La crisis de 1929 tuvo un impacto inmediato y profundo sobre toda América Latina (excepto en Venezuela, donde el petróleo permitió minimizar rápidamente los efectos), cuyo signo más visible fue el derrumbe, entre 1930 y 1933, de la mayor parte de las situaciones políticas que se habían consolidado durante la pasada bonanza. Lo que no se vio tan inmediatamente fue que esa crisis no se distinguía de las anteriores por su magnitud sin precedentes, sino que además, la crisis inauguraba una nueva época en que las soluciones del modelo agroexportador ya no servían. Lentamente, los latinoamericanos fueron descubriendo que el retorno a la normalidad no estaba a la vuelta de la esquina y que, por el contrario, ahora deberían avanzar, indefinidamente, por mares nunca antes navegados. En realidad, la crisis del ´29 fue la expresión del agotamiento de un modelo, cuyos signos premonitorios podían descubrirse ya durante los ´20 (los movimientos políticos antioligárquicos o la pérdida del dinamismo de muchos rubros exportadores son una expresión de ello). A partir de los ´20, a la vez que los cimientos del orden económico latinoamericano se tornaban más endebles, él (el orden latinoamericano) adquiría una complejidad nueva. En los países mayores, la industrialización realiza avances significativos, gracias a la ampliación de la demanda local sostenida por el previo avance de la economía exportadora. Hacia esta industrialización se vuelca, durante los ´20, una parte de la inversión extranjera que antes se atenía al crédito al estado y al sector primario y de servicios. El contraste entre la debilidad del viejo núcleo de la economía (el sector primario) y la tendencia de ésta a expandirse hacia nuevas actividades, se traduce en un desequilibrio que sólo puede ser salvado gracias a créditos e inversiones provenientes ya no más de Inglaterra, sino sobre todo de EE.UU, el nuevo centro financiero. Las consecuencias económicas inmediatas de la crisis fueron el derrumbe del sistema financiero mundial y una contracción brutal de la producción y el comercio. El derrumbe del sistema financiero significa desde luego la desaparición de la anterior fuente de recursos, que había mantenido la bonanza latinoamericana durante los ´20. La crisis, a diferencia de muchas de las anteriores, afectó comparativamente más a Europa que a Latinoamérica. Ahora, en la Europa devastada por la primera guerra mundial, y efímeramente reconstruida por el flujo de créditos norteamericanos durante los ´20, la insolvencia es una constante. Por la mera desaparición del crédito extranjero, el desequilibrio financiero se agravó dramáticamente, y paralelamente surgió un desequilibrio comercial potencialmente aún más peligroso. Así, los gobiernos fueron desarrollando líneas de acción heterodoxas que reflejarían muy bien las múltiples dimensiones de la crisis que se había desencadenado. La crisis significó la disminución brutal del comercio mundial. Los países de Europa se orientaron hacia acuerdos bilaterales que les permitirían asegurar mejor la reciprocidad en el intercambio comercial. Incluso Inglaterra, que sufría la inconvertibilidad de la libra esterlina en 1931, también adoptó acuerdos bilaterales con sus colonias. En este nuevo orden mercantil, el Estado aparece como el agente comercial de cada economía nacional. Sin embargo, la coyuntura le irá imponiendo funciones aún más vastas. Así, el Estado pasa de administrar arbitrios financieros urgentes a encarar, utilizando esas atribuciones nuevas, políticas destinadas a atacar las dimensiones económicas de la crisis. Por ejemplo, ahora el Estado canaliza las importaciones hacia sectores de la economía que al utilizarlas ampliarán el empleo (para lo cual impondrá desde tipos de cambio múltiples para los distintos rubros de exportación e importación, hasta un racionamiento de divisas mediante permiso previo para cada transacción individual). Esta modalidad de intervención estatal es un rasgo que se da mucho en América Latina, muy afectada por la caída de los precios de exportación. Todos los precios caen, pero esta caída es más fuerte en la agricultura y en la minería que en la industria. En cambio, la producción cae más que nada en la industria y menos en la minería y en la agricultura (de hecho, muchos productores agropecuarios procuraron aumentar la producción para recuperar las pérdidas, ocasionando el efecto contrario al deseado). El resultado es un nuevo deterioro en los términos del intercambio para los países latinoamericanos, que se habían especializado en la provisión de materias primas. Las ventajas comparativas que en el pasado habían hecho atractiva esa especialización estaban siendo borradas por esa nueva relación de precios. Por ello, no sorprende que en muchos lados se buscasen reorientar mano de obra y los escasos capitales hacia la industria, que antes había sido menos prometedora. No obstante, esta alternativa tardará en diseñarse con claridad. El primer resultado de la crisis es un colapso del mercado interno para los bienes de consumo que ya no será posible seguir importando. Mientras ese mercado no presente signos de reactivación, la industrialización por sustitución de importaciones no tendrá ocasión de implantarse. Mientras ello no ocurra, queda una tarea más urgente para el Estado: evitar que las reacciones instintivas de los productores primarios ante la crisis venga a agravarla, al aumentar aún más los bienes exportables. Para ello, tendrá que intervenir autoritariamente, fijando precios oficiales y cupos máximos de producción, y organizando la destrucción de lo cosechado en exceso, muchas veces sin indemnización a los productores. En general, la expansión de las funciones del Estado fue aceptada por las clases dominantes que, si bien antes habían defendido el modelo del liberalismo económico, ahora eran conscientes de la intensidad de la crisis y la incertidumbre desatada por ésta y de la imposibilidad de que el modelo anterior pudiera superarla. Hacia 1935, los países latinoamericanos relativamente más avanzados (México, Brasil, Argentina, Chile, Perú, Colombia, Uruguay) ya habían superado lo peor de la crisis; en cambio, los países más pequeños seguían profundamente estancados. Esto se explica porque la industrialización, elemento ahora esencial para la reactivación económica, requiere para ser viable de un mercado nacional considerable. Así, la caída de los volúmenes y precios de exportación sería más profunda en los países centroamericanos o en otros, como Ecuador, donde la gran mayoría de la población consumía poco y nada. En los países más avanzados, la rehabilitación a partir de 1935 incluiría avances significativos, en general, en la diversificación de su estructura económica. Estas reconstrucciones tienen éxito variable según estos países, pero en general, el impacto de la depresión es menos profundo que en los países centrales industriales y que en los pequeños países latinoamericanos. La industrialización comienza en el sector de bienes de consumo: alimentos y bebidas, textiles, industrias livianas en química, farmacia y electricidad. Antes de la crisis, ya existían industrias alimentarias o textiles; por ello, a partir de ahora, la industrialización avanzará sobre una infraestructura existente, que ahora se encuentra ociosa. De todos modos, en casi ninguna parte el avance industrial previo a 1945 alcanza a sustituir del todo las importaciones, aun en esos rubros más consolidados. La necesidad de los países periféricos de importar sobre todo bienes de capital y materias primas está limitada por la lentitud del crecimiento del