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CARRO DE YAHVEH

El libro de Ezequiel empieza con la visión impresionante de Dios que


se manifiesta en su carro de fuego. Ezequiel no es el protagonista del
libro que lleva su nombre. Él es el espectador que contempla y nos
transmite, como puede, lo que ve. Es un testigo ocular, aunque
deslumbrado por las visiones que tiene, en gran parte inefables. Esto
no las hace irreales. Ezequiel las data con precisión, señalando el día
y el lugar en que Dios le muestra su gloria y le llama a ser su profeta
en medio a los deportados en Babilonia.

Se trata de una fecha que Ezequiel nunca olvidará, pues marca su


vida para siempre. Está con los desterrados junto al río Kebar, al sur
de Babilonia. Allí vive con su esposa, compartiendo las penas e
inquietudes de los exiliados. Es “el día cinco del cuarto mes del año
treinta, quinto de la deportación del rey Joaquín” (1,2), el año 593
según nuestro calendario.

Es conveniente recordar algunos datos de la historia de Israel. En el


siglo VII antes de Cristo desaparece el potente reino del norte, las diez
tribus de Israel. Le toca al pequeño reino del sur, las dos tribus del
reino de Judá, con el templo y la dinastía real, guardar viva la memoria
de la gran época davídica del reino unificado. Pero ya a finales de
dicho siglo comienzan a sentirse los primeros síntomas de
decadencia. El poder de Asiria, al que está sometido el reino de Judá,
comienza a declinar, mientras surge la nueva potencia de Babilonia
con su rey Nabucodonosor. El debilitamiento de la presión asiria
permite al reino de Judá una cierta independencia y una cierta
renovación religiosa. Es el período del rey Josías. Pero esta etapa se
cierra bruscamente con la intervención de Egipto, que quiere
recuperar su antigua influencia sobre Palestina. Josías se opone a
Egipto y muere en la batalla de Meguido el año 609. Cuatro años
después, en la batalla de Carquemis, Babilonia derrota a Egipto y, en
el invierno del 598-597, derrota a Judá, llevándose, en una primera
deportación, al rey Joaquín y a las personalidades más influyentes de
su reino. En el verano del 587, diez años después, Jerusalén es
destruida, el templo incendiado, la dinastía de David destronada y el
rey, con gran parte de la población, deportado a Babilonia. Jeremías
vive estos acontecimientos en Jerusalén y Ezequiel forma parte del
primer grupo de deportados a Babilonia, donde vive y ejerce su
ministerio profético. En Babilonia recibe su vocación y allí pasa el resto
de sus días, desarrollando su ministerio para los desterrados (1,1).

El libro de Ezequiel comienza dándonos con precisión la fecha en que


comienza su misión como profeta. Se trata del mes de julio del 593.
Con la misma exactitud nos señala el lugar de su vocación: a orillas
del río Kebar, al sur de Babilonia. Ezequiel tenía entonces
probablemente treinta años. Cinco años antes había salido de
Jerusalén camino del exilio, cuando Nabucodonosor envió al destierro
a toda la clase dirigente de Israel: “al rey de Judá, Jeconías, hijo de
Yoyaquim, a los principales de Judá y a los herreros y cerrajeros de
Jerusalén” (Jr 24,1).

El lugar que Nabucodonosor asigna a los desterrados se llama Tel


Abib. Así pronuncian, con una deformación hebrea, la palabra
babilonense, que según una probable etimología significa “la colina del
diluvio”, por hallarse en un terreno pantanoso debido a las grandes
inundaciones del Tigris y del Éufrates. En hebreo, en cambio, Tel Abib
significa “colina de la espiga”, “colina de la primavera”. El lugar, que
para los babilonios es un abismo donde se hunden los desterrados,
sumidos en la miseria y la esclavitud, para ellos se transforma en
símbolo de la esperanza.

La vida de los deportados, lejos de la ciudad santa y del templo, sin


culto, es amarga. Con nostalgia añoran la vida de sus hermanos, que
han quedado en la tierra prometida. Allí siguen celebrando la liturgia y
pueden escuchar la Palabra de Dios, que resuena con fuerza en la
boca del profeta Jeremías. Los desterrados, sin rey y sin profeta,
sienten la ausencia de Dios y pierden la esperanza. Es el momento en
que la gloria de Dios aparece deslumbrante en el cielo de Babilonia,
eligiendo a Ezequiel como profeta para los desterrados.

La teofanía tiene una dimensión grandiosa. A orillas del río Kebar “se
abrieron los cielos” (1,1) para Ezequiel, como en el Jordán para Cristo
(Mt 3,16), antes de la lapidación para Esteban (Hch 7,56) o en el envío
de Pedro a los paganos (Hch 10,11). Ezequiel mira ante sí y ve la
angustia de los exiliados, levanta los ojos y contempla los cielos
abiertos, cuyo resplandor le envuelve; entonces le sacude un viento
huracanado, mientras le penetra una luz fulgurante. Y, en medio de la
visión, siente la mano de Dios que se posa sobre su cabeza.

-Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube
con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el
fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una
forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma
humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno (1,4-
6).

Esta visión es paradójica, pues es oscura y luminosa; oscura, por ser


una nube de huracán; y luminosa, por el fuego que la hace
resplandecer. La gloria de Dios se muestra envuelta en la nube
luminosa, que simultáneamente la  revela y la encubre. La nube forma
un carro de fuego (Mercabá), transportado por cuatro vivientes, con
cara de hombre, alas de águila, cuerpo de león y piernas de toro.
Estos cuatro seres vuelven a aparecer con los mismos rasgos en el
Apocalipsis (Ap 4,7-8). Y la tradición cristiana ha hecho de ellos los
símbolos de los cuatro evangelistas. Así se identifica a Mateo con el
hombre; a Marcos con el león; a Lucas con el toro; y a Juan con el
águila.

Como en el desierto con Moisés, también en Babilonia con Ezequiel,


la presencia de la nube (Ex 33,9-11; 34,5-7) indica la presencia de
Dios en medio de su pueblo, al que no abandona incluso después del
pecado, deseando establecer una nueva alianza con él (Ex 34,10ss).
Dios llama a Ezequiel para que anuncie el comienzo de una nueva
historia de salvación. Dios le concede lo que Moisés le pidió:
“Muéstrame tu gloria” (Ex 33,18).

La nube refulgente como bronce incandescente viene del norte de


Mesopotamia, es decir, de la región por la que pasaba la vía de las
caravanas, la vía que han seguido los exiliados israelitas. Esto quiere
decir que Yahveh sigue a los deportados en su destierro para
protegerlos y mantener en ellos la esperanza de vida. En realidad
Babilonia no está al oriente de Israel, pero dado que entre ambos
territorios se encuentra el desierto jordano, era necesario ir hacia Siria
y de allí dirigirse hacia Babilonia, siguiendo más o menos el valle del
Éufrates. Así la gloria del Señor parte del norte, de Judá y, yendo
hacia el oriente, aparece a Ezequiel en Babilonia.

La imagen del carro divino se amplía llenando la imaginación de


Ezequiel y de cuantos le escuchan. Si nos fijamos en sus alas, por
ejemplo, nuestra vista vuela con ellas de acá para allá: “Cada uno de
los seres vivientes tenía cuatro alas... Bajo sus alas había unas manos
humanas vueltas hacia las cuatro direcciones... Sus alas estaban
unidas una con otra; al andar no se volvían; cada uno marchaba de
frente... Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto; cada uno tenía
dos alas que se tocaban entre sí y otras dos con las que se cubrían el
cuerpo; y cada uno marchaba de frente, allí donde el espíritu les hacía
ir” (1,6-12). En la lectura espiritual las alas hacen que el anuncio del
evangelio vuele y llegue a los últimos rincones de la tierra. Es
impresionante el ruido de las alas en cada movimiento del carro divino:

-Y oí el ruido de sus alas, como un ruido de muchas aguas, como la


voz de Sadday; cuando marchaban, era un ruido  atronador, como
ruido de batalla; cuando se paraban, replegaban sus alas (1,24).

De las alas podemos pasar a las ruedas, símbolo igualmente de


movilidad: “Miré entonces a los seres y vi que había una rueda en el
suelo, al lado de los seres de cuatro caras. El aspecto de las ruedas y
su estructura era como el destello del crisólito. Tenían las cuatro la
misma forma y parecían dispuestas como si una rueda estuviese
dentro de la otra. En su marcha avanzaban en las cuatro direcciones;
no se volvían en su marcha. Su circunferencia tenía gran altura, era
imponente, y la circunferencia de las cuatro estaba llena de destellos
todo alrededor. Cuando los seres avanzaban, avanzaban las ruedas
junto a ellos, y cuando los seres se elevaban del suelo, se elevaban
las ruedas. Donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y las ruedas se
elevaban juntamente con ellos, porque el espíritu del ser estaba en las
ruedas...” (1,15-21).
Movilidad e incandescencia, viento y fuego, todos los elementos
confluyen a magnificar el carro de la gloria de Dios. Los escritores del
Talmud quieren que nos fijemos en el fuego y nos dicen que las
brasas incandescentes con aspecto de antorchas que avanzan son
“como la llama que sale de la boca de un horno”. Dios es un fuego que
abrasa: “Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una
gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio
como el fulgor del electro, en medio del fuego” (1,4); el electro es una
mezcla de oro y plata, que produce destellos refulgentes. Y “su
esplendor era como el del bronce incandescente” (1,7). La palabra del
profeta resuena y arde, resuena en el oído y arde en el corazón.

El símbolo principal de la presencia de Dios, en toda esta visión, es el


fuego. También en el Deuteronomio la presencia de Dios se deja
sentir como una voz que sale del fuego: “Desde el cielo te ha hecho
oír su voz para instruirte, y en la tierra te ha mostrado su gran fuego, y
de en medio  del fuego has oído sus palabras” (Dt 4,36). La palabra de
Dios sale incandescente de la boca de Dios. A Moisés le llega desde
la zarza que arde sin consumirse (Ex 3,2). Para preparar los labios de
Isaías a su transmisión, un serafín se los purifica con un carbón
ardiente. Jeremías nos confiesa que la palabra de Dios es “fuego
ardiente prendido en sus huesos” (Jr 20,9). Y a los discípulos de
Emaús les arde el corazón mientras Jesús les explica las Escrituras
(Lc 24,32).

En el centro del carro, “por encima de la bóveda, había algo como una
piedra de zafiro en forma de trono, y sobre esta forma de trono, por
encima, en lo más alto, una figura como de hombre” (1,26). Por
encima de la bóveda celeste, en el azul del zafiro, majestuoso, está el
Señor, una figura con semblante humano. En realidad, a Ezequiel le
faltan palabras para describir la visión de la gloria de Dios, que
aparece ante sus ojos. Sus ojos, oídos y demás sentidos no perciben
más que lo que está bajo el firmamento del cielo. Contempla y oye el
estremecimiento de la tierra y del mar, ve animales, plantas y piedras
preciosas. Pero cuando ante él “se abren los cielos” lo que ve es
“como” zafiro, “como” un trono, “como” uno de semblante humano...
Ante el misterio insondable de Dios, el profeta es siempre, como
proclaman Moisés y Jeremías (Ex 4,10; Jr 1,6), un ser que balbucea.
El profeta no puede, quizás ni quiere, describir algo con precisión, sino
transmitir su experiencia de la presencia de Dios.

Este carro misterioso tiene un extraño modo de caminar. Cada uno de


los cuatro seres vivientes camina siempre de frente, donde el espíritu
le lleva, sin volverse al caminar. El espíritu está en las ruedas. Con su
movilidad, la Mercabá muestra a los desterrados cómo Dios no está
vinculado al templo de Jerusalén, sino que sigue a sus fieles incluso
en el exilio. La gloria de Dios sale de su morada celeste y se desplaza
a visitar a un desterrado en Babilonia, que “a su vista cae rostro en
tierra” (1,28), a orillas del río Kebar.
La gloria de Dios, volvemos a leer más adelante, se alzó de la ciudad
(11,22). La presencia de Dios sale de la ciudad de Jerusalén y marcha
hacia los exiliados, mostrando así que se aproxima la condenación de
Jerusalén y que, por tanto, la tierra, la ciudad y el templo no son
elementos esenciales de la alianza de Dios con su pueblo. Es la
comunidad el lugar de su presencia.

Orígenes, en su lectura tipológica, ve a la Iglesia en Jerusalén y, en


concreto, a cada cristiano. Por el pecado, dice a los fieles que
escuchan sus homilías sobre Ezequiel, el cristiano pierde “la paz” de
Jerusalén y es desterrado a la “confusión” de Babilonia. Pero la
misericordia de Dios le acompaña con la palabra de sus enviados,
para arrancarle del caos del mundo y devolverle a la paz de la Iglesia.

“Yo me encontraba allí con los exiliados a orillas del ríos Kebar” (1,1).
“Allí, a orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar,
acordándonos de Sión; en los sauces de la orilla colgábamos nuestras
cítaras. Allí nuestros enemigos nos pedían cánticos de alegría:
¡Cantad para nosotros un cantar de Sión! ¿Cómo cantar un canto de
Yahveh en tierra extraña? ¡Jerusalén, si yo me olvido de ti, que se
seque mi derecha! ¡Mi lengua se me pegue al paladar si no me
acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en el colmo de mi gozo!” (Sal
137).

En esa situación de llanto, a los cinco años del exilio, Dios, Padre de
clemencia, visita a los israelitas. Con ellos está Ezequiel y “se abren
los cielos” para él y para los desterrados. Ezequiel lo contempla para
comunicarlo a los demás. Según Orígenes, “los oprimidos por el yugo
del destierro ven con los ojos del corazón lo que el profeta contempla
con los ojos de la cara”. Y san Jerónimo, en el Comentario al
Evangelio de san Marcos, citando a Ezequiel, dice: “La fe plena tiene
los cielos abiertos, mas la fe vacilante los tiene cerrados”.

Ezequiel ve los cielos abiertos, oye la voz de Dios y siente sobre su


cabeza la mano del Señor. Ezequiel experimenta con toda su persona
la presencia salvadora de Dios. Es la misma experiencia de Moisés, a
quien Yahveh se le mostró “teniendo bajo sus pies como una base de
zafiro brillante, puro como el cielo” (Ex 24,10). Es la experiencia de
Isaías, a quien Dios se le aparece sentado en su trono y rodeado de
su corte (Is 6,1ss). La novedad de Ezequiel está en el lujo de detalles
con que nos muestra el carro de Dios en movimiento en todas
direcciones. Isaías contempla a Dios sentado en un trono inmóvil, en
el templo de Jerusalén. Ezequiel, en Babilonia, lejos del templo, que
está a punto de desaparecer, contempla a Yahveh desligado de todo
lugar, sentado sobre un carro esencialmente móvil, que se desplaza
en todas las direcciones. Animadas por el Espíritu de Yahveh, las
ruedas le aseguran esa movilidad sobre la tierra, y las alas le permiten
moverse por los aires.

Dios no está ligado ni a la ciudad santa ni al templo de Jerusalén. Dios


sigue a su pueblo en todas sus peregrinaciones. También le seguirá
en su vuelta a Jerusalén. El libro de Ezequiel es la narración del
itinerario de la gloria del Señor. La gloria, en su carro, sale de
Jerusalén, permanece un tiempo en el exilio y retorna de nuevo para
habitar en la Jerusalén reconstruida. El recorrido histórico de la gloria
de Dios marca también el itinerario espiritual de Dios en busca del
hombre. Dios está en éxodo con su pueblo, siempre en pascua. Sale
de Egipto, cruza el desierto en el arca móvil y entra en la tierra. Ahora
abandona Jerusalén, acompaña a Israel “en el desierto de los
pueblos” (20,35), donde Dios “pone su santuario en medio de ellos”
(37,26) hasta que llegue el tiempo en que la gloria de Dios vuelva “a
su casa” en Jerusalén.
Para Ezequiel, como sacerdote, el lugar normal donde se muestra la
gloria de Dios es el templo de Jerusalén. Pero, como profeta, Dios le
llama a contemplar y anunciar que Dios no está ligado a un templo, a
una tierra, sino a un pueblo. Dios muestra su gloria allí donde está su
pueblo, en la asamblea congregada en el templo, o en el destierro,
junto al río Kebar.

2. EL LIBRO DEVORADO

La visión de la gloria de Dios, que muestra su presencia entre los


desterrados, toca en lo más íntimo a Ezequiel, que cae rostro en tierra.
Se trata, pues, de una visión imponente, aunque silenciosa. Después
una voz rompe el silencio, ordenando al profeta:

-Hijo de hombre, ponte en pie que voy a hablarte.

Con la palabra, que llama, penetra en Ezequiel el Espíritu de Dios, que


le pone en pie y le abre el oído para escuchar al Señor. Dios, cuando
ordena algo, concede la gracia de realizarlo. Sin el don del Espíritu,
Ezequiel no hubiera podido ponerse en pie. El Espíritu acompaña
siempre a la Palabra. La Palabra y el Espíritu, repite san Ireneo, son
las manos de Dios Padre; con ellas crea el mundo y con ellas lleva a
cabo la obra de salvación de los hombres.

San Gregorio Magno invita a sus oyentes a fijarse en el orden de la


narración. “Primero aparece la imagen de la gloria de Dios, que echa
por tierra al profeta. Luego le habla para levantarlo, y le da el Espíritu
que es quien le pone en pie... La contemplación de Dios en lo íntimo
de nuestro espíritu nos hace caer de bruces en tierra con el
arrepentimiento. Pero, cuando nos hallamos postrados por tierra, la
voz del Señor nos consuela para que levantemos la mirada hasta Él,
cosa que no seríamos capaces de hacer con solas nuestras fuerzas. Y
por ello nos llena de su Espíritu, que nos levanta y pone en pie”.

Ante la aparición de la gloria de Dios, Ezequiel se ve a sí mismo,


contempla su condición de hombre frágil e impotente, y cae por tierra.
Pero Dios, con la fuerza de su palabra, le infunde un espíritu que le
pone en pie. En pie acoge la misión que Dios le encomienda;
sostenido por el espíritu de Dios, Ezequiel está en pie, pronto para el
servicio, para ir donde se le envíe, a “la casa rebelde de Israel”.

El “hijo de Buzi” es interpelado por la voz de Dios como “hijo de


hombre”, hijo de Adán, hombre sin más. Abandonado el apellido de su
familia sacerdotal, el espíritu de profecía, que penetra en él, le da un
nuevo nombre y una nueva vida, levantándole de su postración.
Ezequiel se alza con una nueva personalidad. No es la carne ni la
sangre lo que cuenta para la misión, sino la vocación de Dios. Y Dios
siempre llama para enviar a una misión. A Ezequiel le llama para
enviarle al pueblo de Israel, al pueblo del destierro, que sigue siendo
pueblo de Dios, casa de Israel, aunque sea una “casa rebelde”. Para
este pueblo, que tiene una larga historia de rebeliones contra Dios, es
elegido Ezequiel. Dios aún tiene una palabra de salvación para su
pueblo:

-Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a la nación de los


rebeldes, que se han rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han
sido contumaces hasta este mismo día. Los hijos tienen la cabeza
dura y el corazón empedernido (2,3-4).

La palabra que llama y el espíritu que actúa sitúan a Ezequiel en una


situación nueva. En adelante Ezequiel pierde su ser para constituirse
profeta de Dios. Desde que Dios se le manifiesta no ha abierto la
boca. Su mudez, hasta que tenga una palabra de Dios en sus labios,
será la constante de su vida. Si Dios le da una palabra, él tendrá algo
que decir; si Dios calla, él permanecerá mudo. La dulzura y la
amargura de la palabra endulzará su paladar y amargará sus
entrañas. Desde el comienzo necesita sentir la palabra del Señor para
sostenerse en pie. Muchas veces necesitará oír en sus oídos y en el
interior de su espíritu la palabra personal de Dios, para él solo:

-¡No temas! (2,6).

No temas se dice a quien tiene miedo. Y es que Dios no engaña a su


profeta. Le llama a llevar una palabra a su pueblo, “te escuchen o no
te escuchen” (2,5). La palabra de Dios lleva en sí la fuerza de su
cumplimiento. No vuelve a Él vacía, sin haber cumplido su cometido.
Los desterrados, acojan o rechacen la palabra, no podrán decir que
Dios les ha abandonado, tendrán que reconocer que les ha enviado un
profeta. Por eso la palabra es una espada de doble filo: salva a
quienes la aceptan y condena a quienes la rechazan. Éstos se quedan
sin excusas. Lo dice también Jesús en el Evangelio: “Si yo no hubiera
venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no
tienen excusa de su pecado” (Jn 15,22).

Frente a la palabra de salvación, que lleva el profeta, sus oyentes, el


pueblo rebelde, opondrá otra palabra. Muchas veces el profeta, al
sentir las palabras con que le contradicen aquellos a quienes es
enviado, tendrá la sensación de estar sentado “en un nido de
alacranes o escorpiones, en medio de una tierra de cardos y espinas”
(2,6), que le punzan con calumnias e ironías despectivas. Dios le invita
a no dejarse impresionar por la cara de bronce de sus oyentes:

-Y tú, hijo de hombre, no les tengas miedo, no tengas miedo de sus


palabras si te contradicen y te desprecian y si te ves sentado sobre
escorpiones. No tengas miedo de sus palabras, no te asustes de ellos,
porque son una casa de rebeldes (2,6).

Cuanto más le repite el Señor su estribillo -“tú, no temas”-, parece que


Ezequiel, aunque no lo diga como Moisés (Ex 3,11) o Jeremías (Jr
1,6), tiembla de pies a cabeza. Y Dios ya no se conforma con
sostenerle con su palabra. Realiza con él un rito sacramental. La
palabra, que Ezequiel ha de llevar a los desterrados, toma forma de
libro, de rollo escrito por ambos lados, por el anverso y por el reverso,
por dentro y por fuera. Ezequiel contempla la mano de Dios extendida
hacia él, mientras le ofrece el rollo y le dice:

-Y tú, hijo de hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la
casa rebelde! Abre la boca y come lo que te doy (2,8).

En la vocación de Isaías (Is 6,6-7) un serafín purifica sus labios con un


carbón encendido; sólo después su boca puede transmitir la palabra
de Dios. A Jeremías Dios mismo le toca la boca antes de poner sus
palabras en ella (Jr 1,9). En Ezequiel la escena se amplía con una
dramatización mayor. La mano de Dios extendida hacia él le ofrece el
rollo para que lo coma, llenándose con él las entrañas. También Juan
será invitado a comer el libro del Apocalipsis (Ap 10,8-11).
El rollo tenía escritas “elegías, lamentos y ayes” (2,10). Ezequiel no ve
en el rollo ninguna palabra de salvación o consuelo. Y eso es lo que
Dios le invita a comer. Él, como profeta de Dios, tiene que gustar y
asimilar el mensaje antes de darlo a los demás. Ezequiel tiene que
digerir la palabra en su vientre. Dios le repite:

-Hijo de hombre, cómete este rollo, alimenta tus entrañas con este
rollo que te doy y vete a hablar a la casa de Israel (3,1.3).

Sigue un gesto conmovedor. Dios, como una madre da de comer a su


hijo, extiende la mano con el libro y se lo da a Ezequiel, que lo acoge
con la boca abierta. La palabra de Dios será el pan de cada día para
su profeta:

-Yo abrí mi boca y él me dio a comer el rollo (3,2).

Ezequiel nos confiesa:

-Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel (3,3).

También para el salmista “las palabras de Dios son más dulces que la
miel, más que el jugo de panales” (Sal 19,11; 119,103). Lo mismo dice
Jeremías: “Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; era tu
palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jr 15,16). Para Juan,
en el Apocalipsis, son dulces en la boca y amargas en las entrañas:
“Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca
dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las
entrañas” (Ap 10). Toda misión, que Dios encomienda al hombre,
resulta suave y ligera porque Él sostiene a sus enviados. La
conciencia de estar sostenidos por Dios les hace sentir alegría y
dulzura donde hay amargura y tristeza. Dios hace gloriosa la cruz de
la misión.

Lo que Jeremías dice como imagen, Ezequiel lo transforma en acción


simbólica, aunque suceda en una visión. El libro devorado llena sus
entrañas. Comer el rollo es expresión de una experiencia espiritual
interior de la relación íntima de Dios con el profeta, símbolo de la
alianza de Dios con su pueblo. Nutrido de esa palabra, Ezequiel
escucha de nuevo la voz de Dios que le envía:

-Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras.


Pues no te envío a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino
a la casa de Israel. No a pueblos numerosos, de habla oscura y de
lengua difícil cuyas palabras no entenderías. Si te enviara a ellos, ¿no
es verdad que te escucharían? Pero la casa de Israel no quiere
escucharte a ti porque no quiere escucharme a mí, ya que toda la
casa de Israel tiene la cabeza dura y el corazón empedernido (Ez 3,4-
7).

Dios habla al hombre en lenguaje humano, inteligible, pero el hombre


que cierra sus oídos a la palabra de Dios hace su lenguaje
ininteligible. Sólo la fe hace inteligible la palabra de Dios, aunque
suene en un idioma extranjero, como en la predicación de Jonás a los
ninivitas, o como sucede en Pentecostés. Y la suerte del profeta es la
suerte de Dios. También Jesús dice a sus discípulos: “Quien a
vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza,
a mí me rechaza; y quien me rechaza  a mí, rechaza al que me ha
enviado” (Lc 10,16). “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha
odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría
lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he
sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra
que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han
perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi
Palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15,18-20).

El gesto de comer el rollo simboliza la asimilación del mensaje divino,


de forma que todo el ser de Ezequiel queda penetrado por él, de tal
modo que, grávido de la palabra, deba darla a luz para los demás (Am
3,8; Jr 20,9). Y con frecuencia este dar a luz la palabra supone dolores
de parto. La dureza de Israel para acoger la palabra de Dios hace que
le cueste más escuchar al profeta que a los mismos paganos, que
nunca le han conocido. Ante el embotamiento de la sensibilidad del
pueblo de Dios para escuchar, el profeta tiene que endurecer su rostro
tanto como el de ellos. Es más, Dios mismo le endurece el rostro y la
frente:

-Mira, yo he hecho tu rostro duro como su rostro, y tu frente tan dura


como su frente;  yo he hecho tu frente dura como el diamante, que es
más duro que la roca (3,8-9).

