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LA DEMOCRACIA EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN

SUMARIO:

I.- INTRODUCCIÓN - OBJETIVOS

II.- LA GLOBALIZACIÓN. UNA APROXIMACIÓN CONCEPTUAL

III.- LOS GRANDES MITOS DE LA GLOBALIZACIÓN

IV.- REPENSANDO LA DEMOCRACIA

V.- INTERCONECTIVIDAD DE REDES Y DEMOCRACIA

VI.- A MODO DE CONCLUSIÓN

Bibliografía

I.- INTRODUCCIÓN - OBJETIVOS

La difusión de la democracia a escala global, la comunicación de sus procesos, de sus


reglas procedimentales, pero, fundamentalmente también, la fuga de sus valores más
universales hacia espacios territoriales hasta hace poco regidos por autocracias, es quizá el
fenómeno político más destacado de finales del milenio.

En efecto; mientras que a mediados de los años setenta, cuando menos las dos terceras
partes de los países del mundo estaban regidos por dictaduras, a finales de los noventa este
porcentaje ha caído significativamente hasta situarse en menos de un tercio, al mismo
tiempo que los regímenes democráticos han crecido con una rapidez pocas veces vista.

Este proceso de sostenida expansión espacial de la democracia encierra, no obstante, una


curiosa paradoja: tiene lugar en el mismo momento en que la propia democracia, como
forma paradigmática de organización política, aparece seriamente cuestionada en su
eficacia, a la luz de su supuesta incapacidad de dar respuestas efectivas a las demandas de
profundización de sus contenidos. A las ya clásicas críticas de que a lo largo de los últimos
ciento cincuenta años fue objeto la democracia liberal, se suman ahora los duros
cuestionamientos que -desde diferentes posiciones ideológicas- se dirigen contra las
modernas democracias del bienestar.

El propósito del presente trabajo es intentar explicar este proceso de expansión espacial de
la democracia desde la óptica del conjunto de interacciones económicas y culturales, a
escala transnacional, que se ha dado en llamar -no sin cierta imprecisión conceptual-
globalización y, en especial, desde la influencia que ejerce, sobre ambos fenómenos
(democratización y globalización) la creciente y cada vez más veloz interconectividad
informacional de espacios remotos a escala global.

Para acometer nuestra tarea es preciso, en primer lugar, intentar una aproximación
conceptual a la idea de globalización, frente a la evidencia de que esta expresión no
solamente ha sido, y es, fuertemente contestada desde diferentes posiciones teóricas y
políticas, sino también de que el debate teórico en torno a la globalización se encuentra
todavía ligeramente ensombrecido por cada vez más inexplicables apriorismos ideológicos.
En segundo lugar es necesario dar a conocer qué decimos cuando decimos democracia.
Hasta hace algunos años -más concretamente en la épocas de auge de las llamadas
democracias populares vigentes en países del bloque comunista, no todo el mundo utilizaba
la palabra democracia para describir la misma fenomenología política.

Por último, es preciso echar un vistazo sobre las implicancias políticas, sociales y culturales
de lo que hasta aquí ya se conoce como revolución de la información, tarea que
acometeremos ayudados por interesantes estudios empíricos sobre la relación existente
entre el ya aludido proceso de expansión espacial de la democracia y la interconectividad
de grandes redes de información a escala global.

A la luz de estas reflexiones, finalizaremos el presente trabajo ensayando algunas


conclusiones acerca de lo que, intuimos, serán los nuevos escenarios, contornos y desafíos
de las democracias del próximo siglo.

II.- LA GLOBALIZACIÓN. UNA APROXIMACIÓN CONCEPTUAL

Desde bendición de finales de milenio, capaz de expandir la riqueza, el conocimiento y el


horizonte de libertades a despecho de las fronteras nacionales y hasta límites nunca antes
conocidos, a plaga bíblica que amenaza con aniquilar identidades, uniformar ideologías y
ahogar a los espacios, sociedades e individuos más pobres, la palabra globalización atesora
en su imprecisión un amplio abanico de contenidos y contradicciones.

Su utilización como arma arrojadiza en la lid política, especialmente a niveles locales,


introduce, si cabe, aún mayores dosis de imprecisión conceptual y contribuye
sustancialmente a la pérdida de calidad del debate político en torno al fenómeno de la
globalización y sus implicancias socioculturales.

Por encima de las coyunturales e interesadas disputas locales el panorama no es


definitivamente más alentador: de un lado, los partidarios de la integración internacional
suelen anatematizar a sus oponentes colgándoles el rótulo de proteccionistas y
achacándoles ser incapaces de comprender los principios de las ventajas comparativas y las
complejidades del marco normativo e institucional de los negocios internacionales; del otro,
los críticos de la globalización suelen culpar a los economistas de esgrimir una visión
estrecha y tecnocrática de los procesos de integración económica y de autoconvencerse de
la eficacia de modelos teóricos que se apartan del modo de funcionamiento del mundo real
(Rodrik 1997).

Pero mientras el futuro del debate sobre la globalización amenaza con continuar
ensombrecido por la puja de intereses, desde el mundo académico se insinúan ya los
primeros intentos de dotar al término globalización de su carta de ciudadanía científica. A
pesar de las ya apuntadas imprecisiones conceptuales y la aparente falta de neutralidad
ideológica del concepto, pero fundamentalmente a causa de ellas, el fenómeno de la
globalización parece convocar a los autores a la tarea de echar las primeras luces sobre la
oscuridad de sus contornos. Así, desde finales de los años ochenta numerosos autores han
abordado, desde diferentes plataformas, esta cuestión: Barnet y Cavanagh, 1994; Dicken,
1992; Greidner, 1997; Kanter, 1996; Rosenau, 1996; Krugman, 1996; Thurow, 1996 y
Rodrik 1997.

Las posiciones de estos autores oscilan entre la valoración de la globalización como una
fuente de oportunidades digna de ser explotada (por ejemplo, Kanter, 1996) y la
consideración crítica de un fenómeno al que culpan, sin más, de la destrucción o, quizá
mejor, la disgregación del tejido social en varias comunidades (Greidner, 1997; Barnet y
Cavanagh, 1994). Una tercera posición parece aceptar a la globalización como una realidad,
pero al mismo tiempo se preocupa por advertir que, sin la oportuna introducción de
adecuados mecanismos de equilibrio, la globalización es capaz de proyectar, en el corto
plazo, efectos sociopolíticos sumamente negativos para los estados soberanos.

