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La teofanía tiene una dimensión grandiosa. A orillas del río Kebar “se
abrieron los cielos” (1,1) para Ezequiel, como en el Jordán para Cristo
(Mt 3,16), antes de la lapidación para Esteban (Hch 7,56) o en el envío
de Pedro a los paganos (Hch 10,11). Ezequiel mira ante sí y ve la
angustia de los exiliados, levanta los ojos y contempla los cielos
abiertos, cuyo resplandor le envuelve; entonces le sacude un viento
huracanado, mientras le penetra una luz fulgurante. Y, en medio de la
visión, siente la mano de Dios que se posa sobre su cabeza.
-Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube
con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el
fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una
forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma
humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno (1,4-
6).
En el centro del carro, “por encima de la bóveda, había algo como una
piedra de zafiro en forma de trono, y sobre esta forma de trono, por
encima, en lo más alto, una figura como de hombre” (1,26). Por
encima de la bóveda celeste, en el azul del zafiro, majestuoso, está el
Señor, una figura con semblante humano. En realidad, a Ezequiel le
faltan palabras para describir la visión de la gloria de Dios, que
aparece ante sus ojos. Sus ojos, oídos y demás sentidos no perciben
más que lo que está bajo el firmamento del cielo. Contempla y oye el
estremecimiento de la tierra y del mar, ve animales, plantas y piedras
preciosas. Pero cuando ante él “se abren los cielos” lo que ve es
“como” zafiro, “como” un trono, “como” uno de semblante humano...
Ante el misterio insondable de Dios, el profeta es siempre, como
proclaman Moisés y Jeremías (Ex 4,10; Jr 1,6), un ser que balbucea.
El profeta no puede, quizás ni quiere, describir algo con precisión, sino
transmitir su experiencia de la presencia de Dios.
“Yo me encontraba allí con los exiliados a orillas del ríos Kebar” (1,1).
“Allí, a orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar,
acordándonos de Sión; en los sauces de la orilla colgábamos nuestras
cítaras. Allí nuestros enemigos nos pedían cánticos de alegría:
¡Cantad para nosotros un cantar de Sión! ¿Cómo cantar un canto de
Yahveh en tierra extraña? ¡Jerusalén, si yo me olvido de ti, que se
seque mi derecha! ¡Mi lengua se me pegue al paladar si no me
acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en el colmo de mi gozo!” (Sal
137).
En esa situación de llanto, a los cinco años del exilio, Dios, Padre de
clemencia, visita a los israelitas. Con ellos está Ezequiel y “se abren
los cielos” para él y para los desterrados. Ezequiel lo contempla para
comunicarlo a los demás. Según Orígenes, “los oprimidos por el yugo
del destierro ven con los ojos del corazón lo que el profeta contempla
con los ojos de la cara”. Y san Jerónimo, en el Comentario al
Evangelio de san Marcos, citando a Ezequiel, dice: “La fe plena tiene
los cielos abiertos, mas la fe vacilante los tiene cerrados”.
2. EL LIBRO DEVORADO
-Y tú, hijo de hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la
casa rebelde! Abre la boca y come lo que te doy (2,8).
-Hijo de hombre, cómete este rollo, alimenta tus entrañas con este
rollo que te doy y vete a hablar a la casa de Israel (3,1.3).
También para el salmista “las palabras de Dios son más dulces que la
miel, más que el jugo de panales” (Sal 19,11; 119,103). Lo mismo dice
Jeremías: “Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; era tu
palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jr 15,16). Para Juan,
en el Apocalipsis, son dulces en la boca y amargas en las entrañas:
“Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca
dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las
entrañas” (Ap 10). Toda misión, que Dios encomienda al hombre,
resulta suave y ligera porque Él sostiene a sus enviados. La
conciencia de estar sostenidos por Dios les hace sentir alegría y
dulzura donde hay amargura y tristeza. Dios hace gloriosa la cruz de
la misión.