Ezequiel lleva en su corazón y en sus labios una palabra de


condenación para el pueblo rebelde. Su misma persona es palabra de
Dios. Por ello su presencia es incómoda, denuncia el pecado hasta
suscitar el rechazo y la rebelión contra el profeta lo mismo que contra
Dios, a quien hace presente ante el pueblo. Dios le hace, por ello, duro
como el diamante, para que no se doble como una caña ante el viento
contrario. Esta firmeza les parece a algunos insensibilidad. Es cierto
que Ezequiel no tiene la sensibilidad de Jeremías. No se queja como
él. No descubre el combate interior de su vida o no tiene un secretario,
como Baruc, que nos lo transmita. Pero más que de insensibilidad, se
trata de fidelidad plena. Ezequiel no se calla ninguna palabra de Dios
por miedo ni la endulza para ser aceptado. Es profeta de Dios y “el hijo
de Buzi” no cuenta.

El nombre Ezequiel significa “Dios me haga fuerte” o “Dios me hace


fuerte”. Como súplica o como afirmación, Ezequiel necesita esa
fortaleza de Dios para transmitírsela a los desterrados, que han
perdido la esperanza, al perder la tierra, la ciudad santa y el templo.
¿Dios no les ha abandonado? Ezequiel, con toda la fortaleza que Dios
le infunde, les repetirá que, si en medio de ellos hay un profeta, es que
Dios está con ellos (2,5).

Para preparar  la boca del profeta a esta fidelidad, el Señor aún añade
algo. Antes de poder hablar en nombre de Dios, debe acoger la
palabra en su corazón, escucharla para sí y luego, hecha carne en él,
ya puede transmitirla:

- Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu


corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve donde los
deportados, donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así
dice el Señor Yahveh” (3,10-11).

Ezequiel ejerce su ministerio poco después de la reforma de Josías,


caracterizada por el descubrimiento de la Torá, es decir, el
Deuteronomio. Por ello en los oídos de Ezequiel resuenan las
palabras del Deuteronomio, invitando a guardar en el corazón lo que
se escucha con los oídos: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el
único Yahveh... Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto
hoy” (Dt 6,4.6).

Dios infunde su espíritu en Ezequiel al hablarle, lo impregna de sí al


comunicarle su palabra; se da una identificación entre Dios y su
profeta. La acogida del profeta es aceptación de Dios; el rechazo de
Dios comporta el rechazo del profeta (Cf Lc 10,16). El fracaso del
profeta no es sino la participación en el fracaso de Dios que trata en
vano de salvar a su pueblo (3,7).

San Gregorio Magno nos presenta a Ezequiel como señal del actuar
de Dios con nosotros. Dios, al presentarse ante nosotros, nos muestra
su gloria y, por contraste, nos hace ver nuestra miseria. Desde nuestro
orgullo nos hace caer por tierra. Luego, humillados, nos consuela con
su palabra y nos levanta del polvo con su Espíritu. Sólo después de
haber recorrido estos dos pasos nos envía a predicar, a llevar su
palabra a los demás. Mientras estaba en pie, el profeta tuvo la visión
de la gloria de Dios y cayó por tierra; mientras estaba postrado por
tierra, recibió la palabra que le mandaba levantarse y, una vez que el
Espíritu le puso en pie, recibió la misión de ir a predicar. Es el camino
de cuantos Dios elige para enviarles a evangelizar. La humildad nos
lleva a la simplicidad; y la simplicidad, a la alabanza. Lo canta
maravillosamente el salmista: “Me sacó de la fosa de la muerte, del
fango de la ciénaga; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis
pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios”
(Sal 40,3-4).

Dios comienza salvando de la muerte del pecado, asegura los pies


sobre la roca de la fe y luego espera el canto nuevo de la predicación,
que mueve a los hombres a la alabanza, al reconocimiento de Dios.
En el libro de Ezequiel se repite unas cincuenta veces la frase “para
que sepan que Yo soy Yahveh”. El ministerio de Ezequiel consiste
esencialmente en ser un signo viviente de la presencia de Dios en
medio del pueblo. Hay una constante en el libro: a la ausencia de
Dios, simbolizada por el exilio, se contrapone su presencia mediante el
profeta, que comunica su palabra.

 3. CENTINELA DE ISRAEL

Ezequiel, llamado por Dios, acepta en silencio el envío como profeta a


los desterrados de la casa de Israel. Con ello termina la visión. La
gloria de Dios se alza y desaparece. Ezequiel no ve hacia dónde se ha
ido; sólo percibe, a sus espaldas, el estruendo que hace el carro de
Dios al alejarse, algo semejante al estruendo de un gran terremoto.

Ezequiel vive el contraste que acompaña la vida de todo profeta. Se


siente penetrado por el espíritu de Dios, que le hace caminar con
ardor hacia su misión, y se siente abatido por su debilidad, que no
desaparece con la llamada de Dios. Empujado por la mano de Dios,
se siente decidido e impotente, por lo que se queda en silencio ante la
vista de los desterrados:

-Entonces, el espíritu me levantó y oí detrás de mí el ruido de una gran


trepidación: “Bendita sea la gloria de Yahveh, en el lugar donde está”,
el ruido que hacían las alas de los seres al batir una contra otra, y el
ruido de las ruedas junto a ellos, ruido de gran trepidación. Y el
espíritu me levantó y me arrebató; yo iba amargado con quemazón de
espíritu, mientras la mano de Yahveh pesaba fuertemente sobre mí.
Llegué donde los deportados de Tel Abib que residían junto al río
Kebar - era aquí donde ellos residían -, y permanecí allí siete días,
aturdido, en medio de ellos (3,12-15).
En Babilonia, entre los deportados, se difunde una falsa esperanza,
alentada por falsos profetas que anuncian que el exilio es algo
pasajero. Piensan que muy pronto serán liberados junto con su rey. Lo
que menos pasa por su mente es la inminente destrucción de
Jerusalén y el aumento del número de los deportados. Jeremías les
escribe una carta para disipar sus ilusiones: “Edificad casas y
habitadlas; plantad huertos y comed su fruto; tomad mujeres y
engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijas a
maridos para que den a luz hijos e hijas, y medrad allí y no mengüéis;
procurad el bien de la ciudad a donde os he deportado y orad por ella
a Yahveh, porque su bien será el vuestro” ( Jr 29,5-7). Pero el pueblo,
que no acogió la predicación de Jeremías antes del exilio, se niega
igualmente a creerle ahora en el destierro.

En ese momento Dios elige, de entre los desterrados, a Ezequiel para


que transmita el mismo mensaje, aunque a los exiliados les suene
duro y desagradable. Frente al optimismo de los desterrados, Ezequiel
anuncia la destrucción de Jerusalén. Ezequiel se une a ellos y durante
siete días participa de su abatimiento (3,15).

San Gregorio Magno, en sus homilías sobre el libro de Ezequiel,


comenta ampliamente este silencio del profeta. Para él la palabra
verdadera nace del silencio. La semana de silencio en medio de los
desterrados le permite a Ezequiel identificarse con ellos, participando
de su desolación con amor y compasión. Y en el silencio aguarda que
Dios ponga en sus labios las palabras justas, que él comunicará a los
demás una vez maduradas en su interior a través de la experiencia
personal. Sólo tiene una palabra que dar quien ha aprendido a callar y
nadie puede pretender dar a los demás lo que él mismo no ha
escuchado en su corazón. La palabra que alimenta es la palabra que
el pastor ha rumiado antes de darla a las ovejas de su rebaño. Saben
hablar suavemente de Dios porque han aprendido a amarlo con todas
sus entrañas.

Enviado a predicar, Ezequiel pasa siete días en silencio. No aprende a


hablar quien no sabe callar. Guardar silencio significa dejar que la
palabra penetre hondo en el corazón antes de darla a los demás. El
Eclesiastés señala que “hay un tiempo para callar y un tiempo para
hablar” (Qo 3,7). No dice que hay un tiempo para hablar y un tiempo
para callar, sino que pone primero el callar y luego sigue el hablar. No
se aprende a callar hablando, pero sí se aprende a hablar callando.
Del silencio brota la palabra verdadera, que nutre a quien la escucha.
Así, pues, al cabo de siete días, en que Ezequiel permanece en
silencio y abatido, el Señor hace resonar su palabra en los oídos del
profeta:
-Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel.
Cuando escuches una palabra de mi boca, les darás la alarma de mi
parte (3,17).

El profeta es llamado centinela. Ezequiel recibe la misma misión que


han recibido Isaías (Is 52,8; 56,10) y Jeremías (Jr 6,17). Para cumplir
su misión de atalaya es puesto en alto. Sólo desde lo alto puede ver a
lo lejos lo que viene. Sólo desde lo alto puede dar la alarma, hacerse
sentir (Cf  Is 21,6-11). Puesto por encima, -con su vida santa, dice San
Gregorio Magno-, puede advertir a los demás de los peligros o
también anunciarles una buena noticia. Isaías invita a “subir a un
monte alto al centinela que tiene alegres noticias que comunicar a
Sión” (Is 40,9). Estando en alto y vigilante es como cumple su misión.
Es, pues, la lámpara puesta sobre el candelero para iluminar a
cuantos están en casa (Mt 5,15). Pero una lámpara que no arde en sí
misma no enciende el ambiente que la circunda. De Juan Bautista se
dice que “era la lámpara que arde y alumbra” (Jn 5,35), ardiente por el
celo que le quemaba las entrañas y esplendente por la palabra. De
aquí que san Gregorio señale el discernimiento como una cualidad
necesaria para ejercer el ministerio de centinela. El gusto interior de la
palabra y la luz de la vista le lleva a oler el peligro antes de que llegue.

Esta misión de atalaya, el profeta la cumple con el malvado y con el


justo. En sus manos está la vida del malvado y la salvación del justo.
A uno y a otro tiene que poner en guardia, según la palabra que Dios
ponga en sus labios para ellos. Se repite la frase “te escuchen o no te
escuchen”. El profeta cumple su misión y se salva transmitiendo
fielmente la palabra de Dios, independientemente de la acogida que
tenga en sus oyentes.

La misión de atalaya es fundamental en Ezequiel como profeta de los


desterrados. En medio de los paganos, los exiliados están siempre
tentados por el paganismo que les circunda. Ezequiel recibe la misión
de vigilar sobre ellos para que se mantengan fieles a Yahveh. El
profeta abre el oído del corazón para acoger la palabra de Dios y
luego puede abrir los labios para comunicar la palabra que ha
resonado en su interior. Como dice el salmista: “Tiendo mi oído a un
proverbio, al son de la cítara descubriré mi enigma” (Sal 49,5).
Ezequiel es invitado a escuchar y a hablar: “Cuando escuches una
palabra de mi boca, tú se la dirás de parte mía” (3,18).

Dios pedirá cuenta al centinela de la muerte del justo si, por culpa
suya, se desvía del camino de la verdad (3,20-21), y de la muerte del
pecador si no le advierte del peligro que corre siguiendo el camino de
la muerte. Pablo era consciente de esta misión y, por ello, no se calla
ni una palabra del Señor: “Os testifico en el día de hoy que yo estoy
limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros
todo el designio de Dios” (Hch 20,26-27). Dios le advierte a Ezequiel:

-Cuando yo diga al malvado: “Vas a morir”, si tú no le adviertes, si no


hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin
de que viva, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo
te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado y él no
se aparta de su maldad, morirá él por su culpa, pero tú habrás salvado
tu vida (3,18-19).

El profeta, centinela del pueblo, debe mantenerse en pie y correr a


avisar al prójimo de cuanto le incumbe: “Vete, corre, sacude a tu
prójimo, no concedas el sueño a tus ojos ni reposo a tus párpados” (Pr
6,3-4).

Ezequiel se halla entre los deportados por Nabucodonosor a Babilona


el 597. Allí el Señor le llama a guiar a los exiliados a la conversión del
corazón para que Yahveh renueve con ellos su alianza. Pero, al ser
constituido centinela de Israel, su misión consiste en tener el ojo bien
abierto, orientado, como la cara de los desterrados, hacia los israelitas
que se han quedado en Jerusalén, pues allí es donde se decide la
suerte de todo el pueblo de Dios.

La ternura del amor de Dios, comenta san Gregorio Magno, es


inefable. Dios se irrita con su pueblo, pero no del todo, sino que sigue
amándolo. Si no se sintiera airado con los israelitas, no les habría
deportado a Babilonia, entregándoles a la esclavitud. Pero, si no les
amara, no habría mandado con ellos al profeta Ezequiel, como
centinela, para que no perezcan. Dios castiga las culpas, pero
defiende a los pecadores. Es como una madre que castiga a su hijo
cuando comete una culpa, pero, si lo ve en peligro de caer en un
precipicio, le tiende la mano con amor solícito, para que no se hunda
en él.

Por orden divina, Ezequiel desciende de la colina al campo, y allí, en


medio del valle donde están los desterrados, contempla de nuevo la
gloria de Dios, como la había contemplado en la visión anterior. Dios
está en el exilio con el profeta y con los deportados. La mano del
Señor se posa sobre el profeta y le lleva en medio del pueblo, pues allí
en el valle quiere comunicarle su palabra. El Señor le dice:

-Levántate, sal a la vega, y allí te hablaré.

Ezequiel se levanta y va a la vega, y “he aquí que la gloria de Yahveh


estaba parada allí, semejante a la gloria que yo  había visto junto al río
Kebar, y caí rostro en tierra” (3,22-23).

Cada vez que se le muestra la gloria de Dios, Ezequiel cae rostro en


tierra. La gloria de Dios le ilumina la debilidad de su condición. Ante
Dios el hombre se siente polvo y ceniza. Pero, si el hombre acepta la
verdad de su ser, entonces Dios le ensalza: “Entonces, el espíritu
entró en mí, me puso en pie y me habló” (3,24). Ezequiel nos describe
su relación con Dios mediante dos expresiones. Por una parte, “la
mano de Dios se posa sobre él” y lo echa por tierra. Y, por otra, el
espíritu de Dios le penetra hasta los huesos y le pone en pie o le
levanta y le lleva por los aires.

El espíritu de Dios pone en pie a Ezequiel y le habla. Así Ezequiel


queda constituido profeta de Dios. Y Dios le ha dicho cuál es la misión
de un profeta: gritar desde lo alto, advirtiendo a los demás del peligro.
Pero ahora, con ironía increíble, Dios le dice:

-Ve a encerrarte en tu casa. Hijo de hombre, he aquí que se te van a


echar cuerdas con las que serás atado, para que no aparezcas en
medio de ellos. Yo haré que tu lengua se te pegue al paladar,
quedarás mudo y dejarás de ser su censor, porque son una casa de
rebeldía (3,24-26).

El silencio y la inmovilidad de Ezequiel forman parte de su ministerio


profético. El lenguaje del cuerpo es más elocuente que la palabra de la
lengua. La parálisis del profeta, atado con cuerdas, prefigura el asedio
inminente de Jerusalén. La lengua pegada al paladar es expresión de
la esclavitud del pueblo, que no podrá cantar los cantos de Sión en
tierra extranjera (Sal 137). Es expresión igualmente del silencio de
Dios. Al callar el profeta, la palabra de Dios, fuente de vida, no llega al
pueblo. Este silencio es una palabra tremenda. Lo había previsto y
anunciado el profeta Amós: “He aquí que vienen días -oráculo del
Señor Yahveh - en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de
pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh. Entonces
vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca
de la Palabra de Yahveh, pero no la encontrarán” (Am 8,11-12).

Es el mismo Dios quien ata con cuerdas al profeta y quien le pega la


lengua al paladar. Dios le inmoviliza seguramente con una
enfermedad que le deja mudo por un tiempo, hasta “cuando yo te
hable” (3,27).

4. EL LADRILLO, LA SARTÉN Y LA COMIDA RACIONADA

Los deportados, con quienes vive Ezequiel, creen que Jerusalén


nunca será tomada por las tropas de Nabucodonosor, pues Yahveh la
defenderá por ser el lugar de su morada. Más bien abrigan la
esperanza de un pronto retorno a Israel. El intercambio epistolar de
Jeremías (Jr 29) nos muestra que entre los exiliados existía esa
esperanza y era tema frecuente de conversación entre ellos. A esas
expectativas se opone Ezequiel anunciando la ruina total de Jerusalén
y la nueva deportación. Según san Jerónimo, la inmovilidad y mudez
del profeta son el símbolo del asedio de Jerusalén por parte de
Nabucodonosor. El incendio de la ciudad en el año 587 confirmó sus
predicciones.

Ezequiel, por orden de Dios, intenta hacer ver a los exilados, mediante
una serie de acciones simbólicas, la inminente destrucción de
Jerusalén. Los capítulos 4 y 5 contienen algunas de estas acciones
simbólicas, que sustituyen o preparan la palabra. Estas acciones
prefiguran acontecimientos. Dios los anticipa en la acción del profeta,
con la que firma la ejecución de esos hechos. A veces estas acciones
son pura representación, pero otras veces son hechos de la vida del
profeta, que se convierte en símbolo de lo que aguarda al pueblo.
Toda la vida de Ezequiel es una parábola en acción.

Nosotros conocemos ciertas acciones que tienen un valor simbólico en


el mundo actual, como el rito de la primera piedra de un edificio, el
cortar una cinta, quebrar una botella. Tenemos en la Iglesia las
acciones sacramentales, los siete sacramentos y tantos otros gestos
llamados sacramentales. En todos ellos es importante el signo y el
gesto que le acompaña: el aceite y la unción, por ejemplo. En las
acciones simbólicas de los profetas es fundamental la palabra de Dios
que las acompaña. Las acciones simbólicas se realizan por orden de
Dios, por lo que ellas mismas son palabra de Dios. A veces las sigue
una palabra, que aclara su significado.

Podemos escuchar la palabra de Dios, que ordena a Ezequiel la


ejecución de la acción simbólica o podemos colocarnos entre el
público que contempla la extraña acción que el profeta realiza en
silencio con toda seriedad. Ezequiel toma un ladrillo y diseña en él una
ciudad. No sabemos cuál es. Puede ser Jerusalén o Babilonia. Cada
uno imagina lo que desea.

Ezequiel coloca el ladrillo en el medio y monta una imagen de asedio


en torno a él. Con otros ladrillos, piedras o barro levanta el material
para el asalto: torres, trincheras, campamentos, arietes... Es una
representación rudimentaria, pero fácil de captar gracias a una mímica
expresiva. Para completar la evocación del asedio, el profeta se
protege detrás de una sartén de hierro, una plancha de hierro,
mientras por debajo mueve las piezas para apretar el cerco. El público
comienza a afluir y contempla toda la acción, primero con curiosidad,
luego con asombro. Ezequiel fija su rostro en el ladrillo, al que apunta
con su brazo desnudo (4,7), mientras anuncia que se trata del asedio
de una ciudad. ¿Cuál? "Se trata de una señal para la casa de Israel"
(4,3), para quienes asisten a la representación. La ciudad sitiada es,
pues, Jerusalén.

Ezequiel intenta llamar la atención de sus compatriotas para arrancar


de ellos las falsas esperanzas, que les impiden convertirse a Dios. En
su mudez Ezequiel sigue siendo profeta. Habla con gestos extraños.
Su condición sacerdotal le da un ascendiente sobre los exiliados, que
hace más llamativas sus extrañezas. Los exiliados, que sueñan con
volver a la patria, expían todos los detalles de su vida, esperando oír
de sus labios una palabra que confirme sus esperanzas. En ese
ambiente de expectación, las acciones de Ezequiel no son un juego
para entretener a los ociosos, sino un anuncio del designio de Dios.

Con esta acción simbólica se anilla una segunda. El asedio significa


siempre algo doloroso. Ezequiel lo sufre en su carne y así se lo
anuncia a sus oyentes o espectadores. El asedio de Jerusalén supone
la paralización y el racionamiento de la comida. Esta segunda acción
mira al pasado y al futuro. Recuerda la caída de Israel, el reino del
norte, llevado al exilio a Asiria, y anuncia la caída de Judá, el reino del
sur, bajo la amenaza de Babilonia, que ya ha desterrado a un grupo
(en el año 597) y llevará diez años más tarde a los demás. Ambos
reinos son víctima de sus culpas. Ezequiel sufre en su carne tantos
días como años sufrirá la casa de Israel. El número es también
simbólico. Jeremías, al fijar en setenta los años del exilio (Jr 25,11;
29,10), da un número más exacto. Pero en ambos profetas el señalar
un numero determinado de años, significa que Dios no ha condenado
a muerte a su pueblo ni a un destierro perpetuo. Escuchemos esta vez
el mandato de Dios a Ezequiel:
-Acuéstate del lado izquierdo y pon sobre ti la culpa de la casa de
Israel. Todo el tiempo que estés acostado así, llevarás su culpa. Yo te
he impuesto los años de su culpa en una duración de trescientos
noventa días, durante los cuales cargarás con la culpa de la casa de
Israel. Cuando hayas terminado estos últimos, te acostarás otra vez
del lado derecho, y llevarás la culpa de la casa de Judá durante
cuarenta días. Yo te he impuesto un día por año (4,4-6).

Es conveniente recordar que, entre los orientales, el modo de buscar


los puntos cardinales es mirar hacia oriente, donde sale el sol. Así el
brazo izquierdo queda al norte y el derecho al sur. Acostándose sobre
el lado izquierdo, Ezequiel ya alude al reino del norte; y, al volverse
sobre el derecho, hace alusión a Judá, el reino del sur.

Ezequiel queda, pues, inmóvil y silencioso, con "el brazo extendido y


dirigiendo su mirada hacia el sitio" (4,7), es decir, hacia la ciudad en
miniatura que ha diseñado sobre el ladrillo y ha colocado en un rincón
de la casa. Dios mismo "le sujeta con cuerdas para que no se mueva
de un lado para otro hasta que haya cumplido los días de su reclusión"
(4,8).

 
El silencio de Ezequiel (3,26) nos recuerda al Siervo de Yahveh, que
no abre boca (Is 53,7). Como el Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12),
Ezequiel es invitado a expiar las culpas de Israel y de Judá, cargando
con ellas sobre sus hombros. "Las lamentaciones, gemidos y ayes"
(2,10) del pueblo, Ezequiel las ha hecho suyas, al comer el libro. Es
algo parecido al rito de expiación de los sacerdotes y levitas (Lv
6,16ss; 10,17-19), que comían la carne de la víctima inmolada para
borrar las culpas de la comunidad.

A Ezequiel Dios le llama más de cien veces "hijo de hombre",


representante de todos los hombres ante Dios. Pero también es hijo
de Israel. Dios le manda "a los hijos de tu pueblo" (3,11). Esto hace de
Ezequiel el siervo llamado a "cargar sobre sí el peso del pecado del
pueblo" (4,4.6). Así anticipa el canto del Siervo de Yahveh del
segundo Isaías (Is 53).

Las consecuencias del asedio son graves. El profeta las representa y


las vive: hambre y sed. La comida y la bebida le son estrictamente
racionadas. Peor aún, Ezequiel tiene que preparar su comida con los
restos de comida medio estropeados, mezclándolos con otros buenos.
Se ve obligado a rebañar los residuos de todas las vasijas. Antes de
que la enfermedad le postre en el lecho, el profeta tiene que recoger
los alimentos que tomará durante los días de inmovilidad:
-Toma, pues, trigo, cebada, habas, lentejas, mijo, espelta: ponlo en
una misma vasija y haz con ello tu pan. Durante todo el tiempo que
estés acostado de un lado comerás de ello. El alimento que comas
será de un peso de veinte siclos por día, que comerás de tal a tal hora.
También beberás el agua con medida, beberás la sexta parte de un
sextario, de tal a tal hora. Comerás este alimento en forma de galleta
de cebada cocida (4,9-11).

A la escasez se añade un elemento muy duro para Ezequiel. Hasta


ahora Ezequiel ha aceptado todo lo que Dios le ha mandado sin
quejarse. Ahora se queja ante Dios. Y Dios le suaviza el mandato.
Ezequiel, como sacerdote, siente horror hacia todo lo que signifique
impureza legal. Espontáneamente le brota la queja:
-¡Ah, Señor Yahveh!, mi alma no está impura. Desde mi infancia hasta
el presente jamás he comido bestia muerta o despedazada, ni carne
corrompida entró en mi boca (4,14).

Es la misma objeción de Pedro, cuando Dios hace descender ante él


un mantel con toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves, y le ordena
que mate y coma (Hch 10,9-16). La abolición de las prescripciones
rituales sobre los alimentos será de otro orden muy distinto. Ahora lo
que provoca la reacción de Ezequiel es la orden de cocer su alimento
con excrementos humanos (Dt 23,13s), pues "así comerán los
israelitas su alimento impuro en medio de las naciones donde yo los
arrojaré" (4,13). Dios, ante el escándalo de su profeta, le permite
cambiar los excrementos humanos por boñigas de buey (4,15). 

En el exilio los israelitas no podrán mantener la distinción entre lo puro


y lo impuro, lo sacro y lo profano. La reacción de Ezequiel muestra el
drama de los israelitas en el exilio, dispersos por el mundo, entre los
paganos. El asedio y destrucción de Jerusalén lleva como
consecuencia la dispersión y contaminación con las naciones
paganas. Ya la mezcla en una misma vasija de diversos cereales y
legumbres estaba prohibido por la ley, lo mismo que sembrar dos
clases de grano en un mismo campo (Lv 19,19; Dt 22,9-11). El asedio
y, luego el exilio, hará imposible el cumplimiento de las prescripciones
legales sobre la pureza de los alimentos.

Tras esta sucesión de acciones simbólicas llega la palabra, que aclara


su significado, refiriéndolas al asedio de Jerusalén. El Señor le dice a
Ezequiel:
-Hijo de hombre, he aquí que yo voy a destruir la provisión de pan en
Jerusalén: comerán el pan con peso y con angustia; y beberán el agua
con medida y con ansiedad, porque faltarán el pan y el agua:
quedarán pasmados todos juntos y se consumirán por sus culpas
(4,16-17).

Cuando Dios llama a Jeremías le encomienda una doble misión:


destruir y edificar (Jr 1,10). Su predicación oscila entre estos dos
polos. Cuando el pueblo espera la victoria, Jeremías anuncia la ruina
de Jerusalén. Y, una vez que es tomada Jerusalén y el pueblo cae en
la desesperación, el profeta comienza a proclamar de parte de Dios un
anuncio de esperanza y reconstrucción. Esto que hace Jeremías en
Jerusalén, lo repite como un eco Ezequiel en Babilonia.

