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LA FIEBRE CONQUISTADA

La sabiduría del rock and roll

Joaquín E. Brotons
En recuerdo de El Cerdo Violeta debo mencionar a Toni López y a Héctor
Díaz.

Los textos “Retorno a Carnaby Street”, “Nacido para vivir” y “Sonic


Youth o el desasosiego” aparecieron en la revista especializada Ruta 66
desde 1996 a 2004: mi agradecimiento a Ignacio Juliá y Jaime Gonzalo.
“Buddy Holly, cada día” y la reseña incluida en “Canción de Loquillo” se
publicaron entre las mismas fechas en la revista de cultura Lateral, dirigida
por Mihaly Des. “La alacridad en El Niño Gusano” se publicó en 2008 en
el portal generacion.net con la mediación de David Ballota.

Con Javi Martínez compartí ratos de compañía rockera en los tiempos en


que preparaba mi tesis doctoral y las oposiciones a profesor de filosofía de
Educación Secundaria que finalmente aprobé en Valencia.

Mi agradecimiento a Abel Hernández Pozuelo y a Sabino Méndez, que


leyeron el borrador y lo disfrutaron, o eso dijeron.

“And the fever called `living´


Is conquered at last”.
E. A. Poe, “For Annie”

“Y ahora imaginémonos cómo en ese mundo construido sobre la


apariencia y la moderación y artificialmente refrenado irrumpió el extático
sonido de la fiesta dionisíaca, con melodías mágicas cada vez más
seductoras, cómo en esas melodías la desmesura entera de la naturaleza se
daba a conocer en placer, dolor y conocimiento, hasta llegar al grito
estridente”.

F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia


INDICE

BIENVENIDA: FIEREZA SIN NOMBRE

1ª PARTE: HOMENAJES RAZONADOS

BUDDY HOLLY, CADA DÍA


RETORNO A CARNABY STREET
CANCIÓN DE LOQUILLO
THE VELVET UNDERGROUND O EL VÉRTIGO DE LA LUCIDEZ
NACIDO PARA VIVIR (NOTA SOBRE JOHNNY THUNDERS)
SONIC YOUTH O EL DESASOSIEGO
LA ALACRIDAD EN EL NIÑO GUSANO

2ª PARTE: CAPRICHOS Y RECUERDOS

El video no mató a la estrella de la radio: Flor de Pasión/Crónica musical


de mi ciudad/Porque yo tuve mi banda de rocanrol/The Who encontrado en
Zaragoza/Johnny Roqueta/Por tierras de Duncan Dhu/Carta a Janis
Joplin/Fragmentos de John Cale/La fiebre del rock/Gabinete Caligari en
peligro/(Sittin´on) the dock of the bay, de Otis Redding/The Clash en la
piel/Una noche de cabaret con Johnathan Richman/Bob Dylan en
Milán/¡Paso a The Dictators!/All that Beck/Jimi Hendrix o el deseo de ser
un volcán/El dulce veneno de Kiko/The Notorius Byrd Brothers, The
Byrds (1968)/El infantil y perverso duende de The Pixies/Low, David
Bowie (1985)/El año que vivimos con Nirvana/Pata Negra de
Sevilla/Simon and Garfunkel o el silencio del amor/Yo La Tengo/Come
prima, de Golpes Bajos/El concierto de despedida de Los
Enemigos/Nosotros los surfers/Ruiseñor que vas a Francia/La música del
verano del amor/Jacques Brel: ¡levántate y canta!/Los Ronaldos, Los
Ronaldos (1988)/Simpática reunión con The Zeros/Marylin Monroe o el
amor a la verdad/Tragos de Tequila/Nuestra escuela de calor/Voy, voy, de
Peret/El discreto encanto de Manolo García/Cantautores/Cabalgando por
la frontera/ Ramones ondean la Jolly Rogers/Rock and roll, The Cynics
(1989)/Los Flechazos/Recuerdo de un fan de Elvis/Los tambores de la
rebelión/En el garaje/El primitivismo, Pascal Comelade (1986)/La
atmósfera de Belle and Sebastian/Bustamante o las verdades de la
alegría/Cerca de Los Del-Tonos/Loco por incordiar, de Rosendo/Caballero
Chris Isaak/Dinosaur Jr. en el Paralelo/Paseo invernal con The Papas and
the Mamas/De festival/Ilegales, Ilegales (1984)/Soles de África/Porros de
fresa y limón/El terrible coleteo de La Iguana/En la tumba de Jim
Morrison/Jazzy/El sermón del domingo por la mañana/No Love Lost, de
Joy Division/Alice Cooper en el limbo/El exquisito mal gusto de The
Cramps/Yo también fui un beatle/Las balas perdidas/Un camello
jamaicano en Piccadilly/Amanecer azul/Madrid, Burning (1978)/Esta
noche/Lou Reed en persona/Gloria a los pioneros/¡Eh, loco!/New York,
New York/Triángulo de Amor Bizarro/John Mayer o el querer vivir/Radio
on: recuerdo de El Cerdo Violeta

EPÍLOGO: EL PORVENIR DE UNA PASIÓN

BIBLIOGRAFÍA
BIENVENIDA: FIEREZA SIN NOMBRE

“Es mediodía o verano sobre el yo, hay un silencio de frutos, sobre todas
las colinas, un silencio de adormidera. Grita, suena el eco, no es ni voz, ni
respuesta, ni felicidad, ni llamada”.

Gottfried Benn, El yo moderno

Permítanme que empiece presentando este libro a riesgo de aumentar mi


fama de impresentable. Fue Baudelaire, porrero y genial poeta, quien nos
lo ha enseñado: lo esencial en esta vida es embriagarse, de vino, de poesía,
de amor. Un día de cuya hora no me acuerdo yo añadí a esta tríada la
música rock. Para mi coleto, en mi corazón. Por rock entiendo el desgarro
de unas guitarras electrificadas, la hondura de un bajo amplificado, o de un
contra-bajo, la rítmica sacudida de una batería, las caricias melódicas de
unas voces, a veces las reminiscencias del sonido de un piano. Un estilo de
música popular que puede remontarse a la trovadoresca medieval de los
juglares. Traducido del inglés original, rock and roll significa mecer y
rodar.

Este libro no es una historia del rock. La historia de este género musical ya
está escrita: en castellano, en la Historia del rock dirigida por Diego A.
Manrique que el diario El País publicó hace unos veintinco años, o
recientemente en la más personal y por eso más aguda versión de Sabino
Méndez, soberano juglar rockero, titulada Limusinas y estrellas. De modo
que me ahorro decir nada más sobre el significado histórico y social de la
música rock, pues quien quiera tiene acceso suficiente a fuentes diversas
más autorizadas. Pero este libro tampoco es una sociología del rock, de la
que escribió algo en su día Mariano Antolín Rato, ni una psicología o
antropología del rock. Quien desee abordar estos planteamientos puede
acudir asimismo a otras fuentes más fiables que mi magra erudición.

Dicho todo lo que no es, pasaré a decir lo que es o pretende ser este libro,
partiendo de la convicción compartida con Gabriel Albiac de que “el rock
and roll es la única poesía real de nuestro tiempo”. Sin embargo, no es
tampoco una estética, una poética o una retórica del rock. Al menos no con
membrete académico.
Este conjunto de ensayos sobre el rocanrol es, en realidad, mucho más
pretencioso que todo esto, pues trata de desentrañar sus esencias mejor
conservadas sirviéndose de algunas inquietudes filosóficas. Su objetivo
consiste, pues, en hacer transitable de forma racional, sin ánimo de
intimidar al lector profano ni hacer fe de pedantería, un terreno hasta hoy
muy poco fatigado por el pensamiento. Téngase en cuenta además lo dicho
por Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación: “En caso
de ser posible reducir a conceptos la esencia de la música, es decir, lo que
ésta expresa, esto sería una suficiente explicación del mundo en conceptos
o cosa equivalente, es decir, una verdadera filosofía”. Esto no obstante,
tampoco se ha elaborado aquí una filosofía del rock.

Su designio es mucho más pretencioso todavía: ponerse a filosofar a partir


de la emoción y del sentimiento provocados por la música rock. Tienen,
pues, lectores, en las manos, un ensayo que trata de razonar sobre lo
humano a ritmo de rocanrol, ampliando de algún modo la antigua
sentencia latina de Terencio: nada humano me es ajeno ni siquiera
escuchando rocanrol. Rocanrolear por escrito, more philosophico: he aquí
lo que se va a hacer. El libro, en fin, es un conjunto de ensayos en el
sentido de Montaigne, sobre todo en su segunda parte, y en general tiene
mucho de crónica periodística y no poco de memorias de niñez, mocedad y
juventud. También ofrece algunas estampas de un tiempo y de un país.

Pero vuelvo a mi maestro de ceremonias, o sea, a Baudelaire. La invitación


a embriagarse de rock no tiene, para mí, una finalidad de inmediata
satisfacción libidinal, como a veces se ha querido consignar de forma
reductora. Más bien me satisfago con la explicación más simple, que
incluye la anterior, y que por tanto es más completa: la música rock
embriaga en cuanto es danza, baile y coro. Porque es grito.

Este grito no llama a nada, pero es una de las manifestaciones más


contemporáneas de la plenitud del gozo y del dolor de la vida humana.
Cuando el grito se apaga, el eco sigue sonando. Allí, en ese valle donde
todo baila, en ese desierto o mar o estepa donde danza “el dios que sabe
bailar” no es una respuesta lo que encontramos, sino claridad, adecuación.
Ni el grito ni el eco son una respuesta, ni el grito y su eco tienen respuesta.
El eco no es una resonancia del grito, es lo que el grito crea. El eco, un
valle, un baile. Au lieu des crimes, on danse encore, canta el grupo francés
M. Con el grito todo se desplaza. El grito todo lo desplaza. El grito se
desplaza con el eco, hasta morir. Esto es lo mortal de necesidad, lo-sin-
remedio, lo que no solo el rock pero el rock especialmente ha tenido la
capacidad de captar y transmitir de forma tan profunda, tan viva. Esto es
rock´n´roll: no lo simplemente innombrable, sino aquello que por ejemplo
respondían los herejes medievales que cita Vaneigem, conocidos más tarde
como los Hermanos del Espíritu Libre, a quienes, atónitos ante su radical
manera de vivir, les inquirían por su identidad: fiereza sin nombre. La
fiereza sin nombre de lo más vivo y más frágil que hay en nosotros,
lúcidos mortales.

********

Esta fiereza sin nombre el rock la viene mostrando desde que en 1954
Marlon Brando protagonizase el film ¡Salvaje! y Bill Haley y Los
Cometas grabasen Rock around the clock. Como todo placer obsceno,
aquella “música del diablo” empezó escandalizando muy pronto a las
mentes más verdaderamente enfermas de entonces, a los puritanos que
acusaron a Elvis Presley de provocar un aumento de la delincuencia, por
ejemplo. La canción de Bill Haley sonó al final de la película La Jungla de
la Pizarra, un cuento sobre delincuencia juvenil en los institutos públicos
norteamericanos. Sin embargo, en aquellos primeros compases de la
historia del rock las referencias a vivir salvajemente se trataban de modo
más bien implícito, porque hay que tener en cuenta la censura social
directa a la que aún se estaba sometido. De modo que la cosa no iba mucho
más allá de apodarse Gato Salvaje, como le sucedía a Gene Vincent,
quemar el piano al acabar la actuación, como hacía Jerry Lee Lewis, u
otras menudencias de parecido jaez.

Aun así, temas como Ain´t got no home (de la que hay una versión
divertidísima de Buddy Holly) o No particular place to go del venerable
Chuck Berry hablaban ya entonces del desarraigo en el que todo carácter
salvaje se funda. Para emprender el viaje de la vida, del que temas como
Roadrunner o Route 66 no son más que alegorías, deberíamos entender al
poeta alemán Hölderlin cuando dijo: “No somos nada. Todo es lo que
buscamos”.

En los años sesenta, la idea de la vida como camino que se hace, tan
machadiana por otro lado, fue reiteradamente celebrada por el rock way of
life: una droga como el LSD se conoce precisamente como tripi en alusión
al trip (viaje), y el rock psicodélico ahondó en esta tendencia aunque se
tratase no más que de una aventura interior, como tan magistralmente nos
lo dijeron unos Byrds (Space odissey), unos Doors (Riders on the storm) o
los angustiados y exquisitos 13th Floor Elevators.

La mejor música rock no ha dudado nunca en sumergirse en las entrañas


de nuestra condición solitaria y errante. La realidad nos es extraña, en
verdad insondable, y ser salvaje es vivir sabiéndolo, no como los animales
o como las máquinas, sino saboreándolo, para empezar intelectivamente,
entendiendo mejor el aserto certero de Valéry: “lo más profundo del ser es
la piel”. ¡Cuán sensiblemente captó el rock desde sus inicios la verdad de
este dictamen valeriano! ¿Qué expresan sino géneros rockeros tan dispares
como el surf, el beat, el rythm and blues, el soul, los crooners, los grupos
de chicas, el power pop, el punk? Toda esta música superficial y ligera
conoce muy bien cuáles son las verdades de una carne mortal, y desde el
principio las padeció y las celebró.

“Yo no puedo estar quieto/ tengo que andar” cantaban nuestros Salvajes,
de Barcelona. Esta libertad que se aventura a no renunciar jamás a dudar es
lo contrario de la libertad conseguida para siempre que todo dogma
promete bajo amenaza de muerte. Grupos salvajes los ha habido muchos y
muy buenos: The Sonics eran pura dinamita, The Troggs hermoso vigor
apasionado, la Jimi Hendrix Experience, altas llamaradas volcánicas;
Ramones, Sonic Youth, Led Zeppelin. Menciono bandas ruidosas, pero
también podría referirme a grupos sin estridencia, como Creedence
Clearwater Revival o The Everly Brothers. Y es que el buen rock siempre
anima a la subversión de lo establecido, aun mediante el susurro y la
caricia rumorosa.

Pero allí dondequiera que se respire el verdadero aroma aventurero del


rock and roll, es que el rock se las está teniendo con la muerte. No voy a
insistir en el martirologio propio de los devotos de Elvis Presley, Jimi
Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Sid Vicious, Kurt Cobain y tantos
otros. Tampoco saco demasiado provecho de profundizar por mi cuenta en
el conocido lema de “sexo, drogas y rock and roll”. Lo que quiero señalar
es cómo desde el punto de vista mismo de la creación, la música rock ha
estado relacionada siempre con la muerte: los letristas, compositores y
cantantes de rock se han jugado la vida tanto como se la jugaron Mozart,
Chopin o el más afamado de los cantantes de ópera. Desde luego los
cadáveres hermosos de los músicos antes mencionados constituyen una
prueba demasiado evidente de lo que afirmo, pero quizá sea curiosamente
entre los supervivientes (y tengo a Lou Reed por el mayor de ellos) donde
el destino mortal de los hombres ha sido más explícitamente asumido. Es
de estos supervivientes, náufragos de por vida, y de sus canciones, de los
que tal vez podemos aprender más, a la manera como describe Cioran las
virtudes de la destrucción: “Me destruyo a mí mismo y así lo quiero,
mientras tanto, en ese clima de asma que crean las convicciones, en un
mundo de oprimidos, yo respiro; respiro a mi manera”.

Pues bien, esta difícil lucidez que Cioran vuelve a traernos con su letanía
desestabilizadora: “Concebir un pensamiento, un solo y único
pensamiento, pero que hiciese pedazos el universo”, ah, ¿no os suena,
rockeros del mundo, a aquella canción de The Stooges que Iggy Pop
interpretaba como si fuese una bomba nuclear a punto de estallar titulada
Search and Destroy? Este es el modo en que la lucidez humana emprende
su viaje: destruyendo para crear lo nuevo, como en los versos de aquel que
por vía poética me invitó un día, o mejor una noche, a dejarme embriagar
por el rock:

Pero los verdaderos viajeros sólo parten


por partir: corazones a globos semejantes,
a su fatalidad jamás ellos esquivan
y gritan “¡Adelante!” sin saber bien por qué.

Así cantaba Baudelaire. La cuestión de la creación/destrucción, desde los


pianos ardiendo a las guitarras despedazadas, se ha hecho muy patente
desde siempre en la práctica del rock. Thurston Moore, el guitarrista y
alma mater del grupo Sonic Youth, quiso hacer un disco que al acabar de
escucharse estallase en mil pedazos; lamentablemente la idea no se llevó a
cabo, pero pone de manifiesto la voluntad del gran rock de no someterse a
los dictados de la obsolescencia insustancial, de reivindicar para sí la
mortalidad de su propia creación, su carácter único e irrepetible, aun, y
como muestra definitiva, en su aniquilación.

“La religión es la puesta en cuestión de las cosas”, escribe Bataille.


Grupos como The Who, destrozando sus instrumentos al finalizar sus
actuaciones, se tomaban esta irreductible creatividad casi al pie de la letra.
The Who, tan disparatadamente perfumados del mejor cristianismo, casi
un nihilismo activo al modo nietzscheano, en su ópera rock Tommy; los
maravillosos y siempre desgarradoramente felices The Who. La vida es
una lucha y no una conversación, sostenía Chesterton. Pero se puede
luchar conversando, y seguir luchando, cantando y haciendo rock. No es
poco apoyo el vacío que queda después de la destrucción, como ha escrito
alguna vez Savater con aliviada ironía.

Pero la música rock más reciente ha comprendido, como Nietzsche, que a


veces la mejor manera de ser “filósofo” es permaneciendo callado; sólo
que el rock aún no ha tenido a su Malevitch ni a su John Cage (la música
reducida al silencio, a su misma posibilidad intrínseca, a lo acústico, esto
es, a la captación de la mera sonoridad -la “música callada” de Machado),
y en cambio ha profundizado en el ruido o, mucho mejor, en la distorsión
como forma de callarse mejor. ¿No expresa la distorsión, la disonancia,
precisamente el carácter lúcido de esta ya secular música popular, tal como
Adorno vio en la dodecafonía de Schönberg -con diferente gusto, desde
luego- el retorno de la gran música clásica, definida según el pensador
judío por una elevada consciencia “en la que el sujeto recupera su
autodeterminación”.

Fiereza sin nombre, pues: esto es rocanrol y a recorrer algunos de sus


avatares quiero invitaros con este libro, acaso de modo inverso a como
aquel consejero medieval ponía enxiemplos a su señor para regir su feudo.
Como yo no tengo señor, ni soy un señor, ni tengo castillo ni feudos
ejemplares, me conformaré con que este ensayo pueda resultaros
provechoso o por lo menos simpático por un rato.

Cada aventura tiene su lugar, cada viaje su ocasión propicia. El lugar por
donde transita la fiereza sin nombre del rock, el camino que el rock va
haciendo al cantar, se llama carretera: así como la literatura de aventuras
se trama principalmente en el mar desde La Odisea hasta Moby Dick, el
rock transcurre en la carretera, como antes ya he dicho. ¡O en las calles de
la ciudad! No nos han faltado a los rockeros canciones marineras que
tratasen de alguna u otra forma la aventura de vivir tal como en este
trabajo se celebra y se padece (Ocean, de The Velvet Underground), ni nos
faltan tampoco otras vías de comunicación como el ferrocarril, o medios
de transporte como el autobús, pero repito que si algún lugar natural, algún
genius loci le es adecuado al rock, más allá del perímetro urbano también,
no puede hallarse más que en la carretera, fatigada en coche o aun a pie
desde Chuck Berry hasta Manu Chao pasando por Bob Dylan.

¿Qué rockero no ha soñado en recorrer alguna vez la famosa Ruta 66 y


cruzar América del Norte desde el Atlántico hasta el Pacífico, coast to
coast? ¿Quién no ha leído On the road de Jack Kerouac? No es Borges,
pero no está mal a los veinte años. Me apresuro a confesar que soy un
pésimo conductor y en consecuencia apenas nunca o casi nunca voy en
coche frente al volante. Pero lo importante aquí no es el medio de
transporte sino el suelo que pisamos y el cuerpo que llevamos. Todo lo que
pedimos es, tal vez al modo de Kant, un cielo sobre el camino y
entusiasmo en el corazón. Con Hölderlin, otra vez: si “somos lo que
buscamos”, ¿no formaremos parte nosotros de aquello mismo que
buscamos, no seremos también nosotros parte de aquella carretera que se
aleja? Esta búsqueda que ya nuestros mismos cuerpos son, que nosotros
mismos, esforzados signos de interrogación tal como sugiere Nietzsche,
nunca dejamos de encarnar, es aquello que los mortales amamos hasta en
la desesperación, dispuestos a lo inesperado, siempre fieles al sentido de la
tierra, y cuyo final será polvo, “mas”, ¿lo habéis comprendido?, “polvo
enamorado”.

Si compartimos este sentimiento, trágico en efecto, podemos empezar por


entonar aquella vieja canción que sigue aún traspasando nuestras nómadas
cabezas, nuestro indómito corazón. Se hizo famosa al sonar en la película
Easy Rider, y fue un tema elaborado por ese raro grupo norteamericano
que tomó su nombre de la novela de Herman Hesse El lobo estepario.
Subid el volumen bien alto, y alcemos la voz para cantar lo que queremos.
El viaje, la aventura ha empezado:

Pon tu motor en marcha,


ponte en la carretera
buscando la aventura
en cualquier cosa que venga en nuestra dirección.

Sí, chica, lo vamos a conseguir,


cogiendo al mundo en un abrazo de amor,
dispara todas tus armas a la vez
y estalla en el espacio.
Me gusta fumar el relámpago,
trueno de heavy metal,
corriendo como el viento,
y la sensación que me embarga,
como un verdadero hijo de la naturaleza.

Nacimos para ser salvajes,


podemos subir tan alto.
Nunca quiero morir.

Steppenwolf, Born to be wild


1ª PARTE: HOMENAJES RAZONADOS

“Queridas damas y caballeros, Emile Cioran tituló un volumen de ensayos


sobre autores antiguos y del siglo veinte bajo el nombre de Exercices d
´admiration. (...) Es esta admiración la que nos abre al resplandor de la
gran diferencia ineluctable. Con todo, representa lo contrario de esa crítica
que, ubicada de un modo totalitario en un punto central, no elogia más que
lo que allí encuentra. Sea como fuere, habría también que extender la
expresión de Cioran a los ejercicios de provocación. Pues sólo a través de
la provocación surgen posibilidades de no seguir desmoralizándose”.

Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas


BUDDY HOLLY, CADA DÍA

No puedo recordar si lloré


cuando leí lo de su esposa enviudada,
pero algo me llegó al alma
el día en que la música murió.

Don McLean, American Pie

Cada mes de febrero se cumple el aniversario de la muerte del músico de


rock and roll Charles Hardin Holley, nacido en Lubbock, Texas, y más
conocido por el simpático apodo de Buddy Holly. La noche del 3 de
febrero de 1959, cuando murió en un accidente de avión, Buddy Holly
tenía veintidós años y dejaba tras de sí un fugaz estrellato musical y un
puñado de canciones que lo convertirían en lo sucesivo en una de las
máximas leyendas de la música del mecer y rodar.

Salvando todas las distancias, de género y de tantas otras cosas, hay en


Buddy Holly algo de Robert Louis Stevenson del rocanrol. Me explico
ante tamaña comparación. Como al inmortal escritor de Edimburgo, los
menos atentos o los más supersticiosos han achacado al músico tejano una
supuesta ñoñería o pusilanimidad, una supuesta carencia de vigor y de
relevancia. Ciertamente Buddy Holly se movió siempre entre lo irónico y
lo pueril, de tal modo que su estilo le hizo realmente inclasificable y a
menudo molestamente incomprensible. Este hombre peculiar de gruesas
gafas negras y dentadura postizamente radiante, que en vez de cuero a la
moda vestía trajes y corbatas, combinaba un deje monótono típicamente
country con una suerte de fiereza rockera suave, alejándose con frecuencia
tanto de lo puramente melódico como de lo enfáticamente salvaje. Ni fue
lo que se dice un marginal ni suele figurar entre los mejores; sus devotos
sabemos sin embargo, y en secreto, que Buddy Holly es, ¡sacrilegio!, el
Rey, o si me apuran el Virrey, o el Papa de Aviñón, o por lo menos el de
Peñíscola. El Príncipe del Rocanrol, vamos. En muchos aspectos fue
además un precursor y quién sabe de lo que hubiese sido capaz de no
haberse truncado su carrera tan de súbito. Enriqueció la música rock con
una hondura y una riqueza de matices que ningún otro autor ha conseguido
en tan poco tiempo ni, en cierta forma, tan a contracorriente.

No podemos en esta breve semblanza reseguir detalladamente la influencia


de su música en los posteriores derroteros del rock, pero valga recordar
que The Beatles deben su nombre al grupo que lo acompañaba (The
Crickets: “Los grillos”); que versiones de sus canciones han hecho desde
The Rolling Stones y los mismos Beatles hasta Ray Charles, Johnny
Thunders o The Flamin´ Groovies; que en la película American Graffitti
uno de los personajes comenta: “Nada es lo mismo desde que Buddy Holly
murió”; que por los mismos días en la preciosa canción American Pie Don
McLean llega a comparar la muerte del músico con la muerte de la música
toda. En el ranking de la historia del rock que la revista Rolling Stone
publicó en 2004 Buddy Holly aparece en la 13ª posición, entre The Beach
Boys y Led Zeppelin, solo detrás de Elvis y de Chuck Berry de entre los
pioneros, y el quinto de color blanco de todos los tiempos. No está mal
para un chico de Lubbock con tan corta carrera musical.

En fin, su sello continúa estampándose por doquier: en el Strand de


Londres, cerca de Fleet Street, la calle de los periódicos y no muy lejos de
donde vivía el Dr. Johnson, estuvo en cartel durante una década entera un
musical sobre la vida del cantante tejano, y varios somos sus
incondicionales en España, habiéndole dedicado el periodista Ramón de
España un minucioso libro de imperiosa lectura (Buddy Holly, Ed. Júcar,
Madrid, 1987), afecto que por cierto Buddy Holly muy indirectamente nos
devolvió ex-ante al casarse con una puertorriqueña de Nueva York llamada
María Elena.

Aquel cantante a quien la actriz de serie B Mamie Van Doren definió como
un “loco excéntrico y encantador” fue sobre todo un músico del amor, y
supongo que por esto se le critica su supuesta cursilería. Pero la grandeza
de Buddy Holly consistió precisamente en no haber sido fastidioso a la
hora de cantar la desdicha inherente al amor, aunque sus canciones destilen
un cierto licor melancólico: es el que se bebe como la dulce ambrosía que
permite el olvido de sí. La genialidad de Buddy Holly radica en haber
cantado la radical soledad del amor aun con alegría, sin que falte nunca
una sonrisa y quizás unas lágrimas -qué sino es la templanza que no
renuncia a sentirse apasionada. La alegría que desprenden sus temas
incluso más sombríos siempre brota más del empeño de amar que del
hecho de ser correspondidamente amado, tal como, si se me permite este
recuerdo intempestivo, pensó Spinoza. Por esta razón su música no resulta
pesada o sin fuerza más que para aquellos que piensan que 1957 es una
fecha en la que aún existían dinosaurios, o que cantarle al amor es cosa de
tontos.

¿Cómo es el rock de Buddy Holly? ¿Qué nos cuentan en concreto sus


canciones? Su mayor éxito, un tema tomado de una frase que John Wayne
repite una vez tras otra en Centauros del desierto, fue la saltarina That´ll
be the day: en ella se viene a decir que llegará un día en que quizá se acabe
el amor, pero entretanto más vale disfrutar de su eternidad. En el tema
Take your time, una de las primeras canciones de rock en las que suena un
órgano, Buddy Holly se desfasa en el doble sentido anacrónico y
alborotador del término: él no vive en el tiempo sino en el amor, y su amor
es una invitación a salirse del tiempo o a atravesarlo hasta el
desgarramiento. Siempre el amor, sea en la veloz y sorprendida Oh, boy!,
en la sencilla y concluyente Baby, it´s love, en la pausada y honesta Love
is strange, en la entusiasta Maybe baby, de la que hizo una de sus
diabólicas versiones el cantante Esquerita, en la poética Blue days, black
nigths, en las inolvidables versiones de la subversiva Ain´t got no home y
de la fascinante Slipin and slidin, en la clásica Peggy Sue got married,
etcétera. En la Feria del Disco que Joan Tardà organizaba en el viejo
Mercado del Borne, en Barcelona, me compré un picture de Buddy Holly
con algunas de estas canciones.

Pero lo importante, y lo que le emparenta lejanamente con RLS, es que


Buddy Holly canta menos la conquista que la aventura del amor: el
sentimiento de peripecia, la incertidumbre, los innumerables obstáculos,
los aspectos más triviales que lo envuelven como un elemento
imprescindible del paisaje, el romance. Todo esto lo hace Buddy Holly de
una forma algo extraña, enérgica y tierna, todavía sin estridencia y sin
demasiada alharaca aunque con inusual humor, con un arduo savoir faire.
De todo el repertorio, la canción que mejor condensa este misterio y este
encanto tal vez sea Everyday, que conoceréis si habéis visto aquella no
menos notable película, basada en un relato de Stephen King, que se titula
Cuenta conmigo. Suena en la escena en que los niños protagonistas
caminan libre, distraídamente, por la vía del tren, como un canto a la
amistad, al estar siempre atentos y dispuestos. Como un canto al amor a la
vida, siempre comparable a una “montaña rusa”.
Este fue en breves palabras el entrañable, el increíblemente sencillo Buddy
Holly, conocido desde su muerte como la “sonrisa eterna” de Texas. Cómo
no rendir tributo a quien cantó al amor de los amantes, que es también
amor al hecho de vivir, con versos musicales tan llanamente evocadores
como “aquella heladería”. También los amantes del viejo rocanrol, como
los del cine, tenemos nuestras estrellas en el firmamento, y el músico de
Lubbock es una de las mayores, o de las que más brillan. Los escasos
veintidós años que tenía cuando hace ahora casi cincuenta años nos dejó
nos parecen pocos, poquísimos, y sin embargo debe de ser cierta la
máxima griega procedente de Menandro que reza: “Muere joven aquel que
aman los dioses”.
RETORNO A CARNABY STREET

Recorrí los cafés del Soho,


compré discos de las Roulettes,
me adentré por Waterloo Sunset y lloré.

Los Flechazos, Viviendo en la era pop

En mis tiempos mozos, cosas del azar, me hice rocker. Tampoco se crean,
aparte de que no iba con botas por ahí y mi tupé era más bien pobre a
causa de mi pelo rizado, elegí ser para colmo un rocker blando. Ni siquiera
en verano me ajustaba las camisetas blancas ni intentaba sacar pecho, tal
ha sido mi distante relación con la musculatura y todos los pulsos que he
ganado se los debo a mi habilidad para hacer trampas, que no a mi astucia
para disimularlas. Así que yo era visto como un rocker heterodoxo, que los
hay, más que otra cosa. Nada de horribles chaquetas de cuero que pesan
más que una bombona de butano, nada de Harleys monetariamente
inalcanzables, ni tan siquiera tenía novia con coleta. El no va más de mis
impertinencias llegó a su punto álgido cuando decidí no ser rocker todos
los días, con lo que rompí definitivamente con la más asfixiante de las
cadenas: la férrea identidad. Por lo tanto, más que hacerme rocker lo único
que ocurrió fue que gracias a una gripe invernal que me mantuvo en cama
varios días pude conocer las andanzas del rocanrol de los cincuenta en
aquella maravillosa Historia del rock, dirigida por Diego Manrique, que
publicó el diario El País en 1986. Simplemente me gustó, me dejé crecer
las patillas, me enganché una bandera sudista en la carpeta del instituto, mi
hermana me trajo una hebilla de Estados Unidos y conocí para siempre a
Buddy Holly. De modo que acabemos pronto el párrafo no vaya a ser que
algún rocker de verdad se cabree y decida darme una buena lección... De
todas formas, y si me permiten unos segundos más de nostalgia, recuerdo
que incluso me llegó un fanzine que tenía a Doris Day en portada, que me
compré discos de Gene Vincent y de Carl Perkins, que Little Richard
estaba completamente loco, y que una de mis canciones favoritas era You
´re sixteen de Johnny Burnette. Ahora que lo pienso, merecí un mejor trato.
¡Si hasta aprendí un par de movimientos de baile que alguna chica probó
en cierta ocasión!
Pero dejé de ser rocker porque a mí me gusta viajar y Memphis no
colmaba mis aspiraciones. American Graffiti, la película que mejor refleja
aquella época, pasaba en California y, además, no salían ni Marlon Brando
ni James Dean ni tetas a lo Jane Maynsfield. La razón de todo ello es que
American Graffiti fue un testamento más que un ejemplo a la manera como
Easy Rider lo fue años después de la época hippy. American Graffiti era en
cierta forma un homenaje póstumo a la década que vio nacer el rocanrol y
el impulso de una juventud que ya era masa y con dinero: década que daba
paso a otra en la que tales recién nacidos iban a emprender caminos
diferentes según dónde ocurrieran y de qué manera lo hicieran. American
Graffiti transcurría ya en California, lugar de la utopía sesentera hippy y
americana, y no en Memphis. La película tiene como protagonista a un
joven que deja el instituto y con ello los drive-in, los programas de radio,
los juke-box, los bailes de fin de trimestre y curso y el rocanrol puro. El
muchacho se va a la universidad y empiezan los sesenta. En Estados
Unidos, a mi juicio, estos años comportarán al fin el desvarío del espíritu
rebelde iniciado, según acuerdo de los doctos, en 1954: espíritu juvenil y
vigoroso que encontrará, por el contrario, adecuada continuación en una
isla pequeña y mordisqueada del viejo continente: la Gran Bretaña. Como
comprenderán, mi ansia de viajar no podía saciarse en Tenneesse
(perdóname, Chuck), y la ensoñadora California con la imponente San
Francisco en el centro resultaba excelente como travesía excitante y vital
pero no mucho más, porque uno podía acabar hasta el gorro del rollo
psicodélico. Me faltaba un lugar a donde siempre regresar, una ciudad
eterna en la que enterrar lo mejor de mí mismo para quien quisiera
encontrarme, un estado de ánimo más que un espacio físico, una actitud
más que una situación, un gesto más que una palabra. Como ya habrán
adivinado ese lugar sólo podía ser el Londres del eternamente soleado
Carnaby Street, también el Londres tradicional y fantasmagórico, pero
sobre todo el Londres salvaje y apasionado, radiante y bullicioso, elegante
y colorista. El Londres genuinamente pop, el swinging London.

Que los sesenta fueron la particular Ilustración del rock pienso ya que
pocos lo ponen en duda, no voy a ser yo al menos quien lo niegue. Si
existió un siglo de las luces para la humanidad moderna, más
modestamente no me resigno a pensar que existió una década de las luces
para la música rock, que es, sin duda, la expresión artística más importante
del siglo después del cine. Incluso en los vicios y en los defectos la
comparación resulta plausible. El intolerable optimismo, que diría Cioran,
de los sesenta recuerda en demasía la creencia ciega en el progreso del
pensamiento dieciochesco. La Ilustración desembocó en la fatalidad del
romanticismo, aniquilada convenientemente por Nietzsche; el swinging
London no pudo por menos que acabar al otro lado del océano vestido con
las flores del no menos fatalista sueño hippy, superado esta vez en forma
afortunada por la demoníaca saga de The Velvet Underground.

Con razón se ha dicho que el romanticismo es un sucedáneo del período


ilustrado, más que una reacción a la contra. La fe en el progreso es lo que
provocó, al no hacerse realidad, al no actualizarse, el sentimiento
romántico del hastío. Algo parecido ocurre con el período hippy: es la
creencia en la posibilidad de un mundo perfecto lo que traiciona los
propios ideales libertarios y vitales con los que el hippismo inició su
andadura. De nuevo, la auténtica subversión queda atrapada en las redes de
la utopía, y tal situación no puede provocar más que un lamento
quejumbroso e hipócrita. Claro que no faltan los ejemplos de utopías
hechas realidad: lo sucedido con el fascismo y el comunismo, ambos
grandes enemigos del rock, por cierto, obvia los comentarios. Desde otros
parámetros, el fracaso del pensamiento hippy no se debe más que al exceso
colectivista de unos cuantos privilegiados (la manera cristiana de los
“elegidos por el Señor” muestra que la religiosidad del movimiento hippy
es otra de sus muchas taras), que, musicalmente, chocaba con la renovada
primacía de cantautores, solistas, estrellas, etcétera. En cuanto a las
bandas, tanto unos Byrds como los laureados Doors le llevan a pensar a
uno si, a pesar de sus buenas canciones, éstos saben lo que están haciendo.
Todo ello quedó al descubierto por un grupo que parecía elegido, sí, pero
elegido por el mismísimo Satanás; me refiero a los neoyorquinos The
Velvet Underground, banda musicalmente arrolladora y tenebrosa y un
fenómeno tan peculiar que constituye el puente que une los arrebatos mods
y garageros de los sesenta con el descaro punk de los setenta, movimientos
todos ellos de la más auténtica esencia exterminadora del rocanrol. A The
Velvet Underground especialmente debemos, los amantes del rock, que
nuestro objeto de devoción no caiga en manos de los pedantes, los
ideólogos, los peseteros, los adultos y los ruines. La paradoja consiste en
que precisamente haya tenido que impedirlo un grupo tan explícitamente
pretencioso y miserable, tan adultamente perverso, tan diabólico como The
Velvet Underground: estamos ante alguien que ha conocido personalmente
al Ángel Negro y ha venido para advertirnos de que Él está entre nosotros.
La década prodigiosa da cuenta por fin del hecho irrefutable de que no hay
luces sin sus inseparables sombras.

Planteadas así las cosas, ¿qué pinta mi admirado Londres en todo este
embrollo? Se preguntarán, con razón, por qué no elegir Nueva York si The
Velvet Underground es el conjunto más grande de todos los tiempos...
Bueno, bueno, un poco de paciencia. Mi lugar es Londres porque el
espíritu que allí se vivió en la década de los sesenta ilustra excelentemente
la lucha contra la necesidad, contra el Ángel Negro del que hemos
hablado, y ejemplifica incomparablemente lo que Savater denomina la
“alegría que sobreviene” y que es, sin más, la alegría de vivir o si prefieren
la joie de vivre. Peyorativamente se ha tildado al pop de música ligera, y
los que así se han manifestado no saben el favor que me han hecho: alegría
viene de aligerar, es decir, de aliviar el peso de la muerte, de atenuar la
gravedad del tiempo que nos asfixia, de sobrellevar las contraindicaciones
del amor para el que hemos nacido. La alegría de vivir es desprenderse de
la carga que nos puede hacer naufragar, es desahogarse, es caminar, en fin,
al borde del abismo, en cierto estado de ingravidez y levedad pero con el
ánimo contento y sabedor del aquí y del ahora. Todo ello está
maravillosamente expresado en ese Londres que buscaba y del que
pretendo en este artículo no hacer más que un breve retrato.

Musicalmente, el pop no es sólo el beat emblemático de los tres minutos e


incluyo en él, o al menos no excluyo, el enérgico blues tocado a media
velocidad (el rhythm´n´blues), el saltarín y sudoroso soul, el rítmico y
salvaje sonido garage, incluso la psicodelia más inocente y el superficial
surf. Las fronteras entre qué es pop y qué no lo es y los límites temporales
en los que se desarrolla el movimiento son siempre sutiles y discutibles; el
Londres pop es más que el Londres mod, aunque qué duda cabe que es en
éste donde aquél adquiere su máxima expresión. Cuando hablamos de pop,
de mod, de flop o de ya no sé qué, hacemos referencia a algo más global
que un conjunto de grupos musicales, incluso a algo más que un simple
movimiento juvenil. Cómo si no explicar la faldita de Mary Quant, el pop-
art, las revistas de moda y los muebles de diseño. Se trata de una época, o
mejor, de una actitud anclada en el tiempo y por ello inamovible pero a la
vez perpetuamente recuperable. No estoy diciendo, nada más lejos de mi
intención, que sólo si uno es mod y aprecia con pasión aquel Londres
magnífico y elegante puede llegar a sentir la alegría de vivir de la que
hablábamos. Para empezar, yo no soy mod (las identidades estéticas son
casi igual de restrictivas que las veneradas identidades culturales y
religiosas, aunque reconozco que no puedo vivir sin fetiches) y además
nací en la década de los setenta. De modo que no propongo nada parecido
a que el mundo se convierta de golpe en un pelotón de Lambrettas con
individuos aflequillados cantando alegremente al unísono: “My generation,
my generation, my generation, baby!”. Ni tampoco pretendo retroceder en
el tiempo (aunque a veces me gustaría y por eso leo a H. G. Wells) y ante
tal imposibilidad lamentarme de que ya Londres no sea lo que era (aunque
a veces lo hago). Simplemente intento rescatar el sentimiento con el que
unos Easybeats hacían canciones tan magistrales y tan verdaderas como
Friday on my mind, por poner un ejemplo. Y más allá de volver sobre el
siempre controvertido sentimiento, pretendo sentir como propia, porque lo
es, la alegría que subyace en la actitud vitalista y apasionada de la época.

“Alegría juvenil y que no se diga”. Esta frase corresponde a una canción


de un grupo español de cuyo nombre quiero acordarme pero no puedo. La
canción es divertidísima y define inmejorablemente lo que aquí quiere
decirse: si están hasta los mismísimos de este artículo no pondré ningún
impedimento en que lo dejen y vayan corriendo a buscar el susodicho
tema. Alegría juvenil y que no se diga: actitud llena de humanidad y
generosidad que la convierte en aquella libre cotidianidad que tantos
sistemas y utopías han estado buscando y no han encontrado jamás,
básicamente porque es un fenómeno imprevisible y porque es la forma
más cuerda de la rebelión. Actitud de afirmación sin tapujos de lo que
somos que grita para que se oiga con claridad: “Aquí estoy yo”, o Soy así,
como Los Salvajes. Actitud que ama, por encima de todo, el mundo en sí,
el gozo de vivir sin exclusión de sus miserias. Spinoza, el filósofo de la
alegría, la formuló como ese amor a la Sustancia-Dios que es esencia y
existencia: todo. Amamos el hecho de vivir porque nos devuelve el sabor
del tiempo necesariamente fugaz pero plenamente presente. Plenitud del
ahora que, por el aligeramiento, se sabe sin embargo más que
irremediablemente efímera, se sabe eternamente irrepetible. Ímpetu del
que no es cometa fugaz ni roca inmóvil, de quien ha conseguido ya sentir
la ligereza de la acción: las motos como modernos caballos y la eterna
lucha contra el viento de la tempestad. Sensación que también es
conocimiento: para Spinoza se trata de “no reír, no llorar, no detestar, sino
entender”. A su vez, Understanding es ya un éxito de un grupo londinense
de los sesenta llamado Small Faces. La razón es una pasión más que
controla al resto de las pasiones, al contrario de lo propugnado por el
racionalismo dogmático que no sólo se deshizo del cuerpo sino también de
las pasiones, es decir, de la imaginación. Spinoza, más que Kant, no
desdeñó en absoluto el tortuoso camino de los sentidos y de las
sensaciones, pues para comprender lo que Dios-Naturaleza es, es decir,
para entender la esencia y ser, al fin, hombre sabio y libre, nada era
desechable. Todo valía porque toda realidad e incluso idealidad es
manifestación de tal esencia, que lo es todo. Pero Spinoza no colocó esta
comprensión en otro lugar que no sea éste, ni en otro momento que no sea
el ahora: tal es, por fin, la gran equiparación entre esencia y existencia que
Nietzsche trató de explicar a su manera irreverente, poética y sesgada años
después. No hay más que el presente, en espacio y tiempo, para conocer a
Dios, para vivir plenamente, para vivir mejor y no abandonar tal tarea en
virtud (nunca una palabra ha sido tan mal usada como “virtud” en este
contexto) de otra vida en el más allá.

En Understanding, Small Faces cantan “la, la, la... la, la, la”. Quizá
parezca pueril, y en algún modo lo es, pero la chocante obsesión de los
sesenta por los “la, la, la”, “sha, la, la, la, lee”, los “yeah, yeah, yeah”,
etcétera, no es sino una expresión de la alegría que sobreviene después de
la momentánea comprensión de todo. Pues incluso saber que no se sabe,
ignorar, es ya comprender: quizá la más alta y la más provechosa si se
vive, es decir, si uno continúa viviendo naturalmente; no de forma
amputada, falsa, mancillada, prosaica o ilusoria. Siendo el amor la
principal pasión que debe ser comprendida, esa inexplicabilidad quizá
entendida por una intuición quién sabe si divina es cantada por The Who
en I can´t explain: “Tengo una sensación interior/ no lo puedo explicar/ es
de cierta clase/ no lo puedo explicar/ siento calor y frío/ no lo puedo
explicar, sí, en el fondo de mi alma, sí/ no lo puedo explicar/ lo dicho, no
lo puedo explicar/ ahora me encuentro bien, sí/ pero no lo puedo explicar/
la cabeza me da vueltas/ y me siento triste/ las cosas que dijiste/ bueno,
puede que sean ciertas/ estoy teniendo sueños extraños/ una y otra vez/ sé
lo que ello significa/ pero no lo puedo explicar/ creo que se trata del amor/
intento decírtelo/ cuando me encuentro triste (...) Lo dicho, no lo puedo
explicar, no/ me sacas de quicio/ sí, soy de los que se preocupan/ sí, lo
dicho, no lo puedo explicar”. ¡Ah, ignorancia, bendita, atrevida,
comprensiva ignorancia!

A mi juicio, lo memorable de los sesenta, la verdadera razón por la que


pasarán a la historia de este siglo, o por lo menos del rock, como la década
más prodigiosa de todas, es el acierto con el que supieron captar este
“instante de felicidad”, este sentimiento de afirmación vital y juvenil. El
escritor Robert Louis Stevenson, que reconocía abiertamente que ni con la
mejor voluntad se pueden tener siempre veinticinco años, respondió no
obstante a su doctor, cuando éste le conminó a reposar por riesgo de morir
joven, de la siguiente forma: “Sepa usted, doctor, que un hombre, muera
cuando muera, siempre muere joven”. Este es el verdadero significado del
“Hope I die before I get old” de My generation. Es el sí a la vida que aún
en la tristeza tiene a bien apreciar lo milagroso, y aún lo ridículo de la
existencia: y se ríe y se baila y se llora. ¿No les ha sucedido a ustedes al
escuchar So sad about us de The Who? ¿Cómo una canción tan
amargamente sincera puede causarnos tal sensación de libertad, de pureza,
esa lágrima que humedece los ojos y aquella sonrisa que vigoriza el alma?
¿Cómo explicar, por otra parte, el gusto por los cuentos de terror y el
morbo de lo fantástico que alimentan nuestras respuestas a las pesadillas
del sueño? Lo confuso, lo deforme, lo circense y lo inconfesable son
también temas influyentes en los sesenta: no hay que olvidar las
estimulantes art-schools, la importancia del music-hall ni los devaneos
operísticos de rock conceptual tan de moda a partir del Sargento Pimienta
y que tanta relación tuvieron con los dibujos animados (ahí tenemos, por
ejemplo, el último trabajo de nuestros Imposibles) y con el cómic (¡el
inolvidable Batman, puro pop!).

Cambiando de tercio, para quien quiere vivir plenamente, la soledad es


sólo una parada, técnica y triste, del viaje emprendido, puesto que
contamos con la lealtad de los amigos: no fue sino con The Beatles cuando
empezaron las bandas (grupos de colegas) de rocanrol propiamente dichas.
Antes, sólo había estrellas acompañadas de combos más o menos
profesionales y permanentes; excepción hecha de Buddy Holly, lo cual no
debe sorprendernos puesto que nunca se remarcará lo suficiente la
influencia que, como tejano en la corte del Rey Arturo, tuvo el genio de
Lubbock en aquella década. Un grupo más americano que inglés, como los
madrileños Sex Museum, ha compuesto una canción para reconocer el
valor de la amistad, titulada tal cual: Friends. Es la camaradería, la
confianza que lleva a escribir a The Who una de las canciones con mejor
inicio que conozco: The kids are allright.

Hemos hablado de la pasión, del amor, de los sueños y de la amistad: vivir


el presente de forma que la rutina no corroa los placeres que podamos
obtener y retener. Todo ello se resume en otro temazo de The Who: “¡Soy
libre!, ¡soy libre!”/ y la libertad sabe a realidad/ ¡Soy libre!/ Y espero que
tú me sigas” (I´m free). La libertad sabe a realidad porque es vivida en el
presente: no hay mayor aventura que ésta. El coraje y la lucha, virtudes
desafiantes de lo necesario, de lo inamovible, abren puertas, pero no sólo
las de la percepción (The Doors) sino puertas de acción al cabo de las
cuales queda un territorio, infinito, por conquistar. Recordemos que el pop
británico hunde sus raíces en el blues y el soul negros que, como pocas
músicas, han cantado el dolor de vivir; por ello no se rechaza esta angustia
de quien se sabe libre y la afirmación de existir produce un vértigo sólo
inteligible, y por tanto eliminable, si es vivido. Estamos al borde del
abismo como el protagonista de Quadrophenia o la frágil Audrey Hepburn
en Desayuno con diamantes, en acantilados salpicados de un mar furioso
en cuyos senderos sólo nos guía la tenue pero permanente luz de un faro
nocturno. A Stevenson le llamaron faro de la literatura. ¿Qué enigmática
iluminación llevó a Los Flechazos a elegir un faro como portada de su
último single: “Si tú te vas/ Stop, in the name of love”? Vivir es, en el
fondo, una temeridad y la grandeza no ya del pop sino del rock en general
consiste en habérnoslo dicho y recordado cada vez que surge alguna banda
con talento. La vida es como surfear, si uno prefiere California, estar sobre
una ola gigante y torbellínica desafiando a la muerte. Ante la tesitura de
saltar o no saltar al vacío, sin embargo, se puede llegar a gritar con los
grandes Who: “Ya he tenido bastante de intentar amar”. El cansancio hace
mella. Resistamos un poco más: la afirmación de vivir se convierte en lo
único que ni queriendo podremos remediar, pues se trata precisamente de
la insatisfacción del deseo originario, la tragedia. Escribe lúcidamente
Savater: “Ahora bien, es preciso añadir que lo trágico es tanto que al
hombre no le falta nada como que nunca tendrá bastante; de la conjunción
de esos dos datos brota la tragedia y allí crece y se mantiene”. Por ello hay
tantos I feel fine como I can´t get no (satisfaction) en el rock de los
sesenta. Ante lo cual, el propio Savater se pregunta afirmando: “¡Quién
sabe si el auténtico camino hacia la catarsis puede ser la carcajada!”. Lo
dicho, alegría juvenil y que no se diga.

Mientras tanto, no desesperemos: volvamos a Carnaby Street, en donde


según Dave “Kink” Davies, nunca dejaba de brillar el sol. Quizá podamos
ver Blow Up, pasearnos por Oxford Street, ir a un partido de fútbol o de
rugby, tomar una cerveza en un pub. Buscaremos el mejor pin-ball donde
probar nuestro talento recordando que nunca podremos igualar a aquel
chico sordo, mudo y ciego. Las luces de Piccadilly resplandecerán como
nunca, miraremos al cielo y nos daremos cuenta, al fin, de que la vida es
extraviarse y volver a sí mismo, acertar y equivocarse, echar de menos,
leer un buen libro en un atardecer gris, bailar toda la noche en algún club,
el verano, volver a Londres como se vuelve a casa, aprender a querer bajo
la lluvia que cae sobre el asfalto y, a la hora de la verdad, estar dispuestos a
jugarnos literalmente la vida tal como Steve Marriot desgañitándose el
corazón en All or nothing entre las melodías envolventes de una canción
eterna.

Acabemos a lo sixties, de forma circular, cíclica, en espiral y con colores.


He de confesar una maravillosa coincidencia. Después de lo visto, quizá la
vida no sea más que eso, un feliz encuentro, con algo, con alguien, con
nosotros mismos, con las cosas que amamos. Hace poco me enteré de que
en sus últimos años el apasionado y racional Spinoza componía un tratado
de física sobre el arco iris. Spinoza murió joven y no sólo porque ni tan
siquiera contaba cincuenta años: murió joven porque fue sabio y libre y
porque vivió contento. Su admirado arco iris podría ser un buen símbolo
de lo que he querido significar con este texto. Por mi parte, tan sólo me
queda decirles que un servidor también morirá joven. Afortunadamente ha
visto tocar en directo a Los Flechazos su canción preferida, Arco iris:

Los motores no han dejado de sonar desde que te trajo el viento.


Tienes miedo, miedo en la oscuridad, no hay estrellas en el cielo.
Pasa el tiempo, escondido en el hangar, tiembla el aeroplano fuera.
En tu mente ha empezado a lloviznar, sale el arco iris.
Es de noche, pero puedes contemplar mil colores en la niebla.
No hay distancia, tampoco velocidad, sólo sensación de fuerza.
Arco iris, los ojos cerrados y la visión en tu cabeza.
Lentamente vas volando hacia el final, hacia el centro de la tierra.
CANCIÓN DE LOQUILLO

Soy un chico de la calle que vive su canción,


también me emborracho y lloro cuando tengo depresión.