Hasta aquí parece claro que al hablar de globalización nos estamos refiriendo a un
fenómeno que nace y se expande en el campo de las relaciones económicas transnacionales
y que -cuando menos en sus primeros pasos- se revela peligrosamente ambivalente: fuente
de nuevas oportunidades para la creación y la distribución de la riqueza, por un lado; fuente
de desintegración social y política, por el otro.

Lo que pocos discuten es que el fenómeno de la globalización tiene como eje y motor a los
procesos económicos transnacionales. No en vano el más grande beneficiario de las
tendencias hacia la integración a escala global es el capital financiero. Esta centralidad de la
economía en los procesos de globalización se advierte con nitidez en algunas de las
definiciones ensayadas por los autores: Así, Hitt, Ireland y Hoskisson, 1997, sostienen que
la globalización consiste en la difusión de las actividades económicas alrededor del mundo
y en los ajustes -especialmente culturales y políticos- que acompañan esta difusión. De
acuerdo con estos autores, estas actividades suponen el movimiento y la circulación más o
menos libre de bienes, servicios, personas, cualificaciones e ideas a través de las fronteras
geográficas. En otros términos, que la globalización parece manifestarse como un
fenómeno que involucra un proceso de centralización de la toma de decisiones en materia
económica.

Autores como Kanter se han preocupado por poner el acento sobre la cuestión política y los
mecanismos de poder. Para Kanter la globalización estaría caracterizada por la
convergencia de dos fenómenos: de un lado, la pérdida o, más bien, el relajamiento del
control político por parte de los gobiernos nacionales, que se expresa en el abandono
progresivo de las pretensiones regulatorias frente a la evidencia del avance implacable de
aquel proceso de centralización de toma de decisiones económicas (los estados nacionales
pasarían de ser decision-makers a ser, meramente, decision-takers); del otro, una
coordinación estratégica cada vez más estrecha entre los gigantes industriales.

Otros autores (Czinkota, et. al., 1995) prefieren poner énfasis en la cuestión cultural. Para
ellos, la globalización se encuentra basada en la creencia de que el mundo moderno se
caracteriza por su mayor y cada vez más creciente homogeneidad. Desde este punto de
vista, las distinciones entre las entidades nacionales (por ejemplo, los mercados) no
solamente parecen tender a borrarse sino que, incluso, amenazan con desaparecer por
completo.

A los efectos que interesan al objetivo del presente trabajo, resulta particularmente útil y
atractiva la definición aportada por Rosabeth Moss Kanter, 1995, que advierte en la
globalización un proceso de cambio que arraiga en la combinación entre el incremento de la
actividad transnacional (cross-border activity) y la difusión de las tecnologías de la
información que permiten una comunicación virtualmente instantánea con cualquier punto
del planeta.

En la misma dirección, Manuel Castells va a definir a la globalización como un proceso


referido a la integración global en los terrenos social, político, económico y cultural, que
emana básicamente de dos fuentes: el avasallante desarrollo de las nuevas tecnologías de la
información y los procesos de reestructuración en el modo de funcionamiento de la
economía capitalista.

Pero así como la globalización parece ser entendida por todos como un cambio importante
en los principios organizacionales de la vida social, ninguna de estas consideraciones
tendría demasiado sentido si es que no se acierta a poner en relación a los procesos de
integración a escala supranacional con los cambios de la vida social que se producen a
escala local. Por ello, el concepto de globalización no debe, a nuestro juicio, perder de vista
el hecho de que la integración a escala global es siempre mejor entendida como un
fenómeno espacial que enlaza, sin solución de continuidad, lo local en un extremo, con lo
global en el otro.

Desde esta perspectiva, la globalización revela un cambio en los aspectos espaciales de la


organización humana que supone la incorporación y la combinación de modelos de
actividad a nivel transcontinental o interregional así como un refuerzo de las interacciones
que acarrean cambios profundos en los esquemas de ejercicio del poder.

Estos cambios espaciales de la organización de la convivencia suponen también la


profundización y el acercamiento de las relaciones sociales e institucionales a través del
espacio y del tiempo, de tal suerte que, por un lado, las actividades cotidianas del nivel
local son constante y crecientemente influidas por sucesos acaecidos en cualquier punto del
planeta, y, por el otro, las prácticas y las decisiones de los grupos o comunidades locales
poseen la virtualidad de proyectar sus efectos y consecuencias a escala global (David Held,
1997, citando a Anthony Giddens, 1990). Parece claro, no obstante, que esta
profundización de las relaciones sociales y de las interacciones entre los estados y las
sociedades locales o remotas no serían del todo posibles sin el concurso de las modernas
redes de comunicación y las tecnologías de la información, probablemente, las únicas
capaces de acelerar la difusión de bienes, servicios, personas, ideas, información, dinero,
normas, actitudes, prácticas y patrones de comportamiento, a la vez que las únicas capaces
de crear la sensación de proximidades distantes que rezuma el proceso de globalización
(Rosenau, 1996).

A modo de conclusión es posible afirmar que la globalización como fenómeno dista mucho
de comportarse como una condición singular o como un proceso lineal. Antes al contrario,
la realidad nos la enseña como un fenómeno multidimensional que abarca y se proyecta
sobre diferentes campos de actividad, incluidos los terrenos económico, político,
tecnológico, militar, jurídico, cultural y aún medioambiental, en los que las formas de
interacción suelen adoptar estilos e intensidades diferentes. Siguiendo el análisis de
Rosenau, podemos sostener que el proceso de difusión de bienes, valores y conductas que
se encuentra en la base de la globalización ocurre a través de cuatro vías interconectadas y
superpuestas: (1) a través de interacciones dialógicas facilitadas por las nuevas tecnologías,
(2) a través de las interacciones monológicas que promueven los medios masivos
analógicos, (3) a través de la emulación y (4) a través del isomorfismo institucional.

Por consiguiente parece más acertado sostener aquí que la globalización se encuadra en, y
se explica por, un sistema de interacciones local/global de geometría variable.

De esta constatación surge un primer obstáculo para la formulación de una teoría general de
globalización: su carácter multidimensional, que aconseja, en todo caso, su aprehensión
teórica a partir del análisis de lo que sucede en cada uno de aquellos campos de actividad.

Por tanto, en un intento de aproximarnos más y acotar nuestro objeto de estudio, en lo que
sigue pasaremos revista a las cuestiones vinculadas con el impacto de la globalización
sobre los sistemas políticos nacionales, con especial atención a los cambios que afectan a
las modernas democracias y a los subsistemas de bienestar, dejando de lado -en la medida
que no resulte estrictamente imprescindible para llevar a buen puerto la tarea propuesta- las
implicancias económicas de la globalización, sobre lo que ha escrito hasta la saciedad.