Para preparar la boca del profeta a esta fidelidad, el Señor aún añade
algo. Antes de poder hablar en nombre de Dios, debe acoger la
palabra en su corazón, escucharla para sí y luego, hecha carne en él,
ya puede transmitirla:
San Gregorio Magno nos presenta a Ezequiel como señal del actuar
de Dios con nosotros. Dios, al presentarse ante nosotros, nos muestra
su gloria y, por contraste, nos hace ver nuestra miseria. Desde nuestro
orgullo nos hace caer por tierra. Luego, humillados, nos consuela con
su palabra y nos levanta del polvo con su Espíritu. Sólo después de
haber recorrido estos dos pasos nos envía a predicar, a llevar su
palabra a los demás. Mientras estaba en pie, el profeta tuvo la visión
de la gloria de Dios y cayó por tierra; mientras estaba postrado por
tierra, recibió la palabra que le mandaba levantarse y, una vez que el
Espíritu le puso en pie, recibió la misión de ir a predicar. Es el camino
de cuantos Dios elige para enviarles a evangelizar. La humildad nos
lleva a la simplicidad; y la simplicidad, a la alabanza. Lo canta
maravillosamente el salmista: “Me sacó de la fosa de la muerte, del
fango de la ciénaga; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis
pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios”
(Sal 40,3-4).
Dios pedirá cuenta al centinela de la muerte del justo si, por culpa
suya, se desvía del camino de la verdad (3,20-21), y de la muerte del
pecador si no le advierte del peligro que corre siguiendo el camino de
la muerte. Pablo era consciente de esta misión y, por ello, no se calla
ni una palabra del Señor: “Os testifico en el día de hoy que yo estoy
limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros
todo el designio de Dios” (Hch 20,26-27). Dios le advierte a Ezequiel:
Ezequiel, por orden de Dios, intenta hacer ver a los exilados, mediante
una serie de acciones simbólicas, la inminente destrucción de
Jerusalén. Los capítulos 4 y 5 contienen algunas de estas acciones
simbólicas, que sustituyen o preparan la palabra. Estas acciones
prefiguran acontecimientos. Dios los anticipa en la acción del profeta,
con la que firma la ejecución de esos hechos. A veces estas acciones
son pura representación, pero otras veces son hechos de la vida del
profeta, que se convierte en símbolo de lo que aguarda al pueblo.
Toda la vida de Ezequiel es una parábola en acción.
El silencio de Ezequiel (3,26) nos recuerda al Siervo de Yahveh, que
no abre boca (Is 53,7). Como el Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12),
Ezequiel es invitado a expiar las culpas de Israel y de Judá, cargando
con ellas sobre sus hombros. "Las lamentaciones, gemidos y ayes"
(2,10) del pueblo, Ezequiel las ha hecho suyas, al comer el libro. Es
algo parecido al rito de expiación de los sacerdotes y levitas (Lv
6,16ss; 10,17-19), que comían la carne de la víctima inmolada para
borrar las culpas de la comunidad.
Isaías había anunciado para el tiempo del asedio una acción que
ahora el Señor manda a Ezequiel representar ante el pueblo: “Aquel
día rapará el Señor con navaja alquilada más allá del Éufrates, con el
rey de Asur, la cabeza y el vello de las piernas y también afeitará la
barba” (Is 7,20). Después del asedio, representado en las acciones
simbólicas del capítulo cuarto, llega la muerte y la dispersión,
simbolizada en el corte de cabellos. La cabellera y la barba son
expresión de belleza y dignidad. Afeitarse la barba y raparse la cabeza
son expresiones de luto (Is 15,2; Jr 41,5) y desolación (Esd 9,3) o de
afrenta (2S 10,4-5). Y eso es lo que Dios ordena a Ezequiel:
-Tú, hijo de hombre, toma una espada afilada, tómala como navaja de
barbero, y pásatela por tu cabeza y tu barba (5,1).
-Cuando lance contra ellos las terribles flechas del hambre, que
causan el exterminio, y que yo enviaré para exterminaros, añadiré el
hambre contra vosotros, y destruiré vuestras provisiones de pan.
Enviaré contra vosotros el hambre y las bestias feroces, que te
dejarán sin hijos; la peste y la sangre pasarán por ti, y haré venir
contra ti la espada. Yo, Yahveh, he hablado (5,16-17).
La suerte anunciada a Jerusalén por sus idolatrías y abominaciones,
Ezequiel la alarga a toda la tierra de Judá, de modo particular a los
montes de Israel, que representan la tierra prometida. Desde la llanura
de Babilonia el profeta recuerda las montañas de Israel, lugares
favoritos de culto para los cananeos y donde se ha pervertido el
pueblo de Dios. La idolatría se ha extendido por todo Israel a través de
los santuarios de montes y colinas. Dios, frente a todos los altozanos
con su santuarios, había propuesto un solo monte y un solo templo: el
monte de Sión sobre el que se levantaba el único templo elegido por el
Señor para habitar en él (Sal 68,16-17). Ezequiel contempla la historia
de Israel como una historia de infidelidades perpetradas en los montes
de su tierra. Repetidas veces Dios ha invitado a destruir esos lugares
de culto. Y como el pueblo no lo ha hecho, Dios mismo lo hará:
-Así dice el Señor Yahveh a los montes, a las colinas, a los barrancos
y a los valles: He aquí que yo voy a hacer venir contra vosotros la
espada y destruiré vuestros altos (6,3).
