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Fr. Fabián Leonardo Rueda Rueda, O.P.

El Quehacer de la Teología de Olegario González de Cardenal


Capítulo 3: La Teología desde la historia de Dios con los hombres

El teólogo narra una historia de la que parte para comprender el encuentro de Dios con los hombres y describe los
comportamientos de aquel con éste. En el inicio de la filosofía se da la experiencia de lo real que suscita admiración, en
primer lugar por el ser al no darse la nada. En el inicio de la teología, están unos acontecimientos que llevaran a la adhesión
de la fe y al consentimiento en el amor. El teólogo parte de unas narraciones en las que Dios se propone y antepone al
hombre, invitándole a ser su compañero de destino y haciendo alianza con él. Es decir, el teólogo parte de una historia
positiva. En la Biblia Dios aparece como el don absoluto a la vez que como el límite absoluto, dos elementos que deben estar
presentes en la concepción humana-cristiana de la divinidad. El Absoluto es reconocido como tal cuando el hombre se admite
creatura, es decir, que recibe su existencia como don y como don la devuelve en correspondencia como ofrenda al Creador,
este es su máximo gozo en una doble actitud de confianza y de respeto. Se trata de un don que sobrepasa los deseos del
hombre, es decir, el ser humano no esperaba recibir tanto de parte de Dios. Ahora bien, la teología cristiana nace de la fe y
ésta es fe histórica: la de Dios manifestado en los profetas y encarnado en Cristo. Nuestra fe se funda en la visión de Cristo y
nuestra teología en su conocimiento tango del padre como de sí mismo. De manera que existe una doble dimensión del
cristianismo: particular en su origen cultural y temporal, y universal en su raíz cristológica y en su destino como salvación de
todos los seres humanos. Entonces la filosofía se convierte en un puente de paso de la particularidad cristiana a la
universalidad humana en la teología. Así las cosas, se pueden distinguir dos rasgos específicos del Dios cristiano que se
revela: la historicidad (la alianza es la forma fundamental que determina la existencia del pueblo y el comportamiento de
Dios) y la reciprocidad (afirmar que lo que Dios hace afecta al hombre y viceversa). Esto lleva a afirmar con certeza que el
Dios es un ser personal, capaz de relacionarse con el hombre. A partir de esta concepción personalista, no es escandaloso
afirmarlo con antropomorfismos, como lo presenta la Sagrada Escritura, estos son la expresión de la condescendencia divina
para con el hombre que encuentra su punto cumbre en la Encarnación (dolor de Dios, arrepentimiento, entrañas conmovidas,
piedad, etc.). Aquí se encuentra otra paradoja y es la de concebir a Dios como un ser eterno e histórico. ¿Cómo mantener
unidas estas dos dimensiones? Esta dualidad determinará dos sensibilidades cristianas: la de San Agustín y la de Santo Tomás
de Aquino. El primer autor habla de que Dios está referido a la historia del hombre y esta encuentra su interpretación teórica
y espera encontrar su logro práctico por referencia a esa intervención de Dios en su concreción y particularidad. Él lo
sintetiza en historia (que lleva a recordar los acontecimientos) y profecía (que orienta el sentir del creyente hacia el futuro de
salvación). Por su parte, Santo Tomás, tomando como San Agustín la base escriturística, distingue lo que es la historia santa y
el orden de la disciplina. El teólogo parte de la historia bíblica pero no para sintetizar simplemente sus contenidos o
armonizar su pluralidad (tarea de la teología bíblica), ni para seguir el curso genético de los textos y de las ideas contenidas
en ellos (tarea de exégesis), sino para entender su sentido como totalidad, establecer la conexión que existe entre sus textos y
la lectura que la tradición ha hecho de ellos a la vez que la significación que la experiencia actual de la vida humana les
arranca, situándolos en la luz de toda la experiencia cristiana. Es lo que se fragua en las síntesis sistemáticas de la teología.