parque industrial y porque su política comercial privilegia más la rehabilitación de sus exportaciones que la expansión industrial. Esa limitada industrialización tiende a acentuar más que atenuar las desigualdades económicas entre las distintas regiones; desigualdades que surgieron durante la expansión de las exportaciones (y que en el futuro seguirán acentuándose con el avance de la industrialización). Esto ocurre porque la industrialización avanza allí donde se encuentran no sólo sus potenciales consumidores, sino su mano de obra disponible y sus futuros dirigentes, es decir, en las ciudades que están más ligadas a la expansión del comercio interno e internacional. La segunda guerra mundial (1939-1945) va a introducir, de nuevo, un cambio radical en el contexto externo en que deben avanzar las economías latinoamericanas, ya que entre 1939 y 1941 quedarán aisladas de buena parte de los mercados europeos y asiáticos, al complicarse el transporte marítimo interoceánico. Esta nueva coyuntura ampliará aún más el papel del Estado en la economía. De esta manera, la segunda guerra mundial introdujo en el comercio exterior latinoamericano perturbaciones más fuertes que la primera. La segunda guerra reaviva la demanda externa, que aún no se ha recuperado del todo de las consecuencias de la crisis del ´30, pero en realidad afecta más a los volúmenes exportados que a los precios. En cambio, los países latinoamericanos apenas pueden importar (y esto es más grave en México o Chile, donde los alimentos no alcanzan), porque a la escasez de transporte se le suma la reorientación de la economía hacia la producción de guerra en los países industriales. De esta manera, el déficit de importaciones ofrece un estímulo más poderoso a la industrialización que las consecuencias más inmediatas de la crisis del ´30. Pero esta industrialización más acentuada comienza a mostrar sus rasgos negativos: insuficiencias en la infraestructura, fallas técnicas, primitivismo tecnológico, que no se puede superar mientras América Latina esté aislada de los países centrales. No obstante, la coyuntura permitió que en algunos casos (como Brasil), la industria nacional no sólo llegara a conquistar el mercado interno, sino también el externo (vendiéndoles productos a otros países hispanoamericanos o a las colonias africanas). El fin de la guerra encuentra así a una América Latina cuya economía, salvo en algunos de los estados menores, no sólo ha borrado las consecuencias de la crisis, sino ha crecido en volumen y complejidad. A la vez, es una economía aún más desequilibrada que en el pasado, sobre todo en las grandes ciudades, donde la escasez de energía y vivienda, sumada a la creciente densidad de población, serán un problema a resolver en el futuro. En 1945, pues, ha madurado universalmente una conciencia muy viva de que las economías latinoamericanas afrontan una encrucijada decisiva, que sus problemas viejos y nuevos se han agravado hasta un punto que vuelve impostergable una reestructuración profunda. A la vez, la situación se hace más compleja, dado que, por primera vez en su historia, las naciones latinoamericanas se han constituido en acreedoras de Europa (arruinada por la guerra) y Estados Unidos, cuya economía se vio muy favorecida por la guerra. Por ello, hacia 1945, había una sensación de que esta coyuntura excepcional permitiría abandonar el status de periferia de América Latina. La guerra, por su parte, aportó una complejidad mayor a la influencia de Estados Unidos en la región. Durante los ´10 y ´20, como dijimos en el capítulo anterior, Estados Unidos había avanzado mucho sobre América Latina: apertura del canal de Panamá (1914), traslado del centro financiero del mundo de Londres a Nueva York, pasaje de la era del ferrocarril (inglés) a la del automóvil (yanqui). La crisis económica afectó las relaciones comerciales y financieras con EE.UU (en lo comercial, EE.UU seguía con su proteccionismo, que impedía la masiva entrada de productos latinoamericanos), lo cual por un momento aparentó ser un retroceso en la afirmación de la hegemonía continental. Sin embargo, la guerra contribuyó a consolidar esta hegemonía de EE.UU, ahora más aceptada por los países latinoamericanos. Ahora EE.UU renunciaba a la intervención directa y unilateral, y buscaba en cambio vigorizar los organismos panamericanos, que con ampliadas atribuciones debían transformase en instrumentos principales de la política hemisférica de EEUU. Noobstante, EEUU manejó su política internacional sin recurrir, nuevamente, al mecanismo panamericano. Además, el abandono de la intervención armada no suponía la renuncia a la presencia en el Caribe y Centroamérica. En los países que habían sufrido la ocupación militar norteamericana (Cuba, Nicaragua, Haití, República Dominicana), la potencia interventora había creado fuerzas armadas locales que consolidaban regímenes dictatoriales estables y devotos a EEUU (Somoza en Nicaragua, Trujillo en Rep. Dominicana, etc.). Por otra parte, EEUU no había dejado de utilizar la presión política directa sobre los gobiernos latinoamericanos; de hecho, se ejerció sobre los países que eran renuentes a alinearse en el bloque de los aliados contra el eje, como Argentina, que tradicionalmente había preferido la influencia inglesa a la norteamericana. En este contexto, hacia 1945 se creía que Latinoamérica había sorteado la crisis sin sufrir daños económicos sustanciales y sin haber sufrido las destrucciones de la guerra. Pero también ocurría que la crisis había logrado corroer mortalmente, tanto en lo económico como en lo político-internacional, el orden mundial en el que Latinoamérica había encontrado su lugar. Por ello, no es sorprendente que el debilitamiento de ese orden debilitara también el sistema de creencias afín a él: el liberalismo económico ya no era consensuado por la sociedad, y no lo sería por mucho tiempo. Ahora era el momento de las tendencias heterodoxas, como el keynesianismo o la planificación soviética. Este desconcierto en el plano económico está ligado a otro efecto de la crisis económica: la crisis global del sistema político, manifestado en una pluralidad de ideologías y en los conflictos internos de cada país. De hecho, la crisis económica permitió la difusión tanto del comunismo como del fascismo, ideologías que durante los ´20 no habían tenido espacio. Como consecuencia de ello, el nuevo conflicto mundial no se centrará tanto en los conflictos entre ciertas grandes potencias, sino incluirá una importante dimensión ideológico-política. Este es otro signo del fin del consenso ideológico que había predominado, tanto en Europa como en América Latina, hasta 1930. Durante los ´30, el movimiento comunista, antes marginal, intentará organizarse en casi todos los países latinoamericanos, y alcanzará una importancia considerable sobre todo en Brasil, Chile y Cuba y, en menor medida, en Argentina, Uruguay, Colombia y Venezuela. Sus avances no se deben tan sólo a la agudización de conflictos sociales preexistentes, ni tampoco exclusivamente a los cambios en el equilibrio social suscitados por la crisis y las respuestas a ella. Es sobre todo la inseguridad sobre el rumbo que tomará un mundo económicamente en ruinas la que crea las condiciones para una mayor difusión de las propuestas políticas comunistas. Otros casos, como el cardenismo mexicano o el aprismo peruano, fueron alternativas no comunistas al liberalismo que había predominado hasta los ´30. En suma, la nueva incertidumbre ideológica se tradujo entonces más en una apertura hacia nuevas perspectivas y una disposición a explorar todos