Una vez dispersos entre los pueblos, los israelitas sentirán nostalgia
de Dios y vergüenza de si mismos, reconociendo la maldad de su
corazón. Entonces “sabrán que yo soy Yahveh” (6,10). Llevar al
pueblo al reconocimiento de Dios como “su Dios”, es la finalidad de la
destrucción de Jerusalén y de toda la tierra de Israel. La
contemplación de la tierra, que mana leche y miel, convertida en “una
tierra desolada y solitaria desde el desierto hasta Ribla” (6,14) es una
llamada clara a conversión.
“Levanté mis ojos hacia el norte y vi que al norte del pórtico del
altar estaba la estatua de los celos” (8,5). A la izquierda del altar de los
holocaustos, que estaba en el centro del atrio interior está el ídolo que
provoca los celos de Dios. Se trata de la violación manifiesta de la
alianza sellada en el Sinaí. Una estatua en el templo, -o en la puerta
norte de la ciudad-, es una afrenta al Señor, que no admite ser
representado por ninguna imagen (Ex 20, 4; Dt 5,8), según declara en
el Decálogo. Aunque la estatua pretenda ser una imagen de Dios es
siempre un ídolo. El Señor nombra al acusado y Ezequiel lo repite
ante los ancianos. Me dijo:
No sólo está la estatua erigida en el atrio del templo, sino que los
muros están cubiertos de grabados de ídolos egipcios. Israel, liberado
de la esclavitud de Egipto, con el culto a sus ídolos se somete de
nuevo a esa esclavitud. Es una nueva violación del Decálogo (Dt
4,18). Y setenta hombres, de los ancianos de la casa de Israel,
estaban de pie delante de ellos cada uno con su incensario en la
mano. Y el perfume de la nube de incienso subía. El Señor me dijo
entonces:
-Pasa por la ciudad, por Jerusalén, y marca con una cruz en la frente a
los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se
cometen en medio de ella (9,5).
El lino, propio de las vestiduras sacerdotales (Lv 16,4.23.32), hace
pensar que Ezequiel, hijo de sacerdotes, asigna a estos el papel de
marcar a los fieles del Señor, para que se libren de la matanza. Otra
misión sacerdotal es la de intercesor, que él ejerce, horrorizado ante la
matanza que contempla. Mientras los “seis hombres” encargados de
herir a cuantos no llevan la marca de la Tauen su frente, Ezequiel se
“queda solo”, cae rostro en tierra y exclama:
-Sí, yo los he mandado entre las naciones, y los he dispersado por los
países, pero yo seré un santuario para ellos, por poco tiempo, en los
países adonde han ido (11,16).
Poco después suceden los hechos que nos narra el libro de los Reyes:
“En el año noveno de su reinado, en el mes décimo, el diez del mes,
vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su ejército contra
Jerusalén; acampó contra ella y la cercó con una empalizada. La
ciudad estuvo sitiada hasta el año once de Sedecías. El mes cuarto, el
nueve del mes, cuando arreció el hambre en la ciudad y no había pan
para la gente del pueblo, se abrió una brecha en la ciudad y el rey
partió con todos los hombres de guerra, durante la noche, por el
camino de la Puerta, entre los dos muros que están sobre el parque
del rey, mientras los caldeos estaban alrededor de la ciudad, y se fue
por el camino de la Arabá. Las tropas caldeas persiguieron al rey y le
dieron alcance en los llanos de Jericó; entonces el ejército
se dispersó. Capturaron al rey y lo subieron a Riblá donde el rey de
Babilonia, que lo sometió a juicio. Los hijos de Sedecías fueron
degollados a su vista, y a Sedecías le sacó los ojos, le encadenó y le
llevó a Babilonia” (2R 25,1-7; Jr 52,6-11)
Cuando tenía ojos y luz no quiso ver, ahora cae en las tinieblas y en la
ceguera (Jr 38). Y con él su séquito:
Pero Ezequiel anuncia algo más que el nuevo exilio. Anuncia que Dios
dejará un resto para que proclame su justicia en medio de las
naciones. Confesando el pecado del pueblo, hacen que el nombre de
Dios no sea blasfemado por las gentes. Israel, hasta en el exilio, es el
pueblo de Dios llamado a anunciar a todos los hombres “que Yahveh
es el Señor” (12,16). Dios dispersa a los israelitas en medio de las
naciones, librándoles de la espada, del hambre y de la peste, no
porque sean santos, sino para que con su vida proclamen la santidad
de Dios. Es algo que Ezequiel lleva gravado en el corazón. Si Dios
actúa, si Dios salva, si Dios lleva a algunos al destierro, si les devuelve
a la patria, lo hace para manifestar su gloria, “para glorificar su santo
nombre”:
-Y sabrán que yo soy Yahveh cuando los disperse entre las naciones y
los esparza por los países. Dejaré que un pequeño número de ellos
escapen a la espada, al hambre y a la peste, para que cuenten todas
sus abominaciones entre las naciones adonde vayan, a fin de que
sepan que yo soy Yahveh (12,15-16).