Loquillo y Trogloditas, Rock and roll star

Cuando yo tenía quince años, ahora que me acuerdo de una cosa que leí en
un libro de Savater, mi ídolo no era el Che ni tampoco Bertrand Russell.
Del Che poco más he sabido después de dedicarle un trabajo escolar, y en
cambio de lord Russell me he convertido en un asiduo lector. Pero a los
quince años mi ídolo fue Loquillo y su grupo de rock: los Trogloditas.

Loquillo y Trogloditas fueron una de las bandas de rocanrol más


importantes de los años ochenta en España. Musicalmente derivaron del
rockabilly de los inicios hacia un rock más clásico, pero marcadamente
agresivo, contundente. Gracias sobre todo a la todavía aún no ponderada
calidad compositora del guitarrista Sabino Méndez, lograron un repertorio
sin fisuras, que Loquillo interpretaba en los escenarios como si fuese un
actor de teatro que recita sus propios monólogos.

Ex-jugador de baloncesto, Loquillo fundó los Trogloditas junto a unos


músicos de Vic y el mencionado Sabino Méndez. Gente periférica, de
barrios marginales de Barcelona o de su provincia, que había crecido
escuchando a Elvis Presley y a The Beach Boys y que en aquellos
momentos celebraba el nacimiento del movimiento punk o de la nueva ola.
Por ahí correteaba también Carlos Segarra, el cantante de Los Rebeldes, y
demás compinches. Inciertos comienzos en la sala Magic, la movida
madrileña, y tres o cuatro discos memorables que poblaron la memoria
rockera de los jóvenes que crecimos en los años ochenta, jalonan la
trayectoria del grupo en esta década. De aquella primera época el crítico
musical Jesús Ordovás señaló: “Días felices y días difíciles fueron para
Loquillo aquellos en que consiguió reunir a unos cuantos amigos de
Barcelona para grabar un disco, con canciones como Esto no es Hawaii,
convertida casi inmediatamente en himno de toda una generación. O
cuando se presentó en Madrid y salió del Rockola poco menos que
convertido en un héroe”.

El primer trabajo de la banda que consiguió cierta fama entre la crítica y el


público fue El ritmo del garage. Con una portada a lo West Side Story, el
disco es una especie de homenaje a la inquietud juvenil, leit-motiv de toda
la carrera de estos chicos llenos de curiosidad y ganas de devorar el mundo
que les rodeaba. Sugería por aquel entonces Deleuze: “Vivir en nómada,
habitar la ciudad como trogloditas”. Esto es el ritmo del garage para un
rockero. En aquel disco colaboraron artistas como Alaska, Poch o Julián
Siniestro, del grupo de Vigo Siniestro Total. Las canciones hablaban de la
amistad, del amor adolescente, de personajes marginales (No surf está
dedicada a un amigo recluido en la cárcel). Pégate a mí (“Hay días en que
nada sale bien para los dos,/acostrumbados a vivir de pie, siempre tú y
yo”) aludía a la cuerda floja por la que siempre camina el verdadero amor.
Y estaba la legendaria Cadillac solitario, la trepidante Quiero un camión o
la inolvidable Barcelona ciudad, que se escuchaba entonces como la
verdadera música de una ciudad aparentemente llena de oportunidades:
“En Barcelona ciudad nada se hará realidad,/ardiendo en tu
habitación,/sentado en cualquier rincón/esperarás con pasión/tu dosis de
rocanrol”. De aquella misma fecha data el famoso artículo del escritor
Félix de Azúa titulado “Barcelona es el Titanic”, que puso en solfa a todo
el establishment que quería convertir a la ciudad en un gigante con pies de
barro, monstruo mutilador de la autonomía individual en el que al fin se ha
convertido.

Después vinieron otros trabajos como ¿Dónde estabas tú en el 77?, La


mafia del baile o Mis problemas con las mujeres. En la época del segundo,
que incluye canciones como Rock suave, los miembros del grupo se
fotografiaron colocados en torno a una mesa repleta de todo tipo de
drogas. Sabino Méndez da detalles de los motivos de la performance en su
primer libro. Eran los años en que se empezaba a tratar en España la
cuestión de la despenalización del consumo de estupefacientes, y aun así
aquella imagen levantó un gran revuelo. La fotografía, que aparecía bajo el
sensato lema de “No tomes drogas o acabarás como nosotros”, incluía
además un texto que acababa así: “Estamos a favor de la libertad del
individuo para elegir. Estamos a favor de una mayor educación sobre cada
tipo de droga y sus peligros”. Escohotado ha hecho este trabajo. Gracias,
maestros.

En el tercer disco mencionado las canciones eran menos polémicas y más


melancólicas. Me quedo con Siempre libre y con El Molino, un bonito
retrato de las ilusiones perdidas entre las luces de neón de la noche
barcelonesa. El ímpetu rockero de Loquillo y Trogloditas dejaba resquicios
a canciones más suaves, compuestas al estilo de los crooners y aun de la
chanson francesa. Experimentos de músicos siempre inquietos y en
muchos casos precursores, siempre tenazmente controvertidos.

Pues Loquillo no fue sólo un gran cantante de rock sino todo un personaje
de la vida intelectual del país, cuyas opiniones eran escuchadas y debatidas
oportunamente. Esta faceta del músico barcelonés fue la que me sedujo
definitivamente y la que lo convirtió en un héroe para mis quince años.
Anti-militaristas (veníamos de una dictadura) sin dejar de renunciar a
valores como el honor en el sentido camusiano del término, o a mí así me
lo parecía, anti-catalanistas sin dejar de ser tan naturalmente catalanes
como cualquier otro, inconformistas y luchadores contra las desigualdades
prestigiosas de la fatalidad, así amaba yo a Loquillo y Trogloditas. La
escritora Montserrat Roig le dedicó un bonito artículo de periódico titulado
A Loquillo, que acababa con esta frase: “La vida, te lo aseguro, la tienes
tú”. Aunque ahora conozco mejor la historia verdadera de José Mª Sanz, de
Sabino Méndez, y de los Trogloditas de Vic, aunque mi ídolo al fin se ha
derrumbado, sigue latiendo en mí en las ocasiones inaplazables aquella
admiración que me daba ánimos y me mejoraba.

Llegó su siguiente trabajo discográfico, Morir en primavera, un logrado


conjunto de canciones entre las que destacan la que da título al disco (“En
primavera en las calles/la sangre hierve,/en cualquier rincón, la muerte//En
primavera las calles, (...) alguna flor que firma un beso/cae sobre el suelo
de las Ramblas”), El rompeolas, Todo el mundo ama a Isabel y una
versión de La mala reputación de Georges Brassens, en la que llegó a
colaborar el legendario cantautor Paco Ibáñez. El disco venía presentado
en un formato exquisito, con fotografías de la banda en el café “Els Quatre
Gats” y en las Ramblas. La Barcelona modernista, bohemia, libre y
esplendorosa conformaba el paisaje de las canciones, que según cuenta
Sabino Méndez en su libro Corre, rocker fueron compuestas en los días
soleados de la Plaza Real anterior a las Olimpiadas, cuando el
Ayuntamiento aún no había barrido las aceras marginales de las calles de la
ciudad. Este disco tiene un aire poético muy sugerente, que recuerda aquel
dictum de T. S. Eliot según el cual el mes de abril es “el mes más cruel de
todos”. De esta crueldad inherente a la vida humana tratan también estas
canciones, que basculan entre ritmos aguerridos y melodías sabiamente
fraguadas.

Pero los problemas internos de la banda, el cambio generacional, el


cansancio por tantos años de vida en la carretera empezaron a hacer mella
en Loquillo y Trogloditas. En 1989 el grupo grabó en la sala Zeleste un
disco doble en directo justo cuando Sabino Méndez anunció que
abandonaba el barco. Este doble disco, ¡A por ellos.. que son pocos y
cobardes!, es la cima musical de Loquillo y Trogloditas. El sonido es
horroroso, pero el legado impagable. En la crónica periodística del
concierto de Montjuich del verano siguiente, donde la banda logró reunir a
más de 100.000 personas, el crítico musical Luis Hidalgo escribe: “Fue la
noche en la que Loquillo se consagró en esta ciudad, en la que él dice que
tantas veces se le ha negado el pan y la sal (...). Por el contrario, Loquillo
sabía que aquella tenía que ser su noche. Consiguió en la Festa del Treball
aventar consignas de rockismo izquierdista, aconsejar a la multitud cual
padre espiritual, erigirse en guía de los díscolos, inconformistas y
radicales”. El chico de la calle había conseguido hacer realidad sus sueños,
pero al mismo tiempo empezaba a vislumbrar la vuelta amarga de dicho
triunfo, el aprendizaje de la decepción que tantas veces había tenido que
cantar del mismo modo que celebraba el entusiasmo juvenil.

¡A por ellos.. que son pocos y cobardes! contiene las mejores canciones
del repertorio del grupo barcelonés en la situación más propicia, o sea, en
directo, donde su música sonaba con toda la fuerza de la que era capaz.
Sabino Méndez solo aparece interpretando Rock and roll star. El título fue
una sugerencia del mencionado Paco Ibáñez, en alusión a todos aquellos
que se han arrogado el derecho a decidir la vida de los demás, y el álbum
incluye sabrosos comentarios sobre la trayectoria de Loquillo y sobre la
discografía del grupo. Están además todas las letras de las canciones que lo
componen, entre las que destaca esta estrofa de Rock suave, que durante
mucho tiempo algunos llevamos tatuada en el espíritu como un blasón
caballeresco: “Mantener orgullo/y equilibrio individual,/pelear hasta ser un
homicida/por ser mi dueño y poder cantar”. Se pueden, en fin, escuchar en
su sazón temas tan legendarios como Autopista, Esto no es Hawaii o En
las calles de Madrid.

Después, sin Sabino Méndez, nada fue lo mismo. Los Trogloditas han
seguido grabando discos y actuando pero Loquillo se había perdido en el
camino, como ha reconocido en alguna ocasión. De modo que hasta que no
se encontró con el poeta y cantautor Gabriel Sopeña el grupo no logró
recuperar su vieja energía y calidad, plasmadas inmediatamente en otro
doble en directo titulado Compañeros de viaje. Este excelente disco se
divide en dos bloques. El primero de ellos incluye algunas canciones de la
época post-Sabino como Ciudad muerta, que abunda en la temática de
Barcelona ciudad, o Brillar y brillar, todas compuestas por Gabriel
Sopeña con la misma fuerza evocadora de los mejores temas de antaño, y
algunas canciones viejas sabiamente escogidas. Me encanta esta canción
de Sopeña:

Y ahora que todo es más viejo, más frío y más gris,


y sientes cómo el tiempo va a por ti,
cuando la nostalgia daña mi corazón
una voz conocida hace su aparición:
la música al infierno voló el día que Buddy Holly murió.
Estoy hablando de los viejos tiempos,
esos que que ya no volverán,
las drogas terminaron por estropear las pequeñas cosas
que nos hicieron amar la amistad, nuestra pequeña libertad.
Y ese tren sin rumbo ni dirección ya no para,
ya no se para en esta estación.
Los muchachos del verano se dijeron adiós el día que Buddy Holly murió.
John Milner, “Compañeros de viaje”

El segundo reúne las piezas musicadas de poetas como Cesare Pavese (Los
gatos lo sabrán), Gil de Biedma (No volveré a ser joven), Bernardo Atxaga
(La vida que yo veo: “La vida que yo veo/ anhela los extremos confines:/la
selva, el desierto y nada más”) y Octavio Paz (Central Park). Los poemas
poseen una belleza verbal a la que la musicalización se ha mantenido
perfectamente fiel, y como canciones resultan curiosamente trepidantes y
rockeras.

Además, el disco acaba con las colaboraciones de algunos viejos


compañeros de viaje interpretando sus propias canciones: Ramoncín (Al
límite), Jaime Urrutia (Caray), el llorado Pepe Risi (¿Qué hace una chica
como tú en un sitio como éste?), Aurelio Morata (Balada para un viejo
sombrero) y el infatigable Carlos Segarra (Un hombre puede llorar). Todo
está teñido de una fuerte nostalgia, dañina para el corazón, quién lo va a
negar, pero alimento indiscutible de la honestidad de una vida que vale la
pena.

Diez años después de Compañeros de viaje, ya en la cuarentena, Loquillo


se ha vuelto a rodear de artistas con talento, entre ellos, como estrella
invitada, Fito Páez, y ha sacado un doble álbum en directo titulado
Hermanos de sangre, que contiene nuevas piezas gloriosas, esta vez
firmadas, con o sin Loquillo, mayormente por Igor Paskual. El timing de
las canciones es de larga duración, lo que sugiere un esfuerzo por dilatar
aquello que algún día dejará de ser pero que, mientras respiremos, vale la
pena que siga siendo: la actitud del rock´n´roll. Dejando de lado algunas
incomprensibles proclamas pseudopolíticas que jalonan el concierto, al
menos el de Baracaldo, el trabajo es de una entereza encomiable y
canciones como La edad de oro, Cuando fuimos los mejores, Por amor,
Antes de la lluvia o Canción del valor constituyen piezas de alto valor
rockero, dignas del nombre de esta banda legendaria de cuyos inicios ya
solo siguen el bajista Josep Simón y el propio Loquillo. También es digna
de mención la versión de Mi calle (“Mi calle tiene un oscuro bar/húmedas
paredes”) de Lone Star.

Sabino Méndez actúa en un par de canciones en el concierto de Baracaldo


grabado en DVD. Por esas mismas fechas, Sabino Méndez anduvo metido
en la asociación promotora del partido político Ciudadanos-Partido de la
Ciudadanía (C´s), al que legó una versión de su gran canción El ritmo del
garage, ahora retitulada El rumor de la calle, que fue la música con la que
C´s entró en el Parlamento autonómico de Cataluña y con la que aún
intentó entrar en el Congreso de los Diputados, sin éxito. Hubo, había y
hay, desde luego, un rumor en la calle. Lo sigue habiendo, pero este ya es
otro tema.

Un concierto de Loquillo y Trogloditas

Un día frío de noviembre de finales de los ochenta fuimos a un concierto


de Loquillo y Trogloditas en el pabellón municipal de deportes de
Vilafranca del Penedés. Eran los tiempos del doble en directo ¡A por
ellos...! que supuso el broche de oro a la trayectoria ascendente de la
banda.

El concierto fue intenso y emotivo. Los Trogloditas eran una banda que
funcionaba sobre todo en directo. Loquillo berreaba sus canciones de
siempre con la misma energía de siempre. Me acuerdo de un muchacho
que se pasó el concierto pidiendo a gritos la única canción en catalán que
interpretaban los Trogloditas: la divertida Cançó de pagès. Pero Loquillo
no la cantó. En cambio escuchamos y bailamos los grandes temas
compuestos por el grandísimo poeta que es Sabino Méndez. Tuvimos
algún encontronazo con la gente de primera fila, pero el asunto no pasó a
mayores. Yo salí completamente empapado en sudor. Durante el concierto
me bebí dos frescas y felices cervezas.

Recuerdo aquellos tiempos de mi devoción por Loquillo con infinita


gratitud. Reconozco que muchas de mis aficiones adolescentes han llegado
a cansarme, o que sólo durante un rato me divierten, salvo leer y escribir,
que no fueron pasiones adolescentes, sino infantiles. Pero todavía hoy
puedo pasarme una tarde entera escuchando a Loquillo y Trogloditas,
aquellos ya viejos vinilos, y gritar con toda mi alma antes de irme a
dormir: ¡Viva!

Corre rocker, Sabino Méndez

Corre, rocker (Espasa, 2000) es una crónica barcelonesa de la transición a


la democracia, de la movida madrileña y de los dorados, y adolescentes
para algunos, años ochenta. También es la historia personalísima del grupo
de rock Loquillo y Trogloditas. Es, además, la confesión íntima y
minuciosa de un joven adicto a la heroína.

Corre, rocker está escrito en una prosa rica y compleja, aunque a veces
mantiene un tono un poco rimbombante en su indesmayable voluntad de
estilo. Pero los hitos son remarcables: cuando la prosa se remansa y se abre
a las palpitaciones de la vida, la narración fluye translúcida y
conmovedora.

Sabino Méndez ha sido uno de los mejores compositores del rock español:
Cadillac solitario, No surf, Pégate a mí, María, El Molino, Morir en
primavera son algunas de las canciones que en su día sonaron contra el
futuro y que hoy lo hacen contra el olvido. No creo que exista actualmente
en las librerías españolas una autobiografía musical más desgarradora,
mejor escrita y más serenamente vitalista que Corre, rocker. A veces
recuerda a De Quincey, otras a Nabokov; sus variaciones sobre el “yo” lo
emparentan en más de un sentido con Montaigne. No está nada mal para
un músico de rock que ya forma parte de las estrellas de nuestro cielo.
THE VELVET UNDERGROUND O EL VÉRTIGO DE LA LUCIDEZ

Y si el terror de las epifanías te redujo a la vergüenza,


sacude la cabeza,
elige un lado donde estar.

The Velvet Underground, Black Angel´s Death Song

Cuando Cioran decía que toda música verdadera nos hace palpar el
tiempo, está claro que estaba pensando en la música llamada clásica,
música culta o música a secas. Pero Cioran no era estúpido, y en otro
silogismo amargo se pregunta por qué releer a Platón si el sonido de un
saxofón produce los mismos efectos. Por mi parte diré que amo toda clase
de música y, como todo aquello que se ama de verdad, debo añadir que la
amo demasiado, de lo malo a lo bueno. Y no sólo me gusta la música
clásica; también el blues, el jazz y una pizca de flamenco. Para mí son tan
verdadera música como la compuesta por Bach.

Pero de todas ellas hay una que a los de mi generación les ha servido de
verdadera educación sentimental: los rockeros de los happy fifties los
hippies y Carnaby Street, el punk, la movida madrileña, que quizá sería
mejor llamar española. Si el arte, como decía Gombrowicz, muestra “el
juego de la naturaleza y de sus fuerzas, es decir, la voluntad de vivir”, para
mí la música rock, el gran rock and roll, pertenece sin duda a la categoría
del arte. Y si existe un grupo (los rockeros suelen reunirse en grupos que
acaban disolviéndose como el rosario de la aurora) que compendie las
esencias del rock, éste ha sido a mi gusto la banda neoyorquina The Velvet
Underground (1965-1970), que significa algo así como El Subterráneo
Aterciopelado.

Empezaron haciendo versiones de Chuck Berry en el Café Bizarre de


NYC. Después se abrieron a la experimentación. Su escepticismo
sardónico, los non serviam que entonan muchas de sus canciones, su
pesimismo subversivo y aguafiestas, la lucidez que se escabulle de las
prerrogativas de lo dado: al igual que la filosofía para Sade, el rock para
The Velvet Underground debe decirlo todo y hacer que tiemble todo. Es un
rock que, si se me permite el caníbal y muy griego vulgarismo, se come la
olla. Sí, se come la olla con cierto fastidio, quizá, pero como suprema
negación a que la gran olla se sirva de nosotros para sazonar con un poco
de cerebro humano la bacanal del Todopoderoso. El pensamiento, aun en
un nivel primario como el de la expresión rockera, nos deja al albur de lo
desconocido, cara a cara con la radical extrañeza del mundo; interrumpe
toda presunta concatenación mecánica, todo funcionamiento reglado sin
apertura, todo lo que oprime y amedentra: nos abre la puerta de la acción.

Sí, el rock and roll,


a pesar de todos los cálculos
podías bailar con esa emisora de rock and roll.
Rock and roll, “Loaded”

El rock razonante de TVU, algunos lo han llamado nihilista, manifiesta


con ternura y acidez, con estridencia y con suavidad, con calma e
inquietud, toda la crisis vital en la que nos hallamos los mortales. Si el
mundo es un enorme cubo de basura, un absurdo pedazo de plástico, un
tubo catódico de gigantescas proporciones, la música no puede dejar de ser
truculenta, angustiosamente desenfrenada, de una morbosidad furiosa, pero
también capaz de insinuar una belleza que sólo puede hallarse rebuscando
en la fealdad y la corrupción, manoseando a cuatro patas en los
desperdicios del subconsciente. “La flor aplastada en el asfalto, asfixiada
por una mezcla pútrida de agua sucia, restos de gasolina y mierda. El
subterráneo de terciopelo”, ha escrito el crítico de la revista Ruta 66
Ignacio Juliá.

Aquello que nos hunde también nos eleva, dijo Hölderlin, y por eso la
lucidez de TVU no oculta ni solventa nuestras contradicciones, porque son
éstas las que nos permiten vivir en libertad. La demoníaca canción de
tumba del ángel negro evoca el rumor inagotable de la noche de la que un
día nacimos a la libertad, y a la que otro día volveremos. Vivir es este día
que se extiende entre las noches del mundo, pero son estas noches las que
le dan toda su espesura y grosor al día de la vida. Son esas noches contra
las que la vida cobra todo su esplendor y poderío las que, por lo mismo, no
hay que olvidar. ¿Cómo podríamos hacerlo? Es la noche la que oculta y
oscurece, la que apaga el sol que da calor; pero es del pozo de esa noche
del que los hombres podemos extraer nuestro arsenal de vida, nuestra
energía de libertad. Por eso hay que cumplir con el descenso ad inferos,
bajar a los aterciopelados subterráneos de cada cual. Quien ha bajado a sus
tinieblas inferiores y ha conocido su extrema soledad, sabe bien que la
mejor manera de no caerse al pozo consiste paradójicamente en no tapiarlo
ni cerrarlo para siempre jamás. Así nos atraviesa la lucidez, como una
herida mortal que no puede ser curada y que, en cambio, sólo hurgando en
ella podemos aliviar.

La música de TVU está hecha con la madera de esta lucidez. Dejando de


lado ahora que Adorno y Marcuse fueran demasiado intransigentes con el
rock y el jazz, el primero de ellos escribió a propósito de Schönberg algo
que se podría aplicar a las canciones de TVU: “El lenguaje musical se
disocia en fragmentos. Pero en ellos el sujeto está en condiciones de
emerger indirectamente y como algo `significativo´ en el sentido de
Goethe, siendo así que en cambio las trabas de la totalidad material lo
tenían encadenado. En medio de su horror por el lenguaje musical
encadenado, que ya no es el suyo, el sujeto reconquista su
autodeterminación; no la autodeterminación orgánica, sino más bien la
autodeterminación de las intenciones. La música se hace consciente de sí
misma, como es consciente el conocimiento y como siempre fue la gran
música”. De igual modo, el rock velvetero rompe estruendosamente con la
totalidad, y el atronador volumen de su música se revela como una de las
respuestas posibles de la libertad originaria al estrépito de la gran ciudad.
Las guitarras que chirrían, las voces que suplican, las risas entrecortadas,
la viola que agoniza hasta lo inaudible, el monótono, primitivo y
persistente tambor de fondo, todo ello deja al descubierto el tumulto de
nuestra intimidad. La música, consciente, crece así en el desgarramiento,
en la distorsión del rock, y recupera la libertad.

¿Quiénes formaron The Velvet Underground?. En cabeza, Lou Reed, un


lírico de impertérrita mirada e inconfundible voz; a la guitarra, Sterling
Morrison, confeso admirador del Quijote que tras la separación del grupo
ejerció de profesor de literatura; Maureen Tucker, una de las primeras
mujeres que se puso a tocar la batería, ¡y de qué manera!; la esbelta y
gélida modelo alemana Nico, distante pero atractiva, que estuvo después
en la Ibiza hippy; y, finalmente, John Cale, el galés errante, que
interpretaba la viola y el bajo con el depurado oído de quien se había
pasado la infancia escuchando a Mozart: ¡una viola en un grupo de rock!.
The Velvet Underground fue comercialmente una banda dandy,
irónicamente vanguardista, urbana, de culto, un poco al estilo del
Baudelaire del París simbolista. No en vano su padrino artístico no fue otro
que el pintor pop Andy Warhol, con quien montaron en sus primeras
actuaciones una performance multimedia llamada Exploding Plastic
Inolvidable. Por aquel entonces, 1966, Warhol fabricaba películas de 6
horas que contaban en plano secuencia fijo las nulas peipecias ocurridas a
un hombre que duerme (Sleep), mediometrajes pornográficos que
mantenían el centro de la acción fuera de campo (Blow-job), o épicos
retratos también en plano secuencia inmóvil del edificio Empire State
(ocho horas preñadas de conceptualidad y hastío tituladas escuetamente
Empire). De modo que el genial Warhol no tenía demasiado tiempo para la
banda y ésta acabó disolviéndose en 1970, tras cinco años de heterodoxa
andadura musical.

Lo que algunos critican como desajuste esquizofrénico de música y letra


en TVU, no representa más que la respuesta del rock a la sobreabundancia
actual de palabras que a menudo nada significan. Por otra parte, a este
aluvión, el rock responde deliberadamente con ruido: se diría que el rock
hace ruido para callarse mejor, tal como decía Nietzsche que a veces no se
es filósofo más que en silencio. Pero no todas las canciones de TVU
destilan violencia sonora; la lucidez también hace mella en temas
inconexos, despiadadamente fríos, o alcanza la calidez del amor que
envuelve por un momento a esta misma radiación razonante. Leamos lo
que se dice de ellas en el disco Rock and Roll Diary de Lou Reed: “Sus
temas fueron perversos, desesperados y de muerte. En lugar de celebrar
viajes psicodélicos nos enseñaron el poder devastador, el horror y la falsa
trascendencia de la adicción a la heroína; desafiaron dando a entender que
el sadomasoquismo podía tener más que ver con su, y nuestra, realidad que
el amor universal. Musicalmente, así como verbalmente, insistieron en esa
posibilidad; lejos de ser ilimitados, estaban siendo continuamente
ahogados y excluidos. En un tiempo en que la música de los hippies estuvo
atontando con las espontáneas jam-sessions, la música de The Velvet
Underground era cerebral, estilizada. Mantuvieron una conmovedora
tensión irónica entre la apretada estructura formal de las canciones y sus
estallidos de sonido crudo, entre su alto ingenio y su nivelado contenido,
entre el fatalismo y la rebelión”.

Por aquellos años la metrópolis, o la polis con metro, esa Nueva York que
ya es la capital del mundo, se transforma en una inhóspita jungla de asfalto
y de cemento que nos sobrepasa y nos domina. A un lado, la inmensidad
del océano; al otro, la extensa llanura continental. En su interior, los
humanos lidian día a día con una nueva multitud de obstáculos: máquinas,
vehículos, electrodomésticos, múltiples objetos de consumo, que tan
deliciosamente satirizara Jacques Tati en Mon oncle. Los metros
subterráneos se configuran como inmejorables metáforas de nuestra
intimidad. Bajo la piel terráquea, la muchedumbre avanza en la penumbra.
Mientras unos pocos hombres alcanzan la Luna, las anchas avenidas de la
ciudad ven mezclarse un batiburrillo de gente que enriquece la vida social,
pero que también la multiplica hasta lo conflictivo. Bajo altísimos y
majestuosos rascacielos se esconden ratas, suciedad y corrupción, las
cloacas expulsan pestilentes humos. La metrópolis agudiza la íntima y
brutal soledad de los hombres, lo que puede generar tantas nuevas posibles
formas de vida como angustia y desolación. La demanda creciente de cada
segundo de un tiempo social que exige más y más acaba traspasando el
frenesí que antaño agobiaba a unos pocos a toda una masa innumerable de
individuos perdidos en la ciudad.

Es difícil ser hombre


y vivir en un cubo de basura,
mi patrona me llamó,
intentó pegarme con una fregona.
Ya no lo soporto más
I can´t stand it, “The Velvet Underground”

En su muy recomendable Baudelaire y el artista de la vida moderna, Félix


de Azúa cita al sociólogo de la vida urbana contemporánea Georg Simmel.
El texto de Simmel dibuja una metrópolis muy parecida a la actual Hong-
Kong, y no muy distinta de la del cómic de Akira. Pero pongamos que
hablaba de Nueva York, cuando alrededor de 1903, fecha del texto de
Simmel, se empezaron a edificar los primeros rascacielos. En la ciudad
vivimos una existencia “flotante, sin raíces y anónima”. La seguridad
familiar desaparece convertida en seguridad ciudadana, los odios y
venganzas ancestrales se sustituyen por la figura moderna de la
delincuencia. Dice Azúa: “En las metrópolis nadie es `alguien´ más que
provisionalmente; y todos pueden serlo todo”. Centro de todas las
operaciones económicas de envergadura, corazón de la técnica, la inmensa
urbe es el lugar del imperio de la publicidad y de sus contraindicaciones.
“El bombardeo de impresiones sensibles, imposibles de almacenar (no
digamos de reflexionar) obligan al desarrollo de una constante indiferencia
ante sucesos (crímenes, atascos, escándalos, miseria) y espectáculos
(publicitarios, arquitectónicos, mecánicos)”, escribe Azúa. En la
metrópolis se hace patente el carácter caótico, azaroso y transitorio de la
vida, el vértigo trágico de la libertad. El habitante de la jungla urbana
procede de cualquier parte y va a no se sabe dónde, lo que funda la
tolerancia pero también la zozobra de la ciudad. Fragmentaria y sin centro,
la metrópolis agrava nuestra angustia y nuestras mortíferas pesadillas.

Los insectos son malos pensamientos


rechazados por hombres egoístas.
Casi me vuelvo loco,
soy un hijo perezoso
Ocean, “Loaded”

Ante esta avalancha, ¿qué respuesta podía esperarse de una expresión


musical como la rockera? Hasta la aparición de The Velvet Underground, y
aun después, todo lo que el rock ha podido ofrecernos no deja de ser un
relato más o menos divertido y útil de conflictos amorosos, celebraciones
alborotadas, resignaciones atrapadas en el tiempo, himnos políticos,
reconvenciones morales, guiños más o menos explícitos a lo perverso o a
lo obsceno, explosiones efímeramente liberadoras y gritos apasionados que
sin embargo siguen siendo todavía demasiado verosímiles para resultar
realmente alarmantes. Se trata, en todo caso, de cariñosos pellizcos en el
trasero de lo establecido en el más inocente de los casos, o de directos
ganchos de izquierda a las mandíbulas de lo preestablecido en los más
temerarios.

El compendio de todo esto fue el 68 norteamericano, que en lo político


difería del europeo en una menor presencia del marxismo y en una mayor
atención al socialismo utópico, el trascendentalismo y los beatniks. Como
es sabido, el 68 americano se reunió en lo que se llamó “la nación
Woodstock”: tres días de conciertos en los terrenos de una granja cercana a
Nueva York donde se congregaron 500.000 personas. Era agradable, se
podían consumir drogas y sexo y escuchar a grupos legendarios vivos
como The Who o Jimi Hendrix. Y, sin embargo, para el rock radicalmente
lúcido de TVU Woodstock tenía mucho de campamento estival de boy-
scouts y bastante de iglesia ortodoxa.1
1
Un ejemplo ambiguo lo encontramos en la película ganadora del festival de Cannes de 1969, Easy Rider. En ella los
únicos que viven trágicamente y acaban muriendo son los dos aventureros y el abogado impresentable. La película
muestra cómo la intolerancia de la sociedad rural convivía perfectamente con las comunas naturistas de los hippies y
TVU no estuvo allí, desde luego, porque mientras Woodstock celebraba
finalmente una fiesta programada (programada hasta el punto de que los
hijos de aquéllos se quedaron treinta años después en la nada, en el
nirvana), la lucidez de The Velvet Underground hacía bailar al rock sobre
el abismo sin fondo de nuestra vida. Para todo aquel, claro está, que
quisiera bailar libre y suelto. En primer lugar, TVU dirigió la mirada a la
fatalidad del amor y del sexo, encarnada en el mito de Pandora de la
femme fatale. “La mujer fatal”, dice José Jiménez en La vida como azar,
“es uno de los principales focos de atracción erótica para la imaginación
masculina moderna. Pero simultáneamente, también una intensa tonalidad
de incertidumbre: la inseguridad ante una sexualidad tan potente y tan
poco controlable por el hombre. Es, una vez más, la atracción del abismo”.

Aquí llega, será mejor que tengas cuidado,


te partirá el corazón en dos.
No es difícil darse cuenta,
mira sus ojos pintados falsamente,
te halagará para después despreciarte, vaya payaso.
Femme Fatale, “The Velvet Underground & Nico”

Pero la lucidez que descubre el abismo también es capaz de provocar la


transvaloración de la vida, es decir, es capaz por lo mismo de apreciar
mucho más, y más modestamente, la vida. En segundo lugar, tras el
espanto, puede surgir entonces aquella jubilosa comprensión parecida a la
sintetizada por Montaigne en sus Ensayos: “Escrutador sin conocimiento,
magistrado sin jurisdicción y, después de todo, el bufón de la farsa”. Y la
luz.

Estoy empezando a ver la luz,


quiero deciros a todos vosotros,
ahora, chica, estoy empezando a ver la luz.
Un poco de vino por la mañana
y algo de desayuno por la noche.
Estoy empezando a ver la luz.

Esta última canción, titulada Beginning to see the light, del álbum “The

la mafia organizada de las grandes concentraciones urbanas. O mejor dicho, muestra cómo no convivían, alejadas
todas ellas de la tolerancia de la ciudad y la libertad de la aventura.
Velvet Underground”, acaba con una interrogación desoladora: “¿Qué se
siente cuando te aman?” ¡Ay, es la luz negra la que así mira, al borde del
delirio que quiere recusar! Savater habló de esta luz negra como de un
ejercicio improbable, y es que las palabras nos salen de ella en forma de
balbuceo, tartamudez, gemidos, gruñidos, y poco más. Así en una de las
canciones que los expertos consideran mejor de TVU: Sister Ray, incluida
en el álbum “White light/White heat”.

El sinsentido permanece, pues, en el subsuelo del sentido. Una de las


canciones más explícitamente literarias y absurdas de The Velvet
Underground es el relato, firmado por Lou Reed, The Gift. Se trata de un
cuento que pone voz a un instrumental de más de diez minutos que la
banda solía interpretar en los conciertos y cuya espeluznante historia
recuerda a la noticia que Meursault lee impasible en El extranjero de
Camus. En la novelita del escritor francés, un joven visita a su madre y a
su hermana, tras muchos años sin verse. Sin darse a conocer, piensa
redoblar la alegría del reencuentro. Sin embargo, necesitando
imperiosamente dinero, la madre y la hermana lo asesinan, sin saber de
quién se trata. Meursault lee esta noticia con el mismo estado de ánimo
con el que asiste al funeral de su madre muerta, o con la misma amarga
ironía con la que parece haber sido escrita la canción de TVU. The Gift
narra la breve historia de Waldo Jeffers. Waldo quiere dar una agradable
sorpresa a su esposa Marsha, de la que lleva dos meses separado, a fin de
intentar la reconciliación. Tras desechar algunas ocurrencias, Waldo decide
enviarse a sí mismo por correo metido en un gran paquete. De esta forma
está convencido de conmover el duro corazón de Marsha. Pero ésta recibe
con desdén el paquete que sabe enviado por Waldo. Tras varios intentos
infructuosos de abrirlo, la buena mujer decide atravesarlo con una larga
cuchilla afilada para saber qué diablos se esconde dentro. El cuento acaba
así: “Se arrodilló, agarró la cuchilla con ambas manos, cogió aliento y
hundió la larga hoja a través de la caja, a través de la cinta adhesiva, a
través del cartón, a través del acolchado y justo a través del centro de la
cabeza de Waldo Jeffers, que se partió suavemente haciendo que pequeños
arcos rítmicos de color rojo brillaran de forma intermitente al sol de la
mañana”.

Se le ha atribuido a The Velvet Underground, nombre extraído de un librito


pornográfico, un cierto sadomasoquismo. La banda se presentaba en el
escenario con látigos, botas altas de cuero y demás artilugios del mismo
jaez para señalar que nuestra sexualidad está más próxima a las pesadillas
de Sade y Masoch que a la armoniosa relación entre Adán y Eva. En una
de sus canciones dejan constancia del sopor escalofriante del deseo que no
logra desasirse de la náusea que todo lo infecta, del asco y de la asfixia que
todo lo envuelve, de la podredumbre de nuestro cuerpo.

Estoy cansado, estoy aburrido,


podría dormir mil años,
mil sueños podrían despertarme,
diferentes colores hechos de lágrimas.
Venus in furs, “The Velvet Underground & Nico”

En la encrucijada del tedio y del horror, ¿qué hacer? Escapar, zafarse de las
garras del monstruo de las horas, huir, no de la realidad, sino de la quietud
letal de cuya ilusión la lucidez también nos despierta. Salir, no a donde lo
imprevisible ya no tiene lugar, sino al aire libre de la acción, a la velocidad
latente de la tierra, a la efímera vibración del mundo. Correr en la fuga
imposible de la muerte, tal como Michel Onfray imagina a Nietzsche
interpretando a Chopin en el piano: “La mano izquierda exprime el eterno
retorno de lo trágico, el carácter implacable del fondo negro sobre el cual
se inscriben nuestros hechos y gestos, es una trama nocturna; la mano
derecha es voluntaria, muestra en la obra las tentativas de zafarse de la
torpeza, los intentos por escapar al destino” (La sculpture de soi).

La adolescente Mary dijo al Tío Dave:


he vendido mi alma, hay que salvarla,
voy a dar una vuelta por Union Square.
Nunca sabes a quién vas a encontrar allí,
tienes que correr, correr, correr, correr, correr.
Da una calada o dos.
Corre, corre, corre, corre, corre.
La muerte gitana y tú,
te dice lo que haces.
Run, Run, Run, “The Velvet Underground & Nico”

Pero tampoco hay que dejarse llevar sin más por las correrías a menudo
descerebradas de quien también ha perdido incluso la alegría. La luz negra
nos aboca, por el contrario, a una suerte de “acción sin ilusión” (Savater),
que define a lo que podemos llamar cabalmente revolución. Si existe una
canción que expresa el principio de esta acción sin ilusión en que consiste
lo verdaderamente revolucionario, una canción que quizá aún no
comprende la idea de acción en su nudo, pero que ya le ha quitado a éste el
velo de la ilusión, esta canción es Heroin, incluida en el disco “The Velvet
Underground & Nico”. Himno mayor de los vagabundos, los caballeros y
los peregrinos, Heroin canta la quiebra definitiva de cualquier apología o
teodicea confesa o enmascarada. Es el anti-himno, más bien, si hemos de
hacer caso a lo que escribe Cioran: “Cada ser es un himno destruido”.

No sé bien adónde voy.


(...)
Desearía haber nacido hace mil años,
haber navegado los oscuros mares,
en un gran clíper,
ir de un país a otro
con gorra y traje de marinero.
(...)
La heroína es mi muerte,
la heroína es mi esposa y es mi vida.
(...)
Porque cuando el caballo empieza a fluir,
ya no me importan en absoluto
todos los payasos de esta ciudad
y todos los políticos haciendo un ruido loco
y todos cargándose a los demás
y todos los cadáveres amontonados en pilas.
(...)
Entonces, doy gracias a Dios por estar mejor muerto,
doy gracias a vuestro Dios por no estar consciente,
doy gracias a Dios de que nada me importe.
Y supongo que no sé,
oh, y supongo que no sé.

Esta canción pone en tela de juicio la obligación de existir o, mejor dicho,


la obligación de morir en la que se sustentan todas las tiranías. Ahí radica
su propuesta subversiva. Pero, por decirlo así, no acierta aún a dar el paso
más allá de su nihilismo. To be or not to be... To be, pues. Perseverar en su
ser. Es lo que le falta, lo que siempre todavía falta.
En cualquier caso, el opaco telón del teatro del mundo se ha abierto. Las
falsas promesas quedan al descubierto. La modelo Nico ironiza sobre las
fiestas del futuro, cuestiona su bullicio vacuo, su ansiedad por demostrar
que uno se lo está pasando en grande, en una de las canciones más célebres
y más ciertas de TVU.

¿Y qué traje se pondrá la pobre chica


para todas las fiestas del mañana?
Un vestido de segunda mano de quién sabe dónde
para todas las fiestas del mañana.
¿Y adónde irá y que hará
cuando llegue la medianoche?
Se convertirá otra vez en el payaso del domingo
y llorará tras la puerta.
All tomorrow´s parties, “The Velvet Underground & Nico”

Pero esta suerte de no-mañana no hay que confundirlo con el no menos


célebre no future del grupo punk Sex Pistols. No al menos en el sentido en
que se trate, como he dicho antes, de un nihilismo apocalíptico. No, aquí y
ahora, el no-mañana niega cualquier futuro como futuro. Es, a duras penas
pero ya, un nihilismo activo more nietzscheano. No hay mañana significa,
pues, que el tiempo de la revolución es el contratiempo o destiempo del
tiempo numerado. Es el tiempo antes y después del tiempo, pero no como
futuro ni pasado, sino ya como presente no cronometrado. Sólo así,
dejando abierta la puerta de la posibilidad del tiempo, puede el tiempo ser
una fiesta.

Todo el mundo está bailando y divirtiéndose,


ojalá yo también pudiera hacerlo,
pero si cierras la puerta
no he de volver a ver el día.
Afterhours, “The Velvet Underground”

Y así, frente a las oscuras tribulaciones que nos inquietan sin cesar, la
lucidez advierte de que por la hendidura que deja la puerta entornada una
tibia luz se vislumbra. En una ocasión la cantante Nico manifestó: “Las
circunstancias de mi vida han hecho que me viera mezclada a menudo con
la muerte. Si soy sincera, debo reconocer que la he atraído, me ha
fascinado o la he fascinado yo a ella. Puede ser, en cierto modo, la fuerza
del destino la que me arrastra hacia este tema. La muerte es la fuerza de la
vida.” Nico proclama su obsesión fúnebre. Pero si la muerte es la fuerza de
la vida, si del pozo de la noche es de donde sacamos la fuerza del día es
porque, asumiendo nuestra condición mortal, somos verdaderamente
libres, y esto porque las posibilidades que extraemos del pozo de la muerte
son posibilidades para la vida.

De ahí que una lucidez como la que The Velvet Underground deja traslucir
en todas sus canciones no paralice. Lejos de hacerlo, pugna por liberarse
de cualesquiera cadenas con las que la muerte definitiva la quiere atrapar,
y en este sentido, como escribió Spinoza, “el hombre libre en nada piensa
menos que en la muerte, y toda su sabiduría es una meditación de la vida”.
En París, en 1993, en el concierto en el que los miembros del grupo
volvieron a juntarse tantos años después, una de las canciones más
coreadas por el público fue la inolvidable Sweet Jane, incluida en el disco
“Loaded”. Una vez más.

Bien, os dirán que todo es sucio.


Sabéis que en realidad las mujeres nunca se desmayan
y que los canallas siempre guiñan el ojo
y que los niños son los únicos que se sonrojan
y que la vida es sólo para morir.
Pero nadie que tuviera un corazón
cambiaría de opinión y lo rompería.
Y nadie que haya interpretado su papel
cambiaría de idea y lo odiaría.

Y es a este corazón a donde apunta entonces nuestra mirada, que busca


antes que nada el reconocimiento liberador, el encuentro humano, el
maravilloso y desolado amor que en la noche tenebrosa nos susurra:

Yo seré tu espejo,
reflejaré lo que eres, por si no lo sabes,
seré el viento, la lluvia y el ocaso,
la luz en tu puerta para mostrar que estás en casa.
Cuando creas que la noche ha visitado tu mente,
que en tu interior eres retorcido y cruel,
deja que me quede para demostrarte que estás ciego.
Por favor, baja las manos, porque te veo.
I´ll be your mirror, “The Velvet Underground & Nico”

Lo humano busca lo humano a través de lo humano: nada nos es más útil,


según Spinoza. La lucidez o lo que podemos llamar filosofía no puede ser
entonces, como dijo Hegel, una semana laboral que tiene a la religión
como día del Señor. No, ni siquiera en domingo la lucidez puede dejar de
cercenar la ilusión. “Y dejó Dios terminada en el día séptimo la obra que
había hecho, y en el día séptimo descansó de toda la obra que hiciera.
Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque en él descansó de toda
su obra de creación” (Génesis, 2-3). Para la acción sin ilusión en que
consiste la revolución verdadera, aquella que hace humano a lo humano, y
cuyo crear no descansa, no hay religión que sea domingo para la filosofía.
No hay domingo para la filosofía si éste es religión, o burocracia, o
psicoanálisis. Todos sabemos qué ocurre en la mañana del domingo. Se
incoa el proceso infame contra Joseph K, los ingenieros pseudopolíticos
proyectan sus delirios de omnipotencia. Ante esto, la lucidez entona su non
serviam, que también el rock ha podido entonar, quizá por primera vez, en
las canciones de The Velvet Underground.

Si alguna epifanía nos ha reducido a la vergüenza, sacudamos la cabeza y


elijamos un lado donde estar.

La mañana del domingo trae el alba,


es como una inquieta sensación en torno a mí.
Temprano amanecer, la mañana del domingo.
Son los años malgastados aún cercanos.
¡Vigila! El mundo está detrás de ti,
siempre hay alguien a tu alrededor que llama.
No es nada de nada.
Sunday morning, “The Velvet Underground & Nico”
NACIDO PARA VIVIR
Nota sobre Johnny Thunders

No tengo tiempo para morir,


no quiero entregarme a ti,
quiero vivir.

Burning, Sin tiempo para vivir

“Un tipo, inverosímilmente demacrado, bamboleándose ante un micro en


medio de un escenario. Estupefacto. Alguien le había colgado al cuello una
guitarra eléctrica, como le habría podido atar un bloque de cemento antes
de dejarlo al borde de un mar profundo. Un par de músicos trataban
vanamente de arrebatarlo de su lejanía, esencial e irrevocable”. Así
describe el filósofo Gabriel Albiac en La muerte (Paidós) al Johnny
Thunders de un concierto de hace quince años en Madrid, cinco antes de
su muerte por sobredosis de drogas en París. ¿Hasta dónde había llegado la
perdición de un hombre que en sus inicios cantaba que hemos nacido para
perder? Ya Borges había escrito que “mi vida es una fuga, y todo lo pierdo
y todo es del olvido”. Y el filósofo francés Clément Rosset nos define a los
humanos como artistas de nuestra propia perdición. ¿Pero, pregunto,
solamente hemos nacido para perder? ¿Era la imagen patética de Johnny
Thunders en el concierto de Madrid la simple imagen de un perdedor? ¿No
es más bonito ganar que perder? ¿Entonces, qué hacemos celebrando esta
clase de personajes del rock y de la poesía cuya única obsesión parece ser
la de exhibir en público sus llagas más o menos verdaderas? Voy a intentar
discurrir sobre estas preguntas para extraer de ellas otra cosa distinta que
una poética del perdedor (convencionalmente denostada o piadosamente
celebrada, da igual).

Ciertamente, el fundador del grupo The New York Dolls cantó que
habíamos nacido para perder. ¿Pero qué significa que hemos nacido para
perder sino que hemos nacido para perder la vida que ahora tenemos, y
que hemos ganado al nacer? ¿No significa esto que hemos nacido libres y
que por tanto podemos perder la vida antes que entregársela a la muerte?
¿No significa que no hemos nacido para morir –pues entonces ciertamente
no tendríamos nada que perder viviendo- sino, justamente, que hemos
nacido para vivir? Es a esta vida apasionada y libre, a esta posibilidad
última de decidir cada uno sobre sí mismo, incluso en el ejemplo extremo
de la autodestrucción por drogas y demás, a lo que llaman las canciones,
empezando por Born to loose, del músico rockero Johnny Thunders.
Veámoslo ciñéndonos a algunos de los temas de su último disco editado en
España (Hurt me, Munster Records, 2000).

Hay que decirlo desde el principio: la libertad humana se funda sobre la


ilegitimidad, o para decirlo como Ferlosio, lo propio de una verdadera
moral que no acabe convertida en moralina o derecho penal, es su
impunidad. A ello hace referencia la canción instrumental, sin voz, de
Thunders titulada Illagitammate son of Segovia. Como yo he estado en
Segovia, en un soleado día de principios de primavera, no puedo dejar de
preguntarme: ¿por qué Segovia y no cualquier otra ciudad? ¿O quizá
Segovia como cualquier otra ciudad? No lo sé. Pero recuerdo que a mí
Segovia me hizo escribir hace ya unos cuantos años: “Y no olvides que tú
amas a los poetas”. ¿Habremos sentido Johnny Thunders y yo algo
parecido en aquella lejana ciudad? “Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas...”, hubiese dicho Borges. Pero, en fin,
dejemos por ahora a Segovia y volvamos a nuestro tema.

La ilegitimidad de nuestra existencia nos remite a lo que de innombrable e


indefinible hay en nuestra condición humana. A lo que nuestro ser tiene de
radicalmente íntegro, que es curiosamente irrespetable, en el sentido en
que su fondo último no se puede trocear, partir ni compartir, aunque desde
luego sus manifestaciones posibles merezcan, ¡por lo mismo!, un respeto.
Otra canción de Johnny Thunders, titulada I´m a boy, I´m a girl, ahonda en
la ambigüedad constitutiva de nuestro ser. ¿No resuena aquí aquel
viejísimo verso de Empédocles de Agrigento?:

Pues yo he sido ya, antaño, muchacho y muchacha,


y un arbusto y un pájaro y un pez escamoso en el mar.

O las palabras del más antiguo Upanishad: “Tú eres mujer. Tú eres
hombre. Tú eres el muchacho y también la doncella. Tú, como un viejo, te
apoyas en un cayado... Tú eres el pájaro azul oscuro y el verde de ojos
rojos...Tú eres las estaciones y los mares... Tú eres aquello”, o “Eso eres
tú”, como traduce Schopenhauer.

Pero no hay misticismo en la impunidad subyacente a la moral que nos


constituye como seres libres y cuerdos. Ante todo, como también señala
Ferlosio, se trata de asumir la irremediabilidad del dolor, o lo irreparable
de nuestra mortalidad constitucional. Por eso, frente a la supuesta poética
del perdedor que tantos han querido ver en las canciones de Johnny
Thunders, yo prefiero pensar que se trata de una poética liberadoramente
surrealista en el sentido en que Octavio Paz define la tarea del surrealismo:
“El surrealismo no se propone tanto la creación de poemas como la
transformación de los hombres en poemas vivientes”. Y allá cada cual con
su poema, se podría añadir, pues no hay legitimidad última de la libertad
más que en la ilegitimidad primera que nos hace cualitativamente
humanos, dignos.

En fin, en la canción Lonely planet boy Thunders insiste en la soledad de


fondo de cada uno de nosotros, soledad que, pese a todo, persevera en el
amor: “I´m a lonely planet boy/ and I´m trying for your love”. Puesto que
en el disco que estamos comentando aparecen dos versiones de sendas
canciones de Bob Dylan (Joey, Joey y It ain´t me babe), quizá no venga
mal recordar ahora aquellos versos estremecedores de la dylaniana Like a
rolling stone, en la que alguien se pregunta por la más radical soledad:
“¿Qué se siente/ yendo por tu cuenta,/ sin dirección a casa,/ como un
completo desconocido,/ como una bala perdida?/ Cuando no tienes nada,/
nada tienes que perder,/ ahora eres invisible,/ no tienes secretos que
confesar/ ¿Qué se siente?”. La extrañeza del mundo se hace entonces casi
insoportable, y acaba afectándonos tanto a nosotros como a las personas
que más podemos amar. Así, Johnny Thunders canta She´s so strange en
un tema que rezuma el sabor y el licor de las canciones de Buddy Holly,
como el mismo Thunders reconoce en la contraportada del disco.

Una de las canciones más sentidas y más conocidas de Thunders es la


titulada You can ´t put your arms around a memory, que trata sencillamente
del tema clásico del tempus fugit. Dicho sea de paso, nada menos que el
grupo de heavy metal de Los Ángeles Guns & Roses versionó esta canción
a mediados de los ochenta. La desolación de este tema resulta también
atroz, pero hay sin embargo una cierta ternura en la forma en que
Thunders habla de la imposible vuelta del pasado y aun de su recuerdo. No
podemos atrapar el tiempo, cuyo devenir nos causa estragos; pero entre la
marea y el vendaval de la fugacidad –parece decirnos la canción-, siempre
hay un resquicio de luz, una minúscula y no menos frágil posibilidad de
refugiarse, no ya en el simple recuerdo, sino en el deseo de seguir viviendo
a pesar de la insufrible nostalgia que sentimos por el paraíso perdido en el
que todo era, sin más, legítimo.

Y así llegamos a la pieza con la que voy a acabar esta nota apresurada. Se
trata de Diary of a lover. En ella, Thunders empieza susurrando él solo con
su guitarra: “Uh, uh,... I love the sun”. “Amo el sol”, tal parece ser el lema
que encabeza el diario de este amante. Es decir, Johnny Thunders ama
vivir. “Los jóvenes no se matan por romanticismo, se matan por amar
demasiado a la vida”, hace decirle a Max Estrella el gran Valle-Inclán en
Luces de bohemia. Tal vez por lo mismo, Albiac y todos aquellos que
vieron en Madrid la patética figura de un Thunders moribundo que no
podía cantar, no fueron sino testigos presenciales de otro testigo -eso
significa la palabra “mártir”- de su libertad, acaso más excesivo y más
terrible.

A nosotros nos queda la posibilidad de seguir disfrutando de estas


canciones trágicas, liberadoras a su modo, subversivas en el mundo
falsamente tolerante de nuestros días. Fucking deal! se le oye gritar a
Johnny Thunders alguna vez en este disco. Sí, demasiado a menudo es
verdad. Sobre todo cuando el negocio convierte a nuestro pobre amor en
un amor condicionado, legitimado, punible; y, en cambio, hace de sí
mismo una cosa demasiado parecida a la mafia. Y como para burlarse,
Johnny Thunders interpreta una canción titulada Cosa nostra, que según él
significa “bésame” en italiano.