Hacia el final de nuestro trabajo intentaremos desentrañar las relaciones entre la difusión de
la democracia (en tanto sistema político paradigmático del nuevo orden mundial) y la
creciente expansión de la interconectividad de las redes informacionales de carácter global.

III.- LOS GRANDES MITOS DE LA GLOBALIZACIÓN

Desde posiciones pesimistas se ha difundido con insistencia la idea de que la globalización,


tal cual la hemos venido dibujando a lo largo de los párrafos anteriores, encierra en sí
misma el germen de la destrucción de los estados nacionales o, cuando menos, amenaza
con provocar la pérdida sustantiva de aquellos poderes incontestadamente ejercidos desde
su consolidación como forma excluyente de dominación política allá por el siglo XVII.

Lo cierto es que la tesis del fin de los estados nacionales y la certificación de la muerte de
los atributos tradicionales de la soberanía nacional carece de fundamentos sólidos, a menos
que se valore como una crisis del poder político a escala local el hecho cierto de la
creciente interpenetración de las cuestiones transnacionales y las políticas locales. Pero
¿cómo conciliar la idea del mantenimiento de la centralidad del Estado frente a la evidencia
de que tanto la riqueza como el poder son crecientemente generados por transacciones
privadas que tienen lugar a través de las fronteras de los estados y no tanto ya dentro de
ellas?

Si como sostienen muchos autores, la globalización se expresa en la tendencia cada vez


más sostenida a la expansión y la integración a escala global de las actividades económicas,
el hecho de que, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, el incremento de la
actividad económica transnacional haya sido acompañado de un crecimiento igualmente
importante del aparato del Estado, parece desmentir aquella supuesta incompatibilidad
entre globalización y pervivencia de los estados nacionales. Ello, hasta el extremo de llegar
a sugerir que niveles más altos de presencia del Estado en la vida social y económica
constituyen, en todo caso, una ventaja competitiva en la economía globalizada.

Según señala Rodrik, el periodo de posguerra ha revelado dos tendencias aparentemente


contradictorias: el crecimiento de la actividad económica transnacional, por un lado, y el
correlativo aumento del aparato del Estado, por el otro. De acuerdo con este autor, antes de
la Segunda Guerra el gasto público promedio se situaba en torno al 20 por cien del producto
interior bruto (PIB) en la mayoría de los países actualmente industrializados. A mediados
de los noventa, esta cifra se incrementa hasta el 47 por cien, registrándose los mayores
saltos en países como los Estados Unidos (del 9 al 34 por cien), Suecia (del 10 al 69 por
cien) y Holanda (del 19 al 54 por cien). Rodrik explica que la mayor parte de la expansión
de la actividad gubernamental en el periodo analizado se vincula con el incremento del
gasto social y, particulamente, con las transferencias de ingresos. Concluye el autor
afirmando que existe una sorprendente y sólida asociación entre el grado de exposición de
los países al comercio internacional y la importancia del gobierno en la economía,
especialmente en cuanto se refiere a su papel de garante de los sectores más débiles frente a
los riesgos de la economía capitalista.

Pero esta lectura no ha de hacerse sin tomar en cuenta la paradoja que encierra el hecho de
que las mayores demandas de tutela social por el Estado, que surgen como consecuencia de
la globalización, a menudo chocan contra la decreciente capacidad de aquél para responder
efectiva y eficazmente a tales demandas. En otros términos, que allí donde la globalización
parece estimular una nueva expansión del Estado en el terreno de la Seguridad Social, al
mismo tiempo parece ignorarse la crisis -ya marcadamente estructural- de los mecanismos
de bienestar surgidos en la segunda posguerra al calor de los frágiles equilibrios
internacionales de entonces y de las razonables relaciones de fuerza entre el movimiento
obrero y los sectores del capital.

Desde otro punto de vista el Estado, tal cual le hemos conocido a lo largo de los últimos
tres siglos, parece encontrar también en la globalización nuevas fuentes de oportunidades y
nuevos espacios para el ejercicio del poder. A contrario de lo que suele sostenerse como
lugar común, en cuanto a que los modernos estados nacionales operan en el campo
internacional simplemente como agentes o sponsors de las grandes corporaciones
multinacionales que acogen en su seno, en la esperanza de que ellas sean las garantes de la
prosperidad necesaria para mantener a flote todo el sistema (Greidner, 1997), lo cierto es
que el Estado parece más bien empeñado en capturar, día a día, nuevos espacios y áreas de
influencia en el vasto y complejo entramado de regímenes y organizaciones internacionales
que han sido establecidas para gestionar importantes áreas de actividad transnacional y dar
solución a desafíos de política colectiva.

Siguiendo a Held, podemos afirmar que allí donde se piensa que la globalización plantea un
duro desafío a la vitalidad de la organización estatal, es más atinado pensar que, no obstante
la importante resignación de sus poderes tradicionales en materia económica (más
concretamente, en ciertos aspectos de la actividad comercial y financiera a escala
internacional), el Estado parece igualmente capaz de obtener algunas ventajas en el nuevo
contexto, a condición de repensar su inserción en aquel complejo entramado de relaciones
políticas multilaterales y multinacionales, en el que interactúan no solamente los gobiernos
sino también las organizaciones gubernamentales internacionales (OGI) y una amplia gama
de grupos de presión transnacionales y organizaciones no-gubernamentales internacionales
(ONGI).

Pero aunque los nuevos escenarios internacionales planteen para los estados tradicionales
atractivos desafíos y generen nuevos espacios de poder, no parece conveniente ni oportuno
aventurar que el futuro del Estado nacional y su raison d’etre se encuentren vinculados
exclusivamente a los procesos de integración. Porque así como no parece probable que la
globalización sea capaz de forzar la aparición de instancias gubernamentales
transnacionales únicas (un gobierno global) para la gestión y resolución de los conflictos
sociales comunes, de momento tampoco es prudente negar al Estado su calidad de
protagonista central en los procesos políticos y sociales que se verifican en el nivel local.
De acuerdo con la visión de Rodrik, a pesar de la revolución en el transporte y las
comunicaciones y el progreso sustancial en materia de liberalización del comercio a lo
largo de las últimas tres décadas, las economías nacionales aún permanecen relativamente
aisladas entre sí. Afirma este autor -citando a Krugman- que la mayoría de los gobiernos
del mundo industrial avanzado no son tan prisioneros de la globalización como se piensa
comúnmente. Antes al contrario, aquéllos detentan aún cuotas sustanciales de autonomía a
la hora de regular sus economías, de diseñar sus políticas sociales y de mantener
instituciones diferentes a las de sus socios comerciales.