La vida seguirá para el resto de los habitantes de Israel, pero será una
vida marcada por la angustia, sin los colores luminosos de la vida
auténtica. También ellos participarán de la maldición del exilio. La
infidelidad a la alianza tiene sus consecuencias inevitables, según
proclama el Deuteronomio: “No hallarás sosiego en aquellas naciones,
ni habrá descanso para la planta de tus pies, sino que Yahveh te
dará allí un corazón trémulo, languidez de ojos y ansiedad de alma.
Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, tendrás miedo de
noche y de día, y ni de tu vida te sentirás seguro” (Dt 28,65-66). Esta
es la vida que Ezequiel anuncia a quienes quedan en Palestina; la
tierra de Israel será para los israelitas como una tierra extranjera, que
en vez de paz les procura miedo e inseguridad. El temor y la angustia,
la inquietud y ansiedad son el símbolo de la vida de quienes quedan
en Jerusalén después del destierro de sus compatriotas.
8. CHACALES ENTRE LAS RUINAS
-Hijo de hombre, ¿qué queréis decir con ese proverbio que circula en
la tierra de Israel: “los días pasan y se desvanece toda visión”?. Pues
bien, diles: Así dice el Señor Yahveh: Yo acabaré con ese proverbio y
no se repetirá más en Israel. Diles en cambio este otro: “llegan los
días en que toda visión se cumplirá”, pues ya no habrá ni visión vana
ni presagio mentiroso en medio de la casa de Israel. Yo, Yahveh,
hablaré, y lo que yo hablo es una palabra que se cumple sin dilación.
Sí, en vuestros días, casa de rebeldía, yo pronunciaré una palabra y la
ejecutaré, oráculo del Señor Yahveh (12,21-25).
-Como chacales entre las ruinas, tales son tus profetas, Israel (13,4).
Las ruinas son imagen de desolación, pero no para los chacales. Para
ellos, son lugar de refugio o, más aún, lugar de botín. Así los falsos
profetas de Israel se hallan a gusto en medio de las ruinas del pueblo.
Ante la amenaza de destrucción no se preocupan de salvar al pueblo.
Abiertamente se lo reprocha Ezequiel:
“Como chacales entre las ruinas han sido tus profetas, Israel” (13,4).
Al hablar según su inspiración, sin haber visto nada, se comportan
como chacales, que se parecen al lobo en la forma y el color, y a la
zorra en la disposición de la cola, es decir, fingen como la zorra y
devoran a los demás como el lobo.
-Hijo de hombre, ¿en qué vale más el leño de la vid que el leño de
cualquier rama que haya entre los árboles del bosque? (15,1-2).
-¿Se toma de su madera para hacer alguna cosa? ¿Se hace con ella
un gancho para colgar algún objeto? (15,3).
¿Pueden acaso los desterrados defender los frutos que ellos, como
vid del Señor, han producido? ¿No es cierto que sólo han hecho obras
que les han llevado a caer en el fuego? Y si antes de ser abrasados
por el fuego no servían para nada, ¿servirán ahora?:
-No, se tira al fuego para que lo devore: el fuego devora los dos cabos
y el centro se quema, ¿sirve aún para hacer algo? Si ya, cuando
estaba intacto, no se podía hacer nada con él, ¡cuánto menos, cuando
lo ha devorado el fuego y lo ha quemado, se podrá hacer con él
alguna cosa! (15,4-5).