La teología es una palabra segunda respecto de la Palabra de Dios, Él sólo puede ser conocido por el hombre si
revela su interioridad. El lugar de la revelación divina es la historia, y hay una historia que ha sido reconocida como el lugar
privilegiado de esa revelación personal: la del pueblo de Israel, en la persona de Jesús y en la Iglesia naciente. Esta historia
está recogida en la Biblia, por ello, esta es de donde mana todo el conocimiento teológico. El Antiguo Testamento recoge
toda la tradición espiritual del pueblo de Israel con anterioridad a Cristo, es la historia de la revelación sucesiva de Dios en un
proceso de educación del hombre, de forma que cuando apareciera encarnado, pudiera ser reconocido. En esta historia
sagrada, Dios se va mostrando como ser personal en donde es Él quien habla primero y se va haciendo cercano y dialogante,
de manera que su centro es Dios y el hombre. El Antiguo Testamento es el fruto de la comprensión de la existencia de Dios
por parte del hombre por la experiencia que él tiene de Aquel, reconociéndolo como único, trascendente, santo, personal,
cercano. La afirmación central del desarrollo veterotestamentario es que Yahvé es Dios de Israel, Israel es pueblo de Dios.
Ésta doble afirmación se puede condensar en la experiencia (como sentimiento inicial de la presencia de Dios, antes, incluso
que la especulación), ratificada en cuatro categorías fundamentales: elección (referido a la historia en relación con los demás
pueblos), alianza (relación cercana de Yahvé con Israel), promesa (dimensión constitutiva de futuro, en donde Dios cumple
sus promesas en proyección al Mesías) y creación (reconocimiento de la unidad, poder y universalidad de Dios en la realidad
metafísica, antropológica y moral). De manera que en el Antiguo Testamento se presenta la relación hombre-Dios de diversas
maneras según el texto: la Ley: Dios habla y juzga al hombre, los Profetas: los hombres hablan de parte de Dios mirando la
historia y los Escritos: respuesta de los hombres a Dios en cuanto a sí mismos, al mismo Dios y al mundo en palabras,
acciones y reflexión. El Antiguo Testamento, desde la mirada cristiana, es un espejo admirable del corazón humano en sus
abismos y en sus cumbres.
Fr. Fabián Leonardo Rueda Rueda, O.P.

El Nuevo Testamento, por su parte, tiene a Cristo como su origen, contenido y fin, el cual se abre con una nueva
noticia que es traída a los hombres por Cristo, de parte de Dios, Él es la unidad de toda esta parte de la Sagrada Escritura, es
decir, es el origen tanto histórico como de contenido real de todo el Nuevo Testamento. De esta manera, es también su fin, el
Evangelio no es mera noticia, sino historia e interpretación, proclamación y testimonio de Cristo. De esta manera, los
referentes constitutivos de la teología cristiana son la persona y la fe en Cristo, sin ellos, el Nuevo Testamento queda
reducido a moral, política, estética, utopía o simple literatura semítica. Y sin el Nuevo Testamento la fe y la teología de las
primeras comunidades cristianas no tendrían fundamento. Pero el centro de la vivencia neotestamentaria es precisamente el
amor de Dios manifestado en Cristo, Hijo hecho hombre, que confiere a Dios humanidad y destino humano, a la vez que abre
al hombre la posibilidad de compartir la vida y el destino divino, admirable intercambio que salva y no se limita solo a un
pacto, dicho intercambio se palpa evidentemente en la encarnación y en la resurrección, pasando por la cruz. Existen dos
lecturas ad intra de los textos, una que comprende la historia de Cristo en su despliegue temporal (Sinópticos) y otra desde un
horizonte de eternidad desde la encarnación, hasta la resurrección, y en la acción del Espíritu Santo (Juan, San Pablo,
Hebreos). Estas dos perspectivas de la vida de Cristo son igualmente importantes al momento de hacer teología, sitúan la
realidad integral del Señor en su acción en el mundo como quien revela verdaderamente la trascendencia de Dios en su
inmanencia con los hombres, mostrándolo como todopoderoso y, a la vez, como un ser cercano y personal, habla de Dios con
autoridad porque comparte la misma naturaleza divina como verdadero Hijo del Padre eterno, es el único verdadero exégeta
de Dios.