La primera etapa de la misión de Ezequiel abarca desde su vocación


en el año 593 hasta el 586 en que cae Jerusalén. Sus oyentes, los
desterrados lejos de Jerusalén, se hacen las mismas ilusiones de los
que han quedado en la ciudad santa. Unos y otros, los oyentes de
Jeremías y los de Ezequiel, están convencidos de que Nabucodonosor
no será capaz de ocupar Jerusalén, porque el Señor de Israel es más
fuerte que los ejércitos de Babilonia. El templo del Señor es para ellos
una defensa casi mágica. Creen que con decir "Templo del Señor,
Templo del Señor" huirán todos los enemigos del pueblo del Señor.
Esperan que a Nabucodonosor le suceda lo mismo que a Senaquerib
en tiempos de Isaías (2R 19,32-37)... Jeremías, contra la esperanza
del pueblo, anuncia la toma de Jerusalén por parte de
Nabucodonosor. Y, a miles de kilómetros, Ezequiel, profeta del mismo
Dios de Jeremías, proclama la misma palabra.

Esta predicación crea en torno al profeta, Jeremías en Jerusalén y


Ezequiel en Babilonia, un muro de oposición por parte del pueblo, que
prefiere escuchar a los falsos profetas que halagan sus oídos con las
profecías que ellos desean oír. Ezequiel, "a quien Dios hace fuerte",
es constituido como Jeremías "en plaza fuerte, en pilar de hierro, en
muralla de bronce frente a toda esta tierra, así se trate de los reyes de
Judá como de sus jefes, de sus sacerdotes o del pueblo de la tierra.
Te harán la guerra, mas no podrán contigo, pues yo estoy contigo" (Jr
1,18-19).
La segunda etapa de la predicación de Ezequiel va del 585 hasta el
571, en la que anuncia la esperanza de la recreación de la tierra, de la
ciudad y del templo. Como arquitecto de Dios Ezequiel traza
magistralmente el proyecto de la nueva construcción. Es un anuncio
que él, lo mismo que Jeremías, contempla sólo en la esperanza, pues
morirá antes de que el Señor lo lleve a término. Ahora está en la etapa
del anuncio de destrucción, de "destruir y derrocar" ilusiones y falsas
esperanzas.

 5. EL CORTE DE CABELLOS


 

Isaías había anunciado para el tiempo del asedio una acción que
ahora el Señor manda a Ezequiel representar ante el pueblo: “Aquel
día rapará el Señor con navaja alquilada más allá del Éufrates, con el
rey de Asur, la cabeza y el vello de las piernas y también afeitará la
barba” (Is 7,20). Después del asedio, representado en las acciones
simbólicas del capítulo cuarto, llega la muerte y la dispersión,
simbolizada en el corte de cabellos. La cabellera y la barba son
expresión de belleza y dignidad. Afeitarse la barba y raparse la cabeza
son expresiones de luto (Is 15,2; Jr 41,5) y desolación (Esd 9,3) o de
afrenta (2S 10,4-5). Y eso es lo que Dios ordena a Ezequiel:

-Tú, hijo de hombre, toma una espada afilada, tómala como navaja de
barbero, y pásatela por tu cabeza y tu barba (5,1).

Ezequiel obedece y se rapa la cabeza y se afeita la barba. Luego el


profeta, ante la mirada asombrada de quienes se congregan en torno
a él, toma una “balanza justa”, símbolo de la justicia divina, y pesa los
cabellos, repartiéndolos en tres porciones iguales: un tercio lo coloca
sobre el ladrillo, en el que había trazado el plano de la ciudad de
Jerusalén, y lo prende fuego. Otro tercio lo echa por tierra, lo va
cortando con la espada y lo esparce alrededor de la ciudad. Y el otro
tercio con la punta de la espada lo lanza al viento, para que se
esparza por todas partes. Es algo calculado minuciosamente y
realizado con parsimonia, como recreándose en la acción, a pesar de
lo trágico del acto. En él intervienen el fuego, la espada y el viento,
como fuerzas enemigas. El fuego destruye su parte, la espada crea
división y el viento, aunque no destruye, dispersa. Sólo un resto se
salva: “tomarás unos pocos cabellos que recogerás en el vuelo de tu
manto, y de éstos tomarás todavía unos pocos, los echarás en medio
del fuego y los quemarás en él” (5,4).

Sólo unos pocos se salvan de ser arrastrados por el viento o


quemados en el fuego, lo mismo que serán pocos, un pequeño resto,
los que se salvarán de la dispersión en la cautividad. Sólo se salvan
los que se acogen bajo el manto del profeta. El manto del profeta se
convierte en el manto de Dios (Cf 16,8), que cobija y protege al
pequeño resto de Israel. A los oyentes cristianos, este texto les trae a
la memoria las palabras de la hemorroísa: “Si logro tocar, aunque sólo
sea la orla de su manto, quedaré curada” (Mc 5,28).

Los cabellos son el símbolo de los habitantes de Jerusalén. Una


tercera parte de ellos serán quemados en el incendio de la ciudad.
Otra tercera parte intentará salvarse, huyendo, pero les seguirán y les
alcanzará la espada. También éstos morirán. Y un tercer grupo será
disperso entre las naciones. De estos últimos sólo unos pocos se
salvarán; los demás serán quemados. Se salva el pequeño grupo, que
Isaías llama “el resto de Israel”: el semen del pueblo de Dios, el
germen de los fieles que queda como signo de la fidelidad de Dios a la
alianza y como signo de esperanza y de vida para el futuro.

Terminada la acción simbólica, llega la palabra, que el pueblo espera


para saber de qué se trata. Ezequiel ha actuado con toda seriedad, en
silencio. Los espectadores, contemplando las extrañas acciones,
realizadas con toda meticulosidad, comprenden que no se trata de un
juego o de una comedia. Esperan la palabra que les dé el significado.
Se trata ciertamente de un asedio, pero ¿de qué ciudad? ¿de
Babilonia? ¿de Egipto? ¿de Amón? Ezequiel levanta la vista y despeja
la incógnita:

            -Así dice el Señor Yahveh: ¡Ésta es Jerusalén! (5,5).

Yahveh echa en cara a Jerusalén, la ciudad santa, la preferida para


colocar su morada entre los hombres, que su pecado es mayor que el
de los pueblos que la rodean. Los desterrados no pueden creer lo que
oyen sus oídos. Ellos, que llevan cinco años sufriendo el castigo en
medio de la naciones, creen que ya se ha calmado la ira de Dios y
pronto podrán volver a la patria. Pero Ezequiel les dice, como palabra
de Dios, que su destierro no fue más que el comienzo, que tras ellos
vendrán los que quedaron en Israel. Y como Ezequiel lee en sus
rostros el interrogante no formulado “¿por qué?”, les da la respuesta
de Dios:

-Yo la había colocado en medio de las naciones, y rodeado de países.


Pero ella se ha rebelado contra mí con más perversidad que las
naciones... que la rodean... Por eso, así dice el Señor Yahveh:
También yo me declaro contra ti, ejecutaré mis juicios en medio de ti a
los ojos de las naciones, y haré contigo lo que jamás he hecho y lo
que no volveré a hacer jamás, a causa de todas tus abominaciones.
Por eso, los padres devorarán a sus hijos, en medio de ti, y los hijos
devorarán a sus padres. Yo haré justicia de ti y esparciré lo que quede
de ti a todos los vientos... Un tercio de los tuyos morirá de peste o
perecerá de hambre en medio de ti, otro tercio caerá a espada, en
tus  alrededores, y al otro tercio lo esparciré yo a todos los vientos,
desenvainando la espada detrás de ellos... Y haré de ti una ruina, un
oprobio entre las naciones que te rodean, a los ojos de todos los
transeúntes. Serás oprobio y blanco de insultos, ejemplo y asombro
para las naciones que te rodean, cuando yo haga justicia de ti con
cólera y furor, con furiosos escarmientos. Yo, Yahveh, he hablado
(5,5-15).

Jerusalén, la ciudad santa, elegida de Dios como centro de su


manifestación para los pueblos, ahora se convierte en centro de
escarmiento. En ella Dios muestra a todos el fruto de la idolatría y las
abominaciones en que caen quienes cambian la fe en Dios por la
confianza en los ídolos. El amor de elección se cambia en celos, que
provocan la pasión y la ira. El amor de alianza entre Dios y su pueblo
hiere las entrañas de Dios, cuando Israel es infiel.

Es algo increíble para los oyentes de Ezequiel. Dios, que se había


prendado de Jerusalén y le había colocado en alto, por encima de
todos los pueblos, ahora se declara contra ella: “También yo me
declaro contra ti” (5,8).

La descripción que sigue es terrible. Jerusalén queda reducida a un


desierto y, de ese modo, se convierte en un oprobio. Hambre, fieras,
peste y espada son cuatro calamidades que abarcan toda desgracia.
Ezequiel, en un texto sobrecargado, nos transmite la angustia y
opresión, que aguarda a Jerusalén:

-Cuando lance contra ellos las terribles flechas del hambre, que
causan el exterminio, y que yo enviaré para exterminaros, añadiré el
hambre contra vosotros, y destruiré vuestras provisiones de pan.
Enviaré contra vosotros el hambre y las bestias feroces, que te
dejarán sin hijos; la peste y la sangre pasarán por ti, y haré venir
contra ti la espada. Yo, Yahveh, he hablado (5,16-17).
La suerte anunciada a Jerusalén por sus idolatrías y abominaciones,
Ezequiel la alarga a toda la tierra de Judá, de modo particular a los
montes de Israel, que representan la tierra prometida. Desde la llanura
de Babilonia el profeta recuerda las montañas de Israel, lugares
favoritos de culto para los cananeos y donde se ha pervertido el
pueblo de Dios. La idolatría se ha extendido por todo Israel a través de
los santuarios de montes y colinas. Dios, frente a todos los altozanos
con su santuarios, había propuesto un solo monte y un solo templo: el
monte de Sión sobre el que se levantaba el único templo elegido por el
Señor para habitar en él (Sal 68,16-17). Ezequiel contempla la historia
de Israel como una historia de infidelidades perpetradas en los montes
de su tierra. Repetidas veces Dios ha invitado a destruir esos lugares
de culto. Y como el pueblo no lo ha hecho, Dios mismo lo hará:

-Montes de Israel..., serán arrasados vuestros altares y rotos vuestros


cipos... (6,1-5).

Es probable que Ezequiel sienta nostalgia del paisaje rico y variado de


Palestina ahora que su mirada no contempla más que las llanuras
ilimitadas de Mesopotamia, cuya monotonía sólo se interrumpe por el
cruce de sus ríos y canales. Pero la nostalgia y el amor a la tierra
santa, con sus montañas y colinas onduladas, no enternecen a
Ezequiel. En su imaginación caen devastados los montes, los
collados, los torrentes y los valles. Toda la tierra está contaminada,
pues todo se ha puesto al servicio de la idolatría. La destrucción será
total. De su boca sólo sale el mensaje de condenación que Dios le
comunica, aunque se le desgarre el corazón al proclamarlo. El es
profeta, habla en nombre de otro, ahogando sus sentimientos
personales:

-Así dice el Señor Yahveh a los montes, a las colinas, a los barrancos
y a los valles: He aquí que yo voy a hacer venir contra vosotros la
espada y destruiré vuestros altos (6,3).

La tierra misma participa de las culpas y del desastre de sus


habitantes. Con los montes caerán las aldeas, que se creían
protegidas por los santuarios erigidos sobre sus colinas. Con el
castigo Dios les llama a reconocerle como Señor de toda la tierra y
vencedor de los ídolos.

El rey Josías había intentado la reforma de Israel, tratando de eliminar


los lugares de culto fuera de Jerusalén. Pero Josías no pudo culminar
esta reforma debido a su muerte prematura en la batalla de Meguido
en el año 609. Ahora es Dios mismo quien va a realizar lo que Josías
no terminó. Dios va a mostrar que los ídolos no pueden salvar a sus
adoradores:

-Arrojaré vuestros cadáveres ante vuestros ídolos y sabréis que yo soy


el Señor (6,4)

Ezequiel, con esta palabra de condena sobre la tierra de Israel,


propone a los exiliados el itinerario de la conversión. Dios no se
complace en el castigo de su pueblo. Dios busca la corrección; con el
castigo quiere atraer al pueblo a sí. La conversión comenzará con el
recuerdo de Yahveh, ahora que le sienten ausente; la memoria de
Dios les llevará a la contrición interior, a dolerse del pecado,
sintiéndose culpables de adulterio, infieles al amor de Dios. Es la obra
que Dios busca con todo su celo:

-Les desgarraré el corazón adúltero que se apartó de mí y los ojos que


fornicaron con sus ídolos; sentirán asco de si mismos por sus
abominaciones (6,9).

Una vez dispersos entre los pueblos, los israelitas sentirán nostalgia
de Dios y vergüenza de si mismos, reconociendo la maldad de su
corazón. Entonces “sabrán que yo soy Yahveh” (6,10). Llevar al
pueblo al reconocimiento de Dios como “su Dios”, es la finalidad de la
destrucción de Jerusalén y de toda la tierra de Israel. La
contemplación de la tierra, que mana leche y miel, convertida en “una
tierra desolada y solitaria desde el desierto hasta Ribla” (6,14) es una
llamada clara a conversión.

El eco de la acción simbólica sigue resonando: “La espada afuera, la


peste y el hambre dentro. El que se encuentre en el campo morirá a
espada, y al que esté en la ciudad, el hambre y la peste lo devorarán.
Sus supervivientes escaparán, huirán por los montes, como las
palomas de los valles, todos ellos gimiendo, cada  uno por sus culpas.
Todas las manos desfallecen y todas las rodillas se irán en agua
(flaquearán). Se ceñirán de sayal, y los sacudirá un escalofrío. Todos
los rostros cubiertos de vergüenza, y todas las cabezas rasuradas”
(7,15-18).

            Es el anuncio del día del Señor. El profeta Amós, creador de la


expresión “día del Señor” ve este día como una semilla sembrada en
la historia, que brota, crece y madura. Él ve ese momento y lo
anuncia: “Ha madurado el fin para mi pueblo” (Am 8,2). Ezequiel ve
cómo el fin de Israel llega desde los cuatro puntos cardinales de la
tierra (7,2). Ahora la catástrofe es inminente. Las abominaciones de
Israel han colmado toda medida. La intervención de Dios es inexorable
(7,3-4). Llega el día de Yahveh anunciado por los profetas. Pero, lejos
de ser día de exultación y gozo (Am 5,18s), será día de alboroto, pero
no de alegría en los montes, donde solían celebrar sus fiestas
idolátricas (Jr 3,22-23; Ez 6,2-3). Ha llegado la hora de pedir cuentas
de las fornicaciones e idolatrías de Judá (7,8-11). Y el final de Israel,
centro de la tierra, tiene resonancias cósmicas. La ira de Dios cae
sobre todos (7,12). La desolación y la muerte reinan por doquier (8,15)
y nadie se atreve a salir al frente, pues todas las rodillas flaquean
((7,17). Todos se rapan la cabeza en señal de duelo (7,18). El oro y la
plata pierden todo su valor, pues no sirven para comprar los víveres
necesarios (7,19). Las riquezas, que han sido un incentivo del pecado,
sobre todo para entregarse a la idolatría, les aparecen ahora como
estiércol (7,20-21). Y lo más grave de todo, Dios vuelve su mirada a
otra parte, para no sentir compasión (7,22).

Esta ausencia de Dios se expresa en la ausencia de toda ayuda:


“Faltará la visión a los profetas; los sacerdotes desconocerán la Ley; y
los ancianos, el consejo. El rey se enlutará, y los príncipes estarán
desolados, y temblarán las manos de toda la tierra” (7,26-27).
Profetas, sacerdotes, sabios, reyes y príncipes, dones de Dios a su
pueblo, pierden su ministerio. La desolación será absoluta. Pero una
vez más, el capítulo termina con la palabra que da sentido a toda esta
poda:

-Y sabrán que yo soy Yahveh.

   6. LA GLORIA DE DIOS ABANDONA EL TEMPLO

Ezequiel nos invita a asistir a un juicio, donde el fiscal, en vez de


narrar los delitos, los muestra en una pantalla. Se trata de una visión,
no de una audición. El profeta nos señala el lugar, el año y el día: “El
año sexto, el día cinco del sexto mes, estaba yo sentado en mi casa y
los ancianos de Judá sentados ante mí, cuando se posó sobre mí la
mano del Señor Yahveh” (8,1).

Ezequiel está en su casa, en Babilonia. Ha pasado un año desde la


visión inaugural junto al río Kebar. Las acciones simbólicas, con que
Ezequiel ha representado la destrucción de Jerusalén, quizás han
llevado a los exiliados a barruntar que entre ellos hay un profeta. Los
ancianos de Israel le visitan y se sientan ante él. Acuden a consultarle
algo o simplemente a escuchar al profeta de Dios. Quizás se lamentan
ante Ezequiel por el exilio que están sufriendo por las infidelidades de
sus antepasados. Los ancianos se han reunido con Ezequiel para
entablar un juicio a Dios. Si Él ha elegido Jerusalén para poner en ella
su morada, Él debe velar por ella, para salvar su templo.

Entonces  la mano de Dios se posa sobre Ezequiel y le traslada en


visión a Jerusalén para que contemple con sus ojos las
abominaciones que contaminan la ciudad santa. Es la Jerusalén
actual, y no la de los antepasados, la que Dios le muestra. Ezequiel va
a mostrar que el castigo destructor empezará precisamente por el
templo, porque en él se dan las mayores abominaciones idolátricas.
Los ancianos son testigos mudos de la visión del profeta, que él les
narra con palabras.

El profeta mira y ve a uno con aspecto de hombre, como en la visión


del comienzo (c. 1). La gloria de Dios va a presidir el juicio de la casa
de Israel. Ezequiel describe el aspecto del Hijo de hombre que
contempla: “Desde lo que parecían ser sus caderas para abajo era de
fuego, y desde sus caderas para arriba era algo como un resplandor,
como el fulgor del electro”(8,2).
El juicio, en la visión de Ezequiel, se lleva a cabo en el lugar de los
hechos. Por ello, en su narración, nos dice Ezequiel: “Alargó una
especie de mano y me agarró por un mechón de mi cabeza; el espíritu
me elevó entre el cielo y la tierra y me llevó a Jerusalén, -en visión
divina-, a la entrada del pórtico interior que mira al norte. Y he aquí
que la gloria del Dios de Israel estaba allí; como yo la había
contemplado en la llanura” (8,3-4) de Babilonia.

La gloria de Dios, razón de ser del templo, se muestra sobre él como


un resplandor sin imagen. Es lo contrario de la abominación de la
estatua de Astarté colocada en el templo por Manasés (2R 21,7; 2Cro
33,7) o de la Reina del cielo, cuyo culto denuncia Jeremías (Jr 7,18;
44,15-19). Ezequiel, como primer delito, contempla también una
estatua, sin que diga de qué ídolo. El Señor le invita a fijar los ojos
sobre ella:

-Hijo de hombre, levanta tus ojos hacia el norte (8,5).

            “Levanté mis ojos hacia el norte y vi que al norte del pórtico del
altar estaba la estatua de los celos” (8,5). A la izquierda del altar de los
holocaustos, que estaba en el centro del atrio interior está el ídolo que
provoca los celos de Dios. Se trata de la violación manifiesta de la
alianza sellada en el Sinaí. Una estatua en el templo, -o en la puerta
norte de la ciudad-, es una afrenta al Señor, que no admite ser
representado por ninguna imagen (Ex 20, 4; Dt 5,8), según declara en
el Decálogo. Aunque la estatua pretenda ser una imagen de Dios es
siempre un ídolo. El Señor nombra al acusado y Ezequiel lo repite
ante los ancianos. Me dijo:

-Hijo de hombre, ¿ves las grandes abominaciones que la casa de


Israel comete aquí para alejarme de mi santuario?  Pues todavía has
de ver otras grandes abominaciones (8,6).

A esta primer delito sigue el siguiente. Yahveh mismo invita al profeta


a que penetre en el santuario para ser testigo de mayores
abominaciones. Así, después de atravesar los corredores del atrio,
forzando una pequeña abertura, Ezequiel se encuentra con cámaras
secretas, en las que hay imágenes de reptiles y bestias abominables.
Es Dios, que conoce los secretos del hombre y del santuario, quien
guía a Ezequiel:  “Me llevó a la entrada del atrio. Yo miré: había una
grieta en el muro” (8,7). Y me dijo:

-Hijo de hombre, abre un boquete en el muro (8,8).


Ezequiel, hijo de Buzi, sacerdote, se queda boquiabierto ante lo que
ve: “Abrí un boquete en el muro y se hizo una abertura”, que conduce
a un recinto secreto. Se trata seguramente de las celdas de los
sacerdotes, que estaban construidas a lo largo del muro que separaba
el atrio interior del exterior. El Señor le invita a entrar por el boquete
del muro:

-Entra y contempla las execrables abominaciones que éstos cometen


ahí.

Dios quiere que su profeta traspase la fachada del templo, la fachada


blanqueada de su pueblo y contemple la verdad de su interior. Los
ojos de Ezequiel, son los ojos de Dios, que no miran las apariencias,
sino el corazón (1S 16,7), desvelando la hipocresía y doblez del
pueblo: “Entré y observé: toda clase de representaciones de reptiles y
animales repugnantes, y todas las basuras de la casa de Israel
estaban grabados en el muro, todo alrededor” (8,10).

Se trata de todos los ídolos secretos de Israel. Cada uno tiene, en su


estancia, en su interior, sus propios ídolos. Cuando el hombre pierde
la fe en Dios, su alma se vende a los ídolos más absurdos. Por fuera,
como en el templo, no se ve nada, pero en lo escondido brotan los
miedos, la angustia y... los ídolos. Ezequiel, con su palabra de verdad,
saca a la luz la ambigüedad y falsedad de la conciencia de los
hombres. 

No sólo está la estatua erigida en el atrio del templo, sino que los
muros están cubiertos de grabados de ídolos egipcios. Israel, liberado
de la esclavitud de Egipto, con el culto a sus ídolos se somete de
nuevo a esa esclavitud. Es una nueva violación del Decálogo (Dt
4,18). Y setenta hombres, de los ancianos de la casa de Israel,
estaban de pie delante de ellos cada uno con su incensario en la
mano. Y el perfume de la nube de incienso subía. El Señor me dijo
entonces:

-¿Has visto, hijo de hombre, lo que hacen en la oscuridad los ancianos


de la casa de Israel,  cada uno en su estancia adornada de pinturas?
Están diciendo: “Yahveh no nos ve, Yahveh ha abandonado esta
tierra” (8,11-12).

Sigue la visión del tercer delito y finalmente del cuarto..El proceso va


hacia un punto culminante de lo abominable. Son cuatro escenas de
idolatría en el templo mismo de Jerusalén. Me condujo al atrio interior
de la Casa de Yahveh. Y he aquí que a la entrada del santuario de
Yahveh, entre el vestíbulo y el altar, había unos veinticinco hombres
que, vuelta la espalda al santuario de Yahveh y la cara a oriente, se
postraban, mirando hacia el sol. Entre el vestíbulo y el altar es el lugar
donde los sacerdotes deben llorar en momentos de calamidad o de
peligro para obtener piedad del Señor. Pero lo que ve Ezequiel es
exactamente lo contrario: han dado la espalda al Señor y se han
vuelto a adorar al sol. Se trata de una “conversión” al revés,
abandonan al Señor para volverse a los ídolos. El Señor le dice a
Ezequiel:

-¿Has visto, hijo de hombre? ¿Aún no le bastan a la casa de Judá las


abominaciones que cometen aquí, sino que colman la tierra de
violencia, para irritarme? Mira cómo se llevan el ramo a la nariz. Pues
yo también he de obrar con furor; no tendré para con ellos una mirada
de piedad, no les perdonaré. Me invocarán a voz en grito, pero yo no
les escucharé (8,13-18).

La negación de Dios tiene como consecuencia inmediata que la tierra


“se llena de violencia” (8,17). Cuando la gente comienza a decir o a
pensar que “el Señor ha abandonado el país” o que “el Señor no ve”,
entonces el hombre abre la puerta a la violencia y al engaño. El
hombre que no vive bajo la mirada de Dios, sin darse cuenta,
desencadena en su interior una inclinación a la injusticia, a la violencia
contra el prójimo, envenenando las relaciones humanas. Y como los
israelitas dan la espalda a Dios, también el Señor les da la espalda,
aparta de ellos su mirada de piedad para no escuchar sus llantos y
súplicas (8,18).

Después de la representación del delito, Ezequiel nos narra la


ejecución de la sentencia . El Señor la ejecuta a través del ejército de
Babilonia. Nabucodonosor es su siervo o su martillo para golpear a
Israel. Sólo se salvarán los que llevan la marca protectora de Dios
(9,4). La gloria de Dios se detiene en el umbral del templo y Yahveh
ordena a “un hombre vestido de lino”:

-Pasa por la ciudad, por Jerusalén, y marca con una cruz en la frente a
los hombres que gimen y  lloran por todas las abominaciones que se
cometen en medio de ella (9,5).
El lino, propio de las vestiduras sacerdotales (Lv 16,4.23.32), hace
pensar que Ezequiel, hijo de sacerdotes, asigna a estos el papel de
marcar a los fieles del Señor, para que se libren de la matanza. Otra
misión sacerdotal es la de intercesor, que él ejerce, horrorizado ante la
matanza que contempla. Mientras los “seis hombres” encargados de
herir a cuantos no llevan la marca de la Tauen su frente, Ezequiel se
“queda solo”, cae rostro en tierra y exclama:

-¡Ah, Señor Yahveh!, ¿vas a exterminar a todo el resto de Israel,


derramando tu furor contra Jerusalén? (9,8).