Los dos cabos, devorados por el fuego, son Israel y Judá, y el centro,
ya chamuscado, es Jerusalén. El reino del Norte ha caído en el fuego
del exilio, deportado en el año 720 a Asiria; y la otra parte del pueblo,
el reino de Judá ha sido deportado en el 597 a Babilonia. Ahora el
centro, Jerusalén, la ciudad santa, está a punto de experimentar el
fuego de la ira de Dios:
-Por eso, así dice el Señor Yahveh: Lo mismo que el leño de la vid,
entre los árboles del bosque, al cual he arrojado al fuego para que lo
devore, así he entregado a los habitantes de Jerusalén. He vuelto mi
rostro contra ellos. Han escapado al fuego, pero el fuego los devorará.
Y sabréis que yo soy Yahveh, cuando vuelva mi rostro contra ellos.
Convertiré esta tierra en desolación, porque han cometido infidelidad,
oráculo del Señor Yahveh (15,6-8).
-¿Le saldrá bien? ¿Se salvará el que ha hecho esto? Ha roto el pacto
¿y va a salvarse? Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que en el
lugar del rey que le puso en el trono, cuyo juramento despreció y cuyo
pacto rompió, allí en medio de Babilonia morirá. Ni con su gran ejército
y sus numerosas tropas le salvará Faraón en la guerra, cuando se
levanten terraplenes y se hagan trincheras para exterminar muchas
vidas humanas. Ha despreciado el juramento, rompiendo el pacto; aun
después de haber dado su mano, ha hecho todo esto: ¡no tendrá
remedio! (17,15-18).
-Por eso, así dice el Señor Yahveh: Por mi vida que el juramento mío
que ha despreciado, mi alianza que ha roto, lo haré recaer sobre su
cabeza. Extenderé mi lazo sobre él y quedará preso en mi red; le
llevaré a Babilonia y allí le pediré cuentas de la infidelidad que ha
cometido contra mí. Lo más selecto, entre todas sus tropas, caerá a
espada, y los que queden serán dispersados a todos los vientos. Y
sabréis que yo, Yahveh, he hablado (17,19-21).
-¿Qué era tu madre? ¡Una leona entre leones! Echada entre los
leoncillos, criaba a sus cachorros. Exaltó a uno de sus cachorros, que
se hizo un león joven; y aprendió a desgarrar su presa, devorando
hombres. Reclutaron entre las naciones gentes contra él, lo apresaron
en la fosa, y con garfios se lo llevaron al país de Egipto (19,1-4).
Ezequiel nos presenta a Israel como una madre, que ha dado a luz a
todos sus hijos. Así aparece como una leona rodeada de sus
cachorros. Israel se siente un reino fuerte en medio de los reinos
vecinos. Cuida y nutre a sus pequeños y, sobre todo, exalta a uno,
que crece como un león, que desgarra y devora la presa. Este león es
Joacaz, nombrado rey después de la muerte de Josías en la batalla de
Meguido. Joacaz, segundo hijo de Josías, fue violento y cruel, se
apartó de los caminos emprendidos por su padre e “hizo el mal ante el
Señor en todo” (2R 23,32). Le cae bien la descripción que hace de él
Ezequiel: “aprendió a coger la presa”. Pero, a los tres meses de
reinado, fue depuesto por el faraón Necao II y “con anillos llevado a la
tierra de Egipto”. Se creyó león y sus enemigos, los egipcios, como
cazadores que dan voces contra él, para asustarle y hacerle caer en
las trampas puestas contra él, se lo llevan como a una fiera con anillos
en la nariz. Aquí termina su historia. A Ezequiel le importa más el
segundo cachorro:
-Tu madre se parecía a una vid plantada a orillas de las aguas. Era
fecunda, exuberante, por la abundancia de agua. Tenía ramas fuertes
para ser cetros reales; su estatura se elevó hasta tocar las nubes. Era
imponente por su altura, por su abundancia de ramaje. Pero ha sido
arrancada con furor, tirada por tierra; el viento del este ha agostado su
fruto; desgajada, el fuego ha devorado su fuerte vástago. Ahora está
plantada en el desierto, en tierra calcinada y sedienta. Ha salido fuego
de su rama y ha devorado sus sarmientos y su fruto. No volverá a
tener su rama fuerte, su cetro real. Esto es una elegía y sirve de elegía
(19,10-14).