Vista esta cuestión desde otro ángulo, puede afirmarse -a la luz de los precedentes
históricos- que no es precisamente el nivel de integración de la economía mundial el que
amenaza los tradicionales bastiones del Estado nacional. La mayoría de los autores coincide
en señalar, tomando en cuenta diferentes variables, que la economía mundial, así como los
intercambios entre países, habían alcanzado todavía mayores cotas de integración y
desarrollo que las actuales a finales del siglo XIX. Estos equilibrios -quebrados
posteriormente por el estallido de la Primera Guerra Mundial- condujeron sin embargo a la
afirmación del papel central de los Estados nacionales, más que a su minimización.

Más cierto aún es que, si ha de entenderse a la globalización como un fenómeno


esencialmente político más que como un simple impulso de las fuerzas productivas, parece
más que obvio que los comportamientos políticos o los diseños institucionales de finales de
siglo solamente pueden ser explicados colocando, invariablemente, al Estado en el centro
del análisis político. Y si -como razonábamos más arriba- la globalización descansa sobre
un continuum entre lo local y lo global, parece igualmente cierto que las antiguas
herramientas de análisis político del Estado y la sociedad (diseñadas alrededor de la lógica
de las comunidades más o menos acotadas) conservan indudablemente su utilidad y
vitalidad teóricas.

Donde quizá las herramientas de análisis del Estado deban ser corregidas o revisadas es en
el plano externo de la realidad política. El proceso de globalización tiene lugar en el marco
de cambios profundos en la estructura internacional, marcada por el colapso del mundo
bipolar, la consecuente disminución del poder de las políticas estatocéntricas, y la práctica
desaparición de las rivalidades militares. La arena de las relaciones internacionales parece
hoy continuamente sacudida por la emergencia de nuevos actores y, especialmente, por la
densidad de las nuevas conexiones tecnológicas entre los estados que obligan ya a
reformular, entre otras, la idea de la seguridad nacional.

El segundo de los grandes mitos de la globalización se refiere a la creencia de que los


procesos de integración descansan también sobre un sólido consenso ideológico global,
valorado por unos como una dictadura del capital financiero internacional, y por otros como
una revancha del liberalismo contra los supuestos excesos del consenso social-democrático
de la posguerra y de su producto más genuino: el Estado del Bienestar.

Desde estas posiciones fuertemente contestatarias de la globalización se alerta sobre la


creciente vulnerabilidad de vastos sectores de asalariados a causa de la convergencia de
factores tales como la extrema movilidad del capital financiero, la pérdida por los
trabajadores del control sobre sus mercados de trabajo -especialmente en términos de
empleo- las políticas de desindicalización y la pérdida de sintonía estratégica entre las
fuerzas políticas y económicas (partidos y sindicatos) que expresan los intereses de las
clases trabajadoras.

Pero lo que es cierto para trabajadores de baja cualificación no lo es tanto para trabajadores
que poseen cualificaciones medias o altas, para los que la economía de escala global
constituye una fuente, virtualmente inagotable, de nuevas oportunidades laborales
(profesionales y económicas), más que una amenaza a su supervivencia. El verdadero
problema radica en que la movilidad del trabajo sigue siendo muy limitada, especialmente
si se la compara con la fluidez de la circulación del capital a través de los circuitos
electrónicos de las redes financieras globales. Es igualmente probable que el proceso de
fractura de la homogeneidad de la clase trabajadora iniciado con la crisis capitalista de 1973
se profundice a partir de la difusión de los nuevos paradigmas laborales, aunque de la
pérdida de homogeneidad y la falta de acción unitaria de las fuerzas obreristas no pueda
seguirse, sin más, la caída en picado de los niveles históricos de bienestar.

Porque así como la movilidad de la mano de obra aparece en general lastrada por factores
institucionales y, especialmente, por factores culturales, del otro lado comienza a emerger
un segmento de trabajadores que reclaman, con argumentos de peso, su inserción en una
especie de mercado de trabajo global: profesionales de I+D innovador, ingeniería de
vanguardia, gestión financiera, servicios empresariales avanzados y ocio, que cambian y se
conmutan de unos nodos a otros de las redes globales de controlan en planeta (Johnston,
1991, citado por Castells, 1996).

Bien es cierto que la pretendida globalización de un sector abrumadoramente minoritario de


la mano de obra no permite extrapolar conclusiones y abrir un compás de esperanza en
torno al mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de cientos de millones de
seres humanos. Pero en un contexto de turbulencia e inestabilidad socioeconómica cada vez
más acusadas, existen algunos motivos para moderar el pesimismo. Como acertadamente
apunta Manuel Castells, existe una tendencia histórica hacia la interdependencia cada vez
mayor de la mano de obra a escala global mediante tres mecanismos: empleo global en las
compañías multinacionales y sus redes asociadas que cruzan las fronteras; los impactos del
comercio internacional sobre las condiciones de empleo y trabajo, tanto en el Norte como
en el Sur; y los efectos de la competencia global y del nuevo modo de gestión flexible sobre
la mano de obra de cada país. En cada caso, la tecnología de la información es el medio
indispensable para que haya vínculos entre los diferentes segmentos de la mano de obra a lo
largo de las fronteras nacionales.

Si a este cuadro añadimos los efectos, todavía escasamente previsibles, de la revolución


tecnológica en ciernes, que apunta a la transformación de los procesos de trabajo e insinúa
ya nuevas formas de organización social y técnicas de división del trabajo, parece cuando
menos inconveniente pronosticar que la globalización tendrá consecuencias exclusivamente
negativas sobre el mundo de trabajo. Del mismo modo, parece también exagerado sostener
que la globalización afecta solamente a los trabajadores de los países en desarrollo. La
realidad demuestra que tanto en los Estados Unidos, como la Europa o en Japón, los efectos
del aumento del comercio internacional y la movilidad del capital se han traducido en
importantes pérdidas de empleos en sectores de baja cualificación laboral.

En todo caso, lo que sí aparece como una consecuencia directa de los procesos de
incremento de la actividad económica transnacional es la preocupante inequidad en la
distribución del ingreso, que parece inclinar la balanza en favor de los trabajadores con
mayor nivel de cualificación en perjuicio del resto, aunque autores como Krugman y
Lawrence sostengan que la creciente inequidad en la distribución del ingreso es debida
-más que a la globalización- a los cambios sustanciales en el paradigma tecnológico. Frente
a este fenómeno, la respuesta sindical en la negociación colectiva aparece fuertemente
condicionada por el riesgo de que las empresas simplemente se establezcan en otros países
como respuesta a las demandas sindicales de mayores salarios (Sachs, 1998).