Ezequiel, profeta de Dios para el pueblo, se identifica con Dios y con


el pueblo. Participa de los sentimientos de Dios y anuncia al pueblo la
sentencia de muerte que merecen sus pecados. Pero, al mismo
tiempo, sufre con el pueblo y grita a Dios, intercediendo por el pueblo.
Simultáneamente es mensajero de Dios y defensor del pueblo. Es algo
que caracteriza al verdadero profeta. Lo ha hecho así el gran profeta,
Moisés (Ex 32,11-13), y después de él Amós (Am 7,2.5) y Jeremías, a
quien Dios, en un cierto momento, prohíbe que interceda por el
pueblo: “En cuanto a ti, no pidas por este pueblo ni eleves por ellos
plegaria ni oración, ni me insistas, porque no te oiré” (Jr 7,16). Sin
embargo, a los falsos profetas, que no buscan sino el propio interés,
Dios les echa en cara precisamente el que no intercedan por el pueblo
pecador: “He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y
se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e
impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie” (22,30).
Ezequiel, desde lo hondo de sus entrañas, eleva el grito de
intercesión. Pero Dios no escucha la súplica de su profeta, sino que
justifica de nuevo la sentencia decretada (9,9-10), aunque la ejecución
aguarda a que el “hombre vestido de lino acabe de marcar a los
inocentes” (9,11). A continuación el Señor ordena que abrasen a la
ciudad entera en la hoguera del fuego sagrado (10,1ss). Ezequiel
transmite el mandato de incendiar el templo y la ciudad, sin describir el
incendio. Quizás sus oyentes no comprendieron la palabra del profeta
hasta que oyeron contar al nuevo grupo de desterrados el horror del
incendio de Jerusalén (2R 25,9; Lm 2,3-4; 4,11).

La orden de exterminio alcanza a cuantos no han sido marcados y  se


ha de iniciar por el santuario. Esto es significativo, pues para Israel, un
cadáver es la máxima impureza ritual; si un sacerdote tocaba un
cadáver era excluido del culto. Ahora el Señor ordena matar en su
templo, es decir, Yahveh profana, desacraliza su propio templo. Lo
hace mediante sus instrumentos, los mensajeros que vienen del norte,
de donde llegará el ejército babilonio. Los soldados de Nabucodonosor
no perdonarán nada y hasta en el santuario derramarán sangre
humana.

Simultáneamente comienza a desarrollarse una segunda escena: la


partida gradual de la gloria de Yahveh, pues el templo desacralizado
ya no es el lugar para la gloria del Señor. En diversas partes de estos
capítulos se ve que la gloria del Señor se aleja lentamente, podría
decirse, con desagrado, pero se va. Antes de que la orden de
destrucción sea ejecutada, la gloria de Dios abandona el templo y la
ciudad:

-La gloria de Yahveh se elevó de encima de los querubines y salió


hacia el umbral de la Casa y la Casa se llenó de la nube, mientras el
atrio estaba lleno del resplandor de la gloria de Yahveh (10,4).

Es como si el arca se levantase por sí misma y saliese del Santo de


los Santos, donde se hallaba como signo de la presencia de Dios y,
por tanto, como señal de su firme protección del pueblo. Ezequiel, que
en visión está en Jerusalén, asiste al alzarse de la gloria de Dios para
abandonar el templo y la ciudad:

-La gloria de Yahveh salió de sobre el umbral de la Casa y se posó


sobre los querubines. Los querubines desplegaron sus alas y se
elevaron del suelo ante mis ojos, al salir, y las ruedas con ellos. Y se
detuvieron a la entrada del pórtico oriental de la Casa de Yahveh; la
gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos. Era el ser que yo
había visto debajo del Dios de Israel en el río Kebar; y supe que eran
querubines (10,18-20).

Dios, su Gloria, abandona el templo. Y, en una segunda etapa,


abandona la ciudad de Jerusalén. La Gloria de Dios se detiene a las
afueras de la ciudad santa, sobre el monte de los Olivos. El Señor sale
de la ciudad por la puerta oriental, la “Puerta Dorada” o, como se la
llama ahora, “La Puerta Hermosa”. La tradición judía ha imaginado
que Dios, al abandonar la ciudad santa, morada que él se había
elegido, hace lo mismo que todos los emigrantes, al momento de partir
de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos se detiene y se vuelve
para contemplar por última vez la ciudad amada. Con melancolía y
como si se sintiera obligado el Señor deja la ciudad sólo porque la
maldad de los hombres le obliga a hacerlo. El Señor, después de
contemplar la ciudad desde el monte de los Olivos, se aleja de la
ciudad:

            -Los querubines desplegaron sus alas y las ruedas les


siguieron, mientras la gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos.
La gloria de Yahveh se elevó de en medio de la ciudad y se detuvo
sobre el monte que está al oriente de la ciudad.  El espíritu me elevó y
me llevó a Caldea, donde los desterrados, en visión, en el espíritu de
Dios; y la visión que había contemplado se retiró de mí. Yo conté a los
desterrados todo lo que Yahveh me había dado a ver (11,22-25).

El Espíritu es el protagonista de la visión. El Espíritu a Ezequiel


le  “levanta entre el cielo y la tierra”, llevándole por los pelos a
Jerusalén. Y, terminada la visión, es el Espíritu quien arrebata a
Ezequiel y le lleva en volandas con los desterrados de Babilonia. Allí
cuenta a los exiliados lo que el Señor le ha revelado. Así Ezequiel va y
viene, de Babilonia a Jerusalén y de Jerusalén a Babilonia. En ambos
lugares se encuentra con quienes se sienten el resto de Israel. Los
que se quedan en Judá se consideran el pueblo elegido. Jeremías les
desengaña con la escenificación del cesto de higos (Jr 24), y Ezequiel
con la parábola de la olla (11,3 y 24,1-4).

Después de la partida de la gloria el templo es un edificio cualquiera.


Puede ser destruido sin tocar a Yahveh. Jerusalén es una olla que da
a sus habitantes, no la protección, sino la muerte. Unos años después,
los hechos confirman la palabra de Jeremías y de Ezequiel. El
incendio de la ciudad, la destrucción del templo y la deportación en
masa acreditan la palabra de ambos profetas. Los exiliados son el
verdadero resto de Israel. El Señor mismo es su santuario en tierra
extranjera mientras esperan el retorno a la patria donde reconstruirán
el templo (Cf Jr 24,7). Ezequiel, una vez que “la gloria de Dios se
elevó sobre la ciudad de Jerusalén y se detuvo en el monte, al oriente
de la ciudad” (11,23), dirige su palabra de consuelo y esperanza a los
exiliados. Esta palabra, anticipada en este momento, será la última
palabra de Ezequiel:

            -Yo os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de


los países en  los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de
Israel. Vendrán y quitarán de ella todos sus monstruos y
abominaciones; yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un
espíritu nuevo: les quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón
de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis
normas y las pongan en práctica; serán mi pueblo y yo seré su Dios
(11,17-20).

Pero, mientras llega esa hora, Dios, que no es capaz de permanecer


lejos de su pueblo, le sigue en el exilio. Así manda a Ezequiel que se
lo comunique a los deportados:

-Sí, yo los he mandado entre las naciones, y los he dispersado por los
países, pero yo seré un santuario para ellos, por poco tiempo, en los
países adonde han ido (11,16).

 7. EL AJUAR DEL DESTERRADO

Ezequiel se encuentra entre los exiliados en Babilonia. Ha partido con


el primer grupo de ellos en el año 596. Ahora, con una acción
simbólica, personal, escenifica delante de los exiliados la segunda y
definitiva deportación, a la que sigue la destrucción del templo y de la
ciudad de Jerusalén.
En esta nueva acción simbólica, Ezequiel es invitado a representar la
marcha precipitada del pueblo al exilio y, en concreto, la huida
nocturna de Sedecías, el “príncipe” de Israel. La casa de Israel es una
casa rebelde, ciega y sorda: “tienen ojos para ver y no ven; tienen
oídos para oír y no oyen” (12,2). A esta casa rebelde, en medio de la
que vive Ezequiel, le manda el Señor para que represente la mímica
del desterrado:

-Ahora, pues, hijo de hombre, prepara el ajuar del desterrado y sal en


pleno día, a la vista de todos ellos. Emigra del lugar en que te
encuentras hacia otro lugar, ante sus ojos, a ver si te ven, pues son
una casa de rebeldía. Prepara tu equipo como quien va al destierro,
de día, ante sus ojos. Y sal al atardecer, ante sus ojos, como salen los
deportados. Haz a vista de ellos un boquete en la pared, por donde
saldrás. Carga ante sus ojos con tu equipaje a la espalda y sal en la
oscuridad; te cubrirás el rostro para no ver la tierra, porque yo he
hecho de ti un símbolo para la casa de Israel (12,3-6).

Ezequiel es constituido en palabra de Dios encarnada; su persona es


un símbolo para Israel. Con su mímica de desterrado busca que el
pueblo, que no quiere ver, vea. Dios insiste: hazlo a la vista de ellos,
de día, que te vean. Ante los ojos atónitos de la gente, Ezequiel carga
con un simple hatillo con lo mínimo indispensable para la marcha. Al
atardecer, pero a la vista de todos, abre un boquete en la pared y sale
como quien huye, como el fugitivo Sedecías y su ejército, que salió
furtivamente por el sur de la ciudad, camino del desierto, siendo
capturado en Jericó por las tropas de Nabucodonosor. El hecho de
que se cubra la cara para no ver el país es el símbolo del castigo de
Sedecías, que será conducido a Babilonia ciego.

Poco después suceden los hechos que nos narra el libro de los Reyes:
“En el año noveno de su reinado, en el mes décimo, el diez del mes,
vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo  su ejército contra
Jerusalén; acampó contra ella y la cercó con una empalizada. La
ciudad estuvo sitiada hasta el año once de Sedecías. El mes cuarto, el
nueve del mes, cuando arreció el hambre en la ciudad y no había pan
para la gente del pueblo, se abrió una brecha en la ciudad y el rey
partió con todos los hombres de guerra, durante la noche, por el
camino de la Puerta, entre los dos muros que están sobre el parque
del rey, mientras los caldeos estaban alrededor de la ciudad, y se fue
por el camino de la Arabá. Las tropas caldeas persiguieron al rey y le
dieron alcance en los llanos de Jericó; entonces el ejército
se  dispersó. Capturaron al rey y lo subieron a Riblá donde el rey de
Babilonia, que lo sometió a juicio. Los hijos de Sedecías fueron
degollados a su vista, y a Sedecías le sacó los ojos, le encadenó y le
llevó a Babilonia” (2R 25,1-7; Jr 52,6-11)

Ezequiel ejecuta la acción que le encomienda el Señor. Sale con los


ojos tapados en señal de vergüenza, dolor y desesperación (2R 15,3;
Jr 14,4). A Ezequiel le resulta fácil realizar esta acción, pues él ya la
ha vivido en la realidad. En la primera deportación del año 597, de la
que él formaba parte, los principales del pueblo emprendieron el
camino del destierro, cada uno con su hatillo al hombro, al atardecer
seguramente, cuando el calor es menos fuerte; salían sin mirar la
tierra que abandonaban, por la vergüenza que les embargaba. Quizás
ni se daban plena cuenta de lo que vivían; el Señor le dice ahora a
Ezequiel que lo repita a ver si ahora comprenden. Ezequiel hace
cuanto le manda el Señor, quien al día siguiente le pregunta:

-Hijo de hombre, ¿no te ha preguntado la casa de Israel, esta casa de


rebeldía, qué es lo que hacías? (12,9).

Le pregunten o no le pregunten, Dios manda a su profeta a decir al


pueblo:

-Este oráculo se refiere a Jerusalén y a toda la casa de Israel que está


en medio de ella.  Yo soy un símbolo para vosotros; como he hecho
yo, así se hará con ellos; serán deportados, irán al destierro (12,11).
Tanto los desterrados como quienes se quedaron en Judá creen que
la situación del exilio se resolverá en poco tiempo. Jeremías a los de
Jerusalén y Ezequiel, con esta acción simbólica, a los desterrados,
intentan convencerles de que están viviendo de ilusiones falsas. No
sólo no está para terminar el destierro, sino que es inminente el exilio
de quienes aún viven en Jerusalén. Y Ezequiel aplica además su
acción simbólica al rey Sedecías, poniendo de manifiesto su huida en
la oscuridad, presagio de su ceguera:

-El príncipe que está en medio de ellos cargará con su equipaje a la


espalda, en la oscuridad, y saldrá; abrirá un boquete en la muralla
para salir por ella; y se tapará la cara para no ver la tierra con sus
propios ojos. Yo tenderé mi lazo sobre él y quedará preso en mi red; le
conduciré a Babilonia, al país de los caldeos, donde morirá sin verla
(12,12-13).

Cuando tenía ojos y luz no quiso ver, ahora cae en las tinieblas y en la
ceguera (Jr 38). Y con él su séquito:

-Y a todo su séquito, su guardia y todas sus tropas, yo los esparciré a


todos los vientos y desenvainaré la espada detrás de ellos. Y sabrán
que yo soy Yahveh cuando los disperse entre las naciones y los
esparza por los países (12,14-15).

Extrañamente Ezequiel realiza esta acción y la explica a los israelitas


que ya están en el exilio, “en medio de lo cuales habita” (12,2). ¿Qué
sentido tiene anunciar el exilio a quienes ya están en el exilio?
Ezequiel, como hace Jeremías con la carta que les manda (Jr 29),
desea quitar a los deportados la falsa ilusión de que el exilio será
breve. Los falsos profetas les engañan con la esperanza ilusoria de
que el retorno a la patria será inminente. Con este engaño les apartan
de la urgente necesidad de una conversión radical al Señor. Ezequiel
destruye esta falsa esperanza, anunciándoles que el exilio, no sólo no
está a punto de terminar, sino que está para ser aumentado el número
de los deportados.

Pero Ezequiel anuncia algo más que el nuevo exilio. Anuncia que Dios
dejará un resto para que proclame su justicia en medio de las
naciones. Confesando el pecado del pueblo, hacen que el nombre de
Dios no sea blasfemado por las gentes. Israel, hasta en el exilio, es el
pueblo de Dios llamado a anunciar a todos los hombres “que Yahveh
es el Señor” (12,16). Dios dispersa a los israelitas en medio de las
naciones, librándoles de la espada, del hambre y de la peste, no
porque sean santos, sino para que con su vida proclamen la santidad
de Dios. Es algo que Ezequiel lleva gravado en el corazón. Si Dios
actúa, si Dios salva, si Dios lleva a algunos al destierro, si les devuelve
a la patria, lo hace para manifestar su gloria, “para glorificar su santo
nombre”:

-Y sabrán que yo soy Yahveh cuando los disperse entre las naciones y
los esparza por los países. Dejaré que un pequeño número de ellos
escapen a la espada, al hambre y a la peste, para que cuenten todas
sus abominaciones entre las naciones adonde vayan, a fin de que
sepan que yo soy Yahveh (12,15-16).

Quizás para comprender el significado de la insistencia con que


Ezequiel proclama que Dios en su actuar busca su gloria sea
conveniente recordar lo que dice San Ireneo: “La gloria de Dios es el
hombre vivo”. Afirmación a la que corresponde la verdad
correspondiente: “La vida del hombre está en el revelarse de la gloria
de Dios en él”.

Con el resto de Israel disperso entre las naciones, también queda un


resto disperso en las aldeas y campos de Israel. También para ellos
tiene Ezequiel una palabra de parte de Dios, precedida de su acción
simbólica. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos:

-Hijo de hombre, comerás tu pan con temblor y beberás tu agua con


inquietud y angustia; y dirás al pueblo de la tierra: Así dice el Señor
Yahveh a los habitantes de Jerusalén que andan por el suelo
de  Israel: comerán su pan con angustia, beberán su agua con
estremecimiento, para que esta tierra y los que en ella se encuentran
queden libres de la violencia de todos sus habitantes. Las ciudades
populosas serán destruidas y esta tierra se convertirá en desolación; y
sabréis que yo soy Yahveh (12,17-20).

La vida seguirá para el resto de los habitantes de Israel, pero será una
vida marcada por la angustia, sin los colores luminosos de la vida
auténtica. También ellos participarán de la maldición del exilio. La
infidelidad a la alianza tiene sus consecuencias inevitables, según
proclama el Deuteronomio: “No hallarás sosiego en aquellas naciones,
ni habrá descanso para la planta de tus pies, sino que Yahveh te
dará  allí un corazón trémulo, languidez de ojos y ansiedad de alma.
Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, tendrás miedo de
noche y de día, y ni de tu vida te sentirás  seguro” (Dt 28,65-66). Esta
es la vida que Ezequiel anuncia a quienes quedan en Palestina; la
tierra de Israel será para los israelitas como una tierra extranjera, que
en vez de paz les procura miedo e inseguridad. El temor y la angustia,
la inquietud y ansiedad son el símbolo de la vida de quienes quedan
en Jerusalén después del destierro de sus compatriotas.
8. CHACALES ENTRE LAS RUINAS

Ezequiel ha proclamado la palabra de Dios, anunciando la destrucción


de Jerusalén y del templo, pero pasa el tiempo y las murallas siguen
en pie, lo mismo que el templo. El tiempo de Dios no coincide con el
del hombre. Dios espera siempre que el hombre escuche su palabra y
se convierta de sus perversiones. Pero la gente se burla de Ezequiel.
Unos dicen: “Este habla y habla, pero nada de lo que dice se cumple”.
Otros, quizás más burlones, dicen : “Las visiones de éste van para
largo plazo”. Con sus burlas hacen vana la palabra de Dios y así
hacen irremediable la ejecución de la sentencia. Dios interviene en el
diálogo y con ironía se burla de quienes se mofan de su palabra. La
palabra de Yahveh llega a Ezequiel en estos términos:

-Hijo de hombre, ¿qué queréis decir con ese proverbio que circula en
la tierra de Israel: “los días pasan y se desvanece toda visión”?. Pues
bien, diles: Así dice el Señor Yahveh: Yo acabaré con ese proverbio y
no se repetirá más en Israel. Diles en cambio este otro: “llegan los
días en que toda visión se cumplirá”,  pues ya no habrá ni visión vana
ni presagio mentiroso en medio de la casa de Israel. Yo, Yahveh,
hablaré, y lo que yo hablo es una palabra que se cumple sin dilación.
Sí, en vuestros días, casa de rebeldía, yo pronunciaré una palabra y la
ejecutaré, oráculo del Señor Yahveh (12,21-25).

Y, por si no han entendido, Dios se lo repite:


-Hijo de hombre, mira, la casa de Israel está diciendo: “La visión que
éste contempla va para largo, éste profetiza para una época remota”.
Pues bien, diles: Así dice el Señor Yahveh: Ya no habrá más dilación
para ninguna de mis palabras. Lo que yo hablo es una palabra que se
cumple, oráculo del Señor Yahveh (12,26-28).

Los profetas viven en su tiempo, participan de los hechos de sus


contemporáneos. En su existencia y, con frecuencia, en su propia
carne sienten las sacudidas de la historia, los choques entre los
grandes imperios. La actualidad condiciona su vida. La caída de
Jerusalén absorbe la mente y el corazón de Jeremías y también de
Ezequiel. La inminencia del derrumbe les obliga a anunciarlo al pueblo
con gritos de urgencia; antes de que desaparezca la ciudad hacen de
todo para vencer la indiferencia y ceguera del pueblo, que “reducen
sus palabras a risa”, sin tomarlas en serio, convirtiéndose al Señor y,
de ese modo, salvar la ciudad.

            Sin embargo, mientras Ezequiel sufre el ridículo de las burlas,


pues su profecía es despreciada, los falsos profetas, al halagar los
oídos de los oyentes, reciben el aplauso de la gente, que no sabe
discernir entre ambas profecías (Jr 28,1-15; 14,13-16; Is 9,14).
Ezequiel tiene que desenmascarar la falsedad de estos profetas, que
pretenden proclamar la palabra de Dios, cuando sus profecías son
fruto de su fantasía, alentada frecuentemente por sus deseos
avarientos. Ezequiel les llama chacales o zorros. Por culpa suya la
viña del Señor (Ct 2,15) está desmantelada. En vez de acudir a
reparar las brechas de los muros, se aprovechan de ellas para su
propio interés. En vez de reparar las brechas se conforman con
cubrirlas con un revoco de cal, que da una buena apariencia, pero que
con la lluvia se resquebraja y hace que caiga toda la pared.

Los profetas, que Dios no se cansa de enviar a Israel, son la prueba


de su amor al pueblo infiel. Los profetas se presentan en nombre de
Dios con sus reproches, exhortaciones y promesas, tratando de
encauzar a Israel por el camino de la fidelidad a Dios. Pero, a veces,
los profetas actúan por su cuenta, “dicen falsedades y cuentan
visiones mentirosas”; en lugar de reparar las brechas que amenazan
la solidez del edificio, se contentan con enjalbegar la pared, ocultando
la brecha, con lo que aceleran la ruina de Israel (13,3).

Ezequiel, al contraponerse a estos falsos profetas, nos describe la


figura de sí mismo como profeta de Dios. El falso profeta habla “a
partir de su corazón” (13,2), es decir, según sus deseos. En sus
palabras no se escucha la palabra de Dios, sino la proyección de sus
esperanzas o el fruto de sus angustias: “siguen su propio espíritu”
(13,2). O peor aún, se aprovechan de la angustia de la gente,
buscando sacar provecho de ella:

-Como chacales entre las ruinas, tales son tus profetas, Israel (13,4).

Las ruinas son imagen de desolación, pero no para los chacales. Para
ellos, son lugar de refugio o, más aún, lugar de botín. Así los falsos
profetas de Israel se hallan a gusto en medio de las ruinas del pueblo.
Ante la amenaza de destrucción no se preocupan de salvar al pueblo.
Abiertamente se lo reprocha Ezequiel:

            -No habéis escalado a las brechas, no habéis construido una


muralla en torno a la casa de Israel, para que pueda resistir en el
combate, en el día de Yahveh (13,5).

De Moisés canta el salmista lo contrario: “Moisés, su elegido, se


mantuvo en la brecha en su presencia, para apartar su furor de
destruirlos” (Sal 106,23). Los falsos profetas, en cambio, con sus
“palabras vanas y sus visiones mentirosas” (13,6) no hacen nada para
salvar al pueblo. Más bien “extravían a mi pueblo diciendo: ¡Paz! ,
cuando no hay paz” (13,10). Los falsos profetas anuncian la paz,
cuando no hay paz. La historia dio la razón a Jeremías, a Ezequiel, a
Dios: el desastre llegó, Israel conoció el destierro, el fuego devoró la
ciudad santa, no se salvó ni el templo, que fue incendiado. Los
profetas se han conformado con enlucir la tapia que se resquebrajaba,
cubriendo las rajas, para salvar las apariencias, sin enfrentarse con el
mal en sus raíces. Adornar una pared que está a punto de caerse, no
sirve para salvarla, sino para provocar su caída sobre quien no ve el
peligro y se recuesta sobre ella. Cerrar los ojos del pueblo para que no
vea la amenaza que incumbe sobre ellos lleva a adormecerle,
impidiendo su conversión y la salvación. Por ello Dios les arranca de
raíz de en medio de su pueblo:

-Extenderé mi mano contra los profetas de visiones vanas y presagios


mentirosos; no serán admitidos en la asamblea de mi pueblo, no serán
inscritos en el libro de la casa de Israel, no entrarán en el suelo de
Israel, y sabréis que yo soy el Señor Yahveh (13,9).

Algo propio de Ezequiel es su invectiva contra las “hijas de Israel que


profetizan por su propia cuenta” (13,17). Ezequiel las compara con “los
cazadores que atrapan a la gente como pájaros” (13,20). Con sus
artes mágicas inducen al pueblo a la superstición y a la idolatría. Con
ello, se lamenta el Señor:

-Me deshonráis delante de mi pueblo por unos puñados de cebada y


unos pedazos de pan, haciendo morir a los que no deben morir y
dejando vivir a los que no deben vivir, diciendo mentiras al pueblo que
escucha la mentira (13,19).

Aunque Israel es “rebelde” es siempre “pueblo de Dios”. Dios le sigue


considerando “mi pueblo”. Por eso interviene decididamente contra
quienes intentan arrebatarle sus hijos con el engaño:

            -Heme aquí contra vuestras bandas con las cuales atrapáis a


las almas como pájaros. Yo las desgarraré en vuestros brazos, y
soltaré libres las almas que atrapáis como pájaros. Rasgaré vuestros
velos y libraré a mi pueblo de vuestras manos; ya no serán más presa
en vuestras manos, y sabréis  que yo soy Yahveh. Porque afligís el
corazón del justo con mentiras, cuando yo no lo aflijo, y aseguráis las
manos del malvado para que no se convierta de su mala conducta a
fin de salvar su vida, por eso, no veréis más visiones vanas ni
pronunciaréis más presagios. Yo libraré a mi pueblo de vuestras
manos, y sabréis que yo soy Yahveh (13,20-23).

La diferencia que hay entre los falsos profetas y Ezequiel aparece en


el capítulo siguiente (c. 14). Los ancianos se presentan ante él con
una consulta. Ezequiel no sólo no les halaga los oídos, respondiendo
lo que ellos desean escuchar, sino que ni siquiera toma en cuanta la
pregunta que le hacen. Se limita a transmitirles la palabra que Dios le
da en ese momento. No sabemos qué le han consultado al profeta,
pero sí sabemos lo que Dios pide a los ancianos y, a través de ellos, a
todo el pueblo.

El enfrentamiento de Ezequiel con lo falsos profetas es parecido al de


Jeremías, a quien tanto hicieron sufrir los que se proclamaban a si
mismos profetas enviados por Dios. Ezequiel se encuentra con la
misma problemática de Jeremías, aunque con su peculiaridad propia
impone siempre su impronta distintiva.

Mientras el rey, Ezequías, no ve la realidad, el profeta es quien ve y


comprende lo que está aconteciendo. Israel se niega a escuchar la
palabra del profeta. No quiere comer el libro, alimentarse de la Palabra
de Dios. Anulan la palabra de Dios con la burla: “pasan días y días y la
visión no se cumple” (12,22); con sarcasmo dicen de Ezequiel: “las
visiones de éste van para largo” (12,27).

Los falsos profetas mienten, anunciando paz cuando no hay paz


(13,10; 17-23), de este modo apoyan al malvado para que no se
convierta (13,22). A la palabra profética oponen sus falsas ilusiones.

Otra forma de cerrarse a la Palabra de Dios es la nostalgia, el apego a


las tradiciones del pasado, que les impide ver a Dios presente en la
realidad actual del exilio (14,1-8). El recuerdo de sus ídolos les lleva al
pecado (14,3). Estos ídolos son Jerusalén, el templo, la tierra
prometida. Su añoranza les impide aceptar la voluntad de Dios.

Ezequiel anuncia la caída de Jerusalén. ¿No bastarían diez justos


para salvarla? ¿Es más grave la situación de Jerusalén que la de
Sodoma (Gn 18)? Sí. Aunque se encuentren en Jerusalén Noé, Daniel
y Job “no salvarán a sus hijos ni a sus hijas; ellos solos se salvarán y
el país será devastado” (14,12-21).

