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El humor no es ningún chiste

Desde tiempos antiguos, el hombre tuvo necesidad de reír: reía para enfrentar
situaciones de tensión, para conjurar los miedos, para relacionarse –con una visión menos
apocalíptica que la mirada trágica– con los demás y con el mundo.
Lo cómico implica mecanismos propiamente humanos, psicológicos (¿por qué nos
reímos?) y sociales (¿de qué nos reímos?), y supone siempre la transgresión de una norma.
Estas normas están interiorizadas y varían según los grupos sociales, las épocas, los
lugares. Lo cómico no es igual para todos los pueblos ni para todas las personas.
En la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, Jorge, el bibliotecario ciego de la
abadía en la que transcurre la acción, oculta en el laberinto de la biblioteca un texto: el
libro II de la Poética1 en el que Aristóteles se refería a lo cómico. Todos los que han tenido
contacto con él mueren misteriosamente. Jorge cree que ese libro no debe hacerse público.
El “no tomar en serio” resulta, para este monje medieval, imperdonable. ¿Por qué? Porque
la risa libera, transgrede normas sociales: los bigotes pintados de la Giaconda, el gordo y
el flaco destruyendo sin querer un edificio, el mozo que tropieza y mancha a los
comensales. Pero, pasado ese momento de explosión, de subversión, se vuelve al orden
establecido: el pintor de los bigotes es perseguido, al gordo y al flaco se los lleven presos,
el mozo es despedido. Paradójicamente, la risa no modifica las reglas sino que las
reasegura. Nos reímos de los bigotes pintados porque la Giaconda es una obra de arte; de
la destrucción del edificio a manos de dos distraídos porque suponemos que no debe
dañarse la propiedad privada; de un mozo que se cae porque no debe hacerlo, sino llegar
eficientemente hasta la mesa. Lo cómico se conforma con una transgresión momentánea
que no hace sino constatar la existencia de un orden establecido, difícilmente modificable.

Uno: la descarga
1
De la Poética de Aristóteles ha llegado hasta nosotros el libro correspondiente a la tragedia y a la
epopeya. Se supone, por menciones en ese libro que poseemos, la existencia de otro libro destinado al
estudio de lo cómico que, de haber existido, se ha perdido.
Nacidos en Grecia como géneros dramáticos, lo trágico y lo cómico perseguían, en sus
orígenes, un fin didáctico.
Para Aristóteles, todo arte –entre ellos el de la escritura literaria– es mímesis, imitación.
¿Qué es lo que imita, para él, el arte de lo cómico? Imita caracteres risibles de los hombres
para producir, por medio de su ridiculización, un efecto educativo, aleccionador. Este fin
también caracteriza a lo trágico con la diferencia de que, en este caso, se imitan acciones
de hombres nobles pero desdichados.
Se busca, en suma, producir la catarsis: una descarga, una “limpieza interior”,
podríamos decir, de impulsos malos o inadecuados para la armónica convivencia en
sociedad. En la tragedia, el asistir al espectáculo de un buen rey que se derrumba por haber
intentado burlar al destino (tal el caso de Edipo) hace que nos sintamos conmovidos y lo
pensemos dos veces antes de querer desafiar nuestra suerte. En la comedia, el ver cómo es
burlado un burlador quizá nos saque las ganas de hacernos los vivos.
El chiste, dice Freud, desempeña un importante papel en nuestra vida anímica. Ya
como medio de representación de lo feo, ya como modo de establecer analogías por
contraste; lo desatinado y el desconcierto intervienen en su formulación. Por él, lo que
habíamos aceptado como sensato, se nos muestra como falto de todo sentido. Gracias a él
enfrentamos la realidad de una manera disparatada y liberadora, poniendo al descubierto
incongruencias que se presentan como verdades, ocultando en su interior inconfesables
deseos y frustraciones.
Este brusco sentimiento placentero, esta descarga que el humor provoca, ocurre
plenamente cuando el personaje cómico tiene conciencia de su comicidad, cuando “se
hace el gracioso”. Que un señor de bigotes caiga por las escaleras no resulta cómico.
Puede provocarnos un momento de sorpresa inicial y hasta arrancarnos una sonrisa, debido
al hecho de que las escaleras no han sido hechas para caerse sino para subir o bajar por
ellas. Pasada la sorpresa, correremos a auxiliarlo. Distinto es el sentimiento cuando el
señor de bigotes es Chaplin en alguna de sus películas. Este señor sabe que es cómico, es
consciente de su comicidad.
En cualquiera de sus manifestaciones, una constante del humor es la benevolencia de
las intenciones o, al menos, un espíritu de tolerancia. Si no, deja de ser gracioso.