Recuerdo que amo a los poetas. Y, como de costumbre, es el poeta quien


tiene la última palabra. En Así se fundó Carnaby Street, Leopoldo María
Panero apunta mejor de lo que yo podría seguir diciendo al fondo del que
Johnny Thunders quiso salir a cantar todas las noches:

Pero temed más bien la ausencia de todo deseo.


Pero temed más bien la ausencia de frío y de fuego.
SONIC YOUTH O EL DESASOSIEGO

Sostengo que:
el caos es el futuro y tras él viene la libertad.
La confusión es lo siguiente y lo siguiente después de esto es la verdad.

Sonic Youth, Confusion is next

Durante los mismos días en que Lyotard decretaba el nacimiento de la


posmodernidad y el deconstructivismo de Derrida se erigía en el nuevo
paradigma filosófico-social de nuestro tiempo nacía en la ciudad de Nueva
York la mejor banda de rock de los últimos veinticinco años. La más
rompedora, la más influyente, la más original y la más decisiva: Sonic
Youth.

Ningún grupo se le puede comparar en cuanto al nivel de ruptura que


dentro de los parámetros musicales del rock supuso su erupción salvo The
Velvet Underground, banda de la cual pueden considerarse no en vano sus
hijos predilectos. Ningún grupo como Sonic Youth ha sabido y ha podido
poner música a la confusión de la vida actual, y hacer hablar al rock en el
lenguaje de nuestra sociedad: para ponerla simplemente de manifiesto,
para criticarla ferozmente, o para tratar de encontrar en ella algún rasgo de
belleza. Ningún grupo de rock ha ido más lejos en la experimentación
musical dentro del mundo que nos rodea como esta banda de Nueva York
que aún hoy sigue rocanroleando incomparablemente sobre la locura, los
sueños, el amor, la naturaleza humana y la sociedad, la felicidad, el paisaje
de América o la vida cotidiana.

Mi tesis principal es que tanto musical como letrísticamente la idea que


mejor puede definir la propuesta de Sonic Youth viene definida por esa
sensación que calificamos con la palabra desasosiego. No hablo de tedio ni
de hastío ni de simple spleen vital, tampoco es exactamente inquietud ni
curiosidad o perpleja tristeza, sino desazón. Una desazón sostenida en este
caso por una amplia y cristalina mirada que es capaz tanto de la más
desencarnada e incluso lúgubre visión interior como de una voluntad de
abrir nuevos horizontes más expansivos y más libres.

No hay idea perfecta,


no hay destino perfecto,
sólo pequeñas puñaladas de felicidad
-a veces un poco demasiado tarde.
Genetic, “Dirty”

A finales de la década de los años setenta tres personas de distinta


procedencia se encontraron en Nueva York. Estudiaban en las art-schools
y estaban interesadas en la vanguardia musical minimalista que en aquellos
momentos realizaban autores como Glenn Branca, dentro de la movida no-
wave. Estos tres personajes eran Thurston Moore, cabecilla del grupo que
primero se llamó The Arcadians y luego Sonic Youth, Kim Gordon y Lee
Ranaldo. Éste empezó centrándose en la composición y en el manejo de la
guitarra eléctrica, mientras que Kim aprendió a tocar el bajo como una
especie de amazona rockera. Los tres juntos, más diversos baterías que
ocasionalmente se les unían, empezaron en 1982 una fecunda trayectoria
musical. En un cartel publicitario de uno de sus primeros conciertos como
The Arcadians se podía leer: “Come see the roots rock rhythm explorations
of The Arcadians” (“Ven a ver las exploraciones de las raíces rítmicas del
rock de The Arcadians”). Así se presentaron estos tres inquietos personajes
en sus comienzos, bajo la decisiva influencia del mencionado Glenn
Branca, que fue para Sonic Youth algo así como lo que Andy Warhol fue
para The Velvet Underground. Y digo “algo así” porque la influencia de
Branca en Sonic Youth no sólo fue estética o publicitaria, sino
directamente musical. Branca hacía una música que bebía de las
investigaciones de John Cage, del movimiento dodecafónico y del
minimalismo de gente como Pere Ubu; según sus palabras, al escuchar su
música “uno no está oyendo guitarras, ni siquiera música, sino un campo
de sonido, como algo que se podría oír en un sueño”. De ahí arranca el
originalísimo y sólido rock de Sonic Youth, que ciertamente se asemeja a
ese “campo de sonido” que se escucha como en un sueño.

Pero, ¿cómo consiguieron estos tres inquietos personajes pergeñar y hacer


tan transparente ese densísimo sonido? Uno de los secretos de la “pureza
convulsiva y pavorosa” (Ignacio Juliá) de la música de Sonic Youth
procede directamente de la manipulación de las guitarras eléctricas que un
buen día se le ocurrió llevar a cabo a Lee Ranaldo. Según la opinión de
este intrépido músico “la guitarra es un instrumento ilimitado al que la
mayoría de la gente no ha sacado completo provecho”. Y así procedió
Ranaldo: diferentes afinaciones del clásico instrumento, diferentes y nunca
probados acordes, perfectamente disonantes, diferente colocación, a
menudo aleatoria, de las cuerdas de la guitarra. Todo ello permitía obtener
un sonido jamás experimentado en el ámbito del rock. The Velvet
Underground fue el primer grupo en avisarnos de que “Dios había
muerto”, y no me refiero a Elvis Presley, también para el rock, pero aún así
seguía siendo un grupo más o menos clásico. Quiero decir que no es hasta
la llegada de este extraño y logrado experimento llamado Sonic Youth
cuando el clasicismo pierde definitivamente sus galones también en el
campo del rock. Tanto es así que algún crítico se atrevió a decir tras
escuchar uno de sus primeros discos (Confusion is sex o Bad Moon Rising)
que la música de Sonic Youth se le antojaba el primer tipo de música que
no tenía ninguna deuda con el R&B, lo cual no es sin embargo del todo
cierto. Más bien lo que empezaron a hacer aquellos tres audaces
muchachos reunidos en Nueva York a principios de la década de los años
ochenta fue llevar lo más lejos posible las potencialidades de la música
rock por sí misma, que de esta forma adquirió por fin una forma artística
plenamente consciente de su naturaleza.

Y es que la distorsión provocada en las guitarras no sólo influye en el


sonido que este grupo es capaz de crear, sino que esa misma distorsión
quiere ser algo así como la conciencia de ese sonido, y de la naturaleza
humana y social de ese sonido. Es decir, no ya sólo es que la música se
distorsiona y adquiere una cierta lucidez de lo que propone y de la forma
en la que se propone, sino que esa misma música se convierte en un medio
de investigación de la sociedad en la que surge y en una herramienta crítica
de esa misma sociedad a la que se ofrece. De algún modo, por tanto, se
puede decir que gracias a Sonic Youth el rock entra a formar parte de las
artes modernas en el amplio sentido de la palabra. Parafraseando a Hegel
podríamos sostener que si bien el rock se hace en The Velvet Underground
arte en-sí pero sigue anclado en el esteticismo en cuanto al para-sí,
adquiere por primera vez y con todas las consecuencias el carácter de arte
tanto en-sí como para-sí con la explosiva aparición de Sonic Youth. Lo
cual supone una verdadera revolución no sólo en términos musicales sino
también sociales e, indirectamente, políticos. En resumen, con Sonic Youth
el rock asume por fin como propio el desafío racional que implica la
Muerte de Dios simbólicamente decretada un siglo antes por el filósofo
alemán F. Nietzsche. Por esto el crítico musical Jaime Gonzalo define la
música de Sonic Youth como “el sonido de unos niños enfadados jugando
con juguetes rotos”, a lo que cabe matizar que ese enfado no proviene
tanto de la nostalgia por los perfectos juguetes de antaño como por el
hecho mismo de haber sido largamente engañados con la falsa
magnificencia de juguetes que no existen sino en el más allá: “El mundo
fue hecho y vuelto a perder” (Brave Men Run, “Bad Moon Rising”).

Según Glenn Branca, la clave para lograr el “campo de sonido que se


escucha como en un sueño” está en “pensar no en términos de acordes,
sino en pensar en términos de intervalos y armonías”. Esto comienzan a
hacer estos tres chicos de Sonic Youth y así comienzan a reconocérselo
muy pronto los críticos musicales de la revista americana New Musical
Express. Gay Abandon califica la música del grupo como una “fortuita
mezcla meticulosamente seria”. En 1985 Agnes Gooch afirma: “Los
prolongados golpecitos, los hipnóticos mantras con guitarras de una sola
nota que estallan en un feroz feed-back: todo esto trae a la mente el sonido
de unas ruedas que giran”. Finalmente Biba Kopf resume: “Lo suyo es un
palimpsesto de acceso al rock. El ruido estragante de sus guitarras
simultáneamente garabatea y raspa sobre el proyecto original [de la
canción], hasta que todo queda sepultado bajo el tumulto de la firma de
Sonic Youth”.

He aquí el sugestivo sonido de esta banda formada por tres mentes


inquietas que logran romper con el clasicismo en el rock y abrir la música
rock al mundo contemporáneo del arte y de la sociedad sin perder por ello
las señas que definen a este tipo de música. “Destruir y reconstruir:
reconstruir y desechar. Sonic Youth quiere aprender a sobrevivir”, escribe
Ignacio Juliá. Este es el propósito de la banda, cuya música se mantiene
fiel por encima de todo, como ha sido dicho, a la sensación de desasosiego
humano que la incertidumbre global de nuestros días ha agudizado hasta la
exasperación. La originalidad y auténtica grandeza de esta banda radica en
haber sabido transmitir esta sensación no sólo retórica sino material, casi
físicamente, gracias sobre todo a ese raro e hipnótico sonido que la
caracteriza. Y esto es una proeza mayor. Según el filósofo Gilles Deleuze,
uno de los pocos pensadores que se han acercado sin desprecio a la música
rock, el sonido, el puro sonido, “nos invade, nos empuja, nos arrastra, nos
atraviesa. Abandona la tierra, pero tanto para hacernos caer en un agujero
negro como para abrirnos a un cosmos. Nos da deseos de morir. Al tener la
mayor fuerza de desterritorialización, también efectúa las
reterritorializaciones más másivas, más embrutecedoras, más redundantes.
Éxtasis o hipnosis” (Mil mesetas).

El rock sónico siente este deseo que nos invade y a la vez nos empuja
hacia la libertad, pero que al mismo tiempo pone de manifiesto nuestro
vínculo con la mortalidad; el rock sónico realiza este movimiento de
desterritorialización y reterritorialización, busca un lugar en el mundo,
crear un mundo a partir del caos del que brotamos, formar un cosmos vital
a la medida de nuestra humana condición, que vacila y vacilará
irreconciliablemente entre el éxtasis y el horror.

Cuando ves la espiral girando para ti solo y


te sientes tan pesado que no puedes parar, cuando
este mar de locura te convierte en una piedra,
una foto de tu vida sale disparada como un cohete.
Mote, “Goo”

En sus inicios Thurston Moore escuchaba a The Beatles y a Talking Heads,


Lee Ranaldo iba para escritor, Kim Gordon coqueteaba con el feminismo y
admiraba al pintor alemán neoexpresionista Gerhard Richter. Son tres
personas atentas que por un azar inexplicable conducirán al rock hasta sus
propios límites: su obra entera podría colocarse bajo la rúbrica de Crítica
de la razón rockera. Y es que produciendo esos campos de sonido es como
Sonic Youth consigue crear música, o sea, consigue que el rock
definitivamente sea capaz de erigirse en música creadora en medio de las
ruinas de los viejos templos derruidos. Toda verdad que no se supedite a
ninguna mayúscula surge de la creación ex nihilo y de la apertura de
nuevas determinaciones, susceptibles a su vez de ser nuevamente
revocadas, según ha establecido el filósofo Cornelius Castoriadis. Esto es
lo que hace la música de Sonic Youth, ejemplarmente, poéticamente. El
gran secreto que oculta esta aparente estridencia absurda, todo este
conglomerado de sonidos disonantes que se escuchan como en un sueño y
que nos trasladan a las regiones vírgenes del desasosiego, tiene un único
propósito: el de construir, el de crear tiempo y vida significativa más acá
de las falsedades establecidas.

¿Qué es real? ¿Qué es verdad?


No te estoy dando la espalda
¿Adónde vas? ¿Dónde has estado?
Pidiendo deseos, velando sueños.
Wish fulfillment, “Dirty”

En su Diccionario de las artes, Félix de Azúa sostiene que la música hace


significados de los sonidos. La música es “el arte de construir el tiempo
mediante sonidos no lingüísticos; es una “escultura de tiempo”, móvil e
inacabada. Las herramientas de construcción, de poiesis, que lo son
también de medida, de ritmo, son los instrumentos. Se entiende, pues, la
radical transformación que supuso la manipulación de las guitarras
eléctricas que realizó Lee Ranaldo en los comienzos de la aventura
musical de Sonic Youth. Pues si el instrumento de medida cambia, la
medida y el tiempo que con ellos se crea, cambian también. Esto es algo
semejante a lo que ocurre con la física cuántica y toda investigación
científica en general. O dicho un poco a la manera de Marx, cambia el
modo de producción del tiempo y por tanto la naturaleza de ese tiempo,
que ya no viene dado de antemano por un canon establecido que conoce ya
el ser del tiempo o cómo ha de ser el mundo humanamente habitable, sino
que se arriesga a crear libremente un tiempo a la medida de nuestra
capacidad humana de, entre otras cosas, imaginar: “El misterioso
ritmo,/esta infinita estación,/las grandes decisiones” (Genetic, “Dirty”).

Así pues, el sonido de nuestros ensueños consigue por primera vez en la


historia del rock, al menos de un modo radical (y me remito aquí a la
etimología que emparenta este vocablo con la palabra “raíz”), crear tiempo
significativo no preestablecidamente ordenado. O sea, la música de Sonic
Youth, que a veces ha sido comparada al “ruido de un sueño”, crea lo que
se conoce popularmente con la expresión tiempo libre, baluarte de la
autonomía de los individuos que en su modo de ociosidad ha sido elogiado
por autores como Betrand Russell o Guy Debord. De ahí el sentido vital
emancipador del tiempo libre, destructor-creador, reversible, que
consiguen fabricar las canciones de Sonic Youth, pese a su aparente non-
sense tanto instrumental como letrístico.

“Su sonido (frenético, monolítico, convulso, monstruoso)”, sostiene


Ignacio Juliá, “es lo estimulante. Su única razón de ser es, por lo que
parece, acariciar la belleza de la locura. Su impulso resulta curativo a
través de una violenta catarsis: el absoluto exterminio de toda estética
inútil o inservible; el renacimiento de un arte que expresa enteramente la
locura de vivir. Su objetivo, estamos advertidos, se dirige a nuestras
cabezas”. Pero, ¿de qué locura de vivir habla el crítico barcelonés? ¿Qué
significado expresan esos ensordecedores rumores del sueño? La música
de Sonic Youth habla de la locura inherente a la condición humana,
redoblada por una sociedad que lejos de aceptar su parte irracional
condena al cuerpo que la encarna hasta la parálisis del tiempo en el que
podría esperarse de ella una libre reconducción hacia la cordura, mediante
la práctica del arte verdadero, incluida la ciencia, la experiencia del amor
y, sobre todo, la vida de la política.

Pues el hombre es, en palabras del profesor Víctor Gómez Pin, un animal
“intrínsecamente perturbado”. Como toda forma de la naturaleza, no está
perfectamente acabado: sus contornos se diluyen, su raíz se hinca en un
abismo sin fondo, él es-lo-que-no-es-y-no-es-lo-que-es (Hegel). Pero esta
libertad originaria del hombre ha sido culpabilizada por la religión, de una
parte, y de otra, ha querido ocultarse mediante la entronización de una
razón absoluta, exhaustiva y atemporal, que permitiese finalmente la
instauración de una sociedad aparentemente normalizada. De ahí que el
ocultamiento del caos propio del mundo y de los hombres haya propiciado
la institución de una sociedad tanto más demente cuanto más basa su
uniforme normalidad en desechar su mortalidad. Contra esta sociedad
demente, que anula la posibilidad de crear tiempo libre y de vivir bien, que
obliga a una multitud informe de personas a penar en un tiempo muerto sin
alegría y sin porvenir, que culpabiliza al cuerpo humano como centro que,
avanzando, indetermina sus sueños (“Mi cuerpo es un tiempo pasado,/mi
mente un simple gozo./Aprendí mi lección/de la manera más dura,/pero tú
no me conoces”, Inhuman, “Confusion is sex”), contra esta sociedad
verdaderamente inhumana que no reconoce las “partes malditas” (Bataille)
que nos pertenecen, se alzan los gemidos, los gritos, las súplicas, la voz
agónica, desasosegada y sin embargo todavía capaz de ternura de las
canciones de Sonic Youth.

La sociedad es un agujero,
me hace mentir a mis amigos.
El asalto de música sagrada (...)
Quiero vivir en paz.
Society is a hole, “Bad Moon Rising”

Las toneladas de puro sonido que, como campanadas de medianoche,


revelan con dura solemnidad una voz humana extrañada, se escuchan,
pues, como el ruido de un nebuloso sueño. Ese rumor ha aprendido “las
leyes de la decepción” (“Bad Moon Rising”) que trae el día, y sin
embargo, ha aprendido también a extraer de esta confusión una suerte de
belleza convulsa, terrible, inquietante, parecida al caos del que nace. La
frustración de nuestros deseos refleja una y otra vez el verdadero rostro de
la persona que cada día intentamos crear, pero esa locura no tiene por qué
esconderse ni mutilarse ni culpabilizarse; más bien se trata de dar
fielmente forma al caos para volver a construir cada día nuestro frágil y
efímero mundo, una y otra vez. Es lo que reza el título de una canción del
segundo disco de Sonic Youth, deudora estéticamente, como tantas otras,
del movimiento del trascendentalismo americano que Emerson encabezó:
Making the nature scene.

Es esta creación, y he aquí el milagro, la que en Sonic Youth no sólo está


dicha por las letras de las canciones sino que, quizá por primera vez en la
historia del rock, está hecha por su música. Cierto es que nosotros ni nadie
puede crear un solo gramo de materia. Pero la materia para nosotros o
tiene sentido o no es. La creación escénica a la que me refiero es esta
creación de sentido. Con Sonic Youth, un grupo de rock se ha atrevido a
afrontar este desafío, que es el que siempre afrontó la gran música clásica,
rompiendo por primera vez, dejando de lado algunas excepciones
precursoras como por ejemplo la de The Velvet Underground, el canon
histórico del rock, que, fuere el folk o el punk, dejaba andar hasta un cierto
punto pero no más allá. Una de las primeras composiciones de Lee
Ranaldo, Thurston Moore y Kim Gordon utiliza una frase que por cierto
Nietzsche había ya sostenido como una de las máximas morales de su
filosofía trágica: “No digas más que la verdad” (Confusion is sex,
“Confusion is next”). Esta misma canción pone de manifiesto de la forma
más explícita hasta qué punto el cuerpo (sueños, inconsciente, sexo) puede
aliarse con su propio e inherente caos para poder crear ese tiempo libre e
indeterminado que se nos abre expansivamente ante nosotros, a diferencia
del tiempo congelado que la sociedad quiere imponernos como método de
control de nuestra desbordante libertad. La verdad es creación, como ya se
ha apuntado, y a ella debe ceñirse nuestra libertad, nuestra ambivalente
imaginación. Frente a las ilusorias promesas del futuro, el puro aliento
filosófico “rompe el día y la noche”, para decirlo como The Doors, y nos
abre la posibilidad del presente como tiempo libre y también como regalo.

Respiro en el mito,
estoy por encima de la ciudad.
Que se joda el futuro,
estoy contento y dentro de tu beso.
Eric´s trip, Daydream nation

A estas alturas sería aburrido perorar por enésima vez sobre las consignas
antifuturistas de grupos como Sex Pistols o The Dictators. Los miembros
de Sonic Youth lo sabían y se limitaron a constatar en una canción (My
future is static, “Sister”) la parálisis provocada por esa mentira del futuro
que nuestra sociedad socialdemócrata nos quiere vender como un nuevo
reino de los cielos.

En este punto Sonic Youth vuelve a volar un poco más alto que los demás,
y la refutación del futuro tanto a través de su música como en sus letras
supera la limitación de la mera consigna y se adentra sin complejos en los
profundos recovecos de la política. Llevan la crítica de los elementos de
fascismo encubierto que perviven en nuestra sociedad hasta la raíz misma
de sus manifestaciones comerciales. Ya no se escupe a la Reina, o se
maldice la discriminación social; se da un paso más: se ataca, pero de
forma irónica y a menudo fascinada, hasta el punto de que a veces no se
sabe si se ataca o se celebra, la realidad misma de su encubrimiento
llevada a cabo mediante objetos de consumo aparentemente inofensivos.
De esta forma, América es Ameri-k-k-kan, en alusión al Ku-Kux-Klan, el
sistema económico se llama Reaganomics, el fascismo tiene acaso el rostro
de Madonna (cabe remitirse además a Kill your idols), y los numerosos
electrodomésticos o los innovadores aparatos tecnológicos que nos
procuran el celebrado confort occidental (TV, lavadora, etc.) pasan a
formar parte del paisaje de una banalidad en cuyo fondo acaso pueden
recortarse los pocos y fragmentados sentimientos y acciones que aún son
capaces de belleza y de verdad.

Lo que en todo caso es indudablemente genial en Sonic Youth radica en


haber cogido todos estos elementos para triturarlos en un abismo común
como en una batidora y devolverlos a su lugar original, al caos a partir del
cual crear algo que pueda sobreponérsele: belleza, generosidad, libertad,
mundo, sentido. El cocktail está servido y en su punto y tiene un nombre
colectivo: juventud sónica, que quiere vivir y, como decía Nietzsche,
quiere querer.

Musicalmente las influencias de Sonic Youth van desde la vanguardia y el


punk hasta el funky o el hard-core. Se puede decir que ellos fueron los
fundadores del nuevo estilo noise, pariente del grunge, y que incluso se
dejaron embeber de rasgos raperos. Lo último que han hecho de forma
original es actuar junto al cantante de flamenco Enrique Morente, en
Valencia y en París, con quien también ha actuado el grupo granadino
Lagartija Nick. En sus comienzos llegaron a celebrar un concierto en el
desierto de Mojave y colaboraron con Iggy Pop y Lydia Lunch (Death
Valley´69). Viajaron hasta Europa y actuaron en Berlín. Más adelante se
fueron de gira mundial como banda telonera de Neil Crazy Horse Young.
Tocaron junto a Fugazi, Sebadoh, Pavement, Yo la Tengo y demás grupos
emblemáticos de los años noventa. Don Watson, un crítico del New
Musical Express, caracterizaba así en 1983 el cocktail explosivo de su
propuesta: “Aquí como en cualquier otra parte las letras son fragmentos:
imágenes de locura, enfado y desesperación revoloteando alrededor de un
trasfondo musical tensado al máximo que deja marcadas señales lívidas”.

Pero había mencionado la voluntad de querer como principal baluarte de


nuestra intimidad contra la sociedad que pretende “normalizarla”. De ahí
que junto a la práctica del arte capaz de crear destellos de belleza, gestos
de generosidad, momentos de independencia, en suma, un mundo humano
a la medida de nuestra oscilante condición donde no se producen más y
más objetos sino que se crea humanidad, cabe mencionar la experiencia
del amor. Durante un tiempo Thurston Moore estuvo leyendo al escritor de
ciencia-ficción Philip K. Dick y encontró en él la clave de su idea del
mundo: “Esquizofrenia no es más que otra palabra para cosmología”. Y es
que sólo asumiendo la parte trastornada que habita en nosotros podremos
crear algo así como un tiempo libre y una vida significativa, es decir, un
mundo humano, un cosmos vital. Schizophrenia figura como canción del
álbum “Sister”. Pero antes Sonic Youth había grabado el que quizá es su
trabajo más importante, o el que confirmó definitivamente su trayectoria.
Este disco es “Evol”, título que hace referencia al amor que puede
subvertir –de ahí evol en vez de love- los postulados de la sociedad
establecida, como ya hemos dicho. De este disco, editado en 1986, el
crítico de NME Dave Haslam señaló: “Es un disco hipnótico. No glorifica
nuestra época de ansiedad pero nos fuerza a enfrentarnos al terrible
potencial de destrucción del amor y de la vida”.

Todo lo que la luz omnipotente de una razón absoluta y una sociedad


mistificada quiere borrar del cuerpo y de la mente humanas brota
despiadada y crudamente en la experiencia compartida del amor. Lo
desconocido, el abismo sin fondo, el caos, el misterio de la existencia
humana, la libertad: “No me des tu alma,/tu corazón es un abismo”,
Cinderella´s Big Score, “Evol”. Y sobre todo la radical e inmanente
experiencia de lo innombrable, que sin embargo pugna incesantemente por
dejarse llamar a través del amor:

Sonrío como el sol,


doy la espalda al tiempo,
loco por ti,
el placer es mío.
Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero
¿Cómo te llamas?
Drunken butterfly, “Dirty”

Y está el amor furtivo (“Bésame en la sombra,/bésame en la sombra de una


duda”, Shadow of a doubt, “Evol”), y el gran sentimiento expansivo de lo
que crece y aumenta (“Tú eres el primer día de mi vida”, Ghost Bitch,
“Bad Moon Rising”), y la vieja nostalgia por la impecabilidad
irremisiblemente perdida (“Bonitas mentiras en los ojos de otros sueños”,
Beauty lies in the eye, “Sister”), y la lejana e inalcanzable belleza de lo que
sin embargo conserva un insoslayable parentesco con lo que somos (“Me
siento como un ángel de brillantes/ ojos negros, ahora el mundo se ha
vuelto/ increado”, Lee#2, “Goo”). A fin de cuentas, se trata de permanecer
en el amor, o como hubiese acotado Spinoza, de perseverar conjuntamente
en nuestro ser.

El amor ha venido para quedarse toda la vida,


se va a quedar siempre y cada día se siente como
un deseo que se cumple, se siente como un ángel
que te sueña, se siente como un cielo que perdona y
comprende, se siente como si estuviésemos desvaneciéndonos y
celebrando
que tenemos un espíritu carnal que se pulveriza: me voy a reír de él.
Tienes una corona de algodón, voy a guardarla
bajo tierra, vas a controlar la química
y a poner de manifiesto el misterio.
Cotton crown, “Sister”

La afirmación incondicional de la vida que conlleva la experiencia del


amor pone de manifiesto de la manera más radical el misterio de esa
misma vida. El desasosiego nos angustia y nos descorazona, pero también
nos señala horizontes despejados: allí donde recomienza la experiencia de
la libertad y donde todo vuelve a ser posible. Dice Savater en De los
dioses y el mundo: “Quizá el intento de salir fuera de la razón abstracta del
Sistema nos haga perder completamente la razón. Pero es imaginable –a
nivel mítico- una cordura que fuese el reverso de la abstracción vigente y
siempre en aumento; una cordura que sólo vislumbramos como negación
de lo abstracto, de sus pompas y sus obras, una cordura que fuera base de
una comunidad impecable, multiplemente una, en la que no primase lo
utilitario abstracto sino su opuesto, es decir, lo sagrado. A este anhelo, que
no utopía, llamamos `revolución´”2. He aquí donde la sensación vagamente
fastidiosa del desasosiego, recobrando su significado, adquiere
potencialidades revolucionarias, potencialidades creadoras de vida
relevante en medio de la pena de muerte que de antemano la sociedad se
ha arrogado el derecho a imponernos y administrar: “Estoy esperando aquí
algún pliegue de realidad:/tengo un gran final mortal en mi cabeza/y ni un
minuto de paz” (Rain king, “Daydream nation”).

El centro disperso de este momento revolucionario sigue radicado en el


aquí y el ahora, en nosotros, durante la claridad del día, entre la
frondosidad de los sueños. Y así suena, tal cual, la música de Sonic Youth:
desasosegada, revolucionaria, sagrada, impecable, al borde del
aniquilamiento, preparada para fundar sin embargo un nuevo lenguaje, más
libre y más verdadero. ¿Cuál es el secreto de esta maravillosa e inquietante
música? ¿De dónde proviene su emoción? El enigma está guardado en una
de las canciones de su primer álbum y condensa la extremada sensibilidad
acústica, a là Whitman, de Sonic Youth, la cual seguirá enamorándonos
todavía por mucho tiempo: “Oigo el sonido de hoy” (I dreamed a dream,
2
Por impecable debe entenderse una comunidad basada en la afirmación de la vida y no en el imperio de la muerte,
aunque dicha afirmación deba asumir como propia la dosis de mortalidad implícita en toda vida. De algún modo,
impecable en este sentido, celebrado en una atmósfera de ritual sagrado en acto como ninguna otra vez he vivido,
fue el concierto de Sonic Youth que tuve la oportunidad de no perderme en la Sala Zeleste de Barcelona a principios
de julio de 1993.
“Sonic Youth”).

Cada día no es más que otro respiro,


cada noche otra pequeña muerte.
Saucer-like, “Daydream nation”
LA ALACRIDAD EN EL NIÑO GUSANO
A la memoria de Sergio Algora
Si pudiera elegir
saldría de la bolsa del canguro,
si tuviera que elegir
me quitaría la piel para estar desnudo.
Yo no sé contar lo que pasa en la realidad.
Si pudiera elegir
sería el hombre más lento del mundo,
ya tengo listo un traje para mi corazón:
pondré mi mente al sol.
El Niño Gusano, Pon tu mente al sol

Para empezar a hablar del grupo pop español El Niño Gusano (1995-
1999), mencionaremos los versos de Borges en Ewigkeit:

“Torne en mi boca el verso castellano


a decir lo que siempre está diciendo
desde el latín de Séneca. El horrendo
dictamen de que todo es del gusano”

Lo dijeron también Sófocles y Kafka: somos los animales más extraños,


asombrosos insectos, criaturas fantásticas, monstruos reducidos a la
ignorancia de un mundo que apenas nos ofrece amparo y protección,
abrumados por la inapelable verdad de que además todo está destinado a
pudrirse y desaparecer. Y ahí surge la pregunta capital, que tomo de
Cioran: “¿Hasta dónde se ha llegado en la percepción de la irrealidad?”
(La tentación de existir).
Las canciones del grupo pop zaragozano El Niño Gusano, liderado por
Sergio Algora, fallecido a los 39 años de edad en el verano de 2008, y cuya
trayectoria incluye cuatro elepés (Circo luso, Efecto lupa, El escarabajo
más grande de Europa y Fantástico entre los pinos), y alguna rareza más,
plantean todas los retos escondidos en esta pregunta capital. Pues la
mezcla de pop minimalista y de letras surrealistas de El Niño Gusano no
hace sino incidir en esta irrealidad, que una buena mañana encontramos
acurrucada en nuestro regazo, al despertar. Sus canciones son como
fragmentos de esa irrealidad, de la extrañeza de su percepción, de la
tristeza que la rodea y de la alacridad que sentimos al vivirla tal como es.
De ahí la teatralidad y risibilidad de las canciones de El Niño Gusano, la
proliferación de personajes (“Pumuky”, “Hombre bombilla”, “Capitán
mosca”, “Mme. Dos Rombos”, “Mr. Camping”) y atisbos surrealistas de
las tramas conceptuales de las letras, los absurdos desgarros de lucidez, la
incansable voluntad de narrar lo inenarrable mediante cualquier
subterfugio, la “perfección inacabada” (Saint-John Perse) de sus frases
musicales, las continuas y repentinas metamorfosis de las canciones, la
“risa exterminadora” (Rosset) que al final de las mismas estalla como una
liberación. Pues tal como respondió Cioran a la pregunta capital, “liberarse
es alegrarse de esa irrealidad y buscarla en todo momento”. De esa alegría
surgen las canciones de El Niño Gusano, teñidas de una melancolía
ineliminable que redobla si cabe la vivacidad de las mismas y las destina
finalmente a ese raro sentimiento que llamamos alacridad. Veámoslo más
detenidamente.

El dictamen suena una y otra vez con su soniquete lúgubre: “todo es del
gusano”. Una mañana nos despertamos cumpliendo lo dictado, convertidos
en infectas criaturas. La extrañeza golpea en nuestra cabeza dejándonos sin
voz y sin futuro, pero al mismo tiempo esa cabeza sorprendida se llena de
un color humano, el color de la irrealidad (“Sabes que soy mudo y hablo
con la mente (...)/el sol en mi cabeza es de muchos colores”, Menta, “Circo
luso”). Mudos y absortos, en nosotros nace la imaginación, cuyo vuelo nos
alza hasta lo que parecía entonces imposible en la presunta realidad (“Mi
cabeza es la silla de montar del cielo azul”, Bizcochino, “Circo luso”).
Irreales, poco a poco vamos saliendo de la cama que nos ha cambiado, de
la noche y de los sueños que operaron la transformación. Una soledad y
una tristeza enormes, irrazonables, nos invaden y nos asedian; una pena sin
nombre nos quita el nombre de ayer y nos lanza a la intemperie del día.
Ya no hay nadie en mi cabeza rascacielos,
y por mi nombre ningún hombre ya responde.
Todos mis sueños son hermosas pesadillas
y en el planeta ni siquiera se oyen voces.
Lourdes, “El escarabajo más grande de Europa”

Traspasados por este rayo de irrealidad, dejamos inmediatamente de existir


(“Ahora que mi vida se ha convertido en cuento”, Pelícano, “Efecto
lupa”). ¿Cómo empezar a andar, cómo empezar a vivir esta nueva vida,
cómo soportar este nuevo cuerpo monstruoso? Convertidos a la irrealidad,
no nos queda otra forma de existir que intentar narrar esa irrealidad
realmente inenarrable: no hay aquí un juego de palabras, sino el puro juego
de esta misma vida, un juego de palabras y de personajes a cuyo través
podemos hacer frente a esta nueva inasible realidad. “Máscara es todo lo
que no es la muerte”, señala Cioran, y a ella se aferran los personajes
estrafalarios de las canciones de El Niño Gusano, surrealistas y mágicos,
como la mejor tradición del cuento popular europeo que va desde Perrault
hasta Lewis Carroll, Gianni Rodari y Roald Dahl. En el viaje al fondo sin
fondo de nosotros mismos, nos hemos hecho realmente humanos, es decir,
personajes de un cuento relatado por un idiota (Shakespeare). Por eso
percibimos con asombro y pena la nada que nos constituye, la vacuidad de
nuestros sueños, la frustración de nuestros deseos, la insignificancia de
nuestros ínfimos cuerpos.

Y si somos tan pequeños


podemos pilotar las miniaturas que nos dan para jugar.
Se quedó encogido el mundo,
ya no sirve ni para pasear.
Mira el péndulo, “El escarabjo más grande de Europa”

Arrastramos nuestras moles torpes por las calles de una ciudad repetitiva e
insensata, tan muda, tan sola y tan fría como nosotros mismos. Se
esfumaron también en ella las ilusiones y las promesas (“Ya no hay nada
que celebrar”, Ciempiés, “Circo luso”), el futuro y el porvenir. Lo primero
que vemos en la ciudad es el reflejo de nuestra insignificancia, la
perdurable vanidad de nuestro ego, definitivamente absorbido por el
maremoto de irrealidad que aniquila sus cimientos, su hogar.

Nada más entrar él sale para nada,


al irse a dormir se desnuda para nada,
si te ve pasar te dirá gracias de nada,
en su ropa y en su piel nunca pasa nada,
es un buen chaval que a nadie dice nada (...)
Y aunque nos creamos especiales
todos preguntamos los nombres de las calles
¿Dónde viviré hoy?
Román, “Fantástico entre los pinos”

Según Cioran “el ejercicio del aliento es incompatible con la lucidez”.


Asfixiados, transtornados, pero al mismo tiempo tozudamente vivos,
monstruosamente vivos, formamos parte de una especie de mundo
equivalente al que fatigan los personajes de las obras de teatro de Beckett:
un “infierno milagroso”. El aire y el tiempo se reducen a cada gesto y cada
gesto reduce cada vez más el espacio que habitamos: “Hundí el tenedor en
tu pelo por casualidad/cada segundo nos visita una calamidad”, Y lo que
digo cinco veces es verdad, “Efecto lupa”. Si ya no podemos esperar, ni
permanecer, si la desesperación se ha convertido en nuestra forma de
respirar, de andar, de mirar, de ser, ¿qué podemos querer, si también hemos
descubierto lo irrealizable de nuestros ensueños más radicales? El Niño
Gusano insiste en el viejo motivo: “Se hizo el silencio, se hizo el silencio/a
cada boca, yo/concedí un deseo/todos se cumplieron,/todos menos el mío”,
El rey ha muerto, “Efecto lupa”. Y a la ausencia de satisfacción se añade
para acabarlo de rematar la locura de la imposibilidad de crear y de jugar
en este mundo inhóspito: “No puedes decir nada nuevo,/no puedes
descubrir sin repetirte”, Capitán mosca, “Circo luso”.

Pero, sin embargo, de esa cabeza solitaria que habita en el rascacielos de


nuestro cuerpo puede sobrevenir una nueva transformación. Nacidos,
descontando el nacimiento físico, dos veces, como Dionisos, dios extraño,
lo que empezó reduciéndonos por asifixia se torna en lo que nos abre a
horizontes más clarividentes, lo que empezó sumiéndonos en una tristeza
infrahumana se cambia indescriptiblemente en una alegría sobrehumana.
Pues, en primer lugar, descubrimos que esa cabeza imaginaria, sola y sin
nombre, es al mismo tiempo el último refugio de nuestra irreductible
intimidad y la puerta a una realidad más libre (“Mi cabeza es
insustituible”, La clínica de la radio y la televisión, “El escarabajo más
grande de Europa”). Descubrimos que esa irrealidad que nos angustiaba de
una manera indecible va cobrando realidad, la verdadera, en nuestro
cuerpo, que no obstante la tristeza no deja de asediar, constreñir y anular.
Cuanto más lejos se ha ido en la percepción de la irrealidad, tanto más
abiertas se han descubierto las posibilidades de nuestro cuerpo, de nuestra
acción libre, para romper con lo que algunos han etiquetado
engañosamente como realidad, la cual a fin de cuentas descubrimos como
la verdadera fuente de opresión. De ahí que nos alegremos por lo que en
principio nos asustó, asumiendo con todas las consecuencias la
ambivalencia del nuevo desafío.

Ya no como en el plato del perro,


por las noches vuelvo a tener sueño,
en mi casa tengo un podio,
soy el primero cuando quiero.
Y el rayo cae y hace mal,
cae porque sí y es subnormal,
es como tú.
Un rayo cae, “El escarabajo más grande de Europa”

Esta canción señala con acuidad el motivo de esta segunda metamorfosis:


se llama amor fati. En la asunción de la fatalidad, lo real vuelve a ser
posible: tal es el hondo sentido de la percepción de la irrealidad humana,
sobre todo en términos de lenguaje. De ahí el surrealismo de las letras de
El Niño Gusano, pues el surrealismo manifiesta el verdadero carácter de la
palabra humana, su plena extranjería, allí donde la palabra está y es
“asombrada e inquieta, entregándose a los afectos de lo inmensurable”
(Grupo Surrealista de Madrid). Sin embargo, a pesar de este verdadero
renacimiento cuasi dionisíaco la marca de la primera metamorfosis
continúa grabada en nuestra piel.

Lo dejé, ya no estoy en la basura,


ahora estoy como bañado en oro,
mis desechos perfuman jardines,
mis insultos pueden divertirles,
una pastilla y a la cama,
mientras soñáis yo dormiré.
Yo soy uno de los 4 Fantásticos,
tengo experiencia en perder el tiempo (...)
Y mis ojos están vírgenes,
yo los abro y sigo ciego.
Continuará, “Fantástico entre los pinos”

Tal huella de la fatalidad sigue y seguirá impresa en nuestros renacidos


ojos. “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es
un milagro”, señalaba Cioran. De ahí que la vivacidad del sentimiento de
liberación que procura la percepción de la irrealidad se vea acompañada de
cierta melancolía. Señal de la primera y radical mutación, reverso de los
momentos de plenitud y de liberación, la melancolía nos liga asimismo al
mundo primordial, curiosa e inquietantemente instantáneo: “una pereza
anterior al mundo me ata a este instante... Y cuando, para sacudirla, alerto
a mis instintos, caigo en otra pereza, en esa pereza trágica que se llama
melancolía”, escribe Cioran. Incluso se puede hablar del poder
humanizador de la melancolía, pues no en vano lo que los antiguos
diagnosticaban como enfermedad de la accedía no es más que la entraña
misma de nuestra condición. El escritor Robert Walser lo explica
inmejorablemente: “¡Qué bribona puede ser la cruda realidad algunas
veces! Roba cosas con las que después no sabe qué hacer. Hay, según
parece, momentos en que se divierte difundiendo melancolía. Y ésta, por
otra parte, me resulta muy querida, sí, muy, pero que muy estimable. La
melancolía forma” (Jakob Von Gunten). Ese poso melancólico de lo
incurable permanece y permanecerá siempre al lado de cualquier explosión
de alacridad, como dotando a ésta de raíz y de sustancia.
De un sombrero de copas salí,
a ese hogar yo quiero ir,
no ves que allí no necesito mapas.
Y la mujer policía me acompañará a mi domicilio ideal,
y mi ángel guarda será mi truco definitivo
para pasar un año entero sin parar de reír
¡Qué bien sabe no existir!
Ángel guarda, “El escarabajo más grande de Europa”

Pero aquello que consigue transmutar la pena radical de lo insignificante


en ese sabor agradabilísimo de la inexistencia sin recurir a nada más que a
sí mismo es el amor. Cuando se individualiza, el amor fati se proyecta en
ternura, se abre como al delirio de la hospitalidad (“Cada caricia es un gran
hotel”, Ahora feliz-feliz, “El escarabajo más grande de Europa”), donde la
realidad presunta es puesta en cuestión de una manera innegociable. El
deseo puede confundirse con el asco, la tristeza con la alegría, pero en el
centro se yerguen inexpugnables, invulnerables, nuestro frágiles cuerpos
vivos (“Conde Duque, hay un cielo caliente en cada cuerpo,/un cielo
sonriente con sombrero”, Conde Duque, “Efecto lupa”). De ahí procede el
tan célebre como malentendido exabrupto de Unamuno, “¡Que inventen
ellos!”, del que El Niño Gusano hace la siguiente interpretación.

¿Qué va usted a inventar?


Una máquina no me servirá (...)
Quiero un cuerpo nuevo
con manos y pies y lleno de besos,
un cuerpo dulce y amable
que sepa siempre quién es su dueño (...)
No pesa más de un gramo
todo lo que amo.
Sobrinito, “Circo luso”
Aun así, seguimos estando marcados, agobiados en medio de un mundo
que nos intimida y nos supera. “Lo más verdadero de todo es mirar a un
mundo pánico en el cual, de un instante a otro, todo cambia de expresión,
y así continuamente, de instante en instante, de lo alegre a lo aterrador, de
estar lleno de vida a estar muerto de cansancio, etc. etc.”, escribe Peter
Handke (Fantasías de la repetición). Y es que si la alegría del cuerpo (y
del amor) resulta realmente vivaz y tonificante es porque, a diferencia de
la dudosa respetabilidad que nos reconciliaría con la presunta realidad sin
tacha, no requiere de muchos requisitos (dinero, posición social, etc.): la
alegría es porque sí, como las rosas y la fatalidad y “el rayo que cae”: la
alegría sobreviene.

Es un honor no tener honor,


es mejor sentirse siempre peor.
En un vaso algo brilla como el sol,
el amor da siempre mal olor.
En tu nariz se pudre el corazón,
el nadador se ha fumado el sol.
Hay dos sexos en el mismo bañador.
Yukón, “Fantástico entre los pinos”

Lejos de los oropeles de la llamada “realidad”, nuestros múltiples “yoes”


cambian y se metamorfosean, crecen y menguan, sufren y ríen. Poco a
poco vamos llegando al centro de nosotros mismos, al pozo caótico del
que procedemos. La percepción de la irrealidad se zambulle en el variado
presente y permanece, tal como quería Nietzsche, “a la altura del azar”
(“Tejí con hilo verde/una alfombra de hojas donde tumbarme,/también
fabriqué un dado/con la palabra “hoy” en cada lado”, Pon tu mente al sol,
“Efecto lupa”). Por eso la alacridad es siempre trágica, porque es mortal.
“Sólo damos el paso decisivo hacia nosotros mismos”, afirma Cioran
hablando de los personajes de Beckett, “cuando nos quedamos sin origen y
ofrecemos tan poca materia para una biografía como Dios...”. El Niño
Gusano suscribe esta broma.
De este hombre nunca habrá
fotos en las enciclopedias
y soplará y soplará y su casa tirará.
Todos sus trofeos son polvo en las estanterías,
y aunque te diga su nombre no sabrás quién es,
todo en él funciona a vapor (...)
En un cuaderno está escrito todo el daño que hizo,
se lo aprendió y aun así suspendió.
Tolkas, “El escarabajo más grande de Europa”

Y así sucesivamente. El Niño Gusano se disolvió en el verano de 1999. A


lo largo de sus cuatro trabajos discográficos recorrieron el minoritario
circuito independiente del pop español de los años noventa. Pero no
lograron alcanzar un éxito que persiguieron: tuvieron un público muy fiel,
pero reducido. ¿Fueron demasiado irreales? Sergio Algora, que tiene
publicados algunos poemas, fundó en solitario el grupo Muy Poca Gente, y
parte del resto de la banda se unió en otro llamado Tachenko. Luego
Algora ha estado con uno de los miembros de Australian Blonde formando
La Costa Brava. Quizás el mismo cansancio físico (pues, con todo, nuestro
primer nacimiento fue físico y, aunque lingüísticos, naturaleza, y natura
naturata como diría Spinoza, nunca dejamos de ser), al que aludían en su
canción Soy ruso, señor (“El escarabajo más grande de Europa”), pudo con
una de las propuestas más originales y más coherentes del rock hispánico
de la última década del siglo XX. Castaneda, en Las enseñanzas de Don
Juan, sostiene que son cuatro los peligros que debemos ir superando en la
vida: el miedo, la claridad, el poder y la vejez, vale decir la muerte, ésta
última finalmente invencible. Así vuelve la cantinela de que todo es del
gusano.

En cualquier caso, yo me quedo con la alacridad que resuena en todas y


cada una de sus formidables composiciones, tan seductoras como la
titulada Casanova, en la que la jovialidad transforma al animal más
extraño en amador.

Y si te cansa mi casa
tienes el hospicio de San Francisco de Asís (...)
Hace tiempo que me disfracé
y a menudo cambio de traje,
soy como un pavo real
ante animales innobles y despreciables comensales. (...)
Doy menos sombra que un solar
y mi cuerpo es mi equipaje (...)
Estoy tan cerca de la buena gente,
tengo tiempo para soñar.
Casanova, “El escarabajo más grande de Europa”
2ª PARTE: CAPRICHOS Y RECUERDOS

“La vida ya no es tranquila, sino audaz”.


Sabino Méndez, Corre, rocker

“Así es la noche, y eso produce. No puedo ofrecer más que mi propia


confusión”.
Jack Kerouac, En el camino
El vídeo no mató a la estrella de la radio: Flor de Pasión

Cuando yo era adolescente ponía discos en el tocadiscos de mi abuelo y en


una cinta grababa las presentaciones de las canciones. De este modo, fui
configurando algunas cintas en las que creé mi propio programa de radio.
No tenía nombre, aunque yo, como locutor, me hacía llamar como el
locutor de radio del programa musical que escuchan los protagonistas de la
película American Graffitti. Ahora mismo no recuerdo su apelativo, pero
hacía referencia a ciertos caracteres lobunos que temo no haber perdido del
todo.

En aquel intento de programa de radio que yo imaginaba durante las tardes


de domingo solía pinchar todo tipo de música. Desde doo-wop hasta rythm
´n´ blues, todo el rocanrol de los orígenes, Elvis, Buddy Holly, Jerry Lee
Lewis, Chuck Berry, Johnny Burnette, The Million Dollar Quartet, rock
español, sea Loquillo o La Granja, The Rolling Stones, (Time is on my side
era mi canción favorita), viejos singles de The Beatles y de The Beach
Boys que mi madre tenía guardados de su época quinceañera o que mi
hermana había adquirido durante su estancia en los Estados Unidos,
etcétera. Lo que más me gustaba era poner la voz grave y presentar las
canciones con los detalles discográficos oportunos y las características de
la melodía de la canción. Lo grababa todo en cintas que ya no conservo,
pero que después volvía a escuchar una y otra vez, a veces junto a mi
hermana, mientras leíamos revistas o hacíamos cualquier otra cosa.

Por aquella época, los domingos por la noche escuchaba un programa de


radio de cuyo nombre tampoco puedo acordarme. Se hacía en Madrid, y el
locutor era una vieja estrella de la radio musical, un pionero de la emisión
de música rock. Su cantante favorito, del que pinchaba frecuentemente
bastantes de sus canciones, que uno no podía oír sin estremecerse, era Bob
Dylan. Como locutor tenía una voz sentimental y profunda, y así era ese
programa, teñido de otoñal nostalgia, muy propia de la hora y del día en
que se emitía. Cuando empecé a grabar mis propios programas en viejas
cintas usadas, yo imitaba con riguroso fervor a aquel bendito locutor.

Pero cuando realmente conocí a la estrella de la radio fue cuando, a punto


de cumplir dieciséis años, el que entonces era mi mejor amigo murió
jugando a baloncesto. Todavía deprimido, perplejo y confuso, buscaba
algo de sentido. Y hacia finales de aquel mes fatídico empecé a sintonizar
Flor de Pasión, un programa de Radio 3, que entonces se emitía de 9 a 10
de la noche. FdP me sirvió primero para aliviar la pena por la muerte de mi
amigo. Después me ha acompañado en mis estudios y mis horas
silenciosas. Lo que me gustó de aquel programa fue ante todo la voz y la
gentileza del presentador, el justamente afamado Juan de Pablos, un viejo
zorro de la radio musical capaz de mezclar en una misma emisión a los
Ramones, las Shirelles, los Cool Jerks y Françoise Hardy.

Juan de Pablos pinchaba todo tipo de buena música, desde punk hasta soul
pasando por la música surf o el simple pop. Gracias a FdP descubrí ni más
ni menos que a Yo La Tengo, ese gran combo norteamericano del rock de
los 90 surgido a la sombra de Sonic Youth. En verano, cuando el horario de
emisión del programa cambió a la una de la madrugada, yo me tumbaba en
mi cama, recostado apaciblemente sobre la húmeda almohada, envuelto en
las frescas sábanas de mi colchón, y escuchaba y grababa los programas de
Flor de Pasión, monográficos que Juan de Pablos dedicaba a gigantes de
la música rock, bluesmen y demás artistas del mecer y rodar. En ellos se
podía oír la música de algunas series de televisión como MASH o Doctor
en Alaska, o una canción titulada The man who shot Liberty Valance que al
parecer finalmente John Ford rechazó incluir en la película homónima.
Aún la conservo (“he was the bravest of the morn”) en una cinta grabada
junto a temas de grupos como Vancouver, The Happy Loosers, Johnatan
Richmann, Bob Dylan, Jan and Dean, etcétera.

La sintonía de Flor de Pasión es un buen reclamo para todos aquellos que


no conocen este secreto programa de radio. Se trata de una melodía de
Serge Gainsbourg y de Jane Birkin, una canción cálida muy adecuada para
las altas horas de la madrugada en las que a veces se ha emitido el
programa. Pero sobre todas, la canción que mejor representa su espíritu es
la que lo cierra: el Azzurro de Adriano Celentano, un tema suavemente
melancólico que evoca las largas tardes de ausencia de nuestros amores, la
fragilidad de nuestra vida:

Cerco l´estate tutto l´anno


E all´improvviso eccola quà.
Lei é partita per le spiage
E sono solo quaggú città.
Sento fischiare sopra i tetti
Un aeroplano che se ne va.
Azzurro, il pomerigio é troppo azzurro
e lungo per me,
Mi accorgo di non avere piu risorse senza di te
E allora io quasi quasi prendo il treno
E vengo, vengo da te
Il treno dei desideri,
Dei miei pensieri
All´incontrario va.

Cuando FdP celebró su vigésimo aniversario en la sala Sirocco de Madrid,


sita en una bocacalle adyacente a la ramoniana calle de la Palma, allí me
fui solo y contento. Por allí cerca, cuando era más joven, pude cumplir uno
de mis sueños adolescentes al entrar en el bar rocker por antonomasia de la
capital, el King Creole. Aquel sábado el cielo tenía un color grisáceo en la
Puerta del Sol, y la espesa mata de nubes creaba una atmósfera densa y
extraña. Esto es lo que más me gusta de Madrid, ese sentimiento de
desarraigo que suelo experimentar paseando por las calles céntricas de la
ciudad.