los horizontes que en el surgimiento de corrientes y figuras dispuestas a definirse en cerrada oposición al consenso ideológico-político previo. El impacto de la crisis no ayuda a visualizar más claramente los conflictos sociales que pugnan por encontrar expresión política. Más bien, hace más difícil descifrar el impacto que estos conflictos alcanzan sobre una vida política cuyos actores deben avanzar a tientas en un mundo que no comprenden, guiados por convicciones ideológicas que no saben cómo reemplazar, pero en las cuales no pueden depositar la misma fe que en el pasado. Esta vacío de una dirección única para todos los procesos políticos latinoamericanos, en parte, ayuda a comprender las particularidades nacionales.1 En general, los procesos políticos latinoamericanos del período 1930-45, muestran un rasgo común: la crisis y sus consecuencias directas e indirectas originan tensiones que la mayor parte de las situaciones políticas hallan difícil afrontar. En aquellos países en que la ampliación de la base política se había traducido en una democratización del régimen en un marco liberal-constitucional (Argentina, Uruguay), la crisis afecta a la democracia liberal, provocando golpes de Estado (Uriburu y Terra, respectivamente). 2) En busca de un lugar en el mundo de postguerra (1945-1960) Pronto iba a advertirse que, si era cierto que un orden nuevo comenzaba a emerger de las ruinas dejadas por la crisis y la guerra, los rasgos de ese orden nuevo no eran necesariamente los previstos entre 1930-45. Por ejemplo, la economía de los países centrales se reconstruyó más fácilmente de lo que se había pensado en un momento, y entraría en una fase ascendente de 25 años, conocida como “los años dorados del capitalismo”. En cuanto a Latinoamérica, sus gobernantes creyeron que la coyuntura favorable que la guerra había creado para esta región se mantendría y consolidaría durante la postguerra. Los motivos para pensar esto radicaban en que ahora los países centrales estaban reabiertos al tráfico internacional y necesitaban lo que Latinoamérica podía ofrecerles (alimentos, materias primas). Dado ese optimismo, las disidencias se daban sobre todo en torno al mejor modo de utilizar sus oportunidades, pero lo que las volvía explosivas era que cada uno de esos modos suponía una distinta distribución de las ventajas de la coyuntura. Las principales alternativas eran dos: 1) continuar con el proceso industrializador favorecido por la crisis y aún más por la guerra, o 2) retornar al modelo agroexportador y restaurar la unidad del sistema mercantil y financiero mundial mediante la liberalización económica. Mientras la primera alternativa era defendida por quienes, directa o indirectamente, se veían favorecidos por la industrialización (burguesías industriales, obreros urbanos), la segunda era apoyada por quienes se beneficiaban del modelo agroexportador (oligarquías terratenientes, clases medias rurales).Con respecto a la industrialización, anteriormente habíamos dicho que ésta era frágil y tecnológicamente precaria. Ahora se daba una oportunidad de corregir esas fallas y seguir avanzando sobre bases más sólidas. Para ello se contaba con los saldos acumulados gracias al superávit comercial generado por la guerra. Además, se esperaba que una Europa en reconstrucción demandara nuevamente materias primas, lo que permitiría financiar el proceso de industrialización. En cambio, estaban quienes creían en que la industrialización de 1930-45 había sido una solución de emergencia impuesta por la crisis y el aislamiento de la guerra. Vuelta la normalidad, confiaban en el pleno aprovechamiento de las ventajas comparativas del sector primario. De este modo, el sorprendente consenso que durante 1930-45 había existido en cuanto al avance del Estado en la economía y a la industrialización por sustitución de importaciones (ISI), ahora es reemplazado por un disenso profundo. No sólo se discute una distribución de recursos dentro de las economías latinoamericanas; también está en juego el perfil futuro de las sociedades latinoamericanas y la distribución dentro de ellas del poder político. Los proyectos industrializadores, en general, prevalecieron por sobre los agroexportadores: no sólo eran sostenidos por el empresariado industrial, sino por otros grupos sociales. Este apoyo se explica en parte porque la industrialización estuvo acompañada de un conjunto más amplio de soluciones político-sociales, que mejoraban la situación de estos otros grupos sociales. Así, la industrialización debe avanzar manteniendo el entendimiento con la clase obrera industrial, lo que requiere moderar la explotación de la fuerza de trabajo, frente tradicional de acumulación e inversión en etapas de industrialización incipiente. Pero también supone considerar a las clases populares urbanas como consumidoras, lo que implica mejorar sus salarios reales y ampliar sus fuentes de trabajo más allá de lo que el crecimiento industrial puede asegurar por sí solo. Estos objetivos se cubrirán, en parte, por la iniciativa del Estado, que no sólo atenderá a estos objetivos, sino que extenderá sus actividades a campos muy variados de previsión y servicio social con vistas a mantener la lealtad de las mayorías electorales. Esta lealtad también es imprescindible para asegurar la continuidad del proyecto industrializador. De esta manera, la viabilidad y supervivencia de la industrialización supone considerar todas estas precondiciones. Esto, a su vez, hace que los Estados presten más atención a cómo conservar la legitimidad de la industrialización que a la innovación tecnológica, que era la única que podía asegurar la industrialización a largo plazo. No se trataba tan sólo de modernizar la tecnología para eficientizar el sector industrial y ampliar la infraestructura. Más grave aún era que el costosísimo programa industrializador debía ser afrontado por una Latinoamérica que en realidad estaba en una situación menos favorable de la que se había creído en 1945. Las necesidades de la reconstrucción europea favorecían la demanda de productos latinoamericanos, pero también perjudicaban la oferta de bienes industriales –cuyo precio seguía en ascenso- que América Latina necesitaba. De esta manera, se utilizaron los fondos acumulados durante la guerra a nacionalizar empresas, repatriar la deuda pública y a importar escasos bienes industriales. Así, las economías latinoamericanas fueron lentamente renunciando a modernizar su economía, tal como había sido planeado hacia 1945, y se limitaron a asegurar la supervivencia de esa industria primitiva, mediante transferencias intersectoriales de recursos, aseguradas por la manipulación monetaria. Los países latinoamericanos adoptaron una moneda sobrevalorada, lo que perjudicaba al sector exportador y privilegiaba las importaciones baratas. El Estado trataba de que estas importaciones no compitieran con la industria nacional (en estos casos se aplicaban aranceles), sino que le proporcionase los insumos necesarios. Sin embargo, este modelo de financiamiento de la industrialización a través de los recursos de la exportación no sólo encontraría oposición en los terratenientes, empresas mineras internacionales, o compañías de transportes y comercio (a quienes perjudicaba). También, junto con un contexto que hacia los ´50 se había tornado desfavorable, implicó el estancamiento y la baja de la producción exportadora. De este modo, hacia 1955, tanto este modelo económico como las soluciones políticas que lo apoyaban mostrarían signos de agotamiento, como la inflación y el creciente desequilibrio en la balanza