Dos: la transgresión y la regla


Umberto Eco compara –al igual que Aristóteles– lo cómico y lo trágico y, en esta
comparación, vincula lo cómico al tiempo, a la sociedad. Mientras lo trágico perdura en el
tiempo, lo cómico no lo hace. ¿Por qué? Porque lo cómico implica la transgresión de una
regla: para que el efecto sea cómico se supone que se conocen las normas que se están
violando. “Se supone” porque el conocimiento de esas reglas se da por descontado, no
hace falta explicitarlas.
En general, lo que viola lo cómico son disposiciones comunes, reglas que, como
integrantes del cuerpo social, consideramos como dadas. La torta estrellada en la cara de
un señor de smoking que charla seriamente en una reunión resulta cómico porque se
supone que con el señor debe charlarse amablemente y, a lo sumo, convidarle una porción
de torta, no estrellársela entera en la cara aunque su conversación resulte insoportable.
En el siguiente chiste:
– ¿Vamos a jugar al polo?
– No, mejor vamos a mi casa, que es más cerca.

el primer hablante está violando una regla. ¿Cuál? La máxima de modo, dentro de las
máximas de la conversación. Al hablar utiliza una expresión ambigua –por lo menos para
su interlocutor–: los dos sentidos de la palabra “polo”. El efecto cómico se produce cuando
el interlocutor interpreta esa frase de un modo distinto con el que fue emitido: se le
proponía participar de un juego y no trasladarse a un lugar. Obviamente, en esta
explicación todo el efecto cómico se ha perdido –todos sabemos de las consecuencias
funestas de tener que explicar un chiste. Y se ha perdido porque nos detuvimos a explicitar
una regla que, en el chiste, estaba implícita mientras se la estaba transgrediendo.
Lo trágico, en cambio, enuncia la regla que fue, es o será violada y se detiene
largamente en ella: en la tragedia griega, no es otra la función del coro sino hacernos
conocer la ley y, con ella, las consecuencias de su violación, para cumplir con el fin
didáctico del que hablábamos.

Tres: la paradoja
La paradoja es el razonamiento lógico que conduce a dos enunciados que son
mutuamente contradictorios.
Si volvemos a los ejemplos, podemos ver el aspecto paradójico de lo cómico. Por un
lado, aparece como liberador puesto que se viola una regla que se tiene tan interiorizada
que parece inviolable: alguien se anima a silenciar al insufrible invitado con una torta en el
rostro; alguien se atreve a cambiar el sentido de lo que le dicen.
Pero, por otro lado, para que estas situaciones sean cómicas, debemos conocer, respetar
y considerar inviolables esas reglas: las tortas son para comer y no para estrellar; cuando
participamos de una conversación se supone que cooperamos, tratando de interpretar lo
que quieren decirnos y no alterando su sentido a propósito. Además, en este segundo
aspecto, podemos observar que es mucho más cómica la situación para el espectador que
para el que la lleva a cabo –y menos, obviamente, para el señor que ahora se está sacando
el merengue de los ojos–: el espectador siente el gusto de la transgresión con la seguridad
que da la impunidad. Sabe que ha violado la regla, pero él no corre riesgo alguno.

(Y usted, ¿de qué se ríe?: antología de textos con humor. Seleccionado por Paula Labeur y Griselda Gandolfi.
Buenos Aires: Colihue, 2012. Texto adaptado)

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