El viernes por la noche se había celebrado la primera de las fiestas, un


concierto en el que actuaron el grupo punk-pop de Barcelona, Los
Fresones Rebeldes, el grupo punk de Castellón Shock Treatment, el
también grupo barcelonés TCR, y otros grupos juveniles. A las nueve de la
noche del sábado la sala Sirocco abrió las puertas de su local. Allí estaba
yo, con un frío universal, como los de antes. Entré. Los primeros en salir a
escena fueron los castellonenses Vincent von Reverb, una banda surgida de
la fértil factoría de la ciudad valenciana que hace un rok festivamente
rugoso y muy estimulante. Yo diría que fue la mejor actuación de aquella
noche. Luego salieron los madrileños Aurenol 50, a los que les han
colocado una canción en un anuncio de televisión y autores de Tijuana,
canción en la que colaboró con más entusiasmo que competencia el
verdadero protagonista de la fiesta, el imprescindible Juan de Pablos.
Luego actuaron otros grupos, entre ellos Los Caramelos, que tienen una
canción hermosa: Alma de surf. La actuación de Cool Jerks, de Torrejón de
Ardoz, fue la más emotiva, por todo lo que Miguel Ángel Julián, su
cantante, debe al programa de radio FdP y por todo lo que éste le ha dado.
Al final salió al escenario nada menos que el grande y excelente músico
valenciano Julio Bustamante, que interpretó una bellísima versión de la
canción italiana Margarita.

Al mes siguiente, me compré un disco doble en el que se recogían las “50


canciones favoritas del programa, seleccionadas por Juan de Pablos”.
Entre ellas destacan temas de Los Nikis, Miguel Ángel Villanueva (El
Hospital), Los Brujos, Family, Daily Planet –un estupendo combo
donostiarra que pergeñaba sublimes temas instrumentales-, Malconsejo,
ectétera. Hay también una versión del Crazy love de Van Morrison a cargo
de Cool Jerks, y otras divertidas canciones de Paco Clavel, Kiki d´aki o
Vainica Doble, sí, las del programa de TVE Con las manos en la masa.

Actualmente sigo escuchando de vez en cuando a Juan de Pablos. Flor de


pasión ha iluminado mis noches de insomnio o de sueño placentero, con
sus canciones cuidadosamente elegidas y su cálida y gratificante voz. Sin
prejuicios, sin cortapisas, Juan de Pablos ha tenido la valentía de pinchar
maquetas de bandas españolas desconocidas, de las que muy posiblemente
todos sabíamos que no tenían ningún futuro, pero que habían sido los
autores de alguna bonita canción merecedora del recuerdo y de la atención.
Cortés y agradable, el programa me entusiasmó desde el primer día que
escuché esa mezcla de “variedad y sentimiento” que lo caracteriza. No
sólo he conocido en él a músicos que de otra manera no hubiese conocido,
sino que de algún modo, durante un cierto tiempo de mi vida, FdP se
convirtió en un singular oráculo al que acudir reverentemente para poder
cruzar el bosque de mis sueños con buenos augurios.

Ssssshhh, niños grandes que tenéis miedo en la oscuridad, armaros de


confianza e intentad dormir.

Crónica musical de mi ciudad

Una vez escribí para la revista de mi instituto, L´Insti, la crítica de un


concierto de rock que no se llegó a publicar. Pero aún la conservo. Fue una
noche en mi ciudad. Recuerdo con entusiasmo adolescente al primero de
los grupos. Se llamaban Raspa y eran punks. Creo que el cantante murió
por consumo de drogas años después. Era un buen chaval, que escupía al
público y emitía exabruptos contra el alcalde. Luego circularon otras
bandas por el escenario. Una de ellas, Sweet Young Thing, hacía versiones
de grupos de entonces, como Pavement. Y al final salieron Blue Bus, la
mejor banda de rock que ha dado mi ciudad hasta la llegada de Alias Galor
y Tokyo Sex Destruction. Entonces formaban un grupo de garage
psicodélico estupendo. Hacían versiones de los sesenta, a toda velocidad.
Solían acabar sus conciertos interpretando una enérgica y efervescente
versión del Jumpin´ Jack Flash de los Stones. Por mi decimoctavo
cumpleaños, mis amigos de entonces me regalaron su primer disco, que
obtuvo una buena acogida en la prensa musical de Barcelona.

No recuerdo apenas nada más de aquella noche. Después hubo otros


conciertos en salas pequeñas, como el que vi en San Pedro de Ribas de
unos entonces desconocidos Sopa de Cabra vestidos como el Sargento
Pepper, junto al grupo de El Vendrell, Lax´n´Busto, que para acabar solían
hacer una versión de The Clash. En un diminuto pub de mi pueblo,
llamado Kremlin, disfrutamos de lo lindo con una banda que hacía
versiones de The Beatles de los primeros tiempos. Hay una melancolía
amable en las calles después de un concierto, una calma y como un
reencuentro con lo mejor de nosotros, que es lo que más se agradece
cuando la música se ha acabado.

Porque yo tuve mi banda de rocanrol

Debíamos de tener unos nueve años. Un compañero de la escuela que vivía


en la misma calle que yo, donde por cierto la anarquista blanca Teresa
Mañé abrió en su día la primera escuela laica para niñas de España, se
compró una batería de plástico. Luego, de mayor, el muchacho ejerció
como DJ. Entonces, junto a otros dos amigos, formamos un grupo de rock
y hacíamos versiones en play-back. Ensayábamos en la terraza de mi casa,
donde mi madre tendía la ropa, los sábados por la tarde. Recuerdo aquellos
días de atardeceres grises, pero felices, en los que yo tocaba los teclados,
bueno, una caja de madera pintada como si fuera un piano. Otro hacía ver
que cantaba y el último se fabricó una guitarra de cartón.

Nos inventamos varias canciones de nuestra propia cosecha. Algunas eran


en catalán. Una era un blues sobre el autobús, copia flagrante de una
canción de Miguel Ríos que a mí me gustaba mucho, y otra trataba sobre
el áspero tema de la sopa de fideos. Cosas absurdas y hechas para pasar el
rato, como se ve. Debutamos en el cumpleaños de una compañera de la
clase. Hacíamos versiones grabadas de Miguel Ríos, cuyo Rock´n´ Ríos
fue la primera cinta de música que me compré, a los nueve años, en
Granada, y de los Beatles; además cantábamos a pelo, o a capella según se
mire, nuestros propios hits. Tuvimos cierto éxito: en la hora del recreo,
algunos canturreaban las melodías de nuestras canciones. Al año siguiente,
en primavera, volvimos a actuar en otro cumpleaños. En medio de los
globos, las serpentinas, los regalos, los refrescos y el pastel volvimos a
entonar “¡Bienvenidos, hijos del rocanrol!”. Hicimos, además, una versión
de Walk like an egyptian, moviéndonos todos de perfil, como en el
videoclip de aquella cancioncilla de moda. Quisieron “contratarnos” para
tocar en casas particulares con motivo de otros cumpleaños, pero creo que
nuestra última actuación fue otra vez en la escuela; supongo que debía de
tratarse de algún festival literario o algo así, o quizá era Carnaval.

Como todos los grupos, y como el buen amor, acabamos mal. El grupo se
llamaba Super-4, y aún hoy recuerdo aquellos divertidos ensayos en la
terraza de mi casa bajo el cielo húmedo de Vilanova.

El otro grupo de rock en el que he participado no hacía play-back y se


llamaba The Sonic Flowers, nombre que puse yo en honor de Sonic Youth
y de una discusión que tuvimos un amigo y yo sobre la pregunta “¿Qué es
lo sónico?” en el paseo marítimo de mi ciudad tras ver actuar al grupo
neoyorquino en Barcelona. No habíamos cumplido todavía los veinte años.

Yo rasgaba la guitarra eléctrica. Había además un batería, un bajo y un


guitarra solista. Amigos del instituto. Empezamos ensayando en el
chaletillo de uno de ellos, cerca del club de tenis. Allí había una piscina,
donde nos bañábamos después de los ensayos. Preparamos algunos temas
propios, como mi gran éxito Billy the Kid (mi-sol, mi-sol, dos veces, do-
sol, do-sol, dos veces, la, do, mi) que compuse como homenaje a El
bandido adolescente, una novela de R. J. Sender sobre Billy el Niño que
me recomendó un maestro de mi escuela. Hicimos un par de conciertos,
pero éramos muy malos. En el primero no hubo más de cinco personas; se
trataba de un cumpleaños. Aún conservo algunas cintas grabadas de los
ensayos que hacíamos. Nos divertíamos bastante y provocábamos un gran
ruido, tocando a todo volumen, hasta sudar. Versioneábamos a The Velvet
Underground, a Burning, a Iggy Pop (I wanna be your dog), al grupo punk
The Zeros, a Kiko Veneno. Actuamos otra vez ante un numeroso público
formado por amigos y conocidos, en otra fiesta de cumpleaños. No
gustamos nada.

Después de tres o cuatro años de jam-sessions las flores sónicas se


marchitaron y no volvieron a brotar. Aquella pregunta que parecía
imposible de responder, que mi amigo y yo nos formulamos un día ya
lejano en el paseo marítimo de mi pueblo, tiene hoy la claridad de lo
adecuado. La respuesta la ha dado Deleuze y más o menos viene a decir
que lo sónico es la intensidad del sonido que nos invade, nos arrastra, nos
eleva, nos aplasta, y nos hace vacilar, tal como supuso Baudelaire, entre el
éxtasis y el horror.

The Who encontrado en Zaragoza

The Who son una de las mejores bandas de rock de todos los tiempos del
rock, no es una exageración. The Who son acaso la mejor banda que ha
habido nunca en directo. Digo son, porque milagrosamente, con alrededor
de sesenta años tanto Roger Daltrey como Pete Townsend, The Who
vuelve a estar unido y vivo, y así lo pude personalmente comprobar y
gustar, no hace mucho. Tras más de veinte años sin grabar un disco, sin
actuar en directo, sin haberlo hecho nunca hasta entonces en España, la
palabra que resumía el estado de ánimo de los 5.000 aficionados que
asistimos al concierto de The Who en Zaragoza es felicidad. Una felicidad
recuperada, una felicidad práctica, que yo condensaría en la sensación de
una suerte de gloria sin énfasis que "sabe a realidad".

Naturales y sinceros, profesionales y entregados, The Who empezaron sin


más preámbulos, tras saludar con una sonrisa amplia al público, algo fríos
al principio, lo que es normal, y más a los sesenta años, y con algún fallo
técnico -se fue la voz durante unos segundos. Faltaban Keith Moon y el
bajo original, pero la batería sonaba con los mismos redobles rítmicos de
siempre y la banda en general no estaba de relleno. I can´t explain,
Anyway, anyhow, anywhere y The seeker. El no va más. La multitud
apasionada se lanzó desde el primer momento a saltar, bailar y corear. Pero
no todos nos sabemos las letras, y ¡menos en inglés! Lo que sí ya fue
irreversible fue el inicio de la cuarta canción, la increíble Behind blue eyes:
y de allí hasta el final todo fue fiesta, para todos y por todo.

No se sabe muy bien qué es ser el mejor: ¿el que vende más discos, como
The Beatles o The Doors, el que llena más estadios durante más años,
como The Rolling Stones o U2? De acuerdo, entonces The Who no son los
mejores. Pero The Who es la banda que conduce el rock desde los
principios sesenteros en Inglaterra hasta la nueva ola de principios de los
80. The Who unen a The Beatles con The Clash. Su discografía. Por no
hablar de su directo, el más prestigioso de cuantos han sido vistos, como
he dicho, y el primero en ser multitudinario. Sobre todo en EEUU. The
Who hacen beat en los primeros 60, ¡fueron el gran grupo mod!; rthym and
blues hippioso a finales de esa década, ¡estuvieron en Woodstock, tocando
por cierto una versión del Summertime blues del rockero de primera hora,
Eddie Cochran!; sus óperas rock (Tommy, Quadrophenia) son realmente
películas musicales que se pueden ver y disfrutar, y no solo experimentos
de estudio; de finales de los 70 tienen canciones que evocan ligeramente a
grupos punk como The Dictators, la misma Won´t get fooled again o sobre
todo You better you bet, o que fatigan pasos marcadamente heavys, y
algunas otras canciones con toques funky que anuncian la nueva ola de los
ochenta, fin de la primera gran etapa del rock desde que surgiera a
mediados de los años cincuenta. Esto Sabino Méndez lo ha exlicado muy
bien. El último disco de The Who, hasta hoy, es de 1982, si no digo mal. El
hilo continuo de The Who. Ellos distorsionaban antes que nadie. Ellos
rompían instrumentos antes que nadie, si exceptuamos a los rockers de los
cincuenta, que son los pioneros en casi todo, incluso en el uso de la
electrónica, como en el gran Buddy Holly, por ejemplo. Tal vez The Who
ha vuelto, en este crucial momento, para despedirse lentamente, ya del
todo, diciéndonos: el rock, sea con electrónica, con ordenadores, sea como
sea, que no pierda sus esencias. ¿Sus esencias? El poso que queda, que se
transmite. El poso alegre y vital de la vida dura, digna y eminentemente
feliz de los humanos, nosotros los mortales. Esta teenage wasteland eterna.
El fresco trago de cerveza. El viejo vino. El grito de la joven libertad. Non
plus ultra.

El concierto de The Who duró dos horas y pico. Podrían haber seguido una
hora más con clásicos intemporales. Salté como un loco con Baba O´Riley
y My generation. Hermosa Love reign over me. ¡Pimball Wizard!, cómo
no. Todo era una especie de apoteosis al alcance de la mano. La
escalofriante See me, feel me final. Madrid nos lo había puesto difícil, pues
según el mismo Pete Townsend había escrito en su blog, había sido el
mejor concierto de esta nueva gira europea. Pero Pete exclamó al final en
Zaragoza: "Wonderful". Nosotros pedimos más: ¡who, who, who, who! La
gente exultaba. Algunos saldamos la espantada de la ciudad de Barcelona.
Roger y Pete se quedaron solos en el escenario. Roger se acercó
tímidamente a Pete y este siguió el gesto, o tal vez fue al revés; en todo
caso ambos se fundieron en un sobrio abrazo sobre el escenario. Volvieron
a sonreírnos. El público queríamos más. Se fueron. ¡I´m free! ¡So sad
about us!, gritaba yo, todavía con una cerveza regada con limonada en la
mano. Moreno de felicidad. Poseído de rock.

En el concierto conocí al padre, gran fan de The Who y de la música pop


en general, del tenista profesional Tommy Robredo, que por eso se llama
como se llama. Por la mañana me había comprado en la Fnac la reedición
del gran disco de Los Negativos, Piknik caleidoscópico, en el que se
encuentra esta canción, Pasando el tiempo:

“(...) Gira la noria y comienzo a pensar


que a algunas personas les atraerá
pasarlo mal (...)”

Johnny Roqueta

Uno de los primeros rockers que conocí era de papel y se llamaba Johnny
Roqueta, el personaje de cómic que aparecía semanalmente en El jueves
dibujado por Vaquer y T.P. Bigart. Un día apareció por mi casa un comic-
book del insigne rockero barcelonés, que aún debo guardar en algún rincón
de mi biblioteca. Eran dibujos de trazos descuidados, vulgarmente
expresionistas, en los que resaltaban más los perfiles inacabados que las
líneas claras. Eran tiras en blanco y negro, en las que primaba sobre todo el
humor, a menudo truculento.

Johnny Roqueta fue durante unos meses uno de mis ídolos de tebeo. Yo
debía de tener unos treceo o catorce años, y las damas que aparecían en el
cómic fueron las primeras que utilicé para masturbarme. Había mucho
sexo en Johnny Roqueta. Pero apenas recuerdo nada más. Sólo una
historieta que por aquel entonces se convirtió en mi ideal de relación de
pareja: Johnny conocía a una bella chica punk sin complejos y ambos se
emborrachaban, se besaban y vomitaban, exclamando al unísono tras la
expulsión gástrica lo que para mí se convirtió inmediatamente en un lema
político: “¡Vómito social!”. Cosas de la náusea existencialista de un joven
aficionado al rock. Así me ha ido. En fin.

Por tierras de Duncan Dhu

En uno de los veranos de mi primerísima adolescencia mi hermana y una


amiga suya muy simpática estaban enamoradas como quinceañeras del
grupo donostiarra Duncan Dhu, nombre de un aventurero escocés, que
tenía un fabuloso disco de estilo rockabilly con canciones como
Casablanca, Por tierras escocesas (“Fantasmas y gloria, leyendas y gloria,
por tierras escocesas voy”), Lágrimas de arena, etcétera. Después ese
grupo consiguió el éxito con Cien gaviotas, en cuya portada lucía una
hermosa foto de una playa, supongo que de la Concha de San Sebastián, o
no. A partir de entonces la cordial y bella ciudad vasca está asociada para
mí con las canciones sabiamente sentimentales de Duncan Dhu, con la
atmósfera que desprenden sus dos primeros discos y algunas canciones de
los siguientes (¡Una calle de París!), que acabaron por encumbrarles hasta
cimas inalcanzables para mí.

A principios de un agosto ochentero Duncan Dhu acudió a Vilanova para


actuar y presentar las canciones de Cien gaviotas. Fue un concierto
estupendo, aunque de eso hace ya algún tiempo y apenas recuerdo los
gritos quinceañeros de mi hermana y su amiga. Al finalizar la actuación
estas dos chicas fueron a buscar entusiasmadas unos autógrafos de los
componentes del grupo. Así fue como en una de las calles de los aledaños
del campo de fútbol donde se había celebrado el concierto veraniego
conocí personalmente al trío rockero Duncan Dhu. El más simpático del
combo era el batería, que tras el tercer disco abandonó el grupo sin dejar ni
rastro. No conservo esos autógrafos, que durante un tiempo guardé como
mi tesoro.

En el mes de abril siguiente, Duncan Dhu había sacado su tercer álbum,


En algún lugar. Por segunda vez, mi hermana, su amiga y yo asistimos al
concierto de presentación del disco, celebrado en la sala Zeleste de
Barcelona. Había mucha más gente, más apretujada y por tanto mucho más
sudor. Yo estaba rodeado por tres o cuatro filas de quinceañeras deseosas
de algo más que de música. Casi sin pretenderlo, un par de senos grandes y
empapados rozaron mi cara varias veces, y como soy de natural reservado,
hice ademán de apartarme, aunque sólo un poco. Salimos igualmente
contentos de aquel concierto y con unos meses más de edad. Era la primera
vez que disfrutaba del espectáculo teatral y musical del rock en Barcelona.

Sigo escuchando a menudo a Duncan Dhu: me despeja, me anima y me


recuerda buenos momentos. Yo solía ponerme los walk-man a las 7 de la
mañana en el apartamento donde pasábamos los veranos. Es una planta
baja que dista apenas diez metros de la playa, donde me sentía como
Neruda en su isla negra. Allí leía cómics y novelas (Agatha Christie era mi
favorita) y escribía espantosos poemas de amor y de muerte. Miraba al
cielo nocturno y me preguntaba cosas sobre el universo y nuestra humana
condición, al más puro estilo de Pascal, pensador al que entonces
desconocía. O con algunos amigos, nos pasábamos toda la noche jugando
a rol, a Dragones y mazmorras, una historia basada en los relatos de H. P.
Lovecraft. Como decía, solía sentarme en la terraza a las 7 de la mañana,
cuando aún no había salido el sol pero el día clareaba tan frescamente.
Quizás había llegado de una noche de fiesta o es que me acababa de
levantar. El mar estaba en calma y yo aprovechaba para escuchar algunas
canciones de Duncan Dhu. También escuchaba un par de temas de otro
grupo donostiarra llamado como el periódico donde trabajaba Superman:
Daily Planet. Yo no querría renunciar a todo aquello, pero, ay, uno viene a
menos a medida que va cumpliendo años.

Carta a Janis Joplin

Querida Janis: te escribo porque te quiero y porque te sigo desde que tenía
dieciocho años. Tu sinceridad, tu desgarrada voz, tu liberalidad sexual, tu
ímpetu y tu pasión, tu honestidad me fascinaron desde el principio y me
siguen conmoviendo.

Te imagino ligada a la copa del whisky Southern and confort que solías
beber antes, durante y después de tus actuaciones. Tu música me ha
acompañado, impagablemente, en algunos transportes eróticos. Tus blues
me reclaman en los momentos de absoluta y desesperada soledad. Sobre
todo me encanta tu humor, querida Janis, tu gusto por la sencillez y la
sabia tristeza que desprenden tus canciones. ¿De dónde sacaste la fuerza
para cantar con esa energía sobrehumana un tema como All is loneliness?
¿Con qué sentimiento pudiste llevarnos hasta esa cima que es
Summertime? Me encanta tu monólogo de Todo es soledad: “no tengo
novias, no tengo novios, no tengo ninguna clase de amigos” (en castellano
se pierde el juego de palabras). Es una verdad como un templo que se hace
real demasiadas veces en la vida.

Casi no tengo palabras para decirte cuánto te admiro. Pero si muchas de


tus composiciones destilan un sabor agriducle, adoro –pues no puedo decir
otra cosa- por encima de todas aquella canción que anima y nos anima a
intentarlo una vez más: Peace of my heart. Tengo especial predilección por
esa frase que dice “sabes que es tuyo si te hace sentir bien”: resume toda tu
trayectoria y todo lo que compendia la palabra amor.

Dicen que las diosas se distinguen por sus andares. Conocí una vez a una
de estas diosas humanas. Diosas del espíritu en un cuerpo de “carne, hueso
y libertad” (Max Aub). Santa Teresa decía que el espíritu está hasta en las
cazuelas; yo añado ahora que también puede soplar entre micrófonos,
amplificadores y guitarras eléctricas. En este caso, querida Janis, la diosa
eres tú.

Fragmentos de John Cale

John Cale fue el miembro más heterodoxo de la heterodoxa banda de rock


The Velvet Underground. Era galés, había estudiado solfeo y en el grupo
de Lou Reed tocaba la viola, el piano y otros instrumentos raros. Provenía
de los ambientes vanguardistas de la ciudad de los rascacielos. Allí triunfó
y luego hizo carrera en solitario. John Cale es el autor de la música de la
encomiable película de Manuel Huerga Antártida.

Hace un tiempo, para celebrar el inicio del milenio, fui a visitar a un amigo
londinense. Era Navidad, y la ciudad estaba completamente nevada. Por
las noches íbamos a una iglesia reconvertida en public house. Cuando se
acercaban las 8 de la noche y todos habíamos cenado, yo preguntaba:
“¿Vamos a rezar un poco?”. Y allá íbamos, a tomarnos unas pints.
Vivíamos cerca de Highgate, en cuyo cementerio está enterrado Karl
Marx.

Un domingo fuimos a Camdem Town. No lucía el sol, pero las calles


estaban repletas de coloridos tenderetes y gente paseando y comprando. Yo
adquirí algunas postales de películas de ciencia-ficción, un poemario de
Artaud en francés, y un CD.

Se titula Fragments of a rainy season, es de John Cale y en la portada


están estos versos de Shakespeare:

Banquo: It will be rain tonight.


1st Murderer: Let it come down.

Días antes había ido al viejo teatro del Globo, hoy remodelado para los
turistas. Está en el viejo Londres, junto al Támesis, entre las callejuelas
adyacentes a la London Tower. El 1 enero del 2001, tras pasar la
nochevieja del segundo milenio viendo en directo al grupo Primal Scream,
me planté ante su fachada. En el frontispicio del viejo teatro están inscritos
los conocidos versos de Shakespeare que dicen: el mundo es un escenario
donde cada uno ha venido a representar su papel hasta el final, y está bien
que así sea.

El disco de John Cale es soberbio. A mí me saltan las lágrimas cada vez


que lo escucho, o casi. No es eléctrico. Hay una canción en la que Cale
toca la guitarra acústica; todas las demás están interpretadas al piano:
Chinese envoy, Paris 1919, Ship of fools (mi favorita), Fear (Is a man´s
best friend) y Hallelujah. John Cale es una suerte de Chopin del rock
pasado por Erik Satie, un Händel de las misas convertido al rock. La
primera vez que estuve en Elche, donde ahora trabajo, hace escasos meses,
pasó un coche-anuncio por una calle que me disponía a cruzar. Por sus
altavoces sonó el “...You´re ghost lalalá-lalá-lála-lá...” de la hiriente Paris
1919 de Cale. No alcancé a ver qué anunciaba, pero ciertamente su música
me animó.

La fiebre del rock


Durante el mes de febrero en el que cumplí trece años estuve una semana
en la cama. La gripe me había atacado y me venció. El primer día sudé y
sudé hasta la última gota de sudor de mi cuerpo. El segundo día empecé a
leer con fruición la Historia del rock dirigida por el catedrático Diego
Manrique que el diario El País había publicado por entregas el año
anterior, y que nosotros teníamos encuadernada en casa. El tercer día,
mientras seguía leyendo, me levanté de la cama y busqué un disco para
escuchar. No sé muy bien por qué me dio por poner en el tocadiscos el
doble álbum en directo del grupo heavy Deep Purple, titulado Made in
Japan.

Jamás me he comprado un disco de música heavy. He escuchado y me


gustan AC/DC y otras bandas parecidas, extranjeras y españolas, pero
definitivamente este tipo de música no ha sido un plato del menú rockero
que yo haya probado demasiado. Sin embargo, aquel directo de Deep
Purple es uno de los hechos fundacionales de mi afición por la música
rock, a la que también desde entonces hay que añadir mi afición por la
literatura rockera.

No sé si leer de cabo a rabo aquella Historia del rock mientras de fondo


seguía el rumor metálico de Deep Purple me ayudó a salir de la gripe. Tal
vez lo que hizo fue alargarla un poquito más, habida cuenta del
enfebrecido rock de aquel concierto de Japón. ¡Si había incluso una
canción en la que el batería se marcaba un solo de seis, digo bien porque
los conté, seis minutos! Pero no importa. Salí de aquella semana enferma
más sabio y más rockero.

Dicen que la lectura es un ritual mágico, un conjuro por el cual nos


trasladamos a una dimensión desconocida en la que descubrimos nuevas
islas y nuevos tesoros. Estoy absolutamente de acuerdo. Aquella semana
en la que por causa de una gripe invernal tuve tiempo de conocer a las
estrellas del cielo rockero, aprendí como otro regalo más de los dioses el
misterioso conjuro de esta música, las palabras mágicas que a partir de
entonces me han abierto el acceso al templo del rock cada vez que han sido
adecuadamente pronunciadas: ¡Smoooooke in the water, a fire in the sky!
Gabinete Caligari en peligro

Si hubo un grupo durante la movida española áspero y hasta cierto punto


antipático, éste fue la banda madrileña Gabinete Caligari. Se presentaron
como “fascistas”, pero aquello fue más bien una pataleta proto-punk contra
la sociedad bienpensante de la transición a la democracia que una sincera
declaración de intenciones políticas. Sus ídolos no fueron los burócratas
franquistas, ni tampoco los hérores de la Unión Soviética, “ejemplo de luz
y dolor”, a los que dedicaron una canción, sino pura y llanamente Sus
Satánicas Majestades, The Rolling Stones.

Gabinete Caligari, nombre prestado de la famosa película expresionista


alemana de Murnau, fue un grupo rockero, aunque luego su música buscó
derroteros más pop. El primer disco contenía un puñado de canciones
apasionadas: la desgarrada Tierra de nadie, la suplicante Que Dios reparta
suerte, la veloz y contundente Un día en Texas, las sentidas Sangre
española y Gresca gitana. Son canciones que huelen a polvo, a sudor, a
alegría, a sufrimiento, a emoción verdadera.

El siguiente álbum significó el primer triunfo del trío madrileño. Se


llamaba Cuatro rosas, y la canción del mismo título, Cuatro rosas, está
dedicada al bourbon Four Roses, que según cuenta la leyenda solía beber
Marylin Monroe, antes de morir como Norma Jean. Este disco también
contiene canciones como ¡Caray! (“¡Caray!, Ya no hay/ estilo ni
personalidad”), Más dura será la caída y otras a las que siempre es
recomendable volver.

El siguiente disco supuso el éxito definitivo de Gabinete Caligari. Fue Al


calor del amor en un bar, cuya portada está dibujada por El Hortelano.
Corrían los años ochenta, las doradas películas de Almodóvar, la
consolidación de la democracia. No sé muy bien por qué pero suelo
asociar esta canción a la ciudad de Granada, quizás porque en aquel
entonces mi hermano mayor estaba en la ciudad andaluza, cuando la
canción sonaba en todos los bares. Ah, los bares, esas iglesias laicas, donde
el poeta inglés William Blake decía sentir más calor y recibir mejor trato
que en las iglesias habituales. Dear mother, dear mother...

Y al fin llegó Camino Soria, el disco que yo prefiero. El título, las bonitas
fotos del interior y la última canción fueron un homenaje a Antonio
Machado y a Gustavo Adolfo Bécquer. Es un disco para “un rato de
invierno”, idóneo para escuchar y canturrear junto a la chimenea con un
buen whisky en la mano, si fuera el caso. Además de la homónima Camino
Soria, me encantan las canciones Tócala, Uli o La sangre de tu tristeza. Es
un disco que he dejado a personas de gustos muy diferentes y todas me
dijeron: “Es muy bueno”. Pero el filólogo Lázaro Carreter criticó su título,
con razón. No hubiese costado nada intercalar la preposición a entre
Camino y Soria, sin necesidad de recurrir a la partícula de y por tanto sin
añadir una nueva sílaba al verso.

Después vino un disco horroroso, aunque la canción La culpa fue del cha-
cha-chá tuvo un éxito comercial enorme. De ese disco apenas hice caso,
pero del grupo madrileño Gabinete Caligari sigo siendo un fiel oyente.
Nuestra vida no se sabe muy bien de dónde viene ni adónde va. Los seres
humanos estamos siempre en medio de no sé sabe qué, como mortales que
somos, y tal como señalaba Feijoo. E importa menos saber adónde vamos
que saber ir juntos sin excluir a nadie del camino.

De noche, de pasión, de amor, de intrepidez, de amistad y de cortesía


tratan las canciones de Gabiente Caligari a las que vuelvo a menudo contra
la opinión de quienes quieren minusvalorarlas. Hay una negrura en la vida,
insoslayable, ahí detrás nuestro, que nos recuerda lo que escribió el
filósofo americano Norman O. Brown: “Estar vivo es estar en peligro”.

(Sittin´ on ) the dock of the bay, de Otis Redding

Una vez, en la clase de inglés de bachillerato, nos hicieron escoger nuestra


canción favorita, escucharla y explicar los motivos de nuestra elección.
Unos se decidían por los Dire Straits, otros por Bruce Springsteen. Yo opté
por (Sittin´on) the dock of the bay, de Otis Redding.

Desde muy pequeño soy un aficionado al soul, esa música


resplandecientemente negra: Aretha Franklin, Sam Cooke, Jackie Wilson,
James Brown. Pero el rey del soul fue sin duda Otis Redding, que pergeñó
canciones tan emotivas y ya tan clásicas como My girl, I´ve been loving
you too long, Try a little tenderness o Fa-fa-fa-fa-fa (Sad song). Su
prematuro funeral fue un acontecimiento social, que diría Machado, ¿o era
“evento consuetudinario”?, en la misma época en la que Marthin L. King
estaba a punto de ser asesinado y Cassius Clay empezaba a destacar.

No sé muy bien por qué elegí esta canción contemplativa: porque me


gustaba, porque aparecía el mar y la figura amable de la bahía, y el muelle,
y la soledad meditativa, qué sé yo. En fin, que la canción decía más o
menos así:

Sittin´on the dock of the bay


Watching the tide roll away
Oh, sittin´on the dock of the bay
Wastin´ time

The Clash en la piel

En los días de lluvia, de tormenta veraniega, cuando yo empezaba a


escuchar rock, la cinta que mejor me acompañaba era el London Calling
de The Clash, además de un par de canciones del grupo de rock siniestro
The Cure: Close to me, donde se oye el chirriar de una puerta al principio
de la canción, y Boys don´t cry, una canción trepidante aunque de título
evidentemente erróneo.

¿Qué se puede decir del álbum que consagró la trayectoria del grupo punk
The Clash? La revista Rolling Stone lo consideró el mejor LP de la década
de los ochenta, y ciertamente se trata de un álbum completísimo y lleno de
matices. Lo abre la canción que da título al disco, London Calling, e
incluye una enorme variedad de estilos: punk, reggae (Jimmy Jazz, por
ejemplo), rock and roll, ska, etcétera.

Todo lo que sigue es, pues, un puñado de canciones enérgicas que animan
a vivir, a no dejarse engatusar, a seguir en la brecha: de sus inicios
salvajemente punks, The Clash pasó a ser un grupo comprometido con la
izquierda política de aquellos años. El tema Spanish Bombs, sin duda
alguna mi favorito por su comienzo y su densa pasión (“Spanish Bombs,
yo te quiero infinito,/yo te quiero, oh mi corazón”), recuerda la Guerra
Civil española. Estuvieron, equivocadamente, a favor de la revuelta
sandinista de Nicaragua, y apoyaron todos los movimientos sociales que
en Inglaterra se opusieron al imparable auge del thatcherismo. Lo cual
simplemente acabó por convertir su música en un pastiche irrelevante,
hasta que desaparecieron.

A menudo, cuando voy a un supermercado y me pierdo entre la


muchedumbre de marcas y gente comprando, canturreo para consolarme la
melancólica Lost in the supermarket, que trata del abrumador peso del
consumismo de nuestras sociedades occidentales, a veces sin embargo tan
aliviante. Qué manera de descubrir la gozosa libertad de comercio. Hay
más canciones, pues es un álbum doble, como la sentida Death or glory, o
la cálida Lover´s rock, o Revolution rock, todo un himno para quienes
consideramos que el rock también puede ser políticamente revolucionario,
cuando es buen rock y, sea hacia la dirección que sea, implica una
transformación más o menos radical de las costumbres cotidianas en favor
de una mayor autonomía social de los individuos.

En los meses de agosto de aquellos veranos felices solía leer novelas y


tebeos por las mañanas, Después nos íbamos a bañar con los amigos, a
jugar y a imaginar por ahí mil aventuras. Por las tardes, cuando ya era un
poco más mayor y empezaba a sentir los calores del sexo, me tumbaba a
dormir la siesta escuchando a The Clash. No sé muy bien por qué, pero esa
música me relajaba con una extraña sensación, decididamente placentera,
que aún siento, cuando la escucho, hasta el límite de mi piel. Si lo más
profundo es la piel, como señaló ahora no recuerdo quién, desde luego
nunca debieron The Clash abandonar la superficie.

Uno de aquellos veranos, ya en el mes de septiembre, un chico americano


de California vino a pasar nueve meses a mi casa, en uno de aquellos
intercambios culturales que la organización AFSE ofrecía a los jóvenes de
entonces. De los primeros días que aquel buen amigo y hermano pasó con
nosotros también me acuerdo mucho cuando vuelvo a escuchar a The
Clash, aunque a él le gustasen más The Police. Yo no sabría muy bien qué
decir por qué escribo estas cosas, pero sé demasiado bien que he
necesitado escribirlas. De algún modo me pareció que aquellos veranos de
tardes doradas o tormentosas no podían caer en el olvido.

¡I fought the law!

Una noche de cabaret con Johnathan Richman


Una noche de octubre, no me acuerdo bien si era un martes o un miércoles,
estuve en la recoleta sala Luz de Gas –antiguo cabaret situado en la calle
Muntaner- en un concierto de Johnathan Richman, el fundador de The
Modern Lovers.

De origen judío, Richman posee un sentido del humor extraordinario.


Aquella noche de octubre Johnathan y su batería borrachín ofrecieron un
recital maravilloso. Un poco al estilo de los humoristas americanos que el
programa de televisión El club de la comedia ha hecho célebre en nuestro
país, Johnatahn Richman paraba de tocar y cantar y empezaba a recitar
monólogos humorísticos, relacionados casi todos ellos con los problemas
amorosos de pareja. Desde luego, fue el concierto más hilarante al que yo
he asistido jamás. La estampa de los dos músicos solitarios en el escenario,
sin otro respaldo que su propio savoir faire, constituye una lección de
cómo el talento puede suplir cualquier soporte técnico o exhibicionismo
esteta. La naturalidad teatral de Richman en aquel concierto alcanzó en
algunos momentos cotas de genialidad, cantando en inglés, francés,
italiano y español, a veces mezclando idiomas en la misma canción, y yo
no sé cómo este señor no está reconocido como el mejor rockero solista de
las últimas décadas. El tributo popular lo ha tenido que recoger en una
película que molesta a los pedantes, Algo pasa con Mary, cuya banda
sonora compuso e interpreta en algunas escenas. Bien está.

Melancolía, ironía, ternura, pasión, declaraciones de amor, retazos de la


vida cotidiana (Rockin´ Shopping Centre, por ejemplo, donde se habla de
centros comerciales, parques de atracciones, coches), el verano, el carácter
tantas veces monstruoso de la condición humana (Abominable Showman
in the Market, Hey There Little Insect), el arte de narrar (The New Teller),
forman los sentimientos y la temática de sus canciones. También debe
mencionarse la buddyhollyniana Ice Cream Man, el himno de todos los
que estamos de paso por esta vida (¡Roadrunner!), la placidísima Summer
Morning, la divertida y algo sombría Pablo Picasso, y otro puñado más de
excelentes composiciones, entre las que cabe destacar finalmente Give
Paris One More Chance. A despecho de daños intolerables y amenazas
recurrentes, sigamos amando lo que amamos de verdad: la flor renacerá.

Bob Dylan en Milán


Bob Dylan fue el heredero de los grandes Woody Guthrie y Peter Seeger.
Entre mis diez canciones favoritas de la historia del rock se encuentra Like
a rolling stone.

Un día de septiembre de hace unos años, cuando había ido hasta Sils-
Maria a visitar la casa donde Nietzsche escribió sus últimas obras, estaba
solo y más bien triste sentado en una trattoria de Milán. Sólo me quedaba
un poco de dinero para la paliza en autobús que me esperaba hasta
Barcelona, de modo que me tomé un ligero sandwich y un zumo de
naranja. De repente, en aquel café italiano situado cerca de la Via Dante
empezó a sonar por los altavoces Like a rolling stone de Bob Dylan. Jamás
he sentido un estremecimiento igual al que me conmovió al oír aquella
música. Puedo decir que aquel viejo martes de septiembre sentí por
primera vez el síndrome de Stendhal, en una coqueta y sencilla trattoria de
la ciudad donde justamente quiso ser enterrado el gran escritor francés.

Estremecido hasta los huesos por esa desolada música dylaniana, recordé
el dictamen de Nietzsche: “Nadie enseña, nadie aprende, a soportar la
soledad”.

¡Paso a The Dictators!

En el último año de mis estudios de Derecho fui con unos amigos al


concierto del envejecido grupo punk de Nueva York The Dictators. El
espectáculo se celebró en la sala Savanah de Barcelona, y fue una
actuación inolvidable.

Los Dictadores interpretaron una a una todas sus viejas piezas que forman
ya parte de la leyenda punk: No Tomorrow, Stay with me, Faster and
louder, I stand tall. Canciones azules y negras que hacían botar al
entregado público barcelonés, y que nos transportaban a las calles del
Bronx de finales de los setenta. Allí estaba el bajista Andy Shelton, que ha
sido después productor de grupos punk españoles, sobre todo de bandas
del sello castellonés llamado precisamente No Tomorrow, como por
ejemplo Shock Treatment. Y también estaba el legendario Handsome Dick
Manitoba, el curtido y superviviente cantante del grupo neoyorquín.

Musicalmente fueron una banda de perfecta contundencia. Optaron por


una estética limpiamente punk, hecha de sangre y energía de vivir. Fueron
quizá el mejor grupo punk de EEUU, aunque la fama acabó recayendo en
los Ramones. The Dictators pergeñaron un álbum que merece ser
enmarcado, aunque su mejor sitio sea obviamente el tocadiscos. Se trata de
Blood Brothers, y en la portada se vislumbra la fascinante noche de la
fraternidad humana. El disco destila sudor y lucha, contra el fondo
tenebroso que lo encuadra. Y es que el miedo ronda en cada esquina,
amigos, y por eso ha escrito Savater: “Bailamos sobre el abismo, pero
cogidos de la mano”.

¿Dictadores? Sí, dictadores de nuestras propias normas, dictadores de


nuestro propio destino. ¡Autónomos! ¿Puede un simple grito de vivir
trastocar la política establecida? Desde luego, aunque tal no fuese la
intención primera de The Dictators. El amor y la soledad (“Too many
lonely nights, too many lonely nights for this lonely boy.”) constituyeron
las dos vertientes sobre las que la banda neoyorquina edificó sus
canciones, cada una interpretada como si fuese un himno pindárico. Mi
favorita sigue siendo No tomorrow, que cabe comparar al No future de los
Pistols. Ambas nos recuerdan los versos del poeta griego Simónides:

Si eres un hombre,
no digas lo que mañana va a pasar,
no es más veloz el vuelo de la mosca
que la mudanza de la vida humana

Rotundos, veloces y brillantes, The Dictators siguieron girando todavía por


EEUU y Europa, pero su mejor momento ya pasó. Abanderados del
vitalismo peleón que en filosofía tiene un conspicuo representante en la
figura de Nietzsche, su rock anima y enamora a un tiempo. Uno imagina el
cielo estrellado en las largas noches de insomnio, o ve sin sentido la
televisión, o no acaba de evadirse leyendo, y oye el ininteligible rumor de
las muchedumbres humanas, y a pesar de que el suicidio nos ronde por la
cabeza, sigue manteniendo en su seno el silencioso orgullo de vivir: “I
walk around instead of confusion”. De ese simple orgullo de ser (“I stand
tall, I stand proud of what I am”) versan las canciones del grupo punk The
Dictators, que una noche de noviembre vimos actuar con intensidad
incomparable en un local de Barcelona.

Amigos, ya sabéis mi nombre: es y será, mientras respiremos, Legión.


All that Beck

El primer verano del nuevo milenio lo pasé en la Costa Azul aprendiendo


francés. Residía y trabajaba en la coqueta ciudad provenzal de Antibes
junto a otros estudiantes extranjeros. El primer domingo festivo fuimos a
las playas de piedra desde donde se ve la incomparable ciudad de Niza. En
las paredes de un paso a nivel ferroviario había un cartel que anunciaba
para finales de mes un concierto en Juan-les-pins del músico
norteamericano Beck, con el grupo francés M oficiando de teloneros. Ese
mismo día tres amigos decidimos adquirir las entradas correspondientes y
asistir al espectáculo del díscolo intérprete de Los Ángeles.

En efecto, un día de la última semana de julio, cuando nuestros cuerpos ya


estaban dorados y moldeados por el sol y la sal de la Costa Azul francesa,
fuimos a ver a Beck. Como telonero actuaba el trío francés M, que
presentó su disco Je dis aime ante las 2.000 personas que allí estábamos
reunidas. Fue un excelente aperitivo de lo que después nos esperaba. M
son unos The Cure que cantan en francés. Tienen muy buenas letras,
valientemente sentimentales, que tratan básicamente del amor y sus
contraindicaciones. Pero lo mejor de su actuación estuvo relacionado con
la canción titulada Mama Sam. Dicha canción, con un órgano bachiano de
fondo muy sugestivo, habla de África, de nuestra nostalgia por África y de
la libertad. Según escribe Savater en La aventura africana, librito
complementario a La infancia recuperada, “África fue el nuevo nombre
del riesgo, el banderín de enganche de la gran tarea, el susurro que nos
reclama a lo desconocido”. África es la madre de los misterios. Pues bien,
a mitad de Mama Sam los componentes de la banda francesa pararon de
tocar y reclamaron del público lo siguiente: que con los dedos de una
mano nos golpeásemos repetidamente la otra, a fin de provocar un sonido
semejante al de la lluvia. Y así fue como el público creó uno de los
momentos más mágicos que yo haya vivido en un concierto de rock,
provocando un leve ruido parecido al de las gotas de la lluvia que el grupo
francés aprovechó de forma magistral para retomar de nuevo su canción,
Mama Sam, logrando un clímax insuperable. Fue un momento bonito y
apoteósico. La lluvia en África. ¡Que el hechizo de Mama Sam continúe
por siempre a mi lado!
Tras una pausa de unos quince minutos la banda del músico
norteamericano Beck, conocido como el Bob Dylan de fin de siglo,
apareció en escena con toda su suntuosa parafernalia. Al principio dicha
mise en scêne me causó una impresión ominosa, como de agobio
innecesario y sin explicación. Pero pronto se diluyeron mis dudas. A pesar
de no poseer ningún disco suyo conocía bastante bien tres o cuatro
canciones de su primer disco, sobre todo ese Looser paradójicamente
expansivo y alegre, nada deprimente. Matices de la música rock. Y en
cuanto a Odelay, un amigo inglés me había dejado escucharlo entero un
par de veces, aunque a decir verdad, salvo los dos primeros temas, el
conjunto me resultó monótono y fastidioso.

Y mientras bebíamos unos sabrosos gin tonics acompañados por el aroma


del hachís empezó el show de Beck. Fue una performance como he visto
pocas: la música que salía del escenario empezó a sonar masivamente en el
recinto donde se celebraba el concierto, una especie de jardín marinero que
por cierto Picasso pintó en un bonito cuadro (en Antibes está el primer
Museo Picasso del mundo) lleno de colorido y formas ondulantes. Algo
semejante fue el concierto de Beck: una explosión de buena música rock,
un verdadero espectáculo a la americana, sin complejos, sin excusas,
entusiasta hasta el paroxismo, absolutamente irrepetible. Desde entonces
tengo grabados esos momentos en mi particular ranking vital de
situaciones en las que yo-estuve-allí.

Sin ninguna duda, gran parte del mérito de la excelencia mostrada por
Beck fue debida a la completísima y espléndida banda que le acompañaba.
He visto actuar a estrellas consagradas junto a enormes bandas más o
menos mercenarias, como por ejemplo a BB King una noche de julio en
Barcelona, pero jamás había comprobado un entendimiento tan eficaz
entre un cantante y su grupo de reclutamiento. Del guitarrista al batería
pasando por las chicas del coro, el conjunto, el espectáculo entero, parecía
salido de alguna larga escena de la película All that jazz.

Menudo y frágil, Beck seguía cantando y bailando con inusitada alegría,


mientras un servidor, ebrio de música y fraternidad rockera, disfrutaba
fascinado cada segundo. Y ahora evoco los versos de Eliot:

Time past and time future


what might have been and what has been
Point to one end, which is always present.

Jimi Hendrix o el deseo de ser un volcán

Como un cráter en erupción, escupiendo fuego y un mar rojo y anaranjado


de lava, Jimi Hendrix apareció en la escena del rock a mediados de los
sesenta en Londres. Who, Kinks, Stones: todos quedaron paralizados.
Desde entonces los primeros optaron por sustituir su pop de rauda energía
beat por un blues-rock de cuño clásico, al estilo del también volcánico,
pero albino, Johnny Winter.

Jimi Hendrix. Su dominio de la guitarra era prodigioso, pero a su


portentosa técnica se añadía además un singular talento para interpretar, no
ya cada acorde, sino cada nota, como si cada sonido fuese un latido posible
del corazón humano, o un tono modulado del grito primordial de la bestia
humana. A todo ello le sumaba una muy americana querencia por lo
espectacular, y así como Jerry Lee Lewis quemaba sus pianos, Jimi
Hendrix solía hacerle imaginariamente el amor a su guitarra para luego
rociarla con gasolina y sacrificarla en un haz sagrado de llamas. Gracias a
Jimi Hendrix, como si de un Paco de Lucía del rock se tratase, la guitarra
eléctrica aprendió a llorar, a reír, a volar, a gemir, a temblar.

Conocí a Hendrix a los diecisiete años gracias a un amigo fan del músico
negro de Seattle. En su casa devorábamos todo tipo de cómics, del porno
al género fantástico, todo cabía en aquella bendita habitación, discutíamos
sobre anarquismo, escuchábamos a Ramones, a Creedence Clearwater
Revival y a Jimi Hendrix, y salíamos luego a por chicas, sin demasiado
éxito por mi parte. Recuerdo no sin sonrojo que una tarde nos
emborrachamos con una Xibeca y empezamos a gritar consignas a favor de
la insumisión, la legalización de las drogas y todas esas cosas. No muy
lejos de la ermita donde el filósofo Eugenio d´Ors murió en 1956,
cantábamos a grito pelado, camino de la playa, como dos perfectos
energúmenos, la canción del grupo navarro Barricada: “Dales acción,
búscame,/ dales acción, ármate,/ dales acción, a por ellos,/ monta jaleo en
la calle, ¡Okupación!”,/ no van a darte la llave, ¡Okupación!”, etcétera.

Pero sin consignas ni clichés, la pasión de Jimi Hendrix podía imbuirnos


en aquellas tardes veraniegas del mismo espíritu subversivo. Sólo que en
este caso, ese espíritu superaba incluso las ansias de transformación radical
de la sociedad y seguía el certero dictamen de Cioran: “Sólo el espíritu que
pone en tela de juicio la obligación del existir subvierte el orden
establecido. Todos los demás, incluido el anarquista, colabora con él”.
Demasiadas veces solemos olvidar esta verdad y nos servimos de cualquier
veleidad anti-sistema para excusarnos de realizar una crítica profunda y
verdaderamente aperturista de nuestra vida y nuestra sociedad. Mi amigo y
yo discutimos bastante sobre estos asuntos, y creo que nunca logré
convencerle de esta intuición juvenil mía después corroborada por el
pensamiento del escritor rumano. Pero estoy seguro de que si llega a leer
estas páginas, y sigue escuchando todavía con aquella pasión ingenua e
intransferible, pero audazmente compartida, la poderosa música de Jimi
Hendrix, comprenderá qué verdad realmente subversiva se esconde tras la
emoción verdadera que no conoce a veces siquiera palabras.

Desde Hey Joe hasta Angel, los fogonazos de Jimi Hendrix en cada
canción levantaban una hoguera de pasión acompañada por el susurro
indudablemente erótico de la voz del músico negro. A mí me gusta
particularmente, por su ritmo y por su vértigo, Crosstown Traffic, tema que
aparece en la banda sonora original de una de mis películas favoritas, El
cazador, que trata de la guerra del Vietnam y en la que actúan Robert de
Niro, Meryl Streep y el impertérrito Christopher Walken. Pero no podría
dejar de mencionar otras excelentes canciones, como la hiper-sexual Foxy
Lady, la preciosa Have you ever been (to electric ladyland)?, la veloz
Stone Free, o Fire. Su influencia en la sugestiva música de Lenny Kravitz
ha sido evidente.

El reinado de la Jimi Hendrix Experience duró tres años y alcanzó la cima


en la célebre actuación del festival de Woodstock donde apareció el último
día para interpretar bajo la lluvia y el barro una versión eléctricamente
distorsionada, y conmovidamente crítica, del himno estadounidense Star
Spangled Banner. Poco tiempo después, el volcán se extinguió, ahogado en
su propia lava, pero dejando todavía el incandescente magma de su fiera
música en el poso de sus discos y en el recuerdo de los que le vieron o le
oyeron emerger. Como Janis Joplin, como Brian Jones, como Jim
Morrison, como más tarde les ocurriría a Sid Vicious o a Kurt Cobain, Jimi
Hendrix murió víctima del éxito y de las drogas en 1970. “Vivir rápido y
dejar un bonito cadáver antes de los treinta”, tal fue la máxima de
numerosos artistas rockeros en aquella productivísima década. Jimi
Hendrix, señor de la montaña secreta, hijo del vudú, ángel de lava, la
cumplió como mandan los cánones.

¡Loor a él, dicho sea exagerando y con la mano en el corazón!

El dulce veneno de Kiko

Tras una pausa en la que había trabajado como funcionario después de


haber formado parte del grupo Pata Negra junto a Raimundo Amador,
Kiko Veneno floreció con un disco casi perfecto: Échate un cantecito.
Escribí una reseña elogiosísima de este álbum en un fanzine universitario.
Lírica y musicalmente me sigue pareciendo uno de los grandes trabajos
realizados en España últimamente, aunque ya tiene unos años. De suave
mordacidad, apta para todos los públicos, pero llena de una inocencia
perversa, la música de Kiko Veneno alcanzó con aquel disco una fama bien
merecida.

En uno de aquellos veranos trabajé en un chiringuito de mi pueblo. Todas


las mañanas, mientras preparábamos las hamacas para los turistas y los
veraneantes, escuchábamos como una ráfaga de aire fresco las canciones
de Échate un cantecito: Te echo de menos, Joselito, Un mercedes blanco,
Lobo López. ¡Qué bonitas y alegres horas matutinas vivimos aquellos
plácidos días de julio y agosto! Después nos dábamos un baño, y
desayunábamos copiosamente: la jornada no había hecho más que
comenzar, pero de una manera gozosa que procurábamos alargar hasta que
un rojizo sol se ponía detrás del horizonte. A Kiko Veneno se lo debemos.