comercial (debido sobre todo al estancamiento del sector exportador). Uno y otro síntoma tienden a reforzarse mutuamente, ya que la devaluación (que mejoraría la balanza comercial) lleva al alza de salarios, lo cual genera inflación, y ésta a su vez conduce a una nueva devaluación. Así, en un período de 10 años, se había pasado de la esperanza a la inquietud. Prebisch, secretario de la CEPAL, indagó sobre las causas de los problemas en la industrialización latinoamericana y las encontró en la posición periférica que Latinoamérica ocupa en una economía mundial dominada por un centro industrial cada vez más poderoso, lo cual se refleja en el deterioro creciente en los términos del intercambio. En el centro, la fuerza de trabajo puede imponer un alto nivel de salarios que se refleja en el alto precio de los bienes industriales, mientras que, en la periferia, una mano de obra abundante y más dispersa debe conformarse con salarios mínimos. Además, los países centrales poseen el control del transporte y las finanzas internacionales, lo que implica otra dificultad para América Latina. La solución, para Prebisch, reside entonces en una industrialización más intensa, que cree una economía nacional de una madurez similar a la de los países centrales. El tema es que Prebisch no plantea cómo conseguir esa industrialización. El desarrollismo será una propuesta que considerará los aportes teóricos de Prebisch; en su núcleo, se busca favorecer la expansión del sector industrial que produce bienes de consumo duraderos (como al automóvil), más que bienes de capital. El desarrollismo logró ofrecer una salida rápida para la encrucijada industria-agro: aliviaba el ofuscamiento que la industrialización había arrojado sobre un sector primario ya incapaz de seguir soportándolo, permitiendo una revigorización de la expansión industrial. Para ello, el desarrollismo propuso una apertura parcial de la economía nacional a la inversión extranjera. Hasta mediados de los ´50, la inversión extranjera había tenido un papel limitado en la industrialización latinoamericana, ya que la crisis del ´30 y la guerra habían disminuido la disponibilidad de capitales metropolitanos para la inversión. En la posguerra, esta situación fue cambiando paulatinamente. A la vez, las economías latinoamericanas sufrían dificultades en la balanza de pagos, que intentaron afrontar poniendo trabas a la salida de ganancias por parte de las empresas extranjeras radicadas allí. En este sentido, Latinoamérica no era demasiado atractiva para nuevas inversiones. Sin embargo, éstas fueron posibles dado que el monto de las inversiones no era demasiado elevado para las empresas extranjeras. Estas inversiones se centraban sobre todo en maquinarias (que habían sido utilizadas previamente en el país de origen) que, al ser vendidas a precios altísimos, suponían ganancias extraordinarias. La apertura a la inversión extranjera concebida por el desarrollismo no suponía necesariamente la apertura generalizada de la economía, puesto que su éxito depende del mantenimiento de un estricto control de las importaciones. Pero en otro aspecto sí parece requerir alguna liberalización: la empresa inversora aspira a disponer libremente de sus ganancias (o sea, enviar las ganancias al exterior), lo cual supone un conflicto con el Estado, pues éste prefiere orientar estas escasas divisas hacia otras actividades. En general, este conflicto de intereses, será resuelto mediante una transacción que autoriza a las empresas a repatriar parcialmente sus ganancias. De esta manera, se dio una nueva oleada industrializadora en América Latina, diferente de la primera. Por ejemplo, la nueva industria (que es más desarrollada que la anterior) no tiene tanta capacidad de crear empleo, ya que se inserta en ramas en que la productividad del trabajo es más alta que en las antiguas. De esta manera, se expande una clase obrera calificada y mejor pagada, aunque la demanda de mano de obra industrial crezca poco. También, la nueva producción industrial está dirigida a los sectores sociales más altos. Durante la primera oleada industrializadora habían prevalecido los bienes textiles, químicos o farmacéuticos, de baja calidad y dirigidos al consumo masivo. Ahora, los nuevos bienes industriales, que se producían a precios superiores al de los países centrales, sólo podrían ubicarse en los sectores altos de la sociedad. En consecuencia, la reorientación de la demanda hacia los sectores más altos crea mercados mucho más estrechos, con lo cual el margen de viabilidad de estas industrias se hace más sensible (pues requieren una producción mínima para amortizar la inversión). Por lo tanto, pocos países ingresarán en esta nueva etapa: apenas Brasil y México tendrán cierto éxito en este nuevo nivel de industrialización, mientras que Argentina no podrá sobrellevarlo; Perú y Chile, si bien tienen la tentativa de alcanzarlo, ni siquiera lo intentan llevar a cabo. En el corto plazo, esta nueva oleada industrializadora, que no avanza sustituyendo importaciones, acentúa el desequilibrio externo. Los desarrollistas sostenían que este desequilibrio sería finalmente superado; mientras tanto, la solución era apelar a la inversión y el crédito externo para evitar el estancamiento. El acceso al crédito se hace cada vez más accesible, ya que crece la abundancia de capitales en el centro, pero para recurrir a él se necesita flexibilizar el mercado cambiario. Detrás de todo esto, subyace un cambio social que ahora adquiere dinamismo nuevo, alimentado en parte por el rápido crecimiento demográfico iniciado hacia los ´20. Este incremento poblacional, en algunas áreas como El Salvador o Colombia, se tradujo en presiones sobre la tierra. La industrialización no había solucionado la cuestión agraria. Ahora, en ese agro atrasado, crece la tensión social. Por otra parte, la baja productividad del campo también influye en el proceso industrializador. Los sectores rurales, además, consumen muy poco. En este contexto la idea de reforma agraria comienza a tener más eco en la agenda latinoamericana, tanto en los programas revolucionarios (Bolivia, Guatemala) como en los reformistas. El crecimiento demográfico, junto con la rigidez del orden rural, se expresa en el rapidísimo avance de la urbanización (la “urbanización salvaje”, como la denomina Halperin). Esto representa un nuevo problema social, pues ni siquiera una industrialización acelerada puede responder a este nuevo proceso, en el cual las carencias (vivienda, agua, sanidad, electricidad) aumentan. Hasta el momento se había pensado en que este problema se solucionaría por medio del desarrollo económico que igualaría la calidad de vida de los países latinoamericanos a los de los países centrales. Pero, poco a poco, dado que esto no ocurría, se comienzan a redefinir los términos en que se plantea el conflicto políticosocial. Esto, a su vez, se inscribe en un contexto mundial de guerra fría, que deja atrás la concordia que existía en 1945. Luego de 1945, EEUU deja de ser la potencia hegemónica continental para serla en el mundo entero. La guerra fría consolida la hegemonía norteamericana; la URSS, devastada por la guerra, no logra competir realmente con EEUU. La URSS había logrado extender su influencia en la Europa Oriental, en donde se instalaron regímenes comunistas desde arriba (es decir, no existieron revoluciones espontáneas). EEUU procuró expandirse hasta cubrir todas las áreas del planeta que habían escapado a la hegemonía soviética, a través de un sistema de pactos regionales apoyados todos ellos en el poderío estadounidense. Los países