La vid, de cuyos sarmientos en otros tiempos se formaron cetros de
soberanos(19,11), ha sido deportada a las arenas de la estepa en
tierra sedienta y árida(19,13). Y todo esto ha sido como consecuencia
de uno de los sarmientos, de un retoño de la dinastía davídica, el rey
Sedecías, que en su arrogancia se encendió como fuego contra
Nabucodonosor. Su rebelión insensata acabó con todo lo que
constituía el orgullo de la nación: ha consumido su fruto (19,14). La vid
ha quedado descepada, totalmente destruida, y ya no queda ni un
solo cetro de dominio. De sus sarmientos ya no hay posibilidad de
sacar uno capaz de convertirse en cetro de soberano. La dinastía de
David ha terminado por la insensatez del último de sus vástagos,
Sedecías. Sólo en la época mesiánica volverá a retoñar la antigua vid
(Ez 17,22-24; Is 11,1). Mientras tanto, a los supervivientes sólo les
queda la posibilidad de entonar una elegía en recuerdo de las glorias
pasadas.
12. UN REFRÁN QUE NO GUSTA A DIOS
-Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que no repetiréis más este
proverbio en Israel. Mirad: todas las vidas son mías, la vida del padre
lo mismo que la del hijo, mías son. El que peque es quien morirá
(18,3-4).
Ezequiel recoge la respuesta de Dios y la aplica a diversos casos: un
padre, un hijo y un nieto. El padre es justo, el hijo es malvado y
sanguinario, el nieto en cambio es justo, ¿quién de los tres vivirá y
quién deberá morir?:
La historia de Israel, narrada en los capítulos 16 y 23, aparece aquí sin
imágenes. Ezequiel se remonta a la elección de Israel en Egipto, para
narrar su éxodo y camino por el desierto hasta llegar a la tierra
prometida. Pero toda la historia del pueblo de Dios es vista desde la
perspectiva sombría del pecado. Israel es la “casa rebelde” desde sus
orígenes. Parece un texto escrito para una liturgia penitencial en el
que se examina la historia del pecado y rebeldía del pueblo.
-El día que yo elegí a Israel, alcé mi mano hacia la raza de la casa de
Jacob, me manifesté a ellos en el país de Egipto, y levanté mi mano
hacia ellos diciendo: Yo soy Yahveh, vuestro Dios. Aquel día alcé mi
mano hacia ellos, jurando sacarlos del país de Egipto hacia una tierra
que había explorado para ellos, que mana leche y miel, la más
hermosa de todas las tierras( 20,5-6).
Una segunda nota llamativa es que Dios salva al pueblo sin que el
pueblo muestre ninguna señal de arrepentimiento. El perdón de Dios
precede a toda señal de conversión. El libro de los Jueces nos había
acostumbrado a sentir que en la angustia de la opresión el pueblo
gritaba a Dios y Dios suscitaba un Juez que les salvaba. En Ezequiel
la actuación salvadora de Dios llega antes de que el pueblo se vuelva
a él. Ante el pecado, es cierto, Dios “piensa derramar su furor sobre
ellos y desahogar en ellos su cólera, en medio del país de Egipto”
(20,9), pero no lo hace. Podemos preguntarnos qué es lo que mueve a
Dios a frenar su ira y Ezequiel nos responde:
-Porque tuve consideración a mi nombre y procedí de modo que no
fuese profanado a los ojos de las naciones entre las que ellos se
encontraban, y a la vista de las cuales me había manifestado a ellos,
sacándolos del país de Egipto. Por eso, los saqué del país de Egipto y
los conduje al desierto (20,10).
-Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo reinaré sobre vosotros,
con mano fuerte y tenso brazo, con furor derramado. Os haré salir de
entre los pueblos y os reuniré de los países donde fuisteis
dispersados, con mano fuerte y tenso brazo, con furor derramado; os
conduciré al desierto de los pueblos y allí os juzgaré cara a cara.
Como juzgué a vuestros padres en el desierto de Egipto, así os
juzgaré a vosotros, oráculo del Señor Yahveh. Os haré pasar bajo el
cayado y os haré entrar por el aro de la alianza; separaré de vosotros
a los rebeldes, a los que se han rebelado contra mí: les haré salir del
país en que residen, pero no entrarán en la tierra de Israel, y sabréis
que yo soy Yahveh. En cuanto a vosotros, casa de Israel, así dice el
Señor Yahveh: Que vaya cada uno a servir a sus basuras; después,
yo juro que me escucharéis y no profanaréis más mi santo nombre con
vuestras ofrendas y vuestras basuras (20,33-39).