Nacido en Figueras, mudado a Sevilla, viajero por EEUU al estilo on the


road, Kiko Veneno pergeñó en este disco una música penetrante y de cariz
surrealista, más o menos encuadrable dentro de lo que se ha conocido
como flamenco-rock. Aunque a decir verdad, el rock de Veneno suena
como una especie de combo de “filosofía tropical” (Nietzsche), entre
reggae y R&B, que debe tanto a Muddy Waters como a Bob Marley.
Veneno admiró desde muy joven el folk nómada de Bob Dylan, y fue uno
de los primeros en reconocer la insondable vocalidad de Camarón de la
Isla, al que por cierto le regaló, porque no se puede decir de otra manera, la
célebre canción Volando Voy.
El Sur, la coca-cola, personajes marginales de Sevilla, el amor apasionado:
de estos temas divinos y humanos han tratado las canciones de Kiko
Veneno, que luego editó un directo, titulado Puro Veneno, en el que reúne
sus grandes éxitos. En un Mercedes Blanco pierde contundencia y por
tanto humor, pero está la magistral versión de Bob Dylan que el cantante
español, junto a Santiago Auserón, canta como Memphis Blues (“Ay,
mama, esto puede ser el fin, esto puede ser el fin”). La interpretación de
Los manágers pierde matices ásperos y resulta blandengue, pero otros
temas suenan preciosos, como Lobo López, junto a Andrés Calamaro, o la
aflamencada y socialmente crítica Farmacia de guardia. Albert Pla canta
Reír o llorar, Martirio también colabora en el disco. Y está la alegre
Joselito, cuyos “ojos brillantitos” en el “rumor de alta mar” me siguen
acompañando como los dioses propicios. En los últimos tiempos, siempre
pionero, Kiko Veneno ha llegado a editar su música por internet.

Más que las alas de ángel o el sigilo de un gato nocturno que aparecen en
la portada del disco en directo, lo que caracteriza a Veneno es una especie
de frescura no exenta de dolor y frustración. Pero este es el clima que
respira todo verdadero artista, y así lo hace él con su humor y melodías
envolventes.

Salud.

The Notorius Byrd Brothers, The Byrds (1968)

Para mí y para Thurston Moore éste es el mejor disco del grupo


norteamericano The Byrds. Junto a The Beach Boys y The Doors, Los
Pájaros forman parte de la tríada de grupos norteamericanos más
importantes de los años sesenta. Su líder era un compositor exquisito y
guitarra portentoso, de nombre Roger McGuinn. Uno de sus miembros
fundó luego el también imprescindible grupo Still, Nash and Crosby, trío
que compuso algunas hermosas canciones, como la que no hace mucho
apareció en un anuncio de televisión de una marca de furgoneta.

La música de The Byrds, suave y plácida como un atardecer rosado, puede


ser encuadrada dentro del género del country-rock, pero con leves
reminiscencias psicodélicas. Las voces suenan como el silencio que
atraviesa las largas carreteras del centro de los EEUU. Las guitarras
puntean y se expanden en ecos infinitos. La batería sigue un ritmo simple,
pero los platillos suenan insistentemente, a veces como el lejano ruido de
una nave espacial.

Una canción de The Byrds suena en Easy Rider cuando los dos
protagonistas de esta contemporánea epopeya trágica cruzan el Mississipí.
Entre flores, destellos de colores, el cielo azul, nubes que pasan, coches y
furgonetas y gente que trabaja en el campo, Peter Fonda y Dennis Hooper
juegan y se divierten sobre sus Harley Davidson mientras la banda sonora
original de la película escupe un fragmento de la bella y sutilmente rítmica
Wasn´t Born To Follow. No es aquí el atardecer lo que nos anuncia la
música voladora de The Byrds, sino un amanecer lleno de armonía y
sentimiento expansivo (“...across the valley,/ beneath the secret
mountains...”).

A esta hora matinal el pensador alemán Federico Nietzsche dedicó un libro


titulado Aurora, que critica y pone en duda los prejuicios heredados
vigentes en su sociedad en lo tocante a la moral y a la política. Pues según
ha añadido más tarde Foucault, “esa hora pone al descubierto la libertad
más originaria del hombre”.

Mi madre me regaló The Notorius Byrd Brothers a petición mía durante


unas Navidades en casa de mis abuelos en Petrel, Alicante, cuando yo
debía de tener veintipocos años. He estado escuchándolo mientras
pergeñaba estas naderías. Todas las bandas de power-pop de la escena
rockera deben a The Byrds su inspiración original. También cabe
agradecerles la renovación del demasiadas veces insulso género country.
¡Aire libre, pues, para The Byrds!

El infantil y perverso duende de The Pixies

Cuando acababa de conocer a The Pixies, esta banda de Boston, de


heterodoxo pop-rock, anunció su inminente disolución. En noviembre de
1992 actuaron en directo en Barcelona pero no pude ir a verles y a los
conciertos que hubo después tampoco pude asistir.

Tengo sus dos álbumes más importantes: Surfer Rosa y Doolittle. De The
Pixies me encanta el ametrallador sonido de sus guitarras, y las voces.
Sobre todo las voces, y la manera como éstas juegan sobre la música que
suena. No se trata aquí de una vocalidad perfectamente adecuada al ritmo
instrumental de la canción, sino de una pura vocalidad superpuesta a la
música, un poco a la manera de los karaokes. Se trata de cantar y cantar
por encima de la música que suena, cantar como una manera de bailar,
inventar sobre la marcha letras, giros, modulaciones de voz, fabricar
música con nuestra garganta. Hay una canción de Buddy Holly, Ain´t got
no home, que el malogrado músico tejano interpreta con diferentes tipos de
voz: en falsete, con voz grave, en un tono engolado, con los labios
cerrados, etcétera. Es una canción divertidísima. Algo parecido ocurre con
la forma de cantar de Frank Black, fundador y líder del grupo-que-nunca-
vi-en-directo.

The Pixies formaron parte del reducido número de grupos señeros del rock
que tal vez ya podemos llamar posmoderno. Junto a My Bloody Valentine,
Pavement, Dinosaur Jr, Hüsker Du, Mudhoney, Nirvana, Yo La Tengo,
Smashing Pumpkins y algunas bandas más, The Pixies reinó por unos años
en la escena independiente y alternativa del rock. Para mí fueron tan
novedosos en su día como Sonic Youth, los padres, junto a otra gran
banda, pero más clásica, como REM, de la movida underground de los
noventa, pero sin su capacidad de ruptura. Fueron heterodoxos, pero no
experimentalmente vanguardistas. Originales, pero no originarios.

Su música representa más bien la cara desenfadada del punk-rock que se


pudo hacer en este mundo en aquellos años, cuando el fin de los grandes
relatos ideológicos había dado carpetazo al siglo XX y todavía el siglo
XXI no recibía más nombre que el de no-sé-qué. Después del 11-S del
2001, la X de aquella Generación X empieza a ser despejada, pero el
despertar ha sido desde luego menos despejado de lo previsible.
Entretanto, entre tanto error, tuvimos nuestras libres risas de primera
juventud, nuestra generacional habla de acceso a la vida adulta y, en fin,
nuestra forma excéntrica de mofarnos de la vida cotidiana (consumismo,
banalidad, aburrimiento, corporativismo) que nos había tocado en suerte
como bendita sociedad progresista final. Contra ésta, el gracioso duende de
The Pixies, a diferencia de los insultos de los grupos hardcore de entonces,
utilizaba más bien el sarcasmo. Su cuarto disco se llamó Trompe le monde.
Después, las chicas del combo crearon The Breeders, fantástico grupo de
acelerado y atractivo punk-pop.
Las canciones de The Pixies, que no hace mucho volvieron a reunirse y a
actuar en directo en España, siguen resonando todavía en el fondo infantil
y perverso de nuestras mentes. Son como gnomos de la energía oculta del
rock, que siempre renace allí donde quiere, allí donde la valentía de
adentrarse por un momento en los entresijos de la cotidianidad no se
arredra ante la voz autoritaria que dice, admonitoriamente, nuestro
nombre. Pues, ¿cuál es nuestro nombre?

Low, David Bowie (1985)

En una Navidad de mediados de los años ochenta me encontraba, comme d


´habitude por estas fechas, en Alicante. Una tarde fuimos de compras a la
ciudad de la Explanada de España y del castillo de Santa Bárbara. En unos
grandes almacenes adquirí una de mis primeras cintas: Low, del
camaleónico David Bowie. Después nos paseamos cerca de la playa, y
merendamos en algún lugar recogido y con sabor a humanidad. Recuerdo
aquellos días como noches brillantes en las que se procuraba gozar de la
vida, antes de que la fiebre consumista se convirtiese en ese aburrido
trabajo extra que hoy nos uniforma como un ejército disciplinado de
compradores.

Escuché Low durante mucho tiempo. Me gustó el color naranja de la


fotografía de la portada, con unas nubes borrascosas al fondo, si no
recuerdo mal, y el tono grave y melancólico de las canciones. Eran temas
sentimentalmente tristes pero no deprimentes. La verdad también tiene sus
tristezas. Me gusta mucho este tipo de música, como la que suele crear
Leonard Cohen o a veces Lou Reed.

Low se perdió en el camino de esta vida, como tantas otras cosas, tantos
amigos y tantos recuerdos.

El año que vivimos con Nirvana

Corría la primavera en que yo cursaba 3º de BUP. En aquellos meses


empecé a fumar regularmente, primero unos cinco o diez cigarrillos al día,
luego el paquete que suelo fumar hoy en día. Yo era un apasionado del
rock, música que escuchaba desde muy pequeño y sobre la que ya
entonces me gustaba teorizar. Yo tenía pretensiones intelectuales y escribía
artículos polémicos sobre asuntos políticos en la revista del instituto, para
la que además cubrimos las elecciones a delegados de los alumnos en un
reportaje estupendo. El año anterior me había hecho socio de Amnistía
Internacional. Luego fundamos en el salón de actos del centro académico
una asociación ecologista, y estuve en algunas charlas, una de ellas
organizada por la CNT local, más bien imposible, sobre los temas que nos
interesaban: economía ecológica, libertades políticas, etcétera.

En el instituto había multitud de grupos que se reunían todas las


primaveras en la Masía Cabanyes, residencia del poeta romántico del siglo
XIX Manuel de Cabanyes, el día de San Jorge. Era como un pequeño
Woodstock en el que se podía beber y ligar, más lo primero que lo
segundo. Una masía señorial en medio del campo, no muy lejos del centro
de la ciudad, que nos permitía conspirar al aire libre contra el orden
establecido y el establecimiento del futuro orden.

Un día entré en el bar del instituto y vi a un estudiante más joven con una
camiseta de un grupo de rock desconocido. A veces nos sentábamos allí y
escuchábamos a Toy Dolls en aquel entonces. Pues bien, aquel grupo
desconocido era Nirvana, y la camiseta de aquel chico reproducía la
portada del disco que había lanzado a la fama al trío grunge de Seattle:
Nevermind. Cuando poco después lo escuché por primera vez, pensé en
sus semejanzas punks con Sex Pistols, lo cual no era muy difícil,
empezando por su título. Ahora me reconforta saber que, a diferencia de
mis compañeros de entonces, dos críticos tan merecidamente respetados
como Ignacio Juliá y Jaime Gonzalo, de la revista Ruta 66, en la que luego
he colaborado alguna vez, pensaron lo mismo que el chaval de diecisiete
años que era yo cuando Nirvana apareció en la escena del rock.

Durante el siguiente año y algún tiempo después, escuché con fruición,


pero con menos reverencia que gran parte de mi generación, este disco de
Nirvana, en cuya portada aparece un bebé mordiendo el anzuelo de un
dólar americano: un buen retrato crítico de nuestra sociedad, sin duda.
Pero, ¿por qué sentía yo menos devoción por Nirvana que muchos de mis
amigos o conocidos? Porque, como he dicho, la fórmula de Nirvana ni era
demasiado original ni tampoco simpática ni, sobre todo, expresaba lo que
yo generacionalmente sentía. De modo que la noche en que Kurt Cobain se
suicidó no lloré ni me sentí fatal. Considero que Nirvana ha sido otra
buena banda más de rock norteamericano. También la chica de Cobain
hizo un buen álbum con Hole. Solía ponerme a tope alguna vez que estuve
en la sala New York de Barcelona. En fin, marcaron una época, pero poco
a poco su primer zarpazo fue diluyéndose en la desidia, la resignación y la
colaboración con la industria corporativa del rock, casi al hilo de los
fraudes del clintonismo.

Vuelvo a veces a su canción Smell like teen spirits y tengo una extraña
sensación: gozo con su música desgarrada, a pesar de que la grabación
parece envuelta en celofán. Pero al final me queda un regusto insípido, de
una insignificancia banalizante. Y ya sabéis qué decía Hanna Arendt sobre
la banalidad: que es el mal. Sostengo que el olor a aula cerrada llena de
gente en un instituto es más que el olor a humanidad, es el olor de la
civilización. Una vez en un concierto de la época del instituto, mientras un
grupo local llamado de forma paradójica Handle With Care versionaba The
Wall de Pink Floyd subimos al escenario más de treinta personas, y
empezamos a saltar. Obviamente el escenario se hundió y ahí se acabó la
fiesta. Ahora sabemos demasiado bien que, en contra de lo que dice esta
canción, necesitamos educación y aun la tarima de los profesores que ya
no existe. De otro modo, el olor de la civilización se torna irrespirable y
sobre todo incomprensible. El espíritu adolescente que suena en algunas
canciones de Nirvana evoca “esos esfuerzos formidables hechos por un
bebé que tiene miedo de permanecer solo en la oscuridad” en los que decía
Roheim que consiste la civilización. Pero el conjunto de la música de
Nirvana tiende a ser trivial, porque dicho espíritu adolescente no es una
excusa, como le acabó sucediendo en su carrera, sino, como ha sido dicho,
una exigencia de la vida civilizada.

Cobain, después de escribir “Me odio” en sus diarios, tuvo al menos el


gesto de acabar pronto con la suya, y de hacerlo en Roma, donde están
enterrados el poeta inglés John Keats y el filósofo español George
Santayana. A mí me gusta Roma, donde no he estado nunca, pero puestos a
preferir, prefiero el amor propio. Amén.

Pata Negra de Sevilla

Durante una época, viajaba en septiembre, solo o acompañado, con muy


poco dinero. Estuve en Sils-Maria, el pueblo donde Nietzsche veraneaba y
donde escribió sus obras más importantes. Estuve en Canarias, acampado
no muy lejos del Teide. Y hace unos años fui en tren hasta Sevilla, para
conocer la hermosa ciudad que cruza el río Guadalquivir.

Me hospedé cerca de la plaza de toros, en una estrecha y limpia calle del


centro, en la casa particular de una señora cuyo marido había fallecido
años atrás. Era una típica casa sevillana, con su patio y su tragaluz, austera,
exquisita y tranquila. Yo imaginaba al fantasma de Antonio Machado
paseando por la habitación. En aquella casa estaban viviendo dos chicas
funcionarias y la guapa hija de la dueña. Por un momento me sentí como
Clint Eastwood en la estupenda película El cuervo, que transcurre en una
mansión sureña de los EEUU durante su guerra civil. Pero, ay, no soy Clint
Eastwood ni Casanova, sino yo mismo. Para resarcirme de mi frustrado
sueño empecé a leer un libro de sentencias del insigne Chauteaubriand.
Todas las tardes acudía a la recoleta plaza del barrio de Santa Cruz y en un
banco leía saboreando cada línea la inteligente y penetrante prosa del
vizconde, viajero, amante y escritor francés. Tengo muy buen recuerdo de
la semana que pasé en Sevilla: un día, tras visitar la playa de Sanlúcar de
Barrameda y comprarme una manzanilla, marca La Gitana, me fui hasta
Cádiz. Otro día estuve en la hermosa Maestranza, donde, mientras
recordaba a Georges Bataille, vi tomar la alternativa al bravo torero
madrileño Miguel Abellán.

Después de leer me iba al cine. Vi con esa rara e ignorada tranquilidad que
Cernuda atribuye a su ciudad natal tres películas maravillosas: El secreto
de los Abbot, donde actuaba la seductora hija de Steve Tyler, el cantante de
Aerosmith; la merecidamente oscarizada El paciente inglés, y el
conmovedor film de Ricardo Franco, La buena estrella. Al salir del cine
me secaba las lágrimas y comía algo rápido por ahí, pues mi método de
viaje en aquellos tiempos consistía en ponerme la mochila a la espalda y
gastar lo menos posible.

El último día por la mañana fui a una tienda de discos. Me compré un


disco de Camarón y otro del grupo Pata Negra. ¡Por fin había encontrado
la canción que andaba buscando desde que tenía doce años! Durante un par
de veranos me hice muy amigo del primo de mi mejor compañero de
aventuras. Era de padre catalán y madre filipina, y vivía en Sevilla, en un
antiguo conjunto de apartamentos construidos para albergar a militares
norteamericanos. Este amigo mío siempre estaba entonando y tocando con
las palmas una canción: era Rock del cayetano (“Sevilla tiene dos partes,
dos partes muy diferentes,/ una la de los turistas, otra donde vive la
gente”), y está incluida en el disco que adquirí aquella mañana afortunada
en Sevilla.

Se trata de un álbum increíblemente completo, fechado en 1981. La


primera canción es la hilarante y musicalmente marchosa Los mánagers.
Después se puede escuchar la instrumental Guitarras callejeras, y también
están El blues de los niños o La llaga. Toti Soler interpreta otro tema
instrumental, unas bonitas Bulerías de Menorca, isla donde mi madre se
crió hasta sus dieciséis años y que mi familia materna idolatra como un
mito de plenitud y elegancia. Cierra el disco un tema de corte kafkiano,
Tarántula. Y además de otra canción por bulerías está mi tema favorito:
Mama. Todo el disco rezuma la alegría salvaje del llamado flamenco-rock,
que Mama condensa con sus guitarras volátiles y su fraseado apasionado
como ninguna otra canción: “Mama, yo quiero ir al campo,/mama, yo
quiero ir al cielo,/ anda niño, toma, toma un caramelo,/anda vuela niño,
será tuyo entero”.

Savater ha escrito que la imagen de Proust llorando a su mamá desde la


cama no será la última imagen de un gran hombre llamando
desesperadamente a su madre. La Mama de Pata Negra retrata este
sentimiento, de eco cruento. Pero todos sabemos también que los años nos
obligan a nuestro pesar a poner puertas al campo.

Simon and Garfunkel o el silencio del amor

La primera canción que me enseñaron para aprender la lengua inglesa fue


un tema de Simon and Garfunkel, en casa de una compañera de la escuela,
de padre inglés y madre gallega. Era una casa un poco hippy, llena de
gatos y cabellos rubios. La canción está incluida en el disco donde se ve a
la pareja de músicos pasear por una playa solitaria bajo un rojo y
anaranjado atardecer, pero no me acuerdo de su título. El primer verso dice
así: “I´d rather be a hammer than a snake”. Nunca he comprendido muy
bien por qué es mejor ser un martillo que una serpiente. ¿Reminiscencias
bíblicas, quizá? En cualquier caso, la primera vez que la escuché no me
preocupé demasiado sobre la maldad de la serpiente que Dios colocó en el
Jardín del Edén; lo que me suponía un verdadero quebradero de cabeza era
ese “rather” que denota preferencia.

Bastantes años más tarde hice un viaje a Amsterdam en coche con un


amigo, vía París. Juntos habíamos escuchado numerosos grupos punks, las
mejores bandas de los sesenta, secretos grupos garajeros, el mejor rock
español. Pero supongo que nuestra amistad había llegado a un punto
muerto, final, de no retorno. Así pues, a ese viaje decidimos ponerle como
banda sonora la sexta sinfonía de Beethoven y el disco de Simon and
Garfunkel Sounds of silence. Yo por aquel entonces estaba leyendo El
libro de la selva de Kipling.

Mientras cruzábamos Francia camino de París estuvimos un par de días en


Chartres, cuya hermosa catedral gótica pude vislumbrar desde la carretera
kilómetros antes de llegar a la ciudad. Escuchábamos Leaves that are
green, I am a rock, Rose of Aberdeen, etcétera. Son canciones suaves, pero
hechas con carne y sangre, que hablan de las cicatrices vitales que nuestro
paso por aquí abajo nos provoca. En la canción Blessed hay una súplica
angustiosamente enérgica que adoro, y que me recuerda a aquella otra de
Janis Joplin: “Oh Lord, what´s about me in Mercedes Benz?”. Son
canciones nacidas del alma, otoñales, pintadas en ocre y gris, bonitas. En
cierto modo, son canciones asimismo críticas con la sociedad, como
nacidas en sus márgenes.

Aquel mes de septiembre estuve por primera vez en el Barrio Latino de


París, no muy lejos de donde nació Baudelaire. Pasamos por Versalles.
Después nos fuimos a Amsterdam, que vio nacer al incomparable Spinoza
en 1632, y estuvimos en los coffe-shops del Barrio Rojo, en cuyas calles
unas guapas putas nos tentaban desde algunos escaparates. Yo entré en uno
de ellos. La chica rubia era italiana. Luego nos comimos un tripi con la
imagen de un caballero y nos perdimos con las bicicletas. Fue la primera
pequeña mala experiencia que he tenido con el ácido lisérgico, tantas otras
veces (bueno, seis o siete) fuente de diversión y ricas elucubraciones. Caí
en una “mala infinitud”, como diría García Calvo: según Adorno y
Horkheimer, esta mala infinitud implica una libertad para siempre lo
mismo, es decir, una no-libertad. ¿Con qué consecuencias? Una absoluta
extrañeza ante toda la realidad, ante cualquier cosa, cualquier gesto; el
descubrimiento atroz de una radical insignificancia, incluso en los ojos de
nuestros seres más queridos. La certeza impotente de una hostilidad
reinante, de la hostilidad y del envanecimiento incluso de la palabra o el
gesto o la sonrisa más amable. La sensación de pérdida y de derrota. Cosas
que cualquiera aprende con la edad, pero a las cuales, dada mi insondable
ingenuidad, me vi arrojado de golpe y porrazo. Creo recordar que estuve
día y medio tumbado en la cama del albergue, con miedo, intentando
dormir sin conseguirlo, gimiendo más bien, casi paralizado de asombro. El
viaje había ido demasiado lejos.

Mi amigo me trajo alimentos y agua. Salimos a pasear: me sentía de veras


algo así como un marciano, desdichadamente para la gente, o ni eso
siquiera, pero con un júbilo interior inexplicable, lúgubre y alborozado a la
vez, que volvía a asustarme todavía más porque yo no sabía apenas
controlarlo. Me compré un plátano por toda comida y en una esquina
vimos a un viejo marinero holandés llevando un gato negro en su hombro
derecho. Finalmente regresamos a Barcelona, vía Lyon, enfadados y
agotados.

Cioran resume su filosofía en la siguiente frase: “Toda palabra es una


palabra de más”. Bien está. Pero, ¿a qué suena el sonido del silencio?
Nabokov, y tomo la cita del libro que Savater preparó sobre Cioran,
escribe unas líneas certeras que me servirán para responder a esta
pregunta: “En un instante pasaremos por el umbral del mundo a una
región... llamadla como queráis: negación del lenguaje, desierto, muerte, o
quizás más simple: el silencio del amor”.

Yo La Tengo

Conozco este grupo de Hoboken, donde se encuentra el club de fans de


Sonic Youth y donde nació Frank Sinatra, gracias al programa de radio
Flor de Pasión. Una noche Juan de Pablos pinchó una canción de su álbum
acústico Fakebook, que luego me compré, o se compró mi hermana, no
recuerdo. Me encantó a la primera escucha, y desde entonces, cuando casi
nadie sabía nada de este espléndido trío de Nueva Jersey aquí en España,
he seguido con secreto fervor su trayectoria.

Considero que Yo La Tengo son los hermanos pequeños de Sonic Youth.


Considero que ha sido el grupo que mejor ha sabido aprovechar la inmensa
apertura instrumental y mental que el grupo neoyorquino auspició durante
los ochenta en el mundo del rock. En Yo La Tengo las canciones no suelen
salirse del formato clásico pop, pero en ellas hay una distorsión y unos
ecos psicodélicos que remiten directamente a Sonic Youth. Quizá el otro
gran grupo de los noventa que aprovechó la densa lección del grupo
neoyorquino fue Pavement, aunque también podemos mencionar a My
Bloody Valentine o Spacemen 3.

Yo La Tengo ha publicado ya alrededor de diez discos o más. Además de


Fakebook, tengo el álbum Painful y el disco que probablemente les hizo
más populares: May do I sing with me? Un día, en el programa de radio
que hacía junto a unos amigos, puse una canción de Yo La Tengo. Mis
amigos estaban en esos momentos entusiasmados con el punk y el
hardcore, de modo que cuando escucharon la canción psicodélica que elegí
fui ampliamente criticado. Pero al poco tiempo, en un festival
internacional que se celebró en Badalona, uno de estos amigos cambió
todvio, tras ver en directo al grupo de Hoboken que allí actuó, los
improperios que me había lanzado se convirtieron en elogios: “¡Son
mejores que Sonic Youth!”, me dijo. De algún modo me sentí redimido.

Melodías intensamente interpretadas, ruido melancólico del que emerge


una voz agónicamente vitalista, la música de Yo La Tengo te atrapa con
firme suavidad. En el álbum acústico mencionado todo son versiones,
entre las que destaca la Andalusia de John Cale o The summer. Como en la
Velvet y en Sonic Youth, una mujer forma parte del trío musical, lo que les
da un equilibrio original a todo lo que hacen.

El enigmático nombre de Yo La Tengo me fascinó desde el primer día. Al


parecer proviene de una célebre frase de un jugador de béisbol de los Mets.
Tengo un disco de un grupo neoyorquino experimental y perfectamente
desconocido, Antietam, titulado Burgoo, producido por ellos, que suena
igualmente fascinante. Antietam es el nombre de la ciudad de la primera
gran batalla ganada por las tropas yanquis contra el ejército confederado.
Pero el único Demócrata que sabe esto, Howard Dean, está exiliado en la
Presidencia de su partido, que es como si te hacen presidente del
Parlamento europeo. Este disco me lo regaló mi hermana y se trata de un
bonito ejercicio de rock hecho con cuatro duros y algunas ideas en un
apartamento de Nueva York.

A mí me gusta mucho esta especie de art-rock, que emula a su manera la


mejor tradición poética americana, la del trascendentalismo: Whitman,
Emerson, Robert Lee Frost. Pero no solo es la naturaleza lo que canta Yo
La Tengo, sino el conocimiento de la misma, la ciencia, tal como parece
indicar el título de uno de sus últimos trabajos, The Sounds of Science.
Claro que la naturaleza siempre suena primero, como indica el añadido a
este trabajo instrumental, The Sounds of the Sounds of Science, pero esto
es Dios, y como ni al rock ni a sus críticos se les pueden pedir profundas
digresiones ni poemas perfectos, no será inoportuno acabar, pues, con unos
versos de Thoureau:

We see the planet fall


And that is all.

Come prima, de Golpes Bajos

Tenía diez años. Durante unos meses nos dio a algunos amigos de la
escuela por probar fortuna con pequeñas gamberradas. Fumarse unos
pitillos baratos. Robar en alguna tienda. Cosas así. En una tarde oscura de
finales de noviembre uno de estos amigos, inexperto, y yo, no
suficientemente creíble, fuimos descubiertos en una tienda de comestibles.
Nuestro delito consistía en haber intentado sustraer sin pagar una tableta
de chocolate, un paquete de yogures y no me acuerdo bien si unas
madalenas.

De lo que vino después tampoco guardo apenas ningún recuerdo, por lo


menos bueno. En la escuela tuvimos que asistir a una especie de juicio
popular que no me gustó nada de nada, por el tinte progre-estalinista de la
susodicha asamblea, en la que por supuesto acabé llorando a lágrima viva
delante de toda la clase. La amistad con este compañero, además de
vecino, ya nunca fue la misma. No le guardo rencor, pero sí la exigencia de
la verdad. En cuanto a mí, conozco desde entonces la sensación
extrañísima y devastadora del fuera-de-la-ley, más o menos.

Lo más duro, con todo, fue que mi padre me castigara sin poder jugar al
baloncesto, deporte en el que empezaba a destacar, durante todo el curso.
Quién sabe si fue así cómo aprendí a analizarlo de forma casi científica,
según diría mi entrenador de entonces. Lo que son las cosas: cuánto me
hubiese gustado que mi padre hubiese estado aún vivo para ver el reciente
Oro mundial logrado en Japón por la selección española de baloncesto. En
cualquier caso, en una de aquellas noches de invierno en que yo sufría mi
penitencia infantil mi padre vino a verme a la cama mientras yo leía o
estaba a punto de dormirme o quizás escuchaba música, en concreto a
Golpes Bajos y su hermosa versión de la canción italo-francesa Come
prima. Porque recuerdo que fue esta canción, que mi padre conocía y que
me tarareó con inusual dulzura, come prima, più di prima, t´amerò, la que
obró nuestra reconciliación aquella noche. Nunca jamás he estado, me
parece, más cerca de mi padre, y nunca antes ni después mi padre llegó a
hablarme igual.

El concierto de despedida de Los Enemigos

Por una de esas casualidades de la vida, asistí al concierto de Barcelona de


la gira de despedida del grupo madrileño Los Enemigos, un mes de marzo
de hace unos años. Había salido, de Vilanova, a tomar unas copas en
Barna, y de repente me vi en Zeleste, ahora Razzmatazz, delante del
escenario donde Los Enemigos ofrecían su habitual dosis de castizo rythm
´n´blues.

Llevaba una petaca de whisky, tal como mandan los cánones en estas
situaciones. Mientras sorbía poco a poco ese licor divino Los Enemigos
iban desgranando su genial repertorio. Desde John Wayne, Septiembre o
Gas hasta Hola, chaval, las canciones de la banda madrileña consiguieron
animar a la gente. Fue un concierto cargado de nostalgia y un poco
chusquero: como una reunión de viejos amigos que vuelven a proferir, más
templados y más sabios, las mismas gamberradas adolescentes que solían
reunirlos antaño, pero con menor gracia. Así es la vida.

Al acabar el concierto los altavoces de la legendaria discoteca barcelonesa


dejaron sonar el Sattelite of love de Lou Reed. ¡Qué gozada levantarse al
día siguiente y escuchar en el tocadiscos nuevamente las canciones que
ayer disfrutamos en directo! Ese domingo por la mañana me vestí con
tejanos y una camisa de cuadros, me preparé un buen café con leche y me
encendí un cigarrillo. Junto al tocadiscos, estuve canturreando todas esas
canciones enemigas, hasta que mi hermano mediano me llamó a comer.

¡Ay! Nuestra vida pende de un hilo... Yo no sé lo que es que venga la


policía o quien sea a tu casa a sacarte de la cama por la noche. Pero
desgraciadamente sé lo que es recibir una llamada macabra de madrugada.
Cosas que permiten los teléfonos móviles en manos de gente indecente,
supongo, un presunto amigo en este caso, un amigo de un amigo, también
presunto, en realidad. Desvalidos, frágiles, imperfectos, seremos siempre
los enemigos de esta indignidad. Los amigos de nuestros amigos serán
nuestros enemigos, hasta que se demuestre lo contrario, y si no se
demuestra nos quedaremos sin amigos, sin cándidos amigos, si llega el
caso. Lo prometo: seremos sus enemigos, y ellos lo serán de nosotros,
mientras Josele pueda seguir cantando con su voz teñida de blues-rock Soy
un ser humano, y aun después.

Nosotros los surfers

Cuando yo era pequeño soñaba todos los días con las olas del mar, soñaba
con California y soñaba con surfear. Uno de mis tíos le regaló una tabla de
windsurf a mi hermano mayor, pero no es lo mismo el windsurf que el
surf, de modo que continué soñando, hasta hoy. Tenía un amigo que
fabricaba este tipo de planchas: les puso un bonito nombre comercial,
Aborigen. Cuenta Bruce Chatwin en Los trazos de la canción que los
aborígenes nómadas de Australia tienen canciones para todos los lugares
que fatigaron; sus nombres son sus canciones y aún hoy hacen camino al
cantar. Este amigo mío aprendió a interpretar el instrumento conocido
como dijiridoo y alguna noche mientras trabajábamos en un chiringuito
playero lo hacía sonar.

El surf surgió en California como una música primero solamente


instrumental. Luego se convirtió rápidamente en la banda sonora de toda la
comunidad de surfers del mundo. Fueron Dick Dale y demás bandas
californianas las que empezaron a acompañar con su música el fugaz
deslizamiento de las tablas sobre las olas del mar. Luego vinieron Jan and
Dean, el dúo californiano que cantaba Two girls for every boy. Una vez
llegué a conocer a un americano cuyo padre había estudiado la carrera de
Medicina junto a uno de los miembros de este dúo rockero, en Los
Ángeles.

Y después llegaron los hermanos Wilson, o sea, The Beach Boys, que
actuaron alguna vez para el Partido Republicano. Yo solía escucharlos en
verano: Surfin´ Safari, Surfer girl, Help me Rhonda, Barbara Ann, God
only knows o la versión de la enorme canción de The Mamas and the Papas
California dreamin´. Temas alegres y superficiales, que hacen honor al
pensamiento de Camus de que “después de todo, la mejor manera de
hablar de lo que se ama es hablar a la ligera” (El verano), cantados con una
armonía vocal sin igual. Brian Wilson, el líder de The Beach Boys, fue en
su día un artista torrencial, pero su talento no ha sido tan reconocido como
el de Lou Reed o Jim Morrison. Para el álbum Good vibrations dicen que
se habilitó un estudio lleno de arena, tratando de simular una atmósfera
parecida a la de una playa. Leyendas que corren.

El mundillo del surf me inspira ciertas reflexiones filosóficas de calado


ontológico. Unos surfers franceses escribieron una vez al filósofo Gilles
Deleuze: “Estamos completamente de acuerdo con usted. De hecho, lo que
nosotros hacemos es situarnos sobre el pliegue de la naturaleza. Para
nosotros, la naturaleza es una serie de pliegues móviles. Nos situamos
sobre el pliegue de la ola, habitamos el pliegue de una ola”. Ya Platón
había caracterizado a la realidad como un “mar de infinita desemejanza”.
Es en esta infinita desemejanza que las olas del mar simbolizan donde
vivimos los hombres, nosotros, los mortales. Surfeamos la realidad merced
a la tabla de la capacidad creadora de nuestra imaginación, cuya lucidez
nos rescata cuando nos hundimos o nos hunden en el primer e irrevocable
naufragio de nuestra existencia, y que finalmente nos impele a la
comunicación libre con el resto de los mortales.

Como se sabe, el surf fue en sus inicios el medio de transporte entre isla e
isla de los habitantes de Hawaii y otros lugares del océano Pacífico. Hoy
es un deporte, un estilo de vida y una música hedonista, a su modo, trágica
y solar:

Escuchad: ¿oís el mar?


Shakespeare, El rey Lear, Acto IV

Ruiseñor que vas a Francia...

“...acaso nostálgica, acaso hasta cortés...”


M. Lowry, Bajo el volcán
Cuando volví de Francia, donde estuve dos meses completos e
intensísimos aprendiendo el idioma, disfrutando de la Costa Azul y
escuchando todos los días a los Red Hot Chili Peppers, me compré un
doble álbum de chanson française. Todos hemos escuchado estas
inmortales canciones de Brassens, Montand, Ferré o Edith Piaf; Juan de
Pablos pinchaba de vez en cuando temas de Françoise Hardy, pero yo
quería empaparme de la verdadera esencia de esta música orquestal y con
ese aroma a existencialismo francés que tantos de nosotros añoramos cada
día que pasa, y que ya sólo algunas películas de Eric Rohmer logran
evocar.

De modo que adquirí este doble álbum con las veinte o treinta mejores
canciones de chanson de la segunda mitad del siglo XX. Así supe que la
imprescindible My way de Frank Sinatra es en realidad una versión del
tema Comme d´habitude, de C. François. También pude volver a gozar de
algunas canciones que ya conocía, como la maravillosa Le sud, de Nino
Ferrer, que una vez tuve la oportunidad de cantar, con ebrio acento
español, en un karaoke. El disco incluye canciones de grandes artistas
franceses, desde el más rockero Johnny Hallyday (pronúnciese Johnny
Alidé) hasta la incomparable Edith Piaff, de cuya desgarrada manera de
interpretar escribió Ferlosio un imborrable elogio en un artículo sobre la
compasión.

Montand canta Les feuilles mortes, S. Lama se lamenta en la emocionada


Je suis malade de la soledad del amor, M. Fugain alimenta en Une belle
histoire nuestro ánimo y nuestro sueño: es la canción que más me gusta,
pues reúne las modulaciones típicas de la chanson (exquisita
instrumentación, humor, letras cuidadas) con un sonido de guitarra de
cadencia levemente pop. El turno de Luis Mariano viene con la evocadora
Mexico (“On oublie tout sous le ciel de Mexico,/ on devient fou par ses
terribles tropicaux”). Brassens está representado con la fraternal Los
copains d´abord, mientras que Gainsbourg canta con su voz rota La
Javanaise. Y también está el divertido Michel Polnareff, que interpreta la
graciosa La pouppé qui fait non, y J. Ferrat, con la bonita La montagne, y
Charles Trenet con La mer.

Durante los dos meses que estuve en Francia solíamos escuchar una
emisora musical. Se llamaba Radio Nostalgie, y allí se podía oír al
gigantesco Leo Ferré cantando Avec le temps (¡qué profunda melancolía
desprende esta canción, que trata sobre el surrealista amour fou y su
inevitable ruptura final!), a la poderosa Juliette Gréco interpretar Jolie
môme, o la canción L´ important c´est la rose que, según me dijeron, el
Partido Socialista francés utilizó como fondo musical de una campaña
electoral. Tras ganar la Presidencia de Francia, Sarkozy, y yo con él, se ha
declarado seguidor de estas nostalgias. En aquella bendita emisora, sita en
Niza, donde más votos obtuvo la UMP, también solían poner el utópico Le
blues du businessman, oxímoron parecido a aquel deseo del escritor Julien
Benda consistente en leer la Imitación de Cristo de Kempis en una buena
habitación del Ritz.

De las canciones más desgarradas, más sombrías y más apasionadas


destacan L´aigle noir, de la recientemente fallecida Barbara, o Hymne à l
´amour de Edith Piaff, el dulce gorrión de Francia. Pero yo me quedo con
dos canciones: una, el San Francisco de Le Forestier, que evoca la
tolerancia gozosa de la ciudad más europea de los EEUU, o eso dicen (“C
´est une maison blanche, adossé a la coline”); la segunda es Le métèque, de
Georges Moustaki, una canción preciosa por lo que dice y por cómo lo
dice. El desarraigo, el vino, los jardines, el mar, la tierra, las cicatrices, el
sol, el verano, el sufrimiento, el verdadero amor, todo está en este himno
de los que tenemos el alma extranjera: “Et nous ferons de chaque jour/ tout
un eternité d´amour/que nous vivrons avant mourir”.

Nietzsche escribe lo siguiente en un pasaje de Más allá del bien y del mal:
“ También ahora continúa siendo Francia la sede de la cultura más
espiritual y refinada de Europa y la alta escuela del gusto”. Y más adelante,
tras caracterizar esta “alta escuela del gusto” como un “reino de
estremecimientos delicados”, añade: “Hay todavía un tercer título de
superioridad: en la esencia de los franceses se da una síntesis, lograda a
medias, entre el norte y el sur, la cual les permite comprender muchas
cosas y les ordena hacer otras que un inglés no comprendería jamás; su
temperamento, que periódicamente se vuelve hacia el sur y se aleja de él,
en el cual la sangre provenzal y ligur rebosa de cuando en cuando,
préservalos del horrible claroscuro del norte y de los espectros
conceptuales y la anemia debidos a la falta de sol”. Esta fue otra de las
lecciones que extraje de mi estancia estival en Niza, donde por cierto me
fotografié -la foto la sacó un amigo inglés- delante de la casa en la que
Nietzsche vivió durante una temporada, no lejos del puerto.
Sigamos, de vez en cuando, el dulce sonido que nos lleva a Francia...

La música del verano del amor

El verano de 1967, anticipo musical y hedonista de la futura revuelta


parisina de mayo del 68, fue conocido como el verano del amor. Miles de
hippys y otras gentes de mal vivir y peor pensar se reunieron en los
parques públicos y calles de la ciudad norteamericana de San Francisco, en
California. Hay películas sobre esa época, como la mordaz El restaurante
de Alice, o el musical Hair, de pringue cristianizante.

Los principales grupos que pusieron música al ácido y psicodélico verano


fueron Grateful Dead, Iron Butterfly (qué título más bonito el de su disco
In-A-Gadda-Da-Vida), 13th Floor Elevators y Jefferson Airplane, aunque
también corrieron por las calles de San Francisco Janis Joplin, Jimi
Hendrix o The Doors. Hablaré brevemente de los Jefferson Airplane, una
banda que cada día me gusta más. Sus canciones son generosas. Tienen
ramalazos de una rara fortaleza vital, angustiada y tenaz al mismo tiempo.
Expresan un fervor por lo humano, demasiado humano, que me parece lo
más recuperable del hippismo. Esto las hace hermosas y únicas.

¿De qué canciones hablo? De White Rabbit, Somebody to love, It´s no


secret, Other side of this life (“Just between you and me,/ I don´t know
where I ´m going next,/ but I do know who I ´m gonna be”: ¿dice “I do” o
“I don´t” en el directo que adquirí?), 3/5 of a mile ten seconds, You´re so
loose, This is my life o Today. Todas manifiestan una piedad infinita y
trágica por nuestra fragilidad existencial. ¿Os acordáis de aquella
estupenda serie de televisión titulada Aquellos maravillosos años? Solía
verla todas las tardes, sentado en el sofá del comedor de mi casa. Guardo
en la memoria un capítulo que me conmovió hasta lo indecible. Narraba el
momento en que la hermana mayor del protagonista se iba de casa. La
escena en la que la hija le comunica a su padre la decisión de abandonar el
hogar para irse a vivir a una comuna me hizo llorar repentinamente, como
me hizo llorar de una manera explosiva el final de La ciudad de los
muchachos cuando yo era muy pequeño, o Cinema paradiso. ¡Dios
bendiga a Spencer Tracy! Es una escena que simboliza perfectamente el
ansia de libertad que sopló en aquel verano del amor.
Sobre ese ansia escribe Jack Kerouac en su libro On the road: “Pero
entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba
tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente
que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca,
la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con
ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de
lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos
explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una
luz azul y todo el mundo suelta un ¡Ahhh!”.

¡Jacques Brel, levántate y canta!

No conocía nada del belga Jacques Brel hasta hace muy poquito. Ha sido
todo un hallazgo. Su manera de cantar, o mejor dicho, de interpretar y casi
de actuar sobre la canción me resulta graciosísima y estimulante. Aparte
de esto, me encantó desde luego la majestuosa tristeza que desprenden la
mayoría de sus canciones. Rápidamente adquirí una cinta con sus mejores
éxitos. Suelo escucharla a menudo, por las noches, antes de irme a dormir,
o como música de acompañamiento si la tarea que llevo a cabo en ese
momento me lo permite. Pienso que Jacques Brel puede ser considerado
sin ningún género de duda un verdadero artista; sólo Piaff se le aproxima
en lo que se refiere al género de la chanson.

Escuchemos algunas de sus canciones. En Amsterdam (“Dans le port d


´Amsterdam il y a des marins qui chantent”) prima el sentimiento del
desgarro. Au suivant, Madeleine y Les remparts de Varsovie están cantadas
con una arrogancia irónica. Hay en Brel una petulancia insumisa y
personalísima que lo emparenta directamente con Montaigne. Por ejemplo,
Jaurès, el fundador del socialismo francés, o Les vieux son canciones con
una carga considerable de crítica social. Más explícitamente englobada
dentro de esta categoría está Les bourgeois, un tema que Brel canta con
socarrona indignación, y cuya puesta en cuestión del modo de vida que no
quiere comprometerse con la libertad pública sigue vigente. Es ajustado y
doblemente revelador que para criticar el hamburguesamiento de la
sociedad contemporánea la letra de la canción recurra pícaramente a
Voltaire y a Casanova, aunque también de modo irónico. Me gusta entonar
con énfasis este fragmento de la canción en el que tras haber insultado a
los burgueses Brel dice con desdén: “Et moi, ah, moi...”.

Le plat pays es una canción llena de ternura y desconsoladora belleza que


me hizo llorar de morriña de mi pueblo al segundo día de estar en Francia.
Y por supuesto está la genial Ne me quitte pas. No nos burlemos de este
amor, pues más allá de éxtasis, fallos y humillaciones, lo que está en juego
es el simple echar de menos: y eso a todos nos concierne.

Los Ronaldos, Los Ronaldos (1988)

Considero que el primer álbum editado por el grupo madrileño Los


Ronaldos, a pesar de estar producido por Paco Trinidad, es uno de los
mejores discos de rythm´n´blues realizados en España en mucho tiempo.

Las fotos de la carpeta interior, donde están las letras, son del bar Agapo de
Madrid. Cuando visité la capital de nuestro país por segunda vez, fuimos
una noche a este pub, que no sé si aún abre. Eran las doce y no había
nadie. Intentamos jugar al billar, pero las monedas no entraban. En eso
vino el barman y nos invitó. Era Miguel Pardo, el guitarrista de la gran
banda garajera Sex Museum, a la que un mes más tarde vi actuar en
Barcelona, concretamente en Montcada. Le preguntamos cómo es que
éramos los únicos clientes de todo el bar, y nos repuso que esperáramos
hasta las 3, la hora en que solía llenarse el pub y la hora en que la fiesta
empezaba. Así lo hicimos y así fue: a dicha hora comenzó a llegar la gente,
y hasta las seis Agapo se transformó en un recinto de baile y diversión.
Miguel Pardo pinchaba discos. Todo eran luces de color y sombras
oscuras. Así lo había imaginado yo, años atrás, viendo las fotos del disco
de Los Ronaldos.

Eres fresca , Me gustan las cerezas o Sé dónde estás son canciones


excepcionales. La música de Los Ronaldos sonaba sincera, contundente,
sencilla, casi límpida. Coque Malla ha seguido una pasable carrera de
actor, en películas desasosegadas pero animosas como Todo es mentira,
donde hacia el final repite la célebre letanía “¡Me voy a Cuenca!”, y otros
componentes del grupo siguen en la música, haciendo cosas interesantes
junto al compositor Mastretta, por ejemplo. De los siguientes álbumes,
Saca la lengua y Sabor salado, cabe decir que fueron mucho más
irregulares, quizá por su tendencia mucho más comercial, un poco al estilo
de Hombres G, pero sin su éxito inmenso; aun así contienen piezas de
singular valor. El nombre de Los Ronaldos procede de una variación
humorística de lo que dijo una vez Ronald Reagan, que él era Ronald One,
supongo que porque en EEUU debe de haber muchos Ronalds. Los
madrileños fueron los Ronald Dos, y no sé si el único grupo reaganiano
español. Más tarde, el nombre del grupo fue singularizado por un enorme
jugador de fútbol de todos conocido, que incluso ha tenido descendencia.

Simpática reunión con The Zeros

Ah, por fin íbamos a ver a The Zeros, el grupo chicano de punk-rock más
enérgico y vitalista del planeta humano. Cogimos el coche y nos dirigimos
a la sala Garatge de Barcelona. ¡El concierto ya había empezado! Mientras
comprábamos las entradas oíamos uno de nuestros temas favoritos Don´t
push me around. ¡Rápido, adentro!

No éramos más de cien personas escuchando al legendario grupo de San


Diego. Habían envejecido, pero desde luego seguían escupiendo su
potente música por todos los poros de su piel. Avanzamos hasta quedar
justo delante del escenario, a los pies del guitarrista Elvez, el Elvis
mexicano, que acompañaba a los Zeros en su gira española. Una a una
estos buenos muchachos fueron desgranando sus canciones: Wimp,
Shannon said, Yo no quiero, etcétera. En una de ellas, una chica de unos
veinte años subió de repente al escenario y se levantó la camiseta,
mostrando sus hipnotizantes y redondeados senos al público, que los jaleó
encantado. Y la fiesta continuó, con alegría y buen humor, hasta que al
final salió de entre las bambalinas un viejo borrachín que al parecer
también formaba parte del espectáculo. Tras declararse algo así como el
padre espiritual de estos “good kids”, cantó con más devoción que
competencia un tema, ahora no recuerdo cuál, provocando cierta maliciosa
hilaridad entre los concurrentes. Al salir del concierto me compré una
camiseta de la banda chicana, que aún conservo y aún me pongo en
ocasiones señaladas, aunque últimamente solo para dormir. Con mis
amigos entré en el back-stage y entrevistamos para nuestro programa de
radio a los miembros de la banda. Ha sido la única vez que he pisado un
back-stage. No hubo nada de glamour, sólo unas cuantas carcajadas por el
comentario de uno de los guitarristas sobre el genio de Gaudí. “Se podría
hacer un grupo llamado El cerebro de Gaudi”, dijo, con su estrafalario y
risible español de San Diego.

The Zeros editó un disco en directo de su gira española de 1995. Se titula


Over the sun. Si yo tuviera que votar a un solo grupo para encabezar la
lista de las mejores bandas de punk-rock eligiría sin pensarlo dos minutos
a estos simpáticos muchachos yanquis. Muchas veces me he encontrado
como el protagonista de una de sus canciones, sin dinero y sin ideas,
sentado en la acera de la calle, solo. Entonces he procurado encenderme un
cigarrillo y canturrear algún tema de The Zeros: no es que eso me salve de
nada, pero al menos sé que hasta el último átomo de mi cuerpo sigue vivo
en el misterioso camino de la suerte. Quizá mala, quizá buena, pero
siempre suerte, siempre, de mi parte, tal como escribió el filósofo francés
Georges Bataille, voluntad de suerte.

Marilyn Monroe o el amor a la verdad

Durante el Mundial de Italia de 1990, antes y después de acabar los


partidos, TVE empezó a emitir un anuncio en el que sonaba una canción
de Marilyn Monroe. Era I wanna be loved by you, en un anuncio de
CEPSA. Días después, y mientras el campeonato de fútbol continuaba, yo
me encontraba en Atenas, cuna de la filosofía y de la democracia, en un
viaje por Grecia de una semana de duración.

Era la primera vez que visitaba la patria del amor a la verdad y a la


libertad. Fuimos hasta el cabo de Sunion y visitamos el Partenón. En el
teatro de Epidauro imaginé a Antígona declamando su trágico monólogo.
Y en Atenas, en la plaza donde antaño se paseaba y conversaba Sócrates,
en una tienda de discos soterrada a la que se entraba bajando unas
escaleras, adquirí por lo equivalente a 1.600 pesetas de entonces un álbum
de Marilyn Monroe. Se titula I wanna be loved by you, y contiene diez
canciones melódicas interpretadas con un candor excitante por la gran
estrella de cine. Pocos años atrás había visto todas las películas de Marilyn
que pasaron en la recién creada Tele 5: El millionario, Bus stop, Niágara,
Los caballeros las prefieren rubias, La tentación vive arriba y Vidas
rebeldes, de John Huston, junto a un envejecido pero todavía elegante
Clark Gable. Aunque la Marilyn que yo prefiero, sin duda, sigue siendo la
de -hmmmmm...- Con faldas y a lo loco. ¡Quién no ha querido encarnarse
en Tony Curtis en la penumbra de aquel yate! Por aquel entonces, en un
pueblo costero de Inglaterra, donde estuvimos tres semanas, me compré un
pequeño poster en blanco y negro de la dulce Norma Jean, que conservé
colgado en mi habitación durante un tiempo.

Musa de nuestros sueños eróticos, o simplemente de nuestros sueños, con I


wanna be loved by you descubrí asimismo que Marilyn Monroe era
poseedora de un poderoso talento para la interpretación musical. Su voz
suena cálida y seductora. Que se lo digan al asesinado presidente Kennedy.
Y es que sus caderas estrechas, sus senos sinuosos, su belleza física, su
gracia corporal, su atrevimiento e ingenuidad, su voz, tenían el don de no
avasallar y hacer alegre la vida.

Hubo un momento en que se la comparó con Audrey Hepburn. ¿Cuál es mi


opinión? A mí me gusta Audrey Hepburn, me gusta Desayuno con
diamantes y la canción Moonriver. Pero es como comparar a Nietzsche con
Kant. Por eso suscribo enteramente este certero y sincero dictamen del
filósofo español Fernando Savater, otro miembro más de la cofradía
enamorada de la rubia voluptuosa y proscrita: “Marilyn Monroe es a
Audrey Hepburn lo que la verdad es a las matemáticas”. La verdad, la
voluptuosa e inaprehensible verdad práctica de vivir. Estoy contento de
haberme encontrado con Marilyn en la misma ciudad que un día vio nacer,
hermosa, jovial y aventurera, a la filosofía.

Tragos de Tequila

¿Te acuerdas, amigo, de aquel verano en cuyo mes de agosto subíamos


todas las noches a mi casa de la Rambla y escuchábamos a Tequila en el
viejo tocadiscos Selmaster de mi abuelo? Nos sentábamos a charlar
alrededor de una mesa, a fumar hachís y a soñar con nuestro futuro.
Cuando ya habíamos escuchado varias veces el disco nos tumbábamos en
el balcón, y la luna de agosto brillaba en el cielo como nunca lo ha vuelto a
hacer.

Un día aparecieron una argentina de la Patagonia y una chica finlandesa de


claros ojos libidinosos. Nos saludamos sorprendidos y no pasamos a más.
Por entonces la casa de mis padres era así: un día comíamos con unos
amigos suizos de mi hermano y en otro conocíamos a un yanqui amigo del
amigo del amigo que había estado un año en nuestra casa. En verano,
aquello era una especie de albergue juvenil marcado en todos los mapas
del mundo. A nuestras nuevas amigas les dejamos hacer en su habitación,
mientras nosotros seguimos escuchando esas buenas canciones de Tequila
cerca del balcón abierto.

Tequila fue una banda argentina de fresco, enérgico y animoso rocanrol.