Cuando Dios amenaza a su pueblo la misión del profeta es doble:


convertir a Dios a la misericordia y convertir al pueblo a la penitencia.
El falso profeta no hace ni lo uno ni lo otro. En tiempos de crisis y
desgracias proliferan los falsos profetas, que confirman en las gentes
su deseos y esperanzas. Son como zorras, que encuentran fácilmente
guarida entre las ruinas (13,4). A la zorra, símbolo de falsedad, se
asemeja el profeta que cultiva las falsas ilusiones de la gente. A veces
se engañan a sí mismos; inventan sus profecías y esperan que Dios
las cumpla (13,6-7). Otras veces es la gente quien inventa ilusiones y
los profetas las confirman o decoran “con palabras de Dios”: la gente
levanta una tapia y el profeta la jalbega (13,10s). El pueblo siempre
está dispuesto a pagar por escuchar lo que quiere oír. Al confirmar de
este modo al malvado en su maldad, el profeta le aparta de la
conversión y le condena a muerte (13,22).

El verdadero profeta es profeta de otro, no habla nunca por propia


cuenta. En esto se distingue del falso profeta. Y junto al verdadero
profeta siempre hay muchos falsos profetas. Ezequiel, como los otros
profetas enviados por Dios, recibe “una palabra de Yahveh contra los
profetas de Israel”; Dios le envía a profetizar y decir a los que
profetizan por su propia cuenta:

-Escuchad la palabra de Yahveh (13,1).


El atalaya no puede dormir mientras está de guardia y luego dar como
palabra de Dios sus propios sueños, sus pensamientos o deseos ni
puede transmitir como palabra de Dios lo que sabe que agrada a los
oídos de los oyentes, buscando halagarles y ganarse su simpatía o
recompensa. Estos falsos profetas, señala Orígenes, no pueden decir
como san Pablo: “Nosotros tenemos la mente de Cristo, pues no
hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de
Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1Co
2,16.12).

“Como chacales entre las ruinas han sido tus profetas, Israel” (13,4).
Al hablar según su inspiración, sin haber visto nada, se comportan
como chacales, que se parecen al lobo en la forma y el color, y a la
zorra en la disposición de la cola, es decir, fingen como la zorra y
devoran a los demás como el lobo.

  9. PARÁBOLA DE LA VID

La vid es un símbolo de la riqueza de Palestina. Los exploradores que


envía Moisés  “cortaron un sarmiento con un racimo de uvas, que
transportaron con una pértiga entre dos” (Nm 13,22), como prueba de
esa riqueza. “Vid frondosa era Israel produciendo fruto a su aire” (Os
10,1). Para cantar la canción de amor entre Yahveh y su pueblo Isaías
entona la canción de la viña (Is 5). “Cepa selecta” (Jr 2,21), llama
Jeremías a Israel; “viña deliciosa” (Is 27,2ss), le dice Isaías. Con
cariño y solicitud la canta el salmista (Sal 80,9-20). Ezequiel ha
escuchado todos estos cantos a Israel como “viña del Señor” en casa
de su padre Buzi y en el templo de Jerusalén. Pero retuerce la imagen
y se enfrenta a quienes se sienten orgullosos de ser esa vid de
Yahveh.

Sí, es cierto que Dios ha elegido a Israel, pero la elección no es


ningún privilegio, sino una misión. Dios no ha elegido a Israel porque
sea un pueblo superior a los otros pueblos, sino todo lo contrario,
como les dice el Señor: “No porque seáis el más numeroso de todos
los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues
sois el menos numeroso de todos los pueblos” (Dt 7,7). Se puede
tergiversar la elección de Dios. Así algunos van proclamando: “Dios
elije lo mejor: de las plantas, la vid, de los pueblos, a Israel”. Contra
éstos lanza Ezequiel su alegoría de la madera de la vid, más inútil que
la de cualquier otra planta.
Ezequiel ya comienza por no fijarse en el fruto de la vid, uvas y vino,
sino en la madera. Israel no es la viña del Señor ni una vid siquiera,
sino la madera de la vid. Y, como madera, la de la vid sólo sirve para
el fuego y no mucho. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos
términos:

-Hijo de hombre, ¿en qué vale más el leño de la vid que el leño de
cualquier rama que haya entre los árboles del bosque? (15,1-2).

Ya en la parábola de Jotán, en la historia de Abimélec (Ju 9,7-15), la


vid es la tercera planta que rehúsa la corona de los árboles. Pero
Israel se siente orgulloso de ser esa planta deliciosa. Ezequiel, en
nombre del Señor, les replica:

-¿Se toma de su madera para hacer alguna cosa? ¿Se hace con ella
un gancho para colgar algún objeto? (15,3).

¿Pueden acaso los desterrados defender los frutos que ellos, como
vid del Señor, han producido? ¿No es cierto que sólo han hecho obras
que les han llevado a caer en el fuego? Y si antes de ser abrasados
por el fuego no servían para nada, ¿servirán ahora?:

-No, se tira al fuego para que lo devore: el fuego devora los dos cabos
y el centro se quema, ¿sirve aún para hacer algo? Si ya, cuando
estaba intacto, no se podía hacer nada con él, ¡cuánto menos, cuando
lo ha devorado el fuego y lo ha quemado, se podrá hacer con él
alguna cosa! (15,4-5).
Los dos cabos, devorados por el fuego, son Israel y Judá, y el centro,
ya chamuscado, es Jerusalén. El reino del Norte ha caído en el fuego
del exilio, deportado en el año 720 a Asiria; y la otra parte del pueblo,
el reino de Judá ha sido deportado en el 597 a Babilonia. Ahora el
centro, Jerusalén, la ciudad santa, está a punto de experimentar el
fuego de la ira de Dios:

-Por eso, así dice el Señor Yahveh: Lo mismo que el leño de la vid,
entre los árboles del bosque, al cual he arrojado al fuego para que lo
devore, así he entregado a los habitantes de Jerusalén. He vuelto mi
rostro contra ellos. Han escapado al fuego, pero el fuego los devorará.
Y sabréis que yo soy Yahveh, cuando vuelva mi rostro contra ellos.
Convertiré esta tierra en desolación, porque han cometido infidelidad,
oráculo del Señor Yahveh (15,6-8).

Esta presentación de la imagen habitual de la vid aplicada a Israel es


realmente original. Ezequiel compara a Israel con la inutilidad de la
madera de la vid. Israel, viña cultivada por Dios, comparado con los
árboles del bosque -con las poderosas naciones de le rodean- resulta
inútil en cuanto viña no cultivada, ni siquiera sirve para hacer un
gancho para colgar objetos. Sin el cultivo de Dios, fuera de la fidelidad
a Dios (15,8), Israel es totalmente inútil. Jesús en el Evangelio dirá lo
mismo de la sal desvirtuada (Mt 5,13) o del sarmiento separado de la
vid: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento
que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para
que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que
os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo
que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en
la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da
mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno
no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego y arden” (Jn 15,4-7).

11. ENIGMA DE LAS ÁGUILAS, EL CEDRO Y LA VID

Dios invita a Ezequiel a poner a la casa de Israel un enigma con el que


ejercite su ingenio. El profeta habla a través de símbolos o enigmas,
dice Orígenes, para que nuestra mente se dilate o se concentre y
escrute los pliegues de las palabras. Son famosos en la Biblia los
enigmas de Sansón (Ju 14) o los que la reina de Saba propone a
Salomón. Si el enigma es demasiado sencillo y fácil de resolver no
tiene gracia ni mérito. Si el oyente se da por vencido el que lo propone
lo explica, dando la solución. La adivinanza o enigma que propone
Ezequiel es sumamente fácil. ¿Por qué no recurre a un enigma más
complicado él que tiene tanta fantasía? Quizás Ezequiel sólo desea
convencer a sus oyentes de que no aciertan, porque no quieren
aceptar los hechos. Éste es el enigma, propuesto en forma de
parábola. Es Dios quien habla:

-El águila grande, de grandes alas, de enorme envergadura, de


espeso plumaje abigarrado, vino al Líbano y cortó la cima del cedro;
arrancó la punta más alta de sus ramas, la llevó a un país de
mercaderes y la colocó en una ciudad de comerciantes. Luego, tomó
semilla de la tierra y la puso en un campo de siembra; la colocó junto a
una corriente de agua abundante como un sauce.  Y brotó y se hizo
una vid desbordante, de pequeña talla, que volvió sus ramas hacia el
águila, mientras sus raíces estaban bajo ella. Se hizo una vid, echó
cepas y alargó sarmientos (17,2-6).

Ezequiel se sirve en su adivinanza del águila, el ave que vuela más


alto, del Líbano, el monte más alto de la tierra de Israel, y del cedro, la
planta más alta en absoluto, orgullo del Líbano precisamente por su
altura. Y del cedro se fija en su rama cimera. El enigma baja de las
alturas a la tierra, implicando campos y aguas. Ezequiel se fija en una
planta de poca altura, pero de frutos espléndidos, la vid, que produce
uvas y vino. Hasta ahora no hay nada chocante, todo es claro y
transparente. El enigma comienza con la ocurrencia completamente
sin sentido de una vid que extiende sus ramas hacia el águila. Tras
una pausa, para que sus oyentes se repongan de su asombro,
Ezequiel sigue narrando: 

-Había otra águila grande, de grandes alas, de abundante plumaje, y


he aquí que esta vid tendió sus raíces hacia ella, hacia ella alargó sus
ramas, para que la regase desde el terreno donde estaba plantada. En
campo fértil, junto a una corriente de agua abundante, estaba
plantada, para echar ramaje y dar fruto, para hacerse una vid
magnífica (17,7-8).

Esta segunda águila es más modesta que la primera, pero sigue


impresionando con sus sugestivas ocurrencias, al presentarse como
águila jardinero o águila río. Aquí termina la parábola. Ezequiel no da,
de momento, el desenlace de la historia. Pregunta a sus oyentes
sobre el destino de la vid:

- ¿Le saldrá bien acaso? ¿No arrancará sus raíces el águila, no


cortará sus frutos, de suerte que se sequen todos los brotes tiernos
que eche, sin que sea menester brazo grande ni pueblo numeroso
para arrancarla de raíz? Vedla ahí plantada, ¿prosperará tal vez? Al
soplar el viento del este, ¿no se secará totalmente? En el terreno en
que brotó, se secará (17,9-10).

La pregunta es semejante a la que hace Isaías en su famosa canción


de la viña: “Ahora, pues, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá,
venid a juzgar entre mi viña y yo: ¿Qué más se puede hacer ya a mi
viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas, ¿por
qué ha dado agraces?” (Is 5,3-4).
Ezequiel espera la respuesta del pueblo. Dios espera la respuesta de
la casa de Israel. Pero los oyentes de Ezequiel se callan, ganándose
el calificativo de “casa rebelde de Israel”. No es que no hayan
comprendido el enigma, sino que no les gusta el designio de Dios:

-La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Di a esa


casa de rebeldía: ¿No sabéis lo que significa esto? (17,12).

 Antes de escuchar la explicación del enigma, que va a dar Ezequiel,


quizás sea conveniente hacer un repaso de la historia según aparece
en el libro de los Reyes y en el profeta Jeremías. El año 609, el faraón
Necao, después de derrotar a Josías, nombra a Joaquín rey de Judá.
Cuatro años más tarde, el rey de Babilonia Nabucodonosor derrota al
faraón egipcio y en el 597 se lleva a Joaquín como cautivo, colocando
a Sedecías como rey de Judá. Sedecías, hermano de Jeconías, firma
un pacto de fidelidad al rey de Babilonia. Pero el año 588 Sedecías
rompe el juramento de fidelidad, buscando el auxilio del faraón
egipcio. Nabucodonosor reacciona rápidamente y somete por la fuerza
a Judá, conquistando Jerusalén en el 586. Las noticias llegan sin duda
alguna a los desterrados de Babilonia, que se habían sentido
esperanzados con la alianza de Sedecías con Egipto. El enigma que
Ezequiel les propone trunca esas falsas esperanzas. La esperanza,
repite Ezequiel en Babilonia, como hace Jeremías en Jerusalén, no
viene de Egipto. Ante estos acontecimientos, la solución del enigma es
fácil, pero la casa de Israel, no responde a Ezequiel, pues los
desterrados estaban a favor de Sedecías contra Babilonia, esperando
el auxilio de Egipto. Por eso el Señor les dice mediante su profeta:
-Mirad, el rey de Babilonia vino a Jerusalén; tomó al rey y a los
príncipes y los llevó con él a Babilonia. Escogió luego a uno de estirpe
real, concluyó un pacto con él y le hizo prestar juramento, después de
haberse llevado a los grandes del país, a fin de que el reino quedase
modesto y sin ambición, para guardar su alianza y mantenerla. Pero
este príncipe se ha rebelado contra él enviando mensajeros a Egipto
en busca de caballos y tropas en gran número (17,12-15).

Ezequiel toma la clásica imagen de la vid y monta sobre ella una


alegoría. No le importa la lógica interna de la imagen -¿unas raíces
que se orientan hacia un águila?-, sino que se guía por la realidad que
la imagen significa. No adapta la realidad a la imagen, sino que
retuerce la imagen, raíces y ramas, según el significado que quiere
darla.

En esta alegoría Ezequiel denuncia la política errónea de Sedecías,


que le hace inclinarse hacia Egipto. El águila mayor (17,3),
Nabucodonosor, corta la copa del cedro, el rey Joaquín, y la lleva a
Babilonia. En su lugar planta otro árbol, el nuevo rey, Sedecías, débil y
con poderes limitados (Cf Jr 38,5). La otra águila es el faraón de
Egipto. Sedecías se halla preso entre las exigencias de Babilonia y las
de Egipto. Ha firmado un pacto con Nabucodonosor, pero al ponerse
de parte de Egipto, quebranta su juramento. Jeremías y Ezequiel le
acusan de haber violado un pacto querido por Dios (17,16-19). Si se
hubiese sometido a Babilonia, en lugar de aliarse con Egipto para
luchar contra Nabucodonosor, la situación de Israel hubiera cambiado.

Entre Jeremías y Ezequiel hay una comunión perfecta, como si se


tratase de un maestro y su discípulo. De carácter tan diverso, se da
una correspondencia clara en el mensaje de los dos profetas. La
palabra que Jeremías proclama en la tierra de Israel tiene su
resonancia en Babilonia en la boca de Ezequiel. Hasta el día de la
destrucción de Jerusalén los dos profetas sólo anuncian ruina y
muerte, sin esperanza. Sólo después, desde las ruinas, florecerá una
vida nueva. Cuando los falsos profetas anuncian paz y victoria, ellos
proclaman muerte y destrucción. Cuando todos se abaten y pierden la
esperanza, ellos proponen una creación nueva, tratando de suscitar la
esperanza en el pueblo

La vid, Sedecías, plantada por Nabucodonosor en lugar de Joaquín,


una vez crecida en la Tierra prometida, dirige sus raíces subterráneas,
símbolo de las tratativas diplomáticas secretas, hacia la otra gran
águila, Egipto, ahora menos potente que Babilonia, que le ofrece su
alianza contra Nabucodonosor, suscitando en el pueblo y en los
exiliados la ilusión de poder sacudirse el yugo de Babilonia. Pero la
conclusión de la alegoría es la palabra de juicio contra la vid infiel:

-¿Le saldrá bien? ¿Se salvará el que ha hecho esto? Ha roto el pacto
¿y va a salvarse? Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que en el
lugar del rey que le puso en el trono, cuyo juramento despreció y cuyo
pacto rompió, allí en medio de Babilonia morirá. Ni con su gran ejército
y sus numerosas tropas le salvará Faraón en la guerra, cuando se
levanten terraplenes y se hagan trincheras para exterminar muchas
vidas humanas. Ha despreciado el juramento, rompiendo el pacto; aun
después de haber dado su mano, ha hecho todo esto: ¡no tendrá
remedio! (17,15-18).

Nabucodonosor, el águila primera, que planea sobre los bosques del


Líbano, símbolo aquí del reino de Judá, no se queda indiferente ante
la traición. Caerá encima de la vid y con sus garras y gran pico la
arrancará y, con el paso del viento abrasador del desierto, la secará
completamente. Dios deja desenvolverse los hechos según su lógica
humana. El rey de Babilonia, sin proponérselo, ejecuta la sentencia del
Señor, para que Israel aprenda a no confiar en el poder humano, pues
al buscar su apoyo caen víctimas de esas potencias en las que ponen
su confianza:

-Por eso, así dice el Señor Yahveh: Por mi vida que el juramento mío
que ha despreciado, mi alianza que ha roto, lo haré recaer sobre su
cabeza. Extenderé mi lazo sobre él y quedará preso en mi red; le
llevaré a Babilonia y allí le pediré cuentas de la infidelidad que ha
cometido contra mí. Lo más selecto, entre todas sus tropas, caerá a
espada, y los que queden serán dispersados a todos los vientos. Y
sabréis que yo, Yahveh, he hablado (17,19-21).

Es curioso que el Señor hable de “mi juramento”, de “mi alianza”


refiriéndose al juramento y a la alianza de fidelidad prestada por
Sedecías a Nabucodonosor. Dios sanciona los pactos humanos, sobre
todo cuando se ha invocado su nombre en el juramento. Y, en
segundo lugar, Sedecías se ha revelado contra el plan de Dios,
formulado por su profeta Jeremías.

Pero la destrucción no es nunca la última palabra. De la vid pasa


Ezequiel al cedro verdadero. Y en vez de águilas es Dios mismo quien
recoge un retoño y lo transplanta, para que crezca un árbol nuevo.
Sedecías rompe el pacto, pero Dios se mantiene fiel a su alianza. La
promesa hecha a la dinastía de David por el profeta Natán (2S 7)
sigue en pie. Si Joaquín y Sedecías mueren en el destierro, parece
que se interrumpe la continuidad y que Dios no cumple su promesa.
Quizás se lo dicen así los desterrados a Ezequiel al escuchar su
explicación del enigma. Ezequiel les responde apelando al poder del
Señor, que como Señor de la historia puede cumplir sus promesas,
con una intervención suya por encima de las previsiones humanas. Es
lo que sigue: Así dice el Señor Yahveh:

-También yo tomaré de la copa del alto cedro, de la punta de sus


ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña
elevada y excelsa: en la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará
ramaje y producirá fruto, y se hará un cedro magnífico. Debajo de él
habitarán toda clase de pájaros, toda clase de aves morarán a la
sombra de sus ramas. Y todos los árboles del campo sabrán que yo,
Yahveh, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde, hago
secarse al árbol verde y reverdecer al árbol seco. Yo, Yahveh, he
hablado y lo haré (17,22-24).

Esta plantación maravillosa revela el modo típico de la actuación de


Dios. La piedad de Israel lo expresa en el canto de Ana y en el
Magnificat de María. Cristo lo proclama una y otra vez: “El que se
ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11).

Orígenes, después de aclarar el sentido de la parábola de Ezequiel,


les dice a sus oyentes que no se queden en la letra, no se detengan
en el sentido histórico, “ya que sabemos que todo esto les acontecía
en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la
plenitud de los tiempos” (1Co 10,11). He aquí que llega el verdadero
Nabucodonosor, tratando de hacer suyo a algunos de nosotros. Y,
sobre todo, trata de llevarse a la cautividad, si le es posible, a los jefes
de la Iglesia... Si nosotros “damos ocasión al Diablo” (Ef 4,27), con
nuestros pecados le abrimos a Nabucodonosor las puertas de la
ciudad santa y podrá tomar prisioneros a cuantos quiera. En cambio,
quien no peca, tiene a Nabucodonosor lejos de la tierra santa de Dios.
Rechacemos, pues, con todas nuestras fuerzas a Nabucodonosor, al
Diablo, para que no se acerque a la asamblea de la Iglesia. Pues si
Nabucodonosor, por culpa nuestra, entra en la comunidad santa de
Jerusalén, donde reina la paz, llevará a sus miembros a Babilonia, es
decir, a la confusión.

Nabucodonosor, el Diablo, a quienes pone bajo su dominio les lleva a


Babilonia y hace un pacto con ellos. Para Orígenes el hombre no
puede vivir sin una alianza. Quien desprecia la alianza con Dios, se
alía con el Diablo. Sólo que la alianza con Dios comporta participar de
sus bendiciones. En cambio la alianza con Nabucodonosor supone
vivir en la maldición, como está escrito: “Y estableció con él una
alianza y lo llevó a ser un maldito” (17,13, según la versión que usa
Orígenes).

 13. LA LEONA Y LOS CACHORROS

Ezequiel llama elegía a este poema de la leona y sus cachorros. La


elegía se suele emplear en los ritos fúnebres. Es así, por ejemplo, la
que entona David cuando le llega la noticia de la muerte de Saúl y
Jonatán (2S 1). Cuando se entona una elegía por la muerte de un
enemigo, suele cargarse de ironía, como la que entona Isaías a la
muerte de un tirano (Is 14,3-23). Ezequiel entona esta elegía, que
parece igualmente una alegoría, pensando en los reyes de Israel,
como anuncia el primer versículo: “Y tú entona una elegía sobre los
príncipes de Israel”:

-¿Qué era tu madre? ¡Una leona entre leones! Echada entre los
leoncillos, criaba a sus cachorros. Exaltó a uno de sus cachorros, que
se hizo un león joven; y aprendió a desgarrar su presa, devorando
hombres. Reclutaron entre las naciones gentes contra él, lo apresaron
en la fosa, y con garfios se lo llevaron al país de Egipto (19,1-4).

Ezequiel nos presenta a Israel como una madre, que ha dado a luz a
todos sus hijos. Así aparece como una leona rodeada de sus
cachorros. Israel se siente un reino fuerte en medio de los reinos
vecinos. Cuida y nutre a sus pequeños y, sobre todo, exalta a uno,
que crece como un león, que desgarra y devora la presa. Este león es
Joacaz, nombrado rey después de la muerte de Josías en la batalla de
Meguido. Joacaz, segundo hijo de Josías, fue violento y cruel, se
apartó de los caminos emprendidos por su padre e “hizo el mal ante el
Señor en todo” (2R 23,32). Le cae bien la descripción que hace de él
Ezequiel: “aprendió a coger la presa”. Pero, a los tres meses de
reinado, fue depuesto por el faraón Necao II y “con anillos llevado a la
tierra de Egipto”. Se creyó león y sus enemigos, los egipcios, como
cazadores que dan voces contra él, para asustarle y hacerle caer en
las trampas puestas contra él, se lo llevan como a una fiera con anillos
en la nariz. Aquí termina su historia. A Ezequiel le importa más el
segundo cachorro:

-Viendo ella desvanecida y burlada su esperanza, tomó otro de sus


cachorros y lo hizo león joven. Andaba éste entre los leones, se hizo
un león joven, aprendió a desgarrar su presa, devoró hombres; derribó
palacios, devastó ciudades; la tierra y sus habitantes estaban
aterrados con sus rugidos. Se alzaron contra él las naciones, las
provincias circundantes; tendieron sobre él su red y lo atraparon en la
fosa. Con garfios lo cerraron en jaula, lo llevaron al rey de Babilonia,
metiéndolo en el calabozo, para que no se oyese más su rugido por
los montes de Israel (19,5-9).

El segundo león seguramente no es Yoyaquim, a quien el faraón


nombra rey y muere en el primer asedio de Jerusalén. Ezequiel salta a
este rey, pues no le interesa su historia insignificante. Le interesa el
rey Joaquín, que es llevado a Babilonia en la primera deportación y es
para Ezequiel el rey legítimo, aunque Nabucodonosor nombra, en su
lugar, a Sedecías, que se le rebela, provocando la destrucción de
Jerusalén. Sedecías es juzgado y llevado al destierro. El segundo
cachorro puede ser Joaquín o Sedecías. Quizás corresponda mejor a
Joaquín cuanto dice Ezequiel en la alegoría.

Judá, después de la deposición de Joacaz, soportó por mucho


tiempo (19,5) el yugo egipcio y babilonio y, viendo que se desvanecía
su esperanza de independencia, tomó a otro de sus cachorros y lo
convirtió en león adulto (19,5), es decir, nombró rey a Joaquín, en
sustitución del fallecido Yoyaquim, impuesto por Necao. El nuevo rey,
elevado al trono a los dieciocho años, con pretensiones de gran
soberano, -andaba entre leones (19,6)-, se mostró también cruel e
impío: aprendió a arrebatar la presa..., o como dice el cronista del libro
de los Reyes: “se portó mal a los ojos del Señor, como había hecho su
padre” (2R 24,9). Las gentes de los alrededores, amonitas y moabitas,
se alzaron contra él (19,8), le cazaron como a una fiera y en una jaula
con anillos le llevaron al rey de Babilonia (19,9). El cautiverio fue el
destino de este joven e insolente rey. En Babilonia permaneció
prisionero hasta la muerte de Nabucodonosor (Jr 52,31-34).

La selección de estos dos príncipes, Joacaz y Joaquín, en la alegoría


de Ezequiel adquiere un valor ejemplar. Uno es deportado a Egipto y
el otro a Babilonia, ambos víctimas del juego de las potencias del
momento, provocadas por Israel, la madre de los cachorros.

Una segunda elegía completa el capítulo. En vez de la alegoría de la


leona, ahora se trata de la vid fecunda, dotada de ramas robustas, en
vez de cachorros. Pero esta vid firme ahora es arrancada de raíz y los
sarmientos cortados y separados de ella. “¡Ha caído, no volverá ya a
levantarse, la virgen de Israel; postrada está en su suelo, no hay quien
la levante!” (Am 5,2), cantaba en su elegía el profeta Amós. Y
Jeremías llora amargamente por la herida incurable de su pueblo (Jr
10,19; 15,18; 30,12-13). Con ellos también Ezequiel entona su
lamento:

-Tu madre se parecía a una vid plantada a orillas de las aguas. Era
fecunda, exuberante, por la abundancia de agua. Tenía ramas fuertes
para ser cetros reales; su estatura se elevó hasta tocar las nubes. Era
imponente por su altura, por su abundancia de ramaje. Pero ha sido
arrancada con furor, tirada por tierra; el viento del este ha agostado su
fruto; desgajada, el fuego ha devorado su fuerte vástago. Ahora está
plantada en el desierto, en tierra calcinada y sedienta.  Ha salido fuego
de su rama y ha devorado sus sarmientos y su fruto. No volverá a
tener su rama fuerte, su cetro real. Esto es una elegía y sirve de elegía
(19,10-14).
La vid, de cuyos sarmientos en otros tiempos se formaron cetros de
soberanos(19,11),  ha sido deportada a las arenas de la estepa en
tierra sedienta y árida(19,13). Y todo esto ha sido como consecuencia
de uno de los sarmientos, de un retoño de la dinastía davídica, el rey
Sedecías, que en su arrogancia se encendió como fuego contra
Nabucodonosor. Su rebelión insensata acabó con todo lo que
constituía el orgullo de la nación: ha consumido su fruto (19,14). La vid
ha quedado descepada, totalmente destruida, y ya no queda ni un
solo cetro de dominio. De sus sarmientos ya no hay posibilidad de
sacar uno capaz de convertirse en cetro de soberano. La dinastía de
David ha terminado por la insensatez del último de sus vástagos,
Sedecías. Sólo en la época mesiánica volverá a retoñar la antigua vid
(Ez 17,22-24; Is 11,1). Mientras tanto, a los supervivientes sólo les
queda la posibilidad de entonar una elegía en recuerdo de las glorias
pasadas.