Es una palabra que implica una acción. Casi sentimos el crepitar del
fuego que salta de árbol en árbol extendiéndose por todo el bosque. El
fuego encendido por Dios no se apagará. Jerusalén será pasto de las
llamas en su totalidad. Durante varios días y semanas siguió el
crepitar de las llamas en sus calles. Los oyentes de Ezequiel, no
pueden creer lo que oyen. No les cabe en la cabeza que Dios permita
la destrucción de la ciudad santa. Para ellos el profeta no está en sus
cabales. Un estremecimiento recorre las venas del profeta que oye, en
vez del fuego, los cuchicheos de sus oyentes, para quienes se ha
ganado el título de “narrador de fábulas”. A Ezequiel se le escapa la
queja:
-¡Ah, Señor Yahveh!, todos van diciendo de mí: “¿No es éste un
charlatán de parábolas?” (21,5)..
El fuego que abrasa todo árbol, tanto seco como verde, en el monte
del Négueb, ahora se convierte en espada. El bosque sigue siendo la
ciudad de Jerusalén y los árboles verdes y secos representan a todo
el pueblo, justos y pecadores, contra quien se dirige la espada. Desde
el sur al norte, desde el Négueb a Jerusalén, la espada, puesta por
Dios en manos de Babilonia, será desenvainada para ejecutar el juicio
de Dios sobre los hombres.
Ezequiel, impulsado por Dios, pone ante los ojos de sus oyentes, los
desterrados de Babilonia, lo que acontece a dos mil kilómetros de
distancia. Ellos no desean ni imaginar que Jerusalén, la delicia de sus
ojos, el amor de su alma, pueda convertirse improvisamente en una
selva envuelta en llamas. Pero el espectáculo del bosque en llamas o
de la espada arrasando será un hecho revelador de Dios, como Señor
de la historia:
-Y si acaso te dicen: “¿Por qué gimes?”, les dirás: “Por causa de una
noticia a cuya llegada desfallecerán todos los corazones, desmayarán
todos los brazos, todos los espíritus se amilanarán, y todas las rodillas
se irán en agua. Ved que ya llega; es cosa hecha, oráculo del Señor
Yahveh (21,12).
Ya Isaías (c. 10) había presentado a Asiria como el bastón con el que
Dios castigaba al reino de Israel y de Judá. También Jeremías ha
presentado a Babilonia y a Nabucodonosor como el martillo con el que
el Señor golpea a su pueblo (Jr 51,20ss). Ahora Ezequiel, cargando
los tonos, presenta a Dios desenvainando la espada y colocándola en
la mano de Nabucodonosor para herir “a mi pueblo” Israel.
-Para ellos y a sus ojos, no es más que un vano presagio: se les había
dado un juramento. Pero él recuerda las culpas por las que caerán
presos (21,28).
-Y tú, hijo de hombre, profetiza y di: Así dice el Señor Yahveh contra
los ammonitas y contra sus burlas: ¡La espada, la espada está
desenvainada para la matanza, bruñida para devorar, para centellear -
mientras se tienen para ti visiones vanas, y para ti se presagia la
mentira -, para degollar a los viles criminales cuya hora ha llegado con
la última culpa! (21,33-34).
Ezequiel amplía una imagen que Isaías sólo enunciaba: “Tu plata se
ha hecho escoria... Voy a volver mi mano contra ti y purificaré al crisol
tu escoria, hasta quitar toda tu ganga” (Is 1,22.25). También Ezequiel
parte de la acusación de Israel convertido todo él en escoria. Dios se
desahoga con su profeta, diciéndole:
-Hijo de hombre, la casa de Israel se me ha convertido en escoria;
todos son cobre, estaño, hierro, plomo, en medio de un horno; ¡escoria
son! (22,17).
-Mira, yo voy a batir palmas a causa de los actos de pillaje que has
cometido y de la sangre que corre en medio de ti ¿Podrá tu corazón
resistir y tus manos seguir firmes el día en que yo actúe contra ti? Yo,
Yahveh, he hablado y lo haré. Te dispersaré entre las naciones, te
esparciré por los países, borraré la impureza que hay en medio de ti,
por ti misma te verás profanada a los ojos de las naciones, y sabrás
que yo soy Yahveh (22,16).