En él estuvieron el hoy afamado Andrés Calamaro, que dice leer a Cioran,
y Ariel Rot, el hermano de la conocida actriz Cecilia Roth. Destacaron en
los últimos años de la década de los setenta, aunque actuaron en España un
poco después, cuando la siniestra dictadura militar asoló el bello país
sudamericano. No hace muchos años, algunos de sus miembros fundaron
Los Rodríguez, en cuyos conciertos, la gente esperaba ansiosa las
versiones de aquellas viejas canciones de Tequila, marchosas y jocosas.
¡Puro rock and roll, amigo, tal como nos gusta!

Necesito un amor , Dime que me quieres, Quiero besarte, Matrícula de


honor, Me vuelvo loco, Mister Jones (cuya historia recuerda a la macabra
canción de la Velvet The gift), Me voy de casa, ¡Salta! (un éxito en las
discotecas), y un largo puñado de sencillas y despejadas canciones
formaban parte de su repertorio. Canciones que como un fogoso tequila,
marca Cuervo a poder ser, se saborean mejor a tragos suaves y precisos, y
a las que seguiremos regresando mientras la luna de agosto brille en lo
alto.

Nuestra escuela de calor

Al principio no fueron uno de mis grupos favoritos. Una cierta estética


nueva ola ampulosa y muy pretenciosa –al menos eso me parecía- me
distanció de ellos. Mi hermano era un fan y compraba todos sus discos.
Pero, poco a poco, con los años, he comprobado que de las pocas
canciones imborrables que soy capaz de canturrear en cualquier momento,
algunas de ellas pertenecen al selecto grupo del que vengo hablando:
Radio Futura.

No me refiero curiosamente a Escuela de calor, sino a El tonto Simón,


Semilla negra (“Ese beso dado al aire es para ti”), La negra flor, Veneno en
la piel, La estatua del jardín botánico. Canciones de extraña poesía, de
rara ansiedad por atrapar con los limitados medios del rocanrol esa
“efímera vibración del mundo” de la que habló un crítico de arte al tratar
del pintor dieciochesco Chardin.

Santiago Auserón estudió un curso de filosofía en la Sorbona con el gran


Gilles Deleuze. En una ocasión, el alumno inquirió al maestro: “¿Puede el
rock ayudar a cambiar el estado de cosas, a comprender el mundo? ¿Cómo
podemos lograr que la filosofía sea más eficaz?”. Y el maestro repuso: “No
se puede. La eficacia es un concepto teológico”, o sea, anti-filosófico.
Afortunadamente para nosotros, amantes del rocanrol y de la filosofía,
Auserón hizo caso a medias al insigne profesor, al menos en lo tocante a la
primera cuestión planteada, y creó junto a su hermano Radio Futura.

Su música destila un sabor agridulce muy característico. Muchas veces


tengo la impresión de que Radio Futura es un grupo perfecto para escuchar
festivamente y cantar y bailar en recogidas fiestas de gente de mis
treintaytantos años actuales, fiestas en las que la madurez alcanzada les
añade un plus de sabiduría, de templanza, y de ineludible tristeza.

El más grande filósofo de todos los tiempos, Baruch Spinoza, tuvo el


valiente propósito de “separar la filosofía de la teología”. Le valió el
desprecio y el ostracismo. Pero esta es nuestra batalla, nuestra escuela de
calor. ¿Consiguió Radio Futura pergeñar un rock no sometido a la eficacia
teológica? Al menos lo intentó. Su canto estuvo dedicado a la materia que
nos une, al “sentido de la tierra” del que hablaba Nietzsche, y al aire de la
revolución filosófica en cuya ayuda puede acudir la música rock cuando
aporta humor corrosivo, audaz poesía y honestidad intelectual.

Hace unos pocos años vi actuar por fin en directo a Santiago Auserón con
motivo de la gira de presentación de su disco Las Malas Lenguas, un
trabajo de versiones de clásicos del rock digno de figurar en cualquier
discoteca. Fue en el Auditorio de Castellón. El show fue magistral, porque
magistral fue todo lo que hizo Auserón. No he visto a ningún otro rockero,
al menos español, con mayores y mejores tablas.

¡Más madera! ¡Más materia!

Voy, voy, de Peret


Un día de Navidad de hace unos años estaba rebuscando entre los singles
de mis tíos en la casa de mis abuelos en Petrel, Alicante. Entre varias joyas
de época, singles de The Beatles, de José Feliciano, de Trini López, de
Duane Eddy, de Los Brincos, encontré uno de Peret, el rey de la rumba
catalana. Este pequeño disco contenía la canción Voy, voy, un tema rápido
y pegadizo que condensa en dos minutos la esencia de ese estilo musical
que otros grandes artistas como Gato Pérez, o Los Manolos durante las
Olimpiadas de 1992, tocaron para el mundo entero desde Barcelona.

De su estancia en Cataluña, el poeta Leopoldo María Panero recuerda dos


cosas, si no miente en la entrevista que le leí: una es su relación con el
también poeta Pere Gimferrer, al que considera junto a Antonio Colinas el
mejor poeta español actual; la otra son las canciones de Peret, las rumbas
que se escuchan en los bares y cuyas grabaciones se pueden encontrar en
todas las gasolineras junto a cintas de Los Chunguitos y demás hermandad
gitana.

Es verdad que lo rumboso suele acabar resultando fastidioso y estéril.


Sucede lo mismo que con el abandono, que suele dar mucho trabajo. Pero
esta rumba, esta rumba perfectamente despreocupada, o como acabada de
salir de una preocupación más bien falsa, resulta por tanto fecunda y acaso
marginalmente subversiva. El a veces demasiado rumboso Panero escribe:
“Noticias lejanas, claro, los ancianos se reúnen en la plaza, al atardecer, y
hablan casi sin mover los labios, mi abuelo aún recordaba a los indios. El
tiempo, el polvo” (Así se fundó Carnaby Street).

El discreto encanto de Manolo García

Ya he comentado que trabajé en la playa de mi pueblo. Era un chiringuito


no muy grande, una carpa blanca, alta y espaciosa, cuya terraza se llenaba
por las noches de gente joven y turistas. Dejábamos fumar porros y
poníamos buena música, rock de todo género, Caetano Veloso, Chemical
Brothers, Daft Punk, Beastie Boys, son cubano, Frank Sinatra, Jarabe de
Palo, black metal alguna vez, la BSO de Eduardo Manostijeras, cualquier
cosa, con lo cual aquella carpa acababa pareciéndose a una reserva de
indios reunidos festivamente en un tipi humeante. Parte de ellos se iban
después al Festival de Benicassim y venían todos reventados, de modo que
a finales de agosto organizábamos alguna sesión de chill out con
diapositivas geométricamente relajantes y fotografías de lugares exóticos.

Uno de aquellos veranos Manolo García, el cantante de los disueltos El


Último de la Fila, sacó al mercado Arena en los bolsillos, un disco rico en
matices que iba a tener un éxito enorme durante los meses y años
siguientes. De repente, en todos los coches, en todos los bares, en todos los
rincones empezó a sonar la voz de Manolo García. En mis tiempos
adolescentes escuchaba asiduamente a El Último de la Fila. Mi hermano
tenía todos sus discos, incluidos los primeros, los que Manolo García y
Quimi Portet grabaron como Los Rápidos y Los Burros. Eran un grupo de
una rara instrumentación y un lirismo refinado, eléctricos y meridionales.
No eran los últimos, sino los únicos: músicos capaces de hacer canciones
inolvidables como Huesos, El loco de la calle (“Paso al loco de la calle,/
paso al ansia de vivir”), Sara o Insurrección.

Nosotros pusimos mucho en el chiringuito el disco en solitario del bueno


de Manolo García -“ciudadano García”, como lo ha llamado el crítico
musical Luis Hidalgo. Fue como una explosión de libertad, de creatividad,
de música que seguía sonando extrañamente seductora y sincera, de letras
bonitas que serán recordadas como poemas. En aquel momento millones
de personas se identificaron con estas canciones (“Mi corazón libre es,/
pero siente la pena”), en las que un órgano moruno acompañaba al
apasionado canto de Manolo García, entre riffs de guitarra muy cuidados y
ritmos acompasados.

Dice Borges en su poema El reloj de arena:

Hay un agrado en observar la arcana


arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana

Esta prisa nos hace fracasar invariablemente, pero a menudo nos va


nuestra salud en ello, desde luego. Hay en las coplas de Manolo García
una alegría modesta y antigua que yo amo especialmente. Hace no
demasiado tiempo García sacó al mercado su segundo elepé en solitario,
Nunca el tiempo es perdido, donde insiste en fabricar música agradable y
aun perspicaz. Le tenemos que agradecer que su música, que evoca la
Barcelona menos relumbrante, nos recuerde asimismo que la lectura o la
pintura no son lujos de unos cuantos sino una forma de vida libre y una
terapia común.

Cuando estuve en Niza, después de dejar el trabajo veraniego en el


chiringuito, antes de echarnos la siesta, escuchábamos con mi amigo
cordobés las canciones suaves de Manolo García. Seguían hablando del
tiempo, las higueras, el amor cruel, los placeres prohibidos, las llaves
herrumbrosas, la ironía de lo real, el misterio humano, las calles perdidas,
los mapas, el asombro, el sexo, el arte. Y entre estas imágenes, se alzaba la
figura de la palmera: africana, salvaje, refrescante. ¡Que su sombra siga
alimentando nuestra alma en la sequedad del desierto!

Y ahora recuerdo, gozosos y meditabundos, los versos de Nietzsche:

Aquí estoy sentado ahora,


En este minúsculo oasis,
Semejante a un dátil,
Moreno, almibarado, rezumando oro
...
Respirando este delicioso aire,
Con las narices dilatadas como copas,
Sin futuro, sin recuerdos;
...
El desierto crece: ¡ay de aquel que desiertos en sí cobija!

Cantautores

Una vez estando en París, mientras deambulaba buscando un lugar para


comer, me vi en frente del famoso Teatro Olympia, donde Paco Ibáñez
grabó en 1969 un concierto legendario que mi hermano guarda aún en su
discoteca. ¡A galopar!

Aquel memorable disco contiene versiones musicadas de poemas de


Quevedo, Jorge Guillén, Rafael Alberti, el Arcipreste de Hita. ¡Cuántas
veces no lo habré escuchado! Un día de hace unos años, caminando por
una calle de Barcelona, reconocí parado en un semáforo de peatones a
Paco Ibáñez. ¡Qué viejo y qué gastado estás, Paco! Pero cuánto le debemos
quienes crecimos escuchando la mejor poesía por él cantada, los mejores
versos por el público del Olympia jaleados. Poco después de aquel
encuentro furtivo en una calle de Barcelona le hicieron un homenaje a
Paco Ibáñez, y hasta Loquillo llegó a colaborar con él en el apogeo de su
carrera.

Otros cantautores a los que he escuchado en mi adolescencia fueron


algunos de la nova cançó catalana, la versión folky de la chanson francesa
más radical: Pere Tapias, natural de mi ciudad, Quico Pi de la Serra, que
también colaboró con Loquillo, Jaume Sisa, a quien Dios tenga en su
gloria por haber sido el culpable autor de Qualsevol nit pot sortir el sol,
Pau Riba, nieto del poeta Carles Riba, Serrat, cuyo Mediterráneo ha sido
elegida la mejor canción española del siglo XX, y Lluís Llach, de quien
aprendí a interpretar a la guitarra su no menos hermosa canción Si em dius
adéu. Me alegró saber, leyendo Contra Catalunya, que es una de las
canciones favoritas del periodista y flamencófilo Arcadi Espada.

Hay más. Cuenta Javier Reverte que un griego de Ítaca le comentó en una
ocasión: “el [idioma] francés es para el amor, el inglés para los negocios,
el español para hablar con los ángeles [signifique esto lo que signifique], y
el italiano para la música”. Pues, mire usted, es una boutade no exenta de
razón. Y añadiré que en cuestiones de música el idioma italiano se lleva la
palma a la hora de hablar del amor, del dinero y de los ángeles. Un
ejemplo perfecto puede ser Francesco de Gregory, de quien mi hermano
mediano tiene un disco, otro cantautor suave y rebelde como todos los
grandes que seguiremos escuchando de vez en cuando hasta que me
entierre en el mar.

Cabalgando por la frontera

No soy fan de The Posies, más bien lo contrario desde que acabaron un
concierto en la sala Bikini de Barcelona interpretando Els Segadors, pero
dos de sus miembros se juntaron hace unos años con dos componentes del
mítico grupo punk The Zeros y grabaron un disco adorable bajo un nombre
de película western: Charriot.

Se trata de una especie de mini-elepé de enérgico y alargado punk-rock.


Potente, sincero, apasionado; en fin, los epítetos de siempre, el buen
rocanrol de siempre, divertido y animoso como siempre. Cantan medio en
inglés, medio en español, o sea, cantan en spanglish. Son canciones
tonificantes, pero envueltas en una tristeza rebosante, o al revés. No sé. Es
decir, son canciones cuyas guitarras consiguen poner música rock a la loca
alegría trágica de los mortales. De tintes elegíacos, son canciones que
hablan de asuntos clásicos: la amistad, la soledad (“the medicine is
gone!”), el desamor. Son duras, severas, desnudas.

En medio del disco se encuentra una versión maravillosa del Black is


black de Los Bravos. Hay otras canciones estupendas como la sangrienta
As another day passes by. Cometemos tantos fallos durante el día. Y una
canción final llamada Ángel del fuego, que devora nuestros sentimientos.
Cuando uno siente los silencios que el punteo de la guitarra española deja
en el aire en estas canciones, siente al mismo tiempo el ignoto e
inconmensurable destino de la vida humana. En estos momentos, es el
sentido de la tierra el que nos hace temblar y estremecernos, realizarnos en
el sentido inglés de la palabra.

Bien, de alguna manera, durante estos años, entre el fin de la universidad y


el trabajo profesional que ahora ejerzo, he cabalgado por pedregosos
caminos al ritmo de esta música sinuosa, y alguna vez he sido asaltado por
imbéciles. Un poco a salto de mata, pues, pero he ido avanzando. A quien
me reproche semejante andar aventurado, habrá que recordarle el dictamen
del poeta José Bergamín: “Contén el impulso de tu vida hasta poder
lanzarla mejor; contra cualquier cosa, si quieres ganarla; si no, hacia
arriba, inútilmente, para verla perderse en el cielo”.

Ramones ondean la Jolly Rogers

Debía de tener siete u ocho años, no más, estaba en la terraza del


apartamento de mis padres, no había setos leopardianos ni yo era
Guillermo Brown, pero me tentaban los proscritos y el mar infinito: diez
metros más adelante, una estrecha franja de playa, y luego las olas del mar.
En cuanto a los proscritos, a eso del mediodía pasó por allí un grupo de
jóvenes con camisetas negras y pañuelos rojos en la cabeza. Todos
llevaban escrito en ellas el nombre del legendario grupo punk de Nueva
York, Ramones. La llevaba una chica con un tatuaje del mismo grupo en el
mismo brazo derecho con el que sostenía un radiocasete, lo que
vulgarmente se conocía entonces como el loro, del que salía la música de
la banda de Queens. Aquella imagen inesperada y algo amenazante me
hizo soñar con piratas malvados en busca de algún tesoro escondido, como
si los Ramones hubiesen sido los compositores del famoso “¡Ron, ron, ron,
la botella de ron!”.

Como una prolongación de aquella admiración teñida de miedo que yo


sentí por la pandilla de jóvenes que iban camino de la eterna playa de
nuestros sueños, empecé a escuchar a los Ramones. Ya he dicho en otra
parte que un amigo mío de la primera juventud era fan fatal de su música.
Tengo un disco grabado en LA en 1996. Se titula We´re outta here!. Están
todos sus éxitos, todas sus descargas eléctricas de pasión y nada más, el
chorro de adrenalina, la explosión de vida, el torrente eléctrico y generoso
hasta la hartura que los caracterizan: Psycho therapy, I wanna be sedated,
The KKK took my baby away, Sheena is a punk rocker, Pet sematary, Wart
Hog. Canciones de dos minutos y medio interpretadas sin interrupción.
“One, two, three, four!”. Ramones grabaron un disco en directo en España
y lo titularon Loco Live. Junto a Dictators, Zeros y Dead Kennedys
(California über alles!) formaron parte del gran punk americano, que
viene en primer lugar de Detroit, y luego pasó por el Reino Unido. Podían
ser peligrosos, pero no fueron estúpidos.

En su día manifestaron su apoyo a Ronald Reagan. Entonces me pareció


un horror incomprensible, pero perdonable. La primera vez que pergeñé
este ensayo, escribí más o menos: “Apoyaron al infausto Reagan, pero los
punks nos lo perdonamos todo”. Ahora no sé muy bien por qué califiqué
de “infausto” a Reagan, supongo que por la brecha económica que abrió en
la sociedad americana (brecha relativa, eso sí, teniendo en cuenta que el
crecimiento fue mayor para todos como casi nunca hasta entonces), o por
la cultura narrativa que propagó (los culebrones lo peor, pero al modo de la
“filosofía folletinesca”, Ortega dixit, de Schopenhauer, tan modernamente
popular). ¡Todo aquello que no nos gustaba de Reagan, a mí al menos, que
era su cultura política y económica, es en realidad en lo que seremos
orgullosamente reaganianos por siempre jamás! Más bien ahora entiendo,
pues, por qué los Ramones apoyaron al presidente, recientemente elegido
como americano del siglo, que acabó con la guerra fría y las dictaduras
comunistas y que devolvió comprensión y libertad a su sociedad. Cuando
se es pequeño no gusta que papá no lo haga todo bien y solo para nosotros,
y que no nos deje hacer lo que nos dé la gana sin razón. Ya se sabe, hasta
deseamos su muerte en medio de la oscuridad. ¡Y más si se tiene una
madre demócrata con la mano blanda! También es verdad que lo odioso
era más el carro reaganiano al que muchos se subieron a posteriori que el
mismo Reagan, político solo comparable a los Padres Fundadores y a
Lincoln, y tal vez, seamos generosos, también a los Roosevelt. Pero a estos
aprovechados se les ha visto el punto en la era Bush, de quien tanto han
ido abjurando, mientras que una de las últimas manifestaciones públicas de
Joey Ramone fue decir: “Dios bendiga al presidente Bush”. En fin, ahora
sé, e incluso por qué, que el mayor discípulo de John Dewey, el filósofo,
como su maestro, de la educación y de la democracia, Sidney Hook, se
había pasado en los años setenta al Partido Republicano después de haber
fundado un comité anti-comunista para la libertad cultural nada más acabar
la 2ª guerra mundial, y que en 1985 Reagan lo condecoró con una medalla
de oro junto a Jimmy Stewart, Frank Sinatra y no sé quién más. Hook
murió en 1989. Yo imagino que el gran discurso de Reagan de 1964,
“Tiempo para elegir”, en el que habla de la libertad y del autogobierno, le
debe algo. No me extraña que los Demócratas, desde entonces, no tengan
alternativa seria a los hoy llamados neoconservadores, aunque Rorty, en su
Forjando nuestra nación, ha intentado formularla criticando a la nueva
izquierda y a la izquierda posmoderna de los 60 en adelante en favor de la
izquierda clásica de F. D. Roosevelt. Veremos qué pasa con Obama, pero
difícilmente se podrá ser presidente de EEUU después de Reagan sin
Reagan, igual que no se pudo ser presidente después de Lincoln sin
Lincoln, por mucho new deal del tipo que sea que se plantee. Más aún, un
green deal, pongamos por caso, no podría obviar a Nader, el líder del
Partido Verde de este cambio de siglo, durante el cual no apoyó
precisamente a los Demócratas.

La vida es dura, y la sociedad puede ser miserable: pero nuestro tesoro de


plenitud y libertad sigue brillando en el horizonte infinito. Hey, go, let´s
go! Sería poco decir que yo amo el sonido sin concesión de estas guitarras
y la voz cascada de Joey Ramone, que hace no mucho murió. Al cabo, ni la
Jolly Rogers (¡le joli rouge!) permanece intacta. Pero el loro de John
Silver, El Largo, sigue repitiendo: piezas de a ocho, piezas de a ocho. Será
nuestra aventura y nuestra responsabilidad aprender a deslindar el oro de la
moneda falsa, no siempre fácilmente deslindables. El mapa, empero, ya
está dibujado.

Rock and roll, The Cynics (1989)


Dentro de la hornada revival de bandas garajeras de los ochenta, me refiero
a Fleshtones, a Fuzztones, a otras buenas bandas como los españoles Sex
Museum, el grupo norteamericano The Cynics destacó gracias a un disco
cargado de energía y lirismo rockero. Se titula simplemente Rock and roll.

Los componentes de este grupo salido de las frías comarcas de Pittsburgh


tienen todos apellidos de origen yugoslavo, lo que siempre me llamó la
atención. Pero si nos ceñimos a las canciones del álbum, se trata de piezas
típicamente garajeras, muy basadas en los riffs de la guitarra. La voz es
aguda y punzante, el sonido es rugoso, pero lleno de un desasosiego lírico,
y el ritmo, ah, puro frenesí erotizante. A mí me gustan mucho Close to me,
Now I´m alone, la preciosa The room, Girl, you´re on my mind o Cry, Cry,
Cry. La estética del disco recuerda a la de Quicksilver Messenger, y en
algunos giros vocales o cierta instrumentación The Cynics suenan como
predecesores de bandas como The Black Crowes, siguiendo la estela de
The Allman Brothers.

Nunca pude ver en directo a los Cínicos del rocanrol. En Grecia, a


mediados del siglo V antes de Cristo, hubo otros cínicos y otra música. El
principal de ellos se llamó Diógenes, y era filósofo. En Las culturas del
rock Santiago Auserón se reivindica como una especie de “perro callejero,
(...) un perro músico, como los de Kafka, en las Investigaciones de un
perro, (...) perro sonero, menos parlero y murmurador, quizá, que Cipión y
Berganza, los congéneres cervantinos de la antigua secta perruna de
filósofos callejeros”. Un día el emperador Alejandro fue a visitar a
Diógenes interesado por la fama del excéntrico pensador. Éste vivía por
aquel entonces en un ánfora. El emperador le preguntó si deseaba alguna
cosa de él, y Diógenes, corto pero no perezoso le repuso: “Sí, que te
apartes porque me tapas el sol”. Cuentan más anécdotas de este ingenioso
interlocutor de Platón, a quien acompañaban otros cínicos como
Antístenes, que podría pasar por precursor de Jesús de Nazaret, o
Hiparquia. En una de ellas, Diógenes camina en sentido contrario cuando
la gente abandona una representación teatral. Le preguntan qué hace y él
contesta: “Voy a contracorriente”.

Para poder sobrevivir al amor, a la desdicha, a la pasión, se precisa de un


humor cínico al que yo no quiero renunciar, y que no desmiente, al
contrario del cinismo conformista de la sociedad actual, la honestidad de
nuestro quehacer. Solos en los sábados por la noche seremos nadie,
seremos todos. Lloraremos si nos quedan fuerzas, o escucharemos girar
una vez tras otra una bonita canción de The Cynics en el viejo tocadiscos
de nuestra habitación.

Los Flechazos

Los Flechazos fueron un grupo de León que originaron, junto a otras


diversas bandas, el revival mod que en este país se empezó a vivir a
mediados de los ochenta. Sacaron cinco o seis elepés y se pasearon por
todos los escenarios de Europa con una soltura y un saber hacer que
dejaban pequeños a The Jam, exagerando.

Porque hay que decirlo: fueron un gran grupo. Cada disco que publicaban
mejoraba en algo al anterior. Alejandro Díez, el fundador, era un fan del
pop sesentero, al igual que su pareja, la incomprabale Elena, que además
tocaba los teclados. Mi disco favorito se llama En el club, del que luego
recordaré algunas canciones, aunque su gran éxito comercial se debió al
doble elepé en directo titulado El sorprendente sonido de... ¡Los
Flechazos!, donde se reunía lo mejor de su repertorio ejecutado como en
sus mejores conciertos. Y hay que subrayar que, en efecto, el directo de los
Flechazos era sorprendente. Los veías salir a escena y pensabas: “Bah,
tocarán plausiblemente sus bonitas melodías electrificadas y nada más”.
Pero no, Los Flechazos salían a escena y empezaban dando las buenas
noches de forma elegante. Hasta ahí todo normal. Acto seguido, no
obstante, iniciaban su actuación arrolladora, como si les fuera la vida en
cada canción. Sin perder la cortesía. Yo los vi varias veces en directo; la
mejor de ellas, una noche de febrero en la sala Estandard de Barcelona. Su
puesta en escena me recordó, esta vez sin exageración, a la de The Who.

Se les reprochó haberse parapetado en un anacronismo. Sin embargo, mi


opinión es que en ningún caso el hecho de reavivar la cultura mod
constituyó un pretexto para Los Flechazos. Ha habido grupos originales,
grupos generacionales, y grupos estetas, por decirlo así. Los Flechazos
fueron un grupo de esta última rama, una banda singularmente dandy, unas
estatuas de cera vivientes que intentaron revitalizar todo lo que tenía que
ver con la época del swinging London: ropa, música, muebles,
publicaciones. Cierto, pero porque lo amaban de verdad.
Sus canciones tienen por esto algo de juguetes, de pequeños artefactos
cuyo secreto mecanismo ya nos es conocido, pero a los que sin embargo
volvemos una y otra vez para seguir jugando. Y es que tal vez el secreto
nunca puede ser desvelado del todo. “No hay dinero que pueda comprar mi
sueño”, afirma Alejandro Díez en Los Flechazos. Haciendo astillas el reloj
(Ezequiel Ríos, Ed. Guía de Música, 1994), y a este sueño nunca del todo
esclarecido estuvo consagrada la trayectoria de la banda de León. Yo tengo
especial querencia por algunas canciones de En el club, como ya he dicho:
¡Basta Ya!, versión de Don´t look back!, es una canción completísima; está
la célebre La chica de Mel, que siempre me emociona cuando suena el
estribillo (“¡Nueva York, Nueva York!”), o la formidable-en-todos-los-
aspectos Arco iris, basada en un cuento de Saint-Exúpery. Son canciones
cuidadas, que aúnan ritmo y melodía, y en las que las palabras aún
conservan todo su poderoso significado.

He aquí el punto que me gustaría subrayar en esta digresión sobre Los


Flechazos: el compromiso con cierta veracidad, estética y moral, y
profesional, que se impusieron a sí mismos. Pues este compromiso consigo
mismo es la única prueba civil de que el artista está realmente interesado
en la cosa pública. De otro modo ya puede venir Prince a hablarnos del
cambio climático, o un presidente del Gobierno, también de León, a
compararlo con el terrorismo. Este compromiso fue asumido plenamente
por Los Flechazos, que por otro lado jamás pretendieron hacer “rock
político” o algo por el estilo. Y sin embargo ahí tenemos sus canciones
juvenilmente inteligentes, idealistas, brillantes, lúcidas en medio del más
sonoro ruido eléctrico. Hay una honesta fiereza en estas canciones que las
hace verdaderamente fascinantes, además de veraces.

Flechas que den en el corazón es lo que pedimos. Corazones libres y


felices como los que palpitan en todas estas bonitas canciones, desde
Vuelvo a casa (“Era hora de retroceder donde un día fui feliz./No voy a
olvidar/que he viajado a más de dos mil años luz,/ muy lejos de mi hogar”)
hasta A toda velocidad.

Recuerdo de un fan de Elvis

Sobre esto no tiene que quedar ninguna duda: Elvis Presley es el Rey del
rocanrol, algo así como el Cristo de la religión rockera. Es a Elvis a quien
corresponde llevar la corona. En la revista del instituto publiqué un
artículo reivindicando el cetro para Buddy Holly, pero las cosas son como
son: el mismísimo Buddy, rey sin corona, eso sí, no se decidió a probar
fortuna como músico rockero hasta que vio actuar en su pueblo al cantante
de Tupelo.

Elvis fue un chico blanco sin demasiadas pretensiones y ninguna


presunción que alcanzó el éxito imitando de improvisto a los músicos
negros espontáneos a los que solía ver desde la ventanilla de su camión
trabajando en los campos de algodón. Tenía una voz dulce pero capaz de
desgarrarse y aullar; además sabía moverse como nadie. Era fotogénico, y
un buen intérprete de las canciones que otros escribían para él. Yo solía
escuchar a Elvis cuando tenía catorce o quince años, en un disco de la
familia que encontré en mi habitación. Recuerdo que mi canción favorita
era Too much.

Unos años más tarde pasaron por televisión una decena de películas
presleyeras: Love me tender, con Natalie Wood, King Creole, la mejor sin
duda, la aceptable Jailhouse rock, con fuerte carga social, o la divertida y
sexy Viva Las Vegas. También recuerdo con agrado otra que ocurría en
Hawaii, pero de cuyo título, una vez más, no puedo acordarme.

Cuando estuve en Inglaterra conocí a un auténtico fan de Elvis, un hombre


cincuentón, de patillas grises y piel rugosa, que había estado con su mujer
en Graceland. Me mostró algunas fotografías de su viaje a la mansión del
Rey. Su casa estaba decorada con motivos antañonamente rockeros. Todo
aquello me pareció estéticamente bastante deplorable, pero sin embargo
me conmovió.

Elvis le dio todo al rocanrol: el estilo, el carisma, la rebeldía, y también,


ay, el conformismo comercializado. La trayectoria de The Pelvis revela y
manifiesta las luces y las sombras del gran negocio y de la gran rebelión
del rock. Nosotros seguiremos intentando apartarnos de estas sombras para
buscar la luz, y algún día llegaremos a la fuente de esta luz, que
resplandecerá como el cielo azul de Memphis, Tenneesse.

Los tambores de la rebelión


Escuchábamos entusiasmados Patchanka, el mejor disco de Mano Negra,
nombre de evidentes resonancias anarquistas. Teníamos ganas de festejar
nuestra juventud, y de celebrarla bajo los auspicios de una revuelta política
y social. De modo que cuando Manu Chao siguió su carrera en solitario,
todos estábamos expectantes. Y su trabajo no defraudó: profundo,
madurado, variado. El entusiasmo juerguil de la banda había dado paso a
una agradabilísima melancolía, desprendida de falsas ampulosidades. Hay
en Clandestino, el álbum del que hablo, un motivo común: el desarraigo, el
desamparo, la dulzura amarga de la aventura. Son canciones cantadas en
español, francés, portugués e inglés, nacidas entre las Ramblas de
Barcelona y el París metropolitano, cosmopolita, interracial y conflictivo
de finales del siglo XX. Un París suburbial, pobre, sometido a los vaivenes
acuciantes de la mundialización, pero lleno de vitalidad y ganas de
recuperar la alegría de la rebelión.

De Clandestino se vendieron miles de discos en todo el mundo: rock de


autor para una sociedad globalizada. En una canción Manu Chao se
solidariza con la revuelta de Chiapas de forma un tanto pedante, en otra
dedica versos de amor sinceros y tenuemente desgarrados a su amante, en
una tercera despotrica de esa felicidad de segunda mano que se ha
instalado en las sociedades occidentales. Chao transforma las latas de
Coca-cola en objets trouvés de un consumo paciente y libertario alejado de
la obsolescencia. Se pone la camiseta de la selección brasileña de fútbol.
Do you remember? Lo que Manu Chao reivindica viajando a los lugares
abandonados y a los barrios periféricos de la ciudad mundial, es la pura y
despojada alegría de vivir, que celebra esa porción de libertad de cada cual
que no pertenece a la historia. Y de esto tratan sus canciones: del dolor, de
la pena, del sufrimiento, de Tijuana, de los basureros, de la carretera, de la
felicidad. La honradez de Manu Chao, más allá de la demagogia que suele
acompañar a los que se comprometen (Sartre es el ejemplo, para lo bueno
y para lo malo), se condensa en esta frase de una de sus canciones de
amor: “Il y a, il y a toujours de problèmes”, hecho que el adocenamiento
actual de la sociedad quiere ocultar a toda costa.

“Me rebelo, luego existo”, escribió otro francés inmigrante, el escritor de


prosa sencilla y noble Albert Camus. ¡Que sigan sonando, pues, los
tambores de la rebelión entre las ruinas del paraíso perdido!
En el garaje

Uno de los conciertos más divertidos al que yo he asistido jamás fue en la


sala Magic de Barcelona, hace unos años. Actuaban los asturianos Dr.
Explosión. Cuando entramos en la discoteca nos encontramos a los tres
componentes del grupo jugando al billar y tomándose unos cubalibres.
Bajamos a la sala del escenario y allí estaba un músico suizo disfrazado de
Spiderman cual luchador americano, de esos de los que la televisión emite
sus peleas-farsas y su espectáculo al más puro estilo-yanqui-horroroso.
Este buen muchacho casi no sabía tocar ni la guitarra de dos cuerdas que
sostenía con su cuerpo, pero divirtió al público allí presente haciendo el
payaso y tocando versiones sui generis de Elvis Presley.

Luego apareció Dr. Explosión y todo el mundo empezó a moverse y a


bailar al son de la música del combo asturiano. Una a una sonaron todas
sus canciones, su sólido y efervescente repertorio. En uno de los temas
finales, el cantante salió desnudo a escena, lo cual provocó un estallido de
hilaridad entre el público. Sólo a los exquisitos podía disgustarles una
actuación así, inmunemente inolvidable al paso de los años. Aunque ahora
mismo, corrigiendo este trabajo, no lo recordaba.

Otra noche fuimos a un concierto de The Perverts en la sala más pequeña


de Barcelona, de hecho un almacén de un pub del viejo Barrio Chino, ya
entonces Raval. The Perverts era un grupo holandés, portuario, de
Rotterdam. Hacían versiones de Los Salvajes, pero mayormente cantaban
en su idioma. Eran unos enamorados de Asturias, en especial de sus
montañas y comida. Sus canciones sonaban enérgicas y cálidas al mismo
tiempo, aunque como todo buen grupo de garaje exageraban hasta el
ridículo la pulsión sexual de la música rockera. Los espectadores no
pasábamos de la veintena: fue un concierto íntimo, vaya. Un año después
The Perverts actuó en la sala Magic, rodeados de un aura estelar de la que
carecieron en el primer concierto. No fue lo mismo, pero su música volvió
a sonar festiva y dicharachera.

Siento una atracción extraña por este tipo de sonido. Me tienta su agilidad
y su ritmicidad, pero como no sé bailar, acabo exhausto de escucharla. Por
otro lado, todo esto me produce un sentimiento de desasosiego próximo a
la fatiga de los lectores, o sea, un desasosiego perdurable, que sólo se cura
volviendo a sentir la música que lo causó.

Dr. Explosión y The Perverts son sólo un ejemplo de la gran tradición


garajera, que arranca en los EEUU con Troggs, Sonics, MC5 y continúa
viva gracias a The Fuzztones, The Fleshtones y otras bandas de los ochenta
que en Barcelona solían actuar en la sala KGB, donde nunca estuve. La
mejor banda garaje española ha sido sin duda Sex Museum, un grupo
armoniosamente explosivo que escupía un eficaz y a la vez libérrimo rock.
Una pasada, vamos. I´m moving y Where I belong son sus canciones que
yo prefiero, por los formidables crescendos que contienen. Yo los vi en
directo una prometedora e imborrable noche de sábado en Montcada i
Reixach, cuando tenía dieciocho años, en una sala donde las mesas
remedaban tumbas, poco después de haber conocido a Miguel Pardo en su
public house de Madrid.

Ahora ya somos más viejos y apenas salimos de noche; sin embargo,


seguimos de algún modo en el garaje.

El primitivismo, Pascal Comelade (1986)

Un amigo de Valencia me dejó hace un tiempo este disco del singular


Pascal Comelade, músico francés de Perpiñán. Es un trabajo estupendo,
ferozmente experimental y naïf, que exprime la música hasta el silencio.
Hay acordeones, organillos caseros, melodías dulces, algún tono grave.
Mezcla versiones de temas folclóricos con algunas canciones de cosecha
propia. Pero todas son instrumentales, desde Valse de la demoiselle aux
yeux verts hasta Petanera y Volando voy. La portada del disco está
dibujada por Ceesepe: es un dibujo de una habitación triste y desolada, a lo
Van Gogh. Mi canción favorita del disco es O, Caroline. Pascal Comelade
ha colaborado recientemente con Sisa en su disco ¡Visca la llibertat!

Un fin de semana de abril de hace unos años cogí el tren y me fui hasta
Perpiñán, en la Côte Vermeille francesa. De camino me paré en Portbou y
visité la tumba del escritor judío Walter Benjamin. Ya en Francia, en la
recoleta y hermosa Colliure, subí hasta el cementerio donde está enterrado
Antonio Machado. En aquellos dos cementerios marinos, que daban al
Mediterráneo como una flor que se descapulla al sol, me acordé de Paul
Valéry. Algunos versos sueltos y desperdigados de su poema El cementerio
marino servirán para acabar esta nota sobre los sonidos primitivos de la
nostalgia y del dolor humanos:

La mer, la mer, toujours recommencée


...
Entre le vide et l´ événement pur,
J´attends l´écho de ma grandeur interne,
...
La vie est vaste, étant ivre d´absence,
...
Le vent se leve!... Il faut tenter de vivre!

La atmósfera de Belle and Sebastian

Durante un verano estuve escuchando al grupo Belle and Sebastian casi


todos los días. Considero que ha sido la mejor banda de los noventa en
crear no solo un estilo propio muy bien definido sino una atmósfera real.
El estilo siempre depende de los gestos, de los ademanes: requiere rapidez
y contundencia. Y esto hay muchos grupos que lo hacen bien. Pero no
basta. Una atmósfera es el efecto sostenido de un estilo, lograda por
convicción.

Naturalmente, la atmósfera de Belle and Sebastian, lo que los británicos


llaman flair, tiene un sabor inequívocamente escocés. De la vieja
Caledonia, dura y brumosa, fantasmagórica y apasionada, nos llega la
música de Belle and Sebastian, ásperamente suave, si esto es posible. Pop
on the rocks, como el buen whisky que yo prefiero. No es aquí el gesto o la
postura lo que cuenta, sino la voz, una voz calada en la pura
sentimentalidad de vivir. Me sorprendió saber, cuando le pedí a un amigo
escocés que me tradujera las letras de algunas canciones de Belle and
Sebastian, que muchas de ellas se refiriesen a las relaciones familiares
entre hermanos, al recuerdo infantil de las visitas dominicales a la iglesia,
a los secretos más antiguos del ser humano.

Es cierto que hay en ellas un tono de sermón, pero sin unción eclesial:
proeza sólo alcanzable para quien posee la convicción más despojada y
menos demagógica del cristianismo, que es aquella del Chesterton de
Ortodoxia: somos fieras desvalidas y frágiles en medio del amplio e ignoto
universo, y debemos convertir el planeta en nuestra casa y en ella
ayudarnos unos a otros. Por el momento, no diré más. Tiger milk se titula
su mejor trabajo. Esta es también la demanda más simple y también más
difícil del amor, y lo que el amor puede conseguir a veces sin necesidad de
nada más.

No es una actitud ni un gesto lo que nos sugiere su muy sugerente música,


sino una atmósfera de cordialidad, un recinto donde la voz humana (“Oigo
el sonido que más amo: el sonido de la voz humana”, cantaba Walt
Whitman) pueda ser escuchada. Desde ese rincón, surge la voz apacible de
Belle and Sebastian, tenazmente humana hasta en la tristeza y la
desolación. Tolstoi cuenta en Ana Karenina que una familia feliz es una
familia sin historia. Quien ha vivido estos momentos de felicidad sabe a
qué se refiere el escritor ruso. Considero que si hay actualmente una
música rock capaz de hacérnoslos recordar sin estridencias ni aspavientos,
esa es el amable pop de Belle and Sebastian.

Bustamante o las verdades de la alegría

Como a tantos otros, conocí al cantautor valenciano Bustamante en el


programa de radio de Juan de Pablos. Era una canción que mezclaba una
instrumentación dylaniana con una voz a lo Van Morrison, condimentado
todo esto con la popular musicalidad mediterránea. La canción de
Bustamante me recordó ciertos poemas de Nietzsche de gran expresividad
y pujanza líricas.

Entusiastas se titula uno de los dos discos que tengo del músico
valenciano. Incluye una cita de Ortega y Gasset: “¿Por qué se ha de
considerar como decisivo el punto de vista del indiferente y no el del
enamorado? Tal vez la visión amorosa es más aguda que la del tibio. Tal
vez hay en todo objeto calidades y valores que sólo se revelan en una
mirada entusiasta”. Estas líneas dan la pauta de las diez canciones del
disco, cálidas como el fuego de una hoguera alrededor de la cual dos
amantes se besan en medio del bosque.

Hay un tema basado en el libro de Fernando Garcín Nómadas (“Ser


nómada es ser una estrella errante/ ser nómada es reinar sobre la
oscuridad”), muy bonito, aunque yo destacaría por encima de todas la
canción que da nombre al trabajo: “Amo a la gente, aprendo a amarlos de
la misma manera que a mí,/que a los hijos, que a la libertad, la joven
libertad (...)/ Pues la alegría es toda la verdad, la victoriosa de los miedos/
que nada tiene que ver con la piedad ni con los más altos sentimientos”.
Más profunda verdad filosófica no la hay, y el ritmo hondamente alegre de
la canción ayuda a comprenderla y sobre todo a celebrarla. En el libreto de
Entusiastas Bustamante aparece fotografiado con el atuendo típico de los
gondoleros venecianos.

El segundo disco, La vida habla, es una auténtica pieza de arte, cuyo título
está extraído de un poema de Gibrán Jalil Gibrán que da pie asimismo a
una hermosa canción homóloga. Un poco más eléctrico que el anterior, de
La vida habla destacaría todas las canciones, pero voy a referirme sólo a
tres. Estadio/Establo, un tema en el que Bustamante aprovecha para
arremeter con firmeza contra los nacionalismos reinantes en España o en
cualquier caso simplemente contra la imprudencia y la estulticia: “Que
fácil es separar/mientras haya tanto incauto/que deje sus sentimientos/a
merced de intermediarios”. Canción del aeropuerto es otra de mis
canciones favoritas, un tema hermoso y ambiguo que puede hacer más
agradable la espera en esos fríos recintos que el antropólogo Marc Augé
llama no-lugares. Y cierra el disco una versión de Margarita, tema del
italiano Richard Cocciante.

En cuanto a los textos y poemas que el propio Bustamante añade en el


cuadernillo complementario al disco, destaca la alusión a “los niños
desobedientes que no quisieron ser esclavos”, incluida en el texto Sin
amuletos. Hay referencias a Thoureau, a Tagore y a Tolkien, y los poemas
llevan por título, bajo la rúbrica genérica “Ahora vives aquí”, cosas como
Los libros son libres o Extranjeros (“Bienvenido sea el forastero/que soy
yo mismo tantas veces/cuando la vida me inquieta/y me resulta nueva”).
Además de dibujos de lugares pintorescos de Valencia, el cuadernillo
incluye citas de poetas como Saint-John Perse, L.M. Panero y Borges, o de
un sociólogo valenciano amigo del músico, llamado Rafael Xambó, del
que por cierto mi madre, con ingenua benevolencia progre, me regaló a los
catorce años un libro titulado Sexualitat provisional que mezclaba una
pedagogía sexual más o menos progresista con referencias a grupos
españoles de la movida en un drama juvenil con pretensiones de bildung
roman. Una novelita cuya utilidad residía más en lo puramente literario-
musical que en lo presuntamente pedagógico. Todo sea dicho, ea.
Cerca de Los Del-Tonos

Los Del-Tonos fueron un grupo cántabro de rythm and blues que sacó
algunos discos de elegante factura y ritmos pegadizos. La mejor canción
que tenían era Soy un hombre enfermo, amarga y provocativa: “Soy un
hombre enfermo,/la resaca es mi enfermedad”. Ya decía Unamuno que si el
hombre no estuviese un poco enfermo no habría chispa que encendiera el
fuego de su razón.

El 2 de julio de 1993 Los Del-Tonos actuaron en mi ciudad natal en la sala


Opera; no fue el típico concierto de verano en el campo de fútbol
municipal o en la plaza de toros (que no hay en mi pueblo), como en los
que vi actuar a Duncan Dhu, La Unión, Joaquín Sabina, Sopa de Cabra o
Héroes del Silencio, sino un concierto en una sala pequeña frente a un
público de unas doscientas o trescientas personas. Y ahí sonaron Los Del-
Tonos, como un trío de poderoso R&B, con gran soltura en el escenario y
una puesta de escena enérgica y demoledora. Un concierto estupendo,
pues, que a mí me supo como si Elvis Presley se hubiese perdido por la
carretera y hubiese venido a parar a mi pueblo, y nos hubiese regalado una
actuación inesperada.

Por Vilanova han pasado otras bandas nacionales de cierto pedigrí: Los
Planetas, Dr. Explosión, El Niño Gusano, etcétera, bandas que sonaron por
primera vez en su mayoría en el concurso de maquetas del programa de
Radio 3 de Julio Ruiz. Pero me quedo con aquella performance de blues-
rock de Los Del-Tonos, potente y cercana. No recuerdo si antes o después
de aquello, conocí a su cantante, que vestía la zamarra del Joventut de
Badalona, una noche de fiesta en la sala Garatge de Barcelona, y me
corrigió cuando eludí pronunciar el artículo determinado al preguntarle si
en efecto era el cantante de dicho grupo. Luego Los Del-Tonos derivaron
hacia una especie de hard-core demasiado alla moda y no supe nada más
de ellos.

Loco por incordiar, de Rosendo

Una vez los Reyes Magos llegaron con un regalo inolvidable. Eran dos
cintas de música con lo mejor del pop español que se hacía en aquellos
momentos: 1985. En aquel entonces solía escuchar a Los Nikis, a Hombres
G, a Glutamato Ye-Yé, a Decibelios, a Os Resentidos y, sobre todo, a
Siniestro Total. No eran discos míos, sino de mi hermano mayor, a cuya
habitación propia seguí acudiendo más adelante para descubrir otros
tesoros: un disco de La Guardia, novelas eróticas de la colección La
Sonrisa Vertical de la editorial Tusquets, Patty Diphusa de Almodóvar o
alguna novela de Boris Vian.

Pero con diez años mi alma disfrutaba con Siniestro Total y Os Resentidos:
ambos grupos tenían editado conjuntamente un mini-elepé. Se llamaba
jocosamente Surfin´ CCCP y en la contraportada traía soflamas como
“¡¡La resaca dominical que la pague el capital!!” o “¡¡A igual trabajo, igual
dosis de anfetas!!”, que yo garabateaba alguna vez en mis cuadernos
escolares. La carrera de Siniestro Total fue larga y fructífera, con
canciones como Bailaré sobre tu tumba (esto fue lo que Groucho Marx
dijo en una entrevista que haría sobre la tumba de Hitler y esto será lo que
siempre les diremos a los tiranos) y otras divertidas sandeces. Gallegos
fueron también Golpes Bajos, qué buen grupo, que dedicaron su disco más
famoso, donde venía Malos tiempos para la lírica, a Ferrer Guardia,
fundador de la pedagogía de la Escuela Moderna de Barcelona y amigo de
Lerroux y no de Almirall ni de Prat de la Riba. También escuchaba por
aquel entonces a través de un amigo a La Polla Records. Su disco Salve
Regina fue para mí en aquel momento un descubrimiento tremendo,
aunque desde luego ya entonces desdeñé el llamado rock radical vasco y
su connivencia con el terrorismo.

Pero en las dos cintas de los Reyes Magos había una canción que se
convirtió inmediatamente para mí en algo así como en un lema: era Loco
por incordiar del cantante heavy Rosendo, fundador de bandas legendarias
como Ñu o Leño. Decidí entonces que esa iba a ser mi divisa, como
amante del rock y sobre todo como precoz intelectual, vocación
incordiante que ya entonces profesaba en mis ratos libres. Se la debo a
Rosendo, voz de la simpatía humana y de la indignación justiciera.

Caballero Chris Isaak

Nacido en la ciudad donde John Huston rodó Fat City, Chris Isaak fue
recibido por la prensa musical americana como un nuevo mesías del
rocanrol más purista, como un viejo crooner, elegante y melancólico,
venido de los cincuenta a rescatar el espíritu de Elvis. Ni Bruce
Springsteen ni John Cougar Mellencamp, otros dos rockeros
ortodoxamente clásicos, podían ocupar dicho lugar, el uno por hacer un
rock aparatoso y más bien plano (con algunas canciones excepcionales,
eso sí, como la colaboración con Patti Smith en Hungry Heart, y otras
piezas), el otro por recurrir demasiadas veces al country. Chris Isaak, en
cambio, presentaba todas las credenciales para renovar como era debido el
más viejo de los estilos del rock: el rockabilly electrificado.

Silvertone fue su primer disco. Le siguieron otros muchos, entre los que
destacaría Heart shaped world, donde está la hermosísima Blue spanish
sky o la no menos punzante Wicked game, que David Lynch utilizó casi
como banda sonora original en su formidable película Corazón salvaje.
Desde entonces perdí el rastro de Chris Isaak, hasta que un día le vi
aparecer en un episodio de la serie televisiva Friends, muy en su papel de
caballero del rock y cronista de los corazones rotos. No mucho más tarde
puso la música a la suntuosa película de Stanley Kubrick Eyes wide shut,
basada en un relato del escritor de prosa suavemente mordaz Arthur
Schnitzler.

Corazones rotos. Lo trágico del amor reside en la imposibilidad de


deshacerse uno totalmente de su propia soledad. La vida es un intrincado
juego en el que la lucidez adivina con tristeza el secreto de su desolación:
“Nobody loves no one”.

Dinosaur Jr. en el Paralelo

Durante las fiestas mayores de Barcelona fuimos a ver en directo al grupo


de Seattle Dinosaur Jr. Junto a Nirvana, Mudhoney y otras bandas del sello
Subpop -Soungarden, Screaming Trees, Pearl Jam- el grupo del guitarrista
Joe Macis, que anduvo por Nueva York en el apogeo de Sonic Youth, fue
uno de los estandartes del estilo grunge, esa especie de after-punk a la
americana con más largos desarrollos y una instrumentación más
compleja, obviamente, que la de la música de Joy Division o el
Manchester sound.

Dinosaur Jr. tenía algunas canciones memorables. Entre ellas destacaría


Brother, una pieza de dos minutos de rabioso y vitamínico rock. El
concierto fue en la desaparecida sala Studio 54 del Paralelo de Barcelona.
Había mucha gente y todo el mundo quería estar allí, frente al gran grupo
grunge, en el momento preciso. Como estar viendo actuar a The Who en
1966. La expectación reinaba en el ambiente y, pese a unos pésimos
teloneros, Dinosaur Jr. no defraudó. Mucho ruido y voces poderosas para
un concierto llevado por la vía profesional, en el que Joe Mascis mostró
algunos ramalazos heavys en los arreglos guitarrísticos que provocaron
ciertos comentarios irónicos en la parroquia más ortodoxa. En general fue
un concierto animado y digno, aunque tampoco especialmente feliz.

El batería de Dinosaur Jr. me firmó un autógrafo a la salida del


espectáculo. Por allí corría también, creo recordar, Javier Calvo, a quien yo
conocía de vista por ser amigo de un chico de mi pueblo, quizá
imaginando ya algunos de los estrambóticos personajes de sus cuentos y
novelas que luego se puso a escribir. Después del concierto fuimos a la
Plaza Real, donde vimos acabar la actuación de Parkinson DC y
disfrutamos con El Inquilino Comunista, y más tarde volvimos a la Sala
Apolo para bailar un rato, y nos metimos en otra discoteca de los
alrededores, y finalmente nos marchamos para casa. El cielo era de un gris
oscuro aquellos días de septiembre en Barcelona.

Paseo invernal con The Papas and the Mamas

The Papas and the Mamas fue un grupo bohemio que editó varios elepés a
finales de los sesenta. Algunas de mis canciones favoritas son suyas, como
la celebérrima California Dreamin´ o Monday, Monday. Es curioso que
esta canción esté dedicada al lunes, un día normalmente asociado a la
tediosa obligación de iniciar la semana laboral, o incluso al Estado: por ser
el día “en que se fundó el Estado”, Savater, en sus libros ácratas, fustiga al
lunes. Los británicos, durante un tiempo, no iban a trabajar los lunes por la
mañana, y en mi pueblo es aun hoy cuando cierran las tiendas.

Hay canciones que celebran los miércoles, días de transición; los viernes,
días de expectativas contagiosas por la llegada del fin de semana, a
menudo abrumadoras; los sábados, días de fiesta y regocijo, con su puntito
de temor; los domingos, días de ennui e incertidumbre. Incluso hay
canciones que celebran la semana entera como El rompeolas de Loquillo y
Trogloditas. Pero del lunes no teníamos noticia hasta que llegaron los
padres y las madres del rocanrol a decirnos que tampoco está tan mal, que
es un día en el que podíamos encontrar el tiempo suficiente para hacer
algo, para dar un paseo, por ejemplo -o quizá es que nos mandaban a
paseo. Si el poeta Gil de Biedma acierta en su verso y los días laborables
tienen razón, desde luego el que más razón tiene es el lunes.