Es la tercera vez que Ezequiel se sirve de la imagen de la vid (15,2-6;


17,8-10; 19,10-14), que evoca al pueblo de Israel, y siempre lo hace
en forma negativa. Israel, próspero en otro tiempo y del que salieron
reyes poderosos, ahora va a ser destruido. La referencia al trasplante
de la vid en el desierto, además de expresar la condición desolada de
la monarquía davídica, indica la debilidad de los dos vástagos:
Sedecías, ciego y arruinado, y Joaquín, en quien los exiliados
depositan sus exiguas esperanzas.

Las imágenes espléndidas, que expresaban abundancia y vigor, son


podadas en los labios de Ezequiel hasta quedar reducidas a la
mezquindad de una leona sin cachorros o una vid sin sarmientos. “Es
una elegía” repite Ezequiel. Ni siquiera desea acusar a los culpables,
sino sólo llorar su situación de amargura y soledad, de abandono y
esterilidad. Pero, en el fondo, lo que busca Ezequiel con las dos
elegías es suscitar en Israel la conversión sincera al Señor. El llanto
no salva, pero purifica, puede ablandar el corazón endurecido, desatar
los nudos del orgullo. Con su llanto Ezequiel espera llevar a sus
oyentes a tomar conciencia de la miseria en que han caído y entonces
Israel quizás diga: “volveré a mi primer marido, pues entonces me iba
mejor que ahora” (Os 2,9).

 
12. UN REFRÁN QUE NO GUSTA A DIOS

La historia crea ciertos interrogantes difíciles de responder. El profeta


Ezequiel se encuentra en medio de los desterrados en Babilonia, que
le plantean sus preguntas acuciantes. Y Ezequiel no se conforma con
repetir las respuestas tradicionales. Eso hacen los amigos de Job y
Dios les descalifica, sentenciando: “Mi ira se ha encendido contra ti
(Elifaz) y contra tus amigos, porque no habéis hablado con verdad,
como mi siervo Job” (Jb 42,7). El profeta está puesto ante Israel como
centinela para darle la palabra viva de Dios y no una palabra muerta,
aprendida.

Después de la caída definitiva de Jerusalén, entre los desterrados


corren voces amargas, intentando explicar lo sucedido. Algunos dicen
que el presente del pueblo es consecuencia del pasado, no
precisamente fruto de los pecados de la generación actual, que no
merecía tan enorme castigo, sino fruto de los pecados acumulados de
Manasés y otros como él (2R 23,31-24,4). A lo largo de la historia,
Israel, según esta interpretación tradicional, ha colmado la medida del
pecado, ha desbordado la copa, agotando la misericordia divina y
dando paso a su ira. ¿Es justo que Dios haga pagar a la presente
generación los pecados de los padres? Si Dios toma en cuenta, para
castigar, los pecados de los padres, ¿por qué no tiene en cuenta la
bondad de Josías, de Ezequías y otros como ellos?

Con amargura, más que con arrepentimiento, se lamentan: Dios ha


roto la alianza sellada con Abraham, la promesa hecha a David. Nos
hemos quedado sin el culto, que nos permitía renovar esa alianza, con
la confesión del pecado y el perdón de Dios. Lejos de la tierra
prometida, de la ciudad santa, con el templo derruido, ¿qué esperanza
nos queda? Víctimas de un pasado del que no somos responsables y
sin esperanza de un futuro, ¿qué podemos hacer? A alguien se le
ocurre un refrán o les llega de Jerusalén, pues Jeremías también lo
recoge (Jr 31,29-30). Muy pronto está en boca de todos, hasta llegar
su rumor a los oídos de Dios, que le dice a Ezequiel:
-¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel: Los
padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la
dentera? (18,2).

Dios urge a su profeta a desmentirlo. Dios puede romper la cadena del


pasado y crear un futuro nuevo. Junto a la responsabilidad colectiva,
que une solidariamente a los miembros de la comunidad entre sí y con
sus padres, Ezequiel anuncia la responsabilidad personal. Dios mira a
cada uno singularmente. Dios pone ante cada uno “la vida y la
muerte”, para que él elija libremente (Dt 30,15). Y esto vale para los
israelitas y para todo hombre: “Delante del hombre están muerte y
vida: le darán lo que él elija” (Si 15,11-17). No vale echar la culpa a los
padres para burlarse de la justicia divina, que proclama con la boca de
Ezequiel:

-Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que no repetiréis más este
proverbio en Israel.  Mirad: todas las vidas son mías, la vida del padre
lo mismo que la del hijo, mías son. El que peque es quien morirá
(18,3-4).
Ezequiel recoge la respuesta de Dios y la aplica a diversos casos: un
padre, un hijo y un nieto. El padre es justo, el hijo es malvado y
sanguinario, el nieto en cambio es justo, ¿quién de los tres vivirá y
quién deberá morir?:

-El que peque es quien morirá; el hijo no cargará con la culpa de su


padre, ni el padre con la culpa de su hijo: al justo se le imputará su
justicia y al malvado su maldad (18,20).

En el refrán se esconde un reproche a Dios y también una especie de


resignación como si la situación actual fuera ya insuperable. Es como
si la gente se dijera: “No hay remedio, nuestros pecados acumulados
son demasiados para cargar con su peso; no saldremos nunca de este
estado de postración, ya no hay esperanza para nosotros”; “se ha
desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros”
(37,11). Esta desesperación cierra las puertas a la conversión. Es una
excusa cómoda para seguir en el pecado. Ezequiel, en nombre de
Dios, reacciona contra ellos. Ellos, sintiéndose inocentes, preguntan:
¿Es justo que paguen justos por pecadores? Ezequiel les replica que
para él todos, padres e hijos, comieron agraces, todos se volvieron
escoria (22,18-22).

Ezequiel, con esta palabra, invita a los exiliados a no esconderse


detrás del pasado infiel de los padres, para seguir haciendo lo mismo
que ellos. Dios les llama hoy a conversión. Dios les ofrece hoy la vida.
Dios les abre hoy un camino nuevo. El pasado no puede ser para ellos
una bola de acero ligada a sus pies, para impedirles caminar hacia el
futuro. Ahora que han perdido la confianza ritualista en el templo,
Ezequiel apela a la conciencia de cada a persona. Dios, en el
destierro, ofrece un nuevo comienzo. Ezequiel está allí en medio de
los desterrados para transmitir la llamada de Dios a empezar a formar
la nueva comunidad de Israel. Ezequiel desciende a casos
particulares, en un amplio examen de conciencia, al mismo tiempo que
resuelve las objeciones que le plantean. Frente al refrán repetido de
los israelitas, Dios repite el suyo. Ezequiel se lo dice en forma de
pregunta y como afirmación directa: “Dios no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva” (18,23.33). Es un principio que
recorre toda la Escritura (Sb 1,13) hasta llegar a Cristo, hecho hombre
para que el hombre tenga vida y abundancia de vida (Jn 10,10). Esa
es la voluntad de Dios según Pablo (1T 2,4-6) y Pedro (2P 3,9).

El profeta, según el significado de la palabra griega profeta, es la


persona que habla “ante alguien” y “en nombre de alguien”. La
dimensión pública de su misión es fundamental. Como centinela, el
profeta tiene en sus manos la trompeta que resuena en toda la ciudad.
Pero, al mismo tiempo, el profeta busca suscitar un eco en la
conciencia de cada persona y no sólo del pueblo en general. Nosotros
pertenecemos a un cuerpo comunitario, somos hijos de Adán pecador.
Pero el pecado original, sembrado en nosotros como una herencia,
fructifica en nuestros pecados personales. La dimensión comunitaria y
personal se unen y complementan. Dios puede cancelar el pasado en
la virtud o en el vicio si el hombre se convierte: cae de la altura en el
abismo del mal o se alza del abismo y se vuelve a Dios por el
arrepentimiento. Esto es lo que Dios desea y busca con todo el amor
de su corazón, por lo que dice:

-Convertíos y apartaos de todos vuestros crímenes; no haya para


vosotros más ocasión de culpa. Descargaos de todos los crímenes
que habéis cometido contra mí, y haceos un corazón nuevo y un
espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me
complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor
Yahveh. Convertíos y vivid (18,30-32).

El elenco de obras que nos da Ezequiel se centra en el amor a Dios y


al prójimo, prescindiendo de las prescripciones rituales sobre lo puro y
lo impuro. El camino de Dios, que conduce a la vida (18,32) es fruto de
un corazón nuevo y de un espíritu nuevo (18,31), incompatible con la
idolatría, el adulterio, la violencia, la retención de la prenda prestada
por el pobre, la rapiña, la negación de la limosna, el préstamo con
interés o usura, el falso testimonio... Son transgresiones personales
del amor a Dios y al prójimo, de las que no cabe culpar a los padres.
Quien las comete morirá.
Ezequiel con esta palabra se acerca al Evangelio de Jesucristo, que
nos muestra el amor del Padre a los pecadores. Toda palabra de Dios,
brotada de este amor, busca tocar al hombre no sólo en la piel, sino
penetrar en su carne y huesos, hasta hundirse en la médula más
profunda del ser, para remover las aguas interiores, herir y provocar,
suscitando la fe y la conversión y, de este modo, recibir el don de la
vida.

Los acontecimientos del exilio prueban evidentemente que Dios


castiga “hasta la cuarta generación”, pero también prueban que Dios
“tiene misericordia por mil generaciones”(Dt 5,9-10; Ex 20,5-6). La
misericordia de Dios atraviesa la historia sin límites. Dios ofrece a
cada generación un nuevo comienzo. Dios llama a cada persona a
comenzar una nueva vida. Es posible romper la cadena del pasado,
abriéndose a un futuro nuevo y maravilloso.

14. POR LA GLORIA DE MI NOMBRE

 
La historia de Israel, narrada en los capítulos 16 y 23, aparece aquí sin
imágenes. Ezequiel se remonta a la elección de Israel en Egipto, para
narrar su éxodo y camino por el desierto hasta llegar a la tierra
prometida. Pero toda la historia del pueblo de Dios es vista desde la
perspectiva sombría del pecado. Israel es la “casa rebelde” desde sus
orígenes. Parece un texto escrito para una liturgia penitencial en el
que se examina la historia del pecado y rebeldía del pueblo.

Los ancianos de Israel visitan a Ezequiel. Van a consultar a Yahveh y,


para ello, se sientan ante su profeta. El encuentro tiene lugar en los
meses de julio-agosto del 591 antes de Cristo, es decir, dos años
después de su vocación (20,1). Una vez más nos quedamos sin saber
lo que desean consultar. Antes de que los ancianos expongan su
consulta, el profeta adivina sus intenciones y les habla en nombre de
Dios. La palabra de Dios le llega a Ezequiel y le invita a “hacerles
saber las abominaciones de sus padres” (20,4). Ezequiel ha
presentado las abominaciones de Israel crudamente a través de
diversas alegorías. Ahora hace un recorrido lúcido y desencarnado por
la historia, dividiéndola en diversos períodos. La primera etapa es la
de la elección en Egipto:

-El día que yo elegí a Israel, alcé mi mano hacia la raza de la casa de
Jacob, me manifesté a ellos en el país de Egipto, y levanté mi mano
hacia ellos diciendo: Yo soy Yahveh, vuestro  Dios. Aquel día alcé mi
mano hacia ellos, jurando sacarlos del país de Egipto hacia una tierra
que había explorado para ellos, que mana leche y miel, la más
hermosa de todas las tierras( 20,5-6).

La tierra de Israel, recordada desde el exilio, es para Ezequiel “la perla


de las naciones, que manaba leche y miel”. Pero llama la atención que
para Ezequiel la infidelidad del pueblo comienza ya en sus orígenes.
El libro de los Jueces habla de un primer período de fidelidad (Ju 2,7);
lo mismo encontramos en el profeta Oseas, que señala un tiempo en
el que Israel vive su luna de miel en sus relaciones esponsales con
Dios (Os 2,17). También Jeremías pone en labios de Dios esta
declaración: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo”
(Jr 2,2). En Ezequiel no hay nada de esto. El amor de Dios a Israel es
totalmente gratuito. El pueblo, que Dios elige y salva de la esclavitud
de Egipto, ya estaba inmerso en las abominaciones de los egipcios.
Dios les invita a liberarse de dichas abominaciones y no le escuchan:
-Y les dije: Arrojad cada uno los monstruos que seducen vuestros
ojos, no os contaminéis con las basuras de Egipto; yo soy Yahveh,
vuestro Dios. Pero ellos se rebelaron contra mí y no quisieron
escucharme. Ninguno arrojó los monstruos que seducían sus ojos;
ninguno abandonó las basuras de Egipto (20,7-8).

Dios califica a Israel como “casa de rebeldes”. Es la fórmula que repite


Ezequiel como si ese fuera el nombre propio, distintivo de Israel. La
rebelión de Israel no es una cosa del momento, como si de repente
hubiera levantado la frente para oponerse a Dios. Esto aparece así en
Isaías: “¡Cómo ha podido volverse adúltera la ciudad fiel! Sión estaba
llena de equidad, la justicia albergaba en ella, pero ahora moran en
ella asesinos” (Is 1,21). Isaías se sorprende por el cambio operado en
Sión: la ciudad fiel se ha rebelado. En Ezequiel no ha habido cambio
alguno. La infidelidad es congénita en Israel. Ha sido rebelde desde el
principio: “Ellos y sus padres han pecado contra mí hasta este mismo
día” (2,3).  Los orígenes bastardos (16,3) de Jerusalén ya eran un
preludio de su posterior historia de infidelidades.

Una segunda nota llamativa es que Dios salva al pueblo sin que el
pueblo muestre ninguna señal de arrepentimiento. El perdón de Dios
precede a toda señal de conversión. El libro de los Jueces nos había
acostumbrado a sentir que en la angustia de la opresión el pueblo
gritaba a Dios y Dios suscitaba un Juez que les salvaba. En Ezequiel
la actuación salvadora de Dios llega antes de que el pueblo se vuelva
a él. Ante el pecado, es cierto, Dios “piensa derramar su furor sobre
ellos y desahogar en ellos su cólera, en medio del país de Egipto”
(20,9), pero no lo hace. Podemos preguntarnos qué es lo que mueve a
Dios a frenar su ira y Ezequiel nos responde:
-Porque tuve consideración a mi nombre y procedí de modo que no
fuese profanado a los ojos de las naciones entre las que ellos se
encontraban, y a la vista de las cuales me había manifestado a ellos,
sacándolos del país de Egipto. Por eso, los saqué del país de Egipto y
los conduje al desierto (20,10).

Es esta una afirmación que se repite varias veces en el libro de


Ezequiel. Dios lleva adelante la historia de la salvación, no obstante
las infidelidades del pueblo, por el honor de su nombre. La gloria de
Dios es el fin de la creación y de la historia. Por ello el pecado del
hombre y la muerte que engendra no pueden ser la última palabra. El
designio de Dios se cumple salvando al hombre del pecado y de la
muerte. La historia es historia de salvación.

El pecado entra en la historia, pero el poder creador de Dios es más


fuerte que el pecado. Ezequiel, al comienzo de este capítulo, recibe el
encargo de Dios: “Muéstrales las abominaciones de sus padres”. Y
Ezequiel hace la historia del pecado, de las abominaciones, palabra
típica del vocabulario de Ezequiel. Para Amós el pecado es sobre todo
violación de la justicia. Oseas ve el pecado como infidelidad, traición al
amor esponsal de Dios. Isaías considera el pecado fundamentalmente
como autosuficiencia, como pretensión del hombre de ocupar el lugar
de Dios. Ezequiel ve el pecado sobre todo como abominación, como
contaminación o profanación de la santidad de Dios. Israel es el
pueblo santo, porque es el pueblo consagrado a Dios, pertenece al
Señor. Pecar es romper el lazo que liga al pueblo con Dios.

Si Israel peca el nombre de Dios es menospreciado, blasfemado,


profanado. Es echar lo santo con lo impuro. Es lo que aparece en las
fases sucesivas, que sólo enumero. La segunda fase es la del
desierto, en donde viven dos generaciones. De la primera dice el
Señor:

            -Les di mis preceptos y les di a conocer mis normas, por las


que el hombre vive, si las pone en práctica. Y les di además mis
sábados como señal entre ellos y yo, para que supieran que yo soy
Yahveh, que los santifico. Pero la casa de Israel se rebeló contra mí
en el desierto; no se condujeron según mis preceptos, rechazaron mis
normas por las que vive el hombre, si las pone en práctica, y no
hicieron más que profanar mis sábados. Entonces pensé en derramar
mi furor sobre ellos en el desierto, para exterminarlos. Pero tuve
consideración a mi nombre, y procedí de modo que no fuese
profanado a los ojos de las naciones, a la vista de las cuales los había
sacado. Y, una vez más alcé mi mano hacia ellos en el desierto,
jurando que no les dejaría entrar en la tierra que les había dado, que
mana leche y miel, la más hermosa de todas las tierras. Pues habían
despreciado mis normas, no se habían conducido según mis
preceptos y habían profanado mis sábados; porque su corazón se iba
tras sus basuras. Pero tuve una mirada de piedad para no
exterminarlos, y no acabé con ellos en el desierto (20,11-17).

Ezequiel acusa a Israel repetidamente de su violación del sábado. La


ley del sábado es significativa para la comunidad que vive en el exilio,
en medio de los paganos. La celebración del sábado es una
proclamación de la soberanía y santidad de Dios (20,20). El sábado es
la señal establecida entre Dios y su pueblo. Con su celebración Israel
confiesa su fe en Dios (21,12) y testimonia ante los paganos que
Yahveh es su Dios y único Señor. Santificando el nombre de Dios en
la celebración del sábado, Israel no se confundirá ni se disolverá entre
las naciones.

El tercer período corresponde a la segunda generación del desierto:

            -Y dije a sus hijos en el desierto: No sigáis las reglas de


vuestros padres, no imitéis sus normas, no os contaminéis  con sus
basuras. Yo soy Yahveh, vuestro Dios. Seguid mis preceptos, guardad
mis normas y ponedlas en práctica. Santificad mis sábados; que sean
una señal entre yo y vosotros, para que se sepa que yo soy Yahveh,
vuestro Dios. Pero los hijos se rebelaron contra mí, no se condujeron
según mis preceptos, no guardaron ni pusieron en práctica  mis
normas, aquéllas por las que vive el hombre, si las pone en práctica, y
profanaron mis sábados. Entonces  pensé en derramar mi furor sobre
ellos y desahogar en ellos mi cólera, en el desierto. Pero retiré mi
mano y tuve consideración a mi nombre, procediendo de modo que no
fuese profanado a los ojos de las naciones, a la vista de las cuales los
había sacado. Pero una vez más alcé mi mano hacia ellos, en el
desierto, jurando dispersarlos entre las naciones y esparcirlos por los
países. Porque no habían puesto en práctica mis normas, habían
despreciado mis preceptos y profanado mis sábados, y sus ojos se
habían ido tras las basuras de sus padres. E incluso llegué a darles
preceptos que no eran buenos y normas con las que no podrían vivir,
y los contaminé con sus propias ofrendas, haciendo que pasaran por
el fuego a todo primogénito, a fin de infundirles horror, para que
supiesen que yo soy Yahveh (20,18-26).

Y, finalmente, está el período de la ocupación de la tierra prometida:

-En esto todavía me ultrajaron vuestros padres siéndome infieles. Yo


les conduje a la tierra que, mano en alto, había jurado darles. Allí
vieron toda clase de colinas elevadas, toda suerte de árboles
frondosos, y en ellos ofrecieron sus sacrificios y presentaron sus
ofrendas provocadoras; allí depositaron el calmante aroma y
derramaron sus libaciones. Y yo les dije: ¿Qué es el alto adonde
vosotros vais?; y se le puso el nombre de Bamá, hasta el día de hoy.
Pues bien, di a la casa de Israel: Así dice el Señor Yahveh: Conque
vosotros os contamináis conduciéndoos como  vuestros padres,
prostituyéndoos detrás de sus monstruos, presentando vuestras
ofrendas, haciendo pasar a vuestros hijos por el fuego; os contamináis
con todas vuestras basuras, hasta el día de hoy, ¿y yo voy a dejarme
consultar por vosotros, casa de Israel? Por mi vida, oráculo del Señor
Yahveh, que no me dejaré consultar por vosotros (20,27-31).

La historia del pecado tiene una conclusión sumamente triste. El


pueblo elegido renuncia a la elección y aspira a ser como los demás
pueblos:
-Y no se realizará jamás lo que se os pasa por la imaginación, cuando
decís: Seremos como las naciones, como las tribus de los otros
países, adoradores del leño y de la piedra (20,32).

“Servir al leño y a la piedra” es una expresión despectiva, que indica el


culto a los ídolos. Israel cae en esa degradación. Pero el pecado del
hombre nunca vence al amor de Dios. Por ello, ante lo que el pueblo
imagina o dice, Dios reacciona:

-Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo reinaré sobre vosotros,
con mano fuerte y tenso brazo, con furor derramado. Os haré salir de
entre los pueblos y os reuniré de los países donde fuisteis
dispersados, con mano fuerte y tenso brazo, con furor derramado; os
conduciré al desierto de los pueblos y allí os juzgaré cara a cara.
Como juzgué a vuestros padres en el desierto de Egipto, así os
juzgaré a vosotros, oráculo del Señor Yahveh. Os haré pasar bajo el
cayado y os haré entrar por el aro de la alianza; separaré de vosotros
a los rebeldes, a los que se han rebelado contra mí: les haré salir del
país en que residen, pero no entrarán en la tierra de Israel, y sabréis
que yo soy Yahveh. En cuanto a vosotros, casa de Israel, así dice el
Señor Yahveh: Que vaya cada uno a servir a sus basuras; después,
yo juro que me escucharéis y no profanaréis más mi santo nombre con
vuestras ofrendas y vuestras basuras (20,33-39).

El exilio es un nuevo éxodo, pero al revés: “yo os llevaré al desierto de


los pueblos”. Para Israel el paso del desierto, como lugar de
conocimiento de Dios, significó en el primer caso lugar de los primeros
amores, ahora como lugar de la vuelta a Dios. Como en el primer
éxodo, Dios interviene ahora con fuerza y saca a su pueblo de en
medio de las naciones, para hacer de él un pueblo santo, que le
servirá fielmente en el “monte santo”:

-Porque será en mi santa montaña, en la alta montaña de Israel -


oráculo del Señor Yahveh - donde me servirá toda  la casa de Israel,
toda ella en esta tierra. Allí los acogeré amorosamente y allí solicitaré
vuestras ofrendas y las primicias de vuestros dones, con todas
vuestras cosas santas. Como calmante aroma yo os acogeré
amorosamente, cuando os haya hecho salir de entre los pueblos, y os
reúna de en medio de los países en los que habéis sido dispersados; y
por vosotros me mostraré santo a los ojos de las naciones. Sabréis
que yo soy Yahveh, cuando os conduzca al suelo de Israel, a la tierra
que, mano en alto, juré dar a vuestros padres. Allí os acordaréis de
vuestra conducta y de todas las acciones con las que os habéis
contaminado, y cobraréis asco de vosotros mismos por todas las
maldades que habéis cometido (20,40-43).

El pueblo reconoce su pecado al experimentar el perdón de Dios. El


amor gratuito de Dios, manifestado en el perdón, abre los ojos para
reconocer el mal. Antes Israel tenía ojos y no veía, oídos y no
escuchaba. Era presa de las tinieblas, que le cegaban y arrastraban
lejos de Dios y de sí mismo. A la luz del amor de Dios se les ilumina el
propio pecado y sienten vergüenza de él (36,31; 39,26; 43,10-11). De
este modo, con el castigo purificador y con la salvación gratuita, el
Señor muestra la santidad de su nombre a los ojos de las naciones y
ante la casa de Israel:

-Sabréis que yo soy Yahveh, cuando actúe con vosotros por


consideración a mi nombre, y no con arreglo a vuestra mala conducta
y a vuestras corrompidas acciones, casa de Israel, oráculo del Señor
Yahveh (20,44).

Dios manifiesta su santidad salvando en vez de destruir, creando de


nuevo en lugar de dejarse vencer por el pecado del hombre:
            -Cuando yo reúna a la casa de Israel de en medio de los
pueblos donde está dispersa, manifestaré en ellos mi santidad a los
ojos de las naciones (28,25).

Para Ezequiel, como para Oseas, ser Dios y no hombre, -“conocerán


que yo soy el Señor”- se manifiesta en el hecho de que Dios no
destruye (Os 11,8-9), sino que salva gratuitamente (Cf 16,62;
20,42.44; 22,16; 34,27.30; 36,36.38; 37,6.13-14.28).

Las expresiones “gloria del Señor”, “santidad”, “santificación del


nombre divino” y “profanación de su santo nombre” son expresiones
típicas de Ezequiel. La santidad es la nota esencial de Dios, es por
ello la cualidad que más le acerca a los hombres, creando así una
íntima relación entre él y su pueblo. Israel puede invocar el santo
nombre de Dios; el nombre de Dios es igualmente invocado sobre
Israel y, de ese modo, se hace fuente de vida y santidad para Israel.

15. EL BOSQUE EN LLAMAS

Dios acontece en la vida de Ezequiel y le hace girar en torno. La


palabra de Dios no es una palabra estática, que le deje indiferente. “La
palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre,
vuelve tu rostro hacia el mediodía, destila tus palabras hacia el sur,
profetiza contra el bosque de la región del Négueb” (21,1-2).