Pero por otro lado, la transformación de la gestión y el trabajo, de la mano de la revolución


de la información, apuntan a mejorar la estructura ocupacional en la medida en que
aumenta el número de puestos de trabajos de baja cualificación. Como acertadamente
señala Castells, el incremento del comercio y la inversión globales no parece ser, por sí
mismo, un factor causal importante en la eliminación de puestos de trabajo y la degradación
de las condiciones laborales en el Norte, mientras que contribuye a crear millones de
puestos de trabajo en los países de reciente industrialización (Castells, 1996).

En el mejor de los casos, la globalización ha contribuido a desnudar algunas falencias,


traducidas en rigideces estructurales de los mercados de trabajo y en desajustes de
cualificación, que constituyen, al menos en opinión de importantes organizaciones
económicas internacionales como la OCDE o el FMI, la verdadera causa del aumento del
desempleo masivo, el subempleo, las desigualdades en los ingresos, la pobreza y la
exclusión social.

A modo de conclusión puede decirse que es poco probable que el aumento de riqueza, los
incrementos de la productividad a nivel global, el levantamiento de las barreras
proteccionistas y el desarrollo del comercio internacional -fenómenos todos asociados a la
globalización- se traduzcan sin más en la desintegración del tejido social. Los cambios en el
mundo del trabajo, especialmente los que afectan a la estructura ocupacional y al poder de
las organizaciones sindicales, obedecen tanto a las transformaciones operadas en los
escenarios internacionales como a los cambios, aún más profundos, que sufren los
paradigmas tecnológico y organizativo, sin que quepa sospechar, como antaño, que detrás
de la difusión de las nuevas tecnologías y formas de organización del trabajo se disimula el
intento del capital de tomarse revancha de las cuatro décadas de preeminencia relativa de su
antagonista social.

IV.- REPENSANDO LA DEMOCRACIA

En el capítulo introductorio del presente trabajo destacamos el hecho de que la


globalización está siendo acompañada por una expansión sustantiva, a nivel espacial, de la
democracia como sistema de gobierno. Pero al mismo tiempo que las dos terceras partes de
los países del mundo disfrutan de alguna forma de régimen democrático, el propio concepto
de democracia parece haberse vuelto más difuso, envuelto por la tormenta -a menudo
sobreideologizada- desatada por la tensión constante entre los aspectos formales y los
sustanciales del proceso democrático.

Por ello es bueno hacer caso de la advertencia de Bobbio en el sentido de que la única
manera de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto contrapuesta a todas las
formas de gobierno autocrático, es considerarla caracterizada por un conjunto de reglas
(primarias o fundamentales) que establecen, básicamente, quién está autorizado para tomar
las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos.

De la pluralidad de regímenes democráticos existentes surge inmediatamente una amplia


variedad de matices, no solamente de intensidad democrática sino también de diseños
institucionales, que aconseja adoptar, como lo hace Bobbio, una definición mínima de
democracia.

Es por ello que al hilo del pensamiento del filósofo turinés sostendremos la necesidad de
que aquella definición mínima se resuelva en la enumeración de las denominadas reglas
universales de procedimiento, de cuya observancia o no por un determinado régimen
político depende, en definitiva, su calificación de democrático.

Entre estas reglas, corresponde citar, por su importancia, a las que prescriben que:

El máximo órgano político, a quien está asignada la función legislativa, debe estar
compuesto por miembros elegidos, directa o indirectamente, con elecciones de primer o de
segundo grado, por el pueblo.
Junto al supremo órgano legislativo deben existir otras instituciones con dirigentes
elegidos, como los entes de la administración local o el jefe del Estado (como sucede en las
repúblicas).
Han de ser electores todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin
distinción de raza, de religión, de ingresos y posiblemente también de sexo.
Todos los electores deben tener igual voto.
Todos los electores deben ser libres de votar según su propia opinión formada lo más
libremente posible, es decir, en una contienda, también libre, de grupos políticos que
compiten por formar la representación nacional (lo cual excluye como democrática a
cualquier elección con lista única y bloqueada).
Tanto para las elecciones de los representantes como para las decisiones del supremo
órgano político vale el principio de mayoría numérica, aún cuando pueden ser establecidas
diversas formas de mayoría según criterios de oportunidad no definibles de una vez por
todas.
Ninguna decisión tomada por la mayoría debe limitar los derechos de la minoría, de manera
particular el derecho a de convertirse, en igualdad de condiciones, en mayoría.
El órgano de gobierno debe gozar de la confianza del parlamento o bien del jefe del poder
ejecutivo a su vez elegido por el pueblo.
El habernos decantado por un concepto de democracia que resalta los aspectos meramente
procesales de los procesos de formación de la voluntad política colectiva no solamente
simplifica la visión de los acontecimientos y elude, con cierta elegancia, la invitación a
pronunciarse sobre qué contenidos haya de tener el régimen político, sino que resulta de
utilidad para el estudio del impacto de los procesos de integración (a escala regional y a
escala global) sobre la propia democracia y, en especial, la influencia que en la difusión de
sus valores y principios fundamentales han tenido y tienen las redes globales de
información.

De momento es importante advertir que a medida que la globalización produce un


desplazamiento o, si se prefiere, una ampliación de las áreas de ejercicio del poder efectivo,
y que en ellas el régimen político comparte su influencia y su autoridad con diferentes
órganos que operan a los niveles regional e internacional, parece claro que el
mantenimiento de la calificación democrática de un determinado régimen político
dependerá de su capacidad para expandir la participación y los controles de la base social
sobre los nuevos procesos políticos. En otros términos, que la globalización vuelve a
colocar sobre el tapete el principio de legitimidad que instituye la democracia (el poder del
pueblo) y renueva, una vez más, la preocupación por resolver el problema central que se
deriva de la actuación de aquel principio: de qué modo y qué cantidad de poder transferir
desde la base hasta el vértice del sistema potestativo (Sartori, 1998).

Pero la globalización plantea también el problema de determinar con precisión qué


conjunto de individuos ha de merecer la consideración de base social. En otras palabras, si
la democracia globalizada ha de seguir otorgando todo el crédito a las comunidades
políticas locales o si, por el contrario, resulta obligada la articulación con las comunidades
políticas que operan más allá del alcance de los estados nacionales individuales en espacios
tan importantes y complejos como en los que se desenvuelven las estructuras y procesos (de
carácter económico, organizacional, administrativo, jurídico y cultural) del nivel
transnacional.