Monday, Monday es una canción perfecta, como lo son casi todas las
demás de esta banda de música sutil y serena. ¡Qué se puede decir de
California dreamin´, por otra parte! Aquí vuelve a asomar la paradoja,
pues el sueño del sol californiano nos viene en un hermoso día de invierno:
“All the leaves are brown and the sky is grey,/ I´ve been for a walk in a
winter´s day,/California dreamin´”. Pero, ¿no es una sensación
indescriptible resguardarse, para empezar, mentalmente, por decirlo de
algún modo, cuando el frío arrecia? A mí California dreamin´ me hace
pensar en estos paseos en los que el profundo sueño victorioso del verano
nos sobreviene y nos hace seguir caminando por el incierto sendero
invernal, ¿infernal?, de nuestra vida.

De festival

En mi ciudad natal, además de conciertos en directo de algunos buenos


grupos, se celebra desde hace años un festival de cierto renombre entre los
de su género. Es el Festival de Música Popular y Tradicional, llamado por
sus siglas, FIMPT, fimpeté. Sí, ya sé que esto suena demasiado folklórico,
y así es, pero no se puede tener de todo en esta vida ni en la otra.
Folklórico y las más de las veces rancio es este festival, pero en su mejor
época, cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, vi actuar allí en directo
a El Lebrijano, a Maria del Mar Bonet, a The Chieftans (sin Van Morrison,
hélas!); por las calles de mi ciudad vi sonar con la fuerza de un huracán a
un conjunto de gaiteros escoceses, a casi espontáneos músicos del África
negra bailar en las aceras, a un alegre combo de Nueva Orleans interpretar
su música esplendorosa.
En el Teatro Principal, sito casi enfrente de la casa donde viví hasta los
veinte años, en el paseo de la Rambla de mi pueblo, conocido como “La
Habana Chica”, pude moverme al son de La Vieja Trova Santiaguera
mientras sorbía un mojito. En la mejor época del festival, repito, gentes de
todas partes llegaban a Vilanova en la última semana de julio y las playas
se llenaban de folkies después de los conciertos. En una noche de éstas,
unos individuos se desnudaron y ante mí vi asombrado un bosque de pelos
tentador entre dos piernas femeninas. Otra noche, un amigo y yo
empezamos a hacer streaking por la orilla de la playa delante de una amiga
que con falsa inocencia se reía. Fue en aquella playa donde también conocí
a un chaval de Sitges que gustaba de imitar el modo de interpretación de
John Fogerty a la guitarra. Un año más tarde, cuando probé por primera
vez el ácido lisérgico, se me ocurrió el nombre de The Sonic Flowers para
nuestra banda de aficionados.

Daría media vida mía para coger la máquina del tiempo y plantarme de
nuevo en aquel amanecer. Woodstock, la isla de Wight, Reading,
Benicassim, Glanstonbury, etcétera: ¡quién hubiera estado allí, o no!
Donde sí estuve fue en un multi-concierto de una sola noche en el campo
de fútbol de Vilafranca, de estilo hard-core, con grupos españoles de cierta
calidad, de Mataró y de Madrid. En el recinto próximo al Faro de Vilanova
pude disfrutar asimismo de algún mini-festival, escuchando horrorizado al
grupo también hard-core del cinturón barcelonés Afraid to speak in
public, por ejemplo. Pero, por suerte y por desgracia, mi festival fue el
FIMPT.

Ilegales, Ilegales (1984)

Este fue el primer disco del grupo Ilegales, una banda gijonesa anterior a
Australian Blondie, Manta Ray y el Xixon-sound. En una fiesta con
estudiantes de intercambio extranjeros celebrada en mi pueblo por la
organización AFSE (American Field Service de España: mi hermano había
ido aquel año a Suiza, y en mi casa vivía un norteamericano de California),
en concreto en el recinto de Can Pahissa donde yo inicié la escuela básica,
conocí a un australiano que pasaba el curso en Gijón. Hablando de grupos
de rock me preguntó, con su risible pronunciación y en tono perentorio:
“¿No conoces a Ilegales?”. Por supuesto que los conocía, pues hacía poco
mi hermano mayor se había comprado su primer disco, en cuya portada,
obra de Ouka Lele, un caballero con corbata se apunta a la sien con un
revólver. Yo aún no había leido a Schopenhauer, pero para el caso aquella
imagen ya podía servirme de introducción a su pensamiento.

Este disco contiene canciones como Tiempos nuevos, tiempos salvajes,


Delincuente habitual, Problema sexual (“Tengo un problema sexual, un
serio problema,/ me gusta ver la televisión,/ tengo un problema sexual, un
serio problema,/ soy una bicicleta”) y ¡Hola mamoncete!. ¡Heil Hitler! es
por su parte una provocación un poco absurda en la que Ilegales ataca al
progresismo bienpensante que por aquel entonces empezaba a instalarse en
el poder. Ilegales hacían un rocanrol teñido de blues, sencillo y con
vocación de autenticidad. Las letras eran venenosas, como los tóxicos que
provocan las muertes en las novelas de Agatha Christie. Tendían a la
truculencia, a la postal irónica y mordaz. Pero tenían el don de la suavidad.
Yo las cantaba, a mi tierna edad de entonces, desgañitando la voz, contra la
pared. La idea que recorría el disco se condensaba en la frase que aparece
en la contraportada: “¡Maldita sea la ley!”.

No cuesta mucho adivinar qué entendía entonces yo por dicha ley; ahora sé
que la ley contra la que luchaba y gritaba era la Ley de la Muerte, que no
depende de ninguna edad. Me parece que contra esta Ley, el ímpetu juvenil
que anida aun en los más ancianos de los mortales no va a dejar nunca de
guerrear. Contra la Ley, todos somos gozosa y agónicamente ilegales.

Soles de África

Dentro de las músicas del mundo que se han puesto últimamente de moda,
mi preferida es el raï, una especie de jubiloso rock árabe que estalló en
Francia hace unos años. El rey del raï es Khaled, un simpático argelino
con bigote, que tanto canta en árabe como en francés. Actualmente viven
en Francia más de un millón de personas procedentes de la cuenca sur del
Mediterráneo, tan cercana a nosotros y tan desconocida. En Marruecos, en
Túnez, en Argelia, lugares vecinos que apenas vislumbramos desde nuestra
atalaya europea, la juventud hierve al son de la música raï, sentimental y
llena de exquisitos arabescos. Esta ebullición desgarrada, que los
españoles conocemos bien, me parece el signo distintivo de su estilo
musical.
Me grabé el elepé 1,2,3 soleils, que reúne a los tres grandes artistas de la
nueva música del Magreb. La canción más famosa es Aisha, un canto de
pasión mora por una bella mujer, perfumada como el azahar. Hay una
sensación de libertad y felicidad en estas canciones que la gente corea con
sincero entusiasmo, pues hay que decir que se trata de un concierto en
directo. Muy propio para bailar, el raï se presta asimismo al cante, hondo y
sentido.

Deberíamos escuchar estos gritos que provienen de África, estas voces de


gente que a menudo se muere de ignorancia y de hambre. Hay en estos
puertos y ciudades soles que nos reclaman para que los orientemos hacia la
prosperidad y la democracia: “Para quienes conocen los desgarramientos
del sí y del no, del mediodía y de las medianoches, de la rebeldía y del
amor, para aquellos que aman las hogueras ante el mar, hay allá una llama
que los espera” (Albert Camus, El verano).

Porros de fresa y limón

Dentro de los grupos atrabiliarios de la muy atrabiliaria movida española,


la Orquesta Mondragón de Javier Gurruchaga y otros zánganos
guipuzcoanos fue sin duda uno de los más atrabiliarios. Empezaron con un
elepé vitriólico, circense, obscenamente provocador, al estilo de los Sex
Pistols, pero en plan lúdico. Siguieron otros álbumes como Viaje con
nosotros o Bésame mucho, que fue asimismo la banda sonora original de
una película muy divertida y extrañamente conmovedora: la historia de un
botones don nadie que quiere alcanzar la fama musical. La película la
vimos una tarde de sábado con mis hermanos y amigos en el cine Bosque
de mi ciudad. Yo tenía menos de diez años. Recuerdo borrosa pero
hondamente aquel pasatiempo cinematográfico, que fue posiblemente la
primera película rockera que yo vi, antes que Hair, Jesucristo Superstar,
Sufre mamón, o las ópera-rock de The Who Tommy y Quadrophenia.

La música de la Orquesta Mondragón sonaba a veces algo ramplona, o


mejor dicho, verbenera. Pero otras veces la banda de Javier Gurruchaga
esculpía un sonido de un raro soul metálico, cálido y potente. En estos
casos Gurruchaga empleaba a fondo su profunda voz, también a veces un
pelín histriónica. Hacían una versión estupenda del I´ m just a gigolo (“I´m
just a gigolo,/ and everywhere I go,/ people don´t understand me (....) Oh,
ain´t got nobody, nobody”), que yo solía canturrear delante del espejo
después de ducharme o afeitarme en el cuarto de baño cuya pequeña
ventana daba a la calle San Juan del domicilio de mis padres.

Javier Gurruchaga disolvió la Orquesta Mondragón. Visitó los juzgados


por turbios asuntos relacionados con adolescentes, pero lo más loable de su
comportamiento post-rockero ha sido sin duda su presencia manifiesta en
la lucha civil y política contra el terror criminal de ETA.

El terrible coleteo de La Iguana

Fundador y cantante del mítico grupo Stooges, con quienes grabó dos
espléndidos álbumes, Funhouse y Raw power, Iggy Pop, más conocido
como La Iguana, apareció en la escena rockera, feroz e indomable, justo al
mismo tiempo que The Velvet Underground: de ambos grupos surgió el
punk, una actitud que nada tenía que ver en principio con el estilo que
grupos ingleses como Sex Pistols acabaron adoptando más tarde como
propio. Junto a MC5, Stooges eran verdaderamente punks: dejaron atrás
las tonalidades pop que aún impregnaban las canciones de bandas como
The Troggs o The Sonics y modernizaron, o sea, desencantaron de una vez
por todas las ilusiones de la música del mecer y rodar, después de los años
progresivos. Pero su legado ha consistido básicamente solo en esta
destrucción. Ambos grupos procedían de la industriosa y grisácea Detroit,
la ciudad de la fabricación de automóviles, ciudad de Michigan que fue
también la sede del sello Motown.

Iggy Pop es el intérprete de un puñado de canciones sinceras y


desgarradas, ante las cuales no caben medias tintas: o gustan o no gustan.
TV eye, I wanna be your dog, que Sonic Youth versionó en su segundo
elepé, Raw power, I got a right o la célebre Search and destroy. Todas ellas
son canciones de una rugosa energía cuya escucha produce sensaciones
parecidas a las que puede producir subirse a una montaña rusa:
sensaciones devastadoras que recorren toda la gama de pasiones que van
del éxtasis hasta el agotamiento. Todas ellas son canciones que de algún
modo reivindican el poder y el derecho del hombre a estar en la tierra, a
vivir libre y orgulloso de su condición frente a lo que le aprisiona o le
desnaturaliza. Yo me compré un doble en directo de Iggy Pop, grabado en
San Diego en el 78, en mi primera visita a las recoletas callejuelas del
Soho londinense, cuando fui con dieciocho años a ver la final de la Copa
de Europa de fútbol que el Barça ganó en Wembley a la Sampdoria.

Al igual que Mick Jagger, con quien a menudo se le comparó, la vida


adulta de La Iguana ha sido tan pródiga artísticamente y tan estimulante
como la de su juventud, pero por distintos derroteros al rock. Ha
aparecido en películas como el western español Atolladero o la
norteamericana Dead Man, del director Jim Jarmusch. En esta última, que
combina el tema clásico de Caronte con las enseñanzas del peyote al estilo
del Don Juan de Castaneda, interpreta un papel de cuatrero histriónico muy
apropiado a su insolente carácter. En la banda sonora de otro film más o
menos reciente, Trainspotting, suena uno de sus himnos rockeros, la vieja
y pugnaz Lust for life, que siempre anima con el ruido de un galope de
caballos.

Ah, el chasquido seco y violento de la cola temible de un reptil,


hambriento de vida en un desierto de muerte: esto es el rocanrol de Iggy
Pop. See you alligator. ¡Larga vida a esta imprescindible especie en
extinción de nuestro zoológico favorito!

En la tumba de Jim Morrison

Hace un tiempo estuve en la tumba del cantante del grupo The Doors, sita
en el cementerio de Père-Lachaise, en París. Allí están enterrados multitud
de artistas y escritores, entre ellos Chopin, Proust u Oscar Wilde. En el
albergue donde me hospedaba conocí a un escocés que me comentó con
fina ironía que no le importaría estar enterrado allí: la compañía ha de ser
mucho más divertida que la del cementerio de su pueblo. No pude más que
asentir y continuar con la seriedad de la broma: desde luego, hasta el
mismísimo Ulises se hubiese quedado en el Hades si en lugar de toparse
con su madre se hubiese topado con toda esta gente tan simpática.

De modo que, a pesar de estar vivo, fui a visitar la casa fúnebre de Jim
Morrison. No fue fácil la búsqueda, estuve más de media hora saltando de
tumba en tumba. Por casualidad, di de pie con la del inventor del término
“posmodernidad”, el filósofo francés J. F. Lyotard, hasta que al fin la
oronda turista yanqui a la que seguía los pasos me indicó con una sonrisa
el feliz hallazgo.

La tumba de Jim Morrison está adornada con velas y dedicatorias. Es sin


duda la casa más bonita de aquella ciudad de los muertos. El nombre del
mítico grupo proviene, via Aldous Huxley, el autor de Un mundo feliz, de
los versos del poeta inglés William Blake: “If the doors of perception were
cleansed, everything would appear to man as it is: infinite”. Este dato ya
nos indica el grado de compromiso artístico de The Doors: en sus
conciertos, el cantante solía aludir con festivo acierto a las teorías
dionisíacas del Nietzsche de El nacimiento de la tragedia (en el espíritu
musical, ¡recordemos el título entero!), demostrando mayor conocimiento
del pensador que muchos aburridos catedráticos de filosofía.

Soy un viejo fan de Jim Morrison, hijo de militar, poeta frustrado y


borracho. Por supuesto vi con entusiasmo la película que Oliver Stone les
dedicó, bastante fiel al espíritu libre de la banda de Los Ángeles, o eso me
pareció. A lo largo de su trayectoria, con hermosa y potente voz, Jim
Morrison fue interpretando temas tan significativos como People are
strange, Alabama Song, versión de un tema de Kurt Weil y Bertold Brecht,
Riders on the storm, Spanish Caravan, Indian summer, The End, The
crystal ship o LA Woman. Hay una agonía, una extrañeza, una magia y una
vivacidad en estas canciones que hacen del repertorio de The Doors uno de
los más inconfundibles de la historia del rock, equiparable en esto tal vez
solo al de The Beatles. Entre otras cosas, lo lograron gracias a ese
organillo medio morisco que acompaña al ritmo blusero de la mayoría de
sus composiciones.

Leo en un folleto que el cementerio de Père-Lachaise fue uno de los


escenarios de la revuelta parisiense de 1871. Hoy me alegro infinitamente
de estar aquí, con ganas de gresca. También me sorprende gratamente que
en la lápida de la tumba de Jim Morrison estén grabadas estas palabras en
griego: Kata Ton Daimona Eaytoy. Un solemne epitafio que significa,
según me dijo mi hermano mediano, licenciado en Clásicas, algo así como:
“Entre espíritus vivo”. Algún día, querido Jim, yo, hermano menor,
traspasaré este Oráculo de Delfos moderno al que hoy hemos venido
gentes de todas partes del mundo, y me reuniré por fin con el dios
desconocido de la eternidad que nos alienta y nos acompaña en nuestra
guerra fraterna contra la superstición.
Jazzy

En el número 200 de la revista Rockdelux una porción de la lista de los


doscientos mejores álbums de rock jamás publicados forma parte del estilo
musical que de hecho lo antecedió y en cierta forma engendró cual hembra
amante del macho-blues, más o menos. Me estoy refiriendo al jazz y a sus
legendarios jazzmen. No en vano no menos de diez de los doscientos
discos que Rockdelux ha elegido como los mejores de la corta historia del
mecer y rodar pertenecen al jazz.

Thelonious Monk, Miles Davis, Charlie Mingus: la lista sigue. Cuando iba
en Navidades al pueblo alicantino de mis padres y abuelos corría nada más
llegar a casa de uno de mis tíos, coleccionista y amante del jazz. Allí nos
reuníamos los primos y familiares y se charlaba o jugaba alrededor del
whisky. Como todavía no tenía la edad para degustar este licor de los
dioses y aquellas charlas resultaban un poco cacofónicas, solía refugiarme
en la biblioteca, donde mi tío guardaba orgullosamente más de cincuenta
discos de jazz. De la trompeta de Benny Goodman al xilofón de Lionel
Hampton, pasando por el piano de Fats Waller; Count Basie, Nat King
Cole, las voces de Billie Holiday y Ella Fitzgerald, las notas imperecederas
del primer Louis Armstrong o Duke Ellington, el Duque. Todo lo grabé y
todo lo escuchaba, y así sigo, conservando aquellas cintas mientras ya
puedo saborear en silencio mi buen whisky.

Poco después descubrí a mi trío favorito: Charlie Parker, John Coltrane y


Ornette Coleman. Del primero se sabe casi todo porque en su día Clint
Eastwood dirigió un biopic sobre su carrera musical interpretado
magníficamente por Forrest Whitaker. Se llama Bird y si no la habéis visto
dejad este libro y corred al videoclub. La música de Charlie Parker fue
elogiada en especial por los beatniks, empezando por Jack Kerouac, quien
al parecer quiso imitar en su prosa el endiablado ritmo de su heterodoxo
jazz.

De John Coltrane, qué voy a decir. Una vez cometí la imprudencia de


dejarme llevar sin cortapisas por su música y acabé plenamente
transtornado: el conjuro había vuelto a funcionar, pero ya no gracias a la
energía tantas veces arrolladora del rock, sino a causa de una musicalidad
más aparentemente suave y más matizada, pero igualmente convulsa.
Jamás un saxofón me llevó tan lejos, sin más droga que su sonido.

Y de Ornette Colemann, el autor del álbum Free Jazz, recordaré que fue él
quien abrió las puertas de la libérrima experimentación a una música tantas
veces previsible. Aquí la legendaria improvisación y espontaneidad del
jazz se hizo carne y sangre, libertad de crear. Algunos dijeron que aquello
no era jazz, y no era desde luego la música del Chicago de los años treinta.
Se encontraba más cerca del rock que el sello Chess editaba entonces en
Chicago, de estilo blues-soul. Coleman fue amigo del filósofo Cornelius
Castoriadis, quien en sus ratos libres improvisaba piezas musicales al
piano como Nietzsche solía hacer con las polonesas de Chopin o con sus
obras, de las que me regaló un disco producido por la Facultad de Filosofía
de la UNAM de México DF la profesora Paulina Rivero Weber en Madrid,
solo que en el caso de Castor se trataba de free jazz.

Entre tantas cosas buenas que tiene el jazz, una es que no da lugar apenas a
envidia de ninguna clase: saber ejecutar un instrumento como la trompeta
o el xilofón es para mí imposible del todo. Pero, sobre todo, como en
muchas de sus composiciones no hay palabras, la facilidad para entender
casi sin esfuerzo las letras de los temas rockeros que podríamos envidiar a
los angloparlantes queda aquí plenamente difuminada.

El sermón del domingo por la mañana

Con el paso de los años he ido descubriendo que no hay mejor rock para
los domingos por la mañana que el del grupo Led Zeppelin. Esta banda
formada, entre otros, por Jimmy Page, exYardbirds, y Robert Plant, que
ahora vuelven, triunfó con su ácido rock duro en los años finales de la
década de los sesenta.

Es una música bonita, soñadora, instrumentalmente muy bien elaborada,


con alguna que otra innovación técnica. Me refiero al uso que Jimmy Page
hacía de un bastón de violín contra las cuerdas de su guitarra. Cuando yo
me compré mi primera guitarra eléctrica un amigo que sabía tocar el violín
me regaló su bastoncito. Entonces me di cuenta de la dificultad de la
empresa de Jimmy Page, pues mientras que yo simplemente aporreaba las
cuerdas sacando algo de ruido, el gran músico sabía obtener jugosos
sonidos de la fricción de las cuerdas de la guitarra con las cerdas del
bastón del violín.

¿Es posible un rock enérgicamente relajante? Considero que desde Led


Zeppelin los amantes de la fiebre del sábado por la noche tenemos una
respuesta afirmativa para los domingos por la mañana. Gracias al contraste
de la voz aguda del cantante con la gravedad instrumental del conjunto,
Led Zeppelin consigue envolvernos sin subyugar, animarnos sin perdernos,
incluso hacernos pensar sin adoctrinar. Es cierto que estaban uncidos con
cierto predicamento religioso, por ejemplo en el profetismo de Your time is
gonna come, pero hay que recordar que estamos a finales de los sesenta,
cuando The Beatles viajan a la India y en EEUU alcanza su apogeo la
revuelta hippy.

En Dazed and confused, Led Zeppelin recuperan para el rock el asombro


mayéutico de la filosofía. ¿Qué es esto que hay? ¿Qué soy yo? ¿Qué pasa
aquí? Son preguntas que tiñen la vida de gris, me diréis, pero frente a todo
ese brillo celestial que la Iglesia nos promete, el asombrado gris de la vida
cotidiana vale exactamente lo que una vida. Ese asombro que nos adviene
el día menos esperado, cuando parece que todo lo sabemos, que nos hunde
pero también nos prepara para elevarnos a la altura de nuestro misterio
humano, ese asombro que no conoce límites aunque los capta pues se
incrusta hasta en la piel de nuestro propio cuerpo, es lo liberador, pues
acaba poniendo en cuestión la realidad consagrada. He aquí el sermón
rockero de los domingos por la mañana, cuando todo vuelve a empezar.

No Love Lost, de Joy Division

Esta canción, divinamente sucia, jubilosamente primaria y directa, como si


se tratase de un aria operística pero con ariscas guitarras eléctricas en
lugar de voces educadas en el bel canto, forma parte del magnífico
repertorio del músico inglés Joy Division, fundador de un estilo musical
coetáneo del punk británico conocido como rock siniestro o gótico.

Rilke anunció que allí donde la belleza aparece empieza el peligro de lo


terrible. Sabemos que de lo sublime a lo siniestro el paso es corto, leve y
vertiginoso. Joy Division hizo de esta frágil frontera el ethos de su música
y de su pasión. Finalmente murió de propia mano, como Séneca y como
Otto Weininger, no sin antes haber dejado en el mundo algunas pinceladas
de efímera y noble sinceridad. Se dice que era tory. En las comarcas de
Valencia, un grupo local de tecno doméstico se hace llamar Rajoy
Division.

No love lost no es seguramente la mejor canción de Joy Division, entre las


que destacan Atmosphere, She lost control o These days, pero es la que a
mi modo de ver mejor refleja su apuesta artística y vital, tanto en lo
instrumental como en lo letrístico. ¿Trabajos de amor perdido? No. No hay
amor perdido aunque toda nuestra vida no sea sino un camino de calvario
y podredumbre, con un desenlace fatal, vano e imprevisto. Porque, en todo
caso, contra lo más presuntamente fuerte, lo más tiránico, lo más
culpabilizador, lo más falsario, se alza el grito básico de nuestra carne
mortal: “I need it!”. Freud señala que el mal es la ausencia de amor, porque
el amor verdadero es lo único capaz de aceptar y paliar imperfecciones e
incluso ciertas dosis de mezquindad, empezando por uno mismo, y de
esquivar por tanto las malas pasiones que de otro modo nos asaltarían al
paso. El hombre, pasión inútil, pero pasión. Por eso no hay amor perdido
mientras quede una chispa de brío en nuestra voluntad de vida y en nuestro
aliento sincero.

Alice Cooper en el limbo

Mi baile rockero favorito se llama limbo-rock: consiste en pasar


debidamente ebrio por debajo de un palo colocado en posición horizontal
cada vez a menor altura. Es un baile practicado asiduamente en las fiestas
universitarias norteamericanas, o al menos eso parece por las películas que
vemos por televisión.

De algún modo, el melódico y experimental blues-rock de Alice Cooper


suena como el más adecuado para semejantes proezas, si pretenden ir más
allá de la pura banalidad. Es una música envolvente, ebria, rompedora,
sombría a veces, un blues con reminiscencias psicodélicas y aun
progresivas, pero sin perder el humor. Nada que ver por tanto con esos
tostones de grupos como Genesis et alli. Alice Cooper sacó varios discos
en plena epopeya hippy: fue uno de sus portavoces menos estúpidos y más
auténticos. Dicen que solía salir a escena disfrazado de encantador de
serpientes, o que los miembros de la banda se vestían como jirafas y
hacían ver que eyaculaban semen contra el público. Fue por tanto el
introductor de los happenings artísticos en el mundo del rock: un proto-
guerrillero urbano contra el imperio de la comunicación estereotipada.
Otro ilustre melenudo, Frank Zappa, le debe a Cooper la inspiración de su
carrera musical, menos truculenta pero igualmente combativa.

Tengo un concierto en directo de Alice Cooper en un club de LA en 1969.


A mí me parece un disco fabuloso y me extraña que su música no sea más
conocida entre los fans. Desprende una melancolía sana y limpia, como la
atmósfera fresca que sigue a un aguacero de verano. 10 minutes before the
worm, Levity ball o Nobody likes me son canciones maravillosamente
agridulces.

Cuentan que el limbo traza la antesala del cielo, en el que nunca se entrará:
yo no sé si Alice Cooper sigue allí, pero desde luego estoy dipuesto a pedir
firmas para que lo acepten definitivamente como socio de honor.

El exquisito mal gusto de The Cramps

Dentro de la hornada de grupos que pusieron de moda el revival fifty en los


ochenta, entre los que destacan Stray Cats, de ortodoxo rockabilly, The
Cramps fue tal vez la banda más original. Provenían de los desechos de las
décadas prodigiosas, es decir, del vertedero adonde fueron a parar todas
aquellas ilusiones de emancipación de los años del bienestar posterior al
fin de la 2ª guerra mundial.

Así nació el trash o cultura basura, cuyo más conspicuo representante no


fue ningún músico sino el cineasta John Waters, inspirador a su vez de
Pedro Almodóvar. El rockabilly kitsch o psychobilly de The Cramps podría
haber funcionado muy bien en cualquiera de los filmes del director de
Baltimore, casi todos ellos ambientados en una década de los cincuenta
mordazmente retratada. Las sombras de los años felices.

The Cramps abanderaron el mal gusto en el rock. Una de sus canciones


más conocidas se titula Kizmiaz, que no es el nombre de ningún conde
húngaro o polaco, ni siquiera finlandés, sino una abreviatura de la no muy
elegante frase: “Kiss my ass”, o sea, “Bésame el culo”. Y así son todas sus
canciones, que suelen centrarse en el acto genital o en el acto
excrementicio, tanto monta, monta tanto.
Pero no hay peor gusto que carecer de mal gusto. No sé si lo digo bien. Un
experto en la materia, el poeta Paul Valéry, sentenció que el gusto está
hecho de mil disgustos. Y otro pensador, más antiguo y más expeditivo,
afirmó: “Y cagan los reyes y las damas, y también los filósofos”
(Montaigne). De modo que no os disgustéis demasiado por vuestros
disgustos: habrá la posibilidad de convertir la hez en oro, y placer. Eso sí,
siempre y cuando no perdáis lo necesario en estos casos: el buen gusto.

Yo también fui un beatle

Supongo que mi relación con The Beatles no será muy diferente a la de la


mayoría de personas de este planeta. Posiblemente los Beatles fueron el
primer gran grupo de rock del que yo tuve noticia, y la canción She loves
you el primer tema pop que yo canturreé. Aunque en aquel entonces, dado
nuestro pobre nivel de inglés, nosotros cambiábamos la letra por una
vulgar tonadilla que decía: “Me la pillé, yé, yé, yé”. En fin, recuerdo
incluso que esa tonadilla ponía punto final a un chiste que trataba de
explicar el origen de tan famosa y conocida canción: es el caso que los
Beatles viajan en tren y Ringo Starr tiene ganas de orinar, pero como los
lavabos están ocupados tiene que hacerlo por una de las ventanillas del
vagón, la cual resulta que no está bien colocada y acaba cayendo con el
traqueteo del tren justo en el momento en que el batería de los Beatles
empezaba a cumplir sus compromisos con la naturaleza. De ahí el “Me la
pillé, yé, yé, yé”.

Bromas aparte, debo aclarar que yo también he sido un fan de The Beatles.
Sobre todo de su primera época, la que empieza con Love me do y dura
hasta 1966: unos años llenos de talento y canciones de fascinante
simplicidad. De ¡Help! hasta Revolver, de The Cavern hasta el último
concierto en San Francisco, The Beatles fraguaron durante aquellos años
su fama mundial. No podría mencionar y menos comentar todas y cada
una de las adorables canciones de aquél período, pero me gustaría recordar
un par que solía escuchar en verano gracias a un viejo single de época de
mi madre: Do you want to know a secret? y You´re gonna loose that girl.
Son temas de una rara jovialidad, de una jovialidad teñida de nostalgia que
me parece la nota más característica de la poderosísima música de The
Beatles, incluida la de su segunda época.
Precisamente en ésta el cuarteto de Liverpool consolidó su hegemonía y
experimentó con nuevas técnicas de estudio, nuevos instrumentos, nuevas
tonalidades, a menudo paradójicamente retro. De ahí provienen el
interesante proyecto de Sargent Peppers Lonely Heart´s Club Band y sus
últimos discos. De estos últimos años también podría citar diez o veinte
canciones maravillosas. Otras, todo hay que decirlo, son más anodinas.
Pero me limitaré a señalar mi predilección por la mayoría de las contenidas
en aquel hermoso disco conocido como The white album. Blackbird, por
ejemplo.

The Beatles son el grupo de rock and roll como Elvis es su Rey. Ellos
impusieron definitivamente el modelo unitario de banda pop, con su
batería, su bajo, sus guitarras y su cantante. Nadie imagina a The Beatles
llamándose, por ejemplo, John Lennon y Los Escarabajos, sino
simplemente Los Escarabajos. Nombre que por cierto rinde homenaje al
combo de Buddy Holly, cuando todavía los grupos se llamaban Buddy
Holly and The Crickets y cosas así. Pero la influencia del gran músico
tejano en el cuarteto de Liverpool va mucho más allá del nombre de turno,
abarca su amplitud de miras musical, sus ganas de experimentar y
evolucionar, y su talante. Mientras todos los demás grupos de rock
quedaban al poco de nacer encuadrados en un estilo o en una estética
determinada, The Beatles fueron los primeros en recorrer diversas gamas
del rock sin perder por ello su sello de identidad. De la frescura y
espontaneidad de sus inicios pasaron a la introspección vanguardista en sus
últimos años. Entretanto, reinaron durante toda la larga y fecunda década
de los sesenta, en la que proliferaron multitud de excelentes bandas y
tendencias rockeras, lo cual aumenta por supuesto la dimensión de su
éxito. Así pues, no comparto para nada el desdén que algunos puristas
sienten por The Beatles: tan pronto eran capaces de pergeñar una
contundente canción garagera como atreverse con temas de music-hall. Un
servidor no podría, en fin, desmerecer la música del grupo con cuyas
canciones aprendió a rasgar la guitarra allá por sus dieciséis años.

Yo no sé qué futuro tiene el rock and roll con el uso de las ya no tan
nuevas tecnologías, pero estoy seguro de que no soy el único en sostener la
siguiente comparación: The Beatles son al rock lo que Mozart a la música
clásica, o Kant a la filosofía. O sea, algo así como el cénit y el ideal a
seguir. Los hay mejores, pero quizá no otros tan completamente canónicos.
En dicho futuro yo ya no estaré. Pero cuando haya atravesado el cielo
estrellado y mis átomos se deshagan en el polvo del universo, deseo que
suene entonces esta vieja canción del cuarteto de Liverpool:

Please don´t wake me now


Don´t shake me
Leave me where I am
I´m only sleeping

Las balas perdidas

He aquí a Sus Satánicas Majestades, los perversos, los indomables, los


incombustibles The Rolling Stones. He aquí a la mejor banda de rythm
and blues del mundo, aunque no del tipo purista como el de The Pretty
Things. Por su carisma, por su largo recorrido, no siempre cómodo, por su
siempre apetecible y aun indesmayable carácter, ningún sonido como el
compuesto por Mick Jagger y Keith Richards.

Empezaron haciendo versiones de Chuck Berry y Muddy Waters. Sacaron


elepés por aquel entonces provocadores, con canciones como Little Red
Rooster, Get off muy cloud, 19th Nervous Breakdown (la Orquesta Platería
hacía una divertida versión en castellano de esta canción, basada a su vez
en una de nuestros nunca suficientemente ponderados Los Salvajes), la
contundente Paint it black (de ésta Los Salvajes también hacían su
versión), Stupid girl, Have you seen your mother, baby, standing the
shadow? (que yo vi versionar al estupendo grupo The Chesterfield Kings
una noche en Barcelona), la estremecedora Lady Jane, Let´s spend the
night together, la increíblemente elegíaca Ruby Tuesday, It´s all over now,
la trepidante Jumpin´ Jack Flash. Luego compusieron varias canciones
más elaboradas, influidas por la psicodelia y los ritmos progresivos, pero
de sonoridad igualmente stoniana: We love you, Dandelion o la pindárica
She´s a rainbow.

Grupo emblemático de la algarada juvenil, de la adolescencia apasionada y


de lo que nos queda de adolescencia en la edad adulta, su nombre significa
en expresión española algo así como “Las balas perdidas”. Las balas
perdidas, después de fallar su blanco, suelen continuar su trayectoria en
medio de la noche solitaria hasta acabar en un gesto final que al menos ha
renunciado a instalarse cómodamente para siempre en el conformismo. De
este abrazo solidario entre solitarios surge la calidez y aun la calentura de
casi todas las canciones de The Rolling Stones, que uno escucha y celebra
como si las hubiese escrito él mismo. Tengo especial cariño por un tema
titulado Time is on my side, que empieza con un punteado de guitarra que
suena como una promesa de felicidad. Y por supuesto considero que Sticky
Fingers es uno de los mejores álbumes de rock de todos los tiempos, con
canciones como Brown Sugar o Wild horses, de hiriente melancolía.

El sonido Stone forma parte de los cuatro o cinco recuerdos que a buen
seguro me acompañarán hasta la tumba, y desde la infancia. Porque
cuando era pequeño, fuimos con el colegio de visita a la montaña de
Montjuich. Allí, en una especie de chalet, un grupo anónimo de rock
ensayaba sus canciones. Durante un buen rato estuvieron repitiendo un
conocidísimo riff, cuyo sonido me llegaba como una llamarada de vida.
Era el principio de la famosa canción (I can´t get no) Satisfaction, que trata
de la frustración de los deseos. Sonaba muy sugerentemente provocadora
para mi corta edad. Luego supe que Otis Redding hace una versión de ella
con ritmos soul, y que es sin duda la canción más representativa de los
anhelos y sinsabores de la música del grupo londinense. Considero que (I
can´t get no) Satisfaction, himno de todas las balas perdidas, cifra el valor
de nuestro deseo insaciable de ser siempre buenos. Es una canción sobre lo
que amamos y perdemos y nos avisa de lo que inciertamente nos espera en
esta vida.

¡Ah, el sonido Rolling Stone!

Un camello jamaicano en Piccadilly

¿Quién no ha gozado alguna vez con los ritmos caribeños de Bob Marley?
Allí en Jamaica el rock se mezcló con las melodías indígenas de la isla, y
de esta mezcla surgió el reggae, un estilo audaz y combativo que
combinaba letras más o menos subversivas con una música alegre y
danzarina.

Muy pronto el reggae quedó asociado al consumo de marihuana, a la


reivindicación de los derechos humanos para los negros, de los que
entonces carecían, y de los que como humanos, no como negros, también
eran acreedores, o a la nostalgia de África. En definitiva se trataba de
celebrar la explosión de libertad germinada en los años sesenta: contra la
tiranía y la discriminación, por el placer que no produce beneficios
crematísticos inmediatos.

El principal autor de esta moda fue Bob Marley, una especie de mito de la
emancipación política de la ex-colonia británica: algo así como el Jimi
Hendrix del Caribe, pero con una actitud mucho más suave y
decididamente politizada. Para algunos Marley llegó a convertirse casi en
un Cristo, en el fundador de una nueva religión, pero más bien frustrada,
porque dudo de que el bueno de Bob tuviese la ambición de convertirse en
profeta. Más bien demostró poseer una encomiable sensatez cuando
después del asesinato de un joven negro a manos de la policía pidió a la
muchedumbre que actuase con cordura y sin violencia. Su lucha se
encauzó a través de la música, con espléndidas canciones como War, Is
this love, Stand up (“Get up, stand up, stand up for your rights/Get up,
stand up, don´t give up the fight”), Africa united, etcétera. Sin duda lo más
perdurable de su mensaje es que desde luego resulta muy difícil cambiar el
mundo, pero si no hacemos nada, y bien, éste aún irá a peor.

Más tarde, gracias a la inmigración, los ritmos pop-rock del Caribe


causaron furor en Londres, antes de que Ricky Martin y compañía lograran
hacer lo propio por todo el mundo cantando en español, aunque de otra
manera. El más exitoso y el más bailable de estos ritmos fue el ska, del que
brotaron grupos a mansalva, algunos excelentes como The Specials, Bad
Manners y sobre todo Madness (One step beyond, Our house in the middle
of the street). El ska era una música intensísima. Los locales empezaron a
llenarse de bailes y sudor. Todos unos The Smiths se vieron influidos por
este ciclón caribeño, por no hablar de bandas como The Jam, en su
formidable sección metálica, o los mismísimos The Clash, cuyo
maravilloso London Calling contiene más de una canción de acordes
reggae. Y qué decir de The Housemartins, de The Pogues y demás pop
británico ochentero, tan típicamente teñido de sabor caribeño.

Un día de principios de enero de hace unos años estaba esperando a una


persona en Piccaddilly Circus, bajo la estatua de Venus, diosecilla del
amor. Era un día gélido y gris. De repente un chaval de unos treinta años
de aspecto informal se me acercó ofreciéndome marihuana. Me resultó
simpático, pero agradeciéndole su interés le rechacé cordialmente la oferta
y le pregunté de dónde era. Me dijo que era jamaicano, que hacía diez años
que vivía en Londres y que quería volver a su país porque prefería el calor
al frío. Yo me acordé en este momento de la “triste y espaciosa España”
(¿fue Flaubert el que lo dejó escrito?), del amigo al que esperaba desde
hacía media hora y que no llegaba y del buen y talentoso Bob Marley.
Ambos nos reímos y nos dimos la mano en señal de despedida.

Amanecer azul

En la ciudad francesa de Nimes nació un grupo de flamenco-pop llamado


Gipsy Kings. Los reyes gitanos reinaron durante algún tiempo con sus
rumbas en la escena musical europea, adquiriendo fama mundial gracias a
una pieza de trepidante ritmo moruno: Volare (“y me pintaba la cara y las
manos de azul/ y echaba a volar en el cielo infinito”). Mi hermano
mediano se compró rápidamente su disco Mosaïque, que escuchábamos en
silencio los sábados por la mañana mientras arreglábamos la habitación
que compartíamos.

Su música hacía honor a la pasión que se les supone a los gitanos, esos
“nómadas del viento” de los que dice Cioran: “Pueblo auténticamente
elegido, los gitanos no son responsables de ningún acontecimiento, de
ninguna institución. Han triunfado sobre el mundo por su voluntad de no
fundar nada en él”. Hay que ver Las noches salvajes, una bonita película
que los retrata en medio de un París libertino que, no obstante, ya no es
una fiesta. Canciones como Caminando por la calle, Soy, Trista Pena,
Liberte, cantadas en una mezcla de caló, español y francés, resonaban en
las fiestas de aquel entonces como danzas del velo hermosas y tentadoras.
Preñada de melancolía, la música de Gipsy Kings nos incitaba a echar a
volar la imaginación para conquistar el aire de nuestra libertad originaria.
Apasionadamente viscerales, sus canciones no resultan incompatibles con
las delicias de un amor sereno.

Cuando estuve en Niza aprendiendo francés, los estudiantes solíamos


reunirnos en una vieja villa, blanca y radiante, que se llamaba Castel
Arabel. Allí solía escucharse la música de Gipsy Kings, bajo el cielo azul y
el sol llameante de la costa mediterránea. Las guitarras flamencas
remedaban los ecos de la belleza alciónica del lugar y había como una
comunión de sonrisas en nuestros rostros morenos. Un día fuimos hasta la
fortaleza medieval de Ez, que Nietzsche, en Ecce homo, llama “nido
morisco de águilas”, y en el claro mediodía pude avizorar los acantilados
de Córcega. Perdido en la lejana visión, recordé estremecido una canción
de Gipsy Kings que aún sigue poniéndome los pelos de punta: “El camino,
mi camino, el camino del verano/Yo soy un vagabundo y me voy por este
mundo” (El camino).

Hace poco más de un año Volare fue elegida como segunda mejor canción
europea pop detrás de Waterloo, del grupo sueco Abba. Está claro que
quien nada funda no puede quedar primero en nada.

Madrid, Burning (1978)

Estuve en Madrid durante la tercera semana del mes de marzo de hace ya


muchos años. Visitamos el Museo del Prado, fuimos hasta Segovia,
pisamos el palacio de La Granja, nos paseamos por las calles de Toledo y
nos recorrimos los bares y lugares de culto de la capital. Un miércoles o un
jueves de aquella inolvidable semana, en una tienda cercana a la Gran Vía,
adquirí el primer disco del legendario grupo de rock Burning.

Canciones de cuero y de pólvora, de formato clásico, de brillante negrura,


de aire stoniano, los temas que conforman el álbum Madrid constituyeron
en su tiempo verdaderos himnos de la ciudad y de su noche, como la
misma canción Madrid, o Jim Dinamita. Son piezas de una tensión
dramática sin parangón en el rock español, de una fatalidad a lo
Dostoyevsky muy atractiva para un joven lúcido como yo. Hablaban de la
delincuencia y de las drogas, pero también del amor, de la libertad, de la
pasión por vivir. Acercaban el rock a las angustias existenciales de un
Proust –pero eso sí, recordando siempre que “allí donde Dios no existe, allí
reino yo”. La preciosa Lujuria contiene un acompañamiento pianístico que
le hubiese agradado escuchar a Chopin en su retiro de Mallorca. Y está la
inmensa canción Sin tiempo para vivir, que yo utilicé como banda sonora
mental cuando leí por primera vez Del sentimiento trágico de la vida de
Miguel de Unamuno. Qué decir, en fin, de Rock and roll mama. Burning
ofició además de puente generacional entre las bandas sesenteras
españolas (Salvajes, Bravos, Brincos, Sírex) y la nueva ola que se estaba
forjando en Madrid.
Es difícil hablar de lo que más se ama, tanto más cuanto una y mil veces se
ha intentado expresarlo y lo que ha salido no ha sido más que un vulgar
balbuceo. Simplemente puedo decir que este disco me tiene poseído, que
se me pone la piel de gallina cada vez que escucho estas canciones y otras
como Ginebra seca, Muévete en la oscuridad o la celebérrima ¿Qué hace
una chica como tú en un sitio como éste?, la cual dio para una película
homónima de la época en la que aparecía Carmen Maura y el grupo
mismo.

Loquillo y Trogloditas le dedicó a Risi una canción maravillosa, En las


calles de Madrid, que dice: “Dile a Pepe Risi/que ya puede sonreír,/él mató
el silencio/de las calles de Madrid.”. Yo no sé si he matado algún silencio,
aunque entiendo que el silencio que hay que matar es básicamente la
charlatanería. Pero no siempre tenemos la fuerza suficiente de lograr
acallarla. Quedémonos, en estos casos, al igual que Pepe Risi, con los
silenciosos “recuerdos del pelo largo”, procuremos sonreir, y nada más.

Esta noche

La tragedia, la catástrofe, el amor: esta noche. La comedia, el drama


moderno de siempre: Romeo y Julieta, Calixto y Melibea. Y Tony y María.
En casa teníamos la banda sonora original de la película West Side Story.
No tardamos mucho en verla, una y mil veces, por televisión, o en las
clases de inglés del segundo curso del extinto BUP, en versión original o
doblada, entonando las modulaciones de las canciones de Leonard
Bernstein, atentos a las peripecias del amor en tiempos de cólera. El otro
film que entonces vimos exclusivamente en inglés sin enterarme yo de
nada fue Con faldas y a lo loco, en la academia donde yo entonces
estudiaba para obtener el First Certificate de la Universidad de Cambridge.
Dos versiones del amor no tan alejadas como parece.

Escuchábamos una y otra vez el disco de West Side Story, arrobados,


extasiados. La América que canta Rita Moreno (“Puerto Rico, my heart is
growing”), la María del enamorado Tony, la trapisondista genealogía
familiar de ¡Caramba, el policía Krupke! (“We are sick, we are sick, we
are sick, sick, sick, we are psychologically sick”) y por supuesto la
canción: Tonight. Las cantábamos y soñábamos con nuestra Natalie Wood.
Será ahora, es esta noche, no hay espera, ni posposición. Sólo un corazón
que late y alguien que quiere besar. Ni cielo ni infierno, sólo hoy, mientras
los tiburones y los aviones acechan y las navajas brillan en la oscuridad.
Algún tiempo después supe que West Side Story era la película favorita de
Jorge Luis Borges. Fue una de las mías cuando tenía quince años.

Lou Reed en persona

La primera vez que me presenté a oposiciones de profesor de filosofía de


IES en la ciudad de Valencia vi actuar a Lou Reed en el parque de Los
Viveros. Una vez superada la primera prueba escrita, tuve unos días de
esparcimiento en la agradable ciudad del Turia y de la Malvarrosa. Una
noche anterior a la segunda prueba escrita, Lou Reed y su banda ofrecieron
un concierto que no me podía perder por nada del mundo. Y no me lo
perdí, aunque fuera del recinto, sin pagar, subido de pie a un banco del
parque y, por decirlo así, de soslayo. Allí estaba encima del escenario,
siempre libre, el superviviente del rocanrol. El maestro. Lou Reed en
persona. Far away, far away, are not all things lovely far away?

El concierto duró casi dos horas. No fue brillante ni conmovedor, al menos


no desde donde yo lo seguía. A mi lado estuvo durante la fase inicial del
espectáculo una chica australiana que pasaba por ahí. No recuerdo
exactamente. Había gente bailando, bebiendo y fumando de forma gratuita,
podríamos decir, en el sendero de los bancos, lateralmente al recinto
vallado. Era de noche y era julio. Todo era más bien tirando a normal.
Sonaron, unas tras otra, las viejas gloriosas canciones de Lou Reed, tanto
de la época de The Velvet Underground como de las de su carrera en
solitario. Especialmente me animaron Sweet Jane, Heroin y, claro está,
Perfect Day, en una versión agudísima. Creo que fue entonces cuando
llamé por el móvil a mi hermana, que se alegró.

Al acabar el concierto, pues, me fui feliz, pero no demasiado, al piso que


mi primo tenía alquilado en Benimaclet y donde yo pernoctaba. Y no
obstante, todo había sido milagroso, inesperado, porque hacía tanto tiempo
que querría haber visto en directo a Lou Reed que ya lo daba por
imposible. Un año más tarde, con más aplomo, pernoctando en una
buhardilla de un amigo en Patraix, logré obtener el trabajo que quería.
No sé si el concierto en Los Viveros fue el de la presentación de su doble
álbum dedicado a Edgar Allan Poe. Pero casi todas las canciones de aquel
concierto están en este disco. Se titula The Raven. He escrito una reseña
del trabajo en mi blog: www.blogia.com/procopio. Tiene su punto
irregular, y sin embargo parece que jamás el rock pudo saborearse en tan
atómicas dosis. La molécula o el grano o la palabra del rock.

La noche de Los Viveros fue también milagrosa porque no solo escuché en


directo a Lou Reed sino que lo tuve en persona a menos de diez metros de
mí. Sucedió cuando me iba. Allí estaba el rockero de Nueva York, de
mediana estatura, en el backstage montado al efecto detrás del escenario,
al aire libre, bajo la luna de Valencia, saludando y charlando con el músico
brasileño Caetano Veloso.

Tan cerca, tan lejos.

Gloria a los pioneros

En el principio fue Bill Haley and the Comets. El grupo que en 1954
otorgó carta de naturaleza al rocanrol grabando su single Rock around the
clock –el rock empieza como una lucha y una burla contra el tiempo
congelado, petrificado. Luego vino Elvis Presley, y Chuck Berry, y Jerry
Lee Lewis, y los “hijos de Elvis” –Gene Vincent, Eddie Cochran, Buddy
Holly-, y Roy Orbison, y Little Richard, y el émulo de éste, Esquerita, y el
émulo de Berry, Bo Diddley. Todos ellos y algunos más, como Johnny
Cash, The Everly Brothers y los hermanos Burnette fueron los auténticos
pioneros: las auroras que alumbraron los días de rock en que vivimos.

Bill Haley era rubio y gordito. Provenía de los típicos combos que
amenizaban las fiestas de la gente de mediana edad. Junto al famoso disc-
jockey Ed Sullivan, cuyo programa de TV Ed Sullivan Show fue capital en
la expansión del rock, pensó en lanzar un nuevo estilo de música juvenil
que aunase los ritmos negros del blues con el swing, el country y el jazz.
Así nació el rock and roll. Rock around the clock sonaba al final de la
película The Blackboard Jungle, mientras pasan los créditos. Esta película
trataba por primera vez el conflicto racial y educativo que planeaba por
aquel entonces en las escuelas de EEUU, y que por lo visto sigue vigente.
Fue una explosión de rebeldía tanto contra la discriminación racial y social
como contra las rigideces y la hipocresía de la sociedad establecida.
Algunos quisieron ver en ella una apología de la delincuencia juvenil o, en
el otro extremo, un típico filme americano con moraleja final, cosa que en
efecto es, en este caso: la lección del maestro, “negro bueno”, Sidney
Poitier, al que sus alumnos rompen todos sus discos de jazz, y quien al
final logra con la ayuda de algunos buenos hombres blancos encauzar la
situación. Lo cierto es que en los años cincuenta posteriores a la 2ª guerra
mundial la juventud empezaba a convertirse en la franja de edad más
importante de la sociedad. Ya no había guerras a las que ir, o apenas, y las
que iban a venir serían repudiadas con el estallido de las revueltas de los
años sesenta. El rock, música frívola que solía hablar del amor y del
desamor y poco más, tuvo en toda esta historia de luchas por la libertad y
la justicia social una importancia máxima, una influencia directa y
paradójica que empezó con aquel Rock around the clock de Bill Haley.

El nuevo territorio descubierto necesitaba un rey, y este cargo fue ocupado


rápidamente por el jovencísimo Elvis Aaron Presley. El joven camionero
cantaba espontáneamente canciones dedicadas a su madre en los descansos
de sus viajes entre los campos de algodón, oyendo musitar a los negros que
en ellos trabajaban. That´s allright mama. Elvis llegó, vio y triunfó. Sobre
todo con una canción que no le pertenecía, grabada unos meses antes por
otro músico precoz, el talentoso Carl Perkins, quien a raíz de un accidente
de coche tuvo que guardar cama sin poder hacer circular por ahí su
inestimable joya, Blue Suede Shoes. Un día Elvis Presley fue a tocar a
Lubbock, Texas, y un joven quedó entusiasmado con su concierto. Era
Buddy Holly, que fundó junto a The Crickets el primer grupo de rock, o el
arquetipo de lo que después serían las grandes bandas de rock, empezando
por The Beatles. Buddy Holly se hizo famoso con su sencilla Peggy Sue,
pero su prometedora carrera musical quedó truncada en un accidente de
avión el 3 de febrero de 1959. La influencia de Buddy Holly, que abarca
toda la historia del rock, se patentó de forma inmediata en un oscuro
músico llamado Roy Orbison, cuya Pretty woman ha dado incluso título a
una película reciente protagonizada por Richard Gere y Julia Roberts.

El sello Sun Records de Sam Philips, sito en Memphis, Teennessee, había


lanzado a la fama a Elvis Presley. Los de la Capitol quisieron hacer lo
mismo con otro animal del escenario: Gene Vincent. El Gato Salvaje de
Norfolk, Virginia, prefiguró el lado heavy del rock; vestido con sus chupas
de cuero y apoyado instrumentalmente por The Blue Caps, Vincent
arrastraba su pierna de pirata mientras modulaba la voz en Be-Bop-A-Lula,
uno de los primeros himnos del rocanrol. Murió en 1971, gloriosamente
rockero y alcohólico. A la sombra de este legendario pionero empezaron a
surgir multitud de cantantes blancos como Ricky Nelson o Eddie Cochran.
Éste último tenía una fuerza peculiar en su manera de interpretar sus
canciones: C´mon Everybody, Something else o Summertime Blues, que
todos unos Who llegaron a versionar en el festival de Woodstock. Cochran
fue el rockero que más aspecto de actor de cine tenía: fue a James Dean lo
que Gene Vincent a Marlon Brando. Aunque el que aparece en una película
del Oeste de la época, no sé si Rio Bravo o una de éstas, es Ricky Nelson.
Cochran, al igual que James Dean, murió en un accidente de coche, a
principios de los sesenta, en Inglaterra.