Ezequiel, buen conocedor de la geografía, para dirigirse a Jerusalén


desde Babilonia, se vuelve hacia el sur. Según un mapa moderno
parece que hay un error geográfico. Pero la verdad es que para un
ejército de Babilonia que quisiera invadir Palestina, la única vía
practicable consistía en costear el curso del Éufrates y luego
descender a través de Siria hacia el sur. Así, pues, el bosque del sur
es Jerusalén, hacia donde se dirige el fuego, la espada de Babilonia.

Nos encontramos con una palabra y una doble explicación: oral y a


través de una acción. Tenemos ante nosotros el fuego, la espada y la
palabra. Se trata del fuego del Señor que devora los árboles, de la
espada que tala a los hombres de la tierra de Israel, y de la palabra
del Señor que quema y penetra en las entrañas. Ezequiel tiembla,
pero no puede evitar volverse hacia el mediodía y gritar contra el
bosque del Négueb la palabra que Dios pone en sus labios:

            -Escucha la palabra de Yahveh. He aquí que yo te prendo


fuego, que devorará todo árbol verde y todo árbol seco; será una llama
que no se apagará, y arderá todo, desde el Négueb hasta el
Norte.  Todo el mundo verá que yo, Yahveh, lo he encendido; y no se
apagará (21,3-4).

Esta parábola del bosque en llamas tiene un antecedente en el profeta


Amós. En los dos primeros capítulos, Amós, el profeta campesino, se
imagina a Dios con una antorcha en la mano, que recorre siete
capitales, incendiando los palacios de sus reyes y las casas y cosas
de sus habitantes. Ezequiel, con su imaginación, recoge la imagen y la
elabora a su modo, aplicándola a la tierra de Israel.

Es una palabra que implica una acción. Casi sentimos el crepitar del
fuego que salta de árbol en árbol extendiéndose por todo el bosque. El
fuego encendido por Dios no se apagará. Jerusalén será pasto de las
llamas en su totalidad. Durante varios días y semanas siguió el
crepitar de las llamas en sus calles. Los oyentes de Ezequiel, no
pueden creer lo que oyen. No les cabe en la cabeza que Dios permita
la destrucción de la ciudad santa. Para ellos el profeta no está en sus
cabales. Un estremecimiento recorre las venas del profeta que oye, en
vez del fuego, los cuchicheos de sus oyentes, para quienes se ha
ganado el título de “narrador de fábulas”. A Ezequiel se le escapa la
queja:
 -¡Ah, Señor Yahveh!, todos van diciendo de mí: “¿No es éste un
charlatán de parábolas?” (21,5)..

Dios replica a su profeta, aclarando la fábula, concretando la palabra.


El fuego se vuelve espada. Y la región del Négueb se concreta en
Jerusalén o toda la tierra de Israel. Si los oyentes de Ezequiel se
vuelven sordos y no quieren entender la parábola del incendio del
bosque, ahora el profeta les hablará sin parábolas. En nombre de Dios
se pone de cara a Jerusalén para profetizar sobre ella y sobre el
templo. Yahveh le dice:

-Hijo de hombre, vuelve tu rostro hacia Jerusalén, destila tus palabras


hacia su santuario y profetiza contra la tierra de Israel. Dirás a la tierra
de Israel: Así dice el Señor Yahveh: Aquí estoy contra ti; voy a sacar
mi espada de la vaina y extirparé de ti al justo y al malvado. Para
extirpar de ti al justo y al malvado va a salir mi espada de la vaina,
contra toda carne, desde el Négueb hasta el Norte (21,7-9).

El fuego que abrasa todo árbol, tanto seco como verde, en el monte
del Négueb, ahora se convierte en espada. El bosque sigue siendo la
ciudad de Jerusalén y los árboles verdes y secos representan a todo
el pueblo, justos y pecadores, contra quien se dirige la espada. Desde
el sur al norte, desde el Négueb a Jerusalén, la espada, puesta por
Dios en manos de Babilonia, será desenvainada para ejecutar el juicio
de Dios sobre los hombres.

Ezequiel, impulsado por Dios, pone ante los ojos de sus oyentes, los
desterrados de Babilonia, lo que acontece a dos mil kilómetros de
distancia. Ellos no desean ni imaginar que Jerusalén, la delicia de sus
ojos, el amor de su alma, pueda convertirse improvisamente en una
selva envuelta en llamas. Pero el espectáculo del bosque en llamas o
de la espada arrasando será un hecho revelador de Dios, como Señor
de la historia:

-Y todo el mundo sabrá que yo, Yahveh, he sacado mi espada de la


vaina y no volverá a la vaina (21,10).

Si los oyentes no toman en serio el trágico acontecimiento del fuego y


la espada, que llegan desde Babilonia contra Jerusalén, Ezequiel, con
sus gemidos les hará sentir la angustia que les espera.

-Y tú, hijo de hombre, lanza gemidos, con corazón quebrantado. Lleno


de amargura, lanzarás gemidos ante sus ojos (21,11).
Dios le ordena a Ezequiel gemir y llorar, pero esto no es para el
profeta un teatro; no es que debe fingirlo ante el pueblo. Es una acción
con valor simbólico, pero la acción es real. Los gestos de dolor, que
alcanzarán a todos, los vive Ezequiel por dentro y por fuera, en el
corazón, en el espíritu, en los brazos y las piernas (7,17). Los
lamentos de Ezequiel, expresión de los sentimientos de su corazón,
son símbolo del dolor de los heridos por la espada, sufrimiento del que
también participa el profeta de Dios. Con los gemidos de Ezequiel
Dios espera que su palabra alcance a los oyentes:

-Y si acaso te dicen: “¿Por qué gimes?”, les dirás: “Por causa de una
noticia a cuya llegada desfallecerán todos los corazones, desmayarán
todos los brazos, todos los espíritus se amilanarán, y todas las rodillas
se irán en agua. Ved que ya llega; es cosa hecha, oráculo del Señor
Yahveh (21,12).

Dios mismo se dedica a expandir el fuego, aplicando las llamas de


árbol en árbol. Todo el bosque se transforma en un crepitar del fuego,
que quema el árbol seco y el verde. Arden jóvenes y ancianos, impíos
y justos. El árbol verde representa al justo, que es “como un árbol
plantado junto a corrientes de agua”, mientras que el árbol seco es el
malvado. Jesús, camino del Calvario, en su última hora, alude quizás
a este texto de Ezequiel, al decir a las mujeres, que intentan
consolarlo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por
vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá:
¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos
que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed
sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde
hacen esto, en el seco ¿qué se hará?” (Lc 23,28-31).

La alusión a la espada trae a la mente de Ezequiel un canto a la


espada, que Dios pone en manos de un desconocido para ejecutar su
sentencia contra su pueblo:

-¡Espada, espada! Afilada está y bruñida. Afilada está para degollar,


bruñida está para centellear...  Se la ha hecho bruñir para empuñarla;
ha sido afilada la espada, ha sido bruñida para ponerla en manos del
matador. Grita, da alaridos, hijo de hombre, porque está destinada a
mi pueblo, a todos los príncipes de Israel destinados a la espada con
mi pueblo. Por eso golpéate el pecho, pues la prueba está hecha... Y
tú, hijo de hombre, profetiza y bate palmas ¡Golpee la espada dos, tres
veces, la espada de las víctimas, la espada de la gran víctima, que les
amenaza en torno! A fin de que desmaye el corazón y abunden las
ocasiones de caída, en todas las puertas he puesto yo matanza por la
espada, hecha para centellear, bruñida para la matanza. ¡Toma un
rumbo: a la derecha, vuélvete a la izquierda, donde tus filos sean
requeridos! Yo también batiré palmas, saciaré mi furor. Yo, Yahveh, he
hablado (21,13-22).

Con un estilo entrecortado, el profeta imagina al degollador que blande


la espada, haciéndola fulgurar como el rayo sobre el pueblo de Judá y
sobre los príncipes de Israel. El profeta aplaude y anima a que se
cumpla la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, sufre con el pueblo,
golpeándose el pecho de dolor.

Ya Isaías (c. 10) había presentado a Asiria como el bastón con el que
Dios castigaba al reino de Israel y de Judá. También Jeremías ha
presentado a Babilonia y a Nabucodonosor como el martillo con el que
el Señor golpea a su pueblo (Jr 51,20ss). Ahora Ezequiel, cargando
los tonos, presenta a Dios desenvainando la espada y colocándola en
la mano de Nabucodonosor para herir “a mi pueblo” Israel.

El desconocido que empuña la espada del Señor ahora se hace


conocido. Ezequiel nos presenta al rey de Babilonia con la espada
desenvainada. Ezequiel le contempla en el momento en que está
indeciso hacia dónde dirigirse. Y Dios encomienda a su profeta que
ponga una doble señal para orientar los pasos de Babilonia hacia
Amón y hacia Judá, que esta vez se han aliado contra Babilonia.
Sedecías, aliándose con Amón, ha quebrantado su juramento de
fidelidad a Babilonia. Nabucodonosor se enfrenta a ambos pueblos:
            -Y tú, hijo de hombre, marca dos caminos para la espada del
rey de Babilonia, que salgan los dos del mismo país; pon una señal,
márcala en el arranque del camino de la ciudad; traza el camino para
que la espada se dirija a Rabbá de los ammonitas y a Judá, a la
fortaleza de Jerusalén.  Porque el rey de Babilonia se ha detenido en
el cruce de los dos caminos, para consultar a la suerte. Sacude las
flechas, interroga a los ídolos, observa el hígado (21,24-26).

Hechas las consultas mágicas y consultados los ídolos, la suerte cae


primero sobre Jerusalén. En realidad detrás de la suerte está la
voluntad de Dios, que ha decidido apresar en el lazo a los habitantes
de Judá por sus pecados, en particular por los de su príncipe
Sedecías, a quien arrebatarán el turbante y la corona. Con alaridos y
gritos de guerra el ejército de Babilonia parte hacia la plaza fuerte de
Israel:

-En su mano derecha está la suerte de Jerusalén: ¡A prorrumpir en


alaridos y lanzar gritos de guerra, a situar arietes contra las puertas, a
levantar un terraplén, a hacer trincheras! (21,27).

La urgencia sugiere que la palabra se transforma en acción. El asedio


de Jerusalén es una realidad increíble:

-Para ellos y a sus ojos, no es más que un vano presagio: se les había
dado un juramento. Pero él recuerda las culpas por las que caerán
presos (21,28).

¿Es Nabucodonosor o es Dios? Babilonia asedia Jerusalén. Pero es el


Señor Yahveh quien acusa al pueblo y, en concreto, a su rey
Sedecías:

-Porque os denuncian vuestras culpas y se descubren vuestros


crímenes, porque se hacen patentes vuestros pecados en todas
vuestras acciones, caeréis presos en su mano. Y en cuanto a ti, vil
criminal, príncipe de Israel, cuya hora ha llegado con la última culpa,
así dice el Señor Yahveh: se te quitará la tiara, se te despojará de la
corona; todo será transformado; lo humilde será elevado, lo elevado
será humillado. Ruina, ruina, ruina, eso es lo que haré con él, como
jamás la hubo, hasta que llegue aquel a quien corresponde el juicio y a
quien yo se lo encargaré (21,29-32).

Con duras expresiones Ezequiel pronuncia la sentencia de Dios sobre


el rey de Israel. A Sedecías se le despojará de sus insignias reales. Y
la ciudad, sin rey y sentenciado a muerte el pueblo, cae en la ruina y el
caos total. La confusión reina en todo, lo alto se confunde con lo bajo y
lo bajo con lo alto, al bien se le llama mal y al mal se le llama bien. ¡El
crimen cobra valor de derecho humano! El hombre queda
desorientado. Así lo había ya lamentado Isaías: “¡Ay de los que llaman
al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por
oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!” (Is 5,20).

Ejecutada la sentencia contra Jerusalén, la espada se dirige contra los


ammonitas:

-Y tú, hijo de hombre, profetiza y di: Así dice el Señor Yahveh contra
los ammonitas y contra sus burlas: ¡La espada, la espada está
desenvainada para la matanza, bruñida para devorar, para centellear -
mientras se tienen para ti visiones vanas, y para ti se presagia la
mentira -, para degollar a los viles criminales cuya hora ha llegado con
la última culpa! (21,33-34).

La historia termina con la ejecución de la misma espada. Cumplida su


misión, Dios condena a Babilonia, ejecutora de sus órdenes. El fuego,
que devoró el bosque, devora la misma espada que forjó. Babilonia
será derrotada en su propia tierra. Y, una vez destruida, no quedará
memoria de ella:

-Vuélvela a la vaina. En el lugar donde fuiste creada, en tu tierra de


origen, te juzgaré yo; derramaré sobre ti mi ira, soplaré contra ti el
fuego de mi furia, y te entregaré en manos de hombres bárbaros,
agentes de destrucción. Serás pasto del fuego, tu sangre correrá en
medio del país. Y no quedará de ti memoria alguna, porque yo,
Yahveh, he hablado (21,35-37).

El oráculo se revuelve repentinamente contra la espada, es decir,


contra Babilonia, de la que Dios se ha servido como instrumento de
castigo contra Israel y contra Ammón. Babilonia se ha sobrepasado en
sus atribuciones y el fuego de la ira de Dios se abatirá sobre ella. El
capítulo termina como había comenzado con la evocación del fuego
devorador.

 16. EL HORNO DE FUNDIR LA PLATA

Ezequiel amplía una imagen que Isaías sólo enunciaba: “Tu plata se
ha hecho escoria... Voy a volver mi mano contra ti y purificaré al crisol
tu escoria, hasta quitar toda tu ganga” (Is 1,22.25). También Ezequiel
parte de la acusación de Israel convertido todo él en escoria. Dios se
desahoga con su profeta, diciéndole:
-Hijo de hombre, la casa de Israel se me ha convertido en escoria;
todos son cobre, estaño, hierro, plomo, en medio de un horno; ¡escoria
son! (22,17).

En la casa de Israel todo lo que fue precioso se ha pervertido. Por ello


Dios mismo transforma a Jerusalén en horno de fundición. Se trata en
primer lugar del fuego de castigo, aunque sea un castigo purificador.
Dios reúne a Israel en el horno, atiza el fuego, y funde los metales,
hasta lograr que desprendan toda su ganga. ¡Quién sabe si quedará
algo de plata!:

-Por haberos convertido todos en escoria, por eso voy a juntaros en


medio de Jerusalén. Como se pone junto plata, cobre, hierro, plomo y
estaño en el horno, y se atiza el fuego por debajo para fundirlo todo,
así os juntaré yo en mi cólera y mi furor; y os fundiré (22,19-20).

Todos los que, según la descripción de Jeremías, corren hacia


Jerusalén (Jr 6,1ss), buscando en la ciudad un refugio frente al
invasor, no se dan cuenta de que están entrando en el horno, que va a
arder muy pronto. El fuego es la cólera de Dios. El aliento de Yahveh
enciende el horno, decía el profeta Isaías (Is 30,33; 10,17):

-Os reuniré, atizaré contra vosotros el fuego de mi furia, y os fundiré


en medio de la ciudad. Como se funde la plata en medio del horno, así
seréis fundidos vosotros en medio de ella, y sabréis que yo, Yahveh,
he derramado mi furor sobre vosotros (22,21-22).

La imagen del crisol donde se refinan los metales preciosos, para


separar de ellos toda ganga y escorias, es un símbolo corriente para
indicar la purificación del pueblo o de la persona (Pr 17,3; Jb 23,10; Za
13,9). Pero Ezequiel, como con tantas otras imágenes conocidas, la
transforma radicalmente. Ezequiel no ve al pueblo como plata impura,
que debe ser purificada, sino como total impureza sin nada de plata.
La fundición no sirve, pues, para limpiar de escorias la plata, sino para
quemar todo, pues no hay nada que salvar.
La imagen del horno ocupa el centro del capítulo. Antes está la amplia
enumeración de los delitos que hacen que Israel merezca el título de
escoria. Entre los pecados de la lista resuena la repetición de la
sangre derramada, que hace que Jerusalén pierda su nombre de
ciudad de paz, ciudad justa y fiel (Is 1,26) y se gane el apelativo de
ciudad sanguinaria (22,2). La sangre derramada y no cubierta con
tierra grita en labios de Ezequiel pidiendo venganza. Ni príncipes ni
levitas se preocupan de protegerse de la sangre derramada, según se
lee en el Deuteronomio (Dt 21,1-9). Y eso que son muchas las
sangres que se han derramado en Jerusalén. El homicidio es un
sacrilegio que profana la tierra, porque la vida del hombre es sagrada
para Dios.

Homicidios e idolatrías resumen los crímenes cometidos contra Dios y


contra el prójimo (22,2-4). Con ellos Jerusalén acelera la hora de su
destrucción, convirtiéndose en objeto de burla para las naciones.
Impurezas rituales, con que ofenden a Dios, y desórdenes, con que
ofenden al prójimo (22,5), son otros de sus pecados. Los reyes se han
distinguido por la sangre que han derramado, desde David, que mató
a Urías, pasando por el malvado Manasés, hasta Sedecías:

-Ahí están dentro de ti los príncipes de Israel, cada uno según su


poder, sólo ocupados en derramar sangre (22,6).

Y Ezequiel sigue enumerando los preceptos del Señor, que su pueblo


ha quebrantado:

-En ti se desprecia al padre y a la madre, en ti se maltrata al forastero


residente, en ti se oprime al huérfano y a la viuda. No tienes respeto a
mis cosas sagradas, profanas mis sábados. Hay en ti gente que
calumnia para verter sangre. En ti se come en los montes, y se
comete infamia. En ti se descubre la desnudez del propio padre, en ti
se hace violencia a la mujer en estado de impureza. Uno comete
abominación con la mujer de su prójimo, el otro se contamina de
manera infame con su nuera, otro hace  violencia a su hermana, la hija
de su propio padre; en ti se acepta soborno para derramar sangre;
tomas a usura e interés, explotas a tu prójimo con violencia, y te has
olvidado de mí, oráculo del Señor Yahveh (22,6-12).

Con sus pecados contra el prójimo, Israel se está olvidando de Dios,


defensor del débil e indefenso. Sobre todo es la sangre lo que provoca
la intervención de Dios:

-Mira, yo voy a batir palmas a causa de los actos de pillaje que has
cometido y de la sangre que corre en medio de ti ¿Podrá tu corazón
resistir y tus manos seguir firmes el día en que yo actúe contra ti? Yo,
Yahveh, he hablado y lo haré. Te dispersaré entre las naciones, te
esparciré por los países, borraré la impureza que hay en medio de ti,
por ti misma te verás profanada a los ojos de las naciones, y sabrás
que yo soy Yahveh (22,16).

Los profetas ven a Jerusalén como un enorme crisol y sus habitantes


les parecen escoria; necesitan ser fundidos para que aparezca el oro y
la plata (Is 1,22.25; Jr 6,28-30). Ezequiel toma esta imagen de Isaías,
que se la ha suministrado también a Jeremías. Pero mientras en
Isaías la imagen tiene un sentido positivo, Ezequiel con ella pone de
manifiesto los matices negativos de la purificación. El fuego del crisol
es una realidad que abrasa y destruye. Jerusalén es el crisol arrasado
por el fuego junto con sus habitantes. Ante la ciudad incendiada, el
templo destruido, las gentes diezmadas y dispersas, el desconcierto
es total. Muchos piensan que todo ha concluido, sin que haya para
Israel esperanza alguna de supervivencia.

Profanada en medio de las naciones donde Dios ha dispersado a


Israel, Dios intenta purificarla en el crisol del fuego. Pero no todos
quedan purificados. Jerusalén no se deja lavar con la lluvia ni purificar
con el fuego. Ezequiel termina este capítulo enfrentándose con las
diversas clases de dirigentes, que no acogen la predicación y se
quedan en su pecado. En primer lugar nombra a los reyes, que  “como
leones rugen al desgarrar la presa” (22,25); devoran a la gente,
arrebatando sus riquezas. Siguen los sacerdotes, que violan las cosas
santas en provecho propio (22,26). En tercer lugar, Ezequiel acusa a
los jueces, que “como lobos” (22,27) derraman sangre y eliminan a la
gente para enriquecerse. Están también los profetas “enjalbegadores”,
que ofrecen visiones falsas y profecías mentirosas (22,27). Y
finalmente los ricos terratenientes, que “hacen violencia y cometen
pillaje, oprimiendo al pobre y al indigente y maltratando al forastero sin
ningún derecho” (22,29).

A través de las imágenes del león rugiente y del lobo voraz, aplicadas
a las clases dirigentes, Ezequiel denuncia la situación de violencia e
injusticia, que reina en Israel. Frente al miedo o sensación de
impotencia de los débiles, Ezequiel muestra el acoso, la amenaza, el
acecho, la avidez, la voracidad, el desgarro y aniquilamiento a que
someten a sus víctimas los potentes. Ezequiel pinta con colores vivos
las fauces, colmillos y garras, añadiendo la sensación auditiva del
rugido. El león rugiente es la mejor imagen de los malvados que
devoran a los humildes. Pedro se sirve de la misma imagen para
describir al diablo, que “ronda como león rugiente, buscando a quién
devorar” (1P 5,8). Con sus acciones han provocado la cólera del
Señor:

-He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se


mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e
impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie. Entonces he
derramado mi ira sobre ellos; en el fuego de mi furia los he
exterminado: he hecho caer su conducta sobre su cabeza, oráculo del
Señor Yahveh (22,30-31).

Esta es una palabra que Dios dirige a los falsos profetas. El verdadero
profeta se diferencia del falso en que se coloca en la brecha y
combate contra Dios en defensa del pueblo. Hay en estas palabras
una profecía de Cristo, el profeta que se coloca en la brecha frente a
Dios para salvar a los hombres pecadores (Cf Hb 5,1ss).

23. CAMBIO DEL CORAZÓN DE PIEDRA POR UNO DE CARNE

Ezequiel se enfrenta con las naciones en los oráculos que se


encuentran reunidos en medio de su libro. Se refieren a todos los
pueblos vecinos de Israel: Amón, Moab, Edom, Filisteos, Tiro y Sidón.
Y también interpela a Egipto. Ezequiel no se desinteresa de la marcha
de la historia del mundo, pues es dentro de ella donde se desenvuelve
la historia de la salvación. Israel vive en medio de los otros pueblos,
“errando de pueblo en pueblo, de una nación a otra nación” (Sal
105,13). Separado de esa serie de oráculos contra las naciones está
el oráculo contra el monte Seír, es decir, contra Edom. Aunque más
que la amenaza contra los montes de Edom (c. 35), Ezequiel hace un
anuncio de salvación para Israel, pues desemboca en la promesa para
los montes de Israel (c. 36). Frente a la desolación de los montes de
Edom, Ezequiel anuncia la bendición de Yahveh sobre los montes de
Israel. Dios, pastor de Israel, defiende a sus ovejas y también los
campos donde ellas pastan, la tierra de su pueblo. La tierra prometida
volverá a ser un maravilloso edén para los repatriados. Aunque Dios
ha enviado a su pueblo al exilio, Canaán sigue siendo “heredad de
Israel”:

-Y tú, hijo de hombre, profetiza sobre los montes de Israel. Dirás:


Porque el enemigo ha dicho contra vosotros: “¡Ja, ja, estas alturas
eternas han pasado a ser posesión nuestra!”, porque habéis sido
asolados y se os ha codiciado por todas partes hasta pasar a ser
posesión de las otras naciones, porque habéis sido el blanco de la
habladuría y de la difamación de la gente, así dice el Señor Yahveh a
los montes, a las colinas, a los barrancos y a los valles, a las ruinas
desoladas y a las ciudades abandonadas que han sido entregadas al
pillaje y a la irrisión del resto de las naciones circunvecinas..., así dice
el Señor Yahveh: Sí, en el ardor de mis celos voy a hablar contra las
otras naciones y contra Edom entero, que, con alegría en el corazón y
desprecio en el alma, se han atribuido mi tierra en posesión para
entregar su pasto al pillaje (36,1-5).

El celo de Dios se muestra en el castigo a las naciones y en la


defensa de Israel. Dios, que preparó una tierra para acoger a su
pueblo que llegaba de Egipto (Dt 6,10-11) o el paraíso para el primer
hombre (Gn 2), ahora prepara un país fértil para su pueblo que vuelve
del exilio. Ezequiel lo ve con sus ojos de profeta, aunque Jeremías
habla de que hay que esperar setenta años (Jr 25,11-12; 29,10). Pero
Dios está ya a la obra:

-Por ello, profetiza sobre la tierra de Israel. Dirás a los montes y a las
colinas, a los barrancos y a los valles: Ved que hablo en mi celo y mi
furor: Porque habéis sufrido el ultraje de las naciones, por eso juro
mano en alto que las naciones que os rodean cargarán con sus
propios ultrajes. Y vosotros, montes de Israel, vais a echar vuestras
ramas y a producir vuestros frutos para mi pueblo Israel, porque  está
a punto de volver (36,6-8).

La vuelta del Señor es el comienzo de las bendiciones. Como una


brisa ligera recorre aquellos espacios desolados y saqueados. Como
en el principio, en el día de la creación, el espíritu de Dios se difunde
por las colinas de Israel, preparando los campos, como un nuevo
jardín del Edén, para acoger a su pueblo a la vuelta del exilio. Dios
promete bendiciones para los campos de sembradío y para la
ciudades que serán reconstruidas:

-Sí, heme aquí por vosotros, a vosotros me vuelvo, vais a ser


cultivados y sembrados. Yo multiplicaré sobre vosotros los hombres, la
casa de Israel entera. Las ciudades serán habitadas y las ruinas
reconstruidas. Multiplicaré en vosotros hombres y bestias, y serán
numerosos y fecundos. Os repoblaré como antaño, mejoraré vuestra
condición precedente, y sabréis que yo soy Yahveh. Haré que circulen
por vosotros los hombres, mi pueblo Israel. Tomarán posesión de ti, y
tu serás su heredad, y  no volverás a privarles de sus hijos. Así dice el
Señor Yahveh: Porque se ha dicho de ti que devoras a los hombres y
que has privado a tu nación de hijos, por eso, ya no devorarás más
hombres, ni volverás a privar de hijos a tu nación. No consentiré que
vuelvas a oír ultrajes de las naciones ni insultos de los pueblos,
oráculo del Señor Yahveh (36,9-14).