Alejada por el momento la idea de una comunidad global regida por un gobierno único,
resta saber si los regímenes democráticos, tal cual han sido caracterizados a través de la
enumeración de sus reglas universales de procedimiento, sobrevivirán a los retos lanzados
desde el sistema internacional que afectan básicamente su autonomía (por la alteración de
la ecuación coste/beneficio de las políticas públicas) y su soberanía (mediante la alteración
del equilibrio entre los marcos normativos nacionales, regionales e internacionales y las
prácticas administrativas).

Sin embargo, por muy interesante e insoslayable que resulte la visión ex parte principis, no
puede perderse de vista el hecho de que los procesos de globalización han puesto y seguirán
poniendo en entredicho el papel de las fronteras nacionales como demarcaciones
tradicionales para las bases sobre las que los individuos son incluidos o excluidos de la
participación en las decisiones que afectan sus vidas. Una visión ex parte populi sugiere
que en la medida en que una parte nada desdeñable de los procesos socioeconómicos y
decisionales se desenvuelve más allá de aquellas fronteras, aparecen en entredicho algunas
categorías clave de la democracia como el consenso, la legitimidad y las formas
representativas.

Pero así como estas nuevas demandas de participación son posibles en un contexto de
mayor cohesión e interdependencia de las diferentes sociedades civiles nacionales, no
resulta aventurado pensar que las esperadas respuestas del sistema democrático encuentren
en las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones un canal privilegiado de
conexión y satisfacción de aquellas demandas.

Los mecanismos de participación democrática, cualquiera sea en definitiva la forma que


adopten en el nuevo orden globalizado, tenderán a distinguir cada vez menos entre la
naturaleza local, nacional, regional o internacional de los problemas a resolver. El proceso
de emergencia de nuevas voces, de nuevos actores en la naciente sociedad civil
transnacional alerta sobre la necesidad de los ciudadanos de encontrar nuevas formas y
nuevos espacios de vida pública, a la vez que certifica el final del un orden internacional
estatocéntrico, dudosamente democrático, basado en la consideración de los estados
nacionales individuales como el pueblo de la democracia internacional y en las
organizaciones gubernamentales internacionales como instancias centralizadas de
resolución de los problemas colectivos. De este proceso no resulta ajena la posibilidad que
brindan las nuevas tecnologías de la información a los grupos de interés y organizaciones
no gubernamentales internacionales de interactuar e influir sobre las opiniones públicas con
la misma eficacia y penetración con que lo hacen los propios aparatos estatales nacionales.

Pero los augurios de nuevas formas de participación democrática y la emergencia de una


ciudadanía global no están exentos de reacciones: nuevas formas de fundamentalismos y
tribalismos varios que postulan la superioridad de determinadas identidades (religiosas,
culturales o políticas) sobre otras, a la vez que afirman la preeminencia de las cuestiones y
los intereses sectoriales y localistas por sobre los problemas transnacionales. A las
reacciones que provienen de extramuros del sistema se suman también las que se producen
y multiplican hacia adentro del propio sistema: la creciente proximidad de los ciudadanos,
estimulada y favorecida tanto por los medios masivos analógicos de difusión de la
información como por los más modernos e individuales medios digitales, está comenzando
a poner en cuestión a la democracia representativa, de modo que las demandas de más
democracia se traducen -tal como lo entiende Sartori- en una aspiración de dosis crecientes
de directismo, de democracia directa.

Pero la aspiración de una nueva Atenas, basada en los infinitos horizontes de interacción de
las redes globales como Internet, parece de momento una ilusión más que una prometedora
realidad, por mucho que el optimismo tecnológico se encargue de trazar todas las analogías
posibles entre la polis y la comunidad de ciudadanos que giran alrededor de Internet. Es
más realista en todo caso pensar que la mayor difusión y penetración de las redes digitales
de información, la universalización del empleo de los ordenadores y la interacción de
personas y de organizaciones alrededor de aquellas provocarán, en el medio plazo, una
saludable revolución en los campos del conocimiento y del aprendizaje. Ciudadanos mejor
formados y más informados contribuirán a modelar un demos mejor preparado para el
ejercicio de sus funciones políticas primarias (la elección de sus representantes, por
ejemplo) y a forjar una opinión pública más transparente, menos masificada, difícilmente
manipulable y más atenta a los sucesos de interés público.

Pero antes de sumergirnos en el oscuro pesimismo tecnológico, generalmente más


deprimente y recurrente que el propio pesimismo democrático, o de remontarnos por los
aires, aupados por el optimismo cibernético, parece prudente echar un vistazo a la realidad
de las intersecciones de estos dos planos del comportamiento humano, con el objeto de
intentar establecer las conexiones lógicas entre la revolución democrática y la revolución de
las tecnologías de la información y las comunicaciones. Es lo que haremos en el siguiente
capítulo.

V.- INTERCONECTIVIDAD DE REDES Y DEMOCRACIA

La coincidencia temporal entre la expansión democrática alrededor del mundo y los


avances en las tecnologías de la información y las comunicaciones ha inspirado la idea de
que las conquistas de la libertad y la democracia y la interconectividad de redes electrónicas
pueden estar positivamente relacionadas.

Algunos analistas han advertido que mientras los aparatos gubernamentales intentan
controlar aquellas tecnologías, para ponerlas al servicio de sus fines de dominación política,
al final suelen imponerse los efectos liberatorios de dichas tecnologías, cuyo desbordante
poder se ha revelado capaz de modelar sociedades más competitivas y mejor adaptables a
los cambios. En las postrimerías de la Guerra Fría, George Shultz, antiguo secretario de
Estado norteamericano, predijo que en la medida en que los comunistas intentaran reprimir
y sofocar estas tecnologías, era más que probable que ellos mismos fueran empujados desde
la era industrial a la era de la información; y en la medida en que permitieran a sus
ciudadanos poseer aquellas tecnologías, ponían en serio riesgo su monopolio de control
sobre la información y las comunicaciones (Shultz, 1986).

Los avances del poder político sobre los medios masivos de comunicación analógicos,
como la prensa y, más modernamente, sobre la radio y sobre la televisión, incluso en países
regidos por democracias, se explican a menudo por la necesidad -consustancial a toda
relación de poder- de controlar de alguna forma la actividad o la opinión de los gobernados.
Detrás de esta urgencia vital de los aparatos de dominación política cabalga la idea de que
cuanto más invisible son el ejercicio del poder y sus estructuras de control sobre los
gobernados, el poder resulta más efectivo, más poderoso. La utilización de las tecnologías
de comunicación para estos fines, antes y ahora, ha estado generalmente precedida por un, a
veces, exagerado temor de los detentadores del poder respecto de la capacidad de aquellas
de disminuir el control sobre los gobernados. Es ya célebre la frase de José Stalin
pronunciada al vetar enérgicamente el proyecto de Trotsky para la implantación de un
sistema telefónico en Rusia: Ello destruirá nuestro trabajo. No puede concebirse un
instrumento más peligroso que éste al servicio la conspiración y la contrarrevolución.