La revelación divina es un don verificable exteriormente en Jesús de Nazaret e interiormente en la intimidad de cada
hombre mediante el Espíritu Santo. Ante esto, es necesario hablar de una dimensión pneumatológica, en donde el Espíritu
Santo es el exégeta del Hijo enviado por Él para que permanezca con los suyos como el intérprete de su Palabra, es decir, la
memoria viva de su historia. Principalmente en los textos de San Juan y de Pablo, se puede ver la acción de Dios en su
relación con Cristo y el Espíritu. Esto da a entender una nueva manera de concebir la percepción monoteísta, se trata del
monoteísmo trinitario, ésta es la novedad el concepto cristiano de Dios en cuanto misterio de relación y de comunión. Ahora
bien, Cristo deja un legado cuádruple, elementos que, en últimas, constituyen la Iglesia: el evangelio, la eucaristía, el Espíritu
y el apóstol. Estos dos últimos legados marcan para el hombre el descubrimiento de Cristo desde dos dimensiones esenciales:
la exterioridad (apóstol, quien provee al mundo del anuncio del Evangelio con autoridad y determinación) y la interioridad (el
Espíritu Santo, quien hace posible la presencia real de Cristo en la Eucaristía y posibilita la fe en Cristo). En el ambiente de la
teología, esta se convierte en carisma del Espíritu Santo con el cual son agraciados unos hombres y mujeres, que encuentran
en el cultivo de la fe, en la interpretación de la Palabra de Dios y en su traducción contemporánea, el lugar propio de su vida.
Otro elemento que implica directamente la acción del Espíritu en la Iglesia es, sin duda, la Tradición. La comunidad eclesial,
en sus inicios, no transmitía propiamente palabras y fórmulas de fe, sino a sí misma como realidad. En dicha transmisión
tiene un puesto de inmensa importancia la celebración litúrgica, ella es la que actualiza los acontecimientos pasados para
poder vivirlos incruentamente en el presente, se trata de la acción de Dios, actualización suya de la entrega de Cristo
realizada de un vez para siempre mediante los signos y las palabras, por la autoridad del apóstol y por la gracia del Espíritu
Santo. Esto luego se fue cristalizando y organizando en los sacramentos de la Iglesia. En ellos la palabra bíblica nos recuerda
lo pasado para abrirnos a lo presente. Palabra y actos, Biblia y Liturgia, son los dos ojos con que el cristiano ve y vive, recibe
claridad de Dios y asume la vida de Cristo. El Espíritu Santo es el sujeto interno de la tradición, la comunidad de creyentes es
el sujeto externo. De esta manera el creyente recibe dones que lo capacitan para una tarea para el bien de la Comunidad.
Discernir estos carismas es la tarea del Magisterio. Así, la Tradición se expresa y concreta en monumentos y testigos: liturgia,
concilios, padres de la Iglesia, santos, teólogos, contemplativos, mártires, servidores ministeriales, humildes fieles, etc. La
teología, que es la apropiación e interpretación del sentido regenerador, iluminador y salvífico de la tradición nace de ésta,
entendida como presencia vivida y testimoniada de las realidades cristianas. El Espíritu Santo sigue desplegando el sentido
profundo de las palabras de Jesús, esto se da en la Iglesia. En definitiva, la matriz de la teología es el triángulo constituido por
Iglesia, Tradición y Biblia.

Habiendo dado a conocer la determinación histórica de la teología, es necesario complementar dicha determinación
con la filosofía. Para lo que concierne al quehacer teológico, la mejor relación entre trascendencia e historia es una religación
saludable entre la visión soberana del Eterno sobre la criatura y la visión desde la inmediatez de lo real que asciende a la
divinidad. Dicha relación es dialéctica en donde, dentro del quehacer de la teología, se pueda pasar de la comprobación de
hechos a la interpretación de sentidos, de la historia a la trascendencia, de lo que apela a la experiencia y libertad particulares
a lo que apela a la razón universal, de la historia sagrada a la metafísica pura y dura. Esto es necesario hacerlo desde la
perspectiva filosófica, ya que sin ella, la universalización de la historia podría caer en una mitificación del contenido. De esta
manera, la teología puede no solo deducir conclusiones de los textos bíblicos o magisteriales, sino, ante todo, penetrar en el
contenido mismo del Misterio y en la lógica interna de la fe.
Fr. Fabián Leonardo Rueda Rueda, O.P.

Referencia Bibliográfica: González, O (2008). El quehacer de la Teología. Salamanca: Sígueme.

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