De Canaán dijeron los exploradores que era “una tierra de devora a


sus habitantes” (Nm 13,32). Ezequiel recoge esta información y la
aplica a la situación anterior al exilio, cuando Palestina fue asolada y
sus habitantes llevados cautivos a Babilonia. Pero ahora todo ha
cambiado. Canaán experimentará la paz, porque Yahveh toma al país
bajo su especial protección. Dios ha decidido ya la restauración de
Israel. Poco importa que tarde más o menos en ponerla por obra.
Ezequiel ya la anuncia, aunque comience haciendo el recuento de los
pecados cometidos en la tierra y de los castigos sufridos en el
destierro. La restauración de Israel no es una restauración externa de
la tierra o de los muros de las ciudades. Se trata de una alianza nueva
que tiene lugar primero en el interior del hombre y luego se difunde en
bendiciones diversas. Para ello es preciso tomar conciencia del
pecado, que provoca la ira del Señor, manifestada en el castigo. Y
luego vendrá el paso de la cólera, que purifica, a la gracia de la
salvación.

El elenco de los pecados es el primer paso en una liturgia penitencial.


Dios a la hora de anunciar una nueva alianza hace que Israel tome
conciencia de que es una casa rebelde. Mientras estaba en la tierra
Dios respondió al pecado del pueblo con el castigo del exilio,
necesario para purificar la tierra profanada. Ahora que el pueblo está
en el exilio, su pecado se hace difamación de Dios entre los pueblos y,
por ello, Dios sale en defensa de su nombre, repatriando a su pueblo.
Dios, al elegir a su pueblo, ha comprometido la fama de su nombre
con él: 
-La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de
hombre, los de la casa de Israel que habitaban en su tierra, la
contaminaron con su conducta y sus obras; como la impureza de una
menstruante era su conducta  ante mí.  Entonces yo derramé mi furor
sobre ellos, por la sangre que habían vertido en su tierra y por las
basuras con las que la habían contaminado.  Los dispersé entre las
naciones y fueron esparcidos por los países. Los juzgué según su
conducta y sus obras. Y en las naciones donde llegaron, profanaron
mi santo nombre, haciendo que se dijera a propósito de ellos: “Son el
pueblo de Yahveh, y han tenido que salir de su tierra” (36,16-20).

Profanar el nombre de Dios es hacer que se hable mal de Él. Es lo


contrario de santificar su hombre, haciendo que se hable bien de Él,
dándole gloria por su poder o bondad. Al castigar a su pueblo Dios
revela su santidad (20,41; Si 36,4); pero también puede suceder lo
contrario, dando la impresión de impotencia, de haberse equivocado
en la elección (22,16). Moisés usa este argumento a la hora de
interceder por el pueblo pecador (Ex 32,12; Nm 14,16). Dios llega a
sentir lástima por su nombre e interviene:

-Yo he sentido lástima de mi santo nombre, profanado por la casa de


Israel entre las naciones adonde había ido (36,21).

Dios a veces actúa en favor del pueblo, porque escucha su súplica,


implorando su renovación (Sal 51) o el clamor del cuerno que le
recuerda el sacrificio de Isaac. El estado de humillación de Israel le
mueve a Dios a intervenir, salvándolo de sus enemigos. Ahora el
Señor le dice a Ezequiel que va a intervenir, sin tener en cuenta al
pueblo, sino únicamente en consideración de su nombre:

-Di a la casa de Israel: No hago esto por consideración a vosotros,


sino por mi santo nombre, que vosotros habéis profanado entre las
naciones adonde fuisteis. Yo santificaré mi gran nombre, que vosotros
habéis profanado entre las naciones. Y las naciones sabrán que yo
soy Yahveh, cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad
a la vista de ellos (36,22-23).

Dios es conocido siempre a través de su pueblo. En él es glorificado o


despreciado. Las naciones conocen a Dios por lo que Israel refleja de
Él. Para eso ha elegido Dios a su pueblo. Esa es la misión del pueblo
elegido como propiedad personal del Señor (Sal 106,8). Pero Dios
siempre es Dios. Puede recrear a su pueblo, devolverle a la tierra y
cambiarle interiormente. Es la nueva alianza, que ahora anuncia
Ezequiel. Dios arranca a Israel de la esclavitud del exilio, le purifica de
sus pecados, le da un corazón nuevo y le infunde un nuevo espíritu.
Es, pues, una nueva creación, fruto de la gracia de Dios, pues es obra
totalmente suya:

-Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y


os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis
purificados; os purificaré de todas vuestras impurezas y de todas
vuestras inmundicias. Os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros
y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y
practiquéis mis normas (36,24-27).

Dios es el único sujeto de esta letanía de verbos. El primero es la


clave de todos los demás: “yo santificaré mi gran nombre” (36,22). A
esta acción se subordinan todas las demás. Dios desea santificar su
nombre profanado por el exilio de su pueblo. Dios desea ser conocido
por lo que es: el Dios santo y salvador, el Dios que se reveló a Moisés,
exclamando: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo
a la cólera y rico en amor y fidelidad” (ex 34,6),   “tardo a la cólera y
rico en bondad” (Nm 14,18). Santificar el santo nombre de Dios es la
primera y principal petición del Padrenuestro (Mt 6,9).

La santificación del nombre de Dios supone la salvación de su pueblo,


al que se ha ligado, al elegirle como “su pueblo”, pueblo de su
propiedad personal. Por ello con tres verbos anuncia Ezequiel el
nuevo éxodo de Israel. Como les sacó de Egipto para constituirles “su
pueblo”, ahora les toma, les congrega y les hace entrar en su tierra.
Pero no basta con una simple vuelta a la tierra prometida. Si Israel
vuelve con el mismo corazón y espíritu con que fue expulsado de la
tierra la contaminaría de nuevo y debería repetirse una vez más el
exilio. Por ello Dios les purifica de todas sus contaminaciones e
idolatrías: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados” (36,25).

A esta primera acción negativa, sigue la acción positiva de recreación.


Dios infunde su espíritu como principio de una vida nueva, pues el
espíritu de Dios hace posible lo que la ley externa era incapaz de
hacer (Rm 8,3). Esta será la nueva “alianza que yo pacte con la casa
de Israel, después de aquellos días: pondré mi Ley en su interior y la
escribiré sobre sus corazones, y yo seré su Dios y ellos serán mi
pueblo” (Jr 33,33). Ezequiel como en otras muchas ocasiones recoge
la imagen de Jeremías y la elabora, ampliándola. También Jesucristo
recoge la misma imagen al hablar de la nueva alianza. Ya no será una
alianza escrita en tablas de piedra, sino en el corazón, no será una
alianza exterior, sino que Dios la grabará en el interior del hombre, en
lo íntimo del corazón, de modo que el hombre pueda ser fiel a Dios.
Dios en nosotros, por su Espíritu, nos guiará en el amor al amor. Pablo
presenta esta nueva vida en su teología de la gracia, que guía,
impulsa, orienta nuestra libertad...

En el corazón de carne Dios infundirá su espíritu. Esta promesa del


espíritu la recoge Joel (Jl 3,1ss), extendiéndola a todo el pueblo. En
este sentido la cita san Pedro el día de Pentecostés (Hch 2,16ss). La
acción interior del Espíritu no se limita a producir un cambio pasajero,
sino que otorga un poder permanente para “vivir mis mandamientos”,
con lo que se comienza un nuevo estilo de vida. Como fruto de la
acción del Espíritu la alianza entre Dios e Israel será totalmente
nueva, pues Israel podrá vivirla en fidelidad a Dios. Hasta la creación
participa de este don del Espíritu:

-Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis


preceptos y observéis y practiquéis mis normas (36,27).

En el mundo nuevo, además de la renovación de la creación, sobre


todo Dios anuncia la renovación interior del hombre, con un corazón
nuevo y un espíritu nuevo. No basta con curar un corazón enfermo, se
hace necesario cambiar el corazón de piedra por uno de carne. El
corazón de piedra es el corazón viejo, duro, insensible, impermeable a
toda acción de Dios y a todo reclamo del prójimo. El corazón viejo ha
de ser cambiado por uno nuevo, sensible al amor y, por ello, fiel a
Dios. Sólo así la fórmula de la alianza pasa de ser una fórmula ritual a
ser una realidad:
-Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi
pueblo y yo seré vuestro Dios (36,28).

Dios se manifestará como Dios de Israel, colmándolo de bendiciones.


La fecundidad de la tierra prometida asombrará a Israel hasta el punto
de sonrojarlo. El contraste entre el pecado propio y la bondad de Dios
les impedirá toda vanagloria:

-Os salvaré de todas vuestras impurezas, llamaré al trigo y lo


multiplicaré y no os someteré más al hambre. Multiplicaré los frutos de
los árboles y los productos de los campos, para que no sufráis más el
oprobio del hambre entre las naciones. Entonces os acordaréis de
vuestra mala conducta y de vuestras perversas acciones y sentiréis
asco de vosotros mismos por vuestras culpas y vuestras
abominaciones (36,29-31).

Israel no se gloriará de sí mismo, pues todo es pura gratuidad, don


pleno de Dios:

-No hago esto por vosotros, sabedlo bien. Avergonzaos y sonrojaos de


vuestra conducta, casa de Israel (36,32).

“No lo hago por vosotros” está al centro de esta palabra de salvación.


Es una frase que puede resultar chocante. Puede sonar en el oído de
los oyentes como si el Señor les dijera “no os salvo por amor a
vosotros, sino por amor de mi nombre”. Pero también se puede leer de
otra manera: “No os salvo por vuestros méritos, porque os lo hayáis
merecido, sino por fidelidad al amor con que he puesto mi nombre
sobre vosotros”. Si Dios actúa para salvar la gloria de su nombre, no
niega el amor a Israel, sino que lo presupone. Es el amor gratuito de la
elección. Sólo por amor ha unido Dios su nombre a Israel. La gloria de
Dios es la salvación de Israel. Y la salvación de Israel es la
santificación del nombre de Dios.

La bendición de Dios se muestra en el campo y en la ciudad. Si ahora


Ezequiel lo ve para el futuro, Isaías lo anuncia como inminente y lo
describe con gozosa esperanza:

            -El día que yo os purifique de todas vuestras culpas, repoblaré


las ciudades y las ruinas  serán reconstruidas; la tierra devastada será
cultivada, después de haber sido una desolación a los ojos de todos
los transeúntes (36,33-34).

Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Esta abundancia de


frutos será tan visible, que todos, al verlo, glorificarán a Dios y dirán:
-Esta tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén,
y las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo
fortificadas y habitadas (36,35).

Así, dice el Señor, “las naciones que quedan a vuestro alrededor


sabrán que yo, Yahveh, he reconstruido lo que estaba demolido y he
replantado lo que estaba devastado. Yo, Yahveh, lo digo y lo hago”
(36,35-36).

En los días de la prueba, Ezequiel predicaba la conversión de Israel.


Ahora, después de la caída de Jerusalén, Ezequiel descubre que el
pueblo del exilio no es el pueblo fiel que él desea. El exilio no ha
hecho de Israel el pueblo santo del Señor. En medio de las gentes
sigue “profanando el nombre de Yahveh”. Realmente no merece la
restauración prometida. Esta constatación le lleva a Ezequiel a dar un
salto en la fe, abriéndose plenamente a Dios, por encima de toda
concepción humana de la salvación. Dios es Dios y se dará a conocer
como Dios a las naciones salvando gratuitamente a su pueblo. Así
glorificará su nombre. Dios santifica su nombre santificando a su
pueblo. El Evangelio de Jesucristo y la incansable predicación de San
Pablo llevarán a plenitud esta visión de la gracia, que alumbra en esta
página de Ezequiel.

El pecado del hombre no vence el amor de Dios. La rebeldía del


hombre no impide a Dios llevar adelante sus planes de salvación. La
conversión del hombre no es la condición previa para alcanzar la
bondad de Dios, sino la consecuencia de su amor gratuito.

 
 

  24. VISIÓN DE LOS HUESOS SECOS

La visión simbólica de los huesos secos que, por la fuerza de la


palabra de Dios, se revisten de carne y, bajo la fuerza del Espíritu,
reciben la vida, es una de las visiones más significativas del profeta
Ezequiel. Es una visión que se convierte en parábola al ser ofrecida
como respuesta a una lamentación de la casa de Israel. Así el mismo
Ezequiel nos interpreta el sentido de la visión. En la queja del pueblo
tenemos reflejada la situación espiritual en que se encuentran en el
momento de la visión. Con una metáfora expresiva el pueblo anda
diciendo:

-Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra


esperanza, todo ha acabado para nosotros (37,11).

El pueblo, tantas veces engañado con las promesas ilusorias de los


falsos profetas, se niega a escuchar a Ezequiel, que promete en
nombre de Dios una recreación de la tierra de Israel. Es inútil soñar la
vida cuando la muerte está celebrando su victoria. ¿Para qué hablar
de esperanza cuando se ha perdido hasta el deseo de vivir? Dios, con
esta parábola, responde a la pregunta radical de la existencia humana.
Dios es capaz de crear la vida de la nada y también de la muerte.

Con la caída de Jerusalén desaparecen la realeza, el templo, el culto y


la tierra santa. Es un momento dramático en que Israel pierde la
esperanza. Toda la ación del profeta es una lucha contra el desaliento.
Para vencer el desánimo es necesario que el aliento, el espíritu de
Dios penetre hasta los huesos del hombre, le haga revivir, le recree
desde la nada en que se ve hundido.

Hay que despertar la imaginación hasta sentir el peso de la mano de


Dios, que se posa sobre el profeta. La mano de Dios no aplasta al
profeta, sino que le alza y conduce a la vega, que se halla llena de
huesos. Lo primero que llama la atención de Ezequiel es que los
huesos son incalculables y están muy secos, casi calcinados. El soplo
vital ya hacía tiempo que había partido de ellos:

-La mano de Yahveh fue sobre mí y, por su espíritu, Yahveh me sacó


y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me
hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran
muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente
secos, irreversiblemente muertos (37,1-2). 

La mirada se pierde en una de las llanuras ilimitadas y anónimas de


Mesopotamia, en las que el paisaje se extiende en un espacio sin
contornos. Es una llanura árida, sin un hilo de hierba ni el color de una
flor; sólo hiere la vista el gris de los huesos calcinados, que la llenan.
Dios hace cruzar al profeta en medio de los huesos y mientras el
profeta está absorto en la contemplación de tantos huesos tan secos,
Dios le interpela:

-Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos? (37,3).

No se trata de una pregunta dogmática sobre el poder de Dios.


Ezequiel no duda que Dios es Señor de la vida y de la muerte, puede
por tanto devolver la vida a los muertos. Lo que no conoce Ezequiel es
qué es lo que Dios piensa hacer con esos cadáveres. Por eso se
refugia en su ignorancia, dejando a Dios toda iniciativa:

-Señor Yahveh, tú lo sabes (37,3).

Este paisaje de muerte, que hace de fondo de la visión, hay que


mantenerlo presente en la memoria. Sobre él se perfila la imagen del
profeta, protagonista y espectador del acontecimiento, que él mismo
nos describe. Su mano pasa a identificarse con la mano del Señor. Y
su palabra pasa a ser Palabra de Dios:

-Profetiza, hijo de hombre, sobre estos huesos (37,4).

Pero no es la fuerza de Ezequiel la que infunde la vida a los huesos


secos, sino el Espíritu de Dios, que él invoca para que venga de los
cuatro vientos. Los vivos no han escuchado la palabra de Ezequiel.
Ahora Dios le manda dirigir su palabra a los muertos:

-Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh (37,4).

Ezequiel como actor habla, como espectador de la acción de Dios


contempla asombrado el resultado de su palabra, acompañada de la
potencia creadora de Dios:

-Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer
entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré
crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu
y viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh (37,5-6).
La palabra de Ezequiel es palabra de profeta, lleva toda la fuerza de
Dios, se hace eficaz, suscitando el espíritu que da vida a los huesos
secos. Como quien no se cree lo que ve, Ezequiel constata: “Yo
profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se
produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron
unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne
salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu  en ellos”.

Como el día de la creación, el proceso tiene dos tiempos. Primero


Dios forma al hombre con el barro de la tierra y luego le infunde el
soplo de vida. Aquí no se parte del barro, sino de los huesos, que se
ajustan unos con otros y se recubren de carne, nervios y piel, pero aún
están sin vida. Por ello sigue Ezequiel narrando lo que hace y lo que
contempla. Siente como un hormigueo de vida que penetra piel,
huesos, carne, nervios, según sale de sus labios la palabra de Dios,
que penetra en su oído:

-Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así


dice el Señor Yahveh: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla
sobre estos muertos para que vivan (37,9).

 
 

El término hebreo ruah significa, a la vez, viento y espíritu; de ahí el


juego de palabras: “desde los cuatro vientos, ven, Espíritu” (37,9). Con
el Espíritu germina la vida. Si el hombre “exhala el espíritu” muere; si
Dios, le infunde su Espíritu, el hombre revive. El hombre, recreado por
el Espíritu de Dios, vuelve a la vida, a una vida nueva, a una vida
según el Espíritu (Rm 8,4). De nuevo Ezequiel experimenta el
asombro del don de la vida, los cadáveres se alzan del suelo y se
ponen de pie, resucitados:

-Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos;


revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa
(37,10).

A la acción sigue la palabra que la aclara. La visión se hace parábola.


Así la palabra se hace palabra eterna, con eficacia para todos los
tiempos. Entonces me dijo:

-Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan
diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra
esperanza, todo ha acabado para nosotros (37,11).

A la casa de Israel, al pueblo de Dios, disperso entre las naciones, con


la tierra prometida convertida en un cúmulo de ruinas, al pueblo que
se halla sumido en la desesperanza y ha perdido el sentido de la vida,
Dios le dice por su profeta:
-He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras
tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis
que yo soy Yahveh cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de
vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y
viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahveh, lo
digo y lo hago, oráculo de Yahveh (37,12-14).

Dios hace “salir de las tumbas” a su pueblo. Dios, para formar su


pueblo, le hizo “salir de Egipto”, que era como una tumba para los
hebreos. Ahora, en la recreación de su pueblo, Dios les hace salir de
la muerte, para llevarles en un nuevo éxodo a la tierra. Dios le repite a
Ezequiel las palabras que en otro tiempo dijo a Moisés: “Anda, sube
de aquí, tú y el pueblo que sacaste de Egipto, a la tierra que yo
prometí con juramento a Abraham, a Isaac y a Jacob” (Ex 33,1).

La metáfora pasa de huesos a tumbas. Dios, creador de la vida, es


igualmente vencedor de la muerte. El sólo desea que su pueblo viva,
que viva reconociéndole como dador de vida mediante su espíritu.
Este es el mensaje de Pascua que celebra la liturgia cristiana. En la
Vigilia Pascual resuena con toda su fuerza esta página del profeta
Ezequiel.
Ezequiel anuncia la restauración de Israel en el momento en que ha
perdido toda esperanza. Cuando el pueblo se siente muerto, Ezequiel
le anuncia que Dios le puede hacer renacer. Este significado literal del
texto, en la lectura de Israel y de los Padres de la Iglesia, se carga de
un significado más profundo, anunciando una esperanza plena: la
resurrección de los muertos. A la pregunta de Dios ¿pueden revivir
estos huesos?, Ezequiel responde: sólo tu lo sabes. Con esta
respuesta, Ezequiel pone la resurrección en manos del Dios vivo y
dador de vida: “Así sabréis que yo soy Yahveh, que lo dije y lo hice”
(37,14).

La liturgia cristiana propone también este texto como posible lectura


en las misas de difuntos, como expresión de la fe en la resurrección.
Aunque no sea ese el sentido originario de la narración, Ezequiel ha
creado un símbolo que desborda su misma intención. Proponiendo el
viento, es decir, el espíritu como principio de vida, el profeta ha dado
expresión a las ansias más radicales del hombre, al mensaje más
gozoso de la revelación. La victoria de la vida sobre la muerte es el
mensaje de Pascua. Es legítimo proclamar esta palabra a la luz de
Cristo resucitado como símbolo de la resurrección.

 25. LAS DOS VARAS


 

La división del pueblo de Dios en dos reinos, el del norte y el del sur,
Israel y Judá, consumada a la muerte de Salomón, es una herida en la
historia de la salvación. Siempre ha sido considerada como un pecado
y una desgracia (Is 7,17). Ahora, en el exilio los dos pueblos, se siente
la necesidad de la reconciliación. No será plena la restauración que
Dios anuncia si no incluye la unión de los dos reinos en un único
pueblo. En esta nueva creación quedarán superadas las antiguas
tensiones entre Israel y Judá. Es el milagro, mayor que el realizado
con los huesos secos, que Dios promete a continuación en el mismo
capítulo. Ezequiel lo anuncia con una acción simbólica, sacramento de
la realidad que el Señor desea realizar. Gesto y palabra se funden y
aclaran mutuamente. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos
términos:

-Y tú, hijo de hombre, toma un leño y escribe en él: “Judá y los


israelitas que están con él”. Toma luego otro leño y escribe en él:
“José, leño de Efraím, y toda la casa de Israel que está con él” (37,16).

Como Ezequiel reserva el nombre de Israel para todo el pueblo unido,


al reino del norte le llama ahora José. Una vez escritos los nombres en
cada uno de los leños, el Señor ordena a su profeta:

-Júntalos el uno con el otro de suerte que formen un solo leño, que
sean una sola cosa en tu mano (37,17).

La acción busca llamar la atención de cuantos se congregan en torno


a Ezequiel. Dios espera que los hijos de su pueblo digan a su profeta:

-¿No nos explicarás qué es eso que tienes ahí? (37,18).

Es la pregunta que prepara la acogida de la palabra:

-Así dice el Señor Yahveh: He aquí que voy a tomar el leño de José y
las tribus de Israel que están con él, los pondré junto al leño de Judá,
haré de todo un solo leño, y serán una sola cosa en mi mano (37,19).

Las varas representan el cetro real. De este modo el relato de la


acción simbólica es de una gran sencillez. Anuncia que Dios va a
reunir los dos cetros, el del reino del norte y el del reino del sur, bajo la
autoridad de un solo rey, descendiente de David, pues se trata de la
reconstrucción del antiguo reino davídico, roto con Jeroboán a la
muerte de Salomón. Ezequías y Josías, los dos reyes fieles al Señor,
no habían logrado la unificación de ambos reinos. Sólo la mano de
Dios podrá hacerlo. Israel y Judá serán un solo pueblo en la mano de
Dios, como las dos varas son una sola cosa en la mano de Ezequiel, a
quien Dios dice:

-Los leños en los que has escrito tenlos en tu mano, ante sus ojos, y
diles de mi parte: He aquí que yo recojo a los hijos de Israel de entre
las naciones a las que marcharon. Los congregaré de todas partes
para conducirlos a su suelo. Haré de ellos una sola nación en esta
tierra, en los montes de Israel, y un solo rey será el rey de todos ellos;
no volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en
dos reinos. No se contaminarán más con sus inmundicias, con sus
monstruos y con todos sus crímenes. Los salvaré de las infidelidades
por las que pecaron, los purificaré, y serán mi pueblo y yo seré su
Dios. Mi siervo David reinará sobre ellos, y será para todos ellos el
único pastor; obedecerán mis normas, observarán  mis preceptos y los
pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que yo di a mi siervo Jacob,
donde habitaron vuestros padres. Allí habitarán ellos, sus hijos y los
hijos de sus hijos, para siempre, y mi siervo David será su príncipe
eternamente (37,20-25).

David había unido a todas las tribus, formando con ellas un solo
pueblo, regido por un solo rey. Salomón recibió como herencia todo el
reino, pero a su muerte se desmembró en dos reinos. En la
reunificación, que Dios promete, aparecerá un nuevo David, y la
herencia que transmitirá durará para siempre. Es el buen pastor
anunciado antes (c. 34). Bajo su reinado se realizarán las promesas
hechas a los patriarcas: una descendencia numerosa y la posesión de
la tierra. La alianza de Dios con el pueblo unido será eterna, pues el
pueblo sostenido por el espíritu de Dios será fiel:

-Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una
alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario
en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré
su Dios y ellos serán mi pueblo (37,26-27).

Y como Dios está en medio de su pueblo, así Israel estará en medio


de las naciones, como bendición para todos los hombres. En ellos las
naciones verán la presencia de Dios en el mundo:

-Y sabrán las naciones que yo soy Yahveh, que santifico a Israel,


cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre (37,28).

Ezequiel, en nombre de Dios anuncia una alianza eterna (37,26) con


los dos reinos unidos y que ya “nunca más estarán divididos” (37,22).
Esta nueva alianza incluye cinco elementos: Yahveh, su Dios; Israel,
el pueblo; vida en la tierra en que vivieron los padres; el santuario en
medio de ellos, como signo de la presencia de Dios; y David como
pastor único de todos ellos (37,23-26). Es una alianza de paz, una
alianza eterna. Dios habitará en medio de su pueblo. Y el santuario
será nuevamente construido en medio de Israel. En la última parte del
libro, Ezequiel contempla y describe esa reconstrucción del templo y la
vuelta a él de la gloria del Señor.

David es evocado con tres títulos: rey, príncipe y pastor. David es el


símbolo del rey según el corazón de Dios. El pastor que rija a los dos
reinos unidos en un solo pueblo será un nuevo David, el “hijo de
David”.

El anuncio profético se cumple en plenitud en Cristo, al formar el


nuevo Israel, heredero de las promesas del Israel histórico. Cristo
rompe toda división, destruyendo el muro de división. Pablo lo
proclama con toda su fuerza: “Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los
que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la
sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos
hizo uno, derribando el muro que los separaba, la
enemistad,  anulando en su carne la Ley de los mandamientos con
sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo  Hombre
Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo
Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la
Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos,
y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre
acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,13-18).
Derribado el muro que separaba a los dos pueblos, Pablo contempla
cómo se levanta un único edificio, morada de Dios sobre la tierra (Ef
2,20-22). También Ezequiel, en los capítulos finales, describe el plano
de un templo nuevo, edificado según medidas exactas, segregado de
todo lo profano e impuro. A este templo vuelve la gloria de Dios, que
había abandonado el antiguo templo. Se establece también un culto
nuevo. Y, partiendo del centro del templo como punto de orientación,
se hace una nueva distribución de las tierras entre las tribus. Del
centro del santuario Ezequiel ve brotar un pequeño manantial, que va
creciendo paulatinamente y recorre el país hasta desembocar en el
mar Muerto. Se trata de una alegoría que prefigura una perspectiva de
santidad para el futuro. Israel será sanado y reconstruido, para que
pueda ofrecer a Dios un culto nuevo en espíritu y verdad.

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