qué); y también debe conocer cómo llevar a cabo su trabajo (saber cómo). Y en lo que
atañe a su dimensión ética supone asumir una responsabilidad moral ya que se trata de un
trabajo que incide directa y profundamente en la vida de otros seres humanos.
No es posible establecer una separación drástica entre los fines que se propone la educación y
los medios empleados para alcanzarlos, porque la elección de unos medios u otros obedece a
decisiones que están impregnadas de juicios de valor. Por eso no sólo se exige a los educadores
que sean eficaces sino que lo realicen de una manera adecuada a la dignidad de los sujetos que
educan, sin olvidar que tanto las habilidades como también las técnicas, están entretejidas con
los valores.
Como un empleo
Ha aumentado entre los educadores, particularmente entre los profesores, la tendencia a
considerar su profesión como un “empleo”. Los educadores se consideran “trabajadores por
cuenta ajena” que reciben un sueldo por una labor que desempeñan durante unas horas
concretas de la jornada; esto no significa que no les guste sino que la realizan con la misma
mentalidad con la que afrontarían la realización de cualquier otro.
Estos educadores se ven a sí mismos como “profesionales cualificados”, que poseen amplios
conocimientos en el ámbito de las actuaciones pedagógicas, y que se esfuerzan para conseguir
“un buen producto” (la persona educada).
Sin duda, los educadores han de especializarse en cuestiones científicas y didácticas, pero se ha
prestado una atención excesiva al modelo de formación profesional centrado en este tipo de
competencias. Aunque algunas capacidades que los educadores deben adquirir pertenecen al
ámbito de las destrezas, habilidades o técnicas, limitarse exclusivamente a estos aspectos
conduce a olvidar el carácter esencialmente moral de la actividad educativa, que es lo que en
último término justifica y da sentido a su adquisición.
La vivencia subjetiva de la dedicación profesional a la educación como un empleo semejante a
cualquier otro, oscurece también un aspecto esencial de toda práctica educativa: su dimensión
moral. Las “prácticas educativas” son actividades orientadas a la enseñanza y el aprendizaje que
no pueden considerarse aisladamente, sino que resultan inteligibles desde un punto de vista
educativo global. Toda práctica pedagógica está integrada por unos fines y unos procedimientos
que están informados por un conjunto de valores que estructuran las relaciones entre el
educador y el alumno, y entre ambos y la tradición cultural que se transmite y asimila, y se
unifican con vistas a la consecución del fin: el aprendizaje de lo que se considera valioso.
Dewey distinguía entre pensamiento ordinario y pensamiento reflexivo, definiendo este último
como una con-secuencia y no como mera secuencia de ideas. El pensamiento reflexivo implica
un estado de duda, de vacilación, de perplejidad, de dificultad mental, en el que se origina el
pensamiento; y un acto de búsqueda, de investigación, para encontrar algún material que
esclarezca la duda. Para Dewey la formación del pensamiento reflexivo debería constituir un
objetivo de la educación.
Herbart entiende el tacto como un espacio intermedio entre teoría y práctica, como un juicio
rápido sobre la acción ante una situación determinada que no requiere la aplicación directa de
una teoría preconcebida, sino la adaptación y modulación de esa teoría o principios a la
circunstancia concreta.
El tacto pedagógico puede abordarse desde tres perspectivas:
Como una cualidad relacional, constituye una habilidad específica y propia del ámbito de
la interacción educativa que el educador ejercita en las situaciones que le exigen actuar de
un modo inmediato, para dar respuesta a una situación.
Como una cualidad cognitiva, sinónimo de capacidad de juicio y habilidad para la decisión
rápida en contextos prácticos singulares, donde los problemas que hay que resolver
aparecen hoy como únicos.
Como una cualidad estética, equivalente al sentido del gusto o capacidad para distanciarse
con respecto a uno mismo y a las preferencias privadas.
El tacto pedagógico articula de manera adecuada la voluntad educativa del educador con la
necesidad educativa del educando; el educador no podría educar a la fuerza, tiene que jugar
necesariamente con una variable definitiva: la libertad del educando.
Así, es necesario reflexionar sobre las mejores condiciones en las que esa libertad puede ser
orientada o dirigida, hasta que sea capaz de responsabilizarse de sus actos.
Respetar la intimidad y autonomía del educando constituye la finalidad del tacto pedagógico.
Van Manen apunta las principales características del tacto pedagógico, como su imposibilidad
de planificación, el estar gobernado por ideas pero depender del sentimiento….Tener tacto es
ser capaz de tener en cuenta los sentimientos de los demás, ver una situación que reclama
sensibilidad, entender el significado de lo que se ve, sentir la importancia de la situación, saber
cómo y qué hacer, y finalmente hacer lo correcto. Un educador con tacto será receptivo a las
experiencias del niño prestando una especial atención a su singularidad.
El tacto educativo presta especial atención a los elementos emocionales y afectivos del proceso
y de las relaciones educativas.
Educar consiste en descubrir con mirada delicada las aptitudes y capacidades del educando y
hacerlas efectivas, llevarlo al pleno desarrollo bajo la mirada amorosa del maestro.
La educación y las relaciones educativas no pueden entenderse como un proceso de
“fabricación” del ser humano.