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Las muertes, velorios y funerales, sabido es, que tienen ritos y formas en cada zona donde habita
un futre… pero éste me dejó los pelos de punta, la guata helá y con retorcijones hasta hoy día que
me acuerdo.
Se murió el abuelo de la María Olinda, el más viejo del pueblo, claro que éramos poquito en ese
pueblo, tan perdido entre los ríos del sur de Chile. Y cuando se murió nadie se enteró, hasta el otro
día, cuando de verdad vieron que el futre éste no se movió na’ de su cama para ir a labrar tierra.
La abuela de la María Olinda le habló como hablan estas dulcineas, fuerte y una sola vez yapo,
viejo, levántate, que no hay naide que vaya a mirar los animales y las gallinas, pero el viejo ni se
inmutó, claro pues, que debe haber llevado un buen par de horas ahí, helaíto, porque la misma
vieja se acercó a moverlo, le habló cerquita y olió al fináo, dando un grito pa’ dentro, a ver si
alguien a la legua podía oírle… nadie la oyó.
Tomó la vieja entonces, una chaqueta amarilla, y se puso las botas diagua, comenzó a caminar y
caminar, le salía una lágrima tal vez por el frío viento que calaba a esa hora, caminó hasta llegar a
la capilla, donde el misionero. Raudos fueron a la cama del futre, y ahí, se persignaron declarando
la muerte del hombre: el más viejo de los chonitos que quedaban en el sector.
Avisaron a los que pudieron. La María Olinda, de sólo ocho años, llegó con su mamá de la casa de
la patrona, pero lloraron poquito, porque el rito no les permitía llorar más, no vivían con los viejos,
se habían ido de la casa a buscar mejor vida, pero eso una hija no lo hace, menos la menor, que
debe cuidar a sus taitas hasta que se vayan. Pero la María Olinda había llegado de improviso a la
guata de la mamá, sin saber si el Trauco, el bosque, o algún viajante… bueno, pero no podían llorar
más.
Curioso eso sí que cuando el chono murió pudieron comunicarse en la tarde al centro de Chiloé
para pedir un cajoncito, así que cuando los misioneros llegaron, el finao estaba ahí, en una mesa
arregladito esperando que llegara la caja que se lo llevaría. La María Olinda le tomaba la mano. La
más rubia de los misioneros no pudo entrar a la pieza donde los velábamos, le dio miedo
encontrarse cara a cara con el fináo, ahí con sus pilchas sobre las piernas, porque se tenía que
llevarse todo lo que le pertenecía. La mayor de las hijas, lloraba a mares por su viejito, le gritaba al
cielo que se lo devolviera, se apretaba la frente contra la mesa