Pero lo que es parcialmente cierto para los sistemas de comunicación más tradicionales,
como la prensa escrita, la radio, la televisión, el telégrafo o el teléfono, no lo es tanto para
las nuevas tecnologías de la información, capaz de crear infinitos canales de comunicación
entre los propios ciudadanos sobre soportes relativamente refractarios a los controles
centralizados. Inmediatamente se advierte que, de ser cierta esta premisa, la difusión de las
nuevas tecnologías de la información, esto es, la multiplicación de aquellos canales opacos
a la visión de los poderes políticos, estaría en condiciones de crear rápidamente nuevos
espacios de libertad en donde la interferencia estatal no parece posible y,
consecuentemente, una sociedad civil más y mejor vertebrada alrededor de valores que, a
primera vista, no aparecen como impuestos autoritativamente.

De esta conclusión no puede seguirse, sin más, el que el fenómeno de desarrollo e


implantación de las redes de información y su interconectividad conduzca inmediatamente
a la democracia. Parece en todo caso más prudente sostener que la asombrosa capacidad de
adaptación del sistema democrático, que se halla en la base de su vitalidad y dinamismo, le
legitima, una vez más, para erigirse como el mejor sistema para resolver los siempre
delicados equilibrios de las relaciones entre el poder y la libertad. En otros términos, que el
más flexible de los sistemas que el hombre ha puesto en marcha para ordenar su vida en
sociedad, para gobernar y ser gobernado, se revela como el que mejor se adapta a un
sistema de organización social vertebrado -aunque no exclusivamente- alrededor de
poderosas redes de información digital, de gestión descentralizada y fácilmente accesibles
por los ciudadanos.

A estas alturas del desarrollo de la democracia pocas dudas caben acerca de que existen
determinadas condiciones para el surgimiento, implantación y mantenimiento de los
sistemas democráticos. La literatura politológica tradicional ha venido sugiriendo la
existencia de vínculos muy directos y estrechos entre la estabilidad de la democracia (o la
legitimidad y eficacia del sistema político) y variables tales como el desarrollo económico o
el nivel de educación de la población. Un interesante estudio empírico de Kedzie (1995),
basado en modelos estadísticos, sugiere igualmente una relación directa entre la ola de
democratización en el mundo y la existencia de nodos de redes globales que permiten el
intercambio de correo electrónico. Las conclusiones de este estudio descubren que la mayor
fiabilidad estadística del fenómeno de la interconectividad, convierte a éste en el predictor
más significativo de la democracia, con ventajas sobre los tradicionales indicadores del
desarrollo económico como el tamaño de la población, el producto per cápita, el desarrollo
humano, las tasas de mortalidad infantil, la expectativa de vida o las potencialidades
culturales.

De este mismo estudio se desprende que aún cuando es sabido que la democracia descansa
sobre un sistema más o menos libre de información pública que demanda espacios y
soportes de comunicación igualmente libres y que busca, por tanto, interconectividad, es
más que probable que la relación de causalidad fluya en sentido contrario, es decir, que la
interconectividad influya sobre la democratización y no a la inversa. Buena prueba de ello
sea quizá el hecho, comprobado empíricamente, de que la implantación de redes, la
proliferación de nodos y la conectividad en general registran tasas más positivas en países
con democracias emergentes que en aquellos con democracias consolidadas.

A pesar de las limitaciones que son propias del análisis estadístico, parece claro que la
interconectividad de redes constituye hoy una fuente de nuevas opciones políticas para la
democratización global. Que no obstante la imposibilidad teórica de demostrar la existencia
de una relación de causalidad entre ambos fenómenos, algunos hechos anecdóticos inclinan
a pensar que la relación entre interconectividad y democracia es mucho más seria de lo que
se supone (los mensajes de fax elaborados por los manifestantes pro-democráticos en la
ciudad prohibida china; los mensajes de correo electrónico transmitidos desde el sitiado
edificio del Parlamento Ruso desafiando el intento golpista soviético de 1991; la
coordinación de una sublevación de estudiantes checoslovacos a través de una red de
módems algunos meses antes de la instalación en el poder del Foro Cívico; la utilización de
Internet por el comandante Marcos para dar a conocer al mundo los objetivos del EZLN).

De lo que se trata es que la revolución de la información anima a los ciudadanos a traspasar


las fronteras nacionales para comunicar las infracciones cometidas por los gobiernos contra
los derechos humanos y las libertades fundamentales. En este aspecto las nuevas
tecnologías favorecen la comunicación a través de las fronteras en defensa de la democracia
y los derechos humanos e impiden que los regímenes represivos puedan ocultar su
violación con la misma eficacia de antaño.

Pero los países que, como China, pretenden imponer controles sobre el acceso de sus
ciudadanos a redes globales como Internet, no solamente se arriesgan a un ridículo
mayúsculo desde el punto de vista técnico, sino que se exponen a poner en peligro su
propio crecimiento económico. Por ello, los países que aspiran a ser económicamente
competitivos deben permitir a sus ciudadanos el acceso libre a las redes de información y a
las tecnologías informáticas, aún a riesgo de ceder importantes parcelas de control en
materia económica, cultural y eventualmente políticas.

Para Kedzie, en definitiva, los resultados del análisis estadístico parecen confirmar la
evidencia, hasta ahora anecdótica, de que las tecnologías de la información y las
comunicaciones están facilitando el cambio democrático a escala global. Para el autor, las
implicaciones políticas de estas conclusiones no son desdeñables: como mínimo -sugiere-
los efectos de las revolucionarias tecnologías de la información y las comunicaciones
ayudarán a que los objetivos de la seguridad nacional e internacional sean mejor
entendidos.

La democracia de las redes globales de la información parece al mismo tiempo rechazar la


idea de la exclusión de los procesos decisionales de los ciudadanos individuales menos
expertos. La difusión de las nuevas tecnologías -incluso en las democracias avanzadas-
amenaza, pues, el poder de los expertos así como el peso relativo que sobre los patrones de
comportamiento social aún mantiene las grandes organizaciones (estados nacionales,
corporaciones multinacionales). Lo que parece una realidad en países con democracias de
largo rodaje, se convierte en un poderoso argumento de seducción democrática en los
países con regímenes dictatoriales y en las democracias nacientes.