europeos industrializados permanecieron en la órbita estadounidense y, junto con EEUU, se aliaron militarmente en la OTAN. En 1949 triunfaba en China la revolución comunista a la vez que entrados los ´50 la URSS logró que EEUU perdiera el monopolio atómico. EEUU procuró, en la OEA, mantener el statu quo de Latinoamérica. La OEA debía dirigir la resistencia a cualquier “agresión” regional perpetrada en el área. Obviamente, esto apuntaba a la intervención en casos de revoluciones o procesos que intentaran un cambio antagónico con los intereses norteamericanos; en este sentido, los misiles apuntaron sobre todo hacia los comunistas. Los países latinoamericanos, por su parte, si bien adscribían al programa de EEUU en la OEA, no siempre colaboraban activamente en la lucha contra el comunismo (que durante la guerra había estado casi siempre alineado con EEUU en la lucha común contra el nazifascismo). La revolución de Guatemala en 1954, que era más nacionalpopular que comunista, también fue intervenida por EEUU. Quizá, más que por una amenaza real, la intervención armada en Guatemala pretendió ser una advertencia contra quienes no acataran sin reservas la hegemonía norteamericana. 1959 inauguraría una nueva crisis en el sistema panamericano, con la Revolución Cubana. Ahora la situación mundial era bastante distinta a la de hacía diez años atrás: Europa se había reconstruido exitosamente, a la vez que había comenzado la descolonización en Asia y África, proceso que se acentuaría durante los ´60. En 1958, en la Conferencia de Bandung, los países tercermundistas se pronunciaron a favor de la “no alineación” entre el bloque norteamericano y el soviético. EEUU adoptaría una postura más flexible contra los “no alineados”, de tal modo que no se pasaran al bando soviético. Sin embargo, la relativa pasividad con que EEUU asumió la “no alineación” de los países africanos y asiáticos, no existió para América Latina. El bloque soviético, por su parte, había logrado sobrevivir a la muerte de Stalin en 1953, y, si bien seguía siendo autoritario, al menos su economía crecía más rápidamente que la del mundo occidental. La URSS, ante el avance de la descolonización, veía la oportunidad para extender su influencia sobre los territorios emancipados. En este contexto, en 1959 se da la Revolución Cubana, que será fundamental en el derrotero posterior de América Latina. Como dice Halperin, “el desenlace socialista de la revolución cubana vino a reestructurar para siempre el campo de fuerzas que gravitaba sobre las relaciones entre el norte y el sur del continente, en cuanto hacía real y tangible una alternativa hasta entonces presente sólo en un horizonte casi mítico, como objeto del temor o la esperanza de los antagonistas en el conflictivo proceso político-social latinoamericano”. En suma, el punto de partida de este período (1945-60) está dominado por las expectativas económicas y políticas creadas por el ingreso en la postguerra. El optimismo económico se da sobre todo en los países que han iniciado un proceso industrializador. El optimismo político afecta en todos los países por igual, en cuanto la victoria de la ONU (fundada en 1945) parece haber privado para siempre de legitimidad política a la ultraderecha nazi-fascista enemiga de la democracia liberal. Además, la consolidación de la URSS, si bien casi no provoca durante este período alternativas revolucionarias, al menos incide en que ahora la reforma social, dentro del marco capitalista, se hace un tema prioritario de la agenda latinoamericana. Esta exigencia de retorno al liberal-constitucionalismo (muy variable según los países) lleva en varios países latinoamericanos al desplazamiento de los regímenes autoritarios y oligárquicos, incompatibles con la nueva coyuntura. En Argentina y Brasil, en cambio, se dan procesos populistas que conservan rasgos autoritarios del pasado, pero que también introducen reformas.
Capítulo 7: Una encrucijada decisiva y su herencia. Latinoamérica desde
1960 1) La década de las decisiones (1960-1970) La década que se abriría en 1960 se anunciaba como una de decisiones radicales para América Latina. Una tenía que ver con ese hecho nuevo e imprevisible que era que el giro socialista de la Revolución cubana vino a incidir en un subcontinente que descubría agotada esa improvisada línea de avance tomada entre 1930-1945 y mantenida entre 1945-1960. La Revolución cubana puso en crisis, si no la hegemonía estadounidense sobre Latinoamérica, sí por lo menos los mecanismos políticos e institucionales que EEUU había sabido instrumentar en el pasado. Pero sobre todo, la Revolución cubana (que en un primer momento intentó ser eliminada a la fuerza por EEUU y luego mediante el bloqueo económico y diplomático) mostraba que lo que todos habían largamente creído imposible era, en realidad, posible. Esto daba nuevo aliento a las tendencias contestatarias y revolucionarias. A la vez, los años ´60 serían los años del fuerte crecimiento económico mundial, tanto en el primer mundo como en el bloque socialista. En cambio, en América Latina, donde las empresas multinacionales tenían peso creciente en la economía, las tasas de crecimiento no se aceleraron como en aquellos bloques: el desarrollismo había fracasado. A lo largo de los ´60, muchos comenzaron a creer que sólo se podría superar el estancamiento si se rompía con el sistema político y económico internacional en que hasta entonces se había desenvuelto Latinoamérica. Así, surgía la teoría de la dependencia. Para los teóricos de la dependencia, lo que impedía a Latinoamérica superar el subdesarrollo era su integración subordinada en el orden capitalista mundial. Si bien no todos veían en la revolución socialista la única solución, todos coincidían en que era necesario introducir modificaciones estructurales en ese orden, que fueran más allá que las reformistas que habían predominado. A sus ojos, si los problemas eran económicos, su solución sólo podía ser política. En el plano internacional, tanto la URSS como EEUU buscaban intervenir en América Latina como nunca antes. Ahora, los objetivos de ambos no sólo eran mas ambiciosos que en el pasado, sino también bastante distintos. Con respecto a la URSS, su influencia sobre Cuba contrastaba con la cautela que había caracterizado anteriormente a su presencia en Latinoamérica y, además, ahora era consciente de que ahora eran posibles revoluciones socialistas. Los EEUU de Kennedy también se dispusieron a gravitar más decisivamente en el subcontinente, en parte, a partir del caso cubano. Pero, para el presidente demócrata Kennedy, el mayor activismo político norteamericano no debía reducirse a restaurar la hegemonía sobre Cuba. Más bien, se trataba de promover y orientar una transformación de las estructuras sociopolíticas latinoamericanas que las alejase de la tentación revolucionaria que había triunfado en Cuba. De este modo, el escenario principal del combate contra la amenaza revolucionaria se trasladaba al continente, y a éste último estaban orientadas las innovaciones de Kennedy. Estas innovaciones se inspiraban, por una parte, en una teoría sobre las precondiciones necesarias de los procesos revolucionarios y, por la otra, en las lecciones ofrecidas por los procesos de cambio socioeconómico desencadenados, a partir de 1945, en Asia y África. En estos continentes, se dieron, en algunos casos, vías revolucionarias y en otros no. Estas reformas en las estructuras socioeconómicas de los países habían sido exitosas en Japón, Corea del Sur y Taiwán, contribuyendo a atenuar tensiones sociales y a remover obstáculos al crecimiento