A través de las imágenes del león rugiente y del lobo voraz, aplicadas
a las clases dirigentes, Ezequiel denuncia la situación de violencia e
injusticia, que reina en Israel. Frente al miedo o sensación de
impotencia de los débiles, Ezequiel muestra el acoso, la amenaza, el
acecho, la avidez, la voracidad, el desgarro y aniquilamiento a que
someten a sus víctimas los potentes. Ezequiel pinta con colores vivos
las fauces, colmillos y garras, añadiendo la sensación auditiva del
rugido. El león rugiente es la mejor imagen de los malvados que
devoran a los humildes. Pedro se sirve de la misma imagen para
describir al diablo, que “ronda como león rugiente, buscando a quién
devorar” (1P 5,8). Con sus acciones han provocado la cólera del
Señor:
Esta es una palabra que Dios dirige a los falsos profetas. El verdadero
profeta se diferencia del falso en que se coloca en la brecha y
combate contra Dios en defensa del pueblo. Hay en estas palabras
una profecía de Cristo, el profeta que se coloca en la brecha frente a
Dios para salvar a los hombres pecadores (Cf Hb 5,1ss).
-Por ello, profetiza sobre la tierra de Israel. Dirás a los montes y a las
colinas, a los barrancos y a los valles: Ved que hablo en mi celo y mi
furor: Porque habéis sufrido el ultraje de las naciones, por eso juro
mano en alto que las naciones que os rodean cargarán con sus
propios ultrajes. Y vosotros, montes de Israel, vais a echar vuestras
ramas y a producir vuestros frutos para mi pueblo Israel, porque está
a punto de volver (36,6-8).
-Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer
entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré
crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu
y viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh (37,5-6).
La palabra de Ezequiel es palabra de profeta, lleva toda la fuerza de
Dios, se hace eficaz, suscitando el espíritu que da vida a los huesos
secos. Como quien no se cree lo que ve, Ezequiel constata: “Yo
profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se
produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron
unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne
salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos”.
-Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan
diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra
esperanza, todo ha acabado para nosotros (37,11).
La división del pueblo de Dios en dos reinos, el del norte y el del sur,
Israel y Judá, consumada a la muerte de Salomón, es una herida en la
historia de la salvación. Siempre ha sido considerada como un pecado
y una desgracia (Is 7,17). Ahora, en el exilio los dos pueblos, se siente
la necesidad de la reconciliación. No será plena la restauración que
Dios anuncia si no incluye la unión de los dos reinos en un único
pueblo. En esta nueva creación quedarán superadas las antiguas
tensiones entre Israel y Judá. Es el milagro, mayor que el realizado
con los huesos secos, que Dios promete a continuación en el mismo
capítulo. Ezequiel lo anuncia con una acción simbólica, sacramento de
la realidad que el Señor desea realizar. Gesto y palabra se funden y
aclaran mutuamente. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos
términos:
-Júntalos el uno con el otro de suerte que formen un solo leño, que
sean una sola cosa en tu mano (37,17).
-Así dice el Señor Yahveh: He aquí que voy a tomar el leño de José y
las tribus de Israel que están con él, los pondré junto al leño de Judá,
haré de todo un solo leño, y serán una sola cosa en mi mano (37,19).
-Los leños en los que has escrito tenlos en tu mano, ante sus ojos, y
diles de mi parte: He aquí que yo recojo a los hijos de Israel de entre
las naciones a las que marcharon. Los congregaré de todas partes
para conducirlos a su suelo. Haré de ellos una sola nación en esta
tierra, en los montes de Israel, y un solo rey será el rey de todos ellos;
no volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en
dos reinos. No se contaminarán más con sus inmundicias, con sus
monstruos y con todos sus crímenes. Los salvaré de las infidelidades
por las que pecaron, los purificaré, y serán mi pueblo y yo seré su
Dios. Mi siervo David reinará sobre ellos, y será para todos ellos el
único pastor; obedecerán mis normas, observarán mis preceptos y los
pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que yo di a mi siervo Jacob,
donde habitaron vuestros padres. Allí habitarán ellos, sus hijos y los
hijos de sus hijos, para siempre, y mi siervo David será su príncipe
eternamente (37,20-25).
David había unido a todas las tribus, formando con ellas un solo
pueblo, regido por un solo rey. Salomón recibió como herencia todo el
reino, pero a su muerte se desmembró en dos reinos. En la
reunificación, que Dios promete, aparecerá un nuevo David, y la
herencia que transmitirá durará para siempre. Es el buen pastor
anunciado antes (c. 34). Bajo su reinado se realizarán las promesas
hechas a los patriarcas: una descendencia numerosa y la posesión de
la tierra. La alianza de Dios con el pueblo unido será eterna, pues el
pueblo sostenido por el espíritu de Dios será fiel:
-Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una
alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario
en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré
su Dios y ellos serán mi pueblo (37,26-27).