El potencial liberador de las redes globales de información, en conexión con los nuevas
formas de organización de la vida social promovidas por la incorporación masiva de las
nuevas tecnologías a los procesos productivos, anima a algunos a soñar con sistemas
sociales y políticos si no enteramente basados en, por lo menos estructurados sobre
interacciones básicamente electrónicas entre los individuos. Son quienes advierten que el
creciente impacto de las nuevas tecnologías -incluidas aquí las llamadas tecnologías
blandas de organización- no solamente está determinando el surgimiento de nuevos
paradigmas de organización de la vida social, sino que, al mismo tiempo, favorece la
secundarización del rol del Estado respecto de los procesos económicos en particular. Son
los que, a la luz de estas transformaciones, anuncian para las décadas venideras un cambio
radical en las estructuras y procesos gubernamentales, y la sustitución de la burocracia por
la cyberocracia, neologismo con el que se intenta describir la realidad del Estado que asume
al control de la información como fuente dominante de poder.

Para estas posturas, la cyberocracia no es simplemente un nuevo estadio de la democracia o


la consecuencia más o menos lógica de su evolución, sino q ue, por el contrario, representa
un salto cualitativo en materia de organización del poder que toma buena nota de la
emergencia de nuevos movimientos sociales, de sus apetitos participación política, de los
profundos cambios en el significado de los conceptos de autoridad y democracia, de la
mudanza en la naturaleza de las burocracias, el comportamiento de las elites y la propia
definición de progreso. La cyberocracia es el resultado del cambio en el modo en que los
ciudadanos piensan y sienten el sistema y el mundo en el que viven, así como el producto
de la reformulación general de los esquemas de conflicto y de cooperación en todos los
niveles sociales.

Pero la utopía libertaria de los cyberocráticos parece detenerse aquí. Porque parece claro
también que por detrás o por debajo de las promesas de mayor participación democrática
-quizá la más sólida y atractiva de las que suelen formularse desde el optimismo
tecnológico- las nuevas tecnologías acarrean también ciertos riesgos para la libertad y los
valores democráticos. Sin caer en el crudo pesimismo sartoriano y terciar en su puja
dialéctica con el optimismo negropontiano, resulta prudente advertir que así como las
nuevas tecnologías y en especial la difusión de la interconectividad de redes a escala global
favorecen los procesos democráticos, lo hacen en mayor medida y mejor performance en
espacios con regidos por dictaduras o por democracias incipientes. Que es cierto que la
aceleración de la circulación de la información es capaz de introducir el germen de la
apertura en sociedades cerradas. Pero también es cierto que en las democracias más
avanzadas las nuevas tecnologías pueden llegar a disminuir la eficacia y la intensidad de los
procesos democráticos. Así en los Estados Unidos, por ejemplo, se advierten claras
tendencias hacia las políticas single-issue, los media sound-bites, la invasión de la
intimidad a través de correos personalizadamente teledirigidos, y la proliferación de
sistemas de vigilancia pública.

VI.- A MODO DE CONCLUSIÓN

Al hilo de las ideas que han servido como guía del presente trabajo, puede afirmarse con
cierta convicción que la globalización es un fenómeno cuya virtualidad se ha desplegado
con mayor intensidad y eficacia en el universo de las relaciones económicas entre países y
bloques regionales. Que los mayores niveles de integración económica, la aceleración de
los intercambios y la caída de buena parte de las restricciones proteccionistas que se han
registrado en los últimos años, obedecen no solamente al impulso de los agentes
económicos sino también al formidable envión que los procesos de integración reciben de
las nuevas tecnologías en materia de información y comunicaciones.
Que el desplazamiento hacia instancias supranacionales de una parte sustantiva de las
relaciones de poder que hasta solamente unos años atrás tenían lugar dentro de las fronteras
nacionales, está dando paso a una reformulación general de la operatividad del Estado.

Que a pesar de que algunos de los profetas del nuevo evangelio de la globalización
anuncian la retirada del Estado de los lugares que solía frecuentar, la realidad muestra que
esta forma de dominación política conserva prácticamente intacta su vitalidad. Que el poder
político organizado buscar articularse con las nuevas instancias decisionales a nivel
transnacional y para ello, en vez de descuidar temerariamente su inserción en los niveles
más locales de la organización social, hace pie en éstos para servir de nexo y conexión
entre los procesos locales, los nacionales, los regionales y los globales.

Que el secreto de la vitalidad del Estado parece residir en la formidable capacidad de


adaptación del sistema democrático a diferentes entornos culturales y opciones ideológicas.

Que así como no parece cosa hecha el anunciado eclipse del Estado, tampoco es cierto que
la globalización se afiance en una ideología determinada o que sirva como plataforma de
exportación de modelos o estereotipos culturales provenientes del mundo anglo-americano.
Que el proceso de integración de las sociedades a escala global coincide en el tiempo con
una profunda crisis en el corazón mismo del mundo del trabajo, en la que influyen
decisivamente el dramático cambio tecnológico, la discreta capacidad de adaptación de los
sistemas educativos y de formación profesional a las exigencias de nuevas cualificaciones,
la pérdida de gravitación de sindicatos y partidos políticos afines, la crisis fiscal del Estado,
y el cuestionamiento a la pervivencia de los sistemas de bienestar.

Que la globalización coincide temporalmente también con una explosión democrática en


todo el mundo y que hay señales concretas que anuncian que la conquista de la democracia
y de la libertad es posible, en parte, merced a la influencia de la interconectividad de las
redes de información global.

Que así como las nuevas tecnologías están cambiando aceleradamente los patrones de
organización de la vida social, especialmente los de organización de los espacios laborales,
también recrean el sueño de una democracia más profunda en sus contenidos, más y mejor
vinculada a las necesidades cada vez más particularizadas de los ciudadanos y enriquecida
por el ensanchamiento de la participación.

Que ello no obstante, entre los especialistas campea la sensación de que los cambios
políticos están yendo e irán a remolque de los impulsos económicos y que, en el mejor de
los casos, lo harán a velocidades mucho más moderadas, por lo que no es dable esperar en
las próximas décadas una reformulación profunda y radical de los esquemas de dominación
política vigentes en la actualidad. Que, en todo caso, la emergencia de una nueva sociedad
civil de escala global, augura una retracción del poder político que obligará, con toda
probabilidad, a la revisión de los esquemas de conflicto y de cooperación en espacios
donde, para ambos actores, la información y el conocimiento asumen la condición de fuente
dominante del poder político y social.-
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