económico. Se trataba entonces, para América Latina, de evitar las revoluciones y de favorecer transformaciones estructurales que consolidaran el capitalismo. Se creía que si Latinoamérica alcanzaba el desarrollo autosostenido, característico de los países centrales, el peligro revolucionario sería disipado; pero durante la transición, el riesgo de revolución era omnipresente. Se trataba de mantener tranquilas a las masas, para que no se inclinaran a favor de las fuerzas revolucionarias. Esta nueva política latinoamericana se expresó en la Alianza para el Progreso, se llevaría a cabo en un período de 10 años y sería financiada en un 20% por EEUU y en un 80% por Latinoamérica. Los objetivos de la Alianza para el Progreso se resumían en 12 puntos: 1) reforma agraria para superar el estancamiento rural; 2) una industrialización más rápida y profunda; 3) crecimiento económico per cápita del 2,5% anual; 4) distribución más equitativa de la riqueza; 5) equilibrio de la producción entre las distintas regiones; 6) aumento de la producción agrícola; 7) disminución del analfabetismo e instauración de la escolarización obligatoria; 8) mejora de la situación sanitaria; 9) baja los precios de las viviendas; 10) estabilización de las monedas; 11) promoción de acuerdos para un Mercado Común Latinoamericano; 12) cooperación para equilibrar el comercio exterior. Para muchos de esos objetivos se requería la expansión de las funciones y los recursos del Estado, para lo cual se preveía una reforma fiscal, que crearía un sistema de impuestos progresivo. Pero esta base financiera más robusta del Estado no se limitaba a facilitar el desarrollo económico y la igualdad social; también servía para consolidar estructuras políticas y sociales que contuvieran sólidamente a las masas. Para ello, Kennedy confiaba más en una democracia representativa y reformista, frente a las dictaduras (que, sin embargo, seguían siendo preferibles a la revolución). La democracia, para Kennedy, permitiría que los partidos de masas controlaran mejor a la población que el autoritarismo militar. Pero al mismo tiempo, EEUU no renunciaba a poner a los ejércitos latinoamericanos al servicio de ese ambicioso programa de transformación con propósitos de conservación. De hecho, una parte considerable de los fondos dirigidos a Latinoamérica se orientaron hacia esos ejércitos, que ahora debían complementar las falencias del Estado en el control de la población. Más allá de la Alianza para el Progreso, los organismos panamericanos como la OEA habían fracasado, dado que las reticencias a las propuestas norteamericanas eran cada vez mayores. Así, ahora se adoptaron soluciones bilaterales. En suma, ahora EEUU interviene de un modo más complejo y especial, a la vez que puede gravitar más eficazmente en una Latinoamérica que está entrando en la era de masas. Esa presencia debe servir para un doble propósito de transformación y conservación o, también, “seguridad y desarrollo”. Estas dos fórmulas ignoran por igual que en los momentos críticos, que no han de faltar durante esta década, no iba a ser siempre fácil hallar un camino que satisficiese por igual ambas aspiraciones. En efecto, cada vez que una emergencia imponía optar entre ellas, la prioridad era la seguridad (o la conservación), más que el desarrollo económico y la transformación sociopolítica. En 1963 es asesinado Kennedy y lo sucede Lyndon Johnson, quien privilegia el objetivo de conservación y seguridad antes que el de democracia, desarrollo y transformación. Sin embargo, ya antes de esa reorientación programática de la política norteamericana, el mismo Kennedy había preferido la solución golpista a la democrática ante alguna crisis latinoamericana. A partir de 1963, EEUU adopta una política más decididamente dirigida a la seguridad, más que al progreso y el desarrollo. En 1964, el golpe de las FFAA en Brasil, fue organizado conjuntamente con EEUU, marcando el inicio de un proceso que duraría más de veinte años. Para comprender la nueva coyuntura hay que tener presente la importancia de la revolución cubana. Ésta, al devolver al primer plano del debate político latinoamericano la cuestión del imperialismo, revivía sentimientos que habían venido adormeciéndose desde 1933. Estos sentimientos no habían logrado ser movilizados ni por la prédica soviética ni por el retorno de intervencionismo norteamericano. La revolución cubana también incidió fuertemente en los sectores que, temerosos del socialismo, ahora harán causa común con Estados Unidos. Gracias a ello, el nuevo intervencionismo norteamericano fue mucho más aceptado en Latinoamérica que a principios de siglo. No sólo era recibido con abierto beneplácito por los sectores conservadores –algunos de los cuales le habían sido tradicionalmente hostiles-, sino que, en general, no iba a necesitar volcarse en nuevas acciones militares por parte de EEUU. Esto último se explica porque serán estos aliados locales anticomunistas quienes frenarán todo avance socialista. Los ejércitos latinoamericanos tenían un papel cada vez más central desde la perspectiva norteamericana. La consolidación del aparato estatal, que figuraba entre los objetivos de la Alianza para el Progreso, iba en paralelo a la creciente presencia de las fuerzas armadas en la vida de la región. Esto tiene que ver, en parte, con que ahora las FFAA latinoamericanas recibían cada vez más fondos de EEUU. Pero ese vínculo cada vez más íntimo entre EEUU y las FFAA latinoamericanas iba más allá de agregar solidez y eficacia al poderío estrictamente militar de esos ejércitos. Más importante era que esos nuevos lazos sirviesen de vehículo para la difusión de una propuesta acerca de las tareas futuras de los ejércitos latinoamericanos. Esta propuesta, que sería efusivamente aceptada por éstos, se expresaría en la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN). La DSN, versión militarizada de la seguridad y desarrollo, hacía del ejército el protagonista de la vida nacional, al ponerlo al frente de una empresa que unificaba la guerra convencional y la política convencional. Ahora, los ejércitos ya no se limitaban a su función de defensa externa de la nación, sino que debían velar por la seguridad interna de ésta, es decir, asegurar el orden contra la amenaza revolucionaria. La nueva intimidad entre las fuerzas armadas latinoamericanas y las de EEUU fue decisiva para acelerar la transición entre una concepción de las tareas militares que había guiado durante décadas a los ejércitos latinoamericanos y otra que no sólo les fijaba funciones nuevas y más amplias, sino que también les imponía modos de conducta que en el pasado hubiesen parecido incompatibles con la dignidad del oficial, como por ejemplo la tortura u otras formas de terror. Otra consecuencia fundamental que iba a tener esta reestructuración de los ejércitos latinoamericanos bajo auspicios yanquis era que ahora se profundizaba la transformación de cada uno de esos ejércitos en un organismo cada vez más consciente de su identidad y sus intereses corporativos-institucionales, tanto en el plano interno como en el internacional. En el marco nacional, la consolidación de una conciencia corporativa en el cuerpo de oficiales se sumaba a la burocratización de la institución. En consecuencia, ahora se transformaba radicalmente el modo de inserción de las fuerzas armadas en la vida política. En el pasado, las FFAA habían ingresado en la vida política como séquito y sostén de un dirigente surgido de sus propias filas, que tenía un notable poder de iniciativa, gracias al apoyo complementario de corrientes