Otro músico blanco conocidísimo en aquella época fue Jerry Lee Lewis, el
terror del piano. Sus canciones Great balls of fire, Whole lotta shakin´
going on o Wild one (Real wild child) fueron éxitos en todo el país. Lewis,
procedente del swing, representaba la cara adulta del rock, la cara de
aquellos que tuvieron que cambiar el paso a mediados de los cincuenta
para adaptarse a los nuevos ritmos. Eso sí, conservando instrumentos
tradicionales, como el piano, que nunca sonó tan sabrosamente rockero
como en sus manos. Aunque al final, hélas!, el Tigre acabase sus
actuaciones rociándolo de gasolina y quemándolo, como Jimi Hendrix
quemaría después su guitarra. Jerry Lee Lewis grabó junto a Elvis Presley,
Carl Perkins y Johnny Cash, que a su vez provenía del country, otro
fertilizante del rock, el álbum The Million Dollar Quartet, algo así como el
mejor disco que se podía hacer en aquel momento. Aunque, seguramente
para calmar las conciencias puritanas asustadas por el empuje incontrolado
del rock, el disco contenía temas típicos del folclore americano teñidos de
una fuerte religiosidad. Ya saben, “espirituales” e inocentes canciones para
niños como Down by the riverside o Just a little talk with Jesus. En la
portada, el que está sentado en el piano no es Jerry Lee Lewis sino el
incomparable Elvis Presley.
La hermandad rockera se extendió en lo sucesivo con bandas formadas por
parientes próximos, como los melódicos The Everly Brothers, cuya
sublime Let it be me, cuando por fin tenía los dos pies en suelo americano,
tuve la gozosa y efímera oportunidad de escuchar por unos altavoces de un
muelle de New York City antes de embarcarnos para dar la vuelta a la isla
de Manhattan, hace unos meses. O los más rockabilly Johnny & Dorsey
Burnette, cuya canción You´re sixteen fue durante un tiempo una de mis
favoritas en su género. Los hermanos Burnette recibieron un bonito
homenaje en una escena de la no menos estupenda película Los fabulosos
Baker Boys. Se trata de aquella en la que otros dos hermanos en la realidad
y en la ficción, los hermanos Bridges, interpretan al piano You´re sixteen
como una forma de reconciliación tras haberse peleado por una atractiva
mujer rubia interpretada sagazmente por Michelle Pfeiffer.

Otros que tecleaban el piano a su gusto eran los negros Fats Domino y
Little Richard. El primero provenía directamente de la música que
mezclaba swing y jazz, la cual más adelante, en su destilado por el blues,
daría nacimiento al rock, y al rythm and blues. Canciones bonitas y
marchosas cantadas con una sonrisa en los labios. Pero Little Richard era
otra cosa, un torbellino, una versión alucinada y negra de Jerry Lee Lewis.
No sé si aún vive. Su carrera fue del género excéntrico, y en algún
momento de su edad adulta se le vio aparecer, gordo y desubicado, en una
entrega de los Oscars de Hollywood. Pero hay que decir, en su honor, que
Tutti fruti, su más célebre canción, además de un trepidante y divertido
ritmo, contiene uno de los lemas más genuinos del rocanrol: Auamba-
buluba-balambú. Esta expresión no significa nada, pero por lo mismo se
convirtió en seguida en un grito de guerra contra las palabras del orden
normalizado. A Little Richard le surgió un admirador, Esquerita, que
rizando el rizo se declaró Rey Vudú del rock, antecediendo a Jimi Hendrix,
y a fe mía que su sugerente voz suena en canciones como Sarah Lee con
modulaciones atmosféricamente satánicas.

Pero de todos los rockeros negros, el mejor y el más completo fue sin duda
el guitarrista, uno de los primeros guitarristas virtuosos, Chuck Berry. John
Lennon afirmó que si se pudiera encontrar otra palabra para rock and roll,
ésta sería Chuck Berry. Ciertamente de The Rolling Stones hasta The
Velvet Underground, pasando por Bo Diddley y Jimi Hendrix, los
derroteros posteriores del rock and roll vinieron marcados por la influencia
de este gran músico americano, cuyo duckwalk, paso-del-pato, se hizo
célebre en los escenarios del país. Pero aquí hay que recordar sobre todo
sus inolvidables canciones, envueltas todas en una extraña mezcla de
euforia e ironía singulares: Roll over Beethoven, Maybellene, Too much
monkey business, Carol, No particular place to go, Little Queenie, You
never can tell, que es la canción que bailan Uma Thurman y John Travolta
en la película Pulp fiction, Brown eyed handsome man, o My ding-a-ling,
coral y democrática por aquello del “éste es un país libre... vive como
quieras vivir, nena... sí, libertad, uhm, uhm... sí, señor, tienes un derecho,
nena” que suelta Berry a mitad de la interpretación en directo que tengo,
grabada en el transcurso del Festival de Artes de Lancaster, en Coventry,
Inglaterra, el 3 de febrero de 1972. Ya decía Aristóteles que la educación,
en su sentido político de paideia, es un sonajero -ding-a-ling- para
personas mayores. We´ve got to do alma mater, we must do alma mater.

Son canciones poderosas, animosas. ¡Cuántos adjetivos no habré repetido


en esta larga letanía de mis dioses favoritos! Quedémonos con Johnny B.
Goode, sin duda la que ha alcanzado el rango mítico de compendio de la
música rock. No podría acabar este saludo a los pioneros sin recordar una
vez más la sencilla y precaria lección moral que nos ha podido enseñar el
rocanrol desde que un día sonó en la radio y en el cine Rock around the
clock: sed buenos, hermanos.

¡Eh, loco!

Se puede tocar fondo, y caer aún más bajo. Estaba yo preparando y luego
escribiendo mi tesis doctoral en unos meses de mi vida que realmene no
sabría cómo calificar, aunque quizá la palabra delirantes los resume bien.
Día tras día, con los ojos bien abiertos y los oídos agudizados, el delirio
crecía o menguaba, pero no parecía tener ganas de marcharse. Era
terriblemente fatigoso. No sé si era yo el que andaba medio transtornado
por el trabajo de la tesis doctoral en filosofía que entonces realizaba, cosa
que bien pudiera ser, o la sociedad en general, en este caso concreto la que
llamaré catalana, la que se volvió paranoica. Ahora pienso que se trató de
una combinación de ambos datos, pero con mayor dosis de hipertrofia
social que puramente el transtorno que puedo achacarme a mí mismo. Yo
ahora tengo un trabajo y pronto voy a comprarme una casa; la sociedad
catalana se derrumba en su paranoia delirante, y el Tribunal Constitucional
aún no ha abierto la boca ante un Estatuto de ciencia-ficción, pero del
genéro de terror. Fanta-terror me parece que lo llaman, en Sitges. En fin,
que así andaba yo, medio loco por fuera, gélidamente lúcido por dentro.
Tambaleándome siempre. Al borde del abismo.

Durante aquellos meses, en los sábados por la noche, cuando dormirme me


costaba horrores, sintonizaba, como último refugio, la radio. Radio 3, otra
vez. Un programa de flamenco, otro de blues o jazz, no recuerdo, y al fin,
¿eh, loco?, uno de hip-hop y de rap, El Rimadero. No sabría decir si aún lo
siguen emitiendo. Solo recuerdo la coletilla de su locutor, que era ¡eh,
loco!, y que me hacía sentir aisladamente comprendido en un océano de
confusión e indiferencia hostil. Se pregunta Sloterdijk en Extrañamiento
del mundo dónde estamos cuando escuchamos música, y contesta si acaso
no estaremos propiamente en ningún lugar, o muy lejos, como ya María
Zambrano había dicho. De los grupos que allí sonaban sabría mencionar
ahora mismo a 7 Notas 7 Colores, Solo Los Solo, Violadores del Verso y
poco más. Entonces, en mi ya languideciente afición por la actualidad
rockera, andaba fascinado por el rock-punk de la banda japonesa The
Michelle Gun Elephant, de la que un amigo me grabó un CD, y no me
compré nada de rap. Pero así dormía yo en aquellos meses que se
prolongaron durante casi más de un año. Luego pasaron el programa al
mediodía del sábado, y lo seguí escuchando de vez en cuando mientras
poco a poco recobraba la serenidad. Una serenidad, eso sí, traspasada,
siempre traspasada en su fondo, por el verso, el ritmo y la digna rabia del
hip-hop y del rap. Watch your step, ¿eh, loco?

New York, New York

Primero fue, desde luego, tierra de las Indias, avistada por un primer
europeo llamado Verazzano, italiano al servicio del rey de Francia, que la
bautizó como Nueva Angulema. Luego fue tomada por holandeses, que la
llamaron Nueva Amsterdam, y tras perder éstos la guerra con los ingleses,
en tiempos de Spinoza, pasó a llamarse Nueva York, como hoy la
seguimos conociendo.

Es la isla de Manhattan y alrededores, en cuyo suelo puse pie por fin hace
pocos meses, cuando por cierto cerraron la sala CBGB´s. Instalados en un
hotel de la calle 49 o 50 con Lexington Avenue, esquina frente a la esquina
donde sigue aún abierta la perfumería más antigua de Estados Unidos, en
la que dicen que Washington se compraba sus frascos de colonias (le
compré uno a mi madre), visitamos el barrio de Harlem, Central Park,
Brooklyn, el SoHo, la orilla de Jersey; dimos la vuelta en barco a la isla,
pasando por delante de la Estatua de la Libertad, algunos volaron en
helicóptero, subimos a la terraza del Rockefeller Center, otros al Empire
State, en fin, lo típico. Quedé a tomar café en un Starbuck´s con un
compañero de la facultad de Derecho que trabajaba durante aquél año
como abogado en un despacho de un alto rascacielos de la 6ª Avenida, la
de las Américas, casi enfrente de la Radio City Music Hall. Después me
fui solo al Madison Square Garden a ver un partido de la NBA, Knicks-
Pistons, de final de temporada regular. Enorme actuación del base
Chauncey Billups, del equipo de Detroit. Otro día visité el edificio de las
Naciones Unidas, y la librería Barnes&Noble, y caminé por la vieja Stone
Street, de cuando aún Manhattan era holandesa, y pasé por Wall Street,
donde Washington fue proclamado primer presidente de los recién creados
Estados Unidos de América, y donde estuvo su primer gobierno federal y
su primera capital, de 1789 a 1791. También tuvimos tiempo de escaparnos
un día a Filadelfia, ciudad en la que Franklin, Jefferson y compañía
escribieron y proclamaron la Declaración de Independencia en 1776, como
es sabido. La primera Sociedad Filosófica americana la fundó Franklin a
mitad del siglo de las Luces no muy lejos de los edificios rojizos del
parlamento y del gobierno federales que fueron de los Estados Unidos de
1791 a 1800, hasta la construcción de Washington DC. Muy cerca también
está y pude ver la famosa Campana de la Libertad. Aunque ahora la
nostalgia de moda que más se lleva en Filadelfia es la de la película Rocky
y secuelas, que transcurre allí y no en Nueva York, como yo pensaba. En la
casa-museo de la buena señora que cosió la primera bandera de las barras
y de las estrellas me compré un CD titulado Heritage, que incluye
canciones como The Rigths of Man, título de un libro de Tom Paine,
Liberty, Banish Misfortune, o la celebérrima Yankee Doodle. En Filadelfia,
si no yerro, en casa de George Washington, falleció Juan Miralles,
alicantino de Petrel, primer embajador oficioso del Reino de España en los
Estados Unidos.

Pero volvamos a New York City. En los cloisters de su museo


metropolitano de arte también adquirí alguna música. Primera compra: una
recopilación de folk americano, de la que destacaría una canción de una
Tara Nevins titulada simplemente Troubles, que incluye unas voces indias
de fondo verdaderamente asombrosas, como si de una “apasionada música
húngara”, Borges dixit, se tratara. Segunda compra: un CD de canciones
sobre la ciudad de Nueva York, de estilo swing casi todas ellas, desde Take
me back to Manhattan (¡”my old sweet dirty town”!) hasta la inolvidable
New York, New York.

Naturalmente visitamos en aquellos días la llamada Zona Cero del


destruido World Trade Center. Fue un momento triste, y no porque yo sea
especialmente un fan de los negocios. Ya Lincoln, dentro del Partido
Republicano, tuvo sus roces con el ala más oligárquica, más financiera.
Pero, con todo, el comercio libre es un pilar fundamental de la democracia,
a pesar de sus riesgos. Riesgos que tienen que ver con lo que advertía
Aristóteles: cuando la economía se convierte en crematística hasta la
democracia está en peligro. Pero, de algún modo, incluso la crema tiene
otro sabor en Estados Unidos, tal es la vastedad de su sentimentalidad
democrática.

A propósito de todo esto, me gustaría acabar recordando una escena del


sábado por la noche en Broadway, al salir del teatro en el que habíamos
asistido al musical Chicago, cuando, buscando algo que comer, pasamos
delante de una sala de karaoke donde un grupo de gente estaba cantando a
pierna suelta y a plena voz la famosa New York, New York que da título a
este capricho. Porque puede que caigan torres más altas, pero mientras siga
sonando esta música, mientras siga cantándose esta fiebre, el germen de la
libertad que ha sido la ciudad de Nueva York desde sus inicios modernos,
y que aun hoy es, no desaparecerá, brote donde brote en este nuevo siglo.

Triángulo de Amor Bizarro

Son un chico y una chica, pareja, de La Coruña, un batería y


eventualmente otro guitarra acompañante. Hacen shoe gaze, que no sé muy
bien qué es. El nombre de la banda es el título de una canción de New
Order, banda inglesa de los ochenta. Sus influencias van desde The Jesus
and Mary Chain hasta el pop-rock independiente español de los noventa
pasando por el lado más oscuro y arriesgado del rock español de los
ochenta.

Me he comprado su trabajo El hombre del siglo V. No sé si se refieren a


Boecio y su consolación de la filosofía o a qué. Supe de ellos en el blog de
música rock de la edición digital de El Mundo que lleva Quico Alsedo
(Rock&Blog). Vi los videos de su actuación en Los conciertos de Radio 3
de TVE, el videoclip de su éxito El himno de la bala y algunas otras cosas
en You Tube. Me parecen potentes y originales, capaces de sostener un
discurso, lo que hoy en día no es muy habitual. Tienen, en efecto, un
discurso, y sentido del humor, más bien ácido. Son subversivos, ma non
troppo. Pero lo son. A la manera de un Buddy Holly. Lo son en cierto
modo en su puesta en escena, clásica y a pelo, lo son en la música, ruidosa
y melódica a la vez, audaz y clásica al mismo tiempo, y lo son sobre todo
en su lírica, en sus letras, y hasta en la forma de trabajar. Son jóvenes, pero
tampoco ya tanto, pues rondan la treintena. Aunque no se entienda ni la
mitad de lo que dicen, dicen algunas cosas importantes y oportunas.

Han sido editados por Mushroom Pillow, sello independiente, pero al


parecer les ha costado mucho tesón: de hecho, el disco recopila sus
canciones grabadas en los últimos años, que habían ido editando antes
como habían podido, y que aquí quedan recogidas todas, limpias y
masterizadas y todo lo demás. Son trece canciones. Trabajo arduo de
pulimiento y selección. Hacer, desechar, acabar. Y así alcanzan una extraña
calidad, que aturde como algún verso de Shakespeare, mutatis mutandi.

La estética del grupo es, en efecto, bizarra, no porque salgan al escenario


vestidos de Drácula, sino porque lo pueden hacer en bañador con imágenes
de una película de El Fary detrás. Sus letras son de una bizarría a menudo
ininteligible, de un libérrimo heroísmo verbal, casi surrealista. Su música
es bizarra. Las canciones lo son, sus letras lo son. Pero lo que importa, en
esto, es lo que suena, es cómo suena. Y aquí se entiende bastante bien la
música de TAB, su grito, su pena, su despojada alegría. Como si Buñuel
adaptase a Valle-Inclán, pero en un grupo de rock shoe gaze.

Los temas que la gente más ha celebrado son el citado El himno de la bala,
Quiénes son los curanderos e Isa vs. el Partido Humanista. La palabra
"Jesús", en referencia al personaje histórico Jesús de Nazaret, sale de
forma recurrente en varios de ellos. No sé si es que son cristianos
puritanos, si escuchan la Cope, o si se trata simplemente de un aire de
locura galaica. Ni idea. Pero mi canción favorita se titula Ardió la Virgen
de las Cabezas. No sale ninguna virgen en la canción. Es quizá el tema
más logrado, mejor resuelto: "Ya, ya es Fin de año, se baila, es la
prosperidad/ Ya, ya es Noche de Reyes, amo a solas, ¿por qué no
folláis?/Miedo, miedo me dais", con un final a danza de campamento
zíngaro que evoca, en cierto modo, el final de Baba O´Riley de The Who.

El triángulo de amor bizarro principal de esta vida no es la típica historia


romántica de dos chicas y un chico, dos chicos y una chica, el corasón loco
que ama a dos mujeres a la vez, y todo aquello. No. Ya hay un triángulo, y
bien bizarro, en la simple relación entre dos personas, si es real. Tú, yo, y
la realidad en medio. Luego ya veremos. El filósofo norteamericano
Donald Davidson lo ha dejado muy claro, y justo este triángulo con uno de
los ángulos abierto al infinito, por decirlo así, es lo que indetermina el
significado de nuestro lenguaje.

Lenguaje indeterminado, mundo bizarro.

John Mayer o el querer vivir

Hace poco he leido El criterio de Jaime Balmes. En un momento dado, el


filósofo de Vic define lo que es una crisis de veracidad. Pero yo tengo la
mala suerte de haber padecido una, diagnosticada por los médicos como
crisis o trastorno de ansiedad. Dudo de que un animal pueda sentir ese
sufrimiento. Pero dejaremos la ¿imposible? fenomenología de tal viaje por
el infierno a los neurólogos y diré por qué estoy hablando aquí de mi
personal noche triste.

Y es que fue poco después de aquella increíble experiencia cuando mi


hermana me trajo un número de la versión española de la revista Rolling
Stone, en la que leí una entrevista al músico del que en seguida voy a
hablar, John Mayer. Hijo de una profesora de inglés, oriundo de
Connecticut, al respecto solo podría acordarme ahora de aquella frase de
Granujas de medio pelo de Woody Allen: ¿cómo se escribe Connecticut?

Vayamos a la música. Por entonces John Mayer también padecía de


ansiedad, según relataba en la mencionada entrevista. Le entendí muy
bien. No, no es un ataque al corazón, de momento. En modo más sórdido,
recuerdo también su defensa del sexo puro, esto es, de la autosatisfacción,
que siempre me hace recordar el gag del orgasmatrón también de una
película de Woody Allen. Espero que John Mayer haya encontrado la
mujer de su vida. Por mi parte sigo igual al respecto, aunque con mayor
ansiedad. Es la moda.

¿Qué música hace John Mayer? La entrevista lo presentaba como el nuevo


tipo de rockero, una especie de nuevo crooner con aires rockabilly. Es lo
que tiene la propaganda, nada que ver con la realidad. John Mayer es más
bien un nuevo Eric Clapton con un sonido un poco a lo Van Morrison.
Hace música melódica, de tinte blusero y tono bastante pop, aunque sin
perder el ritmo. No es mi estilo, pero lo que es cierto es que es de calidad.
Mayer es además versátil: ha actuado junto al rapero Jay-Z. Una voz sin
duda bonita, un manejo virtuoso de la guitarra, un gusto por la melodía
pegadiza pero no irrelevante. Canciones con cierto mensaje, como Belief,
Waiting on the world to change, Your body is a wonderland y, en fin,
Heartbreak warfare. Lo dicho. Con casi cuarenta años por cumplir, no
puedo aspirar a más, pero el destilado se agradece, y, a su manera, se
disfruta. Solo puedo desearle a este chico lo mejor, y lo mismo a todos los
jóvenes del mundo ahora que voy dejando de serlo definitivamente.

Jaime Balmes falleció de tuberculosis a la misma edad en que escribo esto.


Yo, ya que ya tengo dos patas y pueden decírselo a los Marines, deseo
vivir un poco más, y tipos como John Mayer, con su música agradable, su
puesta en escena sencilla, su guitarra virtuosa, acompañan en el empeño.
John Mayer no es una broma. Lo hace por nosotros y lo hace por el
espíritu eternamente joven del rock and roll, que, como nosotros, tengamos
la edad que tengamos, siempre quiere vivir. Amén.

Radio on: recuerdo de El Cerdo Violeta

“When I think of all


the good times I´ve been wasting
having good times”.
Eric Burdon & The Animals, Good times

Cuando tenía alrededor de veinte años, durante dos años y medio, junto a
dos amigos, tuve la suerte de emitir mi propio programa de radio en una
emisora local. Se llamaba El Cerdo Violeta como homenaje a una canción
del grupo barcelonés Los Negativos, El Club del Cerdo Violeta. Primero se
emitió por Radio Cubellas y durante un invierno por Radio Ribas, dos
emisoras de localidades muy próximas a mi pequeña ciudad natal.

Qué puedo decir de aquellos dos maravillosos años repletos de jugosas


anécdotas que de algún modo vinieron a colmar mis adolescentes ansias de
pinchar música rock y hablar de cultura o de política o de lo que viniera en
gana delante de un micrófono. Uno de los amigos y yo tuvimos la idea un
mediodía de agosto tumbados en la playa. Otro amigo mío, que había
venido a vivir a Villanueva desde Castellón y que tenía un buen bagaje
musical a sus espaldas, se apuntó después. Gracias a una sugerencia suya
nos decidimos por El Cerdo Violeta como nombre del programa. El otro
amigo buscó los contactos precisos en una emisora local y diseñó el logo.
Junto con el programa lanzamos un par de números de un fanzine con
relativo pero breve éxito, en el que se mezclaban divertidas críticas de
conciertos, de discos, relatos, noticias y artículos sobre cine y cómic,
alguna que otra reseña de libros contraculturales, una página de contra-
información, etcétera. También preparamos una fiesta en un chiringuito de
la playa, en la que actuó una banda local llamada Cosmic Ball, y en
primavera organizamos un mini-festival de cine gore en un centro cívico.

Todo esto también estaba en el programa que los sábados por la mañana
grabábamos y que se emitía los jueves por la noche. Pero el ingrediente
básico era la música, la música rock. Después cada uno tenía algo así
como su sección personal: la mía era la cultural, en la que hablaba de
libros recién editados, como la compilación de los ensayos de Montaigne
realizada por André Gide que Tusquets sacó en aquél tiempo y que mi
madre me acababa de regalar. O hablaba de alguna película que había visto
en el cine-club de mi pueblo, sito primero en el Cine Bosque y luego en el
Teatro Principal: me acuerdo especialmente de un drama irlandés llamado
The Playboys con Aidan Queen y Albert Finney. En aquella época iba con
frecuencia al cine, más bien alternativo: películas francesas, alguna
italiana, alguna china, Down by law, de Jim Jarmusch, Clerks, de Kevin
Smith, una de Hart Hartley, Homicide, de David Mamet, con Joe
Mantegna, Bad Lieutenant, de Abel Ferrara, con Harvey Keitel, un poco de
Ken Loach, Muerte entre las flores de los hermanos Cohen, Léolo (“parce
que je rêve, je ne le suis pas, parce que je rêve, je ne suis pas fou”), Las
buenas intenciones, Smoke, My own private Idaho, de Gus Van Sant,
Before the rain, sobre la guerra de Yugoslavia, El día de la bestia, de Álex
de la Iglesia, Reservoir Dogs, de Tarantino, que pasó por el Festival de
Sitges, alguna de Kaurismaki. Un día fuimos los tres a Barcelona a ver la
perfecta película gore Braindead de Peter Jakcson y nos divertimos a
pierna suelta en un cine del barrio de La Mina.

Siento a veces mucha nostalgia de aquellos días en que cogíamos el tren


los sábados por la mañana y parábamos a los cinco minutos en Cubellas
para grabar el programa. La calidad musical era insuperable, y lo cierto es
que desprendíamos una simpatía sincera que provocó que muy pronto El
Cerdo Violeta fuese conocido en toda la comarca. Más o menos. Uno de
mis amigos dedicaba unos minutos a la contracultura del momento. Hacía
crítica de la televisión, y de teatro. Habíamos estado en el Festival de
Tárrega unos meses atrás, el año en el que allí estuvieron hasta los anti-
disturbios. Contra-información y otros motivos subversivos, como drogas
e insumisión al servicio militar obligatorio, éstos eran sus temas. Entonces
leía a Agustín García Calvo. Ha sido jefe de redacción del suplemento de
ocio del diario La Vanguardia. Ahora no sé a qué se dedica. El tercero del
grupo tenía una sección especial, que se convirtió en algo parecido a las
absurdas y surrealistas viñetas intermedias de los gags de Monty Python
en su viejo programa de la BBC. Esta sección se llamaba “Sección
cachonda”.

Por supuesto no cobrábamos ni una peseta, pero nos lo pasábamos en


grande. Hicimos un concurso navideño de preguntas relacionadas con el
animal al que consagrábamos el nombre del programa, y gracias al cual
uno de nuestros oyentes ganó una estupenda camiseta estampada con el
logo de un cerdo radiofónico fumando un porro de considerables
dimensiones. Cuando ya teníamos cierta experiencia empezamos a recibir
llamadas telefónicas pidiéndonos canciones; invitamos a un grupo de rock
local, de nombre Bottom, a una jam-session en el estudio, que salió muy
bien; planteamos algunos debates sobre cuestiones polémicas, ecología,
nacionalismo, o sobre cuestiones muy frívolas, como los sabores de los
yogures o la tristeza o alegría de la Navidad. Una vez, contra las patrias,
entonamos en castellano Els Segadors, que haría mejor en llamarse Els
Segregadors, aunque luego, en un claro acto de censura, nos suprimieron
estos minutos durante la emisión del jueves.

Pero desde luego el fundamento del programa era la música, el buen rock
de todos los tiempos, desde Chuck Berry hasta Smashing Pumpkins. Dos
años dan para mucho y mucha música fue la que gozamos en aquel
inolvidable programa de radio. Nuestra sintonía empezó siendo un tema
enérgico y contundente de The Velvet Underground, pero en seguida la
cambiamos por una canción con sabor a ginebra y nostalgia: una pieza de
Eric Burdon, Good times, que empieza así: “Cuando pienso en todos los
buenos ratos/ que he pasado, gozando de buenos ratos”. Cuando poníamos
esta canción, los tres la cantábamos enfervorecidos, como si fuésemos los
Tres Mosqueteros en una misión secreta del Rey. Para terminar,
pinchábamos el Monster´s Theme, una versión rockera y burlesca de la
sintonía de la serie televisiva La Familia Monster que habíamos tenido la
posibilidad de seguir cuando éramos más pequeños en el programa infantil
La bola de cristal.

En El Cerdo Violeta cabía de todo mientras tuviese calidad. El programa


tenía una cierta vena punk, todo hay que decirlo, dados los gustos de sus
miembros. Pero de hecho pinchábamos cualquier cosa: de Sex Museum a
The Electric Prunes, de The Devil Dogs a Henry Rollins Band, de Blur a
Los Suaves, de The Chocolate Watchband a The Violent Femmes, de The
Cult a Joan Baez, de AC/DC a The Mighty Caesars. Teníamos nuestras
peleas por divergencia de gustos, pero todo se solucionaba con paciencia y
buena voluntad. Personalmente, no me gustaban demasiado los grupos de
hardcore como No means No o Gorila Biscuits, pero sí Pantera o
Sepultura, a los que poco a poco fui tomándoles afición. Cada uno llegaba
al edificio donde estaba la emisora de radio con su puñado de elepés, cedés
y singles dispuesto a gozar de un buen rato de humor y de rock. Solíamos
desayunar antes o después en un bar del casco viejo de la villa que un día
vio nacer al payaso Charlie Rivel, famoso por su triste gag de la silla y de
la guitarra.

Durante los últimos meses cambiamos de emisora y nada fue lo mismo.


Sant Pere de Ribes no es Cubelles y perdimos la espontaneidad y la
frescura del principio. El humor del programa fue derivando hacia el
sarcasmo, y después fatalmente hacia el aburrimiento. Los cambios de
edad no perdonan. Recuerdo uno de los últimos programas: recibíamos
llamadas de quinceañeras de Sitges ajenas por completo a nuestro mundo
rockero pidiéndonos canciones discotequeras, y las poníamos y las
cortábamos burlándonos de ellas hasta que un día rompimos en directo un
vinilo de una banda llamada El Norte. No es que ahora dejaría de romper
otra vez aquel disco, es que aquello no tenía mucho que ver con lo que
realmente nos propusimos un día en la playa y otro en el bar. Al menos yo.
No cabe duda de que se trataba de un humor bastante más grueso que el de
la ácida pero más sutil ironía de nuestros primeros programas. Perdimos
libertad y sobre todo perdimos también el auténtico germen trágico de la
rebeldía, es decir, nos volvimos optimistas. Y así El Cerdo Violeta se acabó
y acabó mal y cada uno se llevó sus discos y sus libros para casa tras dos
años y medio de intrépida aventura.

¡Ah, pero...! En mi caso, perdí lo que se pierde cuando se gana lo más


importante: la vida. Conquisté esta fiebre que es vivir. Escribe Cioran que
quien no muere joven no merece vivir. Yo morí: mal, como alma en pena,
podrido, con la lengua fuera, pero intentando esbozar una sonrisa en la
boca. Una sonrisa con rictus, en este caso, de rock and roll.

¿Dónde han quedado las nieves de antaño, amigos?

De El Club del Cerdo Violeta:

“(...) El portero al salir te pregunta:


¿hoy ha sido usted feliz?
Pero es rara esa frase
porque yo nunca estuve allí.
(...) Desde un rincón llega a mí
una canción, no se oye bien,
pero mueves los pies
al compás.”
EPÍLOGO: EL PORVENIR DE UNA PASIÓN

“Y, una vez más, no hay que tratar al poeta como si se atiborrara de
metáforas: no se puede asegurar que las moléculas sonoras de la música
pop no dispersen aquí o allá, actualmente, un nuevo tipo de pueblo,
singularmente indiferente a las órdenes de la radio, a los controles de los
ordenadores, a las amenazas de la bomba atómica. En ese sentido, la
relación de los artistas con el pueblo ha cambiado mucho: el artista ha
dejado de ser lo Uno-Solo replegado en sí mismo, pero también ha dejado
de dirigirse al pueblo, de invocar el pueblo como fuerza constituida”.

Gilles Deleuze, Mil mesetas

¿Qué valor musical posee el rock and roll? ¿Cómo va a influir el auge de
las nuevas tecnologías hoy en la producción y el consumo de la música
rock? ¿Mantiene todavía el rock, en la sociedad global del siglo XXI, sus
potencialidades transvaloradoras? ¿Cuál es el porvenir de esta fiereza sin
nombre, de esta emoción trágica? Desde que en el siglo XVII el filósofo
francés René Descartes compusiese un Musicae Compendium, las
aproximaciones filosóficas a la música se han sucedido hasta nuestros días,
retomando el interés que la Grecia clásica, sobre todo la escuela pitagórica,
demostró por el arte musical. Pero del rock no se ha dicho apenas palabra.

El rock es, junto a cierta literatura, cinematografiada o no, lo que el buen


Sur de los Estados Unidos ha legado, pasado por el Norte, al mundo entero
tras la 2ª guerra mundial. Elvis era un sureño de los pies a la cabeza, y The
Beatles, de Liverpool, ciudad con la que el Sur mantenía más estrecha
relación comercial en la época de la Guerra Civil Americana. Quien dice
Norte dice Partido Republicano, o el conglomerado de partidos que
desembocó en su refundación (o en su fundación ex novo, según como se
mire), y quien dice Sur dice Partido Democrático, el mismo que en el
Norte aceptó a regañadientes la política de Lincoln en clara complicidad
con el Sur. La lección empieza aquí. Luego tuvo que refundarse por dentro
a partir de la aparición de un pequeño Partido Populista, hasta el triunfo de
Wilson, y probablemente más allá. No es una identificación exacta, pero
casi. En la época de la Guerra Civil había un tercer partido, el Partido del
Suelo Libre, que tal vez estuvo un tiempo en el Republicano para luego
desembocar en el Populista. No sé. El pantano, en todo caso, pero libre.
Lincoln, que era de la frontera entre el Oeste que se formaba y el Este que
se reformaba, provenía del partido whig de J. Q. Adams y refundó el
Partido Republicano en la estela del viejo Partido Federal. Sea como fuere,
quienes hoy sentimos una punzada de emoción al ver enarbolar la enseña
de los Confederados en una situación distinta a la guerra civil, quienes
llevamos una pegatina de la bandera sudista en la carpeta durante todos los
años del instituto, o hemos utilizado alguna vez el lema Dern Tooten, I´m
a rebel como escudo en momentos difíciles, no tomamos aquella lección
en vano. No lo hacemos, pues, desde luego, por la causa del Sur contra el
Norte, sino por el rock y su poesía. Contra el Sur, si es menester, pero no
sin lo que también era Sur.

Decía que del rock los filósofos no han dicho apenas palabra. Se han
realizado estudios sociológicos y genealogías estéticas o históricas, pero
no propiamente análisis filosóficos: ni siquiera los denominados cultural
studies, al menos en España, han querido hacer suya la materia. Al inicio
de estas páginas se ha mencionado al pensador alemán Theodor Adorno.
La opinión de Adorno sobre la música rock era tan negativa como su
dialéctica: según su razonamiento el rock formaba parte del entramado de
la industria cultural capitalista que asfixiaba la verdadera libertad del arte.
Para un único filósofo comme il faut que se digna a tener en cuenta una
opinión sobre el rock, la conclusión no puede resultar más deprimente.

Lo cierto es que el porvenir de la pasión rockera se presenta borroso. Las


nuevas tecnologías han disparado la posibilidad de liberación a través del
pop, como indicaba Deleuze, pero también la posibilidad de su definitiva
banalización acaso, sobre todo cuando se va gastando el sentido y finalidad
de aquella liberación sin que aparezca nada realmente nuevo. Tal cosa
sostiene Sabino Méndez cuando entona la cancelación del mito del rock
como aventura y subversión sincera. Dada la escasa literatura en la materia
me serviré de un único libro para plantear más extensamente estas
cuestiones, publicado por la editorial Pre-Textos bajo el título de Las
culturas del rock.

En su primer capítulo el sociólogo inglés Simon Trith escribe: “Más aún,


el rock ya no puede ser definido como un estilo musical en sí mismo
(aunque todavía se relaciona vagamente con un sonido musical, con la
amplificación eléctrica y el ritmo de cuatro por cuatro), ni como una
especie de ideología juvenil (incluso si la palabra conserva huellas de esta
corriente enfrentada a lo clásico)”. ¿Qué es entonces el rock hoy en día? El
autor de Sociología del rock, traducida en su día en la editorial Júcar por
Mariano Antolín Rato, escribe unas líneas que dibujan el futuro panorama
de la música rock en el cambio del sonido analógico al digital: “Por lo
tanto, lo digital es revolucionario porque seguramente cambiará la manera
en que es hecha la música, facilitará o destruirá las carreras de mucha
gente en el mundo de la música, causará una reestructuración entre las
grandes y pequeñas compañías e incluso cambiará la estética musical”.
Pero lo digital es revolucionario de momento sólo en el sentido literal de
cambio o giro del estado de cosas existente, no en el sentido de una mayor
promoción de la libertad y de la vitalidad de la música producida, y menos
para una mayor autonomía de los medios transmisores, totalmente
dependientes hoy en su mayoría de la industria monopolista, y en la
manera de consumir dicha música por la juventud naciente.

La opinión de Simon Trith es que “el aumento del control sonoro que
ofrece el almacenamiento digital será más importante para nuestra
comprensión del universo del sonido y del contexto de la experiencia
musical, que para nuestras experiencias musicales como tales. (...) La
música está en todas partes, dentro y fuera del hogar. Se ha convertido en
ruido, ya no es una comunicación, sino un vehículo para la comunicación,
en las bandas de sonido, en los anuncios, como fondo permanente de
cualquier actividad social e íntima”. He aquí un problema, que en parte ya
vislumbraba Jim Morrison: la música ha dejado de ser en muchas
ocasiones comunicación para pasar a ser un vehículo sonoro de
espectáculo banalizado en el sentido analizado por Debord: está en los
ascensores, está en los anuncios, en las tiendas, en las salas de espera de
las consultas médicas, fuera de contexto, desritualizada, transmitida como
pura sensación sin valor reflexivo y por tanto sin poder engendrador de
comunidad alguna. Devoción por el juke-box, en el que al menos se podia
elegir lo que se quería escuchar, y quedaba abierta la posibilidad de un
encuentro. Ahora bien, se trata de un problema ambivalente, que quizá
puede reportar alguna reacción, primero nostálgica por lo que se escucha,
y luego subversiva, por el (no)contexto en el que se escucha.
Simon Trith acierta al decir a continuación: “Pero la precisión final que
quiero hacer aquí es que el almacenamiento digital –la ambigüedad de la
distinción entre música y ruido, texto y contexto- está cambiando nuestro
sentido de la música como algo que al mismo tiempo atraviesa tal
distinción y la define. La música cada vez tiene menos que ver con las
fronteras nacionales y cada vez más con comunidades que se definen a
través del intercambio de información”. Pero cuando la información ya
nos viene dada como sardinas enlatadas que no hace falta ir a pescar al
mar, la escucha y la misma producción musical pierden casi todo su
significado, y esta separación entre texto y contexto conduce,
respectivamente, a la trivialidad y esclerosis de ambos. Nuevamente el
problema no viene aquí a ser el de la transnacionalidad, sino la forma en
que esta transnacionalidad gobierna los contenidos, hasta el momento.

Dentro del campo genérico del rock, la cultura rave (delirar, despotricar,
entusiasmarse) constituye el paradigma de los usos espectaculares de la
digitalización, cuya explosión festiva más conocida es el Love Parade que
cada mes de agosto se celebra en Berlín, o el Festival de Los Monegros.
Este es el diagnóstico de Simon Reynolds, crítico musical, al respecto: “En
este sentido, el rave es una especie de fase de acostumbramiento a la
realidad virtual. Adapta el sistema nervioso, acelerando el aparato
perceptivo, haciendo evolucionar la subjetividad post-humana que necesita
y que engendrará la tecnología digital. (...) Los juegos de ordenador y la
cultura rave parecen, desde este punto de vista distópico, estar creando una
subjetividad dedicada a la fascinación en vez de al significado, a la
sensación en vez de a la sensibilidad”.

Aun así, en el vigente momento cultural y político también cabe esperar


que esta tecnología digital se someta a una reflexión sobre los fines de la
vida humana y sus usos cambien de orientación: en una palabra, cabe
esperar y aun reivindicar que la tecnología se convierta en un instrumento
de emancipación y no nosotros en sus esclavos. Para ello será necesario,
sin embargo, una nueva vuelta de tuerca. Pues si queremos que el pop nos
haga libres, como indica el lema del sello londinense Creation, que lanzó
en su día a grupos como Oasis, si queremos que el pop nos libere del ser
social institucionalizado y nos convierta en un ser desinstitucionalizado,
dispuesto a crear nuevas realidades y lazos libres, incluidos los
institucionales, en un momento en que está cambiando el modo
socialmente institucionalizado de crear y escuchar música en este caso,
habrá que afrontar estas mismas condiciones y subvertirlas allí donde
impidan dicha liberación. Habrá que evaluar, por tanto, las consecuencias
de aquello que espontáneamente, o no, se hace.

Aun así, pues, rave on, como dice la canción de Buddy Holly. ¿Cómo?
Prácticas contraculturales, localmente transnacionales por lo demás, como
la difusión de las radios aficionadas, la autoedición, el copy-left, las tele-
street, los blogs, las fiestas espontáneas, etcétera, nos están indicando el
camino a seguir o emprender. Un camino que pasa, para empezar, por los
conciertos en directo en salas pequeñas, pues éstos siguen constituyendo la
forma original y primigenia de la comunicación rockera. Y que pasa
además por las revistas independientes o fanzines que informan sobre estos
grupos que emergen públicamente en los intersticios de la crematística.

Tal como sugiere el músico Santiago Auserón en un capítulo del


mencionado volumen colectivo Las culturas del rock, se impone un cierto
regreso al clasicismo: “La canción popular contemporánea tiene que
formar una imagen suficientemente clara, durable y consistente de la
realidad huidiza e intrincada. Necesita para sobrevivir hechuras musicales,
un contenido sustancioso, una estrategia que la libere de la emisión
comercial, del registro fonográfico, de la banalidad forzosa, del exceso
publicitario. Cada vez que logremos superar tales obstáculos, reanudemos
el flujo de la tradición, que las técnicas de mercado tienden a interrumpir
para asegurarse un flujo continuo de compradores. He aquí cómo un cierto
clasicismo resulta hoy en día, en el terreno de la canción, una pequeña
revolución frente al sistema del apremio”.

Mi internáutico corresponsal Esteban Hernández, genuino periodista


musical, ha publicado en la revista Ruta 66 varios reportajes que inciden
muy agudamente en la querencia por este cierto clasicismo. En concreto,
Hernández analiza en sendas tandas de un artículo dedicado al estilo
rockero conocido como americana a grupos cuasi desconocidos para el
gran público como Drive By-Truckers o Jayhawks (a quienes vi actuar en
la sala Bikini de Barcelona) bajo el punto de vista mencionado. En este
largo párrafo plantea claramente la encrucijada en la que se halla el rock,
pero no solo el rock: “La posmodernidad ha sido el tiempo del
agotamiento de la narración lineal y de las estructuras clásicas,
enfrentándose a estructuras que se percibían como propias de un tiempo ya
agotado y sobre el que la vanguardia ejercía una tarea de demolición. Era
tiempo de ruptura, de autoinvención, de un presente continuado, y las
referencias a las raíces, a las líneas maestras de los estilos, al igual que en
las artes plásticas, eran toleradas en tanto deconstrucción, nunca para ser
tomadas en serio. Pero el rock, como todos los estilos, vive del pasado; es
decir, ha marcado una serie de caminos que han de transitar, adaptándolo o
subvirtiéndolo, quienes quieran inscribirse en él. Sus raíces, sus
fundamentos, no pueden ser ignorados. Mucha de la música que ha venido
de las islas británicas, incluso el maridaje con la música de baile
contemporánea, no era más que el deseo de introducir una línea de
separación con tiempos pretéritos, como si su invención fuera ahistórica,
como si pudieran crear de la nada formas que reflejasen el sonido de su
tiempo. Incluso el rap contiene un deseo de construir un aquí y ahora
arreferencial, mientras que la música rock requiere inevitablemente de
raíces, esto es, de puntos de apoyo desde los que construir nuevos
sonidos”.

Pero las críticas razonadas de Hernández, como las de Sabino Méndez en


Limusinas y estrellas, no se dirigen solo a los productos del temido
conglomerado corporativo, alcanzan de forma destacada a la pasiva
complacencia con esta obsolescencia prefabricada que los creadores
mismos del rock demuestran, a los optantes complacidos y pasivos del
éxito divinizado.

El artículo Suena mejor en la canción de Hernández se titula de esta forma


en referencia a la ausencia de contraste real, y por tanto de crítica, de la
mayoría de las canciones de rock actuales. El rock sigue sonando bien,
pero ya no estamos seguros de que este sonido nos llegue, se dirija a
nosotros, nos diga algo que recordar, critique algo para cambiar. De ahí las
contundentes preguntas que plantea al final de su artículo Esteban
Hernández: “¿Por qué la política está, en general, fuera de los textos de las
canciones? ¿Por qué hay tan pocos músicos que den la cara en cuestiones
sociales? ¿Es que no tienen nada que decir acerca de la pérdida de
libertades, de los problemas de la vivienda, del autoritarismo, etc?
Obviamente no y, como sabemos, suele ser una tendencia, más que
negativa, aburrida, usualmente abordada desde el dogmatismo, que nos
suele aportar poco y que nada nos dice de nosotros mismos. Pero hay otro
asunto mucho más paradójico, en tanto forma parte de su vida cotidiana:
¿no piensan en su propia obra como condicionada por las formas que
emplean, por la discográfica en la que la editan, por los medios que los
ignoran? ¿No están hartos de la provisionalidad de su oficio, siempre a
expensas de condicionantes exteriores? ¿No están cansados de que el
público no pueda juzgar si sus canciones les gustan o no simplemente
porque no llega a escucharlas? ¿No están cansados de tocar poco porque
no hay salas o de cobrar poco por sus actuaciones? ¿No están cansados de
tener que buscar otro trabajo para sobrevivir? ¿No están cansados de la
falta de oportunidades reales? ¿No están cansados de una industria que,
por ser la parte más desfavorecida, les impone condiciones muy negativas
en sus relaciones contractuales y artísticas? ¿No están cansados de que sea
su propia vida la que quede subordinada a esos factores exteriores?”.

Los interrogantes de Hernández son rotundos y amargos pero luego su


autor ha incurrido de forma contradictoria, diría yo, en un peligro cierto de
paulinismo, achacable al mismo estilo de la americana. Su discurso deja
abiertos, no obstante, resquicios suficientes para seguir combatiendo
cuerpo a cuerpo: “Por eso, el mayor defecto del rock hoy es no haber
sabido tomar el pulso a su tiempo. Las radiografías vitales que hicieron
alcanzar la categoría de clásicos a determinados álbumes incidían en algo
propio de su época, lo comprimían en acordes y ofrecían una suerte de
espejo ignorado, una verbalización de lo latente que nos colocaba delante
de lo que éramos, ofreciéndonos un retrato que llevaba consigo una
posibilidad de cambio. Había algo en lo que reconocerse, algo sólido que
se acompañaba de ciertos ritos estéticos o formales, y que no sólo nos
decía cómo éramos, sino también cómo no queríamos ser”. Suena aun
demasiado a là Montale, pero es una manera de empezar a darse cuenta de
la realidad.

Sentado que esta solidez no es viable por ahora en el mundo que ha


alumbrado el siglo XXI sería cínico o iluso no ver no obstante que sin este
regreso a cierto clasicismo la emoción trágica que caracteriza a lo mejor
del rock and roll será sepultada a no mucho tardar bajo siete llaves junto a
todos sus santones en cualquier museo de la fama. De hecho ya existen
estos museos y yo he visitado uno de ellos, sito en Londres.

Pero nos siguen rondando las preguntas, siguen ardiendo en los rescoldos
de la antigua hoguera los problemas. “¡Mississipi!” me pasé gritando tras
cada canción en un concierto de The Jayhawks. Según la tesis de Nietzsche
que encabeza este ensayo, la música trágica se constituyó en Grecia como
la más elevada de las artes, la más capaz de asumir lo feo, lo doloroso y lo
mortal de esta vida y de transmutarlo en belleza, en felicidad y en
conocimiento. En el teatro hablado esta música primordial y dionisíaca
pervivió como coro (choros significa danza), pues siempre la música ha
sido coral, y el coro se utilizó asimismo como símbolo de la institución de
las ciudades democráticas. Y ahora la pregunta del millón, incluso la
esperanza, o por lo menos el deseo: ¿podría el rock, hoy, coadyuvar como
instrumento simbólico, práctico-artístico, esto es, práctico-técnico, a la
globalización política? ¿Podría el dionisismo rockero, en diálogo con la
vieja música culta clásica y las nuevas técnicas musicales electrónicas, ser
útil a la fundación de las incipientes ciudadanías democráticas globales? El
antiguo gai saber al alcance de todo el mundo, nunca mejor dicho.

Para ello, dando un paso al frente, habrá que ser nuevamente poetas,
sobrios artesanos cósmicos. Pues como dice Deleuze: “Poeta, por el
contrario, es aquel que lanza poblaciones moleculares con la esperanza de
que siembren o incluso engendren el pueblo futuro, pasen a un pueblo
futuro, abran un cosmos”. Y habrá que ser nuevamente pueblo, multitud.
“Así pues,” añade Deleuze, “el problema del artista es que la despoblación
moderna del pueblo desemboque en una tierra abierta, y que esto se lleve a
cabo con los medios del arte, o con los medios a los que el arte contribuye.
En lugar de que el pueblo y la tierra sean bombardeados desde todas partes
en un cosmos que los limita, es necesario que el pueblo y la tierra sean
como los vectores de un cosmos que los arrastra; entonces el propio
cosmos será arte. Convertir la despoblación en un pueblo cósmico, y la
desterritorialización en una tierra cósmica, ese es el deseo del artista-
artesano, aquí o allá, localmente” (Mil mesetas). Hoy a esto lo llamo yo tal
como lo llaman en la película The man who shot Liberty Valance:
estatalidad (statehood), y de momento no diré más.

El cosmos se hace arte con el ritornelo. Caosmos. No hablo puramente de


Renato Carosone, hablo del eterno retorno de lo acústico, o sea de lo
sónico. La música. “La agitación popular contra la injusticia”, escribe
Gabriel Jaraba, citado por Pere Saborit en Política de la alegría, “ha
caminado siempre acompañada por el acordeón, la guitarra, el violín, el
banjo o el tambor. La rebelión de las masas –tan temida, desde que se
sospechó la posibilidad de su materialización, por parte de las elites
depresivas- siempre ha marchado al son de canciones corales: La
Marsellesa, La Internacional, Verdi, aires como Yankee Doodle o Oh
Danny boy o los himnos de las Brigadas Internacionales”. Si eliminamos
La Internacional o buena parte de las cancioncillas de las Brigadas
Internacionales, no se puede señalar con más acuidad este aspecto.

Para subrayar a qué rebelión multitudinaria deseo que este cierto


clasicismo antes mencionado sea capaz de apelar, voy a proponer una
hipótesis final, que deberá ser contrastada en lo sucesivo.

A raíz de un ensayo de Alessandro Baricco que pone de manifiesto la falta


de un auténtico público de la música clásica contemporánea, Félix de Azúa
escribió: “El primer argumento discurre sobre la dificultad teórica para
separar una `música culta´ (la heredera de la música `clásica´, para
entendernos) de otra inculta o popular (la música también llamada `ligera
´). Como en las demás artes, esa diferencia la establecen las instituciones y
los comentaristas, pero no es una diferencia intrínseca. La `seriedad´ es un
efecto, no una causa, y no depende de los contenidos objetivos sino de la
calificación que recibe el texto en el circuito de lectura y audición. Tan
`serios´ pueden ser Gershwin y Piazzola como Zimmermann y
Lachenman”.

No hay diferencia intrínseca, por tanto, entre una música culta o inculta,
sino sólo una distinción entre buena y mala música. El día en que Buddy
Holly, Bob Dylan, Ramones o Lou Reed puedan ser colocados junto a
Gershwin o Zimmermann, la música rock habrá conseguido por fin
convertir al mito hoy clausurado del que habla Sabino Méndez en su libro
Limusinas y estrellas en una tradición de música popular localmente
mundializante capaz de constituir un nuevo tipo de pueblo, de continuar
siendo una danza trágica y dionisíaca que comprende de forma alegre el
simple hecho de vivir hasta en sus extremas consecuencias, capaz de
desparramar, en suma, moléculas, granos o palabras que, aquí o allá,
traspasen, desplacen y subviertan los límites generados por las depresiones
del Poder, divino o natural, separado y avasallador.

Primera versión, Villanueva y la Geltrú/Vilanova i la Geltrú, 2003-04


Primera revisión, Castellón/Castelló, 2005-06
Segunda revisión, Elche/Elx, 2007-08 y 2012
BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICAMENTE ROCKERA

Albiac, Gabriel: La muerte, Paidós, Barcelona, 1996


España, Ramón de: Buddy Holly, Júcar, Madrid, 1986
Juliá, I.: Feed-back: la leyenda de la Velvet Underground, Ignacio Juliá,
Ruta 66, Barcelona, 1986
Juliá, I. y Gonzalo, J.: I dreamed of noise, Ruta 66, Barcelona, 1994
Manrique, Diego A., ed.: Historia del rock, El País-Aguilar, Madrid, 1987
Méndez, Sabino: Corre, rocker, Espasa, Madrid, 2000;
Limusinas y estrellas, Espasa, Madrid, 2004
Mendoza, J. L. y Arnáiz, J.: The Velvet Underground, Cátedra, Madrid,
1989
Puig, Luis y Talens, Jenaro, eds.: Las culturas del rock, Pre-Textos,
Valencia, 1999

Para cuestiones estéticas más generales:

Azúa, Félix de: Baudelaire y el artista de la vida moderna, Pamiela,


Pamplona, 1992; Diccionario de las artes, Planeta, Barcelona, 1995
Deleuze, Gilles: Mil mesetas, Pre-Textos, Valencia, 1988

En varias direcciones de internet he encontrado letras de canciones,


traducidas o no, y otra información muy útil.
“Por consiguiente, no estamos ante una lucha del intelecto contra las
pasiones, se trata sólo del intelecto acompañado de una pasión que quiere
dejar asentada su ley. Y por cierto, ¿en virtud de qué está garantizada la
suprema sabiduría de esta pasión? Engaño por engaño, ¿qué demostración
hay de que el engaño proveniente de la esperanza sea mucho peor que el
engaño proveniente del miedo? (...) En cualquier caso actuamos, tomando
nuestra vida en nuestras manos. (...) Debemos (...) respetar la libertad
mental del otro de manera delicada y profunda: sólo entonces (...)
tendremos ese espíritu de íntima tolerancia, sin la cual toda nuestra
tolerancia externa es desalmada, y que es la gloria del empirismo; sólo
entonces viviremos y dejaremos vivir, tanto en los asuntos especulativos
como en los prácticos.”

W. James, La voluntad de creer

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