políticas o distintas fuerzas socioeconómicas. Ahora, en cambio, el ingreso en la vida a política supondría una empresa corporativa, cuyo titular era tan sólo un agente escasamente autónomo, y siempre revocable, de la institución que lo colocaba al frente de ella. Sin embargo, esa transformación del carácter mismo de la intervención militar sólo en parte se explica por los cambios que sufría la institución misma. Hay que entender, además, la actitud de los grupos sociales latinoamericanos temerosos del avance revolucionario (en un contexto donde el desarrollismo se estaba agotando), ahora potenciados por la coyuntura de la revolución cubana. En suma, es la conciencia de la gravedad de la coyuntura la que fortifica la decisión de mantener al titular militar de la gestión política bajo constante vigilancia corporativa. Por otro lado, los distintos sectores sociales (sean ya antirrevolucionarios como revolucionarios) compartían su optimismo por las innovaciones técnicas, que durante este período fueron muchas: progresos en las comunicaciones, el motoscooter, el teléfono de larga distancia, la píldora anticonceptiva, etc. Este optimismo, que también aparecía en los sectores más conservadores temerosos del avance revolucionario, no hubiera existido si la situación latinoamericana hubiese sido realmente catastrófica. Más allá de que las economías latinoamericanas tuvieran una tendencia al estancamiento o al desarrollo irregular, en general, durante los ´60 América Latina creció, con problemas y más lentamente que el mundo desarrollado, pero efectivamente creció. Este crecimiento, limitado, sin embargo había transformado significativamente las pautas de vida de amplios sectores de la sociedad latinoamericana. Esto, en parte, contribuye a comprender el por qué de este contradictorio optimismo en los grupos adictos al statu quo (quienes creían que la revolución era inminente). Por su parte, también los revolucionarios creían que la revolución estaba al caer y, por ello, también se mostraban optimistas. Las FFAA, por su parte, se opondrían, en general, a todo avance de este “ataque de frivolidad”. La Iglesia, que si bien también podría manifestarse contraria a estos cambios en la vida cotidiana, sin embargo, se modernizó durante este período, a partir del Concilio Vaticano II. Las causas de estas reformas en la Iglesia son bastante contradictorias, pero lo cierto es que se buscaba, entre otras cosas, una renovación litúrgica, la actualización de los contenidos científicos e ideológicos y de los métodos pedagógicos en las instituciones católicas de enseñanza, la ampliación del papel de la comunidad de fieles en la vida eclesiástica y la prioridad para los pobres.2 En su forma más extrema, esta preocupación por los sectores menos privilegiados se encarnó en la minoritaria pero condensada Teología de la Liberación, generalmente adherente a soluciones revolucionarias. Los años ´60 habían sido, para el mundo en general, una década de expectativas y optimismo, sustentada por el crecimiento económico a nivel global. Sin embargo, hacia fines de los ´60, comenzaron a multiplicarse los signos de agotamiento de esa gran ola ascendente que por décadas había arrastrado por igual a Occidente y al mundo socialista. 1968 es un año que ilustra muy bien este resurgimiento del malestar, ante la sospechosa demora en el desencadenamiento de las transformaciones radicales anunciadas con fe tan firme hacia inicios de la década: la primavera de Praga, el mayo francés, las revueltas de Tlatelolco en México, el avance del hippismo en EEUU o la Revolución Cultural China (en 1969) serán manifestaciones que expresarán esta creciente desconfianza. Estos movimientos de 1968 vinieron por un momento a revitalizar en toda Latinoamérica las esperanzas revolucionarias. Retrospectivamente, se ve que en realidad anunciaban el comienzo de su curva descendente, y ello no sólo porque todos los sistemas cuestionados lograron sobrevivir al tumultuoso desafío de 1968. Paradójicamente, el hecho de que en la mayoría de los casos el orden establecido tuviese que, para superar esta crisis, perder legitimidad, tampoco iba a fortificar a los sectores revolucionarios latinoamericanos, cuya legitimidad ya desde antes de 1968 había aparecido como muy limitada. Mientras que la pérdida de legitimidad del orden establecido no bastó para destruirlo, esta pérdida de legitimidad suponía un golpe fuertísimo a las tendencias revolucionarias latinoamericanas. Esta mengua de la legitimidad revolucionaria en parte se explica porque, si bien los movimientos revolucionarios latinoamericanos no necesariamente se identificaban con el “socialismo real” (el de la URSS y Europa del Este), las alternativas revolucionarias a ese socialismo real (como hasta 1967/8 había intentado Cuba, que ahora estaba subsumida a la URSS) se mostraban ficticias. Por su parte, el socialismo real era cada vez menos percibido como una etapa superadora del capitalismo. Así, entrados los ´70 ese verano económico que había comenzado en 1945 parecía extinguirse. Ello se manifestaba en la inconvertibilidad del dólar en oro, por parte del presidente norteamericano Nixon, en 1971, que destruía el sistema monetario mundial acordado en 1944 en Bretton Woods. La iniciativa de Nixon buscaba adaptarse a la pérdida del predominio abrumador que la economía norteamericana tenía en 1945. Otro signo del derrumbe del orden de postguerra fue la crisis del petróleo de 1973, que puso en entredicho la relación entablada entre el mundo desarrollado y la periferia a partir de 1945. La crisis del petróleo tiene que ver con el conflicto árabe-israelí, que no profundizaremos. Lo cierto es que la venta de este mineral a precios exorbitantes superó por mucho las expectativas de los países exportadores. La crisis del petróleo era un contraejemplo a la teoría de Prebisch y de la dependencia, ya que mejoraba sustancialmente los términos del intercambio para los países productores de materias primas (en este caso, de petróleo). Estas dos novedades (inconvertibilidad del dólar y crisis del petróleo) que manifiestan este nuevo clima económico. Así, a principios de los ´70 se cerraba esa anunciada década de decisiones que había sido 1960. Esta década se cierra no porque estas decisiones hayan sido resueltas, sino más bien porque se ha desvanecido la coyuntura mundial que hacía parecer a la vez urgente y posible afrontar esas decisiones. Se inauguraba, entonces, hacia 1970, un período de incertidumbre. 2) Los tiempos que corren Hacia 1970, si bien no se han agotado los impulsos reformistas surgidos en 1960, el orden mundial que tras 25 años de avance espectacular todos tenían ya por definitivamente consolidado, comenzó a sufrir transformaciones radicales, que pronto incidirían decisivamente sobre Latinoamérica. En la economía, como se dijo, el fin de los “25 años dorados” se expresaba en la inconvertibilidad del dólar en oro y en la crisis del petróleo de 1973. Se abría así la transición hacia una etapa marcada por una sucesión de cambios súbitos en el clima económico, cuyo impacto sería en muchos casos más intenso en América Latina que en el centro de la economía. Además, debajo de estos cambios comenzaron a darse transformaciones más lentas y graduales en el subcontinente, que emergerían más adelante. La crisis del petróleo tiene que ver con varias cuestiones. Una ya ha sido señalada y tiene que ver con el conflicto árabe-israelí. La otra tiene que ver con las economías de los países desarrollados durante 1945-70, que habían crecido más rápidamente que los recursos necesarios para sostenerlas. Ello se tradujo en un alza gradual de precios de alimentos y materias primas. El precio del petróleo permaneció relativamente estable durante ese período y se disparó en 1973, introduciendo a la economía mundial en una etapa de crecimiento mucho más lento e irregular, incrementando la “estanflación” (estancamiento con inflación) a nivel mundial. Tanto los países desarrollados como los socialistas y los subdesarrollados vieron mermada su tasa de crecimiento. En ese contexto, se da una consecuencia paradójica para el mundo subdesarrollado. El nacimiento de la OPEP, que parecía iniciar una tendencia de mejora en los términos del intercambio con los países centrales, no fue tan beneficioso como se podría suponer, ya que la recesión mundial que terminó por provocar se tradujo en una caída de la demanda de materias primas, afectando los precios y volúmenes de exportación. Por otro lado, la crisis de petróleo transfirió de los países consumidores de este hidrocarburo a los países productores una enorme masa monetaria, que ahora no tenían dónde ubicarla (invertirla en estos países productores podría haber tenido consecuencias gravísimas). En consecuencia, existía una gigantesca masa de capitales disponibles a tasas de interés excepcionalmente bajas. Esto, sumado a la recesión en los países centrales, llevó a que estos flujos de capitales se orientaran hacia los países socialistas y hacia los latinoamericanos, en forma de préstamos a corto y mediano plazo. Más que EEUU, los países más afectados por la crisis del petróleo fueron Japón y, sobre todo, los de Europa Occidental, que casi no disponían del crudo. EEUU, por su parte, no la sufrió tanto dado que en su territorio producía una importante cantidad del hidrocarburo. De esta manera, EEUU recuperó las posiciones perdidas en la tasa de crecimiento durante 1945- 70 respecto a los países europeos. Esto también estuvo influido por la manipulación del dólar que logró hacer EEUU luego de abandonado la paridad fija con el oro en 1971; así, EEUU podía devaluar el precio del dólar haciendo a su economía más competitiva. A la vez que EEUU se esforzaba, hacia fines de los ´70, por controlar la creciente inflación, subiendo drásticamente las tasas de interés (y afectando consiguientemente al empleo y el ingreso), en 1978/9 se dio la segunda crisis del petróleo. Ahora, el destino de los capitales era predominantemente EEUU (en parte, por sus más altas tasas de interés), afectando el flujo de créditos a los países latinoamericanos. Por otro lado, algunos países periféricos, como los del sudeste asiático, comenzaban a perfilarse como nuevos polos industriales, con mano de obra barata, competidores de los países desarrollados. En esta coyuntura, también, la URSS dejaría de tener la influencia que por un momento había llegado a tener, en América Latina, durante los ´60. Ahora, EEUU reafirmaba aún más su hegemonía sobre el subcontinente. Por otra parte, la Iglesia, sobre todo a partir del papado de Juan Pablo II a partir de 1981, comenzó a tener una posición cada vez más tradicionalista y autoritaria, a diferencia de la modernización que había experimentado durante los 60. Juan Pablo II combatirá (y con éxito) a los Teólogos de la Liberación. De esta manera, las ideologías que podían presentarse como alternativas al sistema, fueron perdiendo gravitación en la nueva década. Nixon, presidente republicano de EEUU entre 1969-74, adoptó una política respecto de América Latina de bajo perfil; esto, de ninguna manera, suponía dejar de intervenir cuando fuera necesario (como en el caso de Allende en 1973 en Chile). Esto no deja de estar asociado a que, como dice Rouquié, el militarismo reformista peruano, boliviano, ecuatoriano y panameño es el fruto de una coyuntura nacional e internacional específica (1968-72). Esta coyuntura está caracterizada por un clima de distensión en el continente (ese bajo perfil de EEUU), que está asociado a que EEUU ahora está focalizado en Vietnam y Medio Oriente más que en Cuba; además, Cuba ahora entra en la fase de “socialismo en un solo país” y no pretende extender la revolución a los demás países latinoamericanos. De este modo, Cuba y EEUU entran en una fase de convivencia tácita. Esta distensión continental durará hasta 1973, cuando se endurecerán las posiciones nuevamente y se darán las dictaduras más sangrientas de todas (Chile, Argentina, Uruguay). Tras la renuncia de Nixon por un escándalo político (el Watergate) en 1974, a la vez que la situación en Vietnam era completamente adversa, lo sucedería Ford, que completaría su mandato (1974-77), para luego ser seguido por el demócrata Carter (1977-81), quien levantaría la bandera de la defensa de los derechos humanos. Nuevamente, esto sería limitado, ya que Carter no se desvivió por (o al menos no logró) eliminar a los gobiernos dictatoriales latinoamericanos. De hecho, el gobierno de Carter apoyaría al régimen dictatorial somocista en Nicaragua. En 1981, Carter era derrotado en su tentativa de reelección y triunfaba el republicano neoconservador Reagan, quien gobernaría hasta 1989. Reagan no seguiría con el discurso de Carter a favor de los derechos humanos y crítico de las dictaduras y, al contrario, retomaría a primer plano la lucha anticomunista y antisubversiva. Sobre todo, el foco se trasladaba ahora hacia América Central, donde en países como Guatemala, El Salvador o Nicaragua existían importantes movimientos guerrilleros críticos del statu quo. En general, en estos países no existían gobiernos democráticos sino, más bien, históricamente habían gobernado dictadores alineados con Washington. El énfasis que ahora ponía Reagan en Centroamérica suponía también un menor interés en Sudamérica. Esto se expresa en que EEUU no se preocupó demasiado por la guerrilla peruana (Sendero Luminoso) ni porque la mayoría de los gobiernos sudamericanos se opusieran a su actitud en Centroamérica. Sería erróneo, sin embargo, pensar la política norteamericana hacia América Latina como un producto exclusivo de la ideología de la derecha republicana. También tuvieron que ver problemas nacionales propios de EEUU: por ejemplo, un espíritu de derrota que persistía en la sociedad norteamericana tras la derrota en Vietnam, y que buscaría ser superado. Ello, en parte, explica la intervención de EEUU en la minúscula isla de Granada en 1983, que volvió eufóricos a los norteamericanos. Otras preocupaciones que tenía (y tiene) EEUU eran la inmigración indocumentada (sobre todo por parte de México) o el tráfico de drogas. Durante los 80 y los 90, EEUU pudo imponer sus puntos de vista sobre estas materias (y sobre otras también) a los países latinoamericanos, que la aceptaron sin demasiadas reticencias. Esta “aceptación acrítica” de las órdenes de Washington, por parte de los países latinoamericanos, no sólo tiene que ver con la hegemonía norteamericana (siempre presente) o con la necesidad, por parte de estos países, de conquistar el favor de EEUU para los problemas de la deuda externa. Sobre todo tiene que ver el fin de las ideologías alternativas al sistema que pregonaba EEUU. La pérdida de estos horizontes ideológicos no tiene sólo que ver con la decadencia del socialismo real; también está muy influida por la trágica derrota que estas ideologías sufrieron en el plano local. En suma, los ´80 serían una década de intensísima crisis económica y financiera en una Latinoamérica en transición (económica, de un modelo de acumulación a otro, y política, de dictaduras a democracias). Esta Latinoamérica, que ahora era un continente muy densamente poblado, se prestaba a